Bioética y desarrollo embrionario
Gonzalo Herranz.
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Curso sobre Fisiopatología Tubárica.
Departamento de Obstetricia y Ginecología.
Clínica Universitaria, Facultad de Medicina, Universidad de Navarra.
21 de mayo de 1999.
Los dos modelos de análisis ético
Medicina embriofetal y Farmacología
La ética de la contragestación
La obligación de hablar claro del embrión
Saludo y agradecimientos
Todo el curso gravita sobre la función reproductiva de la trompa. La trompa, en fin de cuentas, es un oviducto. Ya bastante habrán dicho de todo ello Michel Idoate y Fernando de la Fuente. Yo lo que quiero hacer en mi charla es llamar la atención sobre los aspectos éticos de unos pocos hechos básicos: que, de ordinario, la fecundación tiene lugar en la ampolla tubárica y que aquí y en el istmo transcurren las primeras horas y los primeros días del desarrollo embrionario.
Estos hechos, tan conocidos, tienen implicaciones ético-médicas muy importantes. La principal de ellas, se refiere a quien sea el embrión humano que se engendra en la trompa y en ella habita cuatro o cinco días. Pero, no menos importante, es la que se refiere a cuáles son las relaciones éticas que han de establecerse entre el médico y la mujer en cuya trompa flota un embrión.
No parece, de entrada, que nos pueda plantear muchos problemas trazar las coordenadas, en el tiempo y en el espacio, en que transcurre la breve fase tubárica del embrión humano. Su vida se mide en horas y días a partir del momento cero de la fecundación. Su existencia transcurre en la luz de la trompa, en sus segmentos ampular, ístmico e intersticial.
Sabemos que en esos días, el embrión vive unos días de vértigo. Nunca deberíamos cansarnos, en asombro renovado, del hecho de que somos engendrados en la trompa: ahí se encuentran los gametos y ahí se forma el zigoto. Y eso no es una casualidad: la trompa es una estructura activa que capta y acoge a los gametos, los nutre, los madura, y los dirige para que se encuentren.
En la trompa, los espermios terminan su proceso de capacitación. En la trompa, el ovocito, tras la fecundación, ha de eliminar la mitad de la carga genética que contiene, gracias a la finalización de la segunda división meiótica, asimétrica, que expulsa el segundo corpúsculo polar. En la trompa, se verifica la singamia y se inicia el acelerado proceso de segmentación del cigoto, que conduce, al final del día tercero, a una mórula de 12 ó 16 células. Al final de la estancia en la trompa, con el embrión envuelto todavía en la pelúcida, sobreviene el proceso de compactación, en el que las células establecen sistemas de adherencia particulares (de uniones firmes en la periferia; de nexos de comunicación intercelular y desmosomas, en las porciones más profundas) que disponen las cosas para que, el quinto día, con la desembocadura del embrión en la cavidad endometrial, se produzca rápidamente la transición a blastocisto y la denudación de la pelúcida.
Mientras pasan estas cosas tan visibles, se produce a nivel molecular una fuerte activación del propio genoma embrionario. Cada año que pasa se va demoliendo la vieja idea de que el embrión joven es inerte en cuanto a la activación de su genoma y que en sus primeros días vive de las rentas del abundante patrimonio ribosomal heredado de la madre. La activación del genoma embrionario autóctono es muy precoz y tiene lugar ya en la fase de dos blastómeros.
En la trompa, envuelto en la pelúcida, el embrión vive su vida individual, y empieza a balbucear su diálogo, de momento sólo molecular, con su madre. No conocemos muy bien las interacciones moleculares que dependen específicamente de la presencia de un embrión, y no de un mero ovocito, en la trompa, pero sabemos que hay una verdadera cascada de reacciones y adaptaciones, de liberación de factores de crecimiento por parte del epitelio tubárico que influyen sobre el desarrollo inicial del embrión y que, poco a poco, iremos conociendo los mensajes que el embrión envía a ese epitelio.
A nivel clínico, sin embargo, el embrión tubárico hace muy poco ruido. Pasa inadvertido. Está ahí, pero su presencia sólo se hace sospechar más tarde, cuando cumple un par de semanas, y se ha hecho ya suficientemente fuerte para que aquel balbuceo molecular se haya convertido ya en un lenguaje hormonal explícito, cuando la gonadotropina coriónica que segrega es capaz de transformar la fisiología de la madre, mutando el proceso de la menstruación en el proceso de la gestación.
