Aspectos médico-farmacéuticos del embrión humano
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Ponencia en el Congreso Internacional: El inicio de la vida. Identidad y estatuto del embrión humano.
Centro Universitario Francisco de Vitoria. Madrid, 15 y 16 de febrero de 1999.
Los dos modelos de análisis ético
1. Los riesgos farmacológicos para el embrión joven
2. La farmacología de la diada materno-embrionaria
3. La ética de la contragestación
4. La investigación clínico-farmacológica en los dos primeros meses de la gestación
5. La obligación de informar sobre el embrión
Creo que mi primera obligación es determinar el contenido que puedo dar al tema que se me ha confiado. Porque por aspectos médico-farmacéuticos del embrión humano se pueden entender muchas cosas, demasiadas quizás. Y en torno a quien sea el embrión humano y sobre cuánto dura su vida, ha habido, hay y seguirá habiendo debate y confusión.
Sea, pues, lo primero, situar, en el tiempo y en el espacio, al embrión humano del que voy a hablar. Hay muchos pareceres sobre los límites temporales de la etapa embrionaria del desarrollo prenatal del hombre. De ellos nos dan versiones distintas los diccionarios generales. Pero no les van a la zaga, en variabilidad e indeterminación, los diccionarios médicos ni, sorprendentemente, los tratados de embriología humana.
A tanta división de opiniones han contribuido varios factores:
a. Están en uso dos modos de contar el tiempo en la vida prenatal del hombre: uno, ginecológico, lo computa a partir del día primero de la última regla de la madre; otro, embriológico, lo hace a partir del momento calculado de la fecundación (hay, entre ambos, una diferencia de dos semanas);
b. La introducción por algunos de la ficticia noción de pre-embrión1, que conlleva la sustracción de dos semanas pre-embrionarias a la duración del período embrionario; y,
c. Finalmente, la falta de acuerdo sobre los criterios que marcan la transición de embrión a feto, pues unos quieren asignar al período embrionario el primer trimestre completo de los tres del embarazo, mientras que otros prefieren usar como marca divisoria el final del segundo mes, momento en el que quedan ya establecidos los esbozos de los órganos y perfilados los principales rasgos externos del cuerpo.
Sigamos esta última opinión, y fijemos la duración de la etapa embrionaria del ser humano en el tiempo que va del momento de la fecundación hasta el final de la octava semana. Es posible hoy, en la clínica humana, determinar casi con precisión diaria esa edad. Contemos, pues, esos 56 decisivos días de nuestra existencia como tiempo post-fecundación, porque de ese modo contamos el tiempo directo, real, no simbólico ni manipulado, de la fase más vertiginosa de nuestra vida.
Vertiginosa, porque el embrión, a lo largo de este tiempo y en el seno de la madre, pasa de embrión unicelular a convertirse en una figurilla de rostro humano, que mide 30 milímetros entre cabeza y nalgas. Tiene ya extremidades largas, dobladas por los codos y las rodillas, y sus manos, lo mismo que sus pies, hechos famosos por los activistas pro-vida, tienen ya los dedos separados. En las cavidades de su cuerpo se han constituido ya los esbozos de todos los órganos. Todo eso sólo puede conseguirlo situado en el vientre de su madre. Y ese es el embrión del que hemos de tratar.
Por encargo de los organizadores, hemos de hacerlo desde la perspectiva del médico y del farmacéutico. ¿Cuáles son los aspectos médico-farmacéuticos del embrión humano? Para evitar cualquier reiteración con lo dicho ayer y esta mañana y lo que se dirá esta tarde sobre embriología fundamental y evolucionaria, sobre genética del desarrollo y experimentación, y sobre los estatutos (biológico, ético, antropológico, jurídico, político) del embrión, yo voy colocarme en el papel de un médico general, preocupado por la ética médica, para verlo en su presentación natural, en el seno de su madre, y tratar de comprenderlo como a mi paciente. Voy a decir cosas que pueden también interesar al farmacéutico que, detrás de un mostrador de farmacia, ha de guiar profesionalmente las relaciones de la gestante y de su embrión con los fármacos.
En la situación clínica clásica, el embrión hace poco ruido. Las relaciones que el embrión, a lo largo de las ocho semanas de su veloz carrera, establece con su madre y con el médico son poco explícitas. Aunque, de ordinario, el embrión se hace ya notar desde que cumple un par de semanas, al observar la mujer la falta de la regla, es muy frecuente que pasen inadvertidas o sean mal interpretadas las señales que emite para revelar su presencia.
En la clínica, el embrión comparece ante el médico por mediación de su madre. ¿Qué relevancia ha de darle el médico al embrión? Es una pregunta importante. Si por paciente entendemos el ser humano que, independientemente de su estado de salud o enfermedad, entra en una relación profesional con el médico, el médico ha de preguntarse, ¿a qué pacientes ha de atender cuando asiste a una mujer que lleva un embrión en su seno? Cabe, en teoría, contestar que a uno o a dos, a no ser que estemos ante una gestación múltiple.
