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Supuestos e implicaciones del progreso científico
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Scripta Theologica, 30, pp. 205-225.
Fecha de publicación: 1998
Los métodos y resultados de la ciencia experimental desempeñan un papel muy importante en la configuración de la cultura contemporánea. En ocasiones son utilizados para respaldar doctrinas naturalistas que prescinden de la acción divina porque la consideran imposible o inútil a la luz del progreso científico. En las reflexiones que siguen sugiero que el análisis objetivo de ese progreso más bien conduce a la conclusión contraria. Más en concreto, sostengo que el análisis de los supuestos e implicaciones del progreso científico conducen a una perspectiva que es plenamente coherente con la afirmación de un Dios personal creador, con el reconocimiento de las dimensiones espirituales de la persona humana, y con la existencia de valores éticos relacionados con la búsqueda objetiva de la verdad y el servicio a la humanidad.
I
Ciertamente, el naturalismo ha ocupado una posición cada vez más destacada en la cultura contemporánea, bien sea porque se renuncia a plantear los problemas metafísicos, o bien porque se pretende responder a esos problemas mediante la ciencia. Por ejemplo, en relación con la explicación del universo y el problema de la creación, se llega a hablar de una presunta «auto-creación» del universo que habría surgido, de acuerdo con las leyes de la física, a partir de una fluctuación del vacío cuántico: aunque se advierta que el vacío cuántico no es la nada, no faltan quienes encuentran argumentos para interpretar el origen del universo según la cosmología científica como si se tratase de una «creación sin Creador» que hace innecesario el recurso al Dios personal creador y al gobierno divino del universo.
Nuestra cultura se encuentra informada por una ciencia que no parece dejar lugar para las explicaciones espirituales y sobrenaturales; aunque se admita que su agnosticismo es sólo metodológico, es fácil pasar del «como si Dios no existiera» al olvido completo de Dios o a la negación de su posible acción en el mundo. De la trilogía naturaleza-hombre-Dios, se ha pasado a una visión monolítica en la que parece suficiente contar con la naturaleza: al fin y al cabo, la ciencia parece permitirnos prescindir de Dios, y esa misma ciencia, cuando se la aplica a la explicación de la persona humana, parece progresar continuamente, consiguiendo una creciente expansión de las explicaciones de lo humano en clave materialista. En último término, nos encontramos con un naturalismo que penetra nuestra cultura por sus cuatro costados. Desde el «Big Bang» o gran explosión hasta la actualidad, todo parece explicarse mediante un gigantesco proceso de evolución cósmica y biológica que nos describen las ciencias, y parecería posible mostrar que el inicio mismo, la gran explosión, o bien sería el resultado de una fase anterior de contracción, o un momento parcial dentro de un ciclo eterno de expansiones y contracciones, o el producto de una fluctuación del vacío cuántico que podría explicar una auto-producción del universo inicial sin necesidad de postular un Creador.
En definitiva, asistimos a una hegemonía del naturalismo, que en el mundo occidental contemporáneo aparece estrechamente relacionado con la mentalidad positivista. Ciertamente, el positivismo y su versión neopositivista están oficialmente muertos y enterrados. Sin embargo, sería un error darlos por definitivamente desaparecidos. Aunque muchas de las interpretaciones que proponían hayan sido criticadas de modo devastador y haya quedado patente su insuficiencia, sus tesis básicas no sólo han sobrevivido, sino que han adquirido una fuerza tan persuasiva que ni siquiera se discuten, aunque condicionan en gran parte las ideas actuales. Se trata de un nuevo caso de «reinar después de morir».
El naturalismo se encuentra unido con el des-encantamiento de la naturaleza. Friedrich Schiller ya se refirió a ello hablando de un des-endiosamiento de la naturaleza («Entgötterung der Natur»), y Max Weber, un siglo después, habló de un des-encantamiento del mundo («Entzaüberung der Welt»).
Sin duda, nuestra civilización científica posee muchos valores positivos, y algunos de ellos se encuentran íntimamente vinculados con la ciencia natural, que pone de relieve la importancia del razonamiento, la búsqueda de explicaciones, la exigencia de someter esas explicaciones a la correspondiente crítica, y la importancia de buscar explicaciones que permitan resolver los problemas más inmediatos de la vida humana. En este contexto podemos preguntarnos: ¿qué sentido tiene afirmar, en la actualidad, la existencia de un Dios Creador del universo?, ¿puede argumentarse en su favor, o se trata de un objeto posible de creencia subjetiva, que cada persona puede admitir si lo estima adecuado, pero que nada tiene que ver con argumentos objetivos?, ¿tiene algo que decir al respecto la cosmovisión científica actual?
II
Me parece importante subrayar, ante todo, que las ciencias naturales poseen una autonomía propia. Sin duda, utilizan recursos cognoscitivos que pueden aplicarse en cualquier otro ámbito de conocimiento, pero no es menos cierto que recurren a métodos peculiares para estudiar la naturaleza centrándose en la investigación de las pautas espacio-temporales repetibles: por eso es factible construir modelos que pueden someterse a control experimental.
Por tanto, aunque existen importantes coincidencias entre la ciencia experimental y la reflexión filosófica, existe también entre ellas un desfase metodológico que debe ser respetado siempre. Las ciencias naturales buscan un conocimiento que pueda ser sometido a control experimental, y ninguna instancia extra-científica puede erigirse en juez de sus resultados. Por su parte, la reflexión filosófica estudia las condiciones de posibilidad de las ciencias: estudia sus supuestos y susimplicaciones (y, sin duda, otros problemas: aquí sólo me refiero a la filosofía en cuanto se relaciona con las ciencias). En consecuencia, si nos atenemos rigurosamente a las posibilidades de los respectivos métodos, no encontraremos problemas que puedan ser calificados de modo estricto como cuestiones fronterizas entre la ciencia y la filosofía o la teología.
En esas condiciones, parecería imposible que exista un diálogo entre las ciencias y la filosofía. Sin embargo, la situación no es tan desesperada. De hecho, acabo de indicar un camino que tiene gran importancia para ese diálogo: el estudio de los supuestos e implicaciones de las ciencias. En efecto, si bien las ciencias son autónomas en su nivel propio, utilizan, sin embargo, unos supuestos que son condición necesaria para que la ciencia sea posible y tenga sentido. Además, el ulterior progreso científico posee implicaciones que pueden retro-actuar sobre esos supuestos. En esta línea, propongo la siguiente tesis: las ciencias se apoyan sobre unos supuestos filosóficos, y el progreso científico retro-actúa sobre esos supuestos: los retro-justifica, los amplía y los precisa. Las reflexiones que siguen se dirigen a explicar esta tesis y a explorar sus consecuencias.
