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¿Cómo querremos movernos en 2050?

Hace ya cinco años que España ratificó el Acuerdo de París sobre el clima, pero es ahora cuando el Proyecto de Ley de cambio climático y transición energética acaba de ser aprobado tras una tramitación por la vía urgente.

Cabe esperar que la redacción del proyecto no haya estado sometida a la misma premura que su periplo parlamentario. La extensa lista de prescripciones y proscripciones del texto busca detener o revertir parte del deterioro ambiental antes de 2050. Pero para eso ha de vérselas con leyes superiores (físicas, ecológicas, matemáticas) de una tozudez inexpugnable. Asumiremos que se habrá hecho un profundísimo estudio previo de cada componente o derivada de la ley por parte del mejor equipo científico y técnico, porque jugar con el medio ambiente, un sistema extraordinariamente interconectado con numerosos componentes (la atmósfera, los océanos, el ciclo del carbono, el forzamiento radiativo, la biodiversidad…) en el que cualquier cambio en un compartimento se transmite a muchos otros, es como jugar al ajedrez: ver el siguiente movimiento es fácil, pero para ganar la partida hay que prever más.

Las leyes físicas nos dicen que emitir gases de efecto invernadero (GEI) calienta el planeta por su forzamiento radiativo, así que conviene reducirlos. El proyecto de ley recoge el desafío en una de sus regulaciones más impactantes: la prohibición de que circulen coches que no sean vehículos de cero emisiones (VCE) a partir de 2050. Así evitaríamos emitir ese año a la atmósfera 75 millones de toneladas de CO2, si proyectamos los datos de emisiones del Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero (GEI). O unos 980 millones en toda la UE.

¿Tendrá efecto esta reducción? Dependerá del resto de las piezas del tablero: la sociedad, que decide los movimientos, y las leyes naturales, que ponen las reglas.

Para que la medida sirva, la reducción de emisiones ha de ser neta y notable. Los coches afectados por la norma supusieron en España el 19% de las emisiones netas de CO2 equivalente en 2019, pero su supresión sólo liberaría una parte de esa huella, porque generar en España la energía que los movería conlleva hoy (ojalá menos para entonces) emisiones equivalentes del 33%.

La ley incluye otras normas que promueven la generación renovable, como la transición hacia el hidrógeno. Una medida muy adecuada para VCEs siempre que se solucionara su almacenamiento (la terca termodinámica no ayuda) y mejorara su generación: actualmente se extrae en un 95% del gas natural, dejando como subproducto… CO2.

Por sorprendente que parezca, la huella de carbono de un VCE eléctrico puede equivaler a la de un coche de gasolina. Las emisiones de CO2 durante la fabricación en Europa de un coche eléctrico duplican las del convencional, debido principalmente a la ambientalmente costosa fabricación de las baterías. Hasta que ha recorrido 76.000 km, sus huellas no se equilibran. En Australia, donde la electricidad duplica la huella de carbono europea, no llegaría a equilibrarse hasta casi el final de su vida útil. A falta de una revolución tecnológica, podría ser que, a escala global, la eliminación de los coches térmicos afectara poco a los GEI.

Pero, además, se trata de cambiar más de 24 millones de vehículos en España, y ahí las leyes naturales podría dar jaque a la norma.

Salvo que recurramos a pilas nucleares (una solución esperando un problema), no podemos cambiar la constante de Faraday, que impone un límite estricto a la densidad de almacenamiento de las baterías electroquímicas. Para mover más lejos un VCE eléctrico hay que añadir más masa a la batería, y esta masa adicional (unos 300 kg) requiere más energía en cada aceleración, Newton dixit. El cambio a VCE es indispensable, pero con la tecnología y alcance actuales puede suponer un aumento neto del consumo de energía. 24 millones de coches con 300 kilos de más es acelerar 7.200 millones de kilos extra.

¿Por qué no reducir el peso y por tanto el consumo? Los coches circulan por calzadas en las que sería factible embutir conductores o inductores. Si los VCE pudieran extraer energía de la calzada mientras circulan, cabría diseñarlos con baterías mucho más ligeras (digamos 30 kg), con menor autonomía pero suficiente para desplazamientos fuera de las vías de carga. Evitaríamos el monumental impacto ambiental y coste en recursos de fabricar millones de toneladas de baterías. Ahora extrapolemos al resto de Europa (o del mundo) y las cifras marean.

El concepto (una forma de Road-Powered Electric Vehicle) no es nuevo. Está a mitad de camino entre el trolebús y el scalextric, y existen experimentos en marcha y patentes.

Pero aún cabe un movimiento más radical: cambiar el paradigma social del vehículo particular.

Los coches están normalmente parados: en una capital española, alrededor del 98% del tiempo. Si la tecnología permite la conducción totalmente autónoma para 2050 (algo nada descabellado, estando a la vuelta de la esquina), pedir a nuestro asistente subcutáneo un VCE a la puerta para dentro de dos minutos (o recoger uno libre aparcado) para ir a algún sitio sin preocuparnos por aparcar resulta una evolución trivial que, muy posiblemente, nos parezca en 2050 tan natural como es hoy pedir una pizza al asistente del teléfono.

¿Por qué sería pues necesario fabricar 24 millones de baterías para 24 millones de VCE quietos, si sólo necesitamos el servicio de un par de millones de VCE en movimiento?

Los 19 años que quedan hasta 2040 en que ya no se puedan vender coches térmicos se podrían invertir en reconvertir la actual industria e instalar las infraestructuras. Nuestras ciudades ganarían en espacio y comodidad.

Aunque sobre todo, ganaría el medio ambiente si lo que ahorramos son 22 millones de coches. A doce toneladas de CO2 cada uno.

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Arturo
H. Ariño
Investigador del Instituto de Biodiversidad y Medioambiente y director científico del Museo de Ciencias Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.

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