Lección 2017: La filosofía en el diálogo ciencia-religión: una discusión a partir de la obra de Mariano Artigas
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He tenido la fortuna de contar con la amistad de Mariano Artigas, a quien periódicamente visitaba aprovechando mis frecuentes venidas a Pamplona, lo que me dio además ocasión de establecer una colaboración profesional con él. Lo apreciaba por su carácter amable, capacidad intelectual, voluntad férrea e inagotable laboriosidad. Después de que nos dejó lo he recordado en público al menos en tres ocasiones1. La iniciativa que han tenido los miembros del Cryf de la Universidad de Navarra al encomendarme esta cuarta conferencia conmemorativa permite ampliar el espectro de mi homenaje, prolongando de alguna manera los diálogos que mantuvimos en aquel despacho suyo de la Facultad Eclesiástica de Filosofía. El paso del tiempo va desdibujando los perfiles de las personas que se fueron porque la memoria flaquea, sobre todo la de los que somos mayores. Pero hay un rasgo de Mariano Artigas que ha permanecido incólume en la mía, hasta el punto de que es el primero que conforma su figura al evocarlo. Es aquella sonrisa apacible y cómplice que aparecía en su rostro cuando nos poníamos a discutir de filosofía. Yo diría que era un hombre bastante seguro de sí, o por lo menos de sus convicciones teóricas. Había creado un sistema de pensamiento e intentaba sin desmayo conquistar el asentimiento de los demás.
Sin embargo, cuando se le replicaba: “lo veo de otra manera”, de inmediato ponía la expresión afable que acabo de comentar, como si se dijera y te dijera: “¡Qué bien! ¡He aquí un socio dispuesto a compartir conmigo la aventura intelectual! ¡Alguien que va a acompañarme un trecho en mi indagación!” Creo que íntimamente agradecía a Dios aquella presencia discrepante, ya que para el filósofo tan imprescindibles son los ratos de soledad como los momentos de puesta en común, que permiten sondear la firmeza de los hallazgos propios y la riqueza de los planteamientos ajenos. Nunca atisbé en él un gesto de contrariedad cuando detectó que no le daba del todo la razón. Más bien algo así como una íntima delectación. Nada más natural, si bien se mira, puesto que no nos ocupábamos de trivialidades. La Verdad, como el Dios de quien proviene, es algo que somos incapaces de agotar. Muchas de nuestras discrepancias derivan de esa riqueza y deberíamos aprovecharlas para avanzar de la mano un poco más. Si sabemos sacar partido de ellas, al final todos estaremos un poco más cerca de lo que buscamos. Que consigamos ponernos de acuerdo aquí y ahora no es tan importante. Desde este común entendimiento entablábamos nuestras discusiones, en la que nos importaba poco sentirnos sobrepasados, porque de sobra sabíamos que tratábamos temas grandes, acaso demasiado grandes.
Pues bien, hoy y aquí quisiera recobrar el tenor de aquellos coloquios, porque él ya no está físicamente presente y yo pertenezco a la vieja generación, que muy pronto tendrá que entregar el relevo, si no lo ha hecho ya. Ya se sabe: los abuelos nos dedicamos a contar batallitas del pasado, principalmente porque ya no entendemos muy bien las del presente, y porque —seamos sinceros y hablemos sin tapujos— en el fondo pensamos que “en nuestros tiempos se batallaba mejor”.
Ignoro si los expertos en modas y tendencias considerarán obsoleto lo que voy a decir a continuación. Concierne al diálogo entre ciencia y religión, antaño los dos principales protagonistas de la vida social en Occidente. Lo que antes era “Occidente” hoy ya es planetario, de manera que el contexto de la discusión se ha ampliado. En cambio, ni la ciencia ni la religión conservan la fuerza o el grado de adhesión social que tenían cincuenta años atrás. Estamos en un mundo más globalizado, escéptico y secularizado que entonces. Pero la importancia de una y otra no ha disminuido, sobre todo porque brillan por su ausencia los recambios. La postmodernidad no ha encontrado la forma de “postmodernizar” la ciencia y mucho menos de prescindir de ella. A su vez, las propuestas laicas para reemplazar la religión son demasiado endebles y evidencian la imposibilidad de podar la fe en lo sobrenatural sin que crezcan una y otra vez nuevos retoños2. Por consiguiente, no voy a perder mucho tiempo exaltando la trascendencia del asunto. Es absolutamente central. Todos los miembros de la especie humana que no se han entregado a la disipación o al embrutecimiento tienen su particular e íntimo diálogo vital entre la instancia científica y la religiosa. Sin excepción se sitúan en algún punto del espectro que va desde la síntesis feliz, hasta el rechazo rotundo de una de ellas, pasando por la separación tajante de ambas, ubicándolas en compartimentos estancos de la mente y la vida.
Como a tantos otros, el asunto nos apasionaba a Mariano y a mí. Por decirlo de un modo suave, ni la ciencia ni la religión nos dejaban indiferentes. Bien podríamos ser considerados “tardoilustrados”, por cuanto nos negábamos a echar el agua del cuestionamiento gratuito en el vino añejo y tonificante de la ciencia natural. Del mismo modo, de unísono rechazábamos el relativismo religioso. Tampoco caímos nunca en la tentación de equiparar o confundir la ciencia con la religión. Dado que la técnica asume prácticamente toda la dimensión utilitaria de la ciencia, ésta se presenta ante todo y sobre todo como un tipo de conocimiento, una forma de saber que conlleva asimismo una forma de vida para los que se entregan a su cultivo, aunque solo promete una satisfacción parcial de la curiosidad humana, puesto que hay muchas preguntas que nos acucian para las que la ciencia no tiene ni tendrá respuesta alguna. La religión aporta asimismo al hombre un conocimiento y no precisamente sobre asuntos baladíes. Pero va mucho más allá: propone ponernos en relación no solo cognoscitiva sino existencial con Dios. Se constituye como garante de la ética y no en último lugar promete eso tan decisivo e irrenunciable que llamamos “salvación”. En consecuencia, hablar de diálogo entre ciencia y religión supone una metonimia, puesto que quienes dialogan son en todo caso sus portavoces, y para entablarlo no se puede obviar la heterogeneidad que acabo de señalar. Hubo y hay quien piensa o pensó que esto hace el diálogo imposible, que la única salida consiste en abortarlo y optar por una respetuosa separación. Como divorciados bien avenidos que comparten civilizadamente el cuidado de la prole, científicos y religiosos no tendrían en común nada más que el hecho de pertenecer a la misma especie biológica, de manera que, para compatibilizar la práctica de una y otra habría que repartirse las horas del día y las facultades mentales y afectivas. Eso, en definitiva, es lo que propone la tesis de la separación, de la que ha habido valedores en ambos campos. Pierre Duhem es sin duda el más eminente representante de la versión prorreligiosa del expediente, como refleja este texto:
“Es absurdo pretender que un principio de física teórica contradiga una proposición formulada por la filosofía espiritualista o por la doctrina católica; no menos absurdo es pretender que confirme dicha proposición. No podría haber ni desacuerdo ni acuerdo entre una proposición que es un juicio referido a una realidad objetiva y otra proposición que no posee ningún alcance objetivo"3.
Era una actitud comprensible en los defensores de la fe a fines del siglo XIX, cuando la ofensiva cientificista era particularmente virulenta. El mismo Duhem lo confiesa sin ambages:
“Nada favorece tanto al escepticismo como confundir los dominios de las diversas ciencias; por el contrario, nada más eficaz contra esa tendencia disolvente que la definición exacta de los diversos métodos y la demarcación precisa del campo que cada una de ellas ha de explorar"4.