Al hablar de supuestos filosóficos de las ciencias me refiero a los supuestos generales de las ciencias, o sea, a los que son comunes a toda actividad científica. Por ejemplo, cualquier disciplina científica supone que existe un cierto orden en el ámbito de la naturaleza que intenta explorar, ya que, en caso contrario, no sería posible esa exploración. No me refiero, en cambio, a los supuestos específicos de las diferentes disciplinas o teorías; por ejemplo, puede decirse a grandes rasgos que la biología supone la física y la química, y que la química supone la física, y que la genética supone la biología molecular: pero, en estos casos, se trata de supuestos estrictamente científicos.
Como primer paso de mi análisis, afirmo que los supuestos generales de las ciencias pueden clasificarse en tres grandes tipos: los supuestos ontológicos, los epistemológicos, y los antropológicos. Los supuestos ontológicos se refieren a la existencia de una naturaleza independiente de nuestra voluntad, que tiene una consistencia propia y posee un orden específico. La naturaleza debe ser inteligible, o sea, capaz de ser conceptualizada de modo lógico y coherente. Lossupuestos epistemológicos se refieren a la capacidad humana para enfrentarse a la naturaleza como un objeto, para construir modelos y contrastar su validez recurriendo a la experimentación: se supone, por tanto, la existencia de un sujeto que posee una capacidad argumentativa, así como una estructura cognoscitiva que le permite enlazar los aspectos materiales y los intelectuales. Los supuestos antropológicos se refieren a los objetivos que se buscan en la actividad científica; por tanto, a los valores que determinan esos fines, y a los medios para conseguirlos. El objetivo principal de las ciencias naturales es el conocimiento de la naturaleza, y el control experimental constituye la condición básica que deben cumplir las construcciones teóricas para poder ser admitidas en el ámbito de esas ciencias. La ciencia experimental tiene sentido como una búsqueda de conocimiento que permite el dominio de la naturaleza y, por tanto, el progreso en las condiciones de vida de la humanidad.
Esos supuestos expresan auténticas condiciones de posibilidad de las ciencias, porque su validez resulta indispensable para que las ciencias puedan existir. No imponen a las ciencias ningún enfoque específico: expresan nada más (y nada menos) que dimensiones de la naturaleza y de la persona humana sin cuya existencia la actividad científica no podría existir. De hecho, la ciencia no sólo existe sino que progresa notablemente, y esto puede utilizarse como prueba de la validez de los supuestos mencionados. En ese sentido, el progreso científico retro-justifica la existencia y la validez de esos supuestos. Además, como ese progreso abre nuevos panoramas, tanto en la representación de la naturaleza como en las modalidades de su conocimiento y de su dominio, puede decirse que amplía y precisa los supuestos que le sirven como base. En efecto, cuanto más progresa la ciencia, mejor conocemos tanto el orden de la naturaleza como nuestras capacidades para representarlo y dominarlo.
Tampoco es difícil advertir que una reflexión sistemática acerca de los supuestos de las ciencias conducirá a problemas centrales de la ontología, de la gnoseología y de la antropología, y que si llevamos nuestra reflexión hasta el final, aparecerán los problemas típicos de la teología natural. Por tanto, la reflexión filosófica puede proporcionar el complemento que la ciencia natural necesita para que sus resultados puedan ser integrados en una cosmovisión unitaria que incluya las diferentes dimensiones de la experiencia humana.
III
En esta sección voy a analizar los supuestos ontológicos de la actividad científica.
Una de las características más notables de la naturaleza es que, estando constitutida por componentes y fuerzas «ciegos», pueda ser estudiada a través de lenguajes racionales coherentes. La racionalidad de la naturaleza es uno de los supuestos ontológicos de la ciencia y una de las características más notables de la naturaleza. Tal como corresponde a un supuesto, se suele dar por descontado que la naturaleza es racional e inteligible, pero esto no es nada trivial. Además, el progreso científico proporciona una confirmación cada vez más notable de la amplitud de esa racionalidad y de su carácter altamente sofisticado: cuanto más progresa la ciencia, más orden descubrimos en ella, ya que todo progreso significa más leyes, más estructuras, más orden.
La inteligibilidad de la naturaleza se encuentra estrechamente relacionada con la existencia de orden. En la naturaleza existen muchos tipos de orden, pero me interesa subrayar especialmente la existencia de estructuras espaciales y temporales. Una estructura consta de componentes diferentes que forman una unidad; por tanto, expresa un tipo de orden. Además, algunas estructuras espaciales y temporales de la naturaleza se repiten; en ese caso pueden ser denominadas pautas: las pautas espaciales son configuraciones, y las pautas temporales son ritmos.
No es difícil advertir que la estructuración espacio-temporal se extiende a todos los niveles de la naturaleza, y por otra parte, que si bien no todo en la naturaleza son pautas, todo está articulado en torno a pautas *(1). Así se explica, precisamente, que podamos estudiar científicamente la naturaleza, para lo cual se requiere elaborar modelos teóricos que puedan ser sometidos a control experimental: que esos modelos representen aspectos de la naturaleza, y que los experimentos sean repetibles, es posible porque en la naturaleza existe un elevado grado de organización estable.
Esto no es algo necesario: podría no darse tal grado de organización. Claro que, en ese caso, nosotros no existiríamos. Pero precisamente ése es un punto que se debe subrayar: según la ciencia actual, durante la mayor parte de la existencia del universo no ha existido la humanidad y no se daban las condiciones para que pudiera existir; además, llegará un momento en el cual no se darán las condiciones necesarias para nuestra existencia, al menos en la tierra y en nuestro sistema solar: si entonces todavía sobrevive la humanidad, desaparecerá, a menos que haya aprendido a viajar a otro lugar habitable en el universo. Por tanto, cuando afirmo que en el universo existe un elevado grado de orden y organización, me refiero a su estado actual que, en nuestro entorno inmediato, es una verdadera primavera para la vida. No estoy afirmando que, en cualquier caso, el universo posea necesariamente mucho orden. El orden que existe en nuestro entorno inmediato actual no ha existido siempre y, en el futuro, dejará de existir.
