Conflictos potenciales en las relaciones interprofesionales
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Sesión en Curso de Bioética
Pamplona, viernes, 21 de junio de 1991, 18,30 a 19,45.
Deontología general de las relaciones interprofesionales
Sobre la inevitabilidad del disenso en las relaciones interprofesionales
Autonomía y jerarquía en áreas de responsabilidad compartida
En lo que se supone que va a ser una larga intervención mía esta tarde, hemos de tratar un tema que necesita de ese tiempo y mucho más. Porque las relaciones que se anudan entre médicos, entre enfermeras, entre farmacéuticos, entre auxiliares, entre directivos, entre sí y de unos con otros, constituyen esa tupida y compleja red de estímulos y respuestas, de acciones concertadas y sinérgicas, que mantiene la salud de la población y que previene y cura la enfermedad. Pero en medio de esa coordinada y pacífica actividad conjunta, de vez en cuando, a veces con una frecuencia alarmante, surgen conflictos y choques de magnitud muy diversa, que pueden poner en peligro la salud y la vida de la gente, o que, y eso es lo que más nos interesa hoy, puede amenazar la libertad o la integridad moral de los colegas y de los otros profesionales de la salud.
Para distribuir de un modo razonable la materia que hemos de considerar, voy a tratar primero de la deontología general de las relaciones interprofesionales. Analizaré después qué lugar hay en ellas para el disenso. Terminaré con algunas reflexiones sobre cómo se pueden conjugar autonomía individual y organización jerárquica en el desempeño del trabajo en equipo.
Pasemos pues a nuestro primer punto.
Deontología general de las relaciones interprofesionales
Los profesionales de la salud pueden, por razones de (sub)desarrollo socioeconómico o de demografía profesional, trabajar separados. Un médico puede verse obligado a actuar como enfermero y farmacéutico, o una enfermera se ve obligada a hacer de auxiliar, de burócrata e, incluso, de médico. Pero lo ordinario, entre nosotros, es el trabajo en colaboración, creador de múltiples y variadas interrelaciones. El médico necesita que otros profesionales apliquen al paciente cuidados de enfermería, practiquen análisis de laboratorio, examinen bajo determinados aspectos al paciente, dispensen fármacos. Aunque desempeñe el médico un papel decisivo en la atención de los pacientes, si se quedara solo les prestaría unos cuidados muy deficientes, fragmentarios. No puede ser él el cuidador exclusivo de la salud: necesita de la colaboración de los miembros de las otras profesiones sanitarias. Retiene, ciertamente, la responsabilidad última ante su paciente, lo cual le obliga a coordinar la tarea de todos, a señalarse a sí mismo y a cada uno de los que colaboran con él los objetivos y límites del trabajo individual y de la tarea de cooperación. Aunque en todo ello tenga que haber un poco de sentido de la organización y de ciencia de la gestión, lo que nos interesa a nosotros es la ética de las relaciones interprofesionales.
Siguiendo, como hilo vector, las normas éticas de los Códigos de Deontología de enfermeras, farmacéuticos y médicos, voy a resumir las nociones que deben regir las relaciones interprofesionales, que, a mi modo de ver, son cuatro: las ideas de respeto ético, de territorialidad de las responsabilidades, de corrección en el mando, de delegación de funciones.
Las relaciones interprofesionales han de tener un carácter atento y respetuoso. Por atención y respeto ha de entenderse aquí, lo mismo que en las restantes ocasiones en que se trata del respeto deontológico, no sólo el conjunto de gestos que impone la buena educación, sino algo más profundo: el reconocimiento de que quienes colaboran en la atención de los pacientes son verdaderos profesionales, que disfrutan de autonomía y competencia, que tienen derecho a ser tratados como personas responsables y entendidas en la correspondiente materia. Se trata, en fin de cuentas, de personas moralmente adultas, cuyas convicciones y dignidad han de ser tenidas tan en cuenta como las propias.
