Celebrar el Evangelio de la vida
Gonzalo Herranz
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Jornada sobre el mensaje de la Encíclica Evangelium vitae en su aniversario
Universidad de Navarra, 21 de marzo de 1996
I. La celebración del Evangelio de la vida en la carta del Papa
II. ¿Qué es celebrar el Evangelio de la vida?
La celebración del Evangelio de la vida en la docencia universitaria
La celebración en el activismo a favor de la vida
III. Celebrar el valor de la vida, una tarea permanente
Ladrillos para construir la cultura de la vida
En el capítulo IV y último de la Encíclica Evangelium vitae, nos propone el Papa proféticamente la construcción de una nueva cultura de la vida. Nos pide a todos el Papa, para empezar, que desarrollemos y arraiguemos en nosotros la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida, para que vayamos por el ancho mundo, por la ciudad de los hombres, promoviendo un cambio cultural, radical y profundo. El Evangelio de la vida que nos ha sido entregado gratuitamente ha de transformarnos en heraldos gozosos de la verdad sobre la vida. Cada uno de nosotros ha de presentarse ante los hombres con gestos de amor humilde, de alegría sosegada, para difundir, sin vanagloria ni amargura, la buena nueva.
Nos dice el Papa que, aunque la evangelización de la vida es de una pieza, una acción global y llena de fuerza, implica, sin embargo, a la Iglesia y a los seguidores de Cristo en la triple misión profética, sacerdotal y real del Señor. Conlleva, por ello y de modo inseparable, las dimensiones del anuncio, la celebración, y el servicio caritativo, que son tres modos de difundir el Evangelio de la vida.
Voy a tratar de hacer algunas reflexiones sobre la segunda de esas direcciones: celebrar el Evangelio de la vida. Es probablemente, de las tres, la que, en el pasado histórico y en la reflexión presente, ha recibido menos atención, aunque, a mi modo de ver, no tiene menos importancia que las otras dos. No he encontrado entre los comentarios hechos sobre la Encíclica en el año primero de su publicación ni uno sólo que trate específicamente de qué cosa sea la celebración del Evangelio de la vida. Hay, es cierto, consideraciones de tipo pastoral que preceden incluso en el tiempo a la publicación de la Encíclica, que han inspirado, en algunos países o diócesis, la tradición naciente de celebrar cada año un Día de la Vida. Pero, tengo la sospecha de que la celebración del Evangelio de la vida no ha despertado mucho interés entre los estudiosos del documento. No hay, por tanto, mucha bibliografía en que apoyarse.
No faltan, en apariencia, razones para explicarlo. Parece obvio, a primera vista, que la celebración del Evangelio de la vida no puede competir, en interés teórico, con la urgente tarea de analizar teológicamente y anunciar al mundo la doctrina de la Encíclica; ni, en prioridad práctica, puede hacer sombra a la ingente y urgente tarea de servir ese evangelio con obras y de verdad.
Me parece, sin embargo, que el de la celebración del Evangelio de la vida es un tema de consideración, necesitado de estudio y desarrollo, porque es decisivo para encontrar el tono que han de tomar las otras dos direcciones, de anuncio y servicio, de la acción evangelizadora de la vida a la que el Papa nos invita.
Con demasiada frecuencia vemos que, en el trabajo de quienes quieren contribuir -con el pensamiento y la acción- a la construcción de la cultura de la vida, se dan componentes de dureza, acritud o resentimiento. Muchas veces, sobre todo en ambientes particularmente conflictivos, a causa de la pugna, crónica y sin pausa, con enemigos poderosos y encarnizados, el pensar y el obrar de los defensores de la vida tiende a degradarse en una belicosidad a la contra, en una ideología más negadora que afirmativa, en un activismo fuertemente marcado por lo anti (antiaborto, antieutanasia, anticontracepción, antireproducción asistida), de modo que resulta poco atrayente para los que la observan desde fuera. Y, lo que es peor: la fijación obsesiva por desautorizar al enemigo favorece el abandono del cultivo y fortalecimiento de la propia identidad e incluso amenaza con anular la eficacia de la acción evangelizadora.
Creo que está justificado tener la celebración del Evangelio de la vida por tema digno de consideración y conversación, a pesar de lo poco maduradas que están mis reflexiones. En todo caso, esta intervención mía servirá para recordar algunos puntos de la Encíclica.
Voy a tratar de tres puntos. El primero es resumir lo que el Papa nos dice en la Encíclica sobre la celebración del Evangelio de la vida. Después, trataré de identificar el papel que la celebración debe desempeñar en la educación de quienes trabajan en la atención de salud y en el activismo en favor de la vida. Por último, haré unos breves comentarios acerca del carácter permanente que en nuestro trabajo tendrá ya para siempre el celebrar el valor de la vida, de la necesidad de incluir siempre un elemento de celebración en todo lo que -sea con el pensamiento, la palabra escrita u oral, o la acción- contribuyamos a construir la cultura de la vida.