Esto significa que en la naturaleza existe un orden contingente *(2), que consiste en una organización muy sofisticada y estable. Existen diferentes niveles naturales que se encuentran inter-penetrados, de tal manera que unos son componentes de otros, o son condición de posibilidad de otros como condiciones externas (por ejemplo, el nivel microfísico entra en la composición de todos los demás niveles, y en el nivel astrofísico, el sol es condición de posibilidad de la vida en la tierra). Si tenemos en cuenta, además, la dimensión evolutiva, advertimos que esa organización se ha constituido por pasos, lentamente, a través de un proceso enormemente largo y complejo en el cual han intervenido muchos factores aleatorios, que podían no haberse dado.
El progreso de las ciencias muestra, por una parte, la existencia de muchos tipos de orden y organización, y muestra también que la naturaleza ha llegado a su organización actual a través de un sinfín de procesos morfogenéticos en los cuales han surgido auténticas novedades. Por tanto, puede decirse que la naturaleza es creativa en un doble sentido: por una parte, porque continuamente, también en la actualidad, está produciendo nuevos seres, distintos individualmente de todos los demás, pero además, en segundo lugar, porque a lo largo de su historia ha producido una gran variedad de tipos de organización que previamente no existían.
Además, el concepto de información desempeña un puesto importante en la cosmovisión actual, especialmente (pero no únicamente) en el ámbito de los vivientes. Cuando describen sus logros, los biólogos recurren con frecuencia a un lenguaje que, siendo en cierta medida antromomórfico, resulta inevitable: por ejemplo, cuando hablan de la información genética contenida en el ADN, o de los procesos de comunicación entre células en los cuales existen mensajeros que portan la información e incluso la pasan a otros segundos mensajeros antes de llegar a su destino y ser interpretada. El análisis de estos hechos manifiesta que esa información puede ser considerada como racionalidad materializada, porque contieneinstrucciones que se encuentran almacenadas en estructuras materiales y se despliegan a través de procesos igualmente naturales. Esa información se almacena, se codifica y descodifica, se transmite, se integra. Todo ello muestra que la naturaleza contiene una racionalidad que, además, es altamente sofisticada y eficiente. Estas afirmaciones se pueden ilustrar hasta la saciedad con ejemplos tomados del progreso científico reciente, y este tipo de ejemplos tienen una gran ventaja: que nada hay que temer del progreso futuro, sino todo lo contrario. En efecto, el ulterior progreso proporcionará cada vez más y mejores ilustraciones, porque se puede decir, de modo gráfico, que a más ciencia, más orden: todo progreso científico significa un mejor conocimiento de la organización de la naturaleza.
Vemos ahora por qué he dicho que el progreso científico retro-actúa sobre sus supuestos filosóficos de tres modos: los retro-justifica, los amplía y los precisa. Comprobamos, en efecto, que esto sucede en el ámbito de los supuestos ontológicos, en el que ahora estamos centrando nuestra atención. La racionalidad de la naturaleza es un supuesto ontológico básico; los científicos lo admiten desde el mismo momento en que empiezan a trabajar como científicos: en caso contrario, la ciencia no podría existir ni tendría sentido su posibilidad. Pero ese supuesto inicial, que en su origen estuvo estrechamente relacionado y apoyado por la matriz cultural cristiana que favoreció el nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII *(3), recibe una especie de retro-alimentación (feedback) por parte del ulterior progreso de la ciencia. En concreto, la cosmovisión científica actual retro-justifica ese supuesto, porque muestra que la naturaleza no sólo posee racionalidad y orden, sino que posee un alto nivel de organización que incluye la existencia de niveles entre los cuales se da continuidad, gradualidad y emergencia. Por tanto, el progreso científico amplía el contenido del supuesto ontológico inicial; por ejemplo, dándonos a conocer cómo actúa la información en los procesos naturales. Y, además, loprecisa: introduce la dimensión procesual, evolutiva, emergente, que anteriormente era prácticamente desconocida y que tiene una enorme importancia para el conocimiento de la naturaleza.
La creatividad de la naturaleza es asombrosa. A pesar del enorme progreso científico y tecnológico, todavía no sabemos cómo surgió la vida sobre la tierra, ni cómo surgieron los planes principales de la organización de los vivientes. Existen hipótesis verosímiles sobre estos y otros aspectos del surgimiento de nuevas formas naturales, pero estas hipótesis nos sitúan, una y otra vez, ante tres posibilidades: o bien la morfogénesis es muy simple y probable, y entonces resulta asombroso que sea tan probable; o bien es muy improbable, y entonces resulta asombroso que se hayan dado tantas coincidencias que la han hecho posible; o bien se debe a una confluencia de factores, unos más probables y otros más improbables, y entonces resulta asombroso que un proceso tan complejo y variopinto, desarrollado durante muchísimo tiempo, haya desembocado en los resultados tan organizados que conocemos.
Todavía resulta mayor el asombro cuando advertimos que la creatividad de la naturaleza no se reduce sólo a los seres que ya conocemos. El desarrollo de la ciencia y de la tecnología nos ha hecho saber que existen muchísimas posibilidades que no se encuentran realizadas en la naturaleza; bastantes de ellas ya han sido producidas artificialmente, pero, sin duda, existen muchísimas más. En este ámbito, la creatividad de la naturaleza se une con la creatividad humana, que voy a considerar a continuación.
IV
El siguiente paso de mi exposición se centra en torno a los supuestos epistemológicos de la ciencia experimental, que se refieren a la capacidad humana para conocer la naturaleza. Existen miles de especies animales que se encuentran muy bien adaptadas a las condiciones ambientales y realizan con éxito una actividad variada y, a veces, asombrosa; pero en la tierra, solamente la persona humana es capaz de realizar una actividad científica: a pesar de nuestra gran proximidad biológica con otras especies, la ciencia experimental es un privilegio de la nuestra. Ello se debe a la peculiar combinación de sensibilidad y racionalidad en el ser humano.
La sensibilidad nos pone en relación inmediata con la naturaleza. Sin duda, el hombre es un ser natural. Nuestra comunión con la naturaleza no es una relación extrínseca, ya que formamos parte de ella. Pero, al mismo, tiempo, la trascendemos, porque poseemos unas dimensiones que se encuentran por encima de los límites de lo estrictamente natural: la inteligencia, la voluntad, la libertad, la moralidad, se encarnan en un sujeto que existe en condiciones espacio-temporales, pero trascienden esas condiciones.