Hace cien años muy pocos ateos o agnósticos compartían este criterio. Pero desde mediados del siglo XX, cuando la propia fe científica —y no sólo la religiosa— ha sido puesta en entredicho, son cada vez más numerosos los partidarios dentro de ese campo. Stephen J. Gould es uno de los más explícitos5:
“No veo de qué manera la ciencia y la religión podrían unificarse, o siquiera sintetizarse, bajo un plan común de explicación o análisis; pero tampoco entiendo por qué las dos empresas tendrían que experimentar ningún conflicto. La ciencia intenta documentar el carácter objetivo del mundo natural y desarrollar teorías que coordinen y expliquen tales hechos. La religión, en cambio, opera en el reino igualmente importante, pero absolutamente distinto, de los fines, los significados y los valores humanos, temas que el dominio objetivo de la ciencia podría iluminar, pero nunca resolver"6.
Vemos, pues, que no sólo los estados intentan defenderse de supuestas o reales agresiones externas mediante la elevación de muros, tan altos e infranqueables como puedan permitirse. Los países insulares, como Inglaterra, lo tienen más fácil, porque la geografía respalda su aislacionismo. Nosotros siempre hemos contado con los Pirineos para marcar distancias respecto a los franceses, pero los polacos han sufrido las consecuencias de habitar en un país abierto al este y al oeste. La pregunta relevante sería entonces: ¿las provincias del espíritu humano donde tienen su sede la ciencia y la religión se parecen a Gran Bretaña? Si no, ¿les pasa al menos como a España, o están en el caso de Polonia? Mucho me temo que el alma humana no alberga mares interiores, ni tampoco cordilleras. Cabe, por supuesto, cavar fosos y erigir murallas, pero unos y otros —además de costosos— presentan un grave inconveniente: no son nada fáciles de desplazar, de manera que cuando las condiciones cambian hay que echar abajo unos y levantar otros, como ocurrió en Roma cuando las murallas servianas tuvieron que ser sustituidas por las aurelianas. En el presente caso, es tan difícil señalar los límites de la ciencia como los confines de la religión; pero, sobre todo, a lo largo del tiempo sus fronteras han ido cambiando. Es fácil señalar cuestiones que resultan inabordables para la ciencia o sobre las que la religión poco tiene que decir, pero el problema no está en los centros, sino en las periferias. Francia y Alemania nunca pelearon por Berlín o París, pero sí —y cuán encarnizadamente— por Alsacia y Lorena. Podríamos entonces reformular nuestro interrogante así: ¿Hay alguna Alsacia y alguna Lorena situadas entre la ciencia y la religión? Por supuesto que las hay: se llaman “universo” y “hombre”, respectivamente. ¿Cómo es posible que tipos tan sagaces como Duhem y Gould no consiguieran verlas?
Para entenderlo, permitan que recuerde una anécdota que aquí en Navarra resulta próxima. En un examen oral de geografía llevado a cabo en el Instituto “Ximénez de Rada”, el examinador quería favorecer a un estudiante que venía recomendado y era de Tudela. “Vamos a ver —le preguntó amistosamente—, ¿qué río pasa por Tudela?” “¿Por Tudela? El Queiles…” “Bueno sí, pero otro…” “El Mediavilla…” “También; pero otro… otro más importante…” “Pues no sé…” “Pero bueno, ¿y el Ebro?” “¡Ah, el Ebro! ¡El Ebro pasa por las afueras!”
Con todo el respeto debido a la solemnidad del acto, diría que según Duhem y Gould el universo y el hombre pasan por las afueras tanto de la ciencia como de la religión. Hay muchos científicos y creyentes que tienen la misma estrechez de miras que el tudelano del cuento. No así el Catecismo de la Iglesia Católica, según el cual: “Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas"7 Tampoco yo, ni por supuesto Artigas, albergábamos la menor duda al respecto. Pero claro, cuestiones tan sutiles como éstas admiten y exigen muchos matices, y aquí es donde la discusión empieza a cobrar interés. Ninguno de los dos nos adherimos a la tesis de la separación radical, o sea, al “principio de magisterios que no se superponen”, de acuerdo con la terminología que propone Gould.8 ¿Cuál era nuestra posición? Estábamos convencidos de que si fuera posible coleccionar todas las afirmaciones teóricas que la verdadera religión y la verdadera ciencia patrocinan, habría unas cuantas que aparecerían en ambas listas9. En terminología un poco más técnica, el conjunto intersección no estaría vacío. Soy lo suficientemente ingenuo como para creer que, salvo los partidarios del principio de magisterios que no se superponen, todos podrían estar de acuerdo con esto, pero lo importante, lo decisivo, lo peliagudo es: ¿cómo de grande es esa intersección? ¿En cuántas respuestas tendrían que coincidir ambas partes para evitar cualquier conflicto, más aún, para hablar de armonía, incluso de sinergia?
Pues bien, aquí una vez más Artigas estaba de acuerdo conmigo, o yo con él. Nuestra común respuesta siempre fue que el hombre de ciencia en cuanto tal no es capaz de resolver esto y el hombre escuetamente religioso tampoco. Es un trabajo filosófico. La intervención del filósofo resulta insoslayable. Por mi parte puedo asegurar que así lo he creído siempre. Por la de Artigas, recojo el siguiente testimonio de su obra capital, La mente del universo:
“Por supuesto, deseo alcanzar una unidad intelectual y práctica entre ciencia y religión, pero pienso que el primer paso que conduce hacia esa unidad es una reflexión filosófica más que un verdadero diálogo entre dos compañeros diferentes. En mi perspectiva, por consiguiente, una integración sistemática tendrá también un carácter filosófico, y a su vez puede ser integrada dentro de una perspectiva estrictamente teológica"10.
Habrá quien —con alguna base— piense que de admitir esto el contencioso estará condenado de antemano al fracaso. Argumentará que si ya es complicada la comunicación entre el científico y religioso, la presencia del filósofo solo serviría para multiplicar los malentendidos. Es fama que el colectivo filosófico nunca ha llegado a ningún consenso sobre nada importante. Por consiguiente, darle vela en este entierro es como encomendar al zorro el cuidado del gallinero. Poco ayudará a resolver litigios de competencias y definir fronteras entre disciplinas la incorporación de una tercera instancia. Habría que fijar entonces los límites que separan la ciencia de la filosofía, así como los que median entre filosofía y la religión. Siendo optimistas, concluirá el crítico, sólo se conseguiría doblar las dificultades.
Mi respuesta a tales objeciones es que habría que abstenerse de endosar a la filosofía las culpas de los filósofos. No vengo aquí como representante del sindicato de licenciados y doctores en la materia. Seguramente merecemos el desprestigio que se ha ido acumulando sobre la noble actividad que practicamos. Una vez más conviene recordar, parafraseando a Clemenceau, que la filosofía es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los filósofos profesionales. Hasta cierto punto la expresión “filósofo profesional” es tan incongruente como decir: “hierro de madera”. Profesionalmente me considero un “profesor de filosofía”. Si además quisiera ejercer de filósofo, tendría que hacerlo en horas de asueto, un poco como Gustav Mahler, que durante la semana era director de orquesta y “músico” los domingos por la mañana. En este sentido, el científico no parte con ninguna desventaja respecto al profesor de filosofía para acometer la tarea filosófica que señalaba Artigas en el texto citado. Con el hombre de fe pasa algo diferente. En realidad, lo precisivamente religioso ha quedado un poco a un lado cuando he introducido la ficción de “coleccionar todas las afirmaciones teóricas que la verdadera religión patrocina”. Muchas personas sinceramente piadosas pensarán con todo derecho que, si de tal cosa se trata en este foro, mucho mejor el recogimiento del templo o la soledad del campo para entregarse a la práctica religiosa.
Vemos pues, que la primera consecuencia de invitar al filósofo al diálogo entre el hombre de ciencia y el de fe es que el creyente empieza a desinteresarse de la charla, porque se polariza casi del todo en lo teórico-cognitivo, un ámbito demasiado angosto para albergar a la religión, porque en muchos aspectos lo trasciende. Podríamos evitar el obstáculo haciendo que el teólogo ocupe el puesto asignado al creyente, dado que el teólogo sí se siente llamado a considerar los supuestos y consecuencias teóricas de la fe. Pero aquí surge otro problema, y es que en los últimos tiempos (tal vez no solo en ellos) los teólogos hacen a veces abstracción de la fe, se profesionalizan en exceso e incurren en defectos análogos a los del gremio filosófico. Para que esto no ocurra, sería necesario insistir que no nos vale cualquier experto en materias teológicas, sino únicamente los que conjugan el saber humano de las cosas divinas con la fe ardiente y sincera propia del homo religiosus.