Esa obligación general de respeto hacia las profesiones que están al servicio de la salud del hombre, ha de aplicarse de modo concreto y directo a las relaciones con los colaboradores inmediatos. La lógica de esta norma es evidente, pues así lo exige el mejor servicio a los enfermos, para los que es bueno verse atendidos por profesionales que colaboran en buena armonía y que se estiman mutuamente. Sería para los enfermos y sus allegados ocasión de inquietud observar que entre quienes les atienden se dan incomprensiones y que no se ocultan ni su hostilidad ni su desprecio recíproco. Es inevitable que los enfermos sospechen, en esas circunstancias, que ni unos informarán a los otros con la necesaria confianza y lealtad, ni cumplirán con entusiasmo y puntualidad las órdenes recibidas.
Es igualmente una norma común la que impone respetar las competencias específicas de cada una de las profesiones. Es lo que se puede llamar el principio de territorialidad. Cada una de las profesiones tiene sus propias tradiciones de calidad profesional y sus normas peculiares de deontología, que todos deben conocer y respetar: no sólo las propias, sino también las de los otros. Todos deben resistir la tentación de invadir el campo de las competencias específicas ajenas. Las fronteras de las responsabilidades de cada profesión y de cada persona han de estar señaladas -mejor, recogidas por escrito- con la mayor precisión posible. Y el criterio para trazarlas es el mejor interés del paciente. Si alguna vez surgieran conflictos de competencias, habría que aclararlos y ventilarlos amigablemente, pero jamás discutirlos en presencia del paciente. Es por ello necesario que todos, antes o al inicio mismo de su colaboración, negocien los términos de ésta y se pongan de acuerdo acerca de las cuestiones (objetivos técnicos, procedimientos prácticos, estilo humano) que conviene concertar si se quiere alcanzar la necesaria armonía. Y, una vez bien avenidos en esos puntos, no echarán nunca en olvido que la buena convivencia exige una cierta dosis de tolerancia y de confianza en la honestidad y competencia profesional de todos.
Esa armonía es más fácil de alcanzar si las instrucciones se dan con claridad y mesura. No sería buena la conducta de quien dicta habitualmente sus órdenes de modo tajante, con energía excesiva, o la de quien continuamente introduce cambios en el modo de proceder habitual sin justificarlos con las razones oportunas, o la de quien trivializa su autoridad dando instrucciones detalladísimas para encargos más o menos rutinarios. La verdadera confianza en los colaboradores se manifiesta en dar órdenes sólo cuando sea necesario y hacerlo entonces con humanidad y de modo preciso y claro. Esto excluye toda ambigüedad o falta de precisión en las órdenes, e incluye la importante obligación de escribir con letra legible (por todos, no sólo por los especialistas en la interpretación grafológica) las recetas, órdenes o instrucciones que se transmiten a sus colaboradores.
Pertenece a la ética común que, de ordinario, cada uno ha de cumplir las órdenes que se le asignan. Pero si alguien no estuviere de acuerdo con el contenido moral o técnico de la orden recibida, deberá comunicar las razones del desacuerdo a quien dio la orden, y éste debe escucharlas y modificar o mantener la orden después de considerar serenamente los datos del problema planteado. Nunca se podrá obligar a ningún colaborador a actuar en contra de su propia conciencia o a hacer algo que le parece poco razonable o contra razón. Concretamente, ningún médico responsable debería sentirse seguro de la tarea de unos colaboradores que siempre se mostraran obsequiosos y redujeran su responsabilidad personal a una ética de sumisión pasiva. Y cuidará mucho de no imponer a sus auxiliares una conducta de obediencia ciega. En la Medicina de hoy, nadie puede justificar su conducta invocando que en su trabajo se limita simplemente a cumplir órdenes: tal actitud es profesionalmente indefendible, tanto desde el punto de vista ético como legal.