En la práctica médica y hasta no hace mucho, la respuesta dominante era que solamente a uno. En el contexto clínico, el embrión humano era, desde el comienzo de los tiempos hasta hace dos o tres decenios, un ser desconocido, silencioso, oculto. Se podía sospechar indirectamente su presencia. Sólo más tarde, siendo ya feto de cerca de cuatro meses, daba las primeras e inequívocas señales de su presencia, cuando empezaba a moverse con intensidad suficiente para que la madre le notara vivo. De la equiparación entre movimientos fetales percibidos, vida fetal y conciencia cierta de gestación quedan huellas, que no acaban de borrarse, en la moral, el derecho y la cultura general.
El embrión, el ser humano de menos de 56 días, aunque capaz de moverse muy torpemente, no es percibido sensorialmente por la madre. Es tan pequeño y está tan protegido que el médico clásico no podía ni palparlo con sus manos ni auscultarlo con su fonendoscopio. El embrión tendía, de sí mismo, a permanecer irremediablemente abismado en su madre. Por eso, antes, el médico, en razón de su forzada falta de certeza, sentía ante la mujer de edad fértil una mezcla de respeto y perplejidad, pues nunca podía estar seguro de si ella estaba embarazada o no. Al no poder establecer diálogo profesional directo con el embrión, tendía a considerar a la mujer fértil como a su única paciente, una paciente compleja, de la que el embrión podía ser una parte integrante, pero no percibida.
Los avances de las tecnologías médicas, sin embargo, han hecho cambiar el panorama. Primero, fue el diagnóstico precoz del embarazo, que ha evolucionado desde sus primitivas y rudimentarias técnicas biológicas hasta los modernos y fiables métodos inmunológicos, tanto los de altísima sensibilidad que se practican en los laboratorios de investigación, como los que se hacen en las farmacias para confirmar esperanzas o sospechas. Después, vinieron las técnicas ecográficas, de capacidad creciente de resolución, que hicieron transparente el cuerpo de la madre y nos permiten no sólo visualizar al embrión, sino también medirlo, examinar su interior, diagnosticar algunas de sus enfermedades, y detectar sus anomalías.
La relación biológica entre madre y embrión sigue, y seguirá siendo, la misma siempre. Pero las nuevas tecnologías, al revelar la presencia y al hacer visible al embrión, amplían en tiempo e intensidad las vivencias psicológicas en la madre, y crean nuevas relaciones profesionales y responsabilidades éticas en el médico. Paradójicamente, y desde un sector feminista extremosamente radical, se han considerado estas nuevas relaciones como una negación o devaluación de la experiencia subjetiva, naturista, del embarazo y de toda la relación materno-fetal2.
Ahora, al embrión, el médico no sólo lo sospecha. Lo ve. Y no sólo el médico. El uso, en sonografía, de sondas endovaginales de alta resolución ha permitido observar al embrión humano cuando mide 7 milímetros y tiene 40 días de edad. Al alcanzar el final de la octava semana, “aún los observadores menos sofisticados (la gestante y su marido) pueden reconocer al bebé”3. Antes ya, puede el médico registrar su actividad cardíaca y seguir, en la sangre de la madre, muchas marcas bioquímicas, inmunológicas y celulares de su actividad y presencia. El embrión está ahí y nos interpela.
Los dos modelos de análisis ético
Así pues, según las circunstancias, históricas o tecnológicas, es posible para el médico ver, en la mujer embarazada, uno o dos pacientes. Lo mismo sucede en el contexto ético-médico.
En la ética médica estadounidense, tan ligada a lo legal, tan dependiente de lo que dicen los jueces, se han construido dos modelos, el unitario y el de la diada materno-fetal, como marco de referencia de la ética obstétrica4. Los dos modelos ofrecen opciones diferentes para determinar en que medida el útero gestante es un "espacio público", un lugar de interacciones humanas, en el que valorar si están justificadas, o no, las intervenciones judiciales para la protección del futuro niño frente a los riesgos derivados de la enfermedad, el modo de vivir, de trabajar o de divertirse, de la madre; o, por el contrario, es un recinto privado y exclusivo, donde sólo la mujer reina con poder casi absoluto. En la perspectiva ético-jurídica americana, los modelos sirven para discutir cuando y en qué condiciones es posible ordenar un tratamiento necesario para curar o prevenir una enfermedad del propio feto, para protegerlo de las enfermedades maternas (diabetes, infecciones) o frente a los daños derivados de estilos de vida patógenos de la madre (alcohol, drogas ilegales, actividad sexual), o para salvarlo de situaciones obstétricas de alto riesgo (cesárea).