¿Y qué pasa con el científico? ¿Acaso la profesionalización no encierra para él ningún peligro? Por cierto que sí. El teólogo que pierde su fe acaba siendo un mal teólogo, como mal filósofo es quien olvida su compromiso incondicionado con la búsqueda de la verdad. Del mismo modo, el científico que se conforma con publicar papers firmados junto a otros diez o doce colegas en revistas bien indexadas de su especialidad aporta muy poco a este cónclave. Valdrá a lo sumo para lo que Kuhn llamaba “ciencia normal"11, y se parecerá un poco a aquel limpiabotas que tras visitar el Museo del Prado sólo comentó que el calzado de los personajes que aparecen en el Cuadro de las lanzas de Velázquez está muy polvoriento. El científico que buscamos es el que está interesado en las bases profundas y el alcance último de su trabajo, aunque no tenga pretensión alguna de revolucionar nada.
He aquí, por tanto, los tres interlocutores que sentaremos en la mesa de discusión: un científico con inquietudes, un filósofo sin extravagancias y un teólogo con religiosidad.
En lo que resta dejaré de teorizar en general, un poco sub specie aeternitatis, y me centraré en cómo debería plantearse este diálogo para coronarlo con éxito. Daré la palabra a Mariano Artigas cuando suponga que no estaba o estaría del todo de acuerdo conmigo. Insisto en que, más que “elogiar” su pensamiento o el mío, quisiera “enganchar” a quien pueda llevar la indagación más allá de donde nosotros llegamos.
Pues bien, creo que la cosa sólo funcionará si el que está en medio (el filósofo) reconoce sin falsas concesiones como iguales, esto es, como filósofos, a los otros dos. Lo cual, claro está, es imposible si se defiende que la filosofía es un conocimiento especializado con método, objeto formal y material propios, tal como hacen muchas corrientes de pensamiento contemporáneo. Por fortuna, hay venerables tradiciones filosóficas que lo vieron de otra manera y entre ellas mi favorita es —por supuesto— la socrática. Sócrates lo resumió todo en una mínima frase del Fedro: “Soy amante de aprender"12. Ni más ni menos. Quien aspira a conocer sin condiciones ni cortapisas, ya es filósofo. El que pone cautelas y limitaciones, cualesquiera que sean, no será filósofo, sino especialista, sabio, científico, ingeniero, político, teólogo, lo que sea, pero desde luego otra cosa diferente. Así pues, lo único que deshabilita a alguien para ostentar el título de filósofo (conviene admitir que de entrada todos tenemos derecho a él) es únicamente el desinterés. Lo cual tampoco significa que para ser filósofo valga todo, sino únicamente todo lo que sirve para aprender. Por eso, la ciencia y la teología dejan de ser filosofía, precisamente en la medida que se atienen a un objeto y aplican métodos restringidos. El filósofo no es científico ni teólogo, porque no respeta los límites temáticos y metodológicos que los demás acatan, pero en cambio puede y debe reconocer como suyo todo lo que ellos enseñan. Expresado con una paradoja, el científico no es filósofo para sí mismo, pero sí lo es para el filósofo que sin complejos habla con él13. Así resulta comprensible que con frecuencia los primeros cristianos, como Hilario, Justino, Taciano, o Clemente vieron en su conversión religiosa la culminación de un itinerario filosófico14. Lo formularé de un modo más provocativo: el científico tiene derecho a rechazar el título de filósofo, pero el filósofo también lo tiene a defender que bregar con la ciencia forma parte de su ministerio. Ocurre entonces que el saber del científico sólo será desatendido por el filósofo cuando por parcial y concreto no resulte relevante; el científico en cambio obviará lo que el filósofo le brinda cuando le parezca demasiado universal, demasiado abstracto, demasiado, entre comillas, “importante”. Si consideramos el asunto desde el punto de vista objetivo más que subjetivo, resulta que la filosofía es omniabarcante, puesto que tanto la ciencia como la teología forman parte de ella. Así fue al principio, en tiempos de los siete sabios de Grecia, o cuando los sacerdotes atesoraban todo el saber de las sociedades que servían. Se entiende bien que comenzara el declive de la filosofía cuando la acumulación del saber hizo casi imposible que una sola cabeza pudiera dominar todo aquel patrimonio15. La fragmentación de la filosofía en ciencias particulares fue ante todo una cuestión de facto, algo impuesto por las insuficiencias del cerebro humano. El problema —y desde mi punto de vista el error— fue querer convertir en cuestión de iure lo que tan sólo obedecía a limitaciones prácticas: ars longa, vita brevis. La decisión resultó, por lo demás, comprensible: nos cuesta confesar que hemos sido incapaces de culminar una tarea por falta de fuerzas o dedicación. Preferimos postular dificultades objetivas, corrientes desconocidas que obstaculizaron la navegación o precipicios insondables que interrumpieron el camino. Pero incluso aceptando que no queda otro remedio que fragmentar el corpus del conocimiento de alguna manera, hay formas razonables de hacerlo, y otras más bien caprichosas y arbitrarias.
El ejemplo más claro de una partición juiciosa es la que efectuaron los apologistas de fines de la antigüedad cuando encontraron que muchos paganos no aceptaban la revelación cristiana, pero sí respondían a argumentos que no se apoyaran en ella. Así surgió la distinción entre teología revelada y teología natural. Se colocaba en un apartado todo lo que el hombre es capaz de averiguar con sus propias fuerzas, quiero decir, con las facultades que Dios le ha otorgado de un modo genérico, y en otro las verdades comunicadas por la Divinidad directamente a algunos e indirectamente a todos los demás. Éstas serían privativas de la religión; aquéllas formarían parte de una versión restringida de la filosofía, entendida a partir de entonces no como “amor al saber en general”, sino como “amor al saber que nosotros mismos nos podemos procurar”. La distinción es aceptable, aunque sea difícil aplicarla con rotundidad, puesto que no está nada claro cuándo hemos conseguido descansar tan solo sobre nuestros propios pies (al fin y al cabo, ¿qué pasa con el suelo?). Incluso agnósticos, como el poeta Jorge Luis Borges, han cuestionado la absoluta autonomía del “orden natural”:
“Si el Eterno
Espectador dejara de soñarnos
Un solo instante, nos fulminaría,
Blanco y brusco relámpago,
su olvido,
No obstante, considero poco sensato extremar hasta tal punto el rigor. Esta redefinición restrictiva de filosofía me parece buena y sobre todo práctica, y más en los tiempos desacralizados que corren. Sin embargo, ahí no paró la cosa, porque desde muy pronto hubo filósofos poco democráticos que fundaron escuelas esotéricas (recuérdese a Pitágoras), inventaron procesos iniciáticos reservados a unos pocos (basta con leer el Poema de Parménides), o encerraron a los humanos en cavernas donde apenas llegaba la luz de la Verdad (tal es la enseñanza de Platón). Menos mal que Aristóteles trajo un mensaje de esperanza para los hombres de a pie, sosteniendo que podrían llegar tan lejos como los de mayor talento. Ni ideas innatas, ni reminiscencias: bastaba, según él, la aptitud lingüística de cualquier griego, las experiencias comunes que todos tenemos, un poco de entrenamiento lógico, mucho tesón y dejarse aconsejar por el sentido común. Con tales medios cualquiera podría convertirse en un filósofo cabal en el más pleno sentido de la palabra.