I. La celebración del Evangelio de la vida en la carta del Papa
No son pocas, pero sí decisivas e iluminadoras, las indicaciones que el Papa nos da en la Encíclica sobre este punto.
1. Por una parte, celebrar el Evangelio de la vida es una de las tres direcciones que reiteradamente el Papa incluye en el programa que la Iglesia ha de afrontar para cumplir su misión en favor de la vida y para superar positivamente la crisis, en que nuestra cultura está inmersa, sobre el valor de la vida y la significación de la muerte.
El Papa emplea por primera vez en la Encíclica la expresión celebrar el Evangelio de la vida cuando, al cerrar el Capítulo I, dice: “Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe [en Cristo], y ante los desafíos de la situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y la responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio de la vida”.
Pero pienso que, ya desde el principio de la carta y sin decirlo, el Papa está explicándonos que es eso de celebrar la vida. El Papa siempre recomienda -y ese es su ejemplo constante- que siempre que sea posible comencemos nuestras reflexiones y enseñanzas éticas con alguna referencia a la Escritura, que tratemos de darles un fundamento bíblico. Fiel a su propia recomendación, el Papa da fundamento escriturístico a esta larga reflexión moral que es la Evangelium vitae. Pues bien, resulta que el primer apoyo bíblico sobre el que el Papa asienta sirve para situarnos en una atmósfera de celebración. El texto de la Encíclica se abre con un aire de fiesta, de alegría: En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como noticia gozosa: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esa gran alegría. La Navidad pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye de ese modo el fundamento y el colmo de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16,21).
El evangelio de Lucas sigue siendo la guía para comprender la alegría con que hay que celebrar el anuncio y el advenimiento de cada vida humana, la dignidad de cada niño no nacido todavía. Dice el Papa en el punto 45 de la Encíclica que la revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde su comienzo. El Papa nos presenta la escena exultante de la Visitación de María a Isabel como un estallido de gozo por la vida, en la que se celebra tanto la fecundidad y la espera ilusionante de la vida, como el valor de la persona humana desde la concepción. Isabel se goza de su embarazo y agradece a Dios la oportunidad, tardía pero feliz, de ser madre: “El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres” (Lc 1, 25). Sirviéndose de una cita de San Ambrosio, se exalta el valor misterioso de la vida prenatal: “el niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después de que fue repleto el hijo, también quedó colmada la madre”.
2. Por otra parte, el Papa perfila, al comienzo del Capítulo IV de la Carta, los modos y los campos en que ha de celebrarse el Evangelio de la vida. Nos dice que las tres dimensiones de anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida son inseparables. Añade a renglón seguido que, dentro de la vida de la Iglesia, cada uno de los operarios del Evangelio ha de cumplirlas según su propio carisma y ministerio. Así pues, unidad y diversidad, fidelidad y espontaneidad (p. 78). Y concluye un poco más adelante, en el p. 79, que “todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción”. Es decir, hay una celebración que tiene que ver con la liturgia, pero otra celebración se hace en el ancho mundo, en el campo sin orillas de la existencia entera.
Pero es en los puntos 83 a 86 donde el Papa trata por extenso de la celebración del Evangelio de la vida. No es fácil resumirlos, pero lo intentaré.
La correspondiente sección de la carta lleva como lema unas palabras del Salmo 139/138: “Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy”. Esta jaculatoria de gratitud y asombro da la tonalidad jubilosa y agradecida a mucho de lo que sigue. Con profunda intuición psicológica y pastoral, el Papa nos recuerda que somos enviados al mundo como “pueblo para la vida” y que el anuncio del Evangelio de la vida ha de ser celebración verdadera y genuina que, con sus gestos, símbolos y ritos, se convierta en vehículo de la belleza y grandeza de este Evangelio. No son, pues, pequeñas las dimensiones de esta celebración, ni sus objetivos.
En un giro inesperado, el Papa nos dice inmediatamente que para que la fiesta sea auténtica es necesario que nuestras almas hayan reflexionado a fondo sobre ese Evangelio, que hayamos cultivado en nosotros, y fomentemos en los demás, una mirada contemplativa. Hemos de hacer actos de fe, profundizar en la fe, en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre como un prodigio. Necesitamos ver la vida humana en la profundidad de la contemplación para asombrarnos sin tregua de su gratuidad y su belleza y de la invitación a la libertad y responsabilidad que en ella está incluida. Esa mirada contemplativa, que es respetuosa, no posesiva, y penetrante, nos revelará en cada persona la imagen viviente del Creador, nos hará ver por transparencia la intangible dignidad de cada ser humano tantas veces ocultada debajo de la apariencia de enfermedad, sufrimiento, vulnerabilidad, o de precariedad que antecede a la muerte. Esa mirada contemplativa encuentra sentido a toda vida humana, pues descubre en el rostro de todo hombre una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad. La reflexión a fondo sobre el Evangelio de la vida ha de llenarnos el ánimo de religiosa admiración por cada ser humano, ha de hacernos capaces de venerar y respetarlo. El Papa regresa al punto de partida, al afirmar que es en virtud de esta visión contemplativa del hombre como el pueblo de la vida puede prorrumpir en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, don que incluye misteriosamente la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de la gracia y de una comunión sin fin con Dios Creador y Padre.