De ordinario, los dos modelos se han usado para situaciones que afectan al feto al final de la gestación o inmediatamente antes del parto. Merece la pena reflexionar acerca de su relevancia para las relaciones del médico con la gestante y su embrión. Pero antes, conviene echar una mirada a los rasgos más generales de cada modelo.
Para el modelo unitario, existe delante del médico un solo paciente capaz y competente: la mujer. El embrión está en ella, pero es parte de su cuerpo. Ella determina la importancia que se concede al embrión. Ella regula el flujo de información que circula entre embrión y médico y filtra a través de su albedrío las decisiones que se toman con respecto a la unidad materno-embrionaria. El médico tiene la obligación ética de promover el bienestar de esa unidad, aconsejando y prescribiendo, pero no entra, por decirlo así, en diálogo directo con el embrión, porque la madre habla por ella misma y por su embrión. El médico no tiene derechos ni responsabilidades que le vinculen directamente al embrión. Todo lo más, los tiene mediatos, indirectos y subordinados a través del todo orgánico que es la mujer gestante.
En el modelo unitario, los datos científicos y los criterios basados en pruebas juegan un papel secundario, porque no determinan la decisión final que deba tomarse. La competencia para decidir está concentrada en el único agente autónomo, que es la gestante. El médico debe respetar lo que la mujer decida y, por lealtad profesional hacia ella, no debería dejar, en situaciones críticas, que su capacidad de consejo y persuasión sea reemplazada por la intervención coactiva de un juez. Al menos, no deberá tomar la iniciativa para solicitar la intervención del ministerio público. En una interpretación típica, la Asociación Médica Americana dice: "Al solicitar una orden judicial, el médico está privando a la mujer gestante de su derecho a aceptar riesgos personales y sustituye ese derecho por su propio juicio personal acerca de la cantidad de riesgo que es aceptable. Tal modo de proceder socava los mismísimos fundamentos del consentimiento libre e informado."5
Por contraste, en el modelo de la diada materno-fetal, se tiende a ver al embrión y al feto como a un paciente, genuino e individual, cuyo bienestar y derechos apelan directamente al médico. Obviamente, el médico no puede ser ciego al bienestar y a los derechos de la gestante. Justamente ha de tenerlos en cuenta, pues le son necesarios para poder tratar a la madre que es siempre uno de sus dos e importantes pacientes. El médico ya no puede considerar sólo el efecto global de su tratamiento sobre la unidad combinada de gestante y embrión, sino que ha de considerar singularmente qué es lo mejor para cada uno de sus dos singulares pacientes.
El acceso del embrión a la condición de paciente puede enriquecer de modo extraordinario, y también complicar, el proceso de toma de decisiones, porque multiplica por dos las responsabilidades del médico, y las hace mucho más explícitas en la concordia y en el conflicto. En el modelo de dos pacientes, las situaciones en que chocan la autonomía de la madre y el beneficio del embrión no tienen una solución predeterminada, sino que han de ser fuente de mucha reflexión y de soluciones constructivas. Como señala Tauer6, las instituciones católicas suscriben de ordinario al modelo de dos pacientes, pues permite abogar con más energía a favor del embrión, lo que es un imperativo de la caridad, y un argumento profesional muy fuerte para refutar el aborto.
¡Qué pena tan grande que el conocimiento que tenemos del embrión humano sea tan frecuentemente despreciado, incluso prohibido! A mi modo de ver, uno de los mayores errores judiciales de todos los tiempos ha sido la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos cuando, en 1983, en el pleito de un centro de salud reproductiva contra el municipio de Akron, en Ohio, estableció que mostrar a la mujer que solicitaba el aborto una fotografía de un embrión de la edad del que ella se propone destruir o mostrarle en directo la imagen ecográfica del embrión viviente que llevaba en su seno era no sólo un modo ilegítimo de ofrecer información para el consentimiento al aborto, sino un atentado a la libertad, un desfile de atrocidades, una muestra de tortura ideológica. Nunca los datos que la ciencia es capaz de revelar han sido más brutalmente despreciados7.
No cabe duda de que la naciente medicina embrio-fetal se desarrollará con mucha más viveza bajo el modelo diádico que bajo el unitario. En fin de cuentas, la promoción del embrión a la condición de paciente no ha sido resultado de un cambio de su biología o de la biología de la mujer gestante, sino del hecho de que los médicos lo han "descubierto" gracias a sus nuevas tecnologías y a sus investigaciones. Gracias a ellas, se han hecho realidad también para los hombres las palabras que el salmo 139/138 predica de Dios y que encabezan uno de los epígrafes de Evangelium vitae: "Mi embrión tus ojos lo veían".
Esta mayor capacidad tecnológica de conocer y diagnosticar, echa sobre los hombros de los embriólogos clínicos la estupenda carga de desarrollar una medicina embrio-fetal, científica y humana, fundada en la conciencia viva de la humanidad del embrión. Es justamente de esa conjunción de ciencia y respeto de donde nace la contribución específicamente médica a la cultura de la vida.