Falta poco para jubilarme y después de tantos años dedicado a enseñar filosofía no he encontrado nada más sensato ni convincente que esto. ¿Cuáles son los pilares del programa aristotélico? El primero es el realismo, que constituye un acto de humildad cognitiva: confesar que por excelso que sea nuestro espíritu (los cristianos vemos en él la señal de que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios), no lo es tanto como para convertirlo en fuente y paradigma del ser: las cosas no son producto de nuestra mente, ni siquiera las representaciones lo son de modo exclusivo: ésta ha de salir de sí para alcanzarlas. El segundo pilar es el empirismo: la experiencia tanto interna como externa es algo que comparten todos los mortales. Basta y sobra para culminar sus empresas cognitivas más ambiciosas. Es mejor esforzarse para aprovecharla al máximo, en lugar de inventar atajos, soluciones maravillosas y pociones mágicas del conocimiento. El tercer cimiento es la prudencia teórica, el sentido común: la realidad no es un intrincado laberinto de enigmas que exijan una y otra vez inverosímiles gestas adivinatorias y sofisticados alambicamientos mentales. La Verdad es difícil de alcanzar por elevada, no por enrevesada. El último pero no menos importante punto de apoyo es la tesis de la unidad del conocimiento: no tiene el hombre varias cabezas diferentes para usarlas alternativamente en cada empresa teórica; las mismas facultades intelectuales sirven para los cometidos más modestos y para los más excelsos, por lo tanto, la diversificación del saber es meramente temática. Se establece por los contenidos y no por las formas epistémicas: idéntica sensibilidad, idéntica inteligencia, idéntica razón son ejercidas cuando hacemos ciencia, filosofía o teología17.
Asumiendo que estas sean las señas de identidad del aristotelismo, me sumo a la corriente con todas sus consecuencias. Su vitalidad no ha decaído en dos milenios y medio. Cierto que Aristóteles vivió siglos antes de Cristo y no tuvo oportunidad de confrontar su filosofía con una religión como la que Aquél iba a fundar. Pero otros, como Tomás de Aquino, lo harían muy bien siguiendo sus pautas teóricas. Hubo que esperar bastantes siglos más para que la ciencia moderna madurase. Y entonces se produjo el drama: simplemente no hubo un gran seguidor de la filosofía aristotélica capaz de hacerla entrar en diálogo con el naciente saber, al igual que Tomás lo hizo con la teología cristiana. Lo cual no fue por otro lado casual, puesto que mientras la teología cristiana no se desarrolló contra Aristóteles, en cierto modo la ciencia moderna sí lo hizo. Contra él o contra los escolásticos, sufrido colectivo que ha sido blanco de todo tipo de ataques, empezando por los de los propios escolásticos, que pasan buena parte de su tiempo arremetiendo unos contra otros. Hay aspectos de esa curiosa hostilidad original entre la escolástica y la ciencia moderna que no son fáciles de entender. Una escuela de pensamiento con vocación de convertirse en philosophia perennis tiene que evolucionar con el paso del tiempo. El material empírico referente al mundo y al hombre no podía ser el mismo en el siglo IV antes de Cristo que dos mil años después. La corriente había de ser fiel a ciertos principios básicos para conservar su identidad, pero también debía estar dispuesta a transformar si fuera necesario todo lo demás. No fueron pequeños los cambios que Tomás de Aquino introdujo en la metafísica aristotélica para abrirla a la concepción de un Dios infinito y trascendente, convertir el cosmos en criatura y otorgar al hombre un estatuto especial. De magnitud comparable hubieran tenido que ser las modificaciones operadas en su física para hacerla compatible con la astronomía copernicana o la mecánica racional. Pero no surgió ningún nuevo Aquino para la física. Es muy de lamentar, porque hasta hoy padecemos las consecuencias, y la dificultad para acoplar lo científico con lo religioso es una de las más graves. Es posible que la causa estribe en hechos históricos contingentes, como el tropiezo de Galileo con Belarmino y los jesuitas, tan magistralmente estudiado por Artigas18. Hay que advertir que, si grande fue el encono del toscano con la orden19, no fue menor la hostilidad de ésta hacia su enemigo. La Compañía llevaba a la sazón la voz cantante en los estudios filosóficos. Pocos decenios después del malhadado affaire, Sebastián Izquierdo, que era una de sus voces más autorizadas, publicó el Pharus Scientiarum, una propuesta enciclopédica que básicamente consistía en partir por la mitad el sistema aristotélico, otorgando a la física el orden de las existencias y a la metafísica el de las esencias:
“Todas las ciencias, según este supuesto, se pueden reducir o bien a la física o bien a la metafísica. La física fundará sus principios en la experiencia, ya que su objeto es el ente existente en acto, y la metafísica en el entendimiento humano, ya que su objeto es el ente, tanto imposible como posible, prescindiendo de la existencia"20.
Al imprimir un giro esencialista a la metafísica, se colocaba en la antípodas de Tomás... y también de Aristóteles, por supuesto. Problematizó el realismo que para mi gusto constituye su raíz más honda. Pero no menos chocante resulta la ordenación del saber que de ello extraía, pues hizo casi imposible recuperar la conexión de sus partes:
“Dividirá la ciencia en dos grandes apartados: La física y la metafísica. La física se dividirá a su vez en dos grandes regiones: discursiva y narrativa. La discursiva comprenderá a su vez la teología, fisiología racional y moral. Y la narrativa comprenderá la historial y la predictiva. Por su parte la metafísica se dividirá a su vez en filosofía primera, matemática y anónima"21.
Se establecen por consiguiente curiosísimas afinidades electivas: la teología, con la física; la matemática, con la metafísica. He aquí, pues, cómo en pleno siglo XVII y apenas roto el cascarón de lo que iba a ser la nueva ciencia, ya se planteó reducirlo todo a un tête à tête ciencia-religión, sin intermediarios. Francamente, si hubiera que concebir la filosofía como una metafísica hermanada con la matemática y vuelta de espaldas a la realidad, entiendo la resistencia a otorgarle funciones de alguna relevancia. La pregunta, por consiguiente, es si lo que Izquierdo propuso sin tapujos, y tantos otros secundaron subrepticiamente, hacía justicia al naciente saber y a la vieja filosofía, así como si no traicionaba lo más específico de Aristóteles. Los principales resortes de la propuesta de éste, como son la primacía de la sustancia, el uso de la analogía, la doctrina acto-potencial y la teoría hilemórfica no tendrían por qué haberse visto afectados, ni en el ámbito metafísico, ni tampoco en el físico. Las partes más cuestionables y cuestionadas del sistema afectaban exclusivamente a la filosofía natural: la división entre mundo sublunar y celeste, la doctrina de los cuatro elementos y el éter, la distinción entre movimientos naturales y violentos y, por último, la biología animista, esto es, el recurso a la noción de alma para explicar de un modo por completo misterioso las funciones vegetativas y sensitivas de los vivientes. Sin duda habría mucho que matizar, pero en una primera aproximación debería reconocerse que todos esos elementos estaban irremisiblemente condenados a desaparecer, porque pudieron responder adecuadamente a los conocimientos que se tenían en el 322 antes de Cristo, pero desde luego no en 1609, cuando Galileo apuntó el telescopio hacia el firmamento. Eso es algo que no tiene vuelta atrás. Sin embargo, a comienzos del siglo XVII competían aún diversas posiciones teóricas que, grosso modo, fueron las siguientes:
a) Galileo, junto con bastantes iniciadores de la nueva ciencia, defendían que la física aristotélica debía ser descartada, y sustituida por otra que conjugara mejor la experiencia y las matemáticas.
b) Algunos escolásticos, a la vista de la incompatibilidad entre la física aristotélica y la nueva, intentaron rechazar ésta última, pero pronto se vieron desbordados por el éxito arrollador que tuvo.
c) Aceptando la ruina de la física aristotélica como un hecho consumado, muchos escolásticos se consagraron a aumentar la distancia entre la física y la metafísica, dando a la primera un aire empírico-matemático y a la segunda otro especulativo-lógico. A la larga eso llevó a la ruptura del saber racional y la separación irreversible de ciencia y filosofía.
