Hace un tiempo leí en la prensa una historia de esperanza, de esas que de vez en cuando nos dan un respiro ante tanta actualidad. Alguien, roto por la vida, emprendió un viaje de varios años a través de un entorno natural de gran belleza, con la esperanza de que la experiencia le ayudara a sanar. Varios años después, su odisea particular le habían permitido recomponerse, rehacer su vida y restaurar sus vínculos familiares.
Es posible que quien lee estas líneas conozca historias similares, o ejemplos con los que guarde algún paralelismo. Existen colectivos en distintos países del mundo que trabajan por la inclusión social de personas a través de la actividad física, la reflexión y la educación en entornos naturales singulares, de los cuales tenemos algunos ejemplos muy cercanos. En otro contexto, los baños de bosque se han extendido y popularizado en diversos países de forma reciente, como una práctica efectiva para el cuidado de nuestra salud y bienestar. Seguro, también, que muchos hemos recurrido en alguna ocasión a un sendero conocido o nuestro parque favorito, buscando evadirnos de rutinas o preocupaciones, para sentirnos renovados al cabo de un rato. Quizá, en alguna ocasión, contemplando un cielo estrellado, un amanecer, o cobijados bajo un árbol majestuoso, nos hayamos sentido conmovidos o especialmente conectados con la vida.
¿Qué hay en la naturaleza, en la presencia de elementos naturales, que nos hace sentir bien? Mejor dicho, ¿qué hay en nosotros, que posibilita que el entorno natural tenga ese efecto?
La hipótesis de la biofilia sostiene que el ser humano posee una afinidad instintiva por la naturaleza, un amor por la vida definido por nuestra “tendencia innata a buscar conexiones con el entorno natural y otras formas de vida”. La interacción con el entorno durante nuestro proceso evolutivo nos habría llevado a desarrollar respuestas fisiológicas, emocionales y comportamentales innatas frente a determinados estímulos ambientales, susceptibles de ser modulados por factores culturales y experiencias individuales. En líneas generales, sostiene, estaríamos adaptados para desenvolvernos en un entorno natural y bajo influencias naturales. No obstante, nuestro desarrollo tecnológico y social, si bien nos ha posibilitado cubrir nuestras necesidades y ampliar nuestra esperanza de vida de forma nunca antes vista, también nos ha llevado a favorecer entornos y estilos de vida que se encuentran alejados de ese hipotético marco biológico y que acarrean impactos negativos sobre nuestra salud.
Numerosos estudios evidencian que la exposición a estímulos naturales y el contacto con la naturaleza pueden contribuir a mejorar nuestra salud y nuestro bienestar. Estos beneficios se producirían por estímulo directo de nuestro organismo, por la ausencia en la naturaleza de factores que inciden de forma negativa sobre nuestra salud, y por la promoción de estilos de vida saludables asociados a la actividad física y la interacción social. Los beneficios fisiológicos constatados incluyen la mejora de la salud cardiovascular y respiratoria, la mitigación del dolor, el refuerzo del sistema inmune y la mejora de la calidad del sueño. En lo relativo a la salud mental, se ha observado que dicho contacto promueve estados de ánimo positivos y reduce los negativos, disminuye el estrés, la ansiedad y la agresividad y aumenta la sociabilidad. El sentimiento de conexión con la naturaleza y la frecuencia de las visitas a entornos naturales se relacionan con un mayor sensación bienestar y una mejor salud mental general. Algunas propuestas recientes, como puede ser la terapia forestal pautada, podrían resultar efectivas en la atención de determinados trastornos mentales.
La inmersión en la naturaleza reportaría así mismo beneficios cognitivos, al favorecer la restauración de procesos fatigados por estados de atención y vigilancia constantes. Se ha constatado, por ejemplo, que favorece la creatividad y refuerza la memoria funcional y la concentración. Así mismo, algunas experiencias sugieren que promueve comportamientos prosociales, como el altruismo y la cooperación, que los autores atribuyen a un incremento de la sensación de autotrascendencia: la belleza percibida al sumergirnos en el mundo natural podría inducir en nosotros una sensación de conexión profunda con las personas cercanas y con otros elementos a una escala mayor que uno mismo y el grupo al que pertenece.
En el entorno natural tenemos a nuestro alcance un medio accesible y efectivo con el que contribuir al cuidado y promoción de nuestra salud y bienestar, que quizá pueda favorecer la cohesión social e inspirar actitudes y comportamientos prosociales, que redundaran en beneficio de todos. Lo que aprendemos acerca de nuestro vínculo parece ofrecer otra oportunidad para reflexionar acerca de nuestro desarrollo tecnológico, social y territorial, y para replantear los espacios que habitamos y la forma en la que lo hacemos, cuyos beneficios faciliten que nuestras sociedades sean más respetuosas con nuestra propia naturaleza y, precisamente por ello, más sostenibles y resilientes.
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Raúl Bermejo Orduna
Coordinador del Programa Paisajes de Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias e investigador del Instituto BIOMA
12.03.2024