Alcohol, drogas y mentalidad anti-vida
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Alcohol, Drugs and Anti-life Mentality / Alcool, drogue et comportements en opposition de la vie
Thursday, November 21, 1991. 15:00h.
Ponencia en: VIª Conferencia Internacional: Contra spem in spem. Drugs and Alcoholism against Life. Drogue et Alcoolisme contre la Vie.
Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios
Vatican City, Synod Hall. November 21-23, 1991
1. El alcoholismo y la drogadicción, como expresión cuantitativa de la mentalidad antivida
2. La mentalidad anti-vida y los elementos que la integran
El asunto que debo tratar lleva un título (Alcohol, droga y mentalidad anti-vida) que tiene mucho en común con el de la Conferencia (Droga y alcoholismo contra la vida). Estoy seguro de que el tema será desarrollado a fondo y con extraordinaria competencia a lo largo de los tres días, en las comunicaciones y mesas redondas de nuestra reunión. Yo, por fuerza, he de limitarme a tratarlo sólo en esbozo.
Dos puntos merecen, a mi modo de ver, ser tratados en esta reflexión preliminar. El primero consiste en hacernos cargo de las tremendas dimensiones del problema que analizamos: el alcoholismo y la drogadicción no sólo son una manifestación importante de la mentalidad antivida; son un instrumento de muerte de enorme importe cuantitativo. Lo afirma así el duro lenguaje de las cifras de mortalidad y de costo económico. El segundo se refiere a los elementos que componen la mentalidad anti-vida y a las relaciones que esa mentalidad anuda con el fenómeno alcoholismo-drogadicción. La imagen resultante, nada halagüeña, nos ha de mover a una pronta y animosa acción en favor de la vida, confiando en la fuerza del esperar contra toda esperanza, el “motto” de la Epístola a los Romanos que inspira nuestro trabajo de estos días.
Antes de empezar quisiera que mis consideraciones se proyectaran sobre una idea siempre presente, que no debemos perder de vista: que son muchos los seres humanos que, vulnerados por el alcohol o la droga, agonizan ahora mismo, están viviendo en este preciso instante los últimos minutos de su existencia. Mueren, uno o dos cada minuto, en un desfile que no se interrumpe ni de día ni de noche, víctimas de lo que se llama, en los manuales epidemiológicos, el abuso de sustancia. Pero, en realidad, lo que les mata no es una intoxicación. Sucumben por efecto de un extraño y paradójico síndrome, que, aunque antiguo como el mismo hombre, no había hostigado nunca a la humanidad con tanto ensañamiento como lo hace ahora. Ese síndrome es la mentalidad anti-vida.
1. El alcoholismo y la drogadicción, como expresión cuantitativa de la mentalidad antivida
No es fácil para el hombre sano comprender a fondo la extensión y la intensidad del sufrimiento que otros hombres se autoinfligen con el alcoholismo y la drogadicción. Le parece algo absurdo, sin sentido. Para el hombre sano, su propia vida es, con sus crisis y sus esperanzas, la mayor de las fortunas, un tesoro que Dios le ha regalado gratuitamente, un don maravilloso que ha de amar, cuidar y proteger. El hombre sano sabe que sólo respetando su vida le será posible realizar plenamente su propia aventura personal y escribir los días y los hechos de su biografía, la del hombre que, precisamente en sí mismo, le ha sido confiado. Por eso, el hombre sano encuentra extraño, incomprensible, que otro hombre, ante el atractivo, absurdamente irresistible, del alcohol o la droga, consienta en tirar por la ventana su propio destino, destrozar su vida y, con ella, la imago Dei que lleva en él. Nadie, ni siquiera un poeta, podrá describir, en su proceso interior y en su causalidad externa, el vértigo de una sola de esas tragedias personales.
