Te puede interesar:
Testamento fallido.
Más sombras que luces en el reciente libro de Eduardo Punset
Autor: Juan Arana
Publicado en: Aceprensa, (n.º 66/10) (Versión ampliada)
Fecha de publicación: 8 septiembre 2010
¿Qué ocurre cuando llega a tus manos un libro escrito por una persona que acumula una larga ejecutoria y goza de notoriedad pública, que ha rebasado ya los setenta años, que confiesa sufrir una importante cardiopatía y haber recibido tratamiento para superar un cáncer de pulmón? Lo más natural es que surja en ti un sentimiento de respeto y admiración. He aquí, te dices, un hombre que ha sabido afrontar los desafíos de la existencia y que tampoco desvía la mirada cuando la muerte le sale al paso. Abres el volumen como si estuvieras ante un testamento, no porque pienses que va a ser lo último que escriba —Dios no lo quiera—, sino porque esperas encontrar allí una sabiduría esclarecedora, una ayuda para solventar tus propios problemas.
En esa disposición de ánimo di comienzo a la lectura de El viaje al poder de la mente. Los enigmas más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las emociones (Barcelona, Destino, 2010, 364 pp.), la más reciente obra del economista, político, divulgador y polígrafo Eduardo Punset. Una de las tesis que defiende en ella es que los hombres somos reacios a cambiar de opinión. ¡Ea!, al menos en este caso, ha conseguido que yo cambiara la mía: antes de empezarlo pensaba que estaba ante un trabajo serio e importante; ahora que lo he leído estoy convencido de que se trata de un mal libro. Malo de solemnidad, lo digo sin paliativos, aunque mantenga la consideración y deferencia que merece quien lo ha compuesto. Ojalá escriba él muchas más cosas y tenga yo oportunidad de leérselas, pero la misma gravedad de las circunstancias que he evocado en el párrafo anterior me obliga a prescindir de paños calientes a la hora de llamar a las cosas por su nombre. Tal vez esté profundamente equivocado, pero tampoco soy un niño, y creo que es urgente darle (y darme, en el caso de que se digne ejercer su derecho de réplica) la oportunidad de mejorar lo que sea mejorable, pues ya no estamos ninguno de los dos en situación de perder el tiempo con eufemismos e indirectas.
Encuentro en primer lugar que es un texto muy descuidado. Parece mentira que, disponiendo de toda una batería de documentalistas y revisores (mencionados en el apartado de agradecimientos), cometa tantos errores de bulto. ¿Ejemplos? Los hay a puñados: convierte en prusiano al polaco Copérnico (p. 15); otorga 150 años de vida a la teoría del Big bang, que empezó a esbozarse después de 1920 y sólo se consolidó en 1965 (p. 27); atribuye a Einstein el descubrimiento de formas de energía que repelen cuando desde la más remota antigüedad se conocen las fuerzas de impenetrabilidad, magnética y eléctrica, que son total o parcialmente repulsivas (p. 30); atribuye pensamiento no ya a los animales, sino a los fósiles de amonites (p. 38); pretende que cuando el agua se evapora sus moléculas se disocian en átomos de hidrógeno y oxígeno (p. 46); confunde los conceptos de densidad y peso (p. 48); coloca los bosques de Turingia «en plena Selva Negra», la cual está en la otra punta de Alemania (p. 148); convierte la «garnacha» en un vino impresentable hasta que lo redimieron en el Priorato, cuando se trata de una uva con la que al menos en la Rioja y Navarra siempre se hicieron excelentes claretes (p. 209)... A veces el desliz se prolonga hasta convertirse en novela: transforma a la buena anglicana Emma Darwin en ferviente católica (p. 165) y hace que el gran Charles se enamore perdidamente de ella, a pesar de que el diario privado del creador de la teoría de la evolución demuestra que jamás hubo una boda menos romántica y más fríamente premeditada (p. 271).
Si hay poco respeto a los hechos, tampoco encuentro deferencia alguna a las reglas de la lógica: menciona en cierto lugar una insospechada «fuerza de atracción repulsiva» (p. 16) con la que tal vez quiera aludir a la «gravedad negativa» que han popularizado los modelos cosmológicos inflacionarios. No menos sorprendente es que en otro pasaje se pregunte cómo «evitar las crisis inevitables» (p. 165), o que pretenda que el primer organismo existente sobre la tierra era heterótrofo, lo que significa —aclara por si quedaba alguna duda— que «se alimenta de otros» (p. 288). Tengo serias dudas sobre qué pudo comer entonces, dado que estaba solo en el escenario de la vida. También resulta perturbador que, tras explicar con detalle cómo nació la vida en «los mares y lagos» (p. 293), termine con la aseveración: «Todo sucedió en la atmósfera. La vida llovió del cielo» (p. 294). Si abundaran libros así, el principio de contradicción acabaría por dejar de tener sentido.
