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Aspectos éticos de la relación paciente-médico-instituciones públicas de salud

Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en Ferrara, año 2002.

Índice

Introducción

Los personajes

Las relaciones de los personajes

El paciente como paciente-ciudadano

El médico

El médico empleado

El médico empresario

Los derechos de los enfermos y los terceros pagantes

Derechos de los pacientes en Europa y en los Estados Unidos

Comiogenia, derechos y responsabilidad colectiva

En búsqueda de soluciones

El médico-administrador

Médicos-ciudadanos/pacientes-ciudadanos: la nueva síntesis

Introducción

Es asunto de mucho interés analizar la mutación o, mejor dicho, la sustitución progresiva de la antigua, pacífica y paternalista relación binomial entre paciente y médico, por la moderna, conflictiva e igualitaria relación entre médico, paciente e instituciones públicas.

La relación clásica, ya sucediera en el domicilio del paciente o en el hospital, es recordada, en una visión quizá idealizada, como una conexión personal, si no permanente, al menos al menos con tendencia a durar. Implicaba, de una parte, al paciente y a sus allegados, que formaban una unidad sólida; y, de otra, al médico individual. Incluía, o sencillamente aceptaba, el carácter asimétrico que se reputaba connatural a la peculiar, anudada entre personas singulares, de las cuales una, que con frecuencia ocupaba una posición económica y cultural inferior, se presentaba disminuida o dañada por la enfermedad.

Hoy, tal relación tiende a ser más anónima y compleja, menos personal. Por un lado, el médico, como ocurre con las figuras secundarias de una obra teatral, es simplemente un médico, no necesita ya nombre. El papel personal, nominado, del médico de antes puede ser representado por uno cualquiera de los miembros de un grupo funcional o de un sistema de atención sanitaria. Hoy es más frecuente que el paciente diga, en plural impersonal: voy a que me vean en el ambulatorio o en el hospital. No dice ya: voy a que me vea el Doctor Tal.

Está en vías de extinción la vieja relación, que los deontólogos franceses habían caracterizado como el encuentro de una confianza con una conciencia, que venía a ser como un intercambio vertical de informaciones y prescripciones. Nos estamos acercando cada vez más a una relación horizontal, entre iguales que mantienen las distancias, cada uno con su propia conciencia, pero que ya no son sólo dos: la moderna relación se desarrolla bajo la mirada vigilante de programadores y gerentes, bajo el control del administrador público o del inspector de la compañía de seguros.

Los dos personajes de antes so ahora más. Ese crecimiento numérico multiplica las relaciones recíprocas. Son ahora multilaterales y se modifican unas a otras. Pero esa circunstancia no debilita, sino que, al contrario, refuerza su carácter ético. Por ser siempre interpersonales, esas relaciones son siempre intrínsecamente morales.

Me parece conveniente, antes de considerar nuestro asunto principal de la relación paciente/médico/instituciones públicas, hacer una breve presentación de los personajes, un esbozo muy esquemático de los actores.

Los personajes 

El enfermo que entra en relación con un médico, el paciente clásico, se convierte en el nuevo contexto y según las circunstancias, en un usuario, o en un cliente, un consumidor, que examina el mercado, compara, regatea y contrata. El paciente acude al médico aquejado de mala salud, pero armado de autonomía, exigente de eficacia, y, con frecuencia cada vez mayor, exhibiendo conocimientos minuciosos y precisos sobre sus padecimientos y sus derechos.

El médico ha pasado de ser el amo de la situación a convertirse en trabajador asalariado y sustituible. Es ahora un subalterno, mero prestador de servicios, que, si quiere sobrevivir y prosperar en la situación nueva, debe competir en una carrera para la que no ha sido entrenado: la de dar siempre más por menos.

El tercero pagante, ya se trate del sistema sanitario público, ya de las compañías de seguros privados, tiene en sus manos los cordones de la bolsa y tiende, a través del dinero, a dominar la situación. Los sistemas nacionales de salud compiten miméticamente con los privados en busca de prestigio, dinero, clientes; pugnan por contratar los servicios de los médicos-estrella, por ofrecer las tecnologías de punta, por ganar preeminencia mediática. La Medicina pública desea alcanzar, a través de una reprivatización más o menos intensa, el dinamismo de la libre empresa. Por su parte, las organizaciones privadas de atención médica, el acertadamente llamado complejo industrial médico, aplican en su gestión criterios de eficiencia económica que conducen indefectiblemente a la comercialización de la medicina. Los seguros de viejo cuño, solidarios, mutualistas y benéficos, han tenido que transformarse en financieras del mantenimiento de salud, en entes que buscan abiertamente el lucro. Se fusionan entre sí, crean multinacionales de la salud, tejen redes de hospitales y servicios. Incluso producen híbridos -han aparecido ya los primeros- resultantes de cruzar emporios médicos con industrias farmacéuticas.

Los terceros pagantes, en el sector público o en el privado, todos por igual, deben aplicar las acciones que en cada momento dicta la ciencia de los negocios, para mejorar constantemente su productividad, verificar la calidad de sus prestaciones, auditar el rendimiento de grupos humanos y tecnologías, programar eficiencia. Todos, en los sectores público y privado, se ven obligados a aplicar políticas de ahorro, racionar con disimulo, contener a toda costa la expansión del gasto.

Las relaciones de los personajes 

Las relaciones entre pacientes, médicos y terceros pagantes pueden considerarse desde muchos ángulos y utilizando ópticas diferentes. Por una elemental cortesía y, especialmente, porque estoy muy interesado en los comentarios y críticas que mi intervención pueda provocar, voy a usar en mis consideraciones una guía muy original y fascinante: lo que sobre la relación médico/paciente /tercero pagante prescribe la normativa italiana, en especial, el vigente Codice di Deontologia Medica, promulgado por la Federazione degli Ordini dei Medici en octubre 1998. De la mano del Codice iremos pasando revista a los aspectos éticos que hoy nos conciernen.