Para poder hacer ciencia, se requiere la peculiar combinación de sensibilidad y racionalidad que se da en la persona humana. En efecto, en la ciencia experimental buscamos un conocimiento de la naturaleza que pueda proporcionar un dominio controlado de la misma, y por tanto, nuestras teorías deben poseer, como requisito necesario, la capacidad de ser sometidas a control experimental. La actividad científica persigue ese doble objetivo, teórico y práctico, de tal modo que esos dos aspectos se encuentran como entrelazados: la teoría tiene que estar construida de modo que sea posible idear experimentos que la sometan a prueba, y la experimentación sólo puede realizarse si tenemos un plan racional para realizarla y para interpretar sus resultados. Todo ello significa, por ejemplo, que ni el empirismo ni el idealismo son capaces de dar razón de la existencia y del progreso de la ciencia experimental.
De nuevo, encontramos aquí una retro-acción del progreso científico sobre los supuestos epistemológicos que le sirven de base: la existencia de la ciencia experimental y de su progreso es compatible con un determinado espectro de posiciones filosóficas, pero es incompatible con otras, concretamente con aquéllas que no se pueden compaginar con los supuestos epistemológicos mencionados.
Tal como sucedía en el nivel ontológico, también en el nivel epistemológico podemos afirmar que el progreso científico no sólo retro-justifica los supuestos filosóficos, sino que, además, los amplía y los precisa. En efecto, los nuevos desarrollos de las ciencias manifiestan nuevos aspectos de nuestras capacidades de conocimiento. Basta pensar, por ejemplo, en la existencia misma de la ciencia experimental, tal como se ha desarrollado desde el siglo XVII: es fácil advertir que supuso una novedad enorme, hasta tal punto que las dificultades para interpretar el valor del conocimiento científico existieron desde el principio y se han perpetuado hasta la actualidad. Nunca ha existido un acuerdo generalizado, tampoco en nuestros días, acerca del valor del conocimiento científico. La ciencia experimental se apartó del ideal clásico de la ciencia y constituyó un nuevo tipo de ciencia cuyas peculiaridades todavía son objeto de amplios debates. Lo que está claro es que esas peculiaridades no son pocas ni pequeñas.
Me interesa subrayar que, entre esas peculiaridades, se encuentra una que reviste un interés peculiar para mi argumentación: la creatividad científica. Sin duda, en la ciencia experimental buscamos el conocimiento de una naturaleza que, en sus dimensiones propias, es independiente de nuestra voluntad: no podemos crear a nuestro capricho las leyes de la naturaleza, aunque podemos producir nuevas entidades que desplegarán su dinamismo mediante procesos también nuevos. Lo que deseo señalar, y en este punto existe un acuerdo general entre los filósofos de la ciencia en la actualidad, es que el progreso de la ciencia experimental exige que formulemos nuevas hipótesis que van más allá de los datos disponibles, que diseñemos nuevos experimentos que permitan someter esas hipótesis al control experimental, y que formulemos también nuevos criterios para interpretar los resultados de los experimentos.
La epistemología contemporánea subraya que las nuevas hipótesis no se obtienen mediante una simple generalización de los datos disponibles; o, mejor dicho, que ese caso, que siempre es posible, no basta para explicar los avances más significativos de la ciencia, que exigen construcciones teóricas audaces. Y también subraya que el control experimental de esas hipótesis requiere dosis no menos audaces de creatividad. Un ejemplo importante de ambos aspectos se encuentra en el estudio del ámbito microfísico, muy alejado de las posibilidades del conocimiento ordinario. Las teorías acerca de las partículas subatómicas y las fuerzas básicas nunca hubieran sido formuladas si los científicos se hubieran atenido a los cánones positivistas según los cuales la ciencia experimental debía limitarse a relacionar fenómenos observables.
Encontramos de nuevo, por tanto, la creatividad como un factor estrechamente relacionado con la ciencia y su progreso. En este caso se trata de la creatividad científica, o sea, de una capacidad que ejercen los científicos para formular nuevas hipótesis, para conseguir someterlas al control experimental, y para interpretar los resultados de los experimentos. La retro-acción del progreso científico sobre sus supuestos epistemológicos significa que ese progreso retro-justifica el supuesto inicial que se refiere a la capacidad humana para conocer el orden natural, y además lo amplía y precisa. Lo amplía porque manifiesta nuevas modalidades de nuestro conocimiento que antes sólo existían como posibilidades o capacidades no actualizadas. Y lo precisa porque eventualmente permite corregir ideas demasiado estrechas o unilaterales acerca de las posibilidades del conocimiento humano.
Si la creatividad de la naturaleza resulta asombrosa, la creatividad científica no le va a la zaga. El nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVII se realizó gracias a los trabajos pioneros de unos genios cuyas realizaciones serán difícilmente superables, si se consideran en proporción a su punto de partida y a los recursos de que disponían. Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, entre otros, merecen una enorme admiración como genios que fueron capaces de aventurarse en una empresa que era exploradora y descubridora, pero a la vez era eminentemente creativa, ya que los descubrimientos científicos sólo son posibles gracias a una dosis grande de creatividad teórica y experimental. Por este motivo, la admiración que suscitan esos genios, así como los de épocas posteriores como Lavoisier, Maxwell, Darwin, Einstein, Planck, Heisenberg y tantos otros, resulta plenamente justificada, aunque otros aspectos de sus ideas puedan a veces dar lugar a controversias.
V
He considerado los supuestos ontológicos de la ciencia experimental, que se refieren a las condiciones de posibilidad de la ciencia por parte de su objeto, y los supuestos epistemológicos, que se refieren a esas condiciones por parte de su sujeto. Examinaré ahora los supuestos antropológicos, que se refieren a la ciencia en su conjunto como actividad humana dirigida hacia unos determinados objetivos.
A pesar de las notables diferencias que existen en la epistemología contemporánea, puede afirmarse que en la actividad científica se busca un conocimiento de la naturaleza que pueda ser sometido a control experimental y, por tanto, permita un dominio controlado de la naturaleza. Las discrepancias entre los filósofos de la ciencia se refieren al valor de las teorías científicas. Muchos afirman que nunca puede demostrarse con certeza total la verdad de ninguna teoría concreta, y por tanto, que todas las teorías son provisionales y revisables; más aún, consideran que esta valoración corresponde a la actitud estrictamente científica y debería ser admitida también en otros intentos cognoscitivos. Otros atribuyen a la verdad una función más secundaria, porque afirman que las teorías son paradigmas que se admiten por su fecundidad, pero son reemplazadas por otras sin que pueda darse una comparación estrictamente racional entre los nuevos paradigmas y los antiguos, ya que responderían a puntos de vista inconmensurables. Se podrían añadir otras posiciones más minoritarias. Sin embargo, esas discrepancias no impiden reconocer que, al menos como ideal regulativo, la verdad del conocimiento desempeña un importante papel en la actividad científica, y todavía es más patente que la ciencia sirve como base para las aplicaciones tecnológicas.