Pero si nos es difícil comprender, a no ser que tensemos al máximo nuestra capacidad de comprender en el amor, qué es lo que en realidad está sucediendo cuando un ser humano singular se deja atraer, primero, y atrapar, después, en el laberinto de la toxicodependencia, esa dificultad se eleva en muchos órdenes de magnitud cuando tratamos de percibir las masivas dimensiones, cualitativas y cuantitativas, del fenómeno global del alcoholismo y la drogadicción. Está por encima de la comprensión del hombre esa absurda suma total de seres humanos malogrados, cada uno con su nombre y su terrible ración de desgracia. Para considerar el problema, hemos de echar mano de los términos numéricos, fríos y abstractos. Sólo los métodos de la Epidemiología nos permiten medir la morbididad y la mortalidad causadas por esos comportamientos autoagresivos. Pero sucede entonces que las cifras y los análisis estadísticos que manejamos nos ocultan la dimensión humana, individual, del problema, nos lo hacen todavía más inasequible detrás de la media verdad del tratamiento matemático.
Sabemos que el alcohol y la droga son causas muy importantes de muerte prematura. Si ponemos en una sola cuenta todos sus efectos letales, el alcohol aparece, en las estadísticas de causas de muerte en los países avanzados, inmediatamente detrás de las enfermedades cardiovasculares y el cáncer. Pero ese fuerte acortamiento de la expectativa de vida no es, probablemente, lo peor: el abuso de alcohol y de droga induce en sus víctimas un progresivo deterioro biológico, depaupera la calidad de la vida física y espiritual. El alcohol y la droga son propiamente expresión y, a la vez, instrumento de la mentalidad anti-vida, pues quienes se dejan arrastrar a su trampa mortal no sólo devalúan su vida y anticipan su propia muerte, sino que hacen muy desgraciada la de otros, crean a su alrededor círculos de desánimo social, de tristeza de vivir.
Pasemos rápida revista a las situaciones en que alcohol y droga expresan e instrumentalizan esa mentalidad anti-vida.
Conviene señalar, para empezar, algo muy importante y significativo: que la mujer es particularmente sensible al efecto agudo y al daño acumulativo del alcohol. La tasa de mortalidad de las mujeres alcohólicas es notablemente más elevada que la de las mujeres no alcohólicas o que la de los varones alcohólicos. El abuso de alcohol consuma así un daño específico a la humanidad en la realidad misma de la femineidad, tanto como hecho biológico como valor personal particular y cualificado.
Además, tanto a nivel socio-cultural como biológico, el alcohol y la droga son noxas particularmente agresivas para la vida prenatal. A nivel socio-cultural, la automarginación, que forma parte tan frecuentemente de la conducta adictiva, incluye, entre sus rasgos esenciales, un retraimiento del interés. Éste queda limitado a lo inmediato, al propio yo, al día de hoy. El adicto se desentiende de los demás y del mañana. Muchos adictos piensan que, tal como están las cosas, no tiene ningún interés traer hijos al mundo, que el número ideal de hijos es cero. A nivel biológico, el alcohol y la droga son tóxicos particularmente agresivos para la vida prenatal. Otros relatores se referirán en esta Conferencia al síndrome alcohólico-fetal y a los efectos de las drogas sobre el neonato. A mí me interesa ahora destacar unos pocos datos complementarios.
El abuso de alcohol y droga induce, en el curso de la gestación, situaciones de riesgo para el niño y la madre. La extremada sensibilidad del organismo embriofetal humano al alcohol se manifiesta en el hecho de que basta que la gestante ingiera un vaso de vino o una copa de licor al día para que, al nacer, el niño presente una disminución del peso y un retraso del desarrollo. Además, el abuso de alcohol o droga hace que la madre desatienda muchas veces los consejos de higiene prenatal, que descuide su propia alimentación, que sufra anemia. La mujer adicta sufre frecuentes abortos espontáneos o partos prematuros; suele ser, además, abandonada en el cuidado de su hijo. Como la incidencia de enfermedades de transmisión sexual es más alta entre las mujeres alcohólicas y drogadictas, los niños nacen con frecuencia dañados por esas infecciones. En concreto, la infección de las madres drogadictas por el VIH constituye hoy uno de los aspectos más preocupantes de la epidemiología del SIDA. Todos estos problemas adquieren particular agudeza en el caso de las adolescentes, en las que tienden a presentarse estrechamente interrelacionadas la actividad sexual precoz, la gestación y el consumo de drogas y alcohol.