El paciente como paciente-ciudadano 

El Codice asigna al individuo que entra en relación con el médico la condición de ciudadano, de paciente-ciudadano. Esta idea innovadora, casi revolucionaria, queda formulada así en el Artículo 17: Il medico nel rapporto con il cittadino deve improntare la propria attività professionale al rispetto dei diritti fondamentali della persona.

La expresión ciudadano o paciente-ciudadano es usada en el Codice con profusión: aparece, con sus naturales variantes, en uno de cada cuatro artículos del Codice. No se trata, en apariencia, de simplemente proclamar que la práctica médica se ha de llevar a cabo en el respeto a los derechos humanos individuales, tal como los consagra la Constitución Italiana. La exégesis oficial de la propia Federazione degli Ordini afirma que estamos ante un cambio profundo de mentalidad: la tradicional terminología de las ediciones precedentes del Codice, aunque no se ha eliminado del todo, ha sido ampliamente sustituida y deliberadamente innovada para consolidar esa mutación.

Señala el comentario ordinal que “si è volutamente scelto di utilizzare in prevalenza il termine cittadino laddove si è inteso sottolineare una universalità di principi fondamentali”. Y, aunque esos principios no han sido enumerados, resulta claro que el cambio terminológico se dirige obviamente a dos objetivos: uno macrosocial, definidor del ethos colectivo de la medicina como servicio público; otro, microsocial y privado, que establece los rasgos típicos que habrá de tener la relación médico-paciente en el contexto del sistema sanitario nacional. En efecto, el comentario de la página de Internet de la Federazione señala, con respecto al primero, que la nueva terminología servirá de “chiave di lettura per individuare l’esatta prospettiva secondo cui la professione medica si colloca nell’ambito della società”; y, con respecto al segundo deja en claro que “il paziente-cittadino, da una posizione passiva passa a un’altra, attiva, di tutela e di rispetto dei suoi proprii diritti fondamentali, dando un chiaro segnale di un diverso proporsi del rapporto medico-paziente”.

Estamos, pues, ante una importante evolución sociológica y ética. El paciente ya no está protegido en su dignidad, como ocurría en el orden deontológico precedente, por la prohibición hecha al médico de instrumentalizar en ventaja propia su implícita superioridad psicológica y social. Esa protección pasiva y prestada desaparece en la circunstancia nueva. El enfermo disfruta ahora, como ciudadano, de una posición paritaria, goza de derechos personales propios, intrínsecos, con los que puede protegerse a sí mismo. La eliminación de la asimetría del tiempo pasado es resultado no sólo de la elevación del nivel cultural y económico de la población, sino, sobre todo, de una conciencia fuertemente sentida de los derechos subjetivos, individuales.

El comentario oficial de la Federazione resalta el trasfondo jurídico y deontológico fundamental del cambio. Afirma que los derechos básicos del paciente-ciudadano derivan de los principios fundamentales de la Carta Constitucional, y que, al ser trasladados al Codice, se transforman de norma jurídica en norma deontológica. Más aún: la deontología médica cobra, gracias a ese traslado, una dimensión nueva y una nueva cotización social. Quizá para aliviar los temores de los nostálgicos de la vieja relación, el comentario ordinal señala que el nuevo orden deontológico no aniquila la deontología profesional, sino que le confiere mayor prestancia y dignidad. Afirma que “il mutamento del rapporto medico-cittadino, anche in ambito sociale e giuridico, esalta il vero significato della deontologia medica”.

Es muy abierta y optimista la interpretación que los redactores del Codice nos ofrecen de la nueva situación. En ella, el paciente adquiere una autonomía más efectiva, de amplia capacidad discrecional de escoger y decidir. Ese nuevo poder no puede corresponder a la variante libertaria y radical del “patient’s power”, sino de la autoridad ponderada del paciente-ciudadano.

Pero, ese nuevo poder ha tenido que ser adquirido a cuenta de otros. No podemos olvidar que el poder es finito e inextensible. Cuando el poder se reparte o se redistribuye dentro de un sistema cerrado, su suma total permanece constante: la ganancia de unos implica la pérdida de otros. Es, pues, necesario preguntarse, ¿a costa de quién ha ganado el paciente su nuevo poder? ¿Del médico? ¿Del tercero pagante?

El médico 

El médico ha sido siempre una figura proteiforme, irreducible a un esquema unitario. Pero, en el mundo plural de hoy, su complexión humana, su estatura moral, sus relaciones, se han hecho más cambiantes, porque dependen estrechamente de multitud de variados factores ambientales. Las circunstancias éticas, sociales y económicas del trabajo de los médicos ejercen efectos muy intensos sobre su modo profesional de ser y de actuar.

Para simplificar un asunto tan complejo, voy a tomarme la licencia de ofrecer sólo dos imágenes de médico, contrapuestas, polares, y, sin embargo, intercomunicadas y potencialmente convergentes. Una es la del médico asalariado, que viene delineada en el Codice di Deontologia de 1998. La otra, corresponde al médico-empresario de la medicina norteamericana.

El médico empleado 

¿Cómo caracteriza el Codice italiano al médico de hoy, al tipo de médico más frecuente entre nosotros hoy, que es el médico asalariado?

En su Artículo 69, recuerda el Codice que el médico, en toda circunstancia, incluida la de arrendar sus servicios en régimen de empleo o convenio, sigue sometido a los preceptos deontológicos y a la potestad disciplinaria de la Orden médica Los deberes derivados de la relación contractual no escapan a la jurisdicción ordinal. Añade que, si alguna vez se le presentaran conflictos de deberes entre las normas deontológicas y las impuestas por las entidades, públicas o privadas para las cuales trabaja, el médico debe guiarse por un criterio bien definido: pedirá la intervención de la Orden a fin de que sean salvaguardados los derechos propios del médico y los de los ciudadanos. Termina el Artículo 69 con un precepto, a la vez fuerte y prudente: el médico deberá permanecer en su trabajo mientras espera el arreglo de las diferencias “tolerables”: pero lo abandonará cuando se hayan producido graves violaciones de los derechos y los valores humanos contra las personas que se le han confiado, o contra la dignidad, la libertad o la independencia de su propia actividad profesional.