Afirmo que, también en este caso, el progreso científico retro-actúa sobre los supuestos antropológicos de la ciencia: los retro-justifica, los amplía y los precisa.
Que el progreso retro-justifica el doble objetivo de la ciencia experimental, resulta obvio para quien fije su mirada ante los logros científicos. Si pusiéramos en una lista los conocimientos que poseemos acerca de la naturaleza, comprobaríamos que la mayoría de ellos han sido alcanzados gracias al desarrollo de las ciencias; por tanto, aunque existan discusiones en torno al valor del conocimiento científico, resulta innegable que la ciencia nos permite lograr unos enormes avances en nuestro conocimiento particularizado de la naturaleza, y que no podríamos conseguir esos resultados de otro modo. Si pensamos, por otra parte, en el objetivo práctico, la magnitud de los logros es todavía más abrumadora e indiscutible: el progreso científico ha hecho posible un desarrollo tecnológico que ha transformado completamente las condiciones de vida de la humanidad. Sin duda, también ha ido acompañado de problemas y amenazas; pero este aspecto negativo no significa que no se alcance un dominio controlado de la naturaleza: más bien es una consecuencia del mismo.
Al afirmar que el progreso científico retro-justifica los objetivos de la ciencia, no pretendo decir que los justifica moralmente, sino sólo de modo fáctico: o sea, que muestra la posibilidad de alcanzarlos, porque de hecho se alcanzan. Que sea deseable continuar desarrollando esos objetivos o no lo sea, y en qué direcciones, es un problema ético de otra indole. En todo caso, las profecías de Bacon sobre el impacto de la nueva ciencia sobre la vida humana se han cumplido con creces, y esto muestra que el progreso científico amplía el ámbito de los objetivos científicos; ese ámbito, en principio, puede continuar en permanente expansión, ya que nuestro conocimiento y dominio de la naturaleza son muy limitados y siempre pueden aumentar.
En mi opinión, puede decirse también que el progreso precisa los objetivos de la actividad científica. Me parece que este punto es extraordinariamente importante, y por eso lo voy a desglosar en dos aspectos: los cánones éticos promovidos por la ciencia, y las nuevas responsabilidades ante las cuales nos sitúa el progreso científico.
En cuanto al primer aspecto, afirmo que la actividad científica conlleva todo un conjunto de valores éticos y que su progreso contribuye fuertemente al fomento de esos valores. Se trata de un tema que, sin ser nuevo, recibe una especial atención en la actualidad *(4). Sin pretender una enumeración exhaustiva ni ordenada, entre esos valores se pueden mencionar los siguientes: la búsqueda de la verdad mediante procedimientos sometidos a control intersubjetivo, tanto teórico como experimental; el rigor que todo ello implica; la modestia intelectual, que reconoce los límites de los puntos de vista que se adoptan; la capacidad crítica, porque las teorías están siempre abiertas a ulteriores contra-ejemplos y a las correspondientes modificaciones; la cooperación con otros investigadores, completamente necesaria en la actividad científica, porque se depende de los conocimientos aportados por otros y, además, muchas investigaciones sólo son posibles mediante un trabajo colectivo; la mejora de la calidad de vida, ya que los progresos teóricos permiten el desarrollo de nuevas aplicaciones tecnológicas que pueden mejorar la vida humana.
Prescindiendo del sentido un tanto cientificista que tienen en su autor (cientificismo que, por lo demás, se trasluce en la cita que sigue), estos valores son expresados de modo nítido por Mario Bunge con estas palabras: «La adopción universal de una actitud científica puede hacernos más sabios: nos haría más cautos, sin duda, en la recepción de información, en la admisión de creencias y en la formulación de previsiones; nos haría más exigentes en la contrastación de nuestras opiniones, y más tolerantes con las de otros; nos haría más dispuestos a inquirir libremente acerca de nuevas posibilidades, y a eliminar mitos consagrados que sólo son mitos; robustecería nuestra confianza en la experiencia, guiada por la razón, y nuestra confianza en la razón contrastada por la experiencia; nos estimularía a planear y controlar mejor la acción, a seleccionar nuestros fines y a buscar normas de conducta coherentes con esos fines y con el conocimiento disponible, en vez de dominadas por el hábito y por la autoridad; daría más vida al amor a la verdad, a la disposición a reconocer el propio error, a buscar la perfección y a comprender la imperfección inevitable; nos daría una visión del mundo eternamente joven, basada en teorías contrastadas, en vez de estarlo en la tradición, que rehuye tenazmente todo contraste con los hechos; y nos animaría a sostener una visión realista de la vida humana, una visión equilibrada, ni optimista ni pesimista" *(5).
El segundo aspecto de la actividad científica que deseo resaltar se refiere a las nuevas responsabilidades ante las cuales nos sitúa el progreso científico. En efecto, la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas nos sitúan continuamente ante nuevos horizontes éticos que exigen de nosotros decisiones responsables. Se trata, probablemente, de uno de los retos más importantes que debe afrontar la civilización actual.
Encontramos aquí, de nuevo, el tema de la creatividad. En efecto, aunque existan principios morales que se deben respetar siempre, esos principios deben aplicarse a situaciones que, por lo que se refiere a la ciencia y a la tecnología, conllevan importantes novedades y, por consiguiente, exigen asimismo nuevas soluciones. Baste mencionar los problemas ecológicos, estrechamente relacionados con la ciencia y la tecnología; en ese ámbito, se plantean problemas originados por situaciones nuevas en la historia de la humanidad, que exigen, incluso, una nueva sensibilidad: por ejemplo, ante la responsabilidad de cara a las generaciones futuras. Sería fácil aludir a otros problemas, pero ello me apartaría demasiado de mi objetivo presente. Añadiré sólo que, como es obvio, la responsabilidad ante los efectos de las técnicas nucleares constituyen una de las responsabilidades principales de los dirigentes políticos, que deben inexcusablemente desarrollar toda la creatividad que sea precisa para reducir al mínimo los enormes riesgos que todavía existen en la actualidad para toda la humanidad.
