Análisis del acto moral. Una propuesta.
Antonio Pardo.
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Enero de 1997.
Publicado en Persona y bioética 2008; 12(2):78-107.
Resumen:
En tiempos históricamente recientes, se ha asistido a una recuperación de la filosofía de corte clásico que, inspirándose en los griegos (Platón y, especialmente, Aristóteles), tuvo una expresión privilegiada con Tomás de Aquino. Sin embargo, esta recuperación de la filosofía tomista ha arrastrado algunas ideas extrañas, que se habían desarrollado en épocas posteriores. Aquí se aclara la desviación producida en el estudio de la moral por las ideas esencialistas; para ello, se examinan brevemente sus raíces históricas platónicas y agustinianas, en qué consistió la influencia aristotélica, qué caracterizó la escolástica esencialista y sus repercusiones en la teoría ética. Posteriormente se propone, desde una filosofía tomista de la acción moral, una aproximación al estudio y valoración de los actos humanos; con los elementos que se aportan, se examinan tópicos en que la desviación esencialista ha podido producir confusiones: las acciones indiferentes, de doble efecto y el voluntario indirecto o in causa. Se concluye mostrando un breve esquema de las pautas prácticas que se pueden seguir para realizar la valoración ética de una acción.
a) Las raíces platónicas y agustinistas
c) La escolástica esencialista
d) Repercusión en la teoría ética
II. Planteamiento tomista de la cuestión
a) Previsión
b) Intención
- Efectos y medios
- Efectos y voluntariedad
- Valoración moral
- Consecuencias y circunstancias
- La acción de doble efecto
- El “voluntario indirecto” o “voluntario in causa”
En los manuales de teología moral se ha tendido, en la primera mitad de este siglo, a exponer la doctrina de Santo Tomás de Aquino. La vuelta a Santo Tomás, después de un periodo de inspiración esencialista o formalista —que debe mucho a Suárez— se ha llevado a cabo, en buena medida, gracias al impulso de los Papas: ya desde León XIII, que inició la edición crítica de las obras del Aquinate, todos los pontífices han insistido en la conveniencia de inspirarse en sus reflexiones.
Sin embargo, esta vuelta a Santo Tomás se ha realizado teniendo unas ideas previas. Los primeros cultivadores de la filosofía escolástica que se plantearon volver al espíritu tomista tenían una formación en mayor o menor medida formalista. Resulta lógico que, al interpretar los textos de Santo Tomás, esas ideas influyeran en su comprensión de lo que leían. Esta influencia, hasta cierto punto inevitable, ha estado decisivamente presente en la visión de Santo Tomás transmitida durante este siglo.
Con el paso del tiempo, los cultivadores de la filosofía tomista se han ido haciendo conscientes de la interpretación formalista o esencialista que se hacía de Santo Tomás. Sin embargo, esta interpretación, al ser fruto de una mentalidad, no queda limitada a algunos apartados de su filosofía, sino que se extiende a todos aquellos aspectos en que difieren la interpretación tomista y la esencialista. Y, en algunos terrenos, la visión esencialista se presenta con tal sutileza que es difícil de distinguir.
Algo de esto sucede en el terreno de la moral. Aunque es un campo aparentemente alejado de las opiniones esencialistas, no está libre de su influencia. En estas páginas queremos mostrar que el estudio moral que a veces se baraja, e incluso se remite a Santo Tomás como su iniciador, contiene elementos ajenos a su pensamiento. Como consecuencia, mostraremos el modo adecuado, en nuestra opinión, de interpretar el estudio de la moralidad de los actos humanos que Santo Tomás hace al inicio de la Secunda Pars de la Summa Theologiae. La reciente Encíclica Veritatis splendor ha venido a subrayar especialmente algunos de estos elementos genuinamente tomistas, y nos permitirá una profundización fructífera.
La publicación de dicha encíclica ha dado lugar a una polémica, a veces no exenta de acritud, referida especialmente al modo correcto de entender el objeto moral1. No es objeto de esta colaboración contribuir a ella. Sin embargo, en ciertos momentos, especialmente cuando nos refiramos al objeto moral y a la intencionalidad, será razonable hacer mención de algunos de los conceptos que se han vertido en la discusión. Sin embargo, estos comentarios no serán exhaustivos: para hacer justicia a la polémica se precisaría mayor extensión de la que le dedicaremos aquí.
La tarea que se impone en primer lugar es definir exactamente qué es lo que se entiende por esencialismo —o formalismo, como también se ha llamado— y averiguar cuáles son sus características. De esas notas básicas se deriva un modo de ver la realidad, con unas afirmaciones típicas que nos permitirán descubrir su presencia en los diversos contextos.
Para poder estudiar las notas básicas del esencialismo, el procedimiento más claro es realizar una breve introducción histórica que señale su origen y sus manifestaciones fundamentales. Este procedimiento es oportuno, ya que el esencialismo es la recuperación de la forma mentis del agustinismo medieval tras la introducción de Aristóteles en Europa occidental. Por tanto, hay que analizar, en primer lugar, el agustinismo medieval. Pero el agustinismo medieval es la corriente filosófica que tiene su origen en el platonismo corregido de San Agustín. Por consiguiente, para entenderlo cabalmente, se hace necesario retroceder hasta Platón en busca de algunas ideas fundantes.
a) Las raíces platónicas y agustinistas
La explicación filosófica del mundo dada por Platón parte de un principio básico: el hombre puede pensar —y, por tanto, puede conocer con certeza, sin estar sujeto su conocimiento a la mutabilidad del mundo que le rodea— gracias a que existen objetos inteligibles inmutables, la Ideas. Estas Ideas son entidades cuya naturaleza consiste en ser por todas partes igual y lo mismo, únicas e individuales, y se caracterizan por contener algo pensable. La Idea “gato” es sin más la pura “gateidad” que existe y navega por el mundo de las Ideas. El existir de las Ideas consiste en ser ellas mismas, en tener un “algo” o quidditas, y en nada más. La interpretación que se da normalmente a esta cualidad consiste en afirmar que Platón realizó un trasvase ilícito de una propiedad lógica de los objetos pensados a la realidad, y es, indudablemente, la crítica más coherente que cabe hacerle.
Para conseguir que el hombre pueda pensar Ideas, Platón debe postular que el hombre es el alma. El alma conoce las Ideas cuando está en el “cielo”, antes de bajar al mundo, y aquí abajo, en contacto con las cosas materiales, recuerda las Ideas.
Los agustinistas medievales suavizan este esquema: no hay Ideas por el cielo, en el cielo está Dios, que contiene en sí, en una unidad simplicísima, todas las ideas. Las almas no han preexistido, sino que Dios las crea cuando viene al mundo cada hombre. Y, para conocer, los hombres necesitan la iluminación de Dios, que posee dentro de Sí las ideas que se pueden conocer.
De todos modos, dado que referimos las ideas a las cosas, este esquema básico debe ser más suavizado todavía: en las cosas que experimentamos sensiblemente existe también esa idea que está en la inteligencia divina. A esa idea que está dentro de las cosas los agustinistas la llaman “forma”, y eso explica que las cosas sean lo que son. Realmente fueron los platónicos tardíos (incluyendo agustinistas) los que introdujeron las ideas platónicas en las cosas, pues Aristóteles, al hablar de formas, pensaba en algo distinto (posteriormente haremos más consideraciones para aclarar plenamente esa diferencia entre Aristóteles y el medievo agustinista, heredero de Platón): la palabra “forma”, entre los agustinistas, significa lo mismo que la idea platónica, es decir, algo igual a sí mismo, idéntico e indestructible2; para los agustinistas las formas son mismidad. Pero las formas que están en las cosas no están en contacto directo con la inteligencia: las formas no iluminan la inteligencia (es un problema parecido al de la comunicación de la res extensa y la res cogitans en Descartes). Los agustinistas, inspirados en el platonismo, son partidarios de que Dios ilumina la inteligencia para que el hombre pueda conocer los “algo” de las cosas materiales: de la inteligencia de Dios, que tiene las ideas, viene la luz intelectual y el conocimiento al hombre.
Lógicamente, cuando aparece un cambio, y se empieza a designar con un vocablo distinto una cosa cualquiera, ha habido la aparición de una nueva forma. Pero como los agustinistas consideran que las formas son como las Ideas de Platón, iguales a sí mismas, indestructibles, únicas, etc., necesitan que las nuevas formas estén en alguna parte para que aparezcan en el resultado del cambio. La solución son las rationes seminales, unas formas “pequeñas” que todo ente tiene en reserva para que las saque de ese estado oculto la causa motriz en el momento del cambio3. De hecho, los agustinistas medievales parecen describir el movimiento exclusivamente de modo formal (su inclinación es a averiguar cómo una cosa, de ser “algo” pasa a ser un “algo” distinto), y apenas aparece en sus consideraciones el movimiento analizado al estilo aristotélico: como una energeia que, partiendo de una entelequeia, alcanza otra, es decir, como una actividad que, partiendo de un origen, alcanza su acabamiento, término o límite4.
Este conjunto de tesis filosóficas del agustinismo medieval no son propiamente tesis sino, más bien, mentalidad: muchas veces se encuentran sus corolarios, sin encontrar una reflexión explícita que lleve a ellas. Por esta razón, podríamos decir que esa idea de fondo del agustinismo es, más bien, mentalidad. Y dicha mentalidad hace que el agustinismo medieval defienda, entre otras, las tesis mencionadas. Parece dudoso que, con excepción de Santo Tomás (con su discípulo Tomás de Sutton, y quizá San Alberto en algunas cuestiones), haya habido filósofos medievales que no tuvieran mentalidad agustinista.
Estando así las cosas, aparecen en Occidente las obras de Aristóteles. Y la argumentación aristotélica llegada a Occidente es tan rigurosa, que los agustinistas medievales deben volverse atrás de sus posturas clásicas: la iluminación divina al entendimiento humano para poder conocer, las rationes seminales, y otros muchos detalles que no es ocasión citar ahora. La filosofía escolástica posterior a la entrada de Aristóteles no volverá ya a esos planteamientos.
Hemos mencionado que en el fondo de la forma mentis agustinista parece latir la consideración platónica de que “lo realmente real” son la Ideas, aunque convenientemente suavizada. Y son lo realmente real con una realidad distinta de la que se entiende espontáneamente respecto a las cosas: con la realidad que Platón suponía para las Ideas, es decir, con una realidad que es una propiedad lógica. Dicho de otro modo: para un platónico y para un agustinista, lo realmente real (con el mismo tipo de realidad “ideal”) son los “algo” de las cosas. Si de alguna cosa se puede decir que está en acto, que existe, o que tiene algún tipo de actividad, eso se debe a que en su interior hay un “algo” (equivalente a la Idea de Platón) que hace que la cosa esté en acto, exista o tenga algún tipo de actividad. Dicho de otro modo: para los platónicos y agustinistas medievales lo real se reduce a mismidad formal, a ser “algo” idéntico a sí mismo, cuya sustancia es simplemente el “algo” (“gateidad”, “caballeidad”, etc.). La consecuencia inmediata es que toda realidad se puede describir con una palabra que expresa adecuadamente lo que es.
Las obras de Aristóteles, y con él Santo Tomás, plantean la cuestión de manera bastante distinta. A la hora de explicar el movimiento, intentan aclarar, indudablemente, la aparición de un nuevo “algo” en las cosas. Pero, fundamentalmente, cuando intentan explicar el movimiento, intentan explicar exactamente eso, el movimiento, es decir, el acto de lo que está en potencia en cuanto que está en potencia —que no es “algo”—, y no tanto su resultado, con sus “algo” que permiten describirlo. En consecuencia, para Aristóteles y Santo Tomás, el problema que hay que explicar en el movimiento no es solamente que el ente que es resultado del movimiento se describa con palabras distintas al comienzo del movimiento, sino que se trata de explicar “el moverse mismo”, la actividad del movimiento.
Desde este enfoque, el aristotelismo define que existen cuatro causas del movimiento: lo que es movido (o materia), lo que da la actividad del movimiento (o causa eficiente o motriz), la contrariedad —los “algo” inicial y final del movimiento (o causa formal)—, y el acto acabado hacia el que tiende el movimiento (o causa final)5. En esta descripción del movimiento hay elementos que se pueden describir con palabras, pues su naturaleza es un “algo”: los “algo” inicial y final, la contrariedad. Pero hay otros elementos que no se pueden describir con palabras. Así, la materia, en ciertos movimientos (los accidentales) es un ente, y se puede describir con la palabra que designa su sustancia: “perro”, “gato”, etc. Pero, en otras ocasiones, no hay tal posibilidad: en el cambio sustancial lo que permanece es la materia prima, que no posee ningún “algo”; aunque se empleen las palabras “materia prima”, no se está dando a entender ningún “algo” existente en esa materia prima.