El Artículo 69 invita a médicos y pacientes-ciudadanos hacer frente común, a alinearse, bajo la tutela ordinal, en defensa, sobre todo, de los derechos humanos y de los valores éticos del paciente. Así lo afirma el Comentario oficial de la Federación: “non solo dell’autonomia e della dignità della professione, ma anche e, soprattutto, dei diritti dei cittadini”.

La profesión toma partido. Y lo hace por partida doble, como no podía ser menos. Con serio sentido de la justicia, señala al médico que su trabajo por cuenta ajena crea una situación de doble lealtad, pues, de un lado, le incardina en una organización administrativa a la que ha de servir con rectitud y honradez; y de otra, le asigna el deber de tutelar los justos derechos del paciente-ciudadano. Y, con fuerte sentido de su responsabilidad comunitaria, la profesión médica, a través de la Orden que la representa, se compromete a mediar con toda su influencia social en defensa de médicos y pacientes para restituirle sus derechos y libertades, no sólo en caso de conflicto con las normas de elevado rango legal emanadas del Estado, sino también cuando médicos y pacientes sufren el acoso de las órdenes y circulares de los administradores locales.

En teoría, en la nueva situación diseñada por el Codice, la posición del médico cuenta con buenos apoyos, pues asienta sobre su competencia, sobre la alta estimación social del bien de la salud que administra, sobre la larga tradición de su amistad con el paciente, y, finalmente, sobre la tradición, más reciente, de respeto y protección de los derechos de los pacientes.

Ese poder del médico, benigno y templado, no es siempre pacíficamente disfrutado. Está amenazado por males periódicos: períodos de recesión económica, deterioro de las relaciones humanas, trastornos de la demografía médica con el riesgo de proletarización de un sector, más o menos amplio, de la profesión. Estos males los conocemos bien, pues son relativamente típicos de algunos países de Europa occidental.

Baste esto, de momento, sobre el médico empleado. Pasemos a considerar lo que pasa al otro lado del Atlántico, por ver si la salvación puede venir de América.

El médico empresario 

En los Estados Unidos, el factor modulador principal del ethos profesional no ha sido, como en Europa, el desarrollo e implantación de los sistemas nacionales de salud, sino el papel decisivo que los economistas y administradores han jugado en la conversión de la medicina en una industria de primera línea. Ese ethos se ha incubado en los hospitales y, en concreto, en las relaciones entre médicos y administradores.

En los años que siguieron inmediatamente a la II Guerra Mundial, los hospitales eran estructuras de administración relativamente sencilla. Pero, mediados los años sesenta, la gestión de los hospitales comenzó a adquirir unas dimensiones económicas, organizativas y laborales inusitadas. Se hizo entonces necesaria la aplicación de modelos y técnicas de administración que estaban más allá del amateurismo de benefactores y médicos. En contraste con Europa, donde un importante contingente de administradores de hospitales y de servicios nacionales de salud fue reclutado de las filas de los médicos, en Estados Unidos fue necesario contratar a profesionales de las ciencias empresariales. Las cosas marcharon bien al principio: los nuevos gestores se consideraban a sí mismos como servidores cualificados de los médicos, y seguían de buen grado las normas éticas de la profesión médica.

Pero esa armonía empezó a agrietarse cuando creció la competitividad entre hospitales. Éstos se transformaron en empresas lucrativas y la medicina se convirtió en un complejo industrial de grandes dimensiones económicas. Los administradores impusieron la necesidad de aplicar criterios avanzados y agresivos de gestión financiera, que con frecuencia chocaban con las tradiciones profesionales de los médicos. La tensión entre administradores y médicos fue creciendo. La nueva moral administrativa exigía reducir gastos, optimizar beneficios, racionar y racionalizar prestaciones, servir a dos señores. Ello suponía para muchos médicos un ataque demasiado fuerte a la tradición de servicio ilimitado al paciente, tan propio del médico hipocrático, fiel al mandato “haré cuanto sepa y pueda por mi paciente”.

El divorcio ético de los dos gremios de administradores y médicos se hizo inevitable y se llegó finalmente a la separación de códigos de ética. El código de los administradores reconoce que la función prioritaria del gobierno del hospital es procurar a los pacientes una atención sanitaria de calidad, pero establece imperativos mayormente económicos. El monto gigantesco del gasto médico ha hecho crecer las funciones y atribuciones de los administradores, al tiempo que ha empequeñecido la responsabilidad directiva de los médicos. Se ha invertido la proporción relativa de poder antiguamente imperante: hoy los gestores y economistas llevan el timón del hospital, establecen los planes de desarrollo, distribuyen los recursos, evalúan los niveles de calidad de cuidados, juzgan a los médicos por su rendimiento económico, gobiernan a las personas.

La prioridad pragmática de lo financiero y organizativo ha traído como consecuencia la preeminencia de los valores económicos sobre los éticos en el gobierno y misión de los hospitales. La orientación caritativa tradicional de la institución hospitalaria, pública y privada indistintamente, ha sucumbido ante los imperativos de la supervivencia económica e inducido un cambio de la noción de profesionalidad de la mayoría de los médicos norteamericanos. Ha hecho cambiar también las ideas de los pacientes, como lo prueban los derechos contenidos en las cartas de los pacientes, que examinaremos después.