Pero, a pesar de ese silencio, el embrión tubárico existe. ¿Qué relevancia ha de darle el médico al embrión? Es una pregunta importante. Si por paciente entendemos el ser humano que, independientemente de su estado de salud o enfermedad, entra en una relación profesional con el médico, el médico siempre ha percibido la posibilidad, aunque no siempre la realidad, de que, en el seno de la mujer fértil y sexualmente activa, pueda estar presente un embrión. Así, pues, ha de preguntarse ¿a qué pacientes ha de atender cuando asiste a una mujer que es potencialmente madre?
En la práctica médica y hasta no hace mucho, la respuesta dominante era que solamente a uno. En el contexto clínico, el embrión humano era, desde el comienzo de los tiempos hasta hace dos o tres decenios, un ser desconocido, silencioso, oculto. Se podía sospechar indirectamente su presencia, que sólo se confirmaba cuando, siendo ya feto de cerca de cuatro meses, daba, con sus movimientos activos, las primeras e inequívocas señales de su presencia. De la equiparación entre movimientos fetales percibidos, vida fetal y conciencia cierta de gestación quedan huellas, que no acaban de borrarse, en la moral, el derecho y la cultura general.
Por eso, antes, el médico, en razón de su forzada falta de certeza, sentía ante la mujer de edad fértil una mezcla de respeto y perplejidad, pues nunca podía estar seguro de si ella estaba embarazada o no. Al no poder establecer diálogo profesional directo con el embrión, tendía a considerar a la mujer fértil como a su única paciente, una paciente compleja, de la que el embrión podía ser una parte integrante, pero no percibida.
La investigación y las nuevas tecnologías están cambiando el panorama y lo cambiarán cada vez más. Cobra cada vez más importancia el conocimiento y las aplicaciones médicas dirigidas al periodo periconcepcional. Cierto que no podemos visualizar al embrión tubárico en la exploración clínica. Pero se van acumulando cada vez más datos gracias a la investigación, llevada a cabo en ese terreno éticamente ambiguo, sobre el embrión in vitro.
El embrión, ya antes de la implantación, será cada vez más conocido, más tenido en cuenta, con lo que se crearán nuevas relaciones profesionales y responsabilidades éticas entre embrión y médico. Y ello, aún con la oposición de un sector feminista, extremosamente radical, que considera que la medicina trae consigo el riesgo de devaluar la experiencia subjetiva, naturista, del embarazo y de toda la relación materno-fetal.
Los dos modelos de análisis ético
En la ética médica estadounidense, tan ligada a lo legal, tan dependiente de lo que dicen los jueces, se han construido dos modelos, el unitario y el de la diada materno-fetal, como marco de referencia de la ética obstétrica. Los dos modelos ofrecen opciones diferentes para determinar en que medida el tracto genital de la mujer es, por decirlo así, un “espacio público”, un lugar de interacciones humanas, en el que jueces, abogados, filósofos y políticos, y, sobre todo, los médicos pueden valorar si están justificadas, o no, ciertas intervenciones para proteger al futuro niño frente a los riesgos derivados de la enfermedad, el modo de vivir, de trabajar o de divertirse, de la madre. O, por el contrario, si es un recinto privado y exclusivo, donde sólo la mujer reina con poder casi absoluto.
En la perspectiva ético-jurídica americana, los modelos sirven para discutir cuando y en qué condiciones es posible ordenar un tratamiento necesario para curar o prevenir una enfermedad del propio feto, para protegerlo de las enfermedades maternas (diabetes, infecciones) o frente a los daños derivados de estilos de vida patógenos de la madre (alcohol, drogas ilegales, actividad sexual), o para salvarlo de situaciones obstétricas de alto riesgo (cesárea); incluso para conceder o negar la capacidad de concebir.
De ordinario, los dos modelos se han usado para situaciones que afectan al feto en fases avanzadas de la gestación o inmediatamente antes del parto. Merece la pena reflexionar acerca de su relevancia para las relaciones del médico con la gestante y su embrión.
Empecemos por echar una mirada a los rasgos más generales de cada modelo.