Las palabras son impotentes para designar o hacer entender la actividad del movimiento mismo. Porque el acto no es “algo” hasta que el movimiento está terminado. Y, aun con el movimiento terminado, la palabra que nos permite designar el resultado del movimiento no nos describe el acto, sino la forma del acto. Por esto, Aristóteles insiste en que el acto no se puede definir, sino sólo mostrar6. El movimiento y la actividad de los seres es una percepción evidente, pero las palabras que empleamos para hablar de la realidad (“perro”, “gato”, “verde”, “tres metros”) no señalan a esa actividad, sino que se limitan a indicar la forma en que esa actividad se manifiesta.
Toda esta descripción del movimiento como un acto “escurridizo” a la designación no quita que, efectivamente, el movimiento tenga también aspectos que se nombran adecuadamente con una palabra. De hecho, las causas formal y final se designan con una palabra, el “algo” del acto que son, aunque, en el caso de la causa final, esta designación pueda ser motivo de confusiones.
c) La escolástica esencialista
Aunque, como dijimos, los filósofos posteriores a la entrada de Aristóteles en Occidente se debieron retractar de una serie de tesis corrientemente admitidas, esto no llevó consigo el cambio de mentalidad que las nuevas aportaciones parecían exigir. Para que esta forma mentis hubiera cambiado, tendría que haberse hecho tema de discusión ampliamente difundido el planteamiento básico que provocaba las tesis agustinistas, es decir, la igualdad de propiedades entre las formas de las cosas y las Ideas platónicas. Por esta razón, parece justificado adoptar como hipótesis de trabajo la tesis siguiente, que desarrollaremos a continuación: el esencialismo de la escolástica tardía es la reaparición de la inspiración platónico-agustinista dentro de un contexto filosófico que ha aceptado los razonamientos aristotélicos sobre el movimiento, la potencia y el acto.
Entre las causas de esta vuelta a esquemas anteriores a la introducción de Aristóteles en Occidente, hay que reconocer el papel que jugó el espíritu conciliador de Santo Tomás. Fue un filósofo profundamente aristotélico (basta observar la cantidad relativa de citas del Filósofo en sus obras). Pero, a diferencia de Aristóteles, no fue nada polemista, sino profundamente conciliador, y se permitió asumir multitud de modos de decir del agustinismo medieval, tanto que sus posturas se pueden llegar a confundir con las del agustinismo que le rodea si no se aguza la atención en los detalles. Aunque rechazó de modo tajante muchos planteamientos agustinistas, en otras ocasiones aceptó las formulaciones que los filósofos de su época daban a los problemas. Estas formulaciones podían malinterpretarse, pero no consideró necesario rechazarlas por el mero hecho de que pudieran interpretarse con facilidad de modo platonizante: bastantes temas de auténtica envergadura había entonces para solventar, como para añadir asuntos que no eran tan inmediatamente vitales. Y este espíritu conciliador provocó malentendidos posteriores. A la pervivencia de la mentalidad agustinista también contribuyó decisivamente la condena de tesis tomistas realizada por Esteban Tempier7.
¿Como pudo el aristotelismo verse influido por la mentalidad agustinista, dando lugar a lo que conocemos por esencialismo? ¿Cómo se pudieron casar dos posturas tan contrarias? Aunque sería materia para una investigación más detallada, podemos esbozar la explicación siguiente: una vez derribado el planteamiento de las rationes seminales, el esencialismo encontró un lugar para el esquema platónico dentro de la descripción aristotélica del movimiento. Aceptó que existe la potencia, y que es distinta del acto que puede llegar a ser —por acción de la causa motriz—. Pero, a la vez, afirmó que, si se puede considerar que hay una potencia, es porque se considera la esencia de esa potencia, su “algo”. Por tanto, la potencia, aunque pueda recibir un acto, ya no es pura potencia8. Si fuera pura potencia no tendría ningún “algo”, no sería ni siquiera pensable y, sin embargo, la estamos considerando ahora. Como conclusión de este planteamiento, le resulta necesario admitir que la potencia pura, la materia prima incluso, no es pura potencia, sino que es un cierto acto, ya que tiene un “algo”. Ese algo, en el caso de la potencia, es tan débil que sólo se puede describir diciendo “poder recibir un acto”. Ese “poder recibir un acto” es expresión de mi pensamiento: luego hasta la materia prima posee una esencia o quidditas.
Dentro de este modo de ver las cosas, ser potencia y ser acto siguen satisfaciendo las condiciones aristotélicas: la potencia recibe el acto, y se actualiza por él. Pero el significado de esta frase es distinto al aristotélico-tomista. Baste observar que, para un aristotélico, lo que tiene una esencia, un “algo”, es el ente9, mientras que el esencialismo traslada erróneamente a los principios constitutivos del ente lo que es válido sólo para el ente completo. Esta postura, vista desde el aristotelismo, pretende que el ente es un compuesto de entes en acto.
Sin embargo, esta crítica es superficial, porque no permite averiguar por qué el esencialismo da esta interpretación tan peculiar del acto, de la potencia y del movimiento: para llegar al fondo ha sido necesario remontarse hasta la mentalidad que termina produciendo tesis extrañas a la filosofía de Santo Tomás.
d) Repercusión en la teoría ética
Después de esta excursión histórica, que nos ha permitido comprender la forma mentis de la filosofía esencialista, podemos pasar a ver las repercusiones que tiene este modo de considerar las cosas sobre la teoría ética.
Al analizar el acto moral, el esencialismo considera que los actos de la voluntad son actos en sentido esencialista, es decir, “algo”. La voluntad humana, cuando quiere un objeto determinado, lo que hace es producir un acto, que se puede describir con una palabra. Por ejemplo, en caso de querer ir al monte, “ir al monte” sería la descripción del acto de la voluntad.
Ahora bien, analizando solamente el acto de la voluntad no estamos en condiciones de juzgar la moralidad de la actuación de una persona. La razón estriba en que las personas toman decisiones movidas por actos previos de la voluntad, las intenciones. Así, una persona puede ir al monte para recolectar setas (intención “recolectar setas”) o para cazar en un vedado que no le pertenece (intención “robar caza”). Consecuentemente con esta observación, se afirmará que, para valorar un acto moral, es necesario considerar no sólo la decisión que se toma, sino también la intención que está detrás de esa decisión.
Hasta ahora, parece que no hemos dicho nada que diferencie el tomismo de la postura esencialista. Pero sí lo hemos dicho. Concretamente, el esencialismo piensa que los actos de la voluntad tienen una forma (su esencia: “ir al monte”, “recolectar setas”, “robar caza”) que coincide con la descripción de la acción que se realiza. “Ir al monte” y “recolectar setas” es a la vez acto de la voluntad y acción que realiza el hombre. Por este modo de ver las cosas, la moral esencialista habla poco de intención y de decisión, y habla mucho de sus proyecciones que, tomando los términos de la tradición tomista, denomina fin y objeto moral. Al fijarnos en este cambio de acento no estamos haciendo una precisión superflua, pues ese modo de ver las cosas está preñado de consecuencias prácticas para la teoría ética.
Concretamente, aparece pronto un problema: las acciones humanas complejas no se pueden analizar bien por medio del procedimiento indicado (examinar la intención o fin y la acción u objeto moral). Porque hay acciones que poseen detalles relevantes que no se explican adecuadamente sólo con el fin y el objeto moral. El esencialismo descubre entonces que, en el análisis de la acción que daba Tomás de Aquino, existe otro elemento, las circunstancias, que permite encuadrar otros factores que no caben dentro del fin ni del objeto moral. El ejemplo de Tomás es bien conocido: dentro de la mala acción de golpear a una persona, sería una circunstancia el hecho de que se le golpeara en un lugar sagrado (el pecado sería mayor dada la dignidad del lugar de la ofensa). Así, los factores que no caben dentro del fin y del objeto tienen un ámbito amplísimo donde incluirse. El esencialismo coherente no aporta más elementos para el análisis del acto moral.
Pero la reflexión común sabe que, si se consideran sólo objeto, fin y circunstancias, quedan fuera elementos relevantes de la moralidad. Por ejemplo, hay acciones que son ejecutadas por ignorancia. Por tanto, los tratados y manuales incluirán un capítulo dedicado a la ignorancia, sus tipos y repercusión sobre los actos morales. Sin embargo, este capítulo se desarrolla de modo relativamente independiente de las reflexiones filosóficas: no suele ser una deducción, a partir de la naturaleza del obrar humano, del papel y valor de la ignorancia dentro del obrar moral, sino una serie de reflexiones, sumamente acertadas, sobre la valoración moral que merece cada tipo de ignorancia. Este apartado se desarrolla, por así decir, al margen de la filosofía, apoyándose en el sentido común y la prudencia moral de quienes han desarrollado esos manuales. Estos autores encuentran en la Summa Theologiae algunos artículos dedicados a la cuestión10, que apoyan su opinión moral, indudablemente acertada, pero el conjunto de ese estudio moral queda inconexo.
Además, los moralistas también se dan cuenta de que hay acciones complicadas, de las que se siguen efectos buenos y efectos malos; ¿está permitido hacerlas? Su respuesta viene a ser parecida a la de la ignorancia: apoyarse en su prudencia y buen sentido moral para elaborar una serie de reglas que permitan averiguar cuándo ésas acciones con múltiples efectos son correctas desde el punto de vista moral y cuándo los efectos indeseables hacen mala la acción. Son las reglas del voluntario in causa o voluntario indirecto: que la acción en sí misma sea buena o indiferente, que la consecuencia mala no se siga directamente de la acción que se realiza, que se actúe con buen fin y que exista proporción entre el efecto bueno y el malo.
Estas reglas (con sus diversas variantes), a pesar de las diversas críticas que han recibido, me parecen correctas. Su único defecto es que, al igual que las circunstancias y la conexión de la ignorancia con la moral, paradójicamente, carecen de fundamento dentro de la filosofía esencialista. Su existencia se debe solamente a la tradición. Nadie sabe a ciencia cierta por qué están ahí. El sentido común de los moralistas debe tener buena parte de la responsabilidad de su existencia; pero el sentido común de los moralistas no es fundamentación filosófica. Y, como la moral no es mera tradición, sino también algo asequible a la razón, parece justo intentar dar un fundamento a la ética, y no confiarla sólo a la virtud de la prudencia. Por suerte, esta fundamentación la dejó suficientemente clara Santo Tomás, y diversos autores modernos han ayudado a recuperarla11, aunque el esencialismo, debido a su forma mentis, da a veces unas interpretaciones equívocas de sus textos.
II. Planteamiento tomista de la cuestión
El planteamiento de Santo Tomás sobre los actos morales comienza por un extremo que no pertenece propiamente al estudio de la ética: una adecuada descripción de las acciones inmanentes, es decir, de los actos del entendimiento y la voluntad12. Para Tomás, lo que un hombre piensa o quiere se puede, indudablemente, describir con palabras: piensa en un perro, quiere ir al monte. Pero el pensar y el querer del hombre no son algo que se pueda describir con palabras. Porque, para el aristotelismo, cuando el hombre entiende o quiere, no está produciendo una forma o esencia que se pueda describir con palabras. Lo que hace es ejercer el acto que es, de modo que alguna realidad quede como objeto de ese acto (objeto entendido en el caso de la inteligencia, objeto querido en el caso de la voluntad). El hombre desarrolla así una actividad que le permite “tocar” cosas externas13. Con ese “tocar” las conoce o las quiere. Pero su entender o su querer no son, de ninguna manera, lo que las capacidades intelectivas alcanzan: son dos realidades distintas.