Sentado así el fundamento, el Papa nos invita a participar activamente en la celebración de la vida y a edificar la cultura de la vida en su dimensión festiva. Nos ofrece un conjunto de ideas, amables y fuertes, que, si asimiláramos a fondo, podrían dar a nuestro diálogo con los hombres una frescura siempre renovada y una capacidad inagotable de superar prejuicios.
La primera actividad en que ha de manifestarse la celebración del Evangelio de la vida es el gozo en el Amor creador de Dios, en la Vida divina, vivificadora por sí y creadora de la vida, de la que procede todo ser viviente y de la que viene a las almas ser inmortales. Creemos en un Dios personal, Creador y Dador de vida, al que no basta simplemente confesar como remoto Principio, Causa y Fundamento único de la vida. Es preciso también alabar, contemplar y celebrar a Dios como Vida que vivifica toda vida.
El Papa va enumerando posibilidades y sugerencias aptas para celebrar la vida. Nos invita a alegrarnos a diario, en nuestra oración, con alabanzas a Dios nuestro Padre que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando éramos todavía informes (cfr. Sal 139/138, 13, 15-16). Nos invita a prorrumpir, con las palabras que sirven de lema a esta sección de la encíclica, en acciones de gracias a Dios por la maravilla que somos (Sal 139/138, 14). Tomando unas líneas de una reflexión sobre la muerte de Pablo VI, Juan Pablo II nos presenta el contraste misterioso que forman vida y muerte como ocasión de alegría: “Esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria”.
El Papa insiste una vez y otra, pues ahí está el cimiento de la cultura de la vida, en asentar en nuestra conciencia la idea clara y profunda de la dignidad de todo ser humano. Y esa dignidad, tantas veces opacificada por la enfermedad y la ignorancia, ha de ser, sin embargo, siempre celebrada porque en ella nunca falta un chispazo de la gloria de Dios: “En cada niño que nace y en cada hombre que vive y muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo”.
Más ideas se contienen en estos puntos 83 a 86 de la Encíclica, pero ya tendremos más adelante ocasión de considerarlas.
II. ¿Qué es celebrar el Evangelio de la vida?
Si hubiéramos absorbido plenamente en nuestra alma, en nuestra conciencia moral, esta actitud incondicionada de admiración y gozo, ante la dignidad casi divina del hombre, sería muy fecunda y animosa nuestra actividad en favor de la cultura de la vida que el Papa nos invita a edificar, cultura que lo abarca todo y que tiene mil aspectos diversos.
Yo puedo hablar, con algo de conocimiento, del papel que la celebración del Evangelio de la vida puede jugar en dos áreas: la docencia de la Medicina (no me atrevo a hablar de otros estudios universitarios), y las acciones sociales promovidas en favor de la vida.
La celebración del Evangelio de la vida en la docencia universitaria
Paradójicamente, no parece muy aguda esa mirada contemplativa de que habla el Papa entre muchos universitarios. Para empezar, ¡qué pobremente inspirados y escritos parecen la mayoría de los libros que estudian nuestros alumnos! Son libros fríamente descriptivos, escritos sin entusiasmo por la vida, con una seudoobjetividad unidimensional, aburridamente formalistas. Habría que reescribir los tratados de Biología y Patología del hombre con una actitud nueva, que, junto al rigor de la observación científica y la evaluación crítica de hechos e hipótesis, incluyeran el rasgo definitivamente humano de la admiración. Muchas veces bastaría introducir en libros y explicaciones pequeñas pausas que dieran lugar al asombro y a sus innumerables motivos. Como ha sugerido un gran investigador contemporáneo, seríamos mejores educadores si proporcionáramos, en nuestras clases y en nuestros libros de texto, oportunidades a nuestros alumnos y lectores de sondear nuestra ignorancia, de hacer algunos cálculos de lo mucho que queda por descubrir, de la inagotable riqueza de la realidad viviente. Así podríamos proteger a los estudiantes de Medicina, a los médicos y a quienes cultivan las ciencias de la vida, de la tentación terrible del simplismo mecanicista, del riesgo la visión rutinaria de la vida, de la banalización de lo asombroso, de la desertización afectiva de lo biológico.