Para el modelo unitario, existe delante del médico un solo paciente capaz y competente: la mujer. El embrión está en ella, como parte de su cuerpo. Ella determina la importancia que se concede al embrión. Ella regula el flujo de información que circula entre embrión y médico y filtra a través de su albedrío las decisiones que se toman con respecto a la unidad materno-embrionaria. La relación es lineal. El médico tiene la obligación ética de promover el bienestar de esa unidad, aconsejando y prescribiendo ante la mujer, pero no entra, por decirlo así, en diálogo directo con el embrión, porque la madre habla por ella misma y por su embrión. El médico no tiene derechos ni responsabilidades que le vinculen directamente al embrión. Todo lo más, los tiene mediatos, indirectos y subordinados a través del todo orgánico que es la mujer gestante.
En el modelo unitario, los datos científicos y los criterios basados en pruebas juegan un papel secundario, porque no determinan la decisión final que deba tomarse. La competencia para decidir está concentrada en el único agente autónomo y con capacidad de decidir, que es la gestante. El médico debe respetar lo que la mujer decida y, por lealtad profesional hacia ella, no debería dejar, en situaciones críticas, que su capacidad de consejo y persuasión se limite a la esfera privada, y no sea reemplazada por la intervención coactiva de un juez. Al menos, el médico, en este modelo, no deberá tomar la iniciativa para solicitar la intervención del ministerio público. En una interpretación típica de esta ideología, la Asociación Médica Americana dice: “Si solicitara una orden judicial, el médico estaría privando a la mujer gestante de su derecho a aceptar riesgos personales y sustituiría ese derecho de la mujer por su propio juicio personal acerca de la cantidad de riesgo que es aceptable. Tal modo de proceder socava los mismos fundamentos del consentimiento libre e informado”.
Por contraste, en el modelo de la diada materno-fetal, se tiende a ver al embrión y al feto como a un paciente, genuino e individual, cuyo bienestar y derechos apelan directamente al médico. Obviamente, porque su relación se establece ahora con dos pacientes particularmente conexos, el médico no puede ser ciego al bienestar y a los derechos de la gestante. Justamente ha de tenerlos en cuenta, pues le son necesarios para poder tratar a la madre que es siempre uno de sus dos e importantes pacientes. Pero ahora ya no puede el médico considerar sólo el efecto global de su tratamiento sobre la unidad combinada de gestante y embrión, sino que ha de considerar singularmente qué es lo mejor para cada uno de sus dos singulares pacientes.
El ascenso del embrión a la condición de paciente puede enriquecer de modo extraordinario, y también complicar, el proceso de toma de decisiones, porque multiplica por dos las responsabilidades del médico, y las hace mucho más explícitas, tanto cuando son concordantes como cuando entran en conflicto. En el modelo de dos pacientes, las situaciones en que chocan la autonomía de la madre y el beneficio del embrión no tienen una solución predeterminada, sino que han de ser fuente de mucha reflexión y de soluciones constructivas.
Los médicos de tradición hipocrática-cristiana suscriben de ordinario el modelo de dos pacientes, pues permite abogar con más energía a favor del embrión, lo que es, además de un imperativo de la caridad, un argumento profesional muy fuerte para refutar el aborto.
El futuro trabaja a favor del modelo de dos pacientes. A medida que se conoce más a fondo lo que pasa en el embrión muy joven, se ilumina la responsabilidad del médico hacia él. Son ya muchos los indicios que apuntan en esta dirección: el derecho laboral a ser la mujer protegida de los riesgos genéticos de su progenie, la exigencia de fiabilidad del diagnóstico genético preimplantatorio, la limitación del número de embriones que pueden implantarse en el útero en las intervenciones de reproducción asistida, la represión del daño yatrogénico provocado en el periodo inicial del desarrollo del embrión. El futuro conecta, en el modelo de dos pacientes, con la tradición de cuidados periconcepcionales que buscan la prevención de alteraciones del desarrollo del tubo neural y de daño teratogénico inducido por fármacos o por agentes físicos.
Como es bien sabido, la peculiar biología del embrión crea, por decirlo así, una farmacología específica, muy estrechamente vinculada al modelo diádico: una acción farmacológica beneficiosa para la madre puede provocar efectos indeseados en el embrión.