Sin embargo, es evidente que, en primera instancia, para describir esa actividad de entender o querer, el tomismo necesita recurrir a la palabra que designa el objeto entendido o querido. De aquí que Tomás admita que el fin y el objeto moral son determinantes del acto de la voluntad que permiten conocerlo, que posibilitan saber qué se quiere14. Pero el fin y el objeto moral no son actos de la voluntad. El esencialismo, sin embargo, repite: “la intención es el fin ...”.15
La Veritatis splendor es plenamente coherente con el planteamiento tomista. Así, refiriéndose a la decisión de la voluntad, afirma que “el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente”16, y no es el querer mismo. Ahora bien, la conexión entre el acto de la voluntad y la acción se produce por medio del “algo” en que coinciden ambos, por medio de su quidditas u objeto moral, que es a la vez definición del acto voluntario y descripción humana de la acción física; la acción es un determinante de la voluntad gracias a esa quidditas. Por eso, unos renglones más abajo, la encíclica explicita un poco más la frase anterior y afirma: “El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa”17. Por tanto, es necesario admitir que la conexión entre la voluntad y las acciones es distinta a la que afirma el esencialismo. Este aspecto intencional del acto de la voluntad es admitido incluso por quienes critican a la Veritatis splendor su modo de enfocar el objeto moral: el acto voluntario es un “apuntar hacia” también para ellos18.
Partiendo de aquí, el análisis tomista del acto moral muestra aspectos distintos a lo que hemos visto anteriormente.
En primer lugar, es necesario subrayar que lo que se juzga al estudiar la actuación del hombre desde el punto de vista moral es la corrección de la voluntad, si el hombre elige los objetivos que le son adecuados; si, en suma, se puede aprobar su actuación porque ha sido bueno, porque tiene buena voluntad19. ¿Y cómo se manifiesta esa buena voluntad?
En primer lugar por medio de la reflexión. El acto del entendimiento se encuentra imperado por el acto de la voluntad20. Por tanto, el hombre bueno no obrará con ignorancia, y procurará activamente eliminarla de su conducta: si no sabe qué es lo bueno y qué es lo malo y tiene buena voluntad, no querrá correr el riesgo de obrar el mal, y procurará informarse con diligencia antes de actuar.
Por tanto, antes de considerar el objeto, fin y circunstancias, y las reglas anejas sobre el voluntario indirecto, una moral que comprenda adecuadamente el obrar humano debe considerar la previsión del hombre que actúa, pues ésta depende de la voluntad. Quien no reflexiona antes de actuar es porque no quiere, y eso es moralmente imputable. Así se explica la conexión entre el estudio de la ignorancia en la Summa y el estudio del resto del acto moral, conexión en la que el esencialismo no hace hincapié.
La Veritatis splendor explica esta conexión entre entendimiento y voluntad cuando intenta clarificar que la conciencia no es una fuente autónoma de moralidad, sino que el juicio intelectual previo a la acción debe intentar la búsqueda de la verdad moral de la acción que se realiza: “La madurez y la responsabilidad de estos juicios [de la conciencia] —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran ... con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar”21. Además, la previsión adecuada también abarca el suceder material de los hechos y las consecuencias previsibles22.
Como es evidente, hablar sin más de previsión es resumir sumariamente bajo un sólo término la compleja interrelación que existe entre el entendimiento y la voluntad a la hora de la acción23, y los actos de la prudencia que conducen a la acción adecuada. Cuando desarrolla su teoría moral, Santo Tomás, al hablar de los actos del entendimiento que preceden a los de la voluntad, prefiere hablar de consejo24, es decir, del acto de la prudencia (acto intelectual) previo a la acción, y es más correcto considerarlo así. Sin embargo, el término previsión resulta más castellano y da a entender la misma idea: reflexión previa a la acción; esta reflexión, como es lógico, sólo es posible como acto de la virtud de la prudencia. De lo contrario, es impracticable25.
Además, hay que considerar que el acto de consejo permite conocer, no sólo lo que va a pasar con motivo de la acción, sino también, y sobre todo, si la acción es buena o mala y si debe ser puesta en práctica o debe ser rechazada (aunque luego la voluntad, libremente, pueda actuar contra el consejo de la prudencia). El conocimiento prudencial es un conocimiento práctico, que mueve la voluntad —libremente— hacia la acción buena. De hecho, Santo Tomás emplea el término previsión sólo cuando habla de prever las consecuencias de la acción26, y lo mismo hace la Veritatis splendor27. De todos modos, pienso que el término previsión puede emplearse también para designar el acto de consejo de la prudencia; aunque el término consejo se refiera más específicamente al aspecto práctico y moral (prudencial) de la acción, no excluye el conocimiento de las consecuencias de la acción, sino que lo abarca y, como apuntaba más arriba, el término previsión resulta más castellano. En suma: el acto de consejo es un cierto “ver” intelectual, práctico, y referido sobre todo al aspecto moral de la acción; pero, precisamente por ser un cierto “ver” intelectual, puede denominarse también previsión.
Por último, resulta interesante reseñar que la Veritatis splendor, al hablar de la conciencia, y remitiéndose a Santo Tomás, señala que “para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rom 12, 2) ... es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar la virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad”28. Por tanto, hay que tener presente que, cuando empleamos la expresión “formación de la conciencia”, realmente estamos hablando de formación de las virtudes cardinales, especialmente de la prudencia, con apoyo en el organismo sobrenatural proporcionado por la virtudes teologales; y no nos referimos a una entidad llamada conciencia que haya que ir modelando de alguna manera29.
Una vez conocido, gracias al acto de la prudencia, el objetivo que debe ser perseguido en la situación en que se encuentra el agente moral, toca al hombre querer o no querer lo que la inteligencia le propone. Querer un objetivo es tener intenciones. La intención es el acto de la voluntad que mueve al hombre a conseguir, por medio de acciones subsiguientes, un determinado objetivo30. La intención no es el fin, aunque el fin perseguido es lo que nos permite describir con palabras la intención.
Lo bueno o lo malo no es el fin, sino la voluntad que quiere un fin adecuado o inadecuado, que se ajusta o que no se ajusta a lo que sabe previamente por el juicio de la prudencia31. Los fines, cualesquiera que sean, es decir, los hechos físicos que son término del acto voluntario de intentar32, son, considerados en sí mismos, moralmente indiferentes. Toda realidad sólo es buena o mala (desde el punto de vista moral) en comparación con la naturaleza del hombre que actúa33.
Por tanto, el segundo elemento necesario para juzgar sobre la buena voluntad de alguien es ver su intención. Hablar de fin es correcto, pues el fin es el objeto del acto intencional. Pero hablar sólo de fin es potencialmente desorientador, como parece indicar la historia de la moral en los últimos cinco siglos. Resulta preferible hablar directamente de intención. Evidentemente es intención de un fin. Pero lo que vale, moralmente hablando, no es el fin, sino la voluntad de ese fin, es decir, la intención de la persona, que es lo que permite (al menos en parte) juzgarla moralmente34.
La encíclica Veritatis splendor, al analizar las doctrinas éticas consecuencialistas o proporcionalistas, se expresa en este mismo sentido: habla de fin para referirse al término hacia el que se ordena la elección de la voluntad deliberada, mientras que emplea la palabra intención para referirse al acto de la voluntad que se refiere al objetivo último35. Insiste igualmente en que, para sostener una teoría ética correcta hay que considerar, no los hechos (es decir, los fines en sí mismos), sino el punto del vista del sujeto que actúa36 (es decir, la intención). Esto es lo que hace precisamente la doctrina tomista, que se fija en la intención, aunque deba de hablar de fines para clarificar qué se intenta.
Hay que precisar que la intención del fin abarca el fin que se persigue y los fines intermedios que llevan a él: en un sólo acto de la voluntad caben varios objetos distintos, siempre que coincidan, al menos en parte, en su razón formal37; en este caso, que compartan su orientación al fin perseguido. Esta unidad formal permite abarcar todos los fines en un solo acto intencional. No existen, por tanto, varias intenciones distintas de un solo sujeto que le muevan al fin que éste persigue. McCormick, sin embargo, distingue entre fines y motivos; los fines serían los fines intermedios y los motivos serían los fines más lejanos, que realmente son los que se persiguen por sí mismos; a cada uno de ellos correspondería un tipo distinto de intención38. Esta interpretación, realizada al hilo del n. 80 de la Veritatis splendor, no parece acertada: como veremos a continuación, sólo una intención puede movernos a la acción.
Una vez existe una intención, se pueden hacer cosas. Una persona sin intenciones no hace nada. La intención es el motor interior de otras acciones sucesivas que permiten llegar al fin intentado. Esta orientación unitaria es la que permite dar continuidad y efectividad al conjunto de las acciones que, de otro modo, quedarían inconexas. El modo de ejecutar esas acciones intermedias entre el momento presente y el estado de cosas que se desea alcanzar (el fin intentado) consiste en decidir hacerlas y, consiguientemente, ejecutarlas.
Como la decisión de realizar una acción concreta no está exigida necesariamente por una determinada intención (la intención de ser rico no obliga a robar, aunque este procedimiento sea el más fácil muchas veces), las decisiones de la voluntad merecen una valoración aparte de la intención39. Dicho de otro modo: una intención buena no implica que las decisiones que se derivan de ella sean buenas.
Por tanto, para juzgar la actuación de una persona, además de examinar su previsión y su intención, es necesario ver si son buenos o malos los otros actos de la voluntad que la llevan al fin intentado. Es decir, además de la previsión y de la intención, es necesario examinar la decisión que el hombre toma.
La decisión se refiere a la acción que el hombre está realizando40. Esta acción se describe con palabras: conducir un coche, cazar, etc. Esa descripción coincide con la descripción de la voluntad que la ejecuta: es imposible dar una descripción puramente física de una acción humana manteniendo un mínimo de coherencia41; dicho de otro modo: la decisión de la voluntad pone el quid de la acción que se realiza, y la ejecuta. La descripción de ese quid de la acción es el objeto moral42. Por tanto, el objeto moral es con respecto a la decisión lo mismo que el fin con respecto a la intención: aquello sobre lo que versa43. Y el único modo de describir la decisión de una persona consiste en mencionar el “algo” de la acción, es decir, el objeto moral.
Sin embargo, lo que la moral juzga no es la acción, sino el acto de la voluntad que la ejecuta. Lo moralmente bueno o malo, por lo que a la acción se refiere, es la decisión de la voluntad, el tender la voluntad hacia esa acción concreta44. Su ejecución no es lo fundamental: si alguien decide hacer algo malo, y no puede ejecutarlo por cuestiones de imposibilidad física, ya ha obrado mal porque tiene una voluntad mala45, y lo mismo sucede con una decisión buena. Aun así, el que la acción se ejecute de hecho hace completo el acto de la voluntad y, por esta razón, la acción consumada tiene más peso moral que la solamente decidida y no realizada46.
Por tanto, para analizar la bondad o maldad de una actuación, además de la previsión e intención, es necesario examinar la decisión junto con la acción que lleva aparejada. Nuevamente, hablar sólo de objeto moral con respecto a la decisión-acción (del mismo modo que hablar sólo de fin con respecto a la intención) es confuso, pues cambia el acento de la moralidad, de la voluntad que realiza la acción (donde realmente radica el peso de la moralidad), al “algo” humano de la acción realizada.
Los problemas que se plantean de ese modo son numerosos. El principal consiste en que resulta muy difícil mostrar la distinción entre el objeto moral y el acontecer de la acción, de los hechos físicos. Así, cuando decimos que matar es malo, en primera instancia parece que nos estamos refiriendo al hecho físico de producir la muerte de alguien. Se oculta que es malo querer de modo práctico (decidir y ejecutar, decisión-acción) la muerte de alguien. Pero, si se oculta ese extremo, el resultado es que los principios morales deben tener “excepciones”; en efecto, todos nos damos cuenta de que matar en legítima defensa, aunque no es lo más deseable, puede hacerse sin culpa moral si el agresor planteaba una amenaza mortal: es una decisión-acción correcta. Sin embargo, aplicando el esquema esencialista del objeto moral junto con la fácil confusión del objeto moral con la acción física47, esa acción sería mala (es matar a un hombre, que es una acción mala); y esta interpretación es sencillamente inaceptable. Pero, si esto fuera así, los principios morales deben tener excepciones para poder casar con el sentido común48. ¿Cómo conciliar esta afirmación con la constatación de que hay acciones siempre ilícitas? Es sencillamente imposible.