Es necesario echarle vida a la vida. Sólo así, podremos protegerlos frente a la sutil narcotización del cientifismo. La obsesión mecanicista -no el análisis científico de los mecanismos y procesos biológicos y de su adaptación a las condiciones anormales inducidas por la enfermedad- tiende a grabar en la mente del estudiante y del investigador, que sólo lo mecanicísticamente explicable tiene realidad, lo cual viene a significar, como hábito intelectual, que sólo es biológico lo muerto, pues el paradigma hoy vigente -el de la Biología y la Medicina moleculares- afirma que todo ha de explicarse en términos de moléculas. Se mata así, del embrión al alma viviente, todo lo supramolecular, pues en la mentalidad mecanicística tiende a considerarse irreal cuanto no sea inmediatamente explicable en términos moleculares. La vida misma se convierte así en una irrealidad.
Las consecuencias son catastróficas, como lo revela el empobrecimiento de la Filosofía biológica. Tomlin ha afirmado que, al tenerse el modelo mecanístico como forma única de ortodoxia, la Biología ha sido absorbida en una especie de Tanatología. La vida es definida y explicada en términos de lo que está muerto. Pero la mentalidad reduccionista reina sobre todo lo creado: hablar, por ejemplo, de embriones humanos como de seres humanos que han de ser respetados es tenido por una excentricidad. Admitir que en el embrión se expresa una naturaleza humana parece una traición a la ciencia. En el fondo, no se puede afirmar que en realidad existen seres vivos, pues lo que es real por definición es lo no-viviente.
Pero la vida existe. Y también los seres vivos. Y hemos de amarlos en su integridad para conocerlos y reconocerlos como tales. Hay un modo verdaderamente profesional y científico de hacerlo. Basta con la honradez en el intelecto, la sinceridad en la mirada, y el amor gozoso a la vida. Me gusta citar fragmentos de artículos de Lewis Thomas, artículos reunidos en sus antologías: The Lives of a Cell, The Medusa and the Snail. La vida de Lewis Thomas no estuvo iluminada por la luz de la fe: discurrió en la penumbra de la nostalgia de Dios. Pero, además de biólogo y patólogo de mirada penetrante y original, y escritor fascinante, fue un enamorado de la vida, un testigo de las maravillas del vivir, lo cual le permitió ser para los demás un Vigía biológico -así firmaba sus artículos. Escribió sobre los seres vivos como muy pocos lo han hecho hasta ahora.
De un artículo titulado Sobre la Embriología tomo esta muestra, en la que Lewis Thomas nos relata lo que sucede en los días primeros de nuestra vida. Lo hace con tal garbo que lo que ocurre en ese albor de la vida se convierte en una intensa vivencia, en un asombro. “Tú partes de una sola célula que proviene de la fusión de un espermio y un oocito. La célula se divide en dos, después en cuatro, en ocho, y así sigue. Y, muy pronto, en un determinado momento, resulta que entre ellas aparece una que va a ser la precursora del cerebro humano. La mera existencia de esa célula es la primera de las maravillas del mundo. Deberíamos pasarnos las horas, mientras estamos despiertos, comentando ese hecho. Tendríamos que pasarnos el santo día llamándonos unos a otros por teléfono, en inagotable asombro, para citarnos y charlar sólo de esa célula. Es algo increíble. Pero ahí esta esa célula, encaramándose a su sitio en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de toda la historia, de todas las partes del mundo, como si fuera la cosa más fácil y ordinaria de la vida.
Si quieres vivir de sorpresa en sorpresa, ahí tienes la fuente de todas ellas. Una célula se diferencia para producir el masivo aparato de trillones de células, que se nos ha dado para pensar, imaginar, y también, para el caso, para quedarnos de una pieza ante tan formidable sorpresa. Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para discutir ante un Comité del Congreso, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para realizar ese acto maravillosamente humano de estirar el brazo y reclinarse contra un árbol: todo eso se contiene en esa primera célula. En ella está toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música.
No se sabe como tiene lugar esa diferenciación. En el mismo comienzo del embrión, cuando no es más que un montoncito de células, parece que toda esa información y muchísima más está latente en cada una de sus células. Cuando aparece la célula madre del cerebro, se conecta lo que va a determinar su cerebridad, y, al mismo tiempo, se desconectan o anulan todas las otras potencialidades, de tal manera que esa célula ya no podrá optar, como podían hacerlo sus precursoras, por convertirse en célula del tiroides, del hígado o de cualquier otra variedad de tejido. Ya sólo puede ser cerebro.