Es el momento de prestar atención al tema de
Las relaciones del embrión joven con los fármacos constituyen un capítulo muy interesante de la ética médica. Son fuente inagotable de conflictos, pero lo son también de posibilidades terapéuticas. Se dan aquí unas circunstancias muy especiales. La peculiar biología del embrión crea, por decirlo así, una farmacología específica, muy estrechamente vinculada al modelo diádico: una acción farmacológica beneficiosa para la madre puede provocar efectos indeseados en el embrión. Pero, a su vez, la instalación del embrión en la unidad materno-embrionaria implica la insoslayable condición de que sólo podemos actuar farmacológicamente sobre el embrión a través del organismo materno. Estas peculiares y difíciles relaciones han llevado a clasificar, en el contexto de la farmacología clínica, a la mujer gestante y a su embrión en la categoría de sujetos vulnerables, una situación de desventaja, que la tragedia de la talidomida se ha encargado de hacer perdurar.
Lógicamente trataré la materia, con extremada brevedad y desde una perspectiva ético-médica, en cinco puntos: 1. los riesgos de los fármacos para el embrión joven; 2. la farmacología de la diada materno-embrionaria; 3. la contragestación; 4. la investigación clínico-farmacológica en los dos primeros meses de la gestación; y 5. el deber de tener en cuenta al embrión a la hora de informar para consentir al tratamiento.
1. Los riesgos farmacológicos para el embrión joven
Aunque los fármacos que recibe la gestante pueden dañar al hijo a todo lo largo de la vida prenatal, el período embrionario es el momento en que sus efectos nocivos pueden alcanzar mayor trascendencia. A todos los médicos se nos ha enseñado en las Facultades que lo ideal es no prescribir medicamentos durante el embarazo, muy en especial en sus tres primeros meses.
Pero seguir esa indicación equivaldría no pocas veces a privar a las gestantes de tratamientos medicamentosos eficaces e inocuos. ¿Por qué tanta restricción? ¿Tiene algún fundamento?
Parece que sí. Primero de todo, porque el embrión humano joven posee una biología peculiar, que determina su peculiar sensibilidad y reactividad a los fármacos. El embrión joven no ha desarrollado todavía, o posee sólo en estado muy rudimentario, los mecanismos a través de los cuales, en la vida postnatal, los medicamentos son manejados para que ejerzan sus efectos. El propio organismo embrionario y su joven placenta no han desarrollado parte de las estructuras moleculares y celulares para la captación, metabolización y eliminación de muchos fármacos. Estos no pueden ejercer sus acciones específicas sobre efectores que todavía no se han desarrollado o no han madurado en grado suficiente.
Pueden, sin embargo, provocar daños. El espectro de reacciones farmacodinámicas del embrión es muy reducido. Una de dos: o los fármacos carecen de efectos en él, muchas veces porque la placenta es impermeable para ellos; o si, por el contrario, son activos, interfieren, no con funciones muy diferenciadas, sino con las funciones básicas del organismo embrionario, que son la proliferación celular y la diferenciación de los esbozos de los órganos. Las consecuencias son fáciles de comprender: unas son generales e inespecíficas, como muerte del embrión y aborto, o también déficit global del crecimiento con peso disminuido al nacer; otras son focales y específicas, constituyen los variadísimos tipos de malformaciones o trastornos locales del desarrollo. Es la toxicidad teratogénica.
La susceptibilidad del embrión a los fármacos varía con su edad. Y es diferente para los distintos medicamentos. En las primeras dos semanas, el embrión es relativamente refractario a sufrir trastornos malformativos. Bajo los efectos de los medicamentos que le perjudican, de los agentes anticancerosos que se dan a la madre, por ejemplo, el embrión puede sufrir pérdidas celulares que, si no sobrepasan un determinado nivel, pueden ser compensadas sin consecuencias gracias a la formidable capacidad de reparación de sus células toti- o pluripotentes; si los daños superan un determinado umbral de intensidad, pueden causar lesiones irrecuperables que conducen a su muerte.
Entre las semanas tercera y octava se extiende el período de máxima sensibilidad teratogénica. Es la fase más temida, en que los medicamentos pueden provocan malformaciones. Dentro de esas cinco semanas, los teratógenos suelen actuar en un momento específico, que llamamos período crítico, y que dura unos pocos días, o incluso sólo unas horas, para cada fármaco. Algo parecido ocurre con las malformaciones: cada una de ellas se produce en un tiempo específico. Diferentes fármacos, si actúan en el correspondiente momento crítico, pueden inducir un mismo tipo de malformación. Pero ocurre también que determinados fármacos provocan con regularidad determinadas malformaciones aisladas o complejos de malformaciones: se habla entonces de síndromes malformativos, como, por ejemplo, los debidos a la talidomida o a la hidantoína.