La salida a esta dificultad es bien fácil: cuando se afirma que hay acciones que son siempre malas no estamos diciendo que una acción física sea siempre mala. Estamos diciendo que esa acción es algo que nunca debe ser decidido voluntariamente49. Así, quien mata a un agresor en legítima defensa, está defendiéndose (decisión), y el objeto moral (el “algo”, la descripción quiditativa de su decisión) es defenderse. Por tanto, su decisión es buena aunque produzca la muerte del agresor. La voluntad del que se defiende justamente es buena, y eso es lo que hay que juzgar desde el punto de vista moral. Sin embargo, desde un punto de vista rigurosamente esencialista, con su insistencia en el objeto moral, que llega a ser confundido con la acción, quien se defiende no recibiría una neta aprobación50.
El punto de vista moral que sostienen Santo Tomás y sus comentadores, así como la Veritatis splendor, se puede denominar moral objetiva51. El significado de la expresión viene a ser el siguiente: moral objetiva es la moral que sostiene que los actos de la voluntad están determinados por su objeto, es decir, por el quid de la acción que producen, ya que la decisión de la voluntad referente a la acción que se realiza aquí y ahora es lo que soporta la mayor parte de la moralidad de la acción52; y que hay objetos (quid del acto de la voluntad) que siempre será malo intentar o elegir, porque no pueden ser ordenables a Dios ni al bien verdadero del hombre53. La moral objetiva u orden moral objetivo es una referencia fija para la bondad de la conducta que vige en todos los actos voluntarios.
A este respecto, hay que evitar la confusión, relativamente frecuente, que asocia la fijeza del orden moral objetivo con la fijeza de la realidad material. Según esta opinión, la inmutabilidad del orden moral se derivaría de las acciones físicas: ciertas acciones físicas serían siempre malas, y los principios morales serían inmutables porque la realidad física, con sus leyes intrínsecas, es inmutable54. Quizá esta confusión se deba a la otra, anteriormente mencionada, entre objeto moral y realización física de la acción.
Como se desprende de lo dicho anteriormente, la inmutabilidad del orden moral no se deriva de la realidad física sobre la que versan las elecciones del sujeto que actúa, sino que se deriva de las leyes naturales internas al sujeto que actúa; la ejecución de la acción es posterior a la decisión del sujeto, y ésta ya es buena o mala antes de ejecutarse. Por esta razón, es imposible derivar las leyes morales de las acciones físicas. La expresión “ley moral objetiva” se refiere a la ley natural interior al sujeto que actúa.
Santo Tomás, al analizar la bondad de la acción, habla de que, además del objeto moral, deben considerarse las circunstancias55. La razón de que deba considerar las circunstancias es muy sencilla: el objeto moral permite dar una descripción de la decisión-acción. Sin embargo, esa descripción se puede quedar corta en el caso de ciertas acciones. Así, matar voluntaria e injustamente a una persona se llama asesinar. Y “asesinar” es un objeto moral. Si se añade la circunstancia de que el asesinado tiene vínculos estrechos de parentesco con el asesino, el pecado pasa de llamarse asesinato a llamarse parricidio, una especie moral u objeto moral diferente. Pero hay acciones en las que no tenemos una nueva palabra para designar lo que se hace, y tenemos que añadir complementos a la definición principal de la acción. Así, siguiendo su ejemplo clásico, golpear a una persona es un pecado contra el quinto mandamiento. Y golpear a una persona en un lugar sagrado, sin cambiar la sustancia de lo que se hace, le añade cierta gravedad que no está comprendida en la agresión y que es relevante para juzgar la maldad de lo realizado56. Ese complemento de la definición de la acción son las circunstancias. Por poner una similitud describiendo un ente: nosotros describimos algo por su especie (un perro) y lo precisamos con accidentes que no cambian la especie, sino que le introducen modificaciones (de caza, faldero). Igualmente, describimos lo que se hace por su especie (su “algo” u objeto moral) y completamos la descripción con una serie de accidentes o circunstancias (otros “algo” que permiten entender cabalmente qué se está haciendo)57.
Por tanto, si consideramos la decisión-acción en vez del objeto moral (consideración que, como hemos visto, resulta menos desorientadora), las circunstancias son superfluas, pues están incluidas en la decisión-acción: son un complemento (indudablemente necesario) de su definición, que nos viene dada por el objeto moral.
Como se desprende de lo que llevamos dicho, no existe el más mínimo problema para seguir hablando de objeto moral y de “circunstancias”. El mismo Santo Tomás emplea estas expresiones para poder hablar de manera asequible de la decisión y acción. No obstante, si se emplean aquellos términos, debe tenerse la precaución de aclarar que no se refieren a las acciones físicas, sino que expresan cuál es la decisión-acción del sujeto, el acto de su voluntad. “Objeto moral” y “circunstancias” son términos que no muestran por sí mismos lo que quieren expresar: el acto de la voluntad, que es el que recibe la calificación de bueno o malo. Indudablemente, el término que lo indica de modo más preciso es “decisión”; y como también la realización física del acto de la voluntad aporta algo a la moralidad de la acción, parece conveniente añadirle “acción”. La palabra acción se refiere aquí, como en el lenguaje ordinario, a la realización material de lo que se ha decidido. Parece conveniente, por tanto, emplear otros términos (“decisión-acción”) que sí remitan directamente al significado voluntario, y por tanto moral, del obrar humano.
En conclusión: las expresiones “objeto moral” y “circunstancias” son términos técnicos, con un significado preciso en filosofía, que requieren una explicación complementaria que aclare detalladamente su significado. Este problema no se plantea con los términos “decisión” y “acción”, en los que coincide el significado técnico y el significado vulgar.
Resulta interesante señalar que la palabra “circunstancias” aparece muy escasas veces en la Veritatis splendor58. Y, en esas apariciones, este término no tiene el significado técnico que hemos visto que le daba Santo Tomás (tiene un sentido que también se encuentra en el Aquinate y que veremos más adelante). La razón de esta casi desaparición es muy sencilla: como la encíclica enfoca el acto moral considerándolo directamente como un acto deliberado de la voluntad59, no precisa emplear las circunstancias para alcanzarlo indirectamente, pues se está refiriendo directamente al acto voluntario. Aunque, para describir una acción concreta pueda ser necesario emplear esos complementos accidentales de la definición que son las circunstancias, no es necesario emplearlos para describir cómo se desarrolla el acto moral y cuál es la raíz de su bondad o maldad. En suma: la encíclica se inclina derechamente por la consideración del núcleo de la moralidad —el acto de la voluntad— y relega su descripción quiditativa —las circunstancias—. Es el mismo planteamiento del estudio tomista del acto moral. Las circunstancias son necesarias, y no siempre, sólo para describir completamente una acción concreta.
Como se desprende del estudio tomista del acto moral, y el mismo Santo Tomás menciona expresamente, pueden existir actos humanos que sean moralmente indiferentes por su objeto. En dichas acciones, la decisión de la voluntad versa sobre un objeto que, en sí mismo considerado, no indica orden ni desorden de la voluntad que lo elige. El Aquinate pone como ejemplos coger una pajita del suelo o ir al campo60. En efecto, estas acciones, consideradas en sí mismas, no comportan orden ni desorden con la ley natural.
Ahora bien: la consideración de la decisión (o del objeto moral) separadamente del resto de los elementos del acto moral es artificial. Realmente no existe una acción formada sólo por una decisión pura: todas contienen además una previsión anterior, están movidas por una intención, y tienen unas consecuencias. Y es imposible que puedan existir intenciones indiferentes. Por tanto, toda acción humana concreta es buena o mala, aunque su decisión (que se describe con el objeto moral) sea realmente indiferente61.
A pesar de la claridad de esta formulación, es relativamente frecuente encontrar la tesis opuesta: no puede haber acciones indiferentes, ni siquiera consideradas en sí mismas. Este modo de considerar las cosas quizá sea fruto de un excesivo hincapié en el objeto moral como calificador fundamental de la bondad o maldad de una acción, hincapié probablemente derivado de su consideración esencialista. En efecto, si todo el peso de la bondad o maldad de una acción reside en el objeto moral, es completamente imposible que haya acciones indiferentes por su objeto, porque es precisamente el objeto lo que hace que una acción sea buena o mala. En Santo Tomás, la consideración del objeto como fuente de la moralidad (como determinante de la decisión de la voluntad) está convenientemente contrapesado por otros elementos, y no hay inconveniente en afirmar que hay decisiones-acciones indiferentes si se consideran en sí mismas; no puede haberlas si se considera en conjunto la actuación del sujeto moral.
Para el análisis moral de una acción tenemos ya consolidado que debemos examinar si la previsión ha sido suficiente, si la intención es buena y si la decisión-acción también lo es. Sin embargo, no es bastante. Muchas veces, las acciones humanas, especialmente en estos tiempos de nueva complejidad social que corren, tienen otros efectos además de los intentados. Parece coherente que esos efectos, por derivarse de un acto de la voluntad, tienen relación con la calificación moral de esa voluntad que los provoca. De hecho, Santo Tomás dedica a los efectos de la acción un artículo de la Summa, del que quizá no se han extraído todas las virtualidades que contiene62.
También la Veritatis splendor hace numerosas referencias a las consecuencias de la acción como factor que hay que tener en cuenta para juzgar su bondad o maldad63. La encíclica no trata específicamente de aclarar el papel de las consecuencias dentro de la valoración del acto moral sino, más bien, de señalar los excesos que pretenden cifrar la bondad o maldad de las acciones sólo en las consecuencias y en la intención. Pero, al hilo de la crítica a estos excesos, deja suficientemente clara la relevancia de las consecuencias dentro del acto moral.
En las acciones complejas, la decisión-acción no se suele referir al objeto intentado, sino a un medio que conduce a ese fin que se intenta. Ese medio que se pone para conseguir el fin guarda con respecto al fin la misma relación que con respecto a los efectos no intentados: es su causa o, con otros términos, es un medio que lo produce. Como vimos, el medio ejecutado, por ser objeto del acto voluntario, debe ser siempre bueno. No puede haber una voluntad buena que elija medios malos para conseguir un fin que pretende. Esa elección supondría mala voluntad aunque los fines fueran buenos. Lo que ilustra, desde el punto de vista filosófico, el non sunt facienda mala ut eveniant bona de San Pablo a los Romanos.
Pueden existir otros medios que no sean objeto de la decisión: cuando la acción (ejecutada por la decisión) produce unos efectos que llevan al fin intentado, estos efectos son medios para el fin. Hablando propiamente, esos efectos intermedios entre la acción y el fin no se pueden denominar consecuencias de la acción. Su relación con el acto de la voluntad es distinta a la de los efectos tolerados o consecuencias de la acción; concretamente, los medios no directamente ejecutados son queridos por el mismo acto de la voluntad que quiere el fin, es decir, por la intención. La intención, al querer el fin, quiere también todos los sucesos que llevan a él64. En suma: tampoco en este caso se puede considerar que los medios son efectos o consecuencias.
Por tanto, los efectos tolerados no son medios, sino consecuencias previsibles —no suceden por casualidad— que se siguen siempre o la mayor parte de las veces de la acción que uno realiza, cayendo así dentro de la voluntariedad65; no son lo que se intenta (aunque sean, a su modo, voluntarios). Por tanto, puede haber efectos tolerados malos de una acción buena. Estos efectos tolerados no se corresponden ni con la intención ni con la elección. Si correspondieran a ellas, serían el fin o el objeto moral.
Los efectos o consecuencias son, por tanto, sucesos que se derivan de la ejecución de una acción, pero que no son objeto ni de la intención (no son ni fin ni medios) ni de la decisión (no son la acción).
El hombre, si ha sido adecuadamente previsor antes de actuar, conoce los efectos que van a derivarse de su acción, y sabe, si es el caso, que algunos son poco o nada deseables: son los efectos tolerados. Los efectos tolerados son voluntarios. No son intentados, pues no son el fin pretendido. Pero no puede decirse coherentemente que son involuntarios. Si fueran absolutamente involuntarios serían, sin más, no imputables al sujeto66.
Por tanto, el hombre, al actuar, los quiere, los hace objeto de la intencionalidad de su voluntad. No es que los pretenda (no son su intención). Pero los quiere. Si no los quisiera de ninguna manera, no emprendería la acción que realiza. Tolerar es precisamente eso: aceptar con el acto de la voluntad unos efectos de la acción, que no son lo directamente pretendido67.