El carácter anti-vida del abuso de alcohol y droga se manifiesta de un modo dramático en el suicidio. Son complejas las relaciones entre trastornos de la personalidad, abuso de sustancia y amenaza, intento o realización de suicidio. Hoy se tiene por errónea la vieja presunción de que el alcoholismo o el consumo de droga son un sustituto del suicidio, un suicidio crónico, y que, por ello, los alcohólicos y toxicodependientes raras veces cometen suicidio. Algunas series de estudios realizados en los últimos años y en países diferentes, con metódica rigurosa, han servido para demostrar y, hasta cierto punto, para cuantificar la relación existente entre alcoholismo o drogadicción y suicidio. Una importante proporción de suicidas (entre el 15 % y más del 50 %) presentan antecedentes de alcoholismo o drogadicción. La asociación entre abuso de sustancia y suicidio es particularmente marcada en el caso del suicidio juvenil. En algunas áreas, más de la mitad de los suicidas jóvenes presentan como diagnóstico principal el abuso de sustancia (alcohol, cocaína y marijuana, frecuentemente combinadas), de varios años de duración. La dependencia de alcohol y droga se incluye hoy, junto con la enfermedad psiquiátrica y la conducta marginal, entre los factores más fiables para delimitar, sobre todo entre los adolescentes y los jóvenes, pero también entre los adultos, el grupo de riesgo para la conducta suicida.
El alcohol y la droga destruyen, a través de la violencia, muchas vidas humanas. Un escenario de todos conocido es la carretera y las calles de las ciudades. Según estadísticas muy extensas y fiables, aunque siempre sesgadas (porque la investigación de la alcoholemia no es practicada más que a una pequeña fracción de los implicados en accidentes de circulación), los conductores embriagados son responsables de uno de cada cinco accidentes de tráfico. Pero, y esto es más importante, los accidentes que ellos provocan suelen ser más calamitosos, pues en ellos se producen la cuarta parte de los heridos graves y la mitad de los muertos por accidentes de carretera. Esto pone en la cuenta del alcohol una cifra anual de muertos que se estima entre 20000 y 25000 en los Estados Unidos y más de otros tantos en la Europa Comunitaria.
El alcoholismo y el abuso de drogas figuran como causa determinante de una gran parte de los homicidios. Aunque el del homicidio es un fenómeno enormemente complejo, que presenta notables diferencias de unos países a otros, se ha constatado en los últimos decenios y a nivel mundial un fuerte incremento de la criminalidad relacionada con el alcohol y la droga. En los países nórdicos, por ejemplo, las cifras son de una elocuencia devastadora: se ha observado que, a partir del decenio de los sesenta, en Finlandia, Islandia y Groenlandia, entre la mitad y los dos tercios de los homicidas y de las víctimas de homicidio estaban bajo la influencia del alcohol en el momento de la tragedia.
¿Cuántas son las vidas humanas que cada año son truncadas por la droga y el alcohol? No es posible obtener una cifra que supere unos requisitos exigentes de fiabilidad. Las estimaciones más cuidadosas de que disponemos vienen de los Estados Unidos. Allí se han cifrado en 69000 las muertes que el abuso de alcohol causó en 1980, y en más de 6000 las que, en ese mismo año, se produjeron a consecuencia de la drogodependencia, por sobredosis accidentales de drogas psicoactivas, y por homicidios relacionados con la droga. Eran, pues, hace 10 años, más de 75000 las muertes causadas anualmente en los Estados Unidos el alcohol y la droga.
Es difícil de evaluar el costo económico de la pandemia alcohol-droga. En los Estados Unidos, los costos directos de tratar la enfermedad adictiva consumen más de la octava parte del ingente total que en aquel país se dedican a la atención de salud. Si se suman los costos directos (tratamiento médico) y los indirectos (pérdida de productividad, daños materiales, y otros), el precio que, en 1983, hubo de pagar la sociedad americana por el abuso de alcohol ascendió a 116700 millones de dólares, y a 46900 millones de dólares por el abuso de otras drogas. Yo confieso mi incapacidad de comprender esa cifra.