d) Fuera de la escolástica, hubo quien no quiso renunciar a la unidad de la razón, y o bien pretendió desarrollar una metafísica original en armonía con la nueva ciencia (Descartes), o bien intentó redimensionar a la baja la filosofía, recortando la vieja metafísica (Bacon).
e) Lo que prácticamente nadie propuso ni intentó fue reconstruir la física aristotélica desde abajo, para asumir las conquistas valiosas de la nueva ciencia y luego hacer los cambios en la metafísica que fueran menester. Sin embargo, esa hubiera sido la única actitud coherente con lo defendido por el fundador del sistema. El entreveramiento temático y conceptual entre la física y la filosofía primera resulta indudable para cualquiera que se asome a las páginas de la Metafísica. En el libro I habla de las causas; el VII de las categorías; el VIII lo consagra al examen de las sustancias sensibles y en el XII entra en detalles referidos a la fábrica del universo tan concretos como las esferas compensadoras que permiten a cada planeta circular sin interferir el movimiento de los otros. Recíprocamente, en la Física no desdeña tratar asuntos bien metafísicos, como la cuestión del primer motor inmóvil en el libro VIII. Por si cupiera aún alguna duda, tenemos la célebre afirmación de que “si no hubiera ninguna otra sustancia aparte de las constituidas por la naturaleza, la física sería ciencia primera"22.
Todo esto nos lleva a la división del saber. Según Aristóteles hay “tres filosofías especulativas: la matemática, la física y la teología"23:
“Pues la física versa sobre entes separados, pero no inmóviles, y algunas ramas de la matemática, sobre entes inmóviles, pero sin duda no separables, sino como implicados en la materia. En cambio, la ciencia primera versa sobre entes separados e inmóviles"24.
No voy a entrar en discusiones hermenéuticas, pues de sobra sé hasta qué punto afina la filología aristotélica… y cuántas veces nos deja con la duda sin resolver a los que tratamos de sacar conclusiones. Parece no obstante fuera de discusión que su división es temática y no formal: especifica las disciplinas por sus contenidos, y no tanto por el tipo de racionalidad que ejercen o las facultades cognitivas que involucran. En cambio introduce una diferencia formal con la lógica, pues ésta no pertenece a la filosofía y figura como saber propedéutico u organon, al servicio de las ciencias con trascendencia ontológica. Es un saber apriorístico y por ende de alcance universal, pero semánticamente vacío.
En definitiva el espíritu del estagirita es decididamente integrador, porque al primar los contenidos refuerza la unidad del saber. En cambio, la escolástica moderna tendió a reformular los contrastes temáticos desde una elaborada gnoseología. Así lo expresa, por ejemplo, Jacques Maritain en su obra Los grados del saber:
“El hilo conductor nos lo proporciona aquí la doctrina de los tres grados de abstracción, o de los tres grados según los cuales las cosas ofrecen al espíritu la posibilidad de alcanzar en ellas un objeto más o menos abstracto e inmaterial, o sea, en cuanto a la inteligibilidad misma que desciende de las premisas a las conclusiones […] Physica. Conocimiento de la naturaleza sensible: primer grado de abstracción. […] Mathematica: conocimiento de la cantidad como tal […]: segundo grado de abstracción. Metaphysica, conocimiento por encima de la naturaleza sensible del ser en cuanto ser: tercer grado de abstracción"25.
Lejos de mí prohibir a nadie desviarse de las fuentes que le inspiran. Más aún: concedo que la clasificación aristotélica de las ciencias es deficiente. Creo que cuando la estableció Aristóteles fue por una vez más amigo de Platón que de la verdad. En esto concuerdan los especialistas, desde Jaeger, hasta Zürcher y Ross26. Resulta improcedente colocar la matemática entre ciencias con contenidos específicos, para luego accidentalizarla y por tanto relegarla desde el punto de vista teórico con respecto a las que se ocupan de sustancias. Además, es por completo rechazable separarla del movimiento (el propio Aristóteles titubea visiblemente al respecto), cuando las magnitudes físicas que mejor se matematizan son precisamente las que conceptúan el movimiento, como velocidad, aceleración, momento, gradiente, energía, etc. Sólo se explica el desatino por un exceso de consideración hacia Platón o su compañero de Academia Eudoxo, en virtud de la cual se sintió incapaz de negar sustantividad a las ideas matemáticas. Ya se sabe que una porción considerable de los matemáticos puros se consideran aún hoy platónicos, y otorgan a los entes matemáticos existencia propia e independiente. Pero nada hay más diametralmente opuesto al aristotelismo que un realismo de las formas geométricas. Es mucho más coherente con su espíritu el formalismo de Hilbert o el logicismo de Frege o Russell. Si tuviera que proponer mi propia versión de esta parte del sistema e intentara ser más aristotélico que Aristóteles, solo dejaría dos ciencias teoréticas con contenido —la física y la metafísica— y otras dos propedéuticas, puramente instrumentales: la lógica y la matemática. De esa manera la matematización de la física, sin duda la aportación teórica más novedosa de la ciencia moderna, no empañaría ni estorbaría en modo alguno el íntimo parentesco que desde siempre tuvo con la filosofía primera.
Es obvio que la mayor parte de los escolásticos no han ido en esta dirección, pero la trayectoria que han seguido es errática: ya vimos cómo Izquierdo hermanaba la matemática con la metafísica. Maritain lo hace más bien con la física, de manera que, no contento con partir la razón en dos provincias difícilmente conciliables (ciencia y filosofía), fragmenta la física en dos formas de saber que poco tienen que ver entre sí:
“Al tercer grado de visualización ideativa corresponde la metafísica. El primer grado comprende en su unidad genérica dos esferas completamente distintas: filosofía de la naturaleza y ciencias experimentales de tipo empirioesquemático"27.
La filosofía escolástica destaca por su agilidad a la hora de matizar. Seguro que un seguidor de Maritain sabrá zafarse de mis imputaciones y mostrará que son muchos los puentes tendidos para mantener la unidad del saber. Pero cuando los matices sobreabundan, las entonaciones cobran protagonismo, y lo que más acentúa el aristotelismo oficial tardío es la distancia que separa la metafísica de la experiencia:
“La metafísica no requiere ser completada por las ciencias de los fenómenos: las domina, está libre de ellas; mientras que la filosofía de la naturaleza exige ser completada por aquéllas, pues son dos especies de un mismo género epistemológico…"28.
Más allá de sutilezas dialécticas, resulta innegable el estilo defensivo de una metafísica que se sitúa tan lejos del material empírico al que por otro lado reconoce como única fuente cognitiva válida29. Habiéndome dedicado a enseñar filosofía de la naturaleza toda mi vida profesional, no me queda claro cuál pueda ser la utilidad de la versión que Maritain da de ella, aparte de formar una especie de colchón protector que aísle casi por completo la metafísica de las asechanzas de la ciencia.