2. La farmacología de la diada materno-embrionaria
La instalación del embrión en el seno de la madre es, pues, fuente de conflictos farmacológicos y éticos. De momento, la inmensa mayoría de esos conflictos pasan inadvertidos, porque la inmensa mayoría de las mujeres que quedan embarazadas no van al médico hasta que han transcurrido al menos seis u ocho semanas de la fecundación, cuando el período de la organogénesis está o muy avanzado o ya terminado. Probablemente, no ocurrirá así en el futuro. Hay una fuerte tendencia social a “medicalizar” la gestación, a acudir al médico en el período periconcepcional, a fin de poner en práctica medidas preventivas de determinadas malformaciones, mediante la ingestión de suplementos vitamínicos8. Las madres, como un aspecto más de su control de la reproducción, querrán estar preparadas para acoger maternalmente al embrión.
Lo dicho basta para fundamentar la conclusión de que, en el contexto del respeto a la vida naciente, hay, ante la diada madre-embrión, ciertos deberes ético-profesionales del médico y del farmacéutico, a la hora de prescribir y dispensar medicamentos a las mujeres en edad fértil y, sobre todo, a las embarazadas9. El médico ha de abstenerse de prescribirles medicamentos potencialmente teratógenos, y les ofrecerá medicamentos alternativos no-teratógenos, similares en eficacia y seguridad. Si no hay alternativa posible y la enfermedad materna, por su gravedad, ha de ser inexcusablemente tratada con un fármaco teratógeno, es obligado aplicarlo a la dosis efectiva más baja, pues muchos efectos teratógenos son dosis-dependientes. En los casos en que los fármacos teratógenos procuran un beneficio solo marginal o cuando la naturaleza de la enfermedad consiente aplazar el tratamiento, es éticamente obligado diferir la terapia al tiempo en que se ha concluido la organogénesis y ya no hay riesgo apreciable de inducir malformaciones. Para las enfermedades que necesitan tratamiento continuado, convendrá utilizar fármacos no teratógenos antes de la concepción y durante el primer trimestre y cambiarlos a otros en el resto del embarazo.
Sin embargo, y a pesar de actuar con todas las cautelas, no será posible siempre evitar algunos pocos casos de exposición inadvertida, accidental o inevitable, a fármacos teratógenos. Hay fármacos, como algunos análogos de la vitamina A, la isotretinoína, por ejemplo, que mantienen su acción teratógena durante meses. Si su administración se suspende, es posible evitar parte de sus efectos adversos. Y hay fármacos que no se puede dejar de administrar de modo continuado, como ocurre con algunos antiepilépticos, pues suspender el tratamiento podría conllevar efectos graves10. En estos casos, el imperativo de no dañar obliga al médico a buscar el equilibrio justo entre el tratamiento de la enfermedad de la madre y la preservación de la vida y la salud del embrión, pues tiene entonces una responsabilidad moral de proteger al embrión y evitarle daños serios derivados de la exposición a esos fármacos11.
Siempre, el médico y, en la medida que le corresponde, el farmacéutico han de guiarse por datos científicos sólidos, no por datos anecdóticos que pueden inducir una actitud antiterapéutica poco fundada12. Todavía hoy el sombrío recuerdo de la tragedia de la talidomida sigue ejerciendo un efecto pesimista sobre la evaluación general de la teratogenicidad medicamentosa13.
Hemos de tener presente que, en el contexto de la diada materno-embrionaria, no es únicamente la madre quien puede enfermar. Puede hacerlo el embrión. Si el embrión cayera enfermo, deberá ser tratado. El Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial de España14 dice en su artículo 25.2 que “Al ser humano embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas, incluido el consentimiento informado de los progenitores, que inspiran el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la investigación aplicadas a los demás pacientes”. El médico deberá aconsejar a la gestante, cuando la prevención o la curación de una enfermedad embrionaria así lo exigiera y para el bien del embrión, la aplicación de tratamientos medicamentosos, la adopción de medidas dietéticas o la modificación del estilo de vida, aunque ello exija algunas renuncias y sacrificios. No podemos olvidar que, de ordinario, son mayoría las madres que están dispuestas a sacrificar algo de su seguridad, de su estilo de vida y de su salud por el bienestar y la seguridad de sus hijos15.
No faltan, sin embargo, quienes piensan que la autonomía de la gestante no debe sacrificarse para satisfacer las necesidades de salud del embrión. Manejan argumentos mucho más jurídicos que éticos para sostener que la madre no tiene obligación alguna de sufrir para que se pueda proporcionar la necesaria atención médica al embrión o al feto. Si lo hiciera, dicen, se rebajaría a cumplir el papel pasivo de contenedor fetal, que se abre a fin de acceder a la criatura, incluso corriendo el riesgo de causar daños al contenedor16. También se ha criticado el entusiasmo por la naciente medicina embriofetal, pues podría ofrecer un firme apoyo al derecho a la vida del no nacido, derecho que puede entrar en colisión, en especial cuando la madre ha correr ciertos riesgos, con el derecho, legalmente reconocido, al aborto17.