Como hemos visto, al analizar la bondad de la actuación humana, estamos analizando fundamentalmente la bondad de su acto voluntario. Por tanto, si los efectos tienen relación con la voluntad, también hay que considerarlos a la hora de valorar una acción68. Los tratados de moral de inspiración esencialista parecen omitir este extremo. En todo caso, como luego veremos, lo incluyen en las circunstancias.
Para que un efecto o consecuencia pueda tener relevancia desde el punto de vista moral, es necesario que ese efecto haya sido previsto69, y que se produzca siempre o la mayor parte de las veces como consecuencia de la acción que se ha emprendido70; una vez admitido este presupuesto, estamos en condiciones de valorar si es lícito emprender una acción que tiene un efecto tolerado.
Nuevamente vige aquí lo que dijimos anteriormente con respecto al objeto moral: al valorar los efectos de una acción desde el punto de vista moral, no debemos considerar los hechos físicos. Lo que se considera es: si es bueno o malo querer esos efectos, si es adecuado al hombre poner su voluntad en ciertas cosas que son efecto de su actuación71. Ponerse a valorar los hechos mismos no responde ni a la explicación tomista del acto moral ni a una comprensión razonable de la acción humana. Ese modo de enfocar la cuestión pondría la moralidad de la acción, no en la voluntad del que actúa, sino en las cosas mismas. Y, si se admite que la bondad o maldad está en las cosas mismas, nuevamente nos veríamos obligados a aceptar que los principios morales admiten excepciones72.
¿Cómo han de valorarse los efectos tolerados —en caso de que existan— dentro del acto moral? ¿Cómo influyen en la moralidad de una acción? La respuesta nos debe venir examinando la bondad de la voluntad que quiere, junto con lo que intenta y lo que hace, los efectos que tolera. Ya ha quedado claro que la intención y la decisión (junto con la acción correspondiente) deben ser buenas. Si fueran malas, no tiene razón de ser ponerse a hablar de efectos tolerados: la voluntad tiene un objeto malo (intentado o decidido) y es mala; ninguna consecuencia o efecto puede variar esa valoración inicial. Pero, si la intención es buena y la decisión-acción también lo es, cabe considerar si los efectos tolerados son admisibles en ese caso, y si podemos juzgar como buena la voluntad del que actúa.
Una voluntad buena se manifiesta en que desarrolla actos buenos, en que pone su intencionalidad en objetos adecuados al hombre. Por tanto, unos efectos malos serán tolerables siempre que el conjunto de cosas que quiere la voluntad del que actúa se pueda valorar como bueno (siempre dentro de la hipótesis de que la intención y la decisión son buenas, como hemos visto).
Dentro de este contexto, para ver si la voluntad es globalmente buena, tenemos que comparar si quiere, en conjunto, más bienes que males. Esto sólo se puede hacer comparando el acto de la voluntad que mueve toda la acción (la intención) con la aceptación voluntaria de los efectos tolerados. Lo que se tolera deberá ser, por tanto, proporcionado a lo que se intenta73. Si, para conseguir un bien se tolera un mal mayor que ese bien, esa voluntad será mala. Si para conseguir un bien se tolera un mal menor, esa voluntad será buena.
Como hemos mencionado al comienzo de este apartado, la Veritatis splendor considera que los efectos de una acción son relevantes a la hora de considerar si ésta ha sido buena o mala. Sin embargo, como la integración de la valoración de los efectos con el resto del acto moral no es el objeto de su discurso, no aporta más precisiones a este respecto. En resumen: para examinar la moralidad de un acto, además de la previsión, de la intención, y de la decisión-acción, hay que examinar si existe proporción entre lo que se intenta y lo que se tolera.
4. Consecuencias y circunstancias
Hemos visto que el término “circunstancias” tiene, para Santo Tomás, un sentido técnico (complemento accidental de la definición de lo que se decide), y este sentido es el que hemos empleado hasta aquí. Cabe también otro modo de emplear este término, menos técnico y más parecido a su empleo corriente. Este significado también lo utiliza Santo Tomás74, y aparece tanto en la Veritatis splendor75 como en el Catecismo de la Iglesia Católica76. Su significado, desde este otro punto de vista, sería aproximadamente el siguiente: circunstancias son el conjunto de cosas que están como alrededor de la acción y que tienen cierta relevancia sobre ella77.
Desde este punto de vista, inicial y más genérico, cualquier cosa que no esté comprendida en la decisión o acto de la voluntad que actúa (que se refiere sólo al objeto moral) podrá considerarse circunstancia. Así, mirados desde el acto de la voluntad, los diversos elementos del acto moral pueden considerarse circunstancias suyas; serían circunstancias tanto el fin78, como los detalles accidentales que perfilan el objeto moral79 o las consecuencias80.
Como es evidente, esta consideración de lo que está alrededor del acto como circunstancias es perfectamente razonable y válida. Sin embargo, su utilización práctica en la valoración de situaciones concretas plantea varios problemas. El principal consiste en que la conexión de las circunstancias con el sujeto moral se hace bastante oscura. Resulta bastante contraintuitivo, cuando se emplean las circunstancias en este sentido lato, conectarlas con la voluntad humana. Parece, en primera instancia, que estamos hablando de los hechos que se derivan de la decisión de la voluntad, de modo que, con sólo los hechos, estaríamos en condiciones de valorar moralmente una decisión. Esto, como hemos mostrado anteriormente, no puede hacerse manteniendo a la vez un mínimo de coherencia. Y resulta primordial dicha conexión con el sujeto que actúa: la Veritatis splendor recomienda considerar siempre los actos morales desde el punto de vista del sujeto81.
Como parte de esta dificultad, se oscurece también la conexión entre los efectos o consecuencias de la acción y la voluntad del sujeto que actúa. De hecho, Santo Tomás, para valorar la influencia de las consecuencias de una acción en el acto moral, abandona la descripción quiditativa de las consecuencias como un tipo especial de circunstancias. Adopta el punto de vista del sujeto que actúa, y estima, acertadísimamente, que, para que sea moralmente aceptable tolerar unos efectos, éstos deben ser proporcionados con el fin que se intenta82. Desde el punto de vista de la descripción quiditativa, este resultado sería casi imposible de obtener.
Uno de los problemas de la moral de inspiración esencialista es precisamente que, debido a sus presupuestos, no puede abandonar la descripción quiditativa de la acción y sólo puede considerar los efectos como circunstancias. Quizá por esta razón, su valoración de la influencia de los efectos de una acción sobre la moralidad nunca ha sido tan clara y límpida como la de Santo Tomás. Éste se limita a establecer la necesidad de proporción entre lo que se intenta y lo que se tolera. Además, en el estudio tomista, la conexión de los efectos con el sujeto es patente: el agente moral los tolera.
De lo antedicho, queda claro que resulta preferible hablar de los efectos del acto como tales efectos o consecuencias, y renunciar a su descripción quiditativa. Aunque los efectos sean circunstancias que acontecen al acto moral (vistos desde el acto moral son algo que está como alrededor —que circum-stat—), y tengan un quid que se puede describir, este modo de enfocarlos dificulta peligrosamente una clara comprensión de la moralidad del sujeto que los provoca con sus decisiones.
Los estudios de moral clásicos, siguiendo la sistematización de Santo Tomás en la Summa Theologiae83, analizan en el acto moral el objeto, el fin y las circunstancias. Para examinar la licitud de acciones que tienen efectos buenos y efectos malos, estos tres elementos no bastan, y tienen que recurrir a la elaboración de unas reglas que permitan determinar si una acción con efectos buenos y malos puede realizarse sin culpa moral. Estas reglas constituyen el llamado principio de la acción de doble efecto.
Su formulación varía de unos autores a otros. Una de ellas, mencionada anteriormente, las describe así: a) que la acción en sí misma sea buena o indiferente, b) que la consecuencia mala no se siga directamente de la acción que se realiza, c) que se actúe con buen fin y d) que exista proporción entre el efecto bueno y el malo.
Si examinamos estas reglas desde el punto de vista que hemos empleado hasta aquí, observamos que, correctamente entendidas y a efectos prácticos, son otro modo de formular lo que llevamos dicho. Así, la regla a) equivale a decir que la decisión-acción debe ser buena o indiferente, tal como hemos afirmado anteriormente. La b) intenta excluir que la consecuencia mala sea un medio para el fin que se pretende; si esa consecuencia mala fuera medio, seguiría a la acción de modo más próximo que el fin; por tanto, con esta regla, se elimina la posibilidad de obrar el mal para conseguir el bien. Como los medios son fines intermedios, objeto de la intención del sujeto que actúa, esta regla se encuentra incluida en la obligación de que la intención sea buena. La c) equivale directamente a decir que la intención debe ser buena. Y la d) equivale a lo que afirmaba Santo Tomás con respecto a los efectos tolerados: que deben guardar proporción con lo que se intenta, ya que lo intentado es, además de objeto de la intención, un efecto de la acción.
Otras formulaciones del principio de la acción de doble efecto también se pueden reconducir, sin especiales dificultades, a los principios tomistas expuestos aunque, por brevedad, omitiremos poner aquí más ejemplos. Llegamos, por tanto, a la conclusión de que, si en vez de examinar en una acción sólo el objeto, el fin y las circunstancias, examinamos la intención, la decisión-acción y la proporción de los efectos tolerados con lo que se intenta, las reglas del principio de la acción de doble efecto son superfluas, por estar perfectamente comprendidas e integradas en el enfoque del acto moral que hemos venido explicitando, más amplio y profundo desde el punto de vista teórico que el que se maneja normalmente.
6. El “voluntario indirecto” o “voluntario in causa”
Queda por hacer una última y breve precisión sobre las expresiones “voluntario indirecto” y “voluntario in causa”. Con estas expresiones, los moralistas se suelen referir a la conexión de los efectos de una acción con la voluntariedad del sujeto que actúa: si esos efectos no son lo intentado ni lo hecho (no son objeto directo del acto de la voluntad), su conexión con la voluntad debe ser indirecta, a través del objeto elegido por la voluntad, o in causa, ya que el objeto elegido es causa de que suceda el efecto posteriormente.
Santo Tomás, sin embargo, enfoca las cosas de modo algo distinto. Por una parte, emplea la expresión “voluntario indirecto” sólo para referirse a los efectos de las omisiones voluntarias de acciones que deberían haberse llevado a cabo, como puede ser la del piloto de la nave que abandona su puesto y provoca un naufragio84. El naufragio sería “voluntario indirecto”, que equivale a decir que es voluntario sin acto exterior pero, por supuesto, con acto interior de la voluntad, que hace imputable el naufragio al piloto desertor85.
Por otra parte, habla de “voluntario in causa” para referirse a los efectos de una acción que no son queridos en sí mismos, pero que se producen como resultado de la acción que se ha emprendido. Así, quien se emborracha voluntariamente, es responsable in causa de lo que luego haga en estado de embriaguez86. Por tanto, lo “voluntario in causa” es también voluntario, pero de un modo peculiar: la intención no es del efecto “voluntario in causa” sino sólo de la causa. Lo que diferencia los efectos “voluntarios indirectos” de los “voluntarios in causa” es sólo que en el primer caso se trata de un acto que se omite mientras que en el segundo se trata de un acto que se comete. Aunque la teología posterior tienda a identificar “voluntario indirecto” con “voluntario in causa”, en Santo Tomás estas expresiones no equivalen. Pero, para el Aquinate, en ambos casos, los efectos que se producen, aunque no son intentados, son imputables a la voluntad del sujeto que actúa. De alguna manera, son voluntarios. Concretamente, son efectos tolerados.
Después de haber hecho estas divisiones, al hablar de la influencia de los efectos en la moralidad de la acción, cuando parece que debería referirse al voluntario indirecto o al “voluntario in causa”, Santo Tomás omite estas expresiones, que quedan como una mera distinción teórica o académica. Habla entonces de la influencia de los efectos de la acción sobre su bondad o maldad, y establece, como ya hemos visto, que los efectos previstos o razonablemente previsibles que se dan necesariamente como consecuencia de la acción (los efectos tolerados) deben ser proporcionados con lo que se intenta87.
Esta divergencia aparente es fácilmente explicable: la división del voluntario en directo e indirecto y en sí mismo (in se) e in causa es válida. Ahora bien, esta división, típica del rigor formal escolástico, no aporta ningún elemento útil para valorar las acciones concretas. Para estudiarlas, hay que enfocar las cosas de otro modo: ver si los efectos tolerados son proporcionados con lo que se intenta, independientemente de que la voluntad que los provoca se pueda relacionar con ellos de un modo u otro. Y esto es lo que hace Tomás: después de establecer la división de la voluntariedad en el plano teórico, establece el procedimiento práctico de valorar la influencia de los efectos de una acción sobre su moralidad, sin aplicar la división teórica.