Los datos transcritos sobre muertes o costos económicos referidos a los Estados Unidos podrían extrapolarse para obtener un total mundial estremecedor de dinero dilapidado, de vidas malogradas, improductivas, incapaces de esfuerzo. Y, sobre todo, de muertes prematuras. Dije, de pasada, al comenzar, que no pasa un minuto sin que alguien muera a consecuencia de esta plaga. El mundo debería vestir de luto y gemir de pena. Pero, paradójicamente, esa hemorragia vital es consentida, se soporta con muy poco dolor. La amplia tolerancia social hacia el alcohol y la droga, la indiferencia que ahoga los nobles esfuerzos que tratan de hacer frente a esa plaga en expansión, es fácil de explicar. Basta una razón: entre los hombres, ha arraigado muy hondamente la mentalidad anti-vida.
2. La mentalidad anti-vida y los elementos que la integran
Como algo negativo, como aversión y rechazo, la actitud anti-vida se apoya en una ignorancia selectiva, en un no querer saber sobre la vida. Para destruir unos la propia vida con la droga o el alcohol, o para contemplar con indiferencia como otros la machacan, es necesario que en todos haya cundido una noción empobrecida de lo que es y vale cada vida humana. Hay, en torno a la vida, una conspiración de silencio. Son hoy mayoría los que prefieren no pensar en una cosa tan elevada; los que, dejándose intimidar por las corrientes de opinión del momento, han acorchado su conciencia y aceptan gregariamente las permisivas costumbres y leyes de las sociedades que se llaman avanzadas; los que ya no sienten curiosidad alguna por el significado y finalidad de la vida. Se llega a tener una mentalidad contra la vida por el sencillo expediente de no querer saber de ella, de negarse a pensar sobre ella, sobre su carácter misterioso. La vida, para muchos, se ha convertido en una rutina irrelevante, desconectada de toda relación con Dios. Es posible entonces declinar la responsabilidad personal de administrarla, y considerar a los seres humanos como cosas, dispensables, sustituibles. Mucha gente vive hoy indiferente a la vida. Sus actitudes han sido modeladas por la influyente cultura de muerte.
En la educación del hombre moderno ha desaparecido la enseñanza sobre la vida. De modo incomprensible, lo que es y lo que vale la vida de un hombre no es, en este tiempo libre de prejuicios, tema de educación general, asunto académico. No forma parte ni del contenido de los cursos de Biología elemental o de Educación cívica del bachillerato, ni es materia del curriculum de estudios de las Facultades de Filosofía, Biología, Derecho o Medicina. Si preguntáramos a la gente lo que piensan de su propia vida, las respuestas de muchos de ellos nos dejarían pasmados por su carácter unidimensional, tautológico, rudimentario, pobre de contenido y de sentido, cerradas al diálogo trascendente con Dios, ciegas incluso a la dignidad de su contextura física, ignorantes del respeto que cada uno se debe a sí mismo en su propio cuerpo, en sus entrañas, su piel o sus huesos.
La mentalidad anti-vida encuentra un excelente terreno de cultivo en ese aturdimiento específico del hombre de hoy que se caracteriza por la capacidad, casi ilimitada, para la pequeña minucia técnica y la simultánea ofuscación de la inteligencia para lo esencial y lo básico. En un mundo en el que los cálculos económicos ocupan mucho tiempo del diálogo interior y de la conversación de los hombres, casi nadie se preocupa de considerar lo que es y lo que vale en términos no económicos, la vida de un hombre.
La violencia humana no sólo causa las víctimas directas de la guerra, la reyerta callejera, la agresión gratuita. Nos implica a todos a través de un fenómeno indirecto: estamos saturados de información sobre la violencia, somos víctimas del acostumbramiento, del hastío. Casi todos los días, mientras leemos el periódico o vemos el telediario, desfila por delante de nosotros un masivo cortejo de muerte: catástrofes naturales, accidentes de tráfico, víctimas del terrorismo o de la guerra civil, de la violencia urbana, de la desnutrición, el hambre: un cortejo de incontables cadáveres humanos, anónimos, repetidos, sin rostro.