Y, curiosamente, esos cambios profundos suceden de modo suave, casi inadvertido. Asumen al principio una apariencia inofensiva, pues se trata de optimizar rendimientos, eliminar gastos superfluos de tiempo y dinero, adoptar protocolos clínicos bien contrastados, actuar según grupos diagnósticos, seguir los dictados de la medicina basada en pruebas. Los médicos tienden a aceptar esas intervenciones sin resistencia, pues vienen dictadas por la necesidad de racionalizar el trabajo y el gasto. Pero su motivación económica termina por influir pesadamente sobre las relaciones con los pacientes.

La preeminencia de lo financiero se traduce en modos de pensar y actuar que terminan por erosionar el perfil humano y científico del médico y reducir su campo de visión a los factores y parámetros económicos. Los administradores prefieren y gratifican a los médicos que ven más enfermos por unidad de tiempo; conceden incentivos a los cirujanos y obstetras con morbimortalidad postoperatoria mínima; premian a los departamentos clínicos que logran reducir el tiempo medio de internamiento de sus pacientes; favorecen las intervenciones ambulatorias llevadas al riesgo máximo permisible. Las consecuencias éticas de esas políticas pueden ser funestas. Un cirujano que desea agradar a sus gestores, que ama el dinero suplementario que puede traer su alto grado de eficiencia, comienza a discriminar entre sus pacientes: pues, para superar a sus colegas y mantenerse en uno de los primeros lugares de la League table, necesita seleccionar a los pacientes que opera: necesita rechazar a los pacientes de riesgo quirúrgico considerable, que ya no son operados, al menos por él. Este fenómeno de dumping de pacientes de riesgo quirúrgico moderado o elevado se extiende también a los pacientes cuyos seguros no cubren la totalidad de los riesgos. En el nuevo contexto, los intereses del paciente ya no están en el primer lugar. Algo semejante sucede para obtener buena calificación en las auditorías de calidad: los pacientes no son tratados en función de las necesidades específicas de cada individuo, sino conforme al estándar que establece cada protocolo clínico. Esto destruye la integridad ética del médico, que sacrifica, para agradar a los auditores y progresar en la carrera profesional, los intereses del enfermo.

Cuando entran en conflicto los valores tradicionales de la medicina con los valores del mercado médico, cuando el campo queda dominado por las multinacionales de la salud, es muy fácil que los médicos sucumban a la tentación de convertirse ellos mismos en empresarios de la industria médica.

En efecto, no han faltado médicos que se han rebelado contra la explotación y expoliación de que se sienten víctimas. En los últimos años han sido muchos los que han decidido convertirse en los capitalistas de sí mismos y organizar empresas casi comerciales dedicadas al diagnóstico o al tratamiento, joint ventures con colegas o con financieros para explotar el consumismo médico. Se llega así a una fase última en la que el médico recupera a la vez el control de la gestión y los dividendos de su trabajo. La práctica de esta medicina-negocio implica riesgos financieros no pequeños. Pero, sobre todo, conlleva graves riesgos éticos, que llevan a concebir la medicina como una actividad comercial, inseparable de fuertes, constantes, conflictos de intereses. Han empezado ya a manifestarse actuaciones éticamente escandalosas: formas nuevas y agresivas de publicidad que favorecen el consumismo médico; creación de sofisticadas y exclusivas unidades de salud para pacientes acomodados, con servicios de atención inmediata, en el propio domicilio o en el hospital, con inclusión de todo género de caprichos y lujos. La dignidad, la libertad y la prudencia de la prescripción del médico quedan cautivas, son sacrificadas a la rentabilidad del negocio.

La moralidad interna de la medicina es altruista y racional. No es finalidad del médico satisfacer los caprichos de la gente, maximizar sus posibilidades de elegir o favorecer estilos de vida arriesgados. Al médico se va para mantener y restituir la salud, para aliviar el sufrimiento, no a satisfacer caprichos, como cuando se va de tiendas.

Ante esta evolución de la medicina norteamericana, la medicina europea, básicamente no lucrativa, mayoritariamente asalariada, se presenta como una bendición ética. Pienso que nunca podremos agradecer bastante la creación y desarrollo en Europa de la medicina social.

Es hora ya de prestar atención a un aspecto básico de la relación del tercero pagante con pacientes y médicos: los derechos de los pacientes.

Los derechos de los enfermos y los terceros pagantes 

Nada revela mejor los puntos fuertes y las debilidades del tercero pagante, de Europa lo mismo que de América, que un examen comparativo de las cartas de los derechos de los pacientes que existen a uno y otro lado del Atlántico.

Para comprender las coincidencias y las diferencias entre esos documentos, conviene antes referir brevemente algunas características comunes a la generalidad de ellos.

Aunque históricamente algunos de esos derechos hunden sus raíces en el remoto pasado cristiano, fueron ciertas circunstancias sociales las que forzaron su nacimiento en los Estados Unidos como producto, relativamente tardío, de los movimientos reivindicativos a favor de las minorías discriminadas. Ese tiempo y ese lugar de nacimiento han dejado una marca imborrable en el carácter de esos derechos, compatible con la diversificación traída por su complejo desarrollo ulterior, obra de agentes muy diferentes: administradores de hospitales, grupos de consumidores, asociaciones de enfermos, organizaciones de derechos cívicos y, naturalmente, ministerios de sanidad y sus correspondientes servicios nacionales de salud.

Las cartas de derechos de los pacientes se refieren casi en exclusiva a los hospitalizados. Se ha reflexionado muy poco, fuera del Reino Unido, acerca de los presuntos derechos del paciente ambulatorio y menos todavía del paciente domiciliario.