Todo lo anterior constituye una casuística penosa, pero a la vez es índice de algo de mayor calado. Estamos ante un autor que se ha dedicado con gran impacto mediático a la divulgación científica, noble arte que exige en quien lo ejerce mucho trabajo y una considerable dosis de modestia. Para llevar al gran público lo que se debate en los selectos cenáculos de los expertos hay que olvidarse de uno mismo. Se trata de actuar como abogado de los sabios ante los ignorantes, y de los ignorantes ante los sabios. Es comprensible que a la hora de confeccionar un programa de televisión la obtención de efectos a corto plazo prime sobre la mesura y el rigor. Ahora bien, cuando se escribe un libro hay que presuponer en el destinatario mayor discernimiento, aunque el objetivo sea colocar 150.000 ejemplares y más. De lo contrario resultará un producto apto para la venta masiva, pero que envejecerá antes de que acabe de secarse la tinta con que ha sido impreso. Para mí ha sido decepcionante comprobar que, en lugar de aprovechar la oportunidad que tenía para asentar las ideas y ahondar en sus presumibles consecuencias, ha optado por presumir de la amistad personal que le une a los grandes gurús de la ciencia actual y sacar de contexto resúmenes apresurados de sus descubrimientos. No es extraño que llegue a creer que también él ha hecho sustanciales aportaciones al progreso del conocimiento, sobre la amplia base empírica que le proporciona la observación de sus dos nietas y su perro Darwin. Más provechoso hubiera sido trabajar un poco más a fondo la bibliografía que aquellos autores han producido, en lugar de acumular anécdotas superficiales y comentarios realizados en passant. Así quizá hubiera evitado la penosa trivialización del conocimiento científico que caracteriza todo el libro, como por ejemplo cuando habla del principio de incertidumbre. En mecánica cuántica este principio concierne al límite en la precisión obtenible al medir simultáneamente ciertos pares de magnitudes físicas, lo cual imposibilita la completa adecuación a la realidad de las teorías que las utilizan. Se trata de algo muy importante, pero bastante técnico. Sin embargo, según Punset: «El principio de incertidumbre de Heisenberg significa que debemos vivir para siempre con probabilidades, no con certidumbres» (p. 84). Por la misma regla de tres podría habernos dicho que la teoría de la relatividad enseña que todo es relativo, o que el principio de conservación de la energía nos obliga a poner dobles ventanas en nuestro domicilio para evitar que se pierda la energía térmica de la calefacción.
Este modo de deformar el verdadero mensaje de la ciencia ya es de por sí suficientemente deplorable, pero además ni siquiera se atiene a lo que dice, puesto que en el caso referido, después de proscribir cualquier certidumbre, afirma literalmente en la página siguiente: «Se habrá recorrido en poco tiempo un camino que va de no saber nada sobre el funcionamiento de la memoria... a predecir su composición exacta en el curso del tiempo» (p. 85). ¿No habíamos quedado en que era imposible averiguar nada con exactitud? El caso señalado es uno entre un montón. La estrategia de extraer de las más abstrusas investigaciones recetas de aplicación inmediata a la vida humana provoca continuas salidas en falso, de las que luego hay que desdecirse para afirmar lo contrario. Así, anuncia en una ocasión que se ha descubierto «el minuto preciso» en que se originó el primer organismo replicante para matizar en el mismo párrafo: «aunque no podamos precisar cuándo surgió» (p. 293). Sospecho que el recurso al «donde dije digo, digo Diego» debe ser una marca de la casa, porque lo emplea incluso en cuestiones que nada tienen que ver con la ciencia o su curiosa filosofía socio-antropológica. Las consecuencias son a veces chistosas: hay un pasaje donde afirma que uno de los principales méritos de su escritor favorito, Stefan Zweig, es haberle descubierto a él (esto es, a Eduardo Punset) la vida y obra del ginecólogo Semmelweis (pp. 90-1). A continuación confiesa que no ha conseguido localizar en cuál de sus obras figura la correspondiente biografía, para acabar diciendo que lo que sabe del personaje «tal vez lo aprendiera en otros lugares» (p. 92).