Nadie tiene ni la más remota idea de como eso se hace, pero la verdad es que nada en este mundo parece más interesante. Si antes de morirme -concluía Lewis Thomas- alguien encontrara la explicación de ese fenómeno, yo haría una locura: alquilaría uno de esos aviones que pueden escribir señales en el cielo, más aún, una escuadrilla entera de esos aviones, y los mandaría por el cielo del mundo para que fueran escribiendo un signo de admiración tras otro, hasta que se me acabase el dinero”.
La razón de haber leído el largo fragmento de Thomas no está, se comprende, en la magistral ponderación con que se realza un dato biológico de extraordinaria magnitud (las palabras de Thomas, en cierto modo, se refieren sólo al aspecto científico-biológico del problema y están levemente teñidas de biologismo). Ha merecido la pena leer la extensa cita en razón del entusiasmo contagioso, el asombro desbordante y el amor por la vida que expresan. Deberíamos esforzarnos por poner parejo entusiasmo, asombro y amor en nuestras lecciones y discusiones académicas, y en las conversaciones con nuestros amigos. Así debería ser, a mi modo de ver, el tono que deberíamos emplear, de vez en cuando, cuando tengamos que argüir en favor de la vida humana, del respeto biológico por todos y cada uno, incluido el jovencísimo ser humano embrionario.
Pero hace falta algo más. Para ser un promotor activo de la cultura de la vida no basta el conocimiento cordial e intenso. Hay que favorecer el crecimiento del carácter. La cultura de la vida requiere generosidad y servicio, vencer el egoísmo, capacidad de aventura. El Papa dice en el punto 88 de la carta que hace falta una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y a cada uno a hacerse cargo del peso de los demás, que se necesita una continua promoción de vocaciones de servicio, particularmente entre los jóvenes. Ese esfuerzo educativo es imprescindible y urgente en el contexto social de hoy, tan frío y egoísta.
En un análisis de la crisis de humanidad que está sufriendo desde hace unos años la práctica de la Medicina, un médico judío, el prof. Shimon Glick, afirma que tal crisis es el resultado directo del empobrecimiento en valores morales y éticos que muchas sociedades democráticas occidentales han introducido en sus sistemas educativos. No hace falta más que calcular la calidad humana y moral que tendrán los jóvenes, hombres y mujeres, candidatos a la profesión médica que han sido criados y educados como niños o adolescentes en un ambiente relativamente acomodado pero abiertamente permisivo, que se han acostumbrado a obtener sin esfuerzo y pronto lo que quieren y siempre que lo desean; a los que se les enseña que el objeto último de la vida es aspirar al bienestar y a la autosatisfacción del deseo con el costo moral más bajo posible. ¿Es razonable esperar, se preguntaba Glick, que esos niños se conviertan en adultos morales que se entreguen con energía generosa al mejoramiento de la sociedad, cuando escogen la Medicina como vocación?
En el estilo educativo de hoy falta la educación para la generosidad, para la alegría de dar y darse. No se fomenta la estima por los valores morales. La educación en la virtud ha sido expulsada tras etiquetarla de moralina. Solo se tiene en cuenta lo que se tiene y se posee. No hay respeto de sí mismos, porque no se celebra el respeto hacia los demás.
A veces, por sucumbir al atractivo de los valores del mundo (del pseudoelitismo de las altas calificaciones, del concepto de la carrera profesional como ejercicio de mera competitividad, del darwinismo social de la supervivencia del mejor dotado o del más agresivo), la Universidad se deja despojar de lo mejor que tiene, que no es tanto el favorecer el aprovechamiento técnico, cuanto fraguar el carácter de sus estudiantes. La integridad humana y moral es lo más importante que puede producir todavía hoy una universidad.
No creo que la transformación de la universidad se pueda hacer, en el mundo occidental, sin un cambio profundo, sin una nueva evangelización, sin la vuelta a las raíces cristianas. Y pienso que esa vuelta no la harán los futurólogos ni los especialistas en calcular las tendencias sociológicas, sino quienes sean capaces de devolverle la alegría de vivir. Y en este aspecto, la celebración de la vida parece algo esencial. La fuerza de la enseñanza sobre el valor de la vida es la admiración que cada uno siente cuando se da cuenta del modo maravillosos en que están edificados su cuerpo y su alma y el destino al que le impulsa el ser icono de Jesucristo.
La celebración en el activismo a favor de la vida
Me parece que una de las tentaciones más insidiosas que amenazan a los defensores de la vida es la de sucumbir a la tristeza. No les faltan motivos si las cosas se ven de tejas abajo. Pero sería penoso que la buena sal perdiera su sabor, que los predicadores del Evangelio de la vida se volvieran amargos y vengativos, que pusieran en sus palabras y sus acciones más irritación que alegría, más rencor que esperanza, más antagonismo que caridad. Se comprende que quien cada día entra en contacto con la agresividad ideológica de los neomaltusianos y de quienes controlan los centros neurálgicos de la inspiración política y del control profesional, o quien trata de comprender la extensión e intensidad de la masiva destrucción de vidas humanas que, con protección de la ley, se perpetra hoy en el mundo, tiene razones sobradas para sentirse muy afligido y triste: son muchos los pecados que se cometen, muchas las vidas que se cercenan, mucha la obstinación impenitente.