¿Y cuáles son esas asechanzas? Aquí mucho me temo que mi diagnóstico se aparta del de Mariano Artigas. Pero antes de concretar nuestras diferencias quisiera repasar una vez más los puntos de encuentro. Creo que estaríamos de acuerdo en que la misión de la metafísica es proporcionar genuino conocimiento del ser en cuanto ser, y desde la atalaya que le es propia integrar los saberes y promover su comunicación recíproca, facilitando de este modo —entre otras muchas cosas— el diálogo ciencia-religión. Mal puede cumplir con estos cometidos si se retira a un reducto inalcanzable y cultiva abstracciones sólo aptas para especulativos puros. Para no caer en ello la filosofía de la naturaleza debería ser su mano derecha y no precisamente desmarcándose de lo que la ciencia natural hace, sino muy al contrario, asumiéndola como propia. A tal fin conviene rescatar la índole genuinamente filosófica de la ciencia, que sale a relucir en cuanto se suspenden las restricciones de objeto y método, únicos factores que la particularizan. Para reconocer que la ciencia también es filosofía, basta advertir que atenerse a un método y estudiar sólo una determinada clase de objetos forma parte de una estrategia de focalización que no acarrea una ceguera definitiva para los restantes objetos ni un rechazo sin paliativos de cualquier otro procedimiento. Por tanto, la interacción entre ciencia y filosofía de la naturaleza no es la que puede darse entre dos extraños, sino entre hermanos que se reconocen como tales y descubren cuántas cosas les unen y qué pocas les separan. Al fin y al cabo, tanto la ciencia como la filosofía de la naturaleza constituyen partes inseparables de una misma matriz epistémica, que no es otra que la vieja física de Aristóteles. Me remito en este punto a la observación de que no se dio un Aquino de la física como si lo hubo para reescribir la metafísica. Pero quizá sería más justo decir que no lo ha habido todavía. En muchos aspectos la obra teórica de Mariano Artigas representa un primer paso para acometer la tarea pendiente. Su acercamiento a los más recientes desarrollos de la ciencia se lleva a cabo con ese espíritu de integración y diálogo que tanto se ha echado de menos durante siglos. Obras como La inteligibilidad de la naturaleza, La mente del universo, El desafío de la racionalidad o Filosofía de la ciencia experimental30, no constituyen meros prolegómenos; de alguna forma empiezan a recorrer el camino que por tanto tiempo se condenó al abandono…
Sin embargo, hay un “sin embargo”, un “pero”. Físico de formación y metafísico de vocación, Artigas también mostró en su madurez un excepcional talento como historiador de las relaciones entre ciencia y religión. Pero no centró su atención en el período fundacional de la ciencia moderna y su progresivo alejamiento de la filosofía. Es comprensible que en este punto diera por buenas algunas conceptuaciones en las que sorprendentemente coinciden apologética prorreligiosa enemiga de la modernidad y la historiografía positivista antimetafísica y antirreligiosa. Tanto una como otra defiende que la ciencia moderna y las concepciones del mundo asociadas a ella surgieron y desarrollaron contra la metafísica y contra la religión, chocando sin remedio en puntos esenciales. La única diferencia es que en unos casos se deduce de ello la condena de la modernidad y la ciencia, y en otros la descalificación de la metafísica y la religión. ¿Cuáles serían los puntos neurálgicos del conflicto? Presuntamente, la nueva ciencia habría apoyado una visión cuantitativista y materialista del mundo, defendido un mecanicismo determinista, desplegado el reduccionismo de lo orgánico a lo inorgánico, barrido del escenario las causas finales y primado las causas eficientes. Mariano Artigas era un conocedor demasiado bueno de la entraña teórica de la ciencia para desconocer cuánto de manipulación interesada hay en este tipo de valoraciones por parte del bando cientificista, y cuánto de perezosa simplificación por parte de los acérrimos enemigos de todo lo que huela a moderno. Así lo manifiesta, entre otros muchos, el siguiente pasaje:
“Las implicaciones metafísicas y religiosas de estas dos cosmovisiones no eran antitéticas. La cosmovisión antigua fue ampliamente aceptada y utilizada por autores cristianos, que encontraron muy fácil combinarla con la existencia de un Dios personal que crea el mundo con una finalidad. También era fácil combinarla con el papel central desempeñado por los seres humanos en el plan de Dios. Sin embargo, ambos aspectos también podían ser integrados fácilmente en la cosmovisión mecanicista, que subrayaba fuertemente la primacía del espíritu sobre la materia y la imposibilidad de atribuir sólo a leyes ciegas las numerosas coincidencias ingeniosas que existen en la naturaleza"31.
No obstante, Artigas hace con alguna frecuencia alusiones a “los excesos de la cosmovisión mecanicista” que sólo habría sido posible superar gracias a “los nuevos desarrollos de la ciencia"32. Nada que oponer por mi parte, si se añadiera que tales “excesos”, como el determinismo o la negación de la finalidad, corresponden a una etapa muy tardía en el desarrollo de la ciencia moderna. Ocurrieron casi con exclusividad en el siglo XIX, cuando los filósofos habían renunciado por completo a acompañar con su reflexión la aventura intelectual de la nueva ciencia. Artigas, sin embargo, retrotrae el abuso hasta comienzos de la revolución científica, de manera que casi deberíamos considerarlo una especie de “pecado original” suyo:
“En el pensamiento mecanicista de René Descartes, la teleología no encontró un lugar mejor. Descartes fue el campeón de una filosofía mecanicista en la cual el estudio de la naturaleza debería basarse en las matemáticas, de modo que no había lugar para las causas finales"33.
En consecuencia, concluye: “La cosmovisión mecanicista moderna arrojó, como suele decirse, al bebé junto con la bañera"34. No puedo estar de acuerdo con esta valoración, que difiere de todo lo que he averiguado tras estudiar muchos años el surgimiento y desarrollo de la nueva ciencia. Tampoco estoy solo en mi discrepancia, aun cuando se trate de un tópico mil veces repetido. La obra clásica y monumental de Robert Lenoble sobre Mersenne y el origen del mecanicismo35 demostró fehacientemente que, lejos de ser una “extrapolación ilegítima” de la mecánica, el mecanicismo fue una concepción filosófica sustentada por intelectuales fervorosamente cristianos que trataban de oponerse al auge del naturalismo hilozoísta del Renacimiento y a la deriva materialista del aristotelismo averroísta. Como subproducto de esta filosofía básicamente apologética se produjeron importantes desarrollos teóricos de lo que enseguida se configuró como mecánica racional moderna, pero ninguno de sus representantes fue determinista, pretendió borrar del mapa las sustancias, ni mucho menos la dimensión espiritual de la realidad.
Respecto a las causas finales, en otros lugares he tenido oportunidad de argumentar que en modo alguno fueron cuestionadas durante las primeras fases de la modernidad y muy en particular he defendido que Descartes sí encontró un lugar para ellas36. Los modernos se limitaron a modificar radicalmente el sentido de la teleología aristotélica, dándole un sesgo menos físico y más metafísico, de manera que Dios dejaba de ser pasivamente “fin” de las realidades cósmicas para convertirse en el agente teleológico por excelencia, esto es, en la Voluntad sabia y omnipotente que sostiene cualquier finalidad inconsciente. De ese modo la teleología se convirtió en el recurso heurístico más elevado de la nueva ciencia desde Descartes y Leibniz, pasando por Newton, hasta Euler y Lagrange. Podría agregarse que no ha dejado de serlo desde entonces hasta hoy. Esta depuración de la teleología se efectuó en aras de lo que aquellos autores consideraban una comprensión mejor, pero había también algo más. El aristotelismo propiciaba la tesis de la pasividad divina en el ejercicio de la causalidad final37, lo cual se oponía tajantemente a la cosmovisión creacionista. En este sentido, lo único que hicieron los forjadores de la nueva ciencia fue sacar consecuencias de una transformación de lo teleológico que ya había sido incoada por Tomás de Aquino en su quinta vía, cuando concluyó: “Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin” (el énfasis es mío)38.
En cuanto a la priorización de la causa eficiente sobre las otras, es gracioso que se atribuya a los científicos, cuando lo cierto es que quien la efectúa es el primer filósofo escolástico que desarrolla in extenso la teoría causal, esto es: Francisco Suárez en sus Disputaciones metafísicas, y ello por una razón tan poco positivista como considerar que es la única causa que admite ser elevada del orden categorial al trascendental, y por tanto sólo ella sirve para entender la creación como una forma de acción causal de alcance metafísico39.