Pero la creatividad afecta también a los valores inherentes a la actividad científica. Al fin y al cabo, el cultivo de los valores siempre es fruto de decisiones responsables, porque pertenece al nivel ético. Es importante, por ejemplo, que los científicos desarrollen un amor a la verdad que no sólo les lleve a actuar limpiamente en su trabajo científico (lo cual viene exigido por la organización misma de ese trabajo), sino también a actuar con escrupuloso rigor en el ámbito de la divulgación, siendo conscientes de la autoridad que su condición de científicos les otorga ante muchas personas. Y, en general, el cultivo de una actitud de rigor y modestia intelectual tendría efectos enormemente beneficiosos en una sociedad que, en caso contrario, corre serios peligros de ser manipulada por una propaganda que cuenta con medios cada vez más eficaces y sutiles, conseguidos precisamente gracias al progreso de las ciencias y de la tecnología.
Muchos males sociales del pasado y del presente se deben a actitudes de cerrazón e intolerancia. El cultivo de los valores inherentes a la actividad científica podría y debería conducir a posiciones de apertura y colaboración. En este caso, la retro-acción de progreso científico sobre sus supuestos antropológicos no sólo existe, sino que puede resultar decisiva para la humanidad.
VI
Al examinar la cosmovisión actual, así como los supuestos de la ciencia experimental y la retro-acción del progreso científico sobre ellos, he subrayado la importancia de la racionalidad, la información y la creatividad. Ahora me pregunto por las implicaciones que todo ello tiene para el problema de la explicación última del universo. Responderé a esta pregunta centrando la atención en el teismo, y haciendo, en su caso, las oportunas referencias a las respuestas alternativas.
Ante todo, la cosmovisión actual muestra que nuestro mundo está atravesado por una especie de inteligencia inconsciente. No pretendo tomar literalmente esta expresión, porque una inteligencia no puede menos que ser consciente, e incluso auto-consciente. Se trata, sin embargo, de una metáfora muy apropiada para expresar que en la naturaleza existe un dinamismo que se despliega como si poseyera una inteligencia, y por cierto bastante sofisticada.
La cosmovisión actual pone de relieve la existencia de auto-organización en la naturaleza, en un complejo proceso en el cual, a través de múltiples pasos, se despliega e integra información, de tal modo que se llega a unos resultados altamente sofisticados. Cada paso, y el proceso en su conjunto, responden a procesos naturales, al despliegue del dinamismo natural que va produciendo sucesivos tipos de organización; pero los resultados no son simples agregaciones: se logran auténticas integraciones que dan lugar a nuevos sistemas unitarios que poseen propiedades realmente nuevas, y estos sistemas, a su vez, contienen nuevas virtualidades y las despliegan a través de nuevos dinamismos. El universo que resulta posee un grado muy elevado de organización, direccionalidad y cooperatividad.
Todo ello indica que la creatividad de la naturaleza es muy notable. En efecto, a lo largo de ese grandioso proceso de auto-organización, se producen unas novedades que proporcionan la base para otras, y de tal manera que se llega a un universo que hace posible nuestra existencia y nuestra actividad propiamente racional y creativa, gracias a un sinfín de dinamismos naturales muy específicos y coordinados. Este resultado, y los procesos que lo han producido, son posibles porque, desde el nivel microfísico, existen componentes y fuerzas que tienen unas características enormemente específicas. Esta situación es objeto de estudio en la actualidad bajo el título de principio antrópico, basado en un hecho incontrovertible: que el universo que conocemos posee unas características básicas enormemente específicas y, gracias a ellas, se han formado las condiciones concretas que hacen posible nuestra existencia. Y, con nosotros, han aparecido en la tierra la racionalidad y la creatividad en sentido estricto *(6).
Se suele insistir en que la ciencia experimental no está en condiciones de afirmar que la vida en general, y la vida humana en particular, debieran surgir necesariamente una vez que se daban las condiciones básicas de nuestro universo. Es interesante notar, sin embargo, que algunos científicos destacados no comparten esta opinión. Me referiré a algunas reflexiones de Christian de Duve, que recibió el premio Nobel por sus investigaciones en el ámbito de la biología. Este científico afirma: «La tesis de que el origen de la vida fue en extremo improbable es falsa (...) Dada la naturaleza de la materia y dadas las condiciones en la Tierra de hace cuatro mil millones de años, forzoso resultaba que surgiera la vida, en forma no muy diferente, en sus propiedades moleculares básicas a lo menos, de su forma actual». Y, hablando no sólo de vivientes, sino de vivientes dotados de consciencia, afirma algo semejante, de tal modo que concluye: «La vida y la mente parecen constituir imperativos cósmicos, inscritos en el tejido del universo» *(7).
Esa opinión resulta coherente con la existencia de un plan divino. Podría objetarse que, bajo esa perspectiva, la creatividad de la naturaleza parece quedar reducida a una apariencia, porque, en el fondo, nos encontraríamos ante un determinismo en el que los resultados están previstos de antemano. Sin embargo, debe advertirse que la oposición entre lacreatividad de la naturaleza y la existencia de un plan divino no responde a la realidad. Más bien parece lógico admitir que la creatividad de la naturaleza, que se desarrolla de modo racional y hace posible la aparición de seres propiamente racionales, exige la acción divina como única explicación adecuada: las alternativas son, o bien alguna especie de panteismo que reconoce la racionalidad pero la difumina en una naturaleza que no es un sujeto racional, o bien posiciones agnósticas que renuncian a buscar explicaciones racionales, o bien un deismo que afirma a Dios pero no le reconoce los atributos que necesariamente debe poseer. Ninguna de estas alternativas parece satisfactoria. El teismo tropieza con el misterio, pero se trata de un misterio que es lógico encontrar cuando hablamos de Dios, y que proporciona una explicación racional satisfactoria.