La frontera interterritorial ha de estar clara, pero ha de ser permeable. Es muy humano echarse una mano unos a otros, y muy necesario de vez en cuando. Es precisamente en esa voluntaria y supererogatoria suplencia donde se decide el tono humano de la cooperación interprofesional. A nadie se le caen los anillos por sustituir a otro en un momento de apuro en una tarea de apariencia humillante (la categoría de las tareas depende de la dignidad humana de quien las realiza y de la dignidad humana de aquel a quien se sirve con ellas), ni nadie puede sentirse ofendido si se le pide una ayuda ocasional para hacer algo que no está incluido en la lista de sus obligaciones. Pero no hay nada más odioso en este terreno que abusar de la buena voluntad de los demás, de vivir parasitariamente del esfuerzo de los otros.
Puede ser necesario, a veces, instituir de modo formal la delegación de funciones. Para delegar funciones en los colaboradores, para modificar de modo estable las fronteras que separan los campos de responsabilidad profesional, es necesario proceder con criterios muy restrictivos y con un fuerte sentido de la responsabilidad. Sólo de ese modo se podrán obtener los máximos beneficios de tal cooperación. El médico sigue siendo el responsable último ante el enfermo y, por tanto, asume ante él las consecuencias de todas sus decisiones, entre las que se cuentan las que puedan derivarse de haber confiado a personas no médicas la realización de ciertos procedimientos que sólo a él le corresponde hacer. Es un impedimento a la delegación de funciones en colaboradores, incluso en el caso de que sean médicos, la carencia de la debida cualificación, o la simple falta de experiencia. Si el médico necesita delegar funciones en colaboradores no médicos, lo hará, bajo su responsabilidad, en personas cuya competencia y buen juicio le sean patentes, al mismo tiempo que permanece disponible para intervenir, si fuera necesario. La delegación de funciones tiene sus límites. Son actos médicos indelegables, por su propia naturaleza, los que tienen que ver de modo inmediato con el diagnóstico (obtención de la historia clínica, exploración física del paciente), con la determinación de la terapéutica inicial y sus modificaciones ulteriores, y también los que deben preceder a la extensión de un certificado médico.
Sobre la inevitabilidad del disenso en las relaciones interprofesionales
Un hecho manifiesto en las sociedades de hoy es el pluralismo, la diversidad. La gente se ha puesto de acuerdo en no estar de acuerdo, y eso se manifiesta no sólo en la intimidad de las conciencias, en el campo de las ideas políticas, de las convicciones religiosas, de los estilos de vida, sino también en la actuación profesional. Se da por descontado que en la sociedad hay un campo dilatadísimo para la diversidad, que las diferencias de opinión y de acción han de ser compatibles con la convivencia social pacífica. Pero, curiosamente, hay mucha menos tolerancia para el disenso en las relaciones interprofesionales.
Y, sin embargo, tan patente como el pluralismo macrosocial es el pluralismo de la microsociedad que forman médico y paciente, o de la que constituye el equipo de atención de salud, o de la que queda encerrada entre las paredes de un hospital. Fijémonos por un momento con lo que ocurre en un hospital.
Hay gente que niega que los hospitales, en especial los hospitales públicos, puedan tener, en cuanto institución, una conciencia moral o profesar determinadas convicciones éticas. Dicen que un hospital consiste en ladrillos y mortero, y que carece, en consecuencia, de capacidad para oponer objeciones éticas. Pero la vida real refuta tal nihilismo ético. Cuando alguien considera que sus expectativas éticas no son atendidas o son defraudadas por un médico o enfermera, acude al director de la institución, para que abogue en su favor. La institución o sus directores no pueden dejar de actuar como agentes morales. Es impensable que se abstengan de intervenir cuando entran en juego desacuerdos sobre cuestiones éticas relevantes.
He querido señalar esto para indicar que un hospital, un ambulatorio, el sencillo consultorio de un médico, son lugares de cuya identidad forma parte lo ético. De modo implícito o explícito, todos tienen, y deben manifestar públicamente, una identidad moral. Tal identidad ética institucional está constituida por un conjunto definido de obligaciones que son asumidas y publicadas, que manifiestan, en congruencia con el pluralismo ético de la sociedad, que tal institución, tal farmacia, tal dispensario, sanciona tal o cual actitud ética específica a la cual se siente moralmente obligado, o se inclina más bien por un pluralismo más abierto, ilimitado.