Por fortuna, las relaciones madre-embrión se mantienen en un campo de gravitación más entrañable y humano que el del análisis frío de los conflictos de derechos que hacen los cultores de la muerte. Sin duda, el futuro desarrollo de la medicina y la cirugía embriofetal, tanto en su vertiente curativa como en la preventiva, incrementará las oportunidades y los conflictos. Es de esperar que la servidumbre más o menos importante que la protección de la salud y el bienestar del embrión o el tratamiento de sus enfermedades exija de las gestantes sea prestada con el amor y disponibilidad propios de una madre. No olvidemos que en nuestra lengua, gestar es llevar y sustentar la madre en sus entrañas el fruto vivo desde la concepción hasta el momento del parto.
Ese tiempo, de la concepción al parto, tiende a ampliarse, para incluir el período preconcepcional, los días que inmediatamente preceden a la fecundación. Ese tiempo se ha convertido en un momento de alta temperatura farmacológica. Es el momento en que han de actuar los fármacos que tratan de evitar la aparición de ciertos errores del desarrollo y concretamente de los trastornos del cierre del tubo neural. Pero también, y paradójicamente, incluye los días en que actúan los fármacos o venenos contragestativos, que tratan de destruir al embrión recién concebido, bien interceptando el mecanismo de nidación, bien actuando como abortivos de la fase embrionaria.
3. La ética de la contragestación
La historia de la farmacología de la contracepción hormonal señala una clara tendencia evolutiva: su punto de acción se ha ido desplazando de la mujer al embrión. Empezó siendo anovulatoria: la píldora de primera generación trataba de impedir la ovulación con el propósito claro de que no pudiera darse la fecundación, y lo conseguía a costa de su elevado contenido hormonal. Ahora no excluye la acción interceptiva: ya no interesa interferir con la ovulación, pues es más eficaz impedir la nidación del embrión. Y si la nidación se ha cumplido ya, se lo puede eliminar mediante la píldora abortiva, que tiene su máximo de eficacia frente al embrión de menos de 8 semanas. De la anticoncepción se ha pasado a la contragestación.
Cuando Baulieu18 acuñó el término contragestión no lo hizo para designar de un modo novedoso la acción de la RU 486. Trataba, con el neologismo, de desterrar la idea de aborto: “Mi propósito –escribió- es eliminar la palabra aborto, porque esa palabra es tan traumática como el hecho mismo del aborto”. Pero le interesaba también destacar el hecho de que la píldora abortiva no constituye, por ser abortiva, una novedad en el campo del control de los nacimientos. “Muchos métodos de control de la fertilidad –afirmó- no son contraceptivos en el sentido común y aceptado del término. En el caso de los dispositivos intrauterinos, de la contracepción hormonal a base de gestágenos y en la contracepción postcoital, estamos ante una interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva. [...] Por esa razón, hemos propuesto el término ‘contragestión’, una contracción de ‘contra-gestación’, para incluir la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.
En cierto modo, se ha cerrado ya el arco contraceptivo. En un trabajo muy reciente sobre la eficacia contraceptiva de la mifepristona, se dice: “Una dosis baja de mifepristona, que no inhibe la ovulación, reduce de modo significativo la fertilidad al alterar el endometrio”19. Se considera la contracepción endometrial como un camino lleno de promesas y muy atractivo, pues permitirá dejar intacta la función ovárica y no perturbará prácticamente el curso del ciclo menstrual. El costo de la contracepción correrá íntegramente a cargo del embrión y resultará fisiológicamente gratis para la mujer. Y también en el aspecto ético-social: para tranquilizar las conciencias, se habla de contracepción endometrial, como si la cosa nada tuviera que ver con el embrión. Pero conviene no olvidar que la farmacología de la contracepción endometrial busca alterar en forma mínima el endometrio en lo que mira a la mujer, pero lo vuelve inhóspito en lo que mira al embrión. Aprovechando el conocimiento cada día más preciso del continuo y sofisticado diálogo molecular que mantienen madre y embrión, se procura alterar específicamente la expresión de ciertos factores que son necesarios para la implantación. El resultado es la inhibición de la implantación del blastocisto20.
