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¿No basta con creer que Dios existe y obrar bien? ¿Por qué tener una religión, complicarse con la obligación de cumplir sus ritos y ceremonias?
Autor: Francisco Gallardo
Publicado en: 50 Preguntas sobre la Fe, 21
Quizá sería razonable plantear la primera pregunta en esos términos si nuestras relaciones con Dios fueran de estricta justicia, es decir, si estuviéramos en condiciones de devolver lo que recibimos de Él en una cuantía igual o, al menos, semejante.
Algo análogo sucede en la relación de los hijos con sus padres. Por ejemplo: imaginemos que un hijo de quince años propone a su madre el trato de cumplir con sus obligaciones de estudiante y ayudar además en ciertas tareas del hogar (hacerse la cama, poner la mesa ciertos días...), pero de modo que ya con eso queden «en paz» y su madre no pueda «reclamarle» más cosas, tales como un beso al regresar a casa, participar en ciertos momentos en la conversación del hogar…… Concluiríamos que es un mal hijo, que no es consciente de que, por mucho que haga, nunca llegará a dar todo lo que ha recibido de sus padres. Es más, muy probablemente ni siquiera llegaría a cumplir con esas tareas que se ha impuesto.
En nuestra relación con Dios, el desnivel entre lo recibido y lo que podemos dar es aún mayor. Si somos conscientes de que Dios nos ha creado con un acto pleno de amor totalmente desinteresado y de que a pesar de haberle rechazado nos ha dado a su Hijo para salvarnos, la consecuencia es que no tiene sentido que nos preguntemos si «basta con…». Por supuesto que creer en Dios y obrar bien no es poco. Pero, por otro lado, quien asume sinceramente esa fe y ese obrar con todas sus consecuencias, no se plantea límite alguno. Lo ilustraba Benedicto XVI en una de las audiencias dentro del marco del año de la fe, al afirmar:
«Hoy muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios que se ha revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre de tú a tú en una relación de amor con Él» (Audiencia general, 14.XI.12).
¿Cómo corresponder con ese amor que se nos da sin límites?
Desde luego, dada nuestra condición finita, no nos resulta posible. Para paliar de algún modo este desnivel, como sucede también en lo referente a las relaciones hu- manas, la persona recurre a símbolos, tanto más elocuentes cuanto mejor expresen el deseo de totalidad de un amor sin límites. En este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica hace notar:
«El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales (…). Lo mismo sucede en su relación con Dios» (n. 1146). De hecho, «Dios habla al hombre a través de la creación visible. El cosmos material se presenta a la inteligencia del hombre para que vea en él las huellas de su Creador. La luz y la noche, el viento y el fuego, el agua y la tierra, el árbol y los frutos hablan de Dios, simbolizan a la vez su grandeza y su proximidad» (n. 1147).
Las mismas realidades materiales se convierten así en signos de los excelsos dones que Dios nos da. Por lo tanto, es lógico que el hombre responda también con el lenguaje de los símbolos, que le permiten relacionarse con Dios.
Esos signos y símbolos en sí mismos también son limitados y, según los casos, poseen un mayor o menor componente convencional. Pero eso no quiere decir que su uso pueda estar sometido a la arbitrariedad. En el ámbito de las relaciones humanas resulta evidente: existen expresiones de amor, de afecto, de cortesía… que se han ido acuñando por tradición, y son distintas según las culturas. Por ejemplo, el apretón de manos como signo de amistad, que en algunos lugares se expresa de otro modo (con una inclinación de cabeza). Si alguien me ofreciera su mano y yo la retirara, sería signo de enemistad, salvo que detrás hubiera un motivo razonable que debería explicar para evitar malentendidos. En todo caso, no se aceptaría el argumento de que para mí lo importante es el sentimiento interno de amistad.
Estos razonamientos se pueden aplicar análogamente a las religiones. En el ámbito de cualquier tradición religiosa, la práctica tanto individual como comunitaria de ciertos ritos o ceremonias no proviene de una imposición externa de carácter arbitrario, sino que tiene su fundamento en la naturaleza humana, en la que se basan los signos. Así, originariamente los ritos son expresión de una experiencia religiosa profunda: un gesto de adoración, un deseo de entrega total que se expresa con un sacrificio, que es a la vez rito externo, individual o comunitario según los casos, y manifestación interior de una donación total del propio ser. Otra cosa es que con frecuencia, por la misma limitación humana, se introduzca la rutina, como también sucede en el amor humano, lo cual no se soluciona abandonando los signos, ciertas acciones, etc., sino renovándolos, de modo que vuelvan a ser la expresión auténtica de lo que significan.
Estas consideraciones nos permiten captar el motivo de fondo de la obligatoriedad del tercer mandamiento de la ley de Dios: santificar las fiestas. Su alcance es universal, válido para todos los hombres de todos los tiempos, y se cumple de modos diversos según las distintas tradiciones religiosas. No cumplirlo supone vivir de un modo ajeno a la propia naturaleza. Así, participar de los ritos y de las ceremonias de una religión no es complicarse la vida, sino 21 ¿No basta con creer que Dios existe y obrar bien? ¿Por qué tener una religión, complicarse con la obligación de cumplir sus ritos y ceremonias? 21 ¿No basta con creer que Dios existe y obrar bien? ¿Por qué tener una religión, complicarse con la obligación de cumplir sus ritos y ceremonias? más bien el modo más pleno de realizar la propia vida.
Para los cristianos, esta realidad adquiere un nivel mucho más profundo. Como afirma Benedicto XVI en la audiencia ya citada:
«En realidad, como fundamento de toda doctrina o valor está el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El Cristianismo, antes que una moral o una ética, es acontecimiento del amor, es acoger a la persona de Jesús. Por ello, el cristiano y las comunidades cristianas deben ante todo mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero Camino que conduce a Dios».
Ese encuentro con Jesús se realiza ante todo a través de los sacramentos. Son signos eficaces de la gracia, que se sirve de elementos extraídos de la creación (agua, vino, aceite), de modo que se constituyen a modo de canales a través de los cuales Jesucristo actúa. Y entre ellos, el sacramento más excelso es la Eucaristía, que contiene al mismo Cristo que se hace presente sobre el altar. Por ello, para el cristiano el modo natural de santificar las fiestas es participar en la Santa Misa, el mismo sacrificio de Cristo que se hace presente sacramentalmente.