No son muy importantes, por fortuna y en contraste con lo que ocurre en las semanas siguientes, las relaciones del embrión tubárico con los fármacos. En las primeras dos semanas, el embrión es relativamente refractario a sufrir trastornos malformativos.
El embrión joven no ha desarrollado todavía, o posee sólo en estado muy rudimentario, los mecanismos a través de los cuales, en la vida prenatal más avanzada o en la vida postnatal, los medicamentos son manejados para que ejerzan sus efectos. El propio organismo embrionario no ha desarrollado parte de las estructuras moleculares y celulares para la captación, metabolización y eliminación de muchos fármacos. Estos no pueden ejercer sus acciones específicas sobre efectores que todavía no se han desarrollado o no han madurado en grado suficiente.
Medicina embriofetal y Farmacología
El espectro de reacciones farmacodinámicas del embrión es muy reducido. Una de dos: o los fármacos carecen de efectos en él, muchas veces porque la placenta es impermeable para ellos; o si, por el contrario, son activos, interfieren, no con funciones muy diferenciadas, sino con las funciones básicas del organismo embrionario, que son la proliferación celular y la diferenciación de los esbozos de los órganos. Las consecuencias son fáciles de comprender: unas son generales e inespecíficas, como muerte del embrión y aborto, o también déficit global del crecimiento con peso disminuido al nacer; otras son focales y específicas, constituyen los variadísimos tipos de malformaciones o trastornos locales del desarrollo. Es la toxicidad teratogénica.
Bajo los efectos de los medicamentos que le perjudican, de los agentes anticancerosos que se dan a la madre, por ejemplo, el embrión tubárico puede sufrir pérdidas celulares que, si no sobrepasan un determinado nivel, pueden ser compensadas sin consecuencias gracias a la formidable capacidad de reparación de sus células toti- o pluripotentes; si los daños superan un determinado umbral de intensidad, pueden causar lesiones irrecuperables que conducen a su muerte. Pueden, sin embargo, provocar daños.
Lo dicho basta para fundamentar la conclusión de que, en el contexto del respeto a la vida naciente, hay, ante la diada madre-embrión, ciertos deberes ético-profesionales del médico, a la hora de prescribir medicamentos a las mujeres en edad fértil. El médico ha de abstenerse de prescribirles medicamentos potencialmente teratógenos, y les ofrecerá medicamentos alternativos no-teratógenos, similares en eficacia y seguridad. Si no hay alternativa posible y la enfermedad materna, por su gravedad, ha de ser inexcusablemente tratada con un fármaco teratógeno, es obligado aplicarlo a la dosis efectiva más baja, pues muchos efectos teratógenos son dosis-dependientes. En los casos en que los fármacos teratógenos procuran un beneficio solo marginal o cuando la naturaleza de la enfermedad consiente aplazar el tratamiento, es éticamente obligado diferir la terapia al tiempo en que se ha concluido la organogénesis y ya no hay riesgo apreciable de inducir malformaciones. Para las enfermedades que necesitan tratamiento continuado, convendrá utilizar fármacos no teratógenos antes de la concepción y durante el primer trimestre y cambiarlos a otros en el resto del embarazo.
Sin embargo, y a pesar de actuar con todas las cautelas, no será posible siempre evitar algunos pocos casos de exposición inadvertida, accidental o inevitable, a fármacos teratógenos. Hay fármacos, como algunos análogos de la vitamina A, la isotretinoína, por ejemplo, que mantienen su acción teratógena durante meses. Si su administración se suspende, es posible evitar parte de sus efectos adversos. Y hay fármacos que no se puede dejar de administrar de modo continuado, como ocurre con algunos antiepilépticos, pues suspender el tratamiento podría conllevar efectos graves. En estos casos, el imperativo de no dañar obliga al médico a buscar el equilibrio justo entre el tratamiento de la enfermedad de la madre y la preservación de la vida y la salud del embrión, pues tiene entonces una responsabilidad moral de proteger al embrión y evitarle daños serios derivados de la exposición a esos fármacos.
Siempre, el médico y, en la medida que le corresponde, el farmacéutico han de guiarse por datos científicos sólidos, no por datos anecdóticos que pueden inducir una actitud antiterapéutica poco fundada. Todavía hoy el sombrío recuerdo de la tragedia de la talidomida sigue ejerciendo un efecto pesimista sobre la evaluación general de la teratogenicidad medicamentosa.