La manifestación pública de la identidad ética de las instituciones y de los individuos puede hacer mucho por reducir la intensidad y frecuencia del desacuerdo ético entre profesionales y enfermos y entre los mismos profesionales. El disenso es asunto de ordinaria administración. Médico y enfermo discrepan con frecuencia sobre el plan terapéutico a seguir: la desobediencia en el cumplimiento de los regímenes medicamentosos o en la evitación de los riesgos voluntarios de salud está a la orden del día. Los datos, los criterios y los métodos por los cuales los médicos toman sus decisiones son increíblemente diversos. Las evaluaciones y recomendaciones de las Conferencias de Consenso acerca de los procedimientos preventivos, diagnósticos y terapéuticos son seguidas por una fracción muy pequeña de los médicos. A pesar de la educación médica continuada y del estudio personal de la bibliografía, los médicos siguen recetando según pautas asistemáticas, intuitivas, caprichosas. Esto ha llevado a algunos a considerar que la libertad de prescripción es una coartada para el capricho y la pereza intelectual y que debería ponerse fin a ella.
No es fácil encontrar una solución. Es evidente que la libertad clínica permite el escándalo de que haya médicos que practican una Medicina sin base científica, cual es el caso de muchas prácticas alternativas deliberadamente manipuladoras de la credulidad; o la de los practicones que ignoran los progresos consolidados de los años recientes. Pero una Medicina sin libertad clínica sería todavía mucho peor. La Medicina más avanzada, si se convierte en un sistema estandarizado, dogmático, donde para cada problema existe una solución oficial, universal, vinculante, inmutable, es inexorablemente una Medicina dogmática, que, en pocos años, se convierte en una superstición.
La Medicina es, por su propia naturaleza, abierta, progresiva: lo cual significa que no admite un punto final. En la práctica médica, todo es, en principio, provisional. Son muy pocas las verdades definitivas, innegociables, monolíticas, en Medicina. Son cosas como el respeto a la vida y la integridad de los hombres, la obligación de buscar el perfeccionamiento científico de los actos médicos, la pugna por dar calidad a los cuidados profesionales. En todo lo demás, hay sitio para el disenso.
No sé si lo que antecede ha servido para justificar la necesidad y la conveniencia de la diversidad de opinión y práctica en Medicina. El problema en torno al disenso radica precisamente en como practicarlo. La deontología tradicional impone la obligación de no sacar a la plaza pública la discusión de los desacuerdos que se den entre los colegas en cuestiones científicas, profesionales o deontológicas, cuestiones que deben discutirse en la sede apropiada: en privado, en sesiones celebradas en el interior de la profesión.
Esto no quiere decir, en absoluto, que la deontología limite el derecho a la libertad de pensamiento o de libre expresión. La madurez ética de los profesionales ha de manifestarse en la tolerancia para la legítima diversidad, en la crítica serena, en el respeto hacia las personas. El precepto hipocrático de que lo primero es no hacer daño tiene, en la circunstancia del desacuerdo, un oportuno campo de aplicación. La deontología profesional no sólo no impone la uniformidad ideológica: reconoce y fomenta la libertad profesional al establecer precisamente la obligación de practicarla correctamente y, en concreto, que no se dañe al compañero que la ejerce, cuando disentimos de él. Recuerda a los colegiados que ventilar en público legítimas diferencias de opinión puede tener efectos poco deseables desde una perspectiva ética, tales como generar confusión entre quienes siguen la polémica, dar origen a una promoción publicitaria indebida de procedimientos o personas y crear ocasiones de trato mutuo poco respetuoso. El acaloramiento de una polémica no es la sede más adecuada para informar o educar al gran público ni para mantener relaciones correctas con los colegas.