Pero no podemos olvidar que esos sentimientos son incompatibles con la evangelización de la vida. En toda circunstancia, el Evangelio de la vida es una buena nueva, llena de esperanza y de promesas, que ha de ser presentada con serenidad y amor. Y si fuera posible, con viveza en los ojos y una sonrisa en la cara, con corazón comprensivo y generoso, con paciencia, valentía y sencillez, y sin que nunca falte un toque de humor.
Vuelvo a recordar la primera página de la Encíclica. En ella se nos encarece que el Evangelio de la vida sea predicado con fidelidad y fortaleza, sin temor, pero con la alegría de una buena nueva a los hombres de todas las épocas y culturas, pues es una ley nueva de libertad, gozo y bendición. El Papa nos recuerda que los mandatos de Dios nunca están separados de su amor, que son siempre un regalo que se hace para alegría y crecimiento del hombre.
Es muy importante que demos con la clave tonal justa que ha de tener nuestra palabra y nuestro trabajo en favor de la vida. En Veritatis splendor, muy al principio, el Papa habla del esfuerzo de hallar “expresiones siempre nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad” y recuerda a continuación que la Iglesia es experta en humanidad, una Madre y Maestra que se pone al servicio de cada hombre, de todo el mundo.
El activismo en favor de la vida ha de estar informado de alegría. Se nos dice en Evangelium vitae que el Evangelio de la vida es para la Iglesia no sólo una proclamación alegre, sino en sí mismo fuente de alegría. No es una convicción política, o un modo de juzgar sobre demografía, o de evaluar las relaciones sociales lo que ha de impelernos a defender la vida, sino, si tenemos el espíritu del Evangelio de la vida, la gratitud que sentimos por la incomparable dignidad del hombre. Esa es la razón que nos ha de impulsar a hacer partícipes de nuestro mensaje a los demás hombres y mujeres.
Después de leer muchas publicaciones de movimientos pro-vida, especialmente de un amplio sector procedente de los Estados Unidos, echo de menos el espíritu afirmativo, alentador, alegre, celebrativo, que debe dar energía a las acciones pro-vida. Hay en esas publicaciones demasiada política, excesivas referencias personales a los fautores del mal, sobrado localismo. No son muy inspiradoras muchas de esas publicaciones. Les falta generosidad intelectual.
Pero esa generosidad nos es necesaria. El Papa ha querido añadir un elemento nuevo al activismo en favor de la vida. Tras recordar, en el punto 84 de la Encíclica, que las celebraciones del año litúrgico deberán ser ocasión privilegiada para acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida y ocasión para expresar admiración y gratitud por la vida recibida como un regalo, y tras señalar la estrecha relación de los Sacramentos con los momentos más significativos de la existencia cristiana -del nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte- el Papa añade que es necesario saber apreciar y valorar los gestos y símbolos de los que son ricas las diversas tradiciones culturales, las costumbres de los pueblos. Es una tradición que no se puede olvidar. Todos los pueblos han celebrado, con relatos y cantos, con poemas y danzas, con encuentros y fiestas, el gozo por la vida que nace, el respeto y defensa de toda existencia humana, el cuidado por el que sufre o está necesitado, la protección del anciano, la participación en el dolor del que muere, el duelo del que está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.
Para crear un ámbito a estas ideas y acogiendo una sugerencia del Consistorio de Cardenales de 1991, el momento germinal de la Encíclica, el Papa quiere que se celebre cada año una Jornada por la Vida, en la que todos debemos participar.
Tal Jornada es un desafío para todos nosotros. Todos, cada uno a su modo, ha de prepararse para participar activamente en esa Jornada, ha de contribuir a suscitar en el ámbito familiar, eclesial y civil, el reconocimiento del sentido y el valor de la vida humana, en todos sus momentos y condiciones. El Papa nos invita a centrar nuestra atención de modo particular en revelar la gravedad del aborto y la eutanasia. Pero una cosa está clara en el mensaje del Papa: después de Evangelium vitae el activismo pro-vida no puede dejar de ser afirmativo y revelador de su riqueza evangélica. No puede caer ya nunca más en el juego triste de hacer la contra, de aceptar el reto de competir en el odio o en la altanería, como quieren sus enemigos.