Siguiendo este modo de enfocar los efectos tolerados, se puede obtener una ventaja supletoria: no se desdibuja la conexión de los efectos tolerados con la voluntad. Porque es inevitable que las expresiones “voluntario indirecto” y “voluntario in causa” hagan pensar que los efectos no son propiamente voluntarios, error, como vimos, típico de la postura esencialista, que parece reducir lo voluntario a lo que se relaciona inmediatamente con la voluntad: al objeto con sus circunstancias y al fin. Empleando la expresión “efectos tolerados” se mantiene clara la relación de los efectos con la intencionalidad de la voluntad: sin ser intentados, los efectos tolerados conectan con el acto que los provoca, pues éste los causa siempre o la mayor parte de las veces. Por esto, aunque de modo peculiar, son voluntarios e imputables al sujeto que actúa.
Hemos hecho referencia, al comienzo de los efectos tolerados, a la nueva complejidad donde se mueve actualmente la vida del hombre. Esta nueva complejidad ha hecho aparecer, en el panorama moral, aspectos nuevos, que no existían cuando Santo Tomás elaboró su teoría ética: los efectos secundarios de las acciones. Esta cuestión ha sido analizada recientemente por Spaemann, cuyo estudio ha clarificado el análisis moral de estos efectos, anteriormente inexistentes88.
Se llaman efectos secundarios de una acción a los efectos, más o menos remotos, escasa o difícilmente previsibles. Sin embargo, aunque estos efectos son inicialmente difíciles de detectar, una vez acaecidos son bien conocidos, y pueden ser adecuadamente previstos para ocasiones similares y, en cierta medida, controlados. La contaminación y la basura son ejemplos típicos de efectos secundarios morales: en los comienzos de la sociedad industrial, era difícil prever que la instalación de industrias pudiera cubrir de hollín una región entera, y los fabricantes de objetos perecederos no tenían fácil saber los problemas que producirían los envases vacíos. Ejemplos como éstos pueden encontrarse en todos los órdenes de la vida: repercusiones remotas de medidas políticas o económicas, de regulaciones de la vida pública, de normativas, etc.
Los efectos secundarios son especialmente indomesticables: cuando se adoptan medidas para intentar prevenirlos o paliar sus efectos, estas medidas tienen, a su vez, otros efectos imprevistos que vienen a complicar las cosas. No hay posibilidad de evitarlos completamente89. Esto hace que, a la hora de considerarlos desde el punto de vista moral, haya que poner en juego dos ideas.
1. Por una parte, como efectos tolerados que son, hay que valorarlos como cualquier efecto tolerado: examinando si es un efecto que guarda proporción con la intención. Al valorarlo de este modo, estamos valorando, al igual que en el caso de los efectos tolerados, la voluntad del que obra. En este caso, estamos suponiendo que ese efecto secundario ya es conocido, que no tenemos que suponer, con una capacidad fuera de lo normal, unos efectos que todavía no se han dado.
2. Por otra parte, hay que tener en cuenta su cualidad de omnipresencia y difícil evitabilidad. Esta consideración orienta la acción en el sentido de no emprender demasiadas iniciativas nuevas que vayan a complicar el panorama con efectos secundarios indeseados. Indudablemente, si hay que hacer algo que se plantea como una acción buena sin especiales inconvenientes, esa acción se debe realizar. Pero, a la hora de gestionar cuestiones complejas, como pueden ser, por ejemplo, las políticas, más vale poner remiendos a una situación con problemas que plantear todo un ordenamiento nuevo, que también producirá problemas que quizá no estamos preparados para resolver90. Este modo de enfocar los efectos secundarios desconocidos es la única garantía para minimizar los efectos indeseados de la acción que vamos a emprender. Este segundo punto de vista es el que hay que poner en acción en el caso de efectos secundarios todavía no bien conocidos o, sin más, desconocidos.
En el estudio tomista del acto moral, recientemente refrendado por la Encíclica Veritatis splendor, los actos de la voluntad, que hemos ido mencionando al hilo de este análisis, no son “algo”, como pretende el esencialismo, sino actividad inmanente del hombre que le mueve en su actuación. La voluntad no es una fábrica de fines y de objetos morales, sino un motor de la actividad vital humana, que orienta la actuación humana hacia ciertos fines y acciones, pero que también la vincula a otros aspectos que hay que tener en cuenta. Si se suman esos aspectos a los que normalmente se mencionan en el estudio del acto moral (objeto, fin y circunstancias) y se adecúa la terminología para adaptarse mejor al significado común de los términos, tenemos que, para examinar la moralidad de una acción, hay que valorar lo siguiente:
1. Si ha habido la previsión adecuada (acto de la prudencia imperado por la voluntad).
2. Si la intención es buena.
3. Si la decisión-acción es buena.
4. Si los efectos tolerados guardan proporción con lo que se intenta.
5. Si los efectos secundarios guardan proporción con lo que se intenta o, si eran desconocidos, se han intentado evitar reduciendo al mínimo las innovaciones.
Todas estas condiciones han de cumplirse simultáneamente para que una acción sea buena. Si falla una sola de ellas, la acción, globalmente considerada, será mala.
La redacción original de este manuscrito se remonta a mediados de los años 90, poco después de la publicación de la Encíclica Veritatis Splendor. Desde entonces, ha habido autores, como Rhonheimer91 o Joan Costa92, que han tocado el tema de fondo con acierto y con más amplitud que este artículo: en estas obras se hace hincapié en la recuperación de los actos del sujeto como fundamento de la ética, cuestión que el esencialismo había dejado desdibujada, en un proceso explicado muy pormenorizadamente en la obra de Costa. Es un tema en el que la Encíclica Veritatis Splendor subraya como cuestión fundamental en ética.
Sin embargo, aunque aquí se trata de esa desviación de la doctrina tomista y se aportan unas cuantas reflexiones al respecto, el objetivo del artículo consistía en aportar un sistema práctico e intuitivo para poder juzgar los actos médicos. En efecto, contemporáneamente es ya un tópico que uno de los problemas de la bioética actual es la complejidad de las materias que debe juzgar, por sus numerosos detalles técnicos. Por ello, se hacía necesario centrar la cuestión en los actos del sujeto, y evitar los tecnicismos filosóficos dentro de lo que fuera posible, a la hora de examinar los actos desde el punto de vista ético. Creo que la propuesta que se hace puede cubrir dicho objetivo; de todos modos, para su aplicación, serán de gran ayuda las ideas más detalladas de Iceta93, que elaboró, casi simultáneamente con este artículo, un protocolo de análisis ético que me parece eficacísimo para resolver dudas en comités de ética. Será fácil para el lector encajar las ideas que ha leído aquí con los elementos nucleares del protocolo de Iceta.
Espero que esta aportación, junto con el protocolo mencionado, pueda facilitar a los Comités de Ética su labor de consejo en la toma de decisiones difíciles dentro de la atención sanitaria.
Notas
(1) Aunque podrían mencionarse bastantes más, los siguientes artículos son una muestra representativa de las distintas posturas al respecto: Peter Knauer. Conceptos fundamentales de la Encíclica «Veritatis splendor». En: “Razón y fe” 229 (1994) 1, pp. 47-63, Richard A. McCormick. Some early reactions to Veritatis splendor. En: “Theological Studies” 55 (1994), pp. 481-506 y Martin Rhonheimer. “Intrinsically evil acts” and the moral viewpoint: clarifying a central teaching of Veritatis splendor. En: “The Thomist” 58 (1994) 1, 1-39.
(2) Cfr. el capítulo primero de la obra de Gilson El ser y los filósofos (Eunsa, Pamplona, 1979, pp. 21-75), sugestivamente titulado “Sobre el ser y lo uno”, relativo a la filosofía platónica.
(3) Esta afirmación exigiría aclaraciones e investigaciones ulteriores: aunque en San Agustín las rationes seminales son ideas divinas todavía no insertas en las cosas, en el agustinismo posterior estas rationes pasan a estar en las cosas como formas potenciales. Se incoa así el camino hacia el esse essentiae de la filosofía formalista.
(4) Cfr. Ricardo Yepes. La doctrina del acto en Aristóteles. Eunsa, Pamplona, 1993, pp. 265-288.
(5) Cfr. Aristóteles, Física, 195a-b.
(6) Cfr. Aristóteles, Metafísica, 1048a-b. Cfr. Ricardo Yepes, op. cit., pp. 246 y ss.
(7) A pesar de tratarse sólo de una condena local por un obispo, la sentencia de Tempier tuvo enormes repercusiones en la Iglesia universal, casi como las derivadas de las condenas de un concilio universal. Cfr. Hissette, R. Note sur la réaction “antimoderniste” d’Etienne Tempier. En: “Bulletin de philosophie médievale” 22 (1980), pp. 88-97.
(8) Como expresión de esta manera platonizante de concebir la potencia y el acto, puede servir el siguiente texto de Francisco Suárez: “Potentia et actus non bene dicuntur entis principia; ens enim est simplicissimum et ideo quomodocumque existit est ens in actu etsi forte in potentia ad aliud” (Disputationes metaphisicae, d. 15, s. 9).
(9) Y todo lo que se dice ente de alguna manera, según la analogía de este concepto.
(10) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 6, aa. 1, 2 y 8.
(11) Al hilo de la exposición de Santo Tomás mencionaremos obras especialmente destacadas que han redescubierto y profundizado cuestiones importantes de la moral tomista; estas citas no serán necesarias en cuestiones que son patrimonio común generalmente admitido. El autor reciente que más ha llamado mi atención es Grisez (especialmente su obra The Way of the Lord Jesus. Vol. I: Christian Moral Principles —Chicago, Franciscan Herald Press, 1983, 971 pp.— y la reelaboración más madura en colaboración con Shaw Fulfillment in Christ. A Summary of Christian Moral Principles —Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1991, 456 pp.—).
(12) Aunque los razonamientos tomistas que siguen son filosóficos, Pinckaers sostiene, acertadamente, que el análisis filosófico tomista del acto moral forma un todo con lo propiamente cristiano del comportamiento humano. Cfr. Servais Pinckaers. Las fuentes de la moral cristiana. Pamplona, Eunsa 1988, 592 pp. (pp. 227 y ss.) y El evangelio y la moral. Barcelona, Eiunsa 1992, 276 pp. (pp. 69 y ss.).
(13) Ese “tocar” es, de todos modos, indirecto, a través de un objeto mental (que constituye el concepto) y de la adequatio de dicho objeto con la realidad: cfr. De veritate, q. 1, a. 2, c. Con respecto a la referencia de la voluntad a la realidad, cfr. G. E. M. Anscombe. Intención. Paidós, Barcelona 1991, especialmente pp. 85 y ss.
(14) Para Santo Tomás, el objeto moral es el término (o determinante) de la decisión y, así, lo compara con la forma del final del movimiento, que es término del movimiento mismo: “Sicut autem res naturalis habet speciem ex sua forma ita actio habet speciem ex obiecto; sicut et motus ex termino” (S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 2, c.). También mantienen esta relación la intención y el fin: “Et ideo manifestum est quod principium humanorum actuum, inquantum sunt humani, est finis; et similiter est terminus eorundem: nam id ad quod terminatur actus humanus, est id quod voluntas intendit tamquam finem” (S. Th., Iª-IIae, q. 1, a. 3, c.).
(15) Los ejemplos podrían multiplicarse, y no en desdoro de quienes sostienen esta tesis, pues no es una cuestión evidente a primera vista. Sin embargo, la cuestión cambia notablemente si el autor que hace esta afirmación ha aceptado explícitamente la naturaleza intencional de los actos de la voluntad. Así sucede con Knauer que, por una parte, equipara intención y fin al hablar de “la «intención», es decir, la «finalidad del que actúa» ...” (Peter Knauer, op. cit., p. 56), mientras que, por otra, acepta la intencionalidad de la voluntad al hacerse eco de los términos de la Veritatis splendor y dice que “sólo puede ser «objeto» de la acción y por ello finalidad de la acción misma aquello que es pretendido por el que actúa; es aquello hacia lo cual «tiende deliberadamente la voluntad»” (ibidem). De esta contradicción se puede derivar cualquier resultado. De todos modos, la posición de este autor es más compleja, pues se apoya en la distinción entre finis operis y finis operantis. Esta distinción no aparece en el análisis tomista del acto moral y, al menos en parte, hace reposar en la realidad física la moralidad de la acción.