Como una derivación perversa del modelo diádico, se quiere convertir al embrión en el blanco único de la nueva contracepción, ya sea hormonal, inmunológica o de otro tipo. Ésta se propone no interferir, o hacerlo mínimamente, con la fisiología de la mujer, para concentrar todo el efecto sobre el embrión joven. Conviene recordar, en conexión con esto, que en la lista de áreas que justificaban la investigación sobre embriones in vitro figuró, desde el principio, el desarrollo de métodos contraceptivos nuevos. En 1985, un artículo editorial de Lancet21 que comentaba la respuesta del Medical Research Council al Informe Warnock, señalaba que el conocimiento que podía obtenerse de la investigación sobre embriones in vitro “podría llegar a tener sobre el control de la actividad reproductiva tener un impacto tan grande como el que tuvo la píldora contraceptiva”.
4. La investigación clínico-farmacológica en los dos primeros meses de la gestación
El embrión y el feto, lo mismo que la mujer gestante, siguen mereciendo hoy ser llamados "los huérfanos de una terapéutica en expansión"22. Para comprobarlo, no hace falta más que leer los prospectos que los fabricantes colocan en los envases de los medicamentos. Suelen decir cosas de este tenor: "No hay datos acerca de sus posibles efectos sobre el embarazo. No debe administrarse a mujeres gestantes".
El embrión y su madre son los desheredados de la farmacopea de hoy, porque han sido excluidos de la investigación clínico-farmacológica. Constituyen una de las llamadas "poblaciones especiales", sobre las que gravita la prohibición tácita de ser incluidos como sujetos de investigación en los ensayos clínicos. La necesidad de defenderlos de riesgos y abusos potenciales los ha puesto al margen de muchos avances terapéuticos. Su seguridad ha sido pagada con la ignorancia.
Tal situación es, en buena medida, una secuela de la tragedia de la Talidomida, cuyo recuerdo sigue muy vivo en la memoria de quienes trabajan en la industria farmacéutica y en las agencias de control de medicamentos. Decidieron los responsables de la seguridad de los medicamentos que una catástrofe de aquellas proporciones no debería repetirse jamás y tomaron, para evitarlo, las drásticas medidas que han llevado a la orfandad terapéutica.
Y aunque el temor a la teratogénesis medicamentosa tornó a reavivarse cuando tiempo después se comprobó que el dietilestilbestrol, administrado justamente para conjurar la amenaza de aborto en las primeras fases del embarazo, era la causa de cáncer vaginal que aparecía, decenios más tarde, en las hijas de las mujeres así tratadas.
Si a estos desafortunados episodios sumamos el temor del médico a ser víctima de un juicio por mala práctica si se le acusa de haber inducido un trastorno del desarrollo y, sobre todo, el pánico de la industria farmacéutica ante los efectos morales y económicos de una demanda multitudinaria por daños atribuidos a alguno de sus productos, se comprende que se haya constituido en regla general evitar, durante el embarazo, el consumo de medicamentos fuera del caso de absoluta necesidad.
Esta es la doctrina oficial, la norma vigente: "Si es posible, no debería tomarse ningún medicamento durante el primer trimestre del embarazo. Además, deberán sopesarse cuidadosamente los beneficios y los riesgos de tomar medicinas durante toda la gestación y el parto". Así comienzan las directrices de la Puesta al día de Diciembre de 1986 del Committee on Safety of Medicines y del Committee on Review of Medicines23.
Frente a estas recomendaciones tan alarmistas, ¿qué está ocurriendo en realidad?
Las mujeres hacen poco caso de ellas. En una revisión del problema, Quirk encontró que del 60% al 75% de las gestantes toman de 3 a 10 medicinas diferentes a lo largo de la gestación24. Otros trabajos muestran que las mujeres gestantes no sólo no se abstienen de tomar medicinas, sino que consumen medicamentos no recetados y que el 40% de ellas lo hacen durante el primer trimestre25.
Por fortuna, se está tratando de poner remedio a esta situación de carencia. Se ha denunciado como una injusticia histórica la marginación de la mujer, y en particular de la mujer gestante, de la investigación biomédica26, y se han tomado medidas a nivel institucional para conseguir que las mujeres y los hombres disfruten de igualdad de oportunidades para participar en los beneficios y en las cargas de la investigación27. No será fácil llegar a ese equilibrio, pues hay datos que indican cuan costoso es vencer la resistencia de la industria farmacéutica a patrocinar investigación en la que las mujeres puedan incurrir en riesgos reproductivos o teratogénicos28.
Imaginemos, por un momento, el futuro, cuando se haya alcanzado el pleno y necesario dominio de las técnicas de terapia génica en células somáticas y nos encontremos ante el desafío de aplicarlas o no a las células de la línea germinal, para curar las enfermedades hereditarias, no sólo en los pacientes que las sufren, sino también en sus descendientes. Una cosa está clara: para que las promesas de la terapia génica de la línea germinal se realicen en un contexto verdaderamente humano, es requisito ético ineludible aplicarlas conforme a las normas exigidas por el respeto a la vida humana naciente y a la dignidad de la procreación, manifestadas con precisión por la Instrucción Donum vitae29, y confirmadas después por el Catecismo de la Iglesia Católica30 y, finalmente, por la Encíclica Evangelium vitae31. El candidato ideal al que se ha de aplicar esa terapia será, sin duda, el embrión humano unicelular o de muy pocas células, fruto del acto de amor de unos padres, que el médico recuperará de la trompa de su madre, lo tratará in vitro, y lo restituirá, curado, al útero de su madre.
