De entrada, puede resultar complicado acordar qué es la política. No se plantea aquí esta incertidumbre con afán de discusión o de detenimiento académico, sino con la intención de clarificar en lo posible y suficientemente aquello de lo que se va a tratar.
La política puede entenderse, de entrada y en los países democráticos, como el quehacer de quienes concurren a las elecciones y resultan elegidos para gobernar: los políticos. Junto a esa actividad se podría considerar la que desempeñan, con más continuidad y en segundo plano, los empleados de la administración local, regional o del estado directamente relacionados con el gobierno elegido. Es indudable que estos dos grupos de profesionales tienen un papel singular. Está en su mano posibilitar, por ejemplo, que un sentir ambiental extendido o emergente entre la ciudadanía se pueda concretar y mantener a lo largo del tiempo; sea a escala local –habilitando nuevos carriles bici o espacios más naturales en cada ciudad, por ejemplo– sea a otra escala –por ejemplo, estableciendo y manteniendo al día, en un país, un control legal y administrativo sobre los proyectos, planes o políticas que puedan tener un impacto ambiental significativo en el medio rural y natural–.
Cabe otra comprensión más amplia de la política, entendiéndola ahora como aquella actividad constituida por la iniciativa y el trabajo de cualquier persona que contribuya al bien común, más allá del ámbito de su hogar. Y tal vez se encuentre aquí el papel más necesario y radical que podría jugar la política ante la crisis ambiental. El valor de lo natural integra dimensiones materiales y también de relevancia antropológica o cultural, situadas en el ámbito de lo que llamamos espiritual, de lo relativo al espíritu humano. Por esta razón, su daño, y la crisis ambiental, deberían comprenderse a la vez como la manifestación de una crisis de la cultura, mucho más honda y universal que su reflejo en el espejo del medio ambiente natural: “El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos” (Laudato si’, n. 48).
La crisis ambiental es profundamente humana y social en sus raíces. Lo que le sucede al medioambiente arraiga en la vida particular de cada persona sobre la tierra, como causante; a la vez, la alcanza como afectada. El ser humano puede acelerar o revertir el deterioro del medio deliberadamente, poniendo en riesgo la humanidad y la naturalidad de su conducta y de los paisajes en los que se refleja. Hoy, todo un modo de vivir –necesariamente alimentado en última instancia por el uso de los bienes de la tierra, por la naturaleza– parece tambalearse. El bienestar –tenido por exitoso y deseado, en especial por quien lo contempla sin disfrutarlo o por quien lo ve amenazado en su vida– arroja continuos avisos de zozobra, de una insostenibilidad con dos caras inseparables. No sólo se ve en riesgo la calidad global del medio natural sino, a la vez, la calidad de la vida humana. El futuro deviene incierto para un número creciente de personas, incluso en los países más desarrollados económicamente. Esto sucede, en especial, tras cada nueva crisis.
Crece la convicción de que, con el modo actual de aprovechar, distribuir y consumir los bienes naturales, no solo crece y se acumula el impacto ambiental. A la vez, quedan al margen del bienestar miles de millones de personas que no podrán jamás vivir como vivimos en los hogares, barrios, ciudades, regiones o países más desarrollados, por resumir todas las escalas de la inequidad. Se extiende un desasosiego cultural: un bienestar que no es universal y que daña globalmente el valor de la tierra, ¿hasta qué punto no será erróneo desde su mismo planteamiento? Aparece el reto de construir una nueva fraternidad, sostenible, que integre en su proyecto y al unísono el respeto a la dignidad humana y a la tierra. Se trata de un objetivo que debería abanderar toda vida política digna, más necesario cuanto más lejos está de ser alcanzado. Pero, ¿cómo lograrlo?
La construcción de una cultura y política del bien común, ante la crisis ambiental, está en las manos de los políticos y de las administraciones. También, de un modo menos visible, en las de todos aquellos que, con sus vidas solidarias, construyen una nueva cultura política. Viven mirando de cara al valor, tanto humano como ambiental, aprendiendo a reconocerlo en cada rostro humano y en cada rincón del paisaje. Encuentran en esa belleza cotidiana e interdependiente, a veces tan dañada, el motivo y la esperanza de un proyecto común para la humanidad y la tierra, en beneficio de ambos. El alimento de los promotores del bien común es el compromiso: sea con el respeto a la calidad y belleza del medioambiente que no vemos y que nos sustenta en nuestro modo de vivir con bienestar (habrá que repensar esos lejanos pozos de petróleo, o los productos mineros que habitan en nuestro joven teléfono ya caduco…), sea con el respeto a la calidad de vida y la belleza de las personas más pobres o vulnerables, de cuyo trabajo puede depender nuestro bienestar y consumo (… desde una fábrica textil de Bangladesh, tal vez, que me interpela). Ambas calidades nos reclaman, entrelazadas, altura moral en el trabajo político y ciudadano eficaz (el que corresponda en cada caso…). Se trata, en fin, en el ámbito de la política, de “atrevernos a convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar“ (Laudato si’, n. 19). Se nos reclama aprender a gozar y sanar al unísono todo valor natural y humano amenazado, pues “todo está conectado” (Laudato si’, n. 91).
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Jordi Puig i Baguer
Profesor del Departamento de Biología Ambiental, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.