Hay ciertas cuestiones profesionales en las que, de no llegar los interesados a un acuerdo, conviene acogerse al arbitraje del Colegio. Sólo después de agotada esta vía de conciliación ante el Colegio sin que se haya alcanzado una solución satisfactoria y justa a juicio de ambas partes, es ético apelar a la vía legal para dirimir las diferencias. Sin embargo, la experiencia demuestra que es cada vez mayor la distancia que separa las exigentes normas deontológicas de corrección y respeto mutuos de las laxistas sentencias judiciales increíblemente tolerantes con la zafiedad y la agresión ideológica. La separación entre legalidad y moralidad en cuanto a lo que se debe entender por incorrecto en las relaciones interprofesionales, se ha hecho demasiado grande.
Es necesario aprender la práctica del desacuerdo educado. Las razones para no polemizar más allá de lo razonable provienen no del indiferentismo o del escepticismo en materia científica o profesional, sino de la noción de que hay muchas cuestiones abiertas que admiten varias soluciones, ninguna de las cuales posee atributos que la hagan tan superior a las demás que uno ha de sentirse urgido a seguirla y también a imponerla a otros. Como, en los asuntos dejados a la libre discusión, nadie puede ser obligado a ir en contra de su leal saber y entender, es necesario concluir que lo correcto es no proseguir la discusión más allá de un punto. Es irracional e inoperante emplear lenguaje violento para tratar de persuadir a otros.
Todo esto puede parecer muy ideal. Y lo parece porque, quizá, una discusión sobre el disenso no se puede desconectar de una realidad permanente: la ordenación jerárquica de los grupos formados por profesionales de la salud. Los desacuerdos que se dan inter pares pueden llegar a ser a veces muy complicados y duros. Pero el desacuerdo entre superiores y subordinados tiende a provocar una tremenda cantidad de dolor y encarnizamiento. ¿Qué nos dice la deontología acerca de la autonomía y la jerarquía en las relaciones interprofesionales?
Autonomía y jerarquía en áreas de responsabilidad compartida
Las relaciones jerárquicas juegan un papel muy importante en la ordenación administrativa y funcional de la Medicina. Basta recordar que la organización interna de las instituciones sanitarias, públicas o privadas, han tenido de siempre una estructura jerárquica, están “jerarquizadas”. Por su lado, la profesión de enfermería nació con una estructura casi paramilitar y conserva una fuerte impronta jerárquica. Desde el punto de vista jurídico, la organización jerárquica está en la base de los diferentes tipos de responsabilidad subsidiaria. Pero, por otra parte, y es lo que nos interesa hoy, son causa de frecuentes y dolorosos conflictos entre colegas. Los médicos tienen opiniones bastante dispares acerca de cuáles son los atributos y los límites de la jerarquía dentro de los grupos de trabajo.
El actual Código de Ética y Deontología Médica es el primero que se ha atrevido a introducir una inicial regulación deontológica de las relaciones jerárquicas. Nos viene a decir que la ordenación jerárquica dentro de los grupos de trabajo (llámense Departamentos, Servicios, Secciones o Unidades, estén radicados en Hospitales, Clínicas o Ambulatorios), deberá ser siempre respetada, pero nunca podrá constituir un instrumento de dominio o exaltación personal. Quien ostente la dirección del grupo cuidará de que exista un ambiente de exigencia ética y de tolerancia para la diversidad de opiniones profesionales, y aceptará la abstención de actuar cuando alguno de sus componentes oponga una objeción razonada de ciencia o de conciencia. Añade a esto el Código que los Colegios no autorizarán la constitución de grupos en los que pudiera darse la explotación de alguno de sus miembros por parte de otros.
Se reconoce el hecho de la organización jerárquica: siempre que dos o más médicos se agrupan para cooperar en la atención de los enfermos, para programar o realizar investigación clínica o para educar a estudiantes o graduados, es preciso que uno de ellos asuma la responsabilidad última del grupo ante el paciente, la institución que patrocina la investigación o la autoridad académica. Es necesario, a la vez que se le adjudique y reconozca la potestad de coordinar la contribución de cada uno a la tarea común. En este sentido, la organización jerárquica responde a una necesidad funcional básica: es un modo legítimo de crear orden y eficiencia en un grupo de personas que han de trabajar juntas.