Una cualidad que nadie regateará a Punset es el entusiasmo. Su libro sería un buen candidato al premio que destacara la más alta proporción de superlativos por página de la literatura universal. Va de sorpresa en sorpresa, de éxtasis en éxtasis... y de indignación en indignación, porque está convencido de que no se enseña en las escuelas ni se difunde como debiera todo lo que ha llegado a aprender en sus peregrinaciones por el mundo de la tecnociencia. Una cita nada más para ilustrar el procedimiento: «¿Cómo es posible que ninguna institución educativa, ningún ministro o ministra nos haya enseñado a ninguno de nosotros lo que era la transición de fase? ¿Cómo nos dejaron desde la más tierna infancia explorar la vida sin darnos los instrumentos, por lo menos conceptuales, para medir el pH de cualquier medio?» (p. 52). Y eso lo dice él, que estudió el bachillerato en Estados Unidos. A mí, que lo preparé por libre en un colegio pueblerino de la España franquista, me proporcionaron con toda naturalidad tanto la definición del pH como el papel tornasolado para hacer una valoración aproximada. A menudo el descubrimiento presuntamente silenciado es tan sabido y tan obvio, que uno se pregunta si Punset no confunde sus propias averiguaciones con las del resto de la humanidad, como si padeciese algo así como un «síndrome del descubrimiento del Mediterráneo», lo que le lleva a sentenciar: «En este libro nos estamos refiriendo a los grandes descubrimientos de los que nadie habla y que, no obstante han transformado la vida del ser humano corriente hasta niveles inimaginables» (p. 238). Para hacer honor a su compromiso, anuncia repetidamente el mayor descubrimiento de la ciencia, título efímero que pasa de unos hallazgos a otros (pp. 35, 130, 276), aunque lo habitual es que haya sido realizado hace menos de diez años por alguna de las grandes cabezas con las que tiene trato íntimo y sea objeto de conspiraciones judeo-masónicas para que pase desapercibido.
Hay personas que profesan convicciones humanísticas y/o religiosas y están prevenidas contra los mensajes de Eduardo Punset, porque presumen en él un sagaz defensor de los puntos de vista materialistas o cientificistas. Ojalá pudiera confirmar sus temores, porque considero que tanto el materialismo como el cientificismo constituyen desafíos teóricos muy serios, que todo el que crea en Dios o en el Hombre debiera conocer y discutir en profundidad. Pero por desgracia no es el caso. Su orientación doctrinal apunta por supuesto en esas direcciones, pero los argumentos sustantivos que aporta para abonarlas son demasiado flojos. A pesar de no ser materialista ni cientificista, los conozco mucho mejores. En el fondo, lo que define mejor su ubicación en el espectro ideológico es el sincretismo. Como en una batidora mezcla casi todas las consignas y opiniones de uso corriente, sin averiguar hasta qué punto casan unas con otras. Los Leitsmotivs en los que más insiste en El viaje al poder de la mente son: la importancia de cambiar de opinión (aunque sin especificar cómo, cuándo ni por qué); nuestra insignificancia en el conjunto de cosmos (una sentencia repetida ad nauseam desde Freud para acá , enraizada en viejos tópicos de la ascética cristiana y que ahora propone como gran novedad); la conveniencia de tomar decisiones sin estar demasiado informado (en lo cual, hay que confesarlo, Punset es modélico, véase p. 105); la utilidad de dejar de ser racionales para dar paso a la intuición y al mismo tiempo la ventaja de seguir siéndolo para no desautorizar a la ciencia (en ocasiones sugiere obscuramente que la ciencia es la única instancia competente para efectuar una especie de hara-kiri de la razón). También figuran entre las tesis capitales del libro que la inteligencia y la especificidad irrepetible de los humanos son, junto con el pensamiento autoritario y dogmático, fuente de infelicidad, violencia y terrorismo; que es más importante desaprender que aprender (frente en el que, a la vista del rumbo que está llevando últimamente el sistema educativo, estamos haciendo muchos progresos). Propugna asimismo superar a Darwin para redescubrir y dar nueva validez a Lamarck. Por último, aboga para que cambiemos la identidad genética y epigenética de nuestra especie, a fin de convertirnos en entes clorofílicos capaces de nutrirnos del sol y el aire... Si alguien opina que esta última tesis es demasiado demencial para ser defendida por una autoridad tan solvente como Eduardo Punset, vaya a la p. 291, en la que aparece un esbozo del hombre del futuro con ramas y hojas brotando de su frente, o la 309, en que apremia a los padres progresistas para que bauticen a sus hijas (por lo civil, claro está) con el nombre de Elysia chlorotica, una babosa de color verde que, por medio de la ingesta de algas y el trasiego de genes, ha conseguido incorporar cloroplastos a sus células.
Es fácil imaginar el cesto que se acaba fabricando con estas mimbres. Ignoro qué tanto por ciento de los numerosos compradores del libro habrá conseguido llegar a los capítulos finales. Los que hayan superado la prueba encontrarán sabrosos párrafos en los que, según mi poco autorizado juicio, el autor desbarra a sus anchas sin el menor apuro: «En cualquier otro animal pensamos que la dieta es muy importante para conformar el organismo, y no obstante, la gente no tiene asumido, apenas ha pensado en ello, que no podemos vivir sin comida cocinada. Las mujeres no pueden reproducirse sin comida cocinada. Incluso un varón, si sólo se alimenta de comida cruda, deja de producir esperma» (p. 250).