En la mente del hombre de la calle, ahíta de información, anestesiada o satisfecha por las interpretaciones apresuradas del comentarista de turno, se ha devaluado el aprecio de la vida, por la sencilla razón de que no es posible tener tanta compasión. No hay tiempo ya para el duelo ni para la reflexión, porque después de una noticia viene otra que reclama nuestra atención. Ya ningún muerto es tan importante ni ninguna multitud de muertos tan numerosa que puedan ser ‘actualidad’ más allá de las pocas horas de duelo oficial, de los pocos minutos que dura la noticia, que es más un ejercicio de retórica de imágenes que un mensaje humano de compasión. La muerte se ha banalizado: ya no es misterio ni destino. Se ha quedado en simple noticia fugaz. La muerte ya no ayuda a comprender la vida. Hemos sido sometidos, gracias a la información que se nos sirve cada día, a un proceso de mitridización: somos capaces de ingerir, sin experimentar ningún trastorno, dosis masivas de muertes. Los muertos son sencillamente demasiado numerosos para ocuparse de ellos, para concederles importancia.
Sucede, además, que los vivos son demasiado numerosos para que ninguno de ellos pueda tener importancia. La ideología neomalthusiana, que es hoy un elemento sólidamente arraigado en el pensamiento y la actuación de las sociedades avanzadas y de las poblaciones culturalmente colonizadas por ellas, reduce nuestra identidad a ser multitud, número, masa, que amenaza con superar un tamaño crítico. Para el crédulo neomaltusiano la vida humana, cada vida humana, es un peligro potencial. Nace y se expande así la noción de que hay seres humanos que están de sobra. En consecuencia, algunos de ellos quedan marcados con el estigma de ser infelices, improductivos, o simplemente no deseados, por lo que se acepta socialmente su eliminación, mediante la contracepción, el aborto o la eutanasia, pues su vida es superflua, molesta o carente de calidad. Para la mentalidad neomalthusiana, tan obsesionada por lo cuantitativo, el valor de una vida humana cualquiera, el quebrado uno partido por siete mil millones, aparece como una magnitud insignificante, empíricamente imperceptible: cada hombre individual es una fracción infinitesimal de la humanidad. La muerte de muchos, el terrible renglón de años de vida perdidos a causa de muerte prematura, de las vidas abortadas antes de nacer; la no existencia de aquellos cuyas vidas fueron deliberadamente no concebidas, se transmuta en fin de cuentas en una ganancia. La mentalidad anti-vida se gloría de ser una válvula de seguridad para el exceso de presión poblacional.
Se ha perdido también la sensibilidad para la vida individual. Son muy pocos los que hablan hoy de la maravilla, el milagro, que es cada ser humano, de todos y cada uno de los seres humanos que habitamos la tierra. El individualismo, seducido por las cosas que se tienen y se gozan, se ha vuelto ciego para ver más allá de lo aparente. El animalis homo no percibe las cosas del alma. Son pocos los que profesan la creencia de que cada ser humano, incluidos los deficientes, percibe el mundo, lo interpreta, lo construye, lo piensa a su modo personal, único e irrepetible. La maravilla de las maravillas no es que el genoma de cada uno, el DNA recibido de sus padres, sea singular, diferente al de todos los demás hombres. Lo grande es que cada uno de nosotros sea capaz de conocer el mundo, de amarlo, de gozarlo en clave absolutamente propia, personal; sobre todo, que tenga, a los ojos de Dios, un intransferible destino personal que realizar, un alma que salvar.