Podría seguir espigando otros reproches y acusaciones que tirios y troyanos han vertido contra supuestos errores filosóficos latentes en el punto de partida de la ciencia moderna. Desde mi punto de vista no tienen mayor base que los comentados. Creo más bien que valdría para los pioneros de la racionalidad moderna lo que se dijo del Cid: “Dios, qué buen vasallo, si oviera buen señor”. Los hombres de ciencia se vieron desamparados de la metafísica apenas entrados en el escenario de las ideas. De modo abrumador eran tributarios de la inspiración cristiana y a ella permanecieron fieles tanto durante el siglo XVII como en el XVIII, mientras otros colectivos intelectuales —muy en particular el filosófico— habían empezado ya a descristianizarse40. Solo en el XIX, cuando amplias capas de la población se habían apartado de la fe de sus mayores, cobró impulso el cientificismo antirreligioso y antimetafísico. Los únicos que intentaron hacer el trabajo de recrear la unidad del saber dando cuenta y razón de los nuevos descubrimientos fueron los racionalistas, en particular Descartes y Leibniz. Ambos fracasaron, y no resulta extraño, pues dejaron de apoyarse en algunos de los pilares más firmes del aristotelismo, como el empirismo y la parsimonia teórica.
Las consecuencias del fiasco cartesiano fueron enormes, porque su pretensión de dar una fundamentación apriorística sólo funcionó a medias con la metafísica; en física tuvo que regresar de modo vergonzante al empirismo, y así agrandó la fisura que los escolásticos habían abierto. El apriorismo en filosofía significa priorizar la certeza y la evidencia sobre la verdad, cuando lo justo y conveniente es lo contrario: tan sólo la Verdad, como propiedad transcendental de los entes, fundamenta la certeza de los juicios que trabajosamente formulamos los hombres mediante apuestas teóricas razonables, siempre revisables en función de una penetración más profunda en el basamento veritativo. El espejismo de buscar ante todo certezas subjetivas no solo contaminó al racionalismo, sino que por desgracia también salpicó a buena parte de la escolástica esencialista, y tras el desastroso intento de la Crítica de la razón pura41, a toda la filosofía especulativa postkantiana. Karl Popper ha sido uno de los primeros pensadores relevantes que ha conseguido salir del atolladero. Mariano Artigas tuvo una interesante confrontación teórica con él, y aunque en lo sustancial supo apreciar unos méritos no exentos de limitaciones, detecto en alguna de las críticas que formuló contra él cierta nostalgia de las certezas subjetivas absolutas, nostalgia típica de todos los que abandonaron la recta senda del aristotelismo:
“Pienso que la interpretación falibilista de la ciencia, aunque subraya acertadamente el carácter provisional de una gran parte de nuestro conocimiento científico, debería completarse con una interpretación positiva en la cual se reconociera la posibilidad de alcanzar la verdad y la certeza"42.
Reconozco que puedo caer ahora en un exceso de susceptibilidad. La defensa de lo que he denominado epistemología del riesgo quizá me lleve a extremar la desconfianza respecto a cualquier insistencia sobre un tipo distinto de certeza subjetiva de las proposiciones de la filosofía en comparación con las de la ciencia. Considero que, si fuera legítimo hablar de “certeza objetiva”, la discriminación podría aceptarse, puesto que la metafísica deberá en buena lógica contener una mayor proporción de verdades necesarias, mientras que en la ciencia abundarán más las contingentes. Sin embargo, no veo qué puede aportar el concepto de certeza objetiva al simple concepto realista de verdad. Y si se tratara de mera certeza subjetiva, a la vista está la falta de unanimidad que reina dentro de la metafísica y el acuerdo que los científicos han conseguido alcanzar sobre aspectos centrales de su quehacer.
Todo lo cual no empaña el hecho de que entre Mariano Artigas y yo sí que hubo un alto grado de consenso respecto a todo lo fundamental. Lo diré parafraseando de nuevo, esta vez a André Malraux: “la recuperación de la unidad del saber en el siglo XXI será aristotélica, o no será”. Los restantes proyectos epistémicos en liza recortan abusivamente el alcance de la razón o naufragan en la perplejidad y el desengaño. Para los que ya vamos muy adelantados en nuestro camino sería espléndido percibir que mentes jóvenes e ilusionadas consiguen dejarnos atrás en lo que fue la gran meta de nuestras vidas.
Síntesis conclusiva en forma de preguntas y respuestas
¿Por qué no se ha llegado a establecer un diálogo satisfactorio entre ciencia y religión?
En buena parte ese diálogo sí existe y en realidad ha existido desde un principio, puesto que la ciencia moderna fue una consecución lograda casi exclusivamente por espíritus religiosos. Sucede que en el curso de los siglos, y principalmente en el XIX, ese diálogo fue decayendo hasta el punto de que muchos pensaron que entre ambas instancias había separación radical cuando no enfrentamiento. Parte del desinterés manifestado por muchos contemporáneos hacia la religión -y también hacia la ciencia- se debe a ese injustificado distanciamiento.
¿Por qué la filosofía es importante para el diálogo entre ciencia y religión?
Porque solamente en la filosofía encuentran tanto la ciencia como la religión un terreno común donde pueden dialogar, confrontar sus posiciones y potenciar recíprocamente sus virtualidades. La filosofía ayuda a la ciencia a superar la parcialidad de su enfoque y a plantear las preguntas que le competen desde una perspectiva de totalidad. La religión (al menos la religión cristiana) encuentra en la filosofía la plataforma adecuada para mostrar que su verdad afecta a todas la facetas de la existencia humana y no solamente a unas pocas.
¿Por qué a lo largo de la historia no se ha tenido en cuenta la filosofía para favorecer este diálogo y ahora sí?
La culpa ha sido en parte de los propios filósofos. La filosofía es en cierto modo una actividad agónica, porque se enfrenta a interrogantes demasiado difíciles para poder encontrar aquí y ahora respuestas definitivas que las satisfagan. Acomplejados por las certezas que poseen los hombres de fe y los consensos que alcanzan los hombres de ciencia, muchos filósofos modernos renunciaron a su carisma de mantener abiertos todos los frentes del conocimiento desde una perspectiva integradora. Quisieron convertir su disciplina en un saber especializado, o bien en una suerte de actividad crítica carente de contenidos. Fue un error que a la larga les condenó a caer en la irrelevancia. Pero la filosofía es una actividad imprescindible y siempre acaba renaciendo de sus cenizas. El relanzamiento que ya empieza a detectarse proviene más del ámbito científico y del religioso que del estrictamente filosófico.
¿Por qué es imprescindible la filosofía para el resto de disciplinas?
En las viejas universidades la teología, junto con la medicina y el derecho, constituía una de las tres facultades superiores, en la que los estudiantes debían graduarse. La de filosofía, también llamada de artes, constituía la facultad inferior, no porque fuese de menor categoría, sino porque proveía a los alumnos de una formación común básica que los capacitaba para ulteriores empeños. Tomando apoyo en esta sabia disposición, podría decirse que sin filosofía no es posible empezar a construir un hombre cabal; sin la teología, es imposible acabar de conseguirlo.
Notas
(1) En los trabajos: “Ciencia y fe en perspectiva sistemática: los oráculos de la ciencia”, en: Mariano Artigas 1938-2006. In memoriam, Pamplona, Universidad de Navarra, 2008, pp. 47-59; «Prólogo», en: Karl Giberson, Mariano Artigas, Oráculos de la ciencia, Madrid, Encuentro, 2012, pp. I-VIII; “Mariano Artigas y la relación de la filosofía con la teología fundamental. Evocación y debate”, en: Scientia et Fides (Torun), 2016, vol. 4 (2), pp. 375-396.
(2) Véase L. Flamarique, C. Carbonell (eds.), La larga sombra de lo religioso. Secularización y resignificaciones, Madrid, Biblioteca Nueva, 2017.
(3) Pierre Duhem, La Théorie physique, 1914, trad. de: Stanley L. Jaki, La ciencia y la fe. Pierre Duhem, Madrid, Encuentro, 1996, p. 174.
(4) Pierre Duhem, Physique et Métaphysique, 1893, trad. de: S. Jaki, La ciencia y la fe…, p. 148.
(5) Otro destacado defensor de la fórmula, al que podríamos considerar equidistante entre ambos bandos, fue Karl Popper. Véase A. Barzaghi, J. Corcó, «Stephen Jay Gould and Karl Popper on Science and Religion», Scientia et Fides, vol. 4 n. 2 (2016), pp. 417-436.