Si bien en este caso, como sucede siempre que nos asomamos a la acción divina, tropezamos con el misterio, podemos, sin embargo, aventurar analogías que arrojen alguna luz. Por ejemplo, pensemos en lo que sucederá a un aviador que se encuentra en el Polo Norte y emprende su vuelo decidiendo el rumbo al azar, mediante una ruleta; podemos asegurar que, con tal que el rumbo se oriente hacia el sur, tarde o temprano ese aviador llegará exactamente al Polo Sur: aunque los caminos que puede recorrer en diversos intentos sean diferentes tanto en su trayectoria como en su duración y en muchas otras circunstancias, y el rumbo se haya decidido de modo aleatorio, el final será exactamente el mismo *(8). En el caso de los planes de Dios, se añade un factor fundamental: que Dios, como Causa Primera de todo lo que existe, conoce perfectamente todo de un modo diferente del nuestro, y por tanto, no hay dificultad en combinar la omnisciencia y la omnipotencia divinas con la existencia de factores casuales en el acontecer natural.
El propio Christian de Duve afirma, de modo gráfico, que Dios puede jugar a los dados con la seguridad de vencer. La idea básica es que juega con unos dados trucados, o sea, con una materia en la que Él mismo ha puesto unas virtualidades cuyo desarrollo acabará conduciendo a la vida consciente. Jacques Monod afirmó que somos el resultado, no previsto por nadie, de fuerzas ciegas que se despliegan mediante la combinación del azar y la necesidad; según su perspectiva, «Nuestro número salió en el casino de Monte Carlo». Por su parte, Albert Einstein sostenía una posición más bien determinista y con un cierto aire panteista; es famosa su frase: «Dios no juega a los dados». Frente a estos dos grandes científicos, Christian de Duve, premio Nobel como ellos, afirma que Dios juega a los dados sin que, por eso, se caiga en un azar incontrolado, y lo expresa con esta frase: «Sí, juega, puesto que Él está seguro de ganar». La conclusión de Monod era: «El hombre sabe ahora que está solo en la inmensidad indiferente del universo de donde ha emergido por azar». Christian de Duve comenta: «Esto es, por supuesto, absurdo. Lo que el hombre sabe -o, al menos debería saber- es que, con el tiempo y cantidad de materia disponible, ni siquiera algo que se asemejase a la célula más elemental, por no referirnos ya al hombre, hubiese podido originarse por un azar ciego si el universo no los hubiese llevado ya en su seno». Y añade: «El azar no operó en el vacío. Actuó en un universo gobernado por leyes precisas y constituido por una materia dotada de propiedades específicas. Estas leyes y propiedades ponen coto a la ruleta evolutiva y limitan los números que pueden salir. Entre tales números se encuentran la vida y todas sus maravillas, incluido el sustrato de la mente consciente. Enfrentados ante la enorme suma de partidas afortunadas tras el éxito del juego evolutivo, cabría preguntarse legítimamente hasta qué punto este éxito se halla escrito en la fábrica del universo. A Einstein, quien en cierta ocasión afirmó que: "Dios no juega a los dados", podría contestársele: "Sí, juega, puesto que Él está seguro de ganar". En otras palabras, puede existir un plan. Y éste comenzó con la gran explosión o "big bang"» *(9).
VII
La cosmovisión científica actual resulta muy coherente con la existencia de un Dios personal creador que gobierna la creación. No se piense que al decir «resulta muy coherente con» estoy minusvalorando mi afirmación. Por el contrario, como es bien sabido, muchos logros científicos de primera magnitud se presentan de este modo: diciendo que los datos obtenidos en los experimentos «son coherentes con» la teoría que se trataba de comprobar. En nuestro caso, la coherencia del teísmo con la cosmovisión científica es muy grande; pero existen otros factores, de tipo personal, que influyen siempre en las consecuencias que cada persona puede extraer de esa coherencia. Puede advertirse, sin embargo, que esa cosmovisión es poco coherente con el ateismo y el agnosticismo. En cambio, es bastante coherente con el panteismo y el deismo, pero a estas posiciones les falta coherencia interna.
Por otra parte, si se me permite hablar de nuestros «modelos» acerca de la acción divina (esta terminología es utilizada en la actualidad por teólogos completamente solventes), el «modelo» de acción divina que viene sugerido por la cosmovisión actual es muy interesante. En lugar de pensar que la creación divina se refiere a un suceso originario en el que se produce todo el universo que conocemos, y que la conservación divina se refiere a mantener en el ser los tipos de seres que ya existen, la cosmovisión actual sugiere una explicación teológica que, por supuesto, mantiene la dependencia completa de todas las criaturas con respecto a Dios, pero subraya ciertos matices que merecen ser considerados con atención.
En efecto, parece lógico afirmar que el mundo no ha existido siempre en su estado actual, sino que proviene de estados anteriores en los que poseía grados menores de organización, y que remontándonos hacia atrás en el pasado, llegaríamos a un estado primitivo enormemente diferente del actual y de cuanto puede ser producido con los medios actuales en los laboratorios. No sabemos con total certeza si el modelo de la «gran explosión» es verdadero, y aun suponiendo que lo fuera, no podríamos afirmar que coincidiera con la creación del universo: podría haber sido el resultado de procesos físicos anteriores. Pero parece claro que ha existido una evolución cósmica y biológica en la que han ido apareciendo seres dotados de sucesivos grados de complejidad.
En tal caso, parecería lógico admitir que Dios no ha querido crear de una sola vez todo lo que existe, sino que ha preferido crear el universo en un estado incompleto, con la capacidad de desplegar unas virtualidades cuya actualización conduce a nuevos estados que, a su vez, poseen nuevas virtualidades, y así sucesivamente, hasta llegar al estado actual. Esta representación implica que el plan creador parece extenderse a lo largo de enormes períodos de tiempo, contando además con la continua colaboración de las criaturas. La creatividad de la naturaleza iría de la mano con la acción divina que la hace posible y al mismo tiempo la utiliza para llegar a los resultados deseados. Este modelo de la acción divina parece ir más de acuerdo con un Dios que, porque Él mismo lo ha querido, desea contar habitualmente con la acción de las criaturas de acuerdo con las virtualidades que Él mismo les ha otorgado.
La producción de novedades a lo largo de ese proceso llama la atención incluso de quienes no adoptan una actitud religiosa en el sentido habitual. Muchos de ellos, como es el caso de Karl Popper, hablan de la «emergencia» de novedades. Popper reconoce abiertamente que los momentos principales de esa emergencia, especialmente en el caso de la persona humana, son muy misteriosos y probablemente lo serán siempre. Por su parte, Konrad Lorenz propone utilizar el término fulguratio (fulguración), usado por autores antiguos para referirse a la creación de aspectos nuevos mediante una intervención directa divina, aunque Lorenz prescinde de la acción divina y sólo pretende subrayar la aparición de novedades impredictibles. Tanto Popper como Lorenz subrayan que en la evolución se han producido una multitud de novedades ontológicas, algunas de ellas especialmente significativas *(10).