Esa actitud positiva contrasta fuertemente con el negativismo de algunas instituciones que consideran intangible el genoma humano ante modificaciones que puedan transmitirse hereditariamente, como con las posturas, meramente pragmáticas, impermeables al mensaje de respeto a la vida del embrión y a la dignidad de la procreación.
5. La obligación de informar sobre el embrión
Quiero terminar refiriéndome a un aspecto típicamente farmacéutico y médico de sus relaciones con el embrión: necesitan tenerlo en cuenta, han de hablar de él con sus madres. Han de referirse a él como a un ser humano, cuando informan a sus pacientes en las consultas prenatales, y, sobre todo, en el momento de prescribir y dispensar. Es importante hablar de seguridad y riesgos de los medicamentos en los dos primeros meses de la gestación.
Pero eso se hace poco. Parece existir, en muchos ambientes médicos y farmacéuticos, en la práctica profesional y en la investigación, una conspiración de silencio en torno al embrión en el seno de la madre. Se prefiere olvidarlo o anularlo, con el propósito de descargar la tensión ética de la destrucción embrionaria de la contragestación y de la reproducción asistida.
Para conseguirlo, se ha acudido a una redefinición de conceptos y a la puesta en circulación de un lenguaje nuevo, que “refuta los errores de concepto y de información que, en el pasado, han ofuscado la entera cuestión de los mecanismos de la contracepción”. La luz que esclarece los problemas viene con la (re)definición precisa, basada en datos científicos, de los términos ‘gestación’ y ‘aborto’, redefiniciones que vienen avaladas por ciertas corporaciones político-científicas, más interesadas probablemente en revestir de aparente dignidad las rutinas profesionales, que en esclarecer la realidad de los hechos. Se acude, por ejemplo, a la autoridad de un diccionario, publicado bajo el patrocinio del ACOG (el American College of Obstetrics and Gynecology), en el que se define la concepción como la implantación del blastocisto y que, por tanto, no es sinónima de fecundación32. La gestación se define como el estado de la mujer después de la concepción y hasta la terminación del embarazo. Las nuevas definiciones recibieron la bendición de la FIGO (la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia), que había sido encargada por la Organización Mundial de la Salud, en 1985, de desarrollar una definición precisa de gestación. Ofreció esta: “La gestación sólo se establece con la implantación del huevo fecundado”33. De acuerdo con las definiciones precedentes de concepción y gestación, son agentes abortifacientes sólo los que actúan para interrumpir la gestación después de la implantación. El período preimplantatorio del embrión ha sido escamoteado.
Lo grave es que la redefinición léxica ha sido elevada a la categoría de hecho biológico duro e inapelable: “El hecho biológico es que la gestación comienza con la implantación y no con la fecundación. Cuando un procedimiento de regulación de la fecundidad actúa antes de la implantación, es importante ética y médicamente explicar a las pacientes que el método no es abortifaciente. Comprendemos que puede haber opiniones diferentes acerca de cuando comienza la gestación, pero [...] esas creencias no pueden cambiar el proceso biológico implicado”34.
El embrión humano en su primera semana queda así cínicamente relegado a la triste condición de los “desaparecidos”. Su destrucción no aparece en el catálogo oficial de conductas éticas. Esta es a ojos vistas una actitud agresiva, acientífica, manipulativa, pues no se basa en la observación de los hechos, sino en su supresión parcial, caprichosa y voluntarista.
Hemos de hablar mucho, y con mucho amor, de que hay dos culturas. Una cultura de la vida, que implica respeto y asombro, veneración y celebración. "Al considerar la realidad profunda de la vida –dijo el Beato Josemaría Escrivá cuando confirió el grado de doctor honoris causa al Profesor Jérôme Lejeune- se escapan del corazón sus afectos más nobles. ¡Con qué amor, con qué ternura, con qué paciencia infinita miran los padres a sus hijos antes incluso de que nazcan!" Y añadía: "¿O no es también espera ilusionada, capacidad de intuición, agudeza de ingenio, la del médico que aplica los remedios más modernos para evitar el riesgo de una enfermedad congénita, que pone quizá en peligro la vida de la criatura aún no nacida?"35
¡Qué pobre en comparación se nos aparece la cultura de la muerte, con su ejercicio del dominio posesivo sobre el hombre, su manipulación de los conceptos, su agresividad violenta hacia los más débiles, incluso su pretendido derecho a decir quien es científico y quien no!
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