(16) Veritatis splendor, n. 78.
(17) Ibidem.
(18) Cfr. Peter Knauer, op. cit., p. 56 y Richard A. McCormick, op. cit., pp. 494 y ss.
(19) “La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. ... El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último. ... El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano tal y como es reconocido en su verdad por la razón”: Veritatis splendor, n. 72. “Principium autem bonitatis et malitiae humanorum actuum est ex actu voluntatis”: S. Th., Iª-IIae, q. 19, a. 2, c. Grisez ha desarrollado ampliamente esta idea, relacionándola con la plenitud humana, en Germain Grisez, Russell Shaw, Beyond the new morality, Notre Dame, University of Notre Dame Press 1980 (ed. revisada), 232 pp. También Finnis, comentando la ética aristotélica, relaciona el obrar moral bueno con los bienes propiamente humanos. Cfr. Fundamentals of Ethics. Oxford, Clarendon Press 1983, 165 pp. (pp. 50-3), y Natural Law and Natural Rights, Oxford, Clarendon Press 1986, 425 pp. (pp. 81-90). A esta relación del buen obrar con los fines particulares adecuados habría que añadir el intellectus o intuitus del bien o del fin último, esbozado por Aristóteles y presente en Santo Tomás —que Finnis considera una cuestión meramente teórica (cfr. Fundamentals ..., p. 14 y ss.)— así como el enriquecimiento sobrenatural de este acto intelectual.
Santo Tomás, del mismo modo que considera que el ente es un acto (actus essendi) limitado por una esencia, en la que se pueden considerar la materia prima, la forma sustancial y las formas accidentales, considera que el acto voluntario es un acto (intencional) limitado o determinado por una serie de quidditates: el objeto, el fin y las circunstancias: cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 4, c, donde distingue la actio y las quidditates de esa actio: la especie (objeto moral), las circunstancias (equivalentes a los accidentes), y el fin, que, mirado desde el punto de vista de la acción, es como un cierto accidente (ibidem, ad 2). También expresa la prioridad del acto de la voluntad diciendo que el acto de la voluntad se compara a la realización exterior como lo formal a lo material: S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 6, ad 2.
(20) “Voluntas movet intellectum quantum ad exercitium actus: quia et ipsum verum, quod est perfectio intellectus, continetur sub universali bono ut quoddam bonum particulare”: S. Th., Iª-IIae, q. 9, a. 1, ad 3. Este elemento se encuentra explicitado, junto con el resto del análisis tomista del obrar humano, en Odon Lottin. Morale fondamentale. Tournai, Desclée 1954, 546 pp. (pp. 229 y ss.) .
(21) Veritatis splendor, n. 61.
(22) “Ciertamente, hay que dar gran importancia ... a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad”: Veritatis splendor, n. 77.
(23) Cfr. S. Th., Iª-IIae, qq. 15-17. Cfr. Lottin, op. cit.
(24) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 14.
(25) Cfr. Giuseppe Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, Barcelona, Eiunsa 1992, pp. 76 y 203-205.
(26) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 5
(27) “La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una acción, ...”: Veritatis splendor, n. 77.
(28) Veritatis splendor, n. 64.
(29) “En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes”: Veritatis splendor, n. 67; el lenguaje ordinario atribuye este papel de la prudencia a la “conciencia bien formada”. También Abbà expresa la misma idea en su estudio, que ha vuelto a poner en primer plano el papel de las virtudes en el obrar moral. Cfr. Giuseppe Abbà, op. cit., pp. 256-258 y 260-261. Lottin tiene un análisis clásico de la virtud en Santo Tomás (Études de morale, histoire et doctrine. Gembloux, Duculot 1961, 365 pp.), y existen otras obras de indudable calidad sobre esta misma materia.
(30) “Intentio, sicut ipsum nomen sonat, significat in aliquid tendere. In aliquid autem tendit et actio moventis, et motus mobilis. Sed hoc quod motus mobilis in aliquid tendit, ab actione moventis procedit. Unde intentio primo et principaliter pertinet ad id quod movet ad finem”: S. Th., Iª-IIae, q. 12, a. 1, c.
(31) “La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de ese bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad”: Veritatis splendor, n. 72. Quienes critican la postura de la Veritatis splendor, señalan, por contra, que la moralidad está determinada, al menos en parte, por la realidad física de la acción o de sus consecuencias, que pasan generalmente a denominarse bienes o valores premorales. Cfr. Peter Knauer, op. cit., p. 59-60 y Richard A. McCormick, op. cit., p. 504.
(32) Aquí sería pertinente la denominación ocurrencia, traducción de la voz inglesa event, de la filosofía analítica. El acontecer físico, los meros hechos, serían una ocurrencia, mientras que ese acontecer, ligado a la voluntad que lo quiere, se convierte en fin y, por tanto, adquiere calificación moral. Pero la adquiere sólo porque es término de un acto de la voluntad, no porque en sí misma la ocurrencia contenga moralidad.
(33) “Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos”: Veritatis splendor, n. 72. Cfr. obras de Grisez y Finnis, en nota 19. Esta idea la expresa Santo Tomás diciendo que una acción será buena o mala si está de acuerdo con el “ordo rationis”: “Actus humanus, qui dicitur moralis, habet speciem ab obiecto relato ad principium actuum humanorum, quod est ratio. Unde si obiectum actus includat aliquid quod conveniat ordini rationis, erit actus bonus secundum suam speciem, sicut dare eleemosynam indigenti. Si autem includat aliquid quod repugnet ordini rationis, erit malus actus secundum speciem, sicut furari, quod est tollere aliena”: S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 8, c. En efecto, la razón (por medio de las virtudes) es la que descubre las exigencias de la naturaleza; hablar de “ordo rationis” equivale a hablar de la verdad del hombre, y de naturaleza humana (cfr. Veritatis splendor, n. 51).
(34) “Bonitas voluntatis ex intentione finis dependet”: S. Th., Iª-IIae, q. 19, a. 7, s. c. “In actione humana bonitas quadruplex considerari potest ... Quarta autem secundum finem, quasi secundum habitudinem ad causam bonitatis”: S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 4, c.; esa relación a la causa de la bondad es la intencionalidad de la voluntad.
(35) Cfr. Veritatis splendor, nn. 71-83.
(36) “Para poder aprehender el objeto de un acto, ... hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa”: Veritatis splendor, n. 78. Aquí la Veritatis splendor se refiere al acto de elegir, pero es aplicable igualmente a la intención, que es también elección, no de medios (o fines intermedios), sino de fines. Esta misma idea —la ética sólo se puede realizar considerando el punto de vista del sujeto que actúa— la refiere también Abbà (op. cit., pp. 107-113). Y este punto es el que, de un modo u otro, queda pospuesto en las éticas consecuencialistas o “teleologistas”, como veremos más adelante.
(37) “Multa, secundum quod sunt distincta, non possunt simul intelligi; sed secundum quod uniuntur in uno intelligibili, sic simul intelliguntur”: S. Th., I, q. 58, a. 2, c. Este razonamiento, que Santo Tomás aplica al acto del entendimiento, se puede aplicar igualmente al acto de la voluntad, que tiene también una naturaleza intencional.
(38) Cfr. McCormick, op. cit., p. 496.
(39) “Non oportet quod semper ex fine insit homini necessitas ad eligendum ea quod sunt ad finem: quia non omne quod est ad finem, tale est ut sine eo finis haberi non possit; aut, si tale sit, non semper sub tali rationi consideratur”: S. Th., Iª-IIae, q. 13, a. 6, ad 1. “La consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es suficiente para valorar la cualidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel comportamiento concreto es, «según su especie» o «en sí misma», moralmente buena o mala, lícita o ilícita”: Veritatis splendor, n. 77. Como se puede observar, la Veritatis splendor prefiere hablar de “elección”, en vez de usar “decisión”, como estamos haciendo, y Santo Tomás hace otro tanto (cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 13). De todos modos, como es obvio, el significado de estos dos términos, a este respecto, es prácticamente equivalente.
(40) “El objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente”: Veritatis splendor, n. 78. “Electio semper est humanorum actuum”: S. Th., Iª-IIae, q. 13, a. 4, c, in fine.
(41) Debido a esta imposibilidad, hablar de bienes o valores premorales resulta contradictorio. Rhonheimer analiza en detalle las incongruencias de describir la acción humana sólo a partir de los hechos u ocurrencias y concluye que siempre se ha de recurrir al interior del hombre para poder describir sus acciones. Cfr. op. cit., especialmente pp. 11 y ss. De hecho, McCormick, en su crítica al comentario de Hittinger a la Veritatis splendor, acierta plenamente a este respecto: lo que permite describir una acción es su qué humano; sin embargo, al poner como ejemplo que “self-stimulation for sperm testing is a different human act from self-pleasuring” muestra que no acierta a ver el objeto moral, el qué de la decisión, y reduce dicho qué al de la intención, mientras que, como cabe deducir, la acción quedaría reducida a un mero acontecer físico. Cfr. Richard A. McCormick. Some early ..., p. 495.
(42) “Obiectum non est materia ex qua, sed materia circa quam: et habet quodammodo rationem formae, inquantum dat speciem”: S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 2, ad 2. Por esta razón, el objeto moral no es la descripción física de la acción, sino la descripción humana de dicha acción. Viendo la acción física de una persona podemos sospechar lo que está haciendo, pero no llegamos a saberlo con plena certeza. Así, producir la muerte de una persona puede ser “defenderse”, “asesinar”, “hacer justicia”, etc.: éstas son descripciones de la decisión de la voluntad que se realiza en la acción física, y esto es lo que interesa para valorar la acción desde el punto de vista moral: “No se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento físico solamente” (Veritatis splendor, n. 78).
(43) Cfr. la introducción del apartado II.
(44) “Hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral”: Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1761, citado literalmente por la Veritatis splendor, n. 78.
(45) “El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”: Mt 5, 28.
(46) “Si autem loquamur de bonitate actus exterioris quam habet secundum materiam et debitas circumstantias, sic comparatur ad voluntatem ut terminus et finis. Et hoc modo addit ad bonitatem vel malitiam voluntatis: quia omnis inclinatio vel motus perficitur in hoc quod consequitur finem, vel attingit terminum”: S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 4, c.
(47) Dicha confusión del objeto moral con la acción física no es casual, pues se deriva del platonismo que subyace a la moral de inspiración esencialista. Dicha confusión es paralela a la ambigüedad que debe sostener el platonismo con respecto a la naturaleza de las Ideas. Aunque sería demasiado largo mostrarla aquí detalladamente, podemos esbozar, al menos, la ambigüedad platónica de partida: el platonismo supone que las Ideas son los principios que explican la realidad; sin embargo, miradas desde el aristotelismo, las ideas platónicas abarcan tanto los principios formales (el quid de las cosas) como los materiales (la universalidad de los elementos constitutivos de las cosas): las Ideas son ambiguas, y se sitúan, paradójicamente, entre lo eidético y lo material (cf. Aristóteles, Metafísica, 991b, 992b y 1080a). Por esta razón, se suele ver que las filosofías platonizantes realizan una composición “material” de las cosas a base de Ideas, que son principios aparentemente no materiales. Esta misma ambigüedad se da en la consideración esencialista del objeto moral, que unas veces se considera acto de la voluntad (y tiene naturaleza eidética) y otras veces se hace equivaler a la acción física (y tiene naturaleza material).
(48) Esta es, en parte, la postura de Schüller, que afirma que se pueden aceptar medios malos si el fin es bueno. Así, pone el ejemplo de la acción del médico que, para curar, debe herir (realizar una operación quirúrgica) a su paciente. Ese medio malo sería aceptable por el fin bueno (curar). Y el principio moral de no infligir lesiones debe admitir excepciones. Cfr. Bruno Schüller. Wholly human. Essays on the Theory and Language of Morality. Washington, Georgetown University Press 1986, 220 pp., pp. 150-160. Schüller pierde de vista que el médico, al operar, está haciendo algo bueno (el quid de su decisión es tratar quirúrgicamente, y es bueno), aunque la acción pudiera parecer lesiva y mala. El médico actúa bien y no existen excepciones a los principios morales.