Todas las cartas contienen un núcleo común formado por los derechos de los enfermos que se han llamado fundamentales. Son la traducción al contexto hospitalario de los derechos humanos fundamentales y constitucionales. Por esa razón, apenas se diferencian de unos países a otros, son jurídicamente sólidos y tienden a conservarse en el tiempo. Se trata, por ejemplo, del derecho a recibir un trato respetuoso y congruente con la dignidad de las personas; a administrar la propia autonomía por medio de la concesión o retractación del consentimiento informado; a la custodia del secreto; a la tutela de la salud; al respeto de la privacidad y la intimidad.

Nos interesan más los derechos no fundamentales, llamados también especiales, que son los que confieren diversidad a las cartas. Con frecuencia parecen más bien derechos morales que derechos legales.

Sin duda alguna, han sido las instituciones que los han promulgado las que han dejado en esos derechos la impronta fuerte de su personalidad. Los movimientos de usuarios y consumidores han realzado el papel del paciente como comprador de salud, que controla los gastos, autoriza intervenciones, y es parte muy activa de un contrato de servicios. Contrasta con esa mentalidad contractualista y jurídica, el genio profesionalista de los derechos reconocidos por las asociaciones médicas: es el caso de Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial, en su rica versión de 1995, no en la paupérrima de 1981, que se centran en los derechos del paciente a una atención de calidad humana y concorde con los avances de la ciencia, a la libre elección de médico, a la abogacía del médico en la protección del paciente ante terceros, a la atención paliativa. Hay, finalmente, un cierto tipismo en los derechos especiales concedidos por los servicios nacionales de salud: llevan con frecuencia la marca insegura del estado-providencia, al quedar condicionados a la disponibilidad coyuntural de los necesarios recursos económicos y humanos. No sólo esos derechos no son exigibles en tiempos de recesión económica, sino que, de hecho, dependen de la respuesta de la máquina burocrática oficial. Así, por ejemplo, los derechos a reclamar o a participar en la gestión sanitaria no siempre se adjudican a tribunales u organismos independientes, sino que han de ejercitarse a través de la misma dirección del hospital; el derecho a recibir medicinas y productos sanitarios queda al albur de la disponibilidad de recursos; el racionamiento se impone sin debate ni advertencia

Derechos de los pacientes en Europa y en los Estados Unidos 

Pasemos ya a comparar los derechos secundarios de Europa y Estados Unidos. Tomemos como material de análisis la Patient’s Bill of Rights, de la Asociación Americana de Hospitales (de ahora en adelante, PBR), y la Carta dei Diritti del Malato, del Comune di Ferrara (de ahora en adelante, CDM). Se trata de dos documentos muy dispares, lo que hace su comparación sumamente ilustrativa.

La Asociación Americana de Hospitales, que percibió con mucha agudeza el gran significado político y profesional de los derechos de los pacientes, promulgó su PBR en 1973 para encauzar las conflictivas relaciones de los pacientes con los hospitales. Durante 19 años, el documento permaneció inmodificado, pero en 1992 se publicó una nueva versión puesta al día, hoy vigente, que nos servirá como término de comparación con la CDM. Ésta nació encuadrada en lo que Bompiani ha llamado la risposta volontarística, un movimiento espontáneo y dotado de notable operatividad, que, animado por el Tribunale per i Diritti del Malato, recorrió Italia hace ahora cosa de veinte. Aunque la CDM data de 1984, sigue vigente y conserva mucho de su frescura inicial.

¿Qué derechos propios contiene la PBR? De modo casi exclusivo, contiene algunos derechos sui generis, como es el derecho del paciente a obtener una respuesta a sus peticiones de servicios; a examinar la cuenta de los gastos en que ha incurrido; a recibir explicaciones sobre ellos; a conocer las implicaciones financieras in mediatas y a largo plazo de las diferentes opciones de tratamiento; a ser trasladado a petición propia a otro centro; a que se le informe de los posibles vínculos financieros y conflictos de intereses del hospital, lo mismo que del costo de las intervenciones y de los modos de pago disponibles; a conocer las normas de régimen interno del hospital. Estos derechos revelan, por un lado, la ideología individualista y poco confiada del cliente, que se expresa en el fuerte control del elemento económico, en la exigencia de prontitud en los servicios, en el planteamiento autonomista sobre lo que ha de hacerse. Expresan también la preocupación por obtener un el máximo del mucho dinero que cuesta la atención médica: es una consumidor que ha de controlar activamente el costo y la duración de su estancia en el hospital, que, al menos, en el aspecto económico es un hábitat hostil y potencialmente peligroso, que exige una actitud vigilante.

El contraste con estos derechos, los concedidos por la CDM poseen, para empezar, una neta intención político-social, que consagra y exige la igualdad de todos ante la asistencia sanitaria, y condenan cualquier forma de favoritismo, clientelismo o corrupción. Conviene tener presente que todas las cláusulas de la CDM comienzan con la expresión “Ogni malato ha il dirito di” (excepto la primera que dice “Ogni cittadino malato ha il dirito di”), mientras que la PBR, sin aspiración a la universalidad y a la igualdad de esos derechos, inicia cada una de sus cláusulas con “El paciente tiene el derecho de”. Lo que más llama la atención, sin embargo, en la CDM es la tonalidad doméstica, familiar, de muchos de los derechos que confiere, que tratan, al menos intencionalmente, de crear un hábitat amable, humanizado, en el hospital. Reconoce la CDM derechos que pueden parecer menores, pero que manifiestan la dignidad de la persona y del cuerpo. Se trata de los derechos a ser llamado por su nombre, no por motes o diminutivos, a no ser tuteado, a no ser cosificado mediante referencias a su enfermedad o al número de su habitación; a vestir con dignidad, sin ser vejado por el uso obligatorio de indumentaria que atenta contra su intimidad corporal; a disponer de servicios higiénicos dignos, y de una ecología amable, con espacios de distensión en los que se puedan tener conversaciones con familiares y allegados. La CDM recupera derechos que ya estaban presentes en los reglamentos de algunos hospitales medievales: el de una comida caliente y variada, el cambio frecuente de las sábanas, a recibir visitas, a llamar al médico de confianza.