Hemos de tener presente que, en el contexto de la diada materno-embrionaria, no es únicamente la madre quien puede enfermar. Puede hacerlo el embrión. Si el embrión cayera enfermo, deberá ser tratado. El Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial de España dice en su artículo 25.2 que “Al ser humano embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas, incluido el consentimiento informado de los progenitores, que inspiran el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la investigación aplicadas a los demás pacientes”. El médico deberá aconsejar a la gestante, cuando la prevención o la curación de una enfermedad embrionaria así lo exigiera y para el bien del embrión, la aplicación de tratamientos medicamentosos, la adopción de medidas dietéticas o la modificación del estilo de vida, aunque ello exija algunas renuncias y sacrificios. No podemos olvidar que, de ordinario, son mayoría las madres que están dispuestas a sacrificar algo de su seguridad, de su estilo de vida y de su salud por el bienestar y la seguridad de sus hijos.
No faltan, sin embargo, quienes piensan que la autonomía de la gestante no debe sacrificarse para satisfacer las necesidades de salud del embrión. Manejan argumentos mucho más jurídicos que éticos para sostener que la madre no tiene obligación alguna de sufrir para que se pueda proporcionar la necesaria atención médica al embrión o al feto. Si lo hiciera, dicen, se rebajaría a cumplir el papel pasivo de contenedor fetal, que se abre a fin de acceder a la criatura, incluso corriendo el riesgo de causar daños al contenedor. También se ha criticado el entusiasmo por la naciente medicina embriofetal, pues podría ofrecer un firme apoyo al derecho a la vida del no nacido, derecho que puede entrar en colisión, en especial cuando la madre ha correr ciertos riesgos, con el derecho, legalmente reconocido, al aborto.
Por fortuna, las relaciones madre-embrión se mantienen en un campo de gravitación más entrañable y humano que el del análisis frío de los conflictos de derechos que hacen los cultores de la muerte. Sin duda, el futuro desarrollo de la medicina y la cirugía embriofetal, tanto en su vertiente curativa como en la preventiva, incrementará las oportunidades y los conflictos. Es de esperar que la servidumbre más o menos importante que la protección de la salud y el bienestar del embrión o el tratamiento de sus enfermedades exija de las gestantes sea prestada con el amor y disponibilidad propios de una madre. No olvidemos que en nuestra lengua, gestar es llevar y sustentar la madre en sus entrañas el fruto vivo desde la fecundación hasta el momento del parto.
Ese tiempo, de la concepción al parto, tiende a ampliarse, para incluir el período preconcepcional, los días que inmediatamente preceden a la fecundación. Ese tiempo se ha convertido en un momento de alta temperatura farmacológica. Es el momento en que han de actuar los fármacos que tratan de evitar la aparición de ciertos errores del desarrollo y concretamente de los trastornos del cierre del tubo neural. Pero también, y paradójicamente, incluye los días en que actúan los fármacos o venenos contragestativos, que tratan de destruir al embrión recién concebido, bien interceptando el mecanismo de nidación, bien actuando como abortivos de la fase embrionaria.
La ética de la contragestación
La historia de la farmacología de la contracepción hormonal señala una clara tendencia evolutiva: su punto de acción se ha ido desplazando de la mujer al embrión. Empezó siendo anovulatoria: la píldora de primera generación trataba de impedir la ovulación con el propósito claro de que no pudiera darse la fecundación, y lo conseguía a costa de su elevado contenido hormonal. Ahora no excluye la acción interceptiva: ya no interesa interferir con la ovulación, pues es más eficaz impedir la nidación del embrión. Y si la nidación se ha cumplido ya, se lo puede eliminar mediante la píldora abortiva, que tiene su máximo de eficacia frente al embrión de menos de 8 semanas. De la anticoncepción se ha pasado a la contragestación.