Ocurre, por otro lado, que el nuestro es un tiempo muy exigente con quienes gobiernan. Se ha hecho habitual criticar, y criticar con gran dureza, a los que tienen el poder. Hoy no basta tener el mando. A pesar de las posibilidades casi ilimitadas de manipular la opinión pública, los investidos de jerarquía no sólo han de cuidar su imagen; tienen que ganar día a día la adhesión de los gobernados por medio de la competencia, la honestidad y el ejemplo. El que dirige el grupo de atención médica ha de tener, además de la idoneidad técnica para tomar decisiones, autoridad moral y científica, y también, y sobre todo, capacidad de trabajo y respeto hacia los subordinados. La autoridad ha de concebirse más como un servicio que como ocasión dominio o exaltación. No debiera ser nunca un premio concedido a la simple antigüedad en el escalafón, ni una prebenda al servilismo político.
Es muy difícil el gobierno de un grupo sin disponer de normas escritas. Su carencia hace más fatigosa la tarea de gobernar, al tiempo que incrementa el riesgo de caer en la arbitrariedad y de crear entre los gobernados desorientación y disgusto. La gente desea, en general, saber a qué atenerse. Cada persona debe conocer cuáles son sus obligaciones ordinarias y también quiénes le pueden transmitir órdenes y sobre qué materias. La indeterminación de las responsabilidades de los que mandan es particularmente dañosa.
Además de un mínimo de codificación permanente (reglamento de gobierno, descripción de las funciones de cada cargo y de cada puesto de trabajo), es recomendable para el buen gobierno que se convoque a todos los que tienen el derecho y la obligación de participar en la toma de determinadas decisiones, para que con su voz y, en su caso, con su voto ayuden a mejor acertar. La participación favorece la aceptación de las decisiones y la lealtad entre todos los que componen el grupo y posibilita la creación de una atmósfera de respeto y tolerancia. Siempre habrá conflictos, pero es más fácil resolverlos sin violencia en un ambiente en el que todos se sienten responsables.
El Código impone a quien asume la dirección el deber de respetar las convicciones de sus colaboradores, de aceptar la abstención de actuar cuando alguno oponga una objeción de ciencia o de conciencia y de disponer los medios para que tales conductas no perjudiquen el reparto equitativo de la carga de trabajo entre todos. Esta norma deontológica tendrá cada vez mayor vigencia e interés.
Entre los fenómenos más significativos de la sociedad contemporánea se cuentan el reconocimiento del pluralismo ético como una realidad en la que hay que convivir y la aguda sensibilidad hacia los derechos humanos individuales. Ambos fenómenos se concretan, entre otras cosas, en la necesidad de respetar las convicciones de los demás y en la condena de la coacción.
El respeto para la diversidad ideológica debe estar presente en las relaciones jerárquicas entre colegas. Quien dirija la distribución del trabajo deberá aceptar y respetar la objeción a determinadas actuaciones que algunos o todos los miembros del grupo pueden invocar por razón de sus convicciones científicas o de conciencia. Es cierto que tales objeciones, al romper las rutinas establecidas, pueden causar inconvenientes de una cierta cuantía. Pero esos inconvenientes no son una magnitud negativa: son el precio que hay que pagar por el progreso moral de la sociedad. Hay quien no lo ve así, y tiende a considerar la objeción de conciencia como una situación irregular, molesta, incluso incivil. Sospechan que, a veces, la objeción se invoca como una coartada para eludir trabajos desagradables y que siempre la objeción crea fricciones dentro del grupo. Es moralmente odioso invocar la objeción de ciencia o de conciencia como treta para verse libre de trabajos poco atractivos. La integridad moral de quien objeta le exige aceptar una carga de trabajo que compense equitativamente la que haya dejado de hacer en virtud de su abstención. Y quien tiene el gobierno del grupo, al tiempo que respeta la objeción, ha de proveer, sin arbitrariedades a favor o en contra, a que esa compensación se haga en justicia.