No establece específicamente el texto de la CDM ante quien son exigibles jurídicamente esos derechos. Una nota precedente de La Sezione Ferrarese del Tribunale per i Diritti del Malato señala que “I diritti elencati nella nostra ‘Carta’ possono essere garantiti, spesso, senza grandi impegni finanziari da parte delle Unità sanitarie locali: a volte può bastare qualche modifica nella organizzazione del lavoro nel reparto o nel servizio; in qualche caso è sufficiente cambiare qualche cattive abbitudini o certi comportamenti che portano ad ignorare o ad offendere la nostra dignità di uomini e di cittadini”. La misma llamada a la responsabilidad cívica está presente en las palabras que el Sindaco di Ferrara antepone a la CDM: “L’autoresponsabilità dei singoli e la partecipazione della comunità […] sono principi e obiettivi che vanno sempre più affermandosi e che possono essere più facilmente perseguiti se si diffondono e si rafforzano gli strumenti di partecipazione del cittadini”.

Comiogenia, derechos y responsabilidad colectiva 

La CDM rebosa cordialidad y buena voluntad. Esto podría inducir a pensar que las relaciones de médicos, pacientes y administradores tendrían que alcanzar en los hospitales un alto nivel de calidad humana y profesional. Y sin embargo, la realidad desmiente demasiadas veces la efectividad de esas proclamas de derechos tantas veces truncados. Nada causa al médico más cansancio moral que el deterioro de las relaciones con sus pacientes, cuando éstos ven sus expectativas frustradas en mayor o menor medida; ni nada provoca más intensamente su pesimismo ético que observar impotente que sus justas reclamaciones a favor de sus pacientes no son escuchadas.

Hay un grave riesgo de desmoralización en el hospital en el que las relaciones médicos, pacientes y administradores se degradan. Se ha acuñado la nueva expresión “daños comiogénicos”, contrapuesta a la de daños “yatrogénicos”, para designar específicamente los daños debidos no a las intervenciones individuales de médicos o enfermeras, sino a los fallos institucionales. Los pacientes pueden sufrir daños que son directa o indirectamente imputables a la inadecuación del sistema general de funcionamiento del hospital, a las fisuras del modelo de organización, a los modos de circular la información, a eslabones rotos en la cadena de mando. Los daños comiogénicos no se distribuyen al azar: se ha demostrado que ciertos hospitales tienen tasas diez o más veces más elevadas que otros. Ello parece dar firme apoyo a la opinión de que puede ser el sistema, más bien que el individuo, el principal causante de mucha siniestralidad hospitalaria, que se puede atribuir a factores tales como la pobre imagen colectiva que el hospital tiene de sí mismo, la falta de energía moral corporativa, la deficiente comunicación entre sus miembros, la falta de claridad acerca de los fines institucionales, la recurrencia de periodos de crisis desencadenados por problemas crónicos, a los que no se pone solución. Hay hospitales con una moral muy baja, desmoralizados.

En búsqueda de soluciones 

No son asunto baladí las disfunciones o los errores de los hospitales, como tampoco lo son los trastornos de las relaciones entre médicos, pacientes y administración pública o privada.

En lo que respecta al paciente individual, esas disfunciones, errores y trastornos pueden crear mucho sufrimiento añadido a quien está pasando por la crisis de humanidad que es toda enfermedad seria. Y, en lo que mira a lo comunitario, provocan perjuicios económicos graves, al tiempo que dañan un bien tenido en mucha estima, cual es la ayuda social solidaria. Los conflictos que se producen en los entes sanitarios, si se cronifican, si no encuentran solución pronta, tienden a endurecer el corazón de la sociedad, y terminan por embrutecer la sensibilidad hacia los débiles. Es, por ello, decisivo buscar y ensayar soluciones que disminuyan la frecuencia y la intensidad de esos conflictos, ya que es ilusorio pretender que esas disfunciones desaparecerán espontáneamente.

Sin duda, la simplificación de las relaciones vendrá ligada a la reducción de la heterogeneidad de los personajes, ya que no es posible reducir su número. Hemos de aceptar que el sistema estará siempre constituido por médicos, pacientes y administradores, que quedan ligados por relaciones básicas, a su vez bilaterales (médicos/pacientes y pacientes/médicos, médicos/administradores y administradores/médicos, pacientes/administradores y administradores/pacientes). Cabe, pues, en teoría, buscar la simplificación del sistema mediante la convergencia o fusión de los elementos más susceptibles de remodelación. Dejando a un lado las relaciones entre pacientes y administradores, fuertemente politizadas y, a mi parecer, resistentes a una sincera remodelación ética, resta la posibilidad de intentar actuar sobre aquellas que pueden ser influidas por los principios de la ética médica: las que se dan entre médicos y administradores y entre médicos y pacientes.

Se piensa con fundamento que algunos males de los sistemas sanitarios y, más especialmente, los males del hospital derivados de unas relaciones insatisfactorias entre administradores y médicos, podrían prevenirse o aliviarse, si los hospitales estuvieran administrados por médicos. Se basa tal pretensión en la idea de que si una misma persona desempeñara la función gerencial en el marco de respeto de la ética profesional de la medicina, se podrían evitar o resolver muchas situaciones de conflicto. De este modo, se evitarían las incomprensiones entre médicos y gestores: el actual campo de tensiones, ruidoso y pugnativo, se trasladaría al ámbito silencioso de la conciencia de un solo individuo. Si éste fuera competente a la vez en el arte de la gestión y en el arte médico, las perspectivas serían más halagüeñas, se alcanzarían soluciones eficaces a mucho menor costo moral y se evitarían los enfrentamientos intergremiales.