Cuando Baulieu acuñó el término contragestión no lo hizo para designar de un modo novedoso la acción de la RU 486. Trataba, con el neologismo, de desterrar la idea de aborto: “Mi propósito –escribió- es eliminar la palabra aborto, porque esa palabra es tan traumática como el hecho mismo del aborto”. Pero le interesaba también destacar el hecho de que la píldora abortiva no constituye, por ser abortiva, una novedad en el campo del control de los nacimientos. “Muchos métodos de control de la fertilidad –afirmó- no son contraceptivos en el sentido común y aceptado del término. En el caso de los dispositivos intrauterinos, de la contracepción hormonal a base de gestágenos y en la contracepción postcoital, estamos ante una interrupción posterior a la fecundación, que tendría que ser considerada como abortiva. [...] Por esa razón, hemos propuesto el término ‘contragestión’, una contracción de ‘contra-gestación’, para incluir la mayoría de los métodos de control de la fertilidad”.
En cierto modo, se ha cerrado ya el arco contraceptivo. En un trabajo muy reciente sobre la eficacia contraceptiva de la mifepristona, se dice: “Una dosis baja de mifepristona, que no inhibe la ovulación, reduce de modo significativo la fertilidad al alterar el endometrio”. Se considera la contracepción endometrial como un camino lleno de promesas y muy atractivo, pues permitirá dejar intacta la función ovárica y no perturbará prácticamente el curso del ciclo menstrual. El costo de la contracepción correrá íntegramente a cargo del embrión y resultará fisiológicamente gratis para la mujer. En el terreno ético-social se habla de contracepción endometrial, como si la cosa nada tuviera que ver con el embrión. Pero conviene no olvidar que la farmacología de la contracepción endometrial busca alterar en forma mínima el endometrio en lo que mira a la mujer, pero lo vuelve inhóspito en lo que mira al embrión. Aprovechando el conocimiento cada día más preciso del continuo y sofisticado diálogo molecular que mantienen madre y embrión, se procura alterar específicamente la expresión de ciertos factores que son necesarios para la implantación. El resultado es la inhibición de la implantación del blastocisto.
La obligación de hablar claro del embrión
¿Está usted embarazada o puede estarlo? Hable, por favor, con la enfermera. Así dice una advertencia que está en los cubículos de los Servicios de Radiodiagnóstico.
Quiero terminar refiriéndome a un aspecto significativo de las relaciones del médico con el embrión: tenerlo en cuenta al hablar de él con sus madres.
Han de referirse a él como a un ser humano, cuando informan a sus pacientes en las consultas prenatales, y, sobre todo, en el momento de prescribir y dispensar. Es importante hablar de seguridad y riesgos de los medicamentos en los dos primeros meses de la gestación.
Pero eso se hace poco. Parece existir, en muchos ambientes médicos, en la práctica profesional y en la investigación, una conspiración de silencio en torno al embrión joven en el seno de la madre, en especial al embrión todavía no anidado. Se prefiere olvidarlo o anularlo. No sabemos mucho de él. Tampoco interesa mucho saber demasiado, pues es bueno tener un escape para descargar la tensión ética de la destrucción embrionaria de la contragestación y de la reproducción asistida.
Para conseguirlo, se ha acudido a una redefinición de conceptos y a la puesta en circulación de un lenguaje nuevo, que “refuta los errores de concepto y de información que, en el pasado, han ofuscado la entera cuestión de los mecanismos de la contracepción”. La luz que esclarece los problemas viene con la (re)definición precisa, basada en datos científicos, de los términos ‘gestación’ y ‘aborto’, redefiniciones que vienen avaladas por ilustres corporaciones político-científicas, más interesadas probablemente en revestir de aparente dignidad las rutinas profesionales, que en esclarecer la realidad de los hechos.
Se acude, por ejemplo, a la autoridad del ACOG (el American College of Obstetrics and Gynecology), que define la concepción como la implantación del blastocisto. Por tanto, concepción no es sinónima de fecundación. La gestación se define como el estado de la mujer que se extiende desde la concepción (implantación) hasta la terminación del embarazo. Esas nuevas definiciones recibieron la bendición de la FIGO (la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia), que había sido encargada por la Organización Mundial de la Salud, en 1985, de desarrollar una definición precisa de gestación. Ofreció esta: “La gestación sólo se establece con la implantación del huevo fecundado”.
De acuerdo con las (re)definiciones de concepción y gestación, son agentes abortifacientes sólo los que actúan para interrumpir la gestación después de terminada la implantación.
