Diagnóstico preimplantatorio y rango ético del embrión humano
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
International Congress: Our Future is Life. Humanae Vitae towards the 21st Century
CRC. Institute for Biomedical & Family Ethics
Manila, September 22-24, 1995
Introducción: Progreso y responsabilidad ética
El diagnóstico genético del embrión preimplantantorio
Una respuesta de la Ética médica
El embrión como producto de laboratorio
Una doble conclusión: Falible, pero humano desde el principio
Introducción: Progreso y responsabilidad ética
La aventura de la Medicina embriofetal, está sólo en sus comienzos. Nos ofrece ya primicias muy impresionantes, pero, sobre todo, promesas muy amplias y difíciles de calcular. Conviene reflexionar seriamente sobre ellas, es especial las que se refieren al embrión inicial, pues presentan implicaciones éticas de gran envergadura.
Las manipulaciones sobre el embrión humano joven se han hecho posibles gracias a la confluencia de dos subespecialidades médicas de reciente creación. En primer lugar, de la Medicina de la Reproducción, la Procreática, como dicen algunos: gracias a los avances en la comprensión de los mecanismos que están en la base física de la transmisión de la vida humana, se han multiplicado nuestros conocimientos acerca de la biología y las enfermedades del embrión joven. En segundo lugar, de la Genética médica: es mucho lo que la moderna Genética, en especial la Genética molecular, ha hecho y seguirá haciendo por entender la hechura del cuerpo del hombre: por comprender como se edifican los rasgos que nos caracterizan, como se constituyen las ventajas y también las flaquezas que heredamos, y, esperanzadamente, como se pueden corregir los errores genéticos. La Genética ya no es sólo una ciencia explicativa y predictiva: se está haciendo curadora. En el futuro, los genetistas no sólo diagnosticarán y aconsejarán: serán eficientes terapeutas.
Pero, ya ahora, la Embriología clínica y la Genética médica, a medida que van experimentando progresos técnicos, van acumulando problemas éticos. Se encuentran, como tantas otras especialidades médicas, en un momento en que han de enfrentarse a una decisión fundamental: o servir al hombre o dominarlo; respetar su vida o relativizarla.
Por desgracia, las oportunidades que, de momento, ofrece la Embriología clínica están, en su mayor parte, ligadas a las técnicas de reproducción asistida. Los embriones jóvenes in vitro pueden ser objeto de pruebas diagnósticas para determinar la presencia de anormalidades cromosómicas y genéticas. Establecido el diagnóstico de enfermedad, caben dos conductas posibles: o dar muerte al embrión mediante lo que Edwards llamó aborto in vitro; o, reconocerlo como un ser humano enfermo, con derecho tanto a vivir con las limitaciones de la enfermedad genética, como a recibir tratamientos curativos o paliativos.
Esta es la maravilla. En los últimos años se han puesto a punto ingeniosas técnicas para aislar genes, multiplicarlos in vitro mediante la reacción en cadena de la ADN polimerasa, y crear así bibliotecas de genes que son de gran utilidad para el diagnóstico, y, tal como empieza a vislumbrarse y a ponerse en práctica, para la eventual corrección de un número creciente de enfermedades. En efecto, a medida que se van explorando nuevas posibilidades técnicas de transferir genes, es decir, de incluir en el genoma de las células el fragmento de ADN que corresponde a un gen, se va abriendo una rendija cada vez más ancha a la posibilidad de la terapia génica. La terapia de los defectos génicos es hoy una realidad, aunque muy incipiente todavía: hay todavía muchas cosas que aprender antes de que se la pueda admitir plenamente como parte del arte médico.
Las células embrionarias, los blastómeros y las células madre de los diferentes tejidos, están revelando propiedades fascinantes en estudios experimentales, in vitro lo mismo que in vivo. Vamos conociendo poco a poco las sustancias moduladoras que actúan como factores de crecimiento y diferenciación, y que modifican, de modo sorprendente a veces, la conducta espontánea de esas células. Eso puede tener consecuencias estupendas para la curación de muchas enfermedades, tanto para curar deficiencias del propio embrión como, mediante trasplantes, para tratar a otros enfermos. La nueva Embriología es, en fin de cuentas, una tierra de promisión, algo tan importante que merece la pena pensar y hablar muy en serio sobre ello.
Para hacerlo, conviene atender a dos grupos de datos y consideraciones. En primer lugar, al estado en que se encuentran hoy el diagnóstico y terapia génicos del embrión. En segundo lugar, a las consecuencias éticas y sociales de la nueva Embriología. Porque ésta ha de decidir si el embrión humano es un miembro de pleno derecho de nuestra familia, acreedor al máximo respeto; o es simplemente un acúmulo celular, carente de la dignidad del hombre, que puede ser manipulado y utilizado.
Justamente el modo como tratamos a los embriones humanos más jóvenes es una de las más críticas piedras de toque de la Bioética.
El diagnóstico genético del embrión preimplantantorio
En principio, el diagnóstico genético al embrión in vitro tiene interés en dos tipos de situaciones. En una, se trata de detectar alteraciones genéticas de incidencia relativamente elevada, pero que se producen sin que se den antecedentes de enfermedad genética en los progenitores o hermanos. En la otra, estamos ante enfermedades de transmisión hereditaria conocida, en las que existen antecedentes inmediatos en la misma familia.