(49) “La Tradición enseña ... que ciertos tipos de elección e intención son incompatibles con el amor a Dios y con la búsqueda del Reino por ser incompatibles con el amor al bien humano. ... semejantes elecciones e intenciones deben simplemente ser excluidas de nuestra deliberación y elección”: John Finnis. Absolutos morales. Barcelona, Eiunsa 1992, pp. 65-66. Con acentos algo distintos y de modo más detallado, puede encontrarse esta misma idea en Pinckaers (Universalité et permanence des lois morales. Fribourg, Editions Universitaires 1986, 454 pp., y Ce qu’on en peut jamais faire: la questions des actes intrinsèquement mauvais. Histoire et discussion. Fribourg, Editions Universitaires 1986, 139 pp.).
(50) Como es evidente, al sentido común no le supone dificultades esta acción: sabe que quien se defendió no pretendía matar, y que actuó bien, aunque menos bien si, en su defensa, hubiera conseguido repeler al agresor sin matarle. Pero, desde el punto de vista teórico-esencialista, la solución del caso se presenta bastante problemática. Por otra parte, la aprobación de la conducta defensiva no quita que también pueda ser buena en ciertos casos la conducta no defensiva, que puede ser razonable, exigida por la caridad e incluso heroica.
(51) La Veritatis splendor, n. 82, emplea, concretamente, la expresión “orden moral objetivo”, tomándola de la declaración Dignitatis humanae.
(52) “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada”: Veritatis splendor, n. 78.
(53) “La intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último”: Veritatis splendor, n. 82.
(54) En cierta medida, las dificultades de las éticas consecuencialistas o teleologistas para aceptar unos principios morales inmutables se deriva de este intento de fundar la moral en la realidad física, que explica la referencia constante de estas éticas a los bienes y males ontológicos o premorales, es decir, al bien no completamente pero hasta cierto punto moral contenido en los hechos físicos considerados en sí mismos. Este peso moral de los hechos físicos se combina sin problemas con adjudicar a la intención del fin otra parte del peso de la moralidad, pero no con adjudicarla a la elección de los medios. Cfr. Schüller, op. cit. y Die Begründung sittlicher Urteile, Düsseldorf, Patmos 1973. Una postura más difícil, que sostiene simultáneamente el peso moral de los hechos físicos y el de la intención y, en difícil equilibrio, reconoce la repercusión moral de la elección, se encuentra en R. A. McCormick, Ambiguity in Moral Choice (Pere Marquette Lecture in Theology, 1973). Milwaukee, Marquette University 1973.
(55) “Plenitudo bonitatis eius [actionis] non tota consistit in sua specie, sed aliquid additur ex his quae adveniunt tanquam accidentia quaedam. Et huiusmodi sunt circumstantiae debitae. Unde si aliquid desit quod requiratur ad debitas circumstantias, erit actio mala”: S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 3, c. Todos los manuales clásicos que comentan a Santo Tomás hacen referencia a este elemento. Además del sentido del término “circunstancias” que explicamos aquí, existe un segundo sentido, también presente en Santo Tomás, distinto, que analizaremos en el apartado d), 4.
(56) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 10, c.
(57) Cfr. ibidem.
(58]) Cfr. Veritatis splendor, nn. 74, 77, 80 y 81.
(59) Cfr. ibidem, n. 76.
(60) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 8, c.
(61) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 9, c.
(62) “Respondeo dicendum quod eventus sequens aut est praecogitatus, aut non. Si est praecogitatus, manifestum est quod addit ad bonitatem vel malitiam. Cum enim aliquis cogitans quod ex opere suo multa mala possunt sequi, nec propter hoc dimittit, ex hoc apparet voluntas eius esse magis inordinata.
Si autem eventus sequens non sit praecogitatus, tunc distinguendum est. Quia si per se sequitur ex tali actu, et ut in pluribus, secundum hoc eventus sequens addit ad bonitatem vel malitiam actus: manifestum est enim meliorem actum esse ex suo genere, ex quo possunt plura bona sequi; et peiorem, ex quo nata sunt plura mala sequi. Si vero per accidens, et ut in paucioribus, tunc eventus sequens non addit ad bonitatem vel ad malitiam actus: non enim datur iudicium de re aliqua secundum illud quod est per accidens, sed solum secundum illud quod est per se.”: S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 5, c.
(63) Cfr. Veritatis splendor, nn. 71-77.
(64) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 8, a. 2, c. Vid. también nota 13.
(65) “Morales autem actus recipiunt speciem secundum id quod intenditur, non autem eo quod est praeter intentionem, cum sit per accidens”: S. Th., IIª-IIae, q. 64, a. 7, c. Aquí hay que entender intentionem en sentido amplio: todo lo que no cae dentro del acto de la voluntad, que es intencional. Cfr. también S. Th., IIª-IIae, q. 43, a. 3, c.
(66) Hablando de la muerte de un hombre que se sigue de una acción por casualidad, después de decir que no es imputable al sujeto ni, por tanto, pecado, Santo Tomás afirma: “Contingit tamen id quod non est actu et per se volitum et intentum, esse per accidens volitum et intentum, secundum quod causa per accidens dicitur removens prohibens. Unde ille qui non removet ea ex quibus sequitur homicidium, si debeat removere, erit quodammodo homicidium voluntarium” (S. Th., IIª-IIae, q. 64, a. 8, c.). Es decir: los efectos que se siguen de las acciones son voluntarios, aunque de un modo peculiar; en caso de ser efectos no deseables, el castellano emplea el término tolerar. Los efectos tolerados son, a su modo, voluntarios. Cfr. también apartado II, d), 6.
(67) De los estudiosos recientes, Grisez es quien mejor ha sistematizado esta conexión entre voluntariedad y efectos tolerados. Cfr. Grisez. The Way ..., capítulo 6, pp. 141-172 y Grisez-Shaw. Fulfillment ..., capítulo 6, pp. 60-74.
(68) “Eventus sequens aut est praecogitatus, aut non. Si est praecogitatus, manifestum est quod addit ad bonitatem vel malitiam”: S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 5, c.
(69) O que sea razonablemente previsible, que viene a ser lo mismo, pues hemos admitido que hay que prever antes que actuar. El imprevisor que no ve efectos que se siguen siempre o la mayor parte de las veces de su acción, es también responsable de ellos, aunque no los tuviera en mente a la hora de actuar. Cfr. apartado III, d), 6.
(70) En terminología de Santo Tomás, que sea un efecto per se y no per accidens: cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 5, c. (véase texto en nota 62).
(71) Cfr. apartado II, c), 2 y nota 42.
(72) Los consecuencialistas piensan que la actuación moralmente correcta tiene como objeto obtener un estado de cosas deseable. Con este supuesto, siempre encuentran situaciones en las que se pueden —o incluso se deben— violar los principios morales normalmente admitidos, en aras del mayor bien que se desea alcanzar. Y, también bajo ese presupuesto, afirman que quienes defienden unos principios morales inmutables —los “deontologistas”— parecen no querer entender de qué se está hablando (cfr. Schüller. Wholly ..., p. 166). El problema, es, más bien, el inverso: desde el intento de obtener un estado de cosas deseable no se está en condiciones de analizar la bondad de la voluntad que mueve a la acción y, por esta razón, los consecuencialistas no pueden entender la moral objetiva. La obra de Finnis, Boyle y Grisez Nuclear Deterrence, Morality and Realism (Oxford, Clarendon Press 1987, 429 pp.) muestra muy bien estas diferencias entre la moral objetiva y la consecuencialista al hilo del análisis del caso concreto de la guerra fría con amenazas nucleares.
(73) Para valorar como correcta o incorrecta una acción que, per se, produce efectos indeseables, Santo Tomás sólo menciona la proporción con el fin intentado: “Potest tamen aliquis actus ex bona intentione proveniens illicitus reddi si non sit proportionatus fini” (S. Th., IIª-IIae, q. 64, a. 7, c). Cfr. también Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2269, in fine. Knauer habla también de esta proporción, tomándola de la formulación del principio de doble efecto, pero no la refiere a la bondad de la voluntad, sino al estado de cosas deseable, constituido por bienes o valores premorales (op. cit., pp. 59-60). El resultado de este sesgo inicial puede ser deletéreo para una correcta consideración moral de las acciones concretas, incluso a pesar de las precauciones que toma (formulación universal y respeto a los valores tomados globalmente).
(74) Cfr., por ejemplo, S. Th., Iª-IIae, q. 20, a. 4, c.: “Si autem loquamur de bonitate actus exterioris quam habet secundum materiam et debitas circumstantias ...”. Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 7.
(75) Cfr. Veritatis splendor, nn. 74, 77, 80 y 81.
(76) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1754.
(77) En palabras del Catecismo, “Las circunstancias, comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios del acto moral” (ibidem). Como se deduce de esta definición, el significado que se emplea aquí es más amplio que el más técnico y estricto que hemos empleado anteriormente. La definición inicial que Santo Tomás da de las circunstancias es asimilable a ésta del Catecismo: “Et ideo quaecumque conditiones sunt extra substantiam actus, et tamen attingunt aliquo modo actum humanum, circumstantiae dicuntur” (S. Th., Iª-IIae, q. 7, a. 1, c.).
(78) Es la clásica circunstancia cur. Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 7, aa. 3 y 4.
(79) Serían las circunstancias en sentido restringido, tal como hemos empleado el término hasta ahora. Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, a. 10.
(80) Que serían la circunstancia quid: “Circumstantia dicitur quod, extra substantiam actus existens, aliquo modo attingit ipsum. Contingit autem hoc fieri tripliciter: ...; tertio modo, inquantum attingit effectum. ... . Ex parte autem effectus, ut cum consideratur quid aliquis fecerit”. (S. Th., Iª-IIae, q. 7, a. 3, c.).
(81) “Para poder aprehender el objeto de un acto, ... hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa”: Veritatis splendor, n. 78. Aunque el texto está citado anteriormente repetimos la cita dada su importancia. Cfr. apartado II, b).
(82) Cfr. apartado anterior.
(83) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 18, aa. 2, 3 y 4. A la elaboración de este apartado y del siguiente nos ha ayudado el trabajo de A. Fernández, El principio de la acción de doble efecto (tesis doctoral, Pamplona 1983).
(84) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 6, a. 3, c.
(85) Cfr. ibidem.
(86) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 77, a. 7, c.
(87) Cfr. S. Th., IIª-IIae, q. 64, a. 7, c. Cfr. apartado II, d), 3.
(88) Spaemann R. Los efectos secundarios como problema moral. En: Crítica de las utopías políticas (Biblioteca Temas Nuestro Tiempo, vol. 50), Eunsa, Pamplona 1980, pp. 289-313.
(89) Cfr. Alejandro Llano. Complejidad creciente y crisis de gobernabilidad. En: La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe, Madrid 1988, pp. 27-39.
(90) Cfr. S. Th., Iª-IIae, q. 97, a. 2, c. Santo Tomás se refiere en este artículo a los problemas que producen las nuevas leyes, que interfieren con las costumbres adquiridas y hacen que la ley, globalmente considerada, pierda vigor. Por esta razón, aboga por que los cambios legales se produzcan sólo si hay gran necesidad de reforma. Como es evidente, la pérdida de vigor de la ley por ir contra la costumbre es un efecto secundario de una nueva ordenación que, en sí misma considerada, puede ser buena y conveniente.
(91) Martin Rhonheimer. La perspectiva de la moral: fundamentos de la ética filosófica. Madrid: Rialp, 2000.
(92) Joan Costa Bou. El discernimiento del actuar humano: contribución a la comprensión del objeto moral. Pamplona: EUNSA, 2003.
(93) Iceta M. Futilidad y toma de decisiones en medicina paliativa. Córdoba: Cajasur, 1997; 306. Por desgracia, esta obra ha tenido poca difusión y se encuentra agotada. Sin embargo, puede descargarse de Internet el texto original de la investigación que dio lugar a esta obra en la dirección siguiente: https://www.unav.edu/documents/18304422/19109437/el-concepto-medico-de-futilidad-y-su-aplicacion-clinica.pdf; aunque el texto no está tan acabado, los conceptos fundamentales están perfectamente expuestos. Aunque el título puede hacer pensar que la obra se refiere a una cuestión muy concreta, en realidad plantea un protocolo que resulta aplicable prácticamente a cualquier actuación médica.