Otros piensan que la solución podría venir de la alianza entre médicos y pacientes que, al asumir unos y otros la función de ciudadanos, podrían desempeñar las responsabilidades propias de la administración y hacerse cargo responsablemente de la gestión sanitaria. Es una solución que no restringe, como hace el Codice di Deontologia italiano, la condición de ciudadano a sólo los pacientes, sino que la extiende a los médicos. Se crearía así un nuevo sistema formado por ciudadanos-médicos y ciudadanos-pacientes, en el que ya no entraría como protagonistas los administradores.

El médico-administrador 

La figura del médico-administrador y su perfil ético son objeto de consideración deontológica en el vigente Codice di Deontologia. Dice el Codice en su Artículo 70, al describir la deontología específica de la función de Dirección sanitaria: “Il medico che svolge funzioni di direzione o di dirigenza sanitaria nelle strutture pubbliche o private deve garantire, nell’espletamento della sua attività, il rispetto delle norme del Codice di Deontologia Medica e la difesa dell’autonomia e della dignità professionale all’interno della struttura in cui opera. Egli ha il dovere di collaborare con l’Ordine professionale, competente per territorio, nei compiti di vigilanza sulla collegialità nei rapporti con e tra medici per la correttezza delle prestazioni professionali nell’interesse dei cittadini. Egli, altresì, deve vigilare sulla correttezza del materiale informativo attinente alla organizzazione e alle prestazioni erogate dalla struttura”.

El Comentario oficial de la Federazione degli Ordini no se limita a señalar que el médico gestor nunca puede eximirse del cumplimiento de los deberes deontológicos. Advierte con autoridad que le afectan ciertos deberes especiales: está particularmente obligado a actuar en defensa de la independencia de la profesión médica, debe cuidar de la corrección y colegialidad de las relaciones de los médicos que trabajan en su institución y, sobre todo, ha de fomentar la implantación de la nueva relación deontológica entre médicos y pacientes-ciudadanos.

El mismo Codice reclama para las Ordini la función de fijar los límites éticos de las diferentes modalidades y formas del ejercicio asalariado de la medicina: como medida preventiva contra el debilitamiento de la ética corporativa, exige, en el Artículo 67, que los contratos y los acuerdos de prestación de servicios sean aprobados por las Órdenes, después de haber comprobado su conformidad con la deontología ordinal y de quedar bien convencidas de que la libertad y la responsabilidad, la independencia y la autonomía legítimas del médico quedan a salvo en el contexto laboral en que van a arrendar sus servicios profesionales los médicos inscritos en la Orden. Es esta, de acuerdo con el Comentario oficial al Codice, una cuestión decisiva “per il futuro stesso della professione medica che, ad avviso dell’Ordine professionale, non potrà mai essere ridotta a impresa, soggetta soltanto al meccanismo automatico dei costi-profitto”.

La integración en una sola persona de la vocación de médico con la de gestor está en línea con las normas de muchos documentos de las organizaciones médicas. Y está en línea también con experiencias reales, que ha mostrado que los gestores médicos, debidamente formados en dirección empresarial, tienen ventajas específicas sobre los gestores no-médicos, entre las que se cuentan, por ejemplo, la mayor credibilidad, el conocimiento más profundo de cómo funciona la atención de salud, la mayor libertad de expresión, la más extensa tolerancia para la denuncia ponderada y basada en pruebas. Se ha comprobado también que, gracias a que saben anteponer la atención de los pacientes a los imperativos burocráticos y automatizados de ahorro y de gestión por grupos diagnósticos, no sólo alcanzan mejores resultados clínicos, sino que lo hacen con costos menores. El Sistema Nacional de Salud del Reino Unido, junto con la Asociación Médica Británica, ha tenido la audacia de aceptar la idea de la superioridad de los médicos-gerentes, ha promovido su formación y ha visto que, con ellos en el timón de los hospitales, los problemas se hacen más sencillos. Entre otras cosas, porque son mejor aceptados por sus colegas del hospital, pues tienen mayor capacidad de comprender los problemas clínicos; porque su actuación se atiene a los imperativos de la ética médica, y no sólo a los de la ética de los negocios; porque tienen una capacidad más comprensiva y más fundada para criticar internamente el sistema; porque pueden aplicar estrategias innovadoras, sin el miedo al fracaso que paraliza a sus homólogos no clínicos, pues saben que, en caso de que fallaran como administradores, siempre tienen la posibilidad de regresar a su trabajo clínico. Esto es cosa difícil o imposible para los gestores no clínicos, que, en consecuencia y para permanecer en sus cargos, se someten dócilmente a los mandatos de sus superiores políticos, por inadecuados o contraproductivos que puedan ser para médicos y para pacientes.

Hay que señalar que el oficio de médico-gerente no es un entretenimiento para médicos incompetentes, desilusionados o aburridos. Es oficio para médicos vocacionalmente motivados, que han llegado a la conclusión de que, ya en nuestros días y cada vez más en el futuro, la gestión de la cosa sanitaria es elemento nuclear del ejercicio profesional.

Debería ser también parte integrante de la educación de los futuros médicos, que necesitarán ser expertos tanto en la resolución de los problemas clínicos como en el análisis y decisión en las cuestiones económicas y organizativas. Es necesario ahorrarles a las nuevas generaciones de médicos el dolor de las incomprensiones y rivalidades del pasado y educarles en la idea de que pacientes, médicos y gestores comparten los mismos objetivos y han de moverse por los ideales compartidos. Para crear ese ethos de cooperación y entendimiento mutuos es necesario que algunos médicos competentes y de alta calidad intelectual y humana respondan al imperativo vocacional de dedicar al menos unos años de su vida profesional a la gestión sanitaria.