El período preimplantatorio del embrión no se toma en consideración, nos ha sido escamoteado. Esto expolia a la Obstetricia de los importantísimos capítulos de la fertilidad y la esterilidad, de la fecundación y sus trastornos, del transcurso tubárico del embrión humano, del fascinante proceso de la anidación.
Lo grave es que la redefinición léxica no se establece como cuestión de lenguaje políticamente correcto, sino que se eleva a la categoría de hecho biológico duro e inapelable: “El hecho biológico es que la gestación comienza con la implantación y no con la fecundación. Cuando un procedimiento de regulación de la fecundidad actúa antes de la implantación, es importante ética y médicamente explicar a las pacientes que el método no es abortifaciente. Comprendemos que puede haber opiniones diferentes acerca de cuando comienza la gestación, pero [...] esas creencias no pueden cambiar el proceso biológico implicado”.
El embrión humano en su primera semana queda así cínicamente relegado a la triste condición de los “desaparecidos”. Su destrucción no aparece en el catálogo oficial de conductas éticas. Esta es a ojos vistas una actitud agresiva, acientífica, manipulativa, pues no se basa en la observación de los hechos, sino en su supresión parcial, caprichosa y voluntarista.
Sería bueno, entonces, que si ya no se puede hablar de aborto, y tampoco siquiera, como quería Baulieu, de contragestación, se redefiniera la eliminación embrionaria contragestativa con términos precisos. Habría que hablar de embriocidio.
Nada se dice sobre lo que pasa al embrión entre la fecundación y la anidación: ni de su entidad biológica ni de su rango ético. Los expertos, las autoridades oficiales han decidido ignorar su existencia. Es inquietante la ingenua franqueza con que se volatiliza, oficialmente, al embrión preimplantado. La ciencia oficial prescinde de él, lo desconoce: es un no-existente.
Con el apoyo de la ciencia organizada, pasa a ser doctrina oficial que el decisivo tiempo biológico que transcurre entre la fecundación y la anidación carece de interés para la embriología clínica, para la fisiología o la farmacología de la reproducción, y, como era de esperar, también para la ética.
Esta es a ojos vistas una actitud acientífica, manipulativa, pues no se basa en la observación de los hechos, sino en su supresión parcial, caprichosa y voluntarista. Al redefinir lo que es concepción y gestación, se crea una ventana de irresponsabilidad moral: La destrucción del embrión preimplantatorio no se puede llamar aborto, ni se pueden calificar de abortifacientes los agentes que los matan o que hacen imposible la anidación del embrión preimplantado. Pero la realidad está ahí clara e innegable: muchos agentes contraceptivos actúan a través de la destrucción de seres humanos en los días de su existencia flotante que van de la fecundación a la anidación.
Pero no ha sido necesario esperar al desarrollo de los contraceptivos de acción abortiva para comprender el continuo que forman contracepción y aborto. Hace ya más de veinte años, cuando las leyes de aborto estaban dando sus primeros pasos en los países avanzados, Emily Campbell escribía en el International Inventory of Information on Induced Abortion: Aborto y contracepción deben ser considerados conceptualmente como elementos complementarios que se aplican en un sistema total de planificación de nacimientos y de control de la fertilidad. Se describe a menudo el aborto como el modo de control de nacimientos usado con mayor frecuencia y posiblemente también como el procedimiento mediante el cual se ha impedido el mayor número de nacimientos. El aborto provocado ha jugado un papel más prominente que la contracepción en la caída de la fertilidad que ha experimentado el mundo occidental desarrollado.
¡Qué pena tan grande que el conocimiento que tenemos del embrión humano sea tan frecuentemente despreciado, incluso prohibido! A mi modo de ver, uno de los mayores errores judiciales de todos los tiempos ha sido la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos cuando, en 1983, en el pleito de un centro de salud reproductiva contra el municipio de Akron, en Ohio, estableció que mostrar a la mujer que solicitaba el aborto una fotografía de un embrión de la edad del que ella se propone destruir o mostrarle en directo la imagen ecográfica del embrión viviente que llevaba en su seno era no sólo un modo ilegítimo de ofrecer información para el consentimiento al aborto, sino un atentado a la libertad, un desfile de atrocidades, una muestra de tortura ideológica. Nunca los datos que la ciencia es capaz de revelar han sido más brutalmente despreciados.