A veces, se ha invocado una Ética civil, ecuménica y pacífica, como el mínimo común divisor ético para la convivencia de todos en la sociedad pluralista de hoy, ante la cual uno no debería oponer objeción. Pretenden que esa Ética civil tendría que ser aceptada obligatoriamente por todos, lo cual no deja de ser una pretensión tiránica y la muerte del pluralismo ético. Es mucho más congruente con el respeto de la libertad e infinitamente más humano respetar las convicciones de cada uno, que obligar autoritariamente a todos a violentar su conciencia, poniéndoles en la alternativa de abjurar de sus creencias o abandonar un trabajo al que han entregado su existencia.
Hay un aspecto interesante del respeto a la autonomía de los que forman el grupo. Quien dirige el grupo organizado jerárquicamente es responsable de supervisar no sólo las actuaciones internas de los miembros del grupo, sino también las que, en cuanto tales, los miembros del grupo realizan hacia el exterior. Se puede tratar, por ejemplo, de comunicaciones a congresos o de artículos para publicaciones científicas, preparados con el material y la experiencia del grupo. Lógicamente, esa tarea de supervisión deberá implicar una leal crítica, los consejos y recomendaciones oportunos y el respeto a las diferencias de opinión. En caso de desacuerdo en materia científica o profesional, el que tiene la dirección del grupo puede exigir que los autores incluyan en su trabajo una cláusula de exclusión de responsabilidad. En virtud de ella, en el artículo publicado se hace constar que las ideas que los autores expresan en él no representan la opinión colectiva del grupo.
Creo que, para terminar, es oportuno hacer aquí algunas consideraciones sobre las relaciones entre médicos y farmacéuticos, ya que pueden darse en ellas ciertas situaciones conflictivas. Para evitarlas, deben médicos y farmacéuticos tener una idea muy precisa y clara de cuáles son sus recíprocos derechos y deberes, para respetarlos y cumplirlos, recordando que ambas profesiones comparten como finalidad prevalente el mejor servicio del enfermo.
El médico debe abstenerse de recomendar a sus pacientes que acudan a una determinada oficina de farmacia, con preferencia a las demás, ni hará comentarios directa o indirectamente peyorativos sobre la calidad y el precio de los servicios que presta determinado farmacéutico. Por el contrario, se mostrará estrictamente imparcial hacia todos los farmacéuticos que trabajen en su entorno. Si sospechara que un producto (específico o fórmula magistral) servido por un farmacéutico no aparece en buen estado o no corresponde al que ha prescrito, tratará del asunto directamente con el farmacéutico responsable, nunca a través del paciente.
Corresponde a los farmacéuticos actuar como expertos en medicamentos, especialmente en el campo de los efectos colaterales y de las interacciones medicamentosas. Están, además, legalmente autorizados a sustituir, en caso de necesidad, por otros idénticos o equivalentes los medicamentos recetados por el médico. Pero en todos los casos de sustitución genérica y, en particular, en los de sustitución terapéutica, deben actuar con prudencia, ponerse en contacto con el médico para consultarle o comunicarle los extremos oportunos y actuar de acuerdo con él.
Y del mismo modo que el médico debe respetar las intervenciones del farmacéutico, éste se abstendrá de hacer críticas ante sus clientes acerca del contenido de las recetas ni socavará su reputación ante los pacientes. Podrá el farmacéutico aconsejar a sus clientes de modo informal acerca del tratamiento de afecciones obviamente menores y despacharles medicinas publicitarias, esto es, que no necesitan de prescripción facultativa. Pero nunca podrá sustituir al médico en su función diagnóstica y terapéutica ni, salvo casos de urgencia, practicará pequeñas intervenciones o curas que pudieran tener la apariencia de competencia desleal.