Idéntica falta de seriedad revelan los ataques a la religión, aunque he de reconocerle la originalidad de no sacar a relucir el caso Galileo. En realidad, el único argumento que usa para demostrar la inevitabilidad del conflicto entre la ciencia y la fe es la perspectiva —inmediata según él— de sintetizar bacterias en los laboratorios (p. 166). Un escrúpulo poco comprensible, habida cuenta que la teoría de la generación espontánea estuvo en vigor hasta el siglo XIX. Quizá se deba a que el supercatólico Pasteur fue quien la refutó. Lo cierto es que incluso Tomás de Aquino pensaba que bastaban causas meramente físicas para producir, no ya microbios, sino insectos, sabandijas y hasta ratones.
Uno esperaría encontrar proyectiles de más grueso calibre en el arsenal de un ateo o un materialista digno de ser escuchado. El de mayor poder ofensivo sería alegar que bastan las leyes descubiertas por la ciencia o las causas naturales vislumbradas por la razón para explicar el entendimiento y la voluntad humanas, o bien el surgimiento y destino final del universo. Conviene recordar que Punset ha publicado en 2006 otro libro con el provocativo título de El alma está en el cerebro, pero, francamente, decir que el alma está en el cerebro no tiene mayor trascendencia que pretender que también lo está en la habitación, ciudad o planeta donde ese cerebro se ubica. Para el caso, lo mismo daría afirmar que el hombre conserva su alma en el almario. Lo importante, lo decisivo, lo que pondría en aprietos la fe de una persona adulta y mínimamente informada, es si se puede o no describir con exactitud y predecir sin ambigüedad el conjunto de impulsos nerviosos que, partiendo de la incidencia de la luz en la retina, desemboca en la estimulación de las neuronas motoras que activan la respuesta deliberada y consciente a la información que aquella luz aportó. Todo lo demás son metáforas. Ahora bien, en un mundo regido por la indeterminación cuántica y donde campea la dinámica de sistemas complejos, pretender tal cosa es una pura imposibilidad. Es elogiable la búsqueda de localizaciones cerebrales para las funciones de la mente, aunque con las técnicas disponibles de tomografía por emisión de positrones o resonancia magnética funcional la resolución espacio-temporal es todavía muy baja (estas pruebas no registran la actividad nerviosa propiamente dicha, sino sus concomitancias metabólicas y circulatorias). Ojalá den con procedimientos de mayor refinamiento. También hay que alabar y fomentar el estudio de los mecanismos biológicos asociados a la memoria, la motivación e incluso la reflexión consciente, ¡faltaría más! Pero hay buenas razones para cuestionar que por esta vía se llegue pronto o tarde a una completa reducción materialista de la mente. Punset pretende que el cerebro, lejos de ser el mecanismo más sofisticado del universo, es un mero apaño evolutivo (p. 287), como si ambas cosas fueses incompatibles. Si se conocieran otros mecanismos —hasta donde la palabra «mecanismo» sea apropiada en este contexto— más complejos, bueno sería que los mencionara. Y en todo caso, no se trataría de un único apaño, sino de una cadena ininterrumpida de ellos que ha tardado miles de millones de años en completarse. Hasta que sea descubierto otro objeto más intrincado aún, no conocemos ninguno con tantas bifurcaciones y vericuetos, ninguna estructura que constituya un desafío comparable para cualquier esfuerzo de racionalización unívoca. El propio Punset acaba reconociendo que en lo tocante a las decisiones morales, «es incluso una cuestión abierta saber hasta qué punto tenemos la opción de elegir» (p. 170). ¡Y dice eso inmediatamente después de haber conjeturado la existencia de un mecanismo biológicamente predeterminado para emitir juicios morales! (p. 168). Difícilmente podría darse mayor incoherencia entre una toma de postura materialista y un corolario que abre la puerta a la presencia delibertad en sentido fuerte.
En un mundo cada día más necesitado de auténtico diálogo interdisciplinar, es una pena que quien está en una posición inmejorable para llevarlo a cabo malogre sus esfuerzos y deje a la clientela sin la oportunidad de conocer la proyección que el trabajo de la comunidad científica tiene sobre la vida humana. Coquetear con las modas intelectuales e improvisar genialidades sobre la marcha no es la mejor receta para aportar discernimiento a nuestro atribulado mundo. Por todo ello considero que la obra recensionada es un testamento fallido. Lo valiente no quita lo cortés, y diré para terminar que, a pesar de sus años y enfermedades, pocas personalidades alberga nuestro país con tantas ilusiones y juventud de espíritu como Eduardo Punset. Ello me hace concebir la esperanza de que los defectos señalados (en la medida en que sean tales) desaparezcan en la próxima entrega que recibamos de él, de modo que en lugar de la censura lo obligado sea el aplauso.