(6) Stephen Jay Gould, Ciencia versus religión. Un falso conflicto, Barcelona, Critica, 2000, p. 12.
(7) DS 3004; CEC 36. He tratado de este asunto en: J. Arana, “Presupuestos filosóficos del cristianismo”, en: Estudios sobre el catecismo de la Iglesia Católica, Madrid, Unión Editorial, 1996, pp. 65-80.
(8) “Propongo que encapsulemos este principio básico de la no interferencia respetuosa (acompañado de un diálogo intenso entre los dos temas distintos, cada uno de los cuales cubre una faceta fundamental de la existencia humana) enunciando el principio de los magisterios que no se superponen, al que para abreviar denominaré MANS”. Gould, Ciencia versus religión…, p. 13.
(9) “En tales casos, cuando el mismo problema es abordado por la ciencia y la metafísica o la religión al mismo tiempo, yo preferiría hablar de “solapamientos parciales” que deberían resolverse clarificando los argumentos respectivos. Con frecuencia, los debates entre ciencia y religión se centran en torno a problemas de este tipo”. M. Artigas, La mente del universo, Pamplona, Eunsa, 2000, p. 47.
(10) Artigas, La mente del universo…, p. 32.
(11) Véase Th. S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, México, F.C.E., 1975, pp. 51-67.
(12) Platón, Fedro, 230d.
(13) En este sentido acota Giuseppe Tanzela-Nitti: “el método y los instrumentos del trabajo científico pueden ser trascendidos sin ser contradichos”. G. Tanzella-Nitti, ¿Se puede hablar de Dios en el contexto de la ciencia contemporánea? Pamplona, Grupo de Investigación Ciencia, razón y fe, 2016, p. 30.
(14) “Desde el punto de partida hasta el de llegada, la reflexión es la que actúa, la que progresa, la que concluye. Por lo menos san Hilario sólo expone los progresos de su inteligencia en la búsqueda de la verdad. Como Justino, como Taciano, como Clemente, comenzaría por dirigirse a la filosofía: ésta le suministraría bases más o menos ciertas, pero no le satisfaría del todo” G. Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos (1947), Madrid, Encuentro, 2012, p. 121.
(15) He estudiado este asunto en: J. Arana, El proceso histórico de separación entre ciencia y filosofía, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 2015.
(16) J.L. Borges, El otro, el mismo (1964), Obras completas, Barcelona, Emecé, 1989, vol. 2, p. 316.
(17) La concepción sistemática y unitaria del conocimiento es una de las aportaciones más originales de Aristóteles. En tiempos de la Academia platónica predominaba más bien la desorganización y el caos epìstémico. Véase W. Jaeger, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, México, F.C.E., 1983, pp. 27-29.
(18) Véanse: W.R. Shea; M. Artigas, Galileo en Roma, Madrid, Encuentro, 2003; M. Artigas; M. Sánchez de Toca. Galileo y el Vaticano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2008.
(19) Como es sabido, su libro Il Saggiatore no es más que una diatriba contra el destacado jesuita Horazio Grassi.
(20) J.L. Fuertes, El discurso de los saberes en la Europa del Renacimiento y del Barroco, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2012, p. 228.
(21) Fuertes, El discurso de los saberes..., p. 239.
(22) Aristóteles, Metafísica, VI, 1026a.
(23) Aristóteles, Metafísica, VI, 1026a.
(24) Aristóteles, Metafísica, VI, 1026a. Traducción de V. García Yebra.
(25) J. Maritain, Distinguir para unir o Los grados del saber, Buenos Aires, Club de Lectores, 1968, pp. 69-71.
(26) Véanse Jaeger, Aristóteles…, pp. 372-391; G. Fraile, Historia de la Filosofía, Madrid, B.A.C., 1965, vol. 1, pp. 445-451.
(27) J. Maritain, Filosofía de la naturaleza, Buenos Aires, Club de Lectores, 1967, p. 135. El esquema es todavía más complicado, puesto que a esas dos disciplinas hay que sumar el análisis empiriométrico, que media entre el segundo y el primer grado de abstracción. Véanse pp. 93-142.
(28) Maritain, Filosofía de la naturaleza…, p. 120.
(29) “…la dependencia de la filosofía de la naturaleza respecto de la experiencia es mucho más estrecha, mucho más constrictiva que la de la metafísica, la cual, sin embargo, también deriva de la experiencia sensible, con la diferencia de que no debe, como la filosofía de la naturaleza, verificar sus juicios en aquélla.” Maritain, Filosofía de la naturaleza…, p. 120.
(30) M. Artigas, Filosofía de la ciencia experimental, Pamplona, Eunsa, 1989; El desafío de la racionalidad, Pamplona, Eunsa, 1994; La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1995; The Mind of the Universe. Understanding Science and Religion, Templeton Foundation Press, 2000.
(31) Artigas, La mente del universo…, p. 118.
(32) Artigas, La mente del universo…, p. 125.
(33) Artigas, La mente del universo…, p. 198.
(34) Artigas, La mente del universo…, p. 219.
(35) Véase R. Lenoble, Mersenne ou la naissance du mécanisme, Paris, Vrin, 1971.
(36) Véase J. Arana, “En la modernidad el concepto de causa final no se crea ni se destruye: únicamente se transforma”, en: In umbra intelligentiae, Pamplona, Eunsa, 2011, pp. 49-66; Los sótanos del Universo. La determinación natural y sus mecanismos ocultos, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2012, pp. 289-342.
(37) Los textos aristotélicos sobre finalidad son ambiguos en lo relativo a si radica o no en la misma sustancia el fin y la eficiencia causal que mueve a alcanzarlo: por una parte el Dios aristotélico está en exceso ensimismado: “se entiende a sí mismo por captación de lo inteligible” (Metafísica, 1072b); por otra el estagirita tiende a separar la acción final de la eficiente que se asocia a ella: “mueve en cuanto es amada, mientras que todas las demás mueven al ser movidas” (Aristóteles, Metafísica, 1072 b). Eso hace que las cosas mundanas —en particular, las que no son inteligentes— adquieran cierta independencia en los procesos teleológicos: “Así pues, si es por un impulso natural y por un propósito por lo que la golondrina hace su nido y la araña su tela, que las plantas producen hojas para sus frutos y dirigen sus raíces hacia el abajo para nutrirse y no hacia arriba, es evidente que este tipo de causa está operando en las cosas que son y llegan a ser por naturaleza” (Aristóteles, Física, 199a, trad. de G. R. de Echandía). Estas ambigüedades explican quizá por qué el continuador de Aristóteles Estratón de Lampsaco renunció por completo a la causalidad final (véase J. Moreau, Aristóteles y su escuela, Buenos Aires, Eudeba, 1972, pp. 258-260).
(38) “Ergo est aliquid intelligens, a quo omnes res naturales ordinantur ad finem: et hoc dicimus Deus.” Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q. 2, a. 3, Madrid, B.A.C., 1964, vol I, p. 323.
(39) Véase F. Suárez, Disputaciones metafísicas, Madrid, Gredos, 1960-6, vol II, pp. 361-364; Arana, Los sótanos…, pp. 343-347.
(40) Véanse J. Arana, Las raíces ilustradas del conflicto entre fe y razón, Madrid, Ediciones Encuentro, col. Ensayos, 1999; “Ciencia y religión en la Ilustración Francesa”, en: J. Montesinos, S. Toledo (eds), Ciencia y Religión en la Edad Moderna, La Orotava, Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2007, pp. 273-289.
(41) Véase Arana, El proceso histórico de separación…, pp. 202-242.
(42) Artigas, La mente del universo…, p. 235.
Juan Arana Cañedo-Argüelles
Catedrático de filosofía de la Universidad de Sevilla y académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Colaborador en la docencia de doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras. Conoció personalmente a Mariano Artigas al que le unió una sincera amistad.
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Fecha y hora: Martes, 17 de octubre de 2017, a las 12.30 h.
Lugar: Aula Magna. Edificio Central. Universidad de Navarra. Pamplona