III. Celebrar el valor de la vida, una tarea permanente
Pienso que la celebración del Evangelio de la vida se ha de basar en dos apoyos fundamentales. El primero, muy fácil de expresar y, con la ayuda de Dios, de poner en práctica, consiste en una gozosa y fiel aceptación de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia. El segundo ha de ser la firme convicción de que este es un trabajo para mucho tiempo, un punto fijo en la agenda de trabajo de todos nosotros. Nos corresponde cooperar vitaliciamente, cada uno con su propio carisma y vocación, en la divulgación, celebración y servicio de este evangelio. Hemos de ser trabajadores incansables en un trabajo absorbente y casi interminable.
Esto significa que, por el resto de nuestras vidas, habrá de dedicar cada uno una parte sustancial de su tiempo y esfuerzo a esta tarea tan dura como prometedora. No podemos consentir que el impacto de la Encíclica se amortigüe y se extinga en unos pocos meses.
Cada uno contribuya según su leal saber y entender. Yo estoy tratando de buscar lo que llamo ladrillos para construir la cultura de la vida.
Ladrillos para construir la cultura de la vida
En tiempos recientes, se está prestando en la enseñanza de la ética médica cada vez más atención a la presentación de casos como recurso didáctico para desarrollar las habilidades y destrezas del análisis ético y la toma razonada de decisiones. Pero también se quieren hacer valer los relatos detallados de episodios clínicos, de situaciones dilemáticas, como medio de comprensión humana más profunda, como narrativas llenas de significado, que aguzan la percepción de lo éticamente significativo o que descubren perspectivas, hasta entonces opacas, hacia la interioridad del paciente.
Yo creo que, en la construcción de la cultura de la vida, esos relatos pueden ejercer una función educativa y celebratoria de primera magnitud. Pueden ayudar a descubrir la hermosura humana de la rectitud moral, la virginal sinceridad del amor a la vida precaria, la autenticidad y nobleza del servicio a la vida. Y eso sin un dramatismo tristón, sino con la naturalidad sencilla de quien tiene una visión justa de la grandeza y la precariedad de la vida.
Desde hace algún tiempo, me dedico con afán a coleccionar unos relatos a los que designo ladrillos para construir la cultura de la vida. Los incluyo en la carta circular que envío cada dos meses a los miembros de la Academia Pontificia para la Vida. Como muchos de ellos me escriben para agradecerme que les haya hecho llegar ese pequeño muestrario de casos en los que aparece encarnado el Evangelio de la vida, voy a terminar mi intervención con uno de esos relatos, que presenta de modo muy elocuente, casi dramático, los valores humanos ínsitos en la aceptación de la vida precaria de un niño malformado.
Es una historia real en la que una mujer, médica psiquiatra, nos relata con mucha sencillez como se vive el respeto a la vida deficiente en el contexto de la civilización del amor. La historia no tiene ni un miligramo de sentimentalismo. Está contada con la objetividad que da el oficio de la Medicina y con la sensibilidad de quien profesa la Psiquiatría.
Cuenta la autora su alegría al quedar embarazada poco antes de las Navidades de 1992. Nos habla de la alegría con que la noticia fue recibida por ella y su marido, médico también, y por los futuros y orgullosos abuelos; y de como las semanas siguientes estuvieron llenas de expectativas y esperanzas. Nos cuenta su gozo al notar, a las 18 semanas, los primeros movimientos fetales. Pero poco a poco surge una preocupación: su vientre no se abulta en la medida de lo esperado. Acude a un obstetra que practica una ecografía y le da la terrible noticia de que hay un oligohidramnios y que el feto presenta malformaciones múltiples, y tan graves que es muy probable que la gestación no pueda llegar a término.
Lógicamente, la noticia fue devastadora: Karen sintió por unos días la sensación de haber perdido a su hijo y lloró mucho por él, como si hubiera muerto. Nos dice: “La tabla de salvación a la que nos agarramos mi marido y yo era esta: que aquella vida, minúscula y dañada, que se nos había dado, era preciosa y no la podíamos abandonar. En aquellos primeros días de zozobra, como si fuera consciente de la necesidad de recordarnos su importancia, el niño se movía dentro de mí mucho más de lo que lo había hecho antes. Llegamos a la conclusión de que no íbamos a hacer nada que no fuese para beneficio del niño. Así se lo dijimos al médico y lo comprendió.
Los meses que siguieron fueron muy duros. Fuimos aprendiendo a querer a ese hijo tan especial e inesperado, y a temer el momento en que se nos pudiera morir. Nos ayudaron mucho nuestros familiares, amigos y colegas. Nos dieron muchos ánimos, y la verdad es que los necesitábamos todos. Una ecografía en la semana 25 mostró que había muy poco tejido pulmonar, por lo que el pronóstico se ensombreció todavía más. Era tremendo sentirle lleno de vida y saber que nunca podría vivir fuera de mí. La gente me felicitaba cuando me veía por la calle o en el hospital, y me preguntaba como iban las cosas. Menos mal que, poco a poco, todos fueron sabiendo lo que estaba pasando.