Médicos-ciudadanos/pacientes-ciudadanos: la nueva síntesis 

Una fuente de continuos problemas, en Europa occidental, donde la población es preponderantemente atendida por sistemas nacionales de salud, es la de no haber desarrollado una ética médica específica para la medicina socializada. Por contraste, las instituciones europeas de ética biomédica aparecen saturadas de ideas y procedimientos de decisión, calcadas del modelo principlista importado de los Estados Unidos.

Pero eso no hace sino agravar los problemas y las incomprensiones entre los médicos y pacientes europeos. En efecto, el principlismo es una metodología de análisis ético y de toma de decisiones, diseñada para ser aplicada a la medicina comercializada que se practica en los Estados Unidos. Allí los pacientes son consumidores que presentan al médico sus exigencias, y se las pagan con dinero; los médicos son proveedores que expenden servicios médicos en la medida en que son pagados por los clientes. Allí, la autodeterminación del paciente no tiene sólo que ver con la dignidad, los derechos y las libertades de la persona: tiene también un fuerte componente económico en virtud de la máxima del libre comercio que dice que el que paga, manda. En la Bioética de los principios, no hay un lugar propio para los deberes, responsabilidades y obligaciones del paciente. Lo impide el carácter permanentemente fluido, reversible, del consentimiento que concede el paciente-cliente y que siempre y en cualquier momento puede retractar, sin que ello suponga ninguna modificación de sus relaciones con el médico o el hospital.

En Europa, por el contrario, creemos con fe firme en la posibilidad de proporcionar atención médica a todo el que la necesite, aunque no pueda pagarla. Pero para que esta solicitud solidaria por los demás enfermos no incurra en los riesgos contrapuestos de arruinar la economía de los países por el gasto excesivo o el despilfarro, ni tampoco en el de arruinar la salud de los pacientes por la tacañería y el racionamiento discriminatorio, es necesario que médicos y pacientes adopten una postura de responsabilidad compartida que corresponde, por su propia naturaleza, a una función activa de buena ciudadanía. Por ello, es plenamente acertado hablar de relaciones entre médicos-ciudadanos y pacientes ciudadanos.

Porque el paciente-ciudadano, en marcado contraste con el paciente a secas, no sólo tiene derechos: su pertenencia a un sistema nacional de salud le impone ciertos deberes bien definidos, le señala responsabilidades concretas y serias. La idea de una carta de deberes de los pacientes, aunque no reciente, ha permanecido hasta hace poco en un estado larvario, por la masiva influencia de la ideología principlista de la autodeterminación de los pacientes, y de su capacidad jurídica de escoger y de retractar cualquiera de sus decisiones precedentes. Muchas cartas de derechos de los pacientes no aluden siquiera a la posibilidad de que éstos tengan deberes y responsabilidades. Y, cuando lo hacen, se refieren al deber de informar sobre su enfermedad, a participar en la toma de decisiones que les afecten, a hacer un uso juicioso de los servicios sanitarios, a cooperar in genere con el sistema, a cuidar su salud, o a reconocer el impacto que su estilo de vida puede ejercer sobre su bienestar personal.

Fue, probablemente, la legislación española, con la Ley 14/1986, General de Sanidad, la primera que introdujo en su articulado prescripciones sobre los deberes de los pacientes hacia la sociedad. La PBR, en su versión revisada de 1992, incluye una lista de responsabilidades de los pacientes, que versan sobre asuntos meramente individualistas, sin una sola referencia a la existencia de obligaciones hacia la sociedad. En Italia, un Decreto del Presidente del Consejo de Ministros, el Schema generale di riferimento della Carta dei servizi pubblici sanitari, publicada en la Gazzetta Ufficiale, de 1995, incluye un modelo de regulación de obligaciones del enfermo usuario del Servicio Sanitario Nacional, que contiene una heterogénea lista de 14 deberes. Es importante la advertencia que en el encabezamiento de esa lista señala que “la partecipazione all’adempimento de alcuni doveri è la base per usufruire pienamente dei propri diritti. L’impegno personale ai doveri è un rispeto verso la comunità sociale e i servizi sanitari usufruati da tutti i citadini”.

Tom Sorell, de la Universidad de Essex, ha publicado recientemente un artículo titulado Citizen-Patient/Citizen-Doctor (Health care Analysis 2001;9:25-39), en el que desarrolla un esbozo muy interesante del papel preponderante que la condición de ser ciudadanos debería tener en la actuación de pacientes y médicos en el contexto de un sistema nacional de salud. Afirma, entre líneas, Sorell que ser ciudadano precede a la condición de ser enfermo o de ser médico, y que son fuertes las obligaciones hacia la comunidad en relación con el uso mesurado y responsable de los servicios sanitarios. Alude el autor al deterioro que el postmodernismo ha operado en el seno de las relaciones médico-paciente en el sentido de ocuparse casi en exclusiva de lo particular e individualista, y de haber relegado a la oscuridad las dimensiones sociales y universales de los derechos humanos.

No cabe duda que es una tarea compleja y a largo plazo la de educar a la sociedad y a los médicos para transmitirles la debida sensibilidad hacia los valores sociales y comunitarios. Pero es empresa que merece la pena. Y sobre la que me gustaría escuchar críticas y comentarios en el coloquio que seguirá a continuación. Esa es la finalidad exclusiva de mi intervención.

Termino recordando una idea que he repetido muchas veces: la sabiduría moral de Juan Pablo II acerca de la vida humana y la medicina no está contenida sólo en la Encíclica Evangelium vitae, en sus discursos a los médicos y enfermeras o en sus palabras a los enfermos. Está también y de modo radical, en su Encíclica social Centessimus annus, cuyo mensaje ético-médico hemos de descubrir y practicar.

Muchas gracias.

Nota: El Autor desea expresar su agradecimiento al Prof. Francesco M. Avato, Sezione di Medicina Legale e delle Assicurazioni, Università degli Studi di Ferrara, por haberle proporcionado el texto de algunas Cartas de Derechos de los Enfermos vigentes en Italia.

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