Pero la responsabilidad que cada uno tiene de sí mismo -ante sí mismo, pero también ante los demás y ante Dios- se ha hecho, para amplios sectores de la población, intolerablemente pesada. La vida moral es para muchos una carga molesta, insoportable. Es más gratificante desconocerse o vivir la existencia fragmentada y anónima del autómata, que arrepentirse y cambiar de conducta. Un medio esencial para facilitar y acelerar el proceso de convertirse uno a sí mismo en un extraño, en un desconocido, es el recurso al hedonismo psicotrópico. Antes y siempre se ha recurrido al alcohol para ahogar las penas y los recuerdos. Sucede ahora, sin embargo y cada vez en mayor medida, que mucha gente “normal”, ante las tensiones de la vida ordinaria, se ayuda del alcohol o de los estimulantes o tranquilizantes menores para obtener con ello el ‘gas’ necesario para enfrentarse a sus deberes profesionales o para librarse de la ansiedad, el insomnio o el tono vital decaído. Las cifras de ventas de bebidas alcohólicas y de medicamentos psicotrópicos denuncian la existencia de un estado muy generalizado de dependencia alcohólica y farmacológica, a la vez que una creciente intolerancia para las asperezas de la vida y para los pequeños síntomas del estrés emocional. Camina la humanidad hacia la implantación de un modelo cientifista-reduccionista para la vida ordinaria de la gente: todo es físico-química, el hombre es molecular.
La química ocupa el lugar de la virtud, el mecanismo sustituye a la vida. El alcohol y las sustancias psicotropas ocupan en la vida afectiva, intelectual y moral de muchos hombres un espacio cada vez mayor. Ya sea apagando emociones, ya proporcionando placer, las moléculas se van posesionando de muchas vidas. El fenómeno es alarmante. La extensión social de la farmacodependencia, no sólo de la drogodependencia, no debe ser entendida sólo como una situación epidemiológica de gran difusión: es ya, en cierto modo, signo de que se está operando una mutación de la identidad del hombre, que está surgiendo un nuevo tipo humano: el hombre es concebido como un complejo meccano molecular. La mentalidad mecanicista sostiene que la vida, incluida la del hombre vivo, puede ser plenariamente explicada en términos de moléculas, en términos de mecanismos, en términos de elementos no vivientes. No queda ya sitio para la libertad: todo se reduce a lenguaje molecular.
A medida que se vaya descifrando el complejo lenguaje molecular de los neurotransmisores, de sus agonismos y antagonismos, de su topografía cerebral, y se vaya dominando el arte de diseñar moléculas que los modifiquen farmacológicamente, se irán creando a la vez oportunidades y riesgos. Oportunidades de tratamiento cada vez más competente de las enfermedades mentales; riesgos de disponer de formas más agresivas o refinadas de hedonismo psicofarmacológico. El hombre tendrá que escoger, entonces como ahora, entre la vida y la muerte.
(Este apartado se encuentra sin desarrollar, aunque el esbozo es suficientemente claro).
Reconstruir el respeto a la vida. La lucha llevada por una sociedad que hace un guiño a la muerte en el aborto, la eutanasia. La capacidad de transmitir coraje de vivir, de invitar a la vida, no la podrán hacer médicos, operadores sanitarios, ambivalentes, que a ratos rescatan y a ratos ayudan a naufragar. Falta de fuerza, no solo de autoridad, moral.
Medicina. Enseñar droga y alcohol. Datos en AJDC, 1991;145:609. Obligación ética de enseñar lo importante. Médicos desarmados, contribuyen a consolidar la mentalidad indiferente a la vida, forma de la mentalidad antivida.
Educación sobre el valor de la vida. La verdadera biología. Respeto al cuerpo físico: el respeto a los receptores, a las células. Una antropología física de respeto. Los efectos de desoír: Knox.
Familia. Parental alcoholism. I’m my keeper. I’m my brother’s keeper.
Centralidad de la familia. Herencia. Abandono de los hijos. I am my keeper; I am my brother’s keeper. (Pediatrics, 1991;87:396)
Derrotismo de los médicos. Chang. Jama. 1988;260:2533
¿A quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida (Ioh. 6, 68)
Porque eso exige una especie de visión binocular: que sepamos tener en el foco de nuestra mirada, simultánea y nítidamente, a cada una de sus víctimas singulares y al interminable cortejo que forman todas ellas.