Hubo dudas de cómo preparar el parto: si podría ser necesaria una cesárea, pues la presentación era de nalgas; si sería bueno monitorizar el parto o una intervención de urgencia en caso de que el cordón umbilical quedara comprimido. Mi cabeza daba vueltas. Unos momentos quería que todo terminara pronto, y otros deseaba que fuera posible llevarlo dentro de mí siempre, vivo y moviéndose. Pero una cosa estuvo siempre clara: no lo íbamos a abandonar.
El 3 de agosto de 1993 el obstetra me hizo la cesárea. Sacó de mi vientre a Jennifer Grace -así la bautizamos- una niña sonrosada, preciosa, un poco pequeña, la verdad. La tuve en mis manos un momento, pero inmediatamente se la llevaron los pediatras. Mi marido y yo experimentamos una alegría real. Él se fue con ella a Pediatría y allí presentó la niña a los abuelos como una ‘luchadora muy valiente’. La volví a ver cuando tenía tres horas y media de edad. Una ecografía había confirmado que carecía de riñones y que no era posible que sobreviviera. Tenía también hipoplasia pulmonar, pero no hicimos nada, pues la ventilación asistida no le hubiera ayudado. Durante los últimos cinco minutos de su vida la acunamos en nuestros brazos y le dijimos adiós. Mi madre me ayudó a vestirla y le hizo unas fotografías.
¿Por qué cuento esta historia? Simplemente para que se sepa lo que sucedió. Quizá esto sirva para que algunos se planteen seriamente si el aborto es lo mejor que se puede hacer, tanto por los padres de un feto gravemente malformado, como por la criatura misma. Después de la muerte de Jennifer hemos pensado mucho sobre aquellos meses de mi embarazo. Fue un tiempo muy especial, precisamente porque ella estaba con nosotros. Ahora, podemos dar gracias por ella y llorarla como un miembro de nuestra familia al que quisimos mucho y al que hemos perdido.
Tuvimos un funeral para celebrar su corta vida y rendirle tributo por el inmenso bien que nos hizo. Podemos visitar su tumba y llevarle flores. Podemos hablar de ella. Y si tenemos otros hijos, podremos contarles cosas de su hermanita mayor. Podemos hacer todo eso. Y eso nos ayuda a mitigar el dolor de haberla perdido. Si la hubiéramos abortado, todo eso nos estaría prohibido”.
Aquí termina el relato de Karen Palmer. Creo que su historia es una prueba de la inmensa riqueza humana, del ennoblecedor potencial moral que hay en el respeto a la vida, tan trágicamente ausente en la cultura de la muerte.
Vayamos por el mundo sembrando con alegría esta doctrina tan humana y verdadera, dando gracias a Dios que nos permite sacar del odio amor, de la muerte vida. La cultura de la vida ha de construirse y de pensarse con la ayuda de la reflexión del teólogo, la abstracción del pensador y la investigación del sociólogo. Pero también con historias personales, con poesías y canciones que cuenten la hermosura de la vida real, de la firmeza del amor. Y que lo hagan con fuerza, no para dejar una impresión fugaz, una leve conmoción del espíritu, sino una herida que duela cada día. Hemos de cargar de comprensión el fuerte enfrentamiento entre pro-lifers y pro-choicers, no en el sentido de ceder en los principios innegociables del respeto sagrado a la vida humana, sino poniendo más oración por la conversión de los equivocados, sentir hacia ellos un amor dolorido a causa de sus errores. No podemos olvidar que la celebración del Evangelio de la vida está ligada al oficio sacerdotal de los seguidores de Cristo, que ha de informarla de mucha misericordia e intercesión. Todos hemos de hacer, bajo el influjo de la gracia, un esfuerzo por comprender a los errados y atraerlos con infinito amor. El Papa nos da ejemplo, cuando convoca a la conversión al Evangelio de la vida a las mujeres que han recurrido al aborto. La Iglesia -dice Juan Pablo II- sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en su decisión y no duda que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa, incluso dramática. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no cabe ceder al desaliento ni abandonar la esperanza. Hay que comprender lúcidamente lo ocurrido e interpretarlo en su verdad. Pero cabe todavía la gran esperanza del arrepentimiento, del perdón del Padre de toda misericordia. Hemos de construir, de la mano del Papa, esa nueva sociología del perdón, de la verdad del arrepentimiento, uno de los actos humanos más elevados, que es la síntesis de la falibilidad del hombre con el amor misericordioso de Dios.
Tienen esas historias personales de error y de regreso a la casa del Padre toda la fuerza de la vida real. Son historias, me parece a mí, que hay que ir contando a la gente para atraerlas al Evangelio de la vida.
Muchas gracias.