La Responsabilidad Ambiental puede definirse como la “imputabilidad de una valoración positiva o negativa por el impacto ecológico de una decisión”, generalmente por daño causado a otras especies, a la naturaleza en su conjunto o a las futuras generaciones, por las acciones —o las no-acciones— de otro individuo o grupo. La imputabilidad es la “capacidad del ser humano para entender que su conducta lesiona los intereses de sus semejantes y para adecuar su actuación a esa comprensión”, también de atribuir a alguien las consecuencias de su obra.
Cuando el ser humano comenzó su andadura en la Tierra ejercía poco impacto sobre el medio: pocos individuos, hábitos no sedentarios, baja relación entre demanda y oferta de recursos (que son los bienes o servicios que proporciona la naturaleza). La relación entre las personas y el medio pasaba por la utilización de esos recursos y, entonces, eran poco diversos y muy abundantes. Estos recursos pueden ser materiales (aire, agua, minerales o derivados de la Biosfera) o energéticos, y estos renovables (solar, eólica, hidráulica o geotérmica) o no renovables (combustibles fósiles y nuclear). Los renovables son los que se regeneran a un ritmo comparable al de su consumo. Y el consumo de un recurso puede superar a su renovación y provocar su desaparición. Todo esto tiene mucho que ver con el concepto de Sostenibilidad, que, según se considera actualmente, implica la triple interacción entre los ámbitos ecológico, económico y social.
El impacto del ser humano sobre el medio se produce a muchas escalas. Hay acciones muy puntuales (como tirar una colilla al suelo) pero también estamos ante un escenario de grandes retos: generamos grandes cantidades de basura (y mucho plástico); el agua dulce está comenzando a ser escasa y la situación puede empeorar; las emisiones de gases que incrementan el efecto invernadero —y aceleran el calentamiento global— llevan desbocadas muchos decenios y no descienden; como consecuencia hay efectos climáticos catastróficos y, en algunos hábitats como el mar, se producen desequilibrios que provocan efectos como el blanqueamiento de los corales; la degradación del suelo por culpa de prácticas agrícolas no sostenibles tiene unas dimensiones enormes y hay graves problemas de erosión; se está acelerando la deforestación de grandes extensiones de selva tropical; y como consecuencia de todo lo anterior, nos dirigimos hacia una acelerada pérdida de Biodiversidad. Estos dos últimos problemas son los más graves, pues afectan directamente a la supervivencia de la especie humana.
Esos problemas tienen dimensión individual o comunitaria, y esta última tiene dos componentes distintos, el empresarial y el de la administración. Por un lado la Administración tiene responsabilidad en relación con la gestión de: la normativa ambiental (impacto ambiental; control de emisiones al aire, al agua o lumínicas); la ocupación del suelo (calificación; infraestructura verde urbana); los residuos (RSUs, RCDs y otros); la gestión energética a gran escala; el agua (pluvial, residual y de consumo); la movilidad; y los recursos naturales (parques, ecosistemas, especies). Una buena administración electrónica y un buen papel como potenciadores de la Educación Ambiental de los ciudadanos pueden ser buenos aliados.
Por otra parte, la empresa, o los sectores económicos-industriales, tienen responsabilidad en relación con: sus emisiones (cantidad y calidad); y el modo en que ocupan el suelo, sobre todo el sector agrícola y ganadero —por extensión—, pero también el pesquero, petroquímico y minero por la gravedad de la modificación del medio que supone su actividad. La empresa —si practica una buena Responsabilidad Social Corporativa ambiental— debe tener una estrategia para la implementación de una buena conducta en lo relacionado con el medioambiente, respetar las leyes vigentes, instaurar reglas y compromisos voluntarios, analizar su impacto, disponer de un departamento especializado en medioambiente y seleccionar personal adecuado para trabajar en él, desarrollar programas de educación ambiental para todos sus trabajadores, realizar mejoras ambientales en sus productos y servicios, y ahorrar energía.
Por su parte, cada ciudadano puede contribuir siendo responsable con su consumo energético, la adquisición austera de otros recursos, practicando una alimentación respetuosa (consumo moderado de carne y adquisición de alimentos de proximidad o Km0), colaborando en la reducción y reciclaje de residuos, con una movilidad responsable, contribuyendo a la conservación de la Biodiversidad (por ejemplo no liberando especies invasoras en el medio natural), y contribuyendo a la no degradación directa del hábitat (incendios, comportamiento correcto cuando está en el medio natural, etc.).
Los centros educativos deberían convertirse en focos de emisión de una buena conciencia ambiental, y fomento de buenas prácticas, convirtiendo a los futuros ciudadanos en actores solidarios que aseguren un escenario en el que toda la humanidad conviva en condiciones de justicia ambiental, económica y social.
En conclusión, la especie humana forma parte del sistema. Actualmente su capacidad de impacto en el medioambiente es superior al de otros organismos, y por lo tanto debe ser muy consciente de su responsabilidad ante esta situación. Si el impacto aumenta —a todas las escalas: personal-ciudadanía, empresa y administración—, el medio se degradará a un ritmo muy considerable. Aunque las organizaciones (empresas o administración), son las que más contribuyen en forma de cambio (positivo o negativo), son los ciudadanos individuales los que en último término tienen la responsabilidad. Como ciudadanos debemos ser conscientes de los ámbitos en los que tenemos esa responsabilidad. A eso se le llama conciencia ambiental, y debe estar inspirada en la solidaridad intergeneracional.
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Enrique Baquero
Biólogo, investigador del Instituto de Biodiversidad y Medioambiente y profesor de la Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra
05.06.2023