Si a ello añadimos que, para referirse tanto al proceso completo como a cada una de sus partes, se suele hablar de auto-organización, podría parecer que el naturalismo ha vencido la batalla. ¿No estaremos quizá proponiendo una representación de la acción divina que la reduce a algo sobreañadido a lo natural, como un adorno del que se podría prescindir en cualquier momento?
Sin duda, el peligro es real. Pero no es nuevo. Hace más de siete siglos, Tomás de Aquino proponía una caracterización de la naturaleza que me parece sencillamente magistral y casi inexplicablemente adecuada para mi propósito. Dice textualmente así: «La naturaleza no es otra cosa que el plan de un cierto arte (a saber, el arte divino), impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave» 11. Desde luego, Tomás de Aquino no estaba pensando en una cosmovisión evolutiva. Sin embargo, sus palabras se aplican perfectamente a la cosmovisión actual y aluden explícitamente a la auto-organización. Me parece que esta caracterización tomista de la naturaleza es muy superior a la que habitualmente se cita, tomada de Aristóteles. Es una caracterización magistral. Y muestra que la acción divina va de la mano con la acción de las criaturas. Para descubrir a Dios, el camino ordinario es el desarrollo ordinario de la actividad natural. La providencia divina se manifiesta cuando conviene de modos extraordinarios; pero habitualmente lo hace a través de lo ordinario. Y el progreso científico nos proporciona un conocimiento cada vez más detallado de la naturaleza y de sus caminos. Una mirada objetiva sobre ese progreso conducirá a la admiración y a la pregunta por su explicación radical.
Todo ello adquiere nueva relevancia cuando consideramos que el curso de la naturaleza ha conducido a la aparición de sucesivas novedades que son auténticas pautas y tipos de organización muy sofisticados, y que ha desembocado en la producción de las condiciones que hacen posible la vida humana. La creatividad de la naturaleza, que implica elevados grados de racionalidad y organización, se comprende a la luz de la acción divina que abarca continuamente a todo lo creado. Con la aparición de la persona humana, ser natural que al mismo tiempo trasciende la naturaleza, comienza a existir un nuevo tipo de creatividad. Puede decirse que la creatividad científica manifiesta de modo palpable la singularidad humana, y que, por tanto, reducir la persona humana a lo puramente material o natural es hacerle víctima inmerecida de sus propios productos, yendo contra toda lógica. El progreso científico muestra, más bien, tanto la creatividad de la naturaleza como, en otro plano, la creatividad humana (y quizá es posible que la primera sea condición de la segunda). Además, nos encontramos con un nuevo nivel de creatividad cuando nos planteamos los problemas morales, que nos sitúan en el nivel de humanidad más específicamente propio de la persona. El progreso científico nos coloca, una y otra vez, ante retos éticos que hemos de afrontar con creatividad e imaginación, que siempre son cualidades necesarias aunque se admita que esos retos deben afrontarse a partir de unos principios morales básicos.
Existen retos nuevos, y muy importantes por cierto, que abarcan a partes cada vez mayores de la humanidad e incluso a la humanidad en su conjunto, tanto a la presente como a la futura. Se ha avanzado en muchos terrenos, pero se puede retroceder en cualquier momento. Tomar conciencia de nuestra capacidad creativa conduce a una mayor responsabilidad ética, a darnos cuenta de que nuestras acciones tienen consecuencias buenas o malas de las que somos responsables, a reconocer que Dios cuenta con nosotros, con nuestra libertad, con nuestra responsabilidad, con nuestra creatividad, para realizar sus planes.
El progreso científico actual es plenamente coherente con un Dios que es trascendente, distinto del universo, pero a la vez le es inmanente, está presente en todo el universo y en cada una de sus partes, dándoles continuamente el ser y todas sus virtualidades, y haciendo posible el despliegue de esas virtualidades, también en la producción de nuevos modos de ser y, en último término, de nuevas personas humanas que tienen en su mano la responsabilidad por su presente y por su futuro. Esta perspectiva ayuda a comprender que la creencia en Dios nada tiene que ver con una actitud de resignación o de pasividad: por el contrario, favorece la resposabilidad y la creatividad.
Notas
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Se encuentra una explicación de estos dos asertos en: M. Artigas, La inteligibilidad de la naturaleza, 2ª edición, Eunsa, Pamplona 1995, capítulo I.
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T. Torrance, Divine and Contingent Order, Oxford University Press, Oxford 1981.
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Esta conexión fue ampliamente documentada por Pierre Duhem, en su monumental obra Le système du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic, 10 volúmenes, Hermann, Paris 1913-1917 y 1954-1959. Tiene especial interés, en esta línea: S. L. Jaki, Science and Creation: From Eternal Cycles to an Oscillating Universe, 2ª edición, Scottish Academic Press, Edinburgh 1986.
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Puede verse al respecto la obra de Javier Echeverría, Filosofía de la ciencia, Akal, Madrid 1995, que está dedicada precisamente al estudio de los valores implicados por la actividad científica.
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M. Bunge, La investigación científica. Su estrategia y su filosofía, Ariel, Barcelona 1976, p. 51.
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Existen diferentes formulaciones de ese principio, que tienen un valor desigual. Se encuentra un análisis de esas formulaciones, junto con una valoración muy equilibrada de las discusiones en torno al principio antrópico en: J. Zycinski, "The Anthropic Principle and Teleological Interpretations of Nature", Review of Metaphysics, 41 (1987), pp. 317-333.
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C. de Duve, «Las restricciones del azar», Investigación y Ciencia, nº 233, febrero 1996, p. 96.
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Me baso en una comparación de Carsten Bresch, recogida en: R. Isak, Evolution ohne Ziel?, Herder, Freiburg in Br. 1992, p. 380. En este caso, la forma esférica de la Tierra proporciona las condiciones que limitan el azar.
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C. de Duve, La célula viva, Labor, Barcelona 1988, pp. 356-358.
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J. Corcó, Novedades en el universo. La cosmovisión emergentista de Karl R. Popper, Eunsa, Pamplona 1995, pp. 188-189.
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Tomás de Aquino, Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 14: «Natura nihil est aliud quam ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus, qua ipsae res moventur in finem determinatum: sicut si artifex factor navis posset lignis tribuere, quod ex se ipsis moverentur ad navis formam inducendam».