Se trata, por tanto, en el primer caso, de un cribado genético, más o menos sistemático de la población general o de sectores de ella que ofrecen un índice más elevado de riesgo: un ejemplo típico es la detección de la trisomía 21, determinante del síndrome de Down, que se ofrece en muchos países a las embarazadas de más de 35 o 40 años. Se trata, en el segundo caso, de determinar qué miembros de la familia son candidatos a padecer, o a transmitir, la enfermedad genética.
Esos estudios genéticos pueden hacerse durante la gestación, en conexión, por desgracia, muchas veces con la eliminación del embrión deficiente que autorizan en muchos países las leyes. Pero se puede también analizar genéticamente al embrión antes de su implantación en la pared del útero, aprovechando para ello la fase in vitro de la fecundación in vitro. Pero ello conlleva, como es bien sabido y la Declaración Donum vitae señaló con precisión, dificultades éticas insuperables, desde el punto de vista de la moral católica. Se podría también examinar, en una alternativa más remota técnicamente, pero mucho más aceptable éticamente, el embrión naturalmente concebido y recuperado de la trompa mediante la técnica del lavado tubárico.
Obtenido el embrión, es posible hacer por simple observación microscópica del zigoto el diagnóstico de alteraciones genéticas muy groseras. Así, pueden verse, al término de la fecundación, en lugar de los dos pronúcleos normales, tres pronúcleos en el interior del citoplasma ovular, bien porque penetraron en él dos espermios, bien porque no fue eliminado el segundo corpúsculo polar. La situación creada entonces es de una gravedad biológica extrema. El desarrollo de esos huevos triploides (con tres dotaciones haploides de cromosomas) da origen a un desarrollo anormal con muerte precoz del embrión.
Se ha intentado, mediante microcirugía, liberar al embrión triploide del núcleo sobrante. La operación exige mucha pericia y fortuna: sólo muy pocos han podido completarla con éxito, pues es muy fuerte el trauma que supone la introducción de la micropipeta y la aspiración del núcleo sobrante. Además, la realización correcta de la operación exige extraer no simplemente uno de los tres pronúcleos presentes, sino específicamente uno de los dos que está de más. Una equivocación aquí sería de consecuencias funestas, pues dejaría al óvulo fecundado con dos pronúcleos del mismo origen sexual, los dos maternos o los dos paternos, y las entidades que a partir de ellos se desarrollan son estructuras biológicas aberrantes (teratomas, en un caso, o molas hidatidiformes androgénicas, en el otro). El problema de la triploidía no es muy significativo en la reproducción humana ordinaria; sí lo es en la reproducción asistida, donde el 5% de los oocitos fecundados in vitro tienen tres o más pronúcleos.
Donde hoy se tienen puestas más esperanzas es en la aplicación de las técnicas de diagnóstico genético, mediante el análisis del cariotipo o el uso de sondas génicas. Se puede así determinar qué zigotos son normales y qué otros están afectados por una enfermedad genética. Es muy elevada la incidencia en el zigoto de alteraciones cromosómicas. No es de extrañar, pues se ha visto que se dan anomalías cromosómicas en el 35% de los oocitos no fecundados (nulisomías y, sobre todo, disomías, que afectaban a cualquier cromosoma). En los embriones, el nivel de anomalías cromosómicas se ha estimado entre el 23% y el 40%. Se trata de alteraciones ya preexistentes de los gametos o de errores producidos en el curso de la fecundación y que parecen darse con más frecuencia en los casos de infertilidad, ligados quizá a la edad materna avanzada, a la hiperestimulación ovárica o a las condiciones artificiales en que se verifica la fecundación in vitro.
Para hacer esos diagnósticos finos hay que recurrir a las técnicas de biopsia del embrión preimplantado. No es fácil, porque hay que extirparle al embrión células en cantidad suficiente para hacer un diagnóstico seguro, sin comprometer con ello el desarrollo ulterior del embrión. Hay también limitaciones de tiempo. La biopsia del embrión ha de hacerse dentro de una ventana cronológica: si tomamos células en un estadío muy precoz (embrión de muy pocos blastómeros), puede el embrión no desarrollarse o hacerlo con defectos; si actuamos en fase de blastocisto tardío, el embrión puede ser ya incapaz de anidar en el útero.
El programa de trabajo para el diagnóstico génico del embrión preimplantatorio es, más o menos, así: se cultiva el zigoto in vitro hasta que se convierte en un embrión de cuatro, ocho o más células. Se perfora entonces la membrana pelúcida con la ayuda de una micropipeta cortante o aplicando solución de Tyrode ácida (no debería usarse en el embrión humano, pues es demasiado agresiva), y se extraen, mediante aspiración, extrusión, o división mecánica, uno o varios blastómeros. El procedimiento en sí exige una extraordinaria habilidad de micromanipulación. Si el embrión se encuentra ya en fase de blastocisto, se pueden escindir o herniar a través de la pelúcida un grupo de células citotrofoblásticas, de las que van a formar la placenta. Si la técnica diagnóstica exige algún tiempo, es necesario congelar el embrión a muy baja temperatura durante el tiempo necesario para obtener los resultados, en especial cuando es necesario cultivar las células extraídas, pues es más fácil y seguro trabajar con muchas células que con pocas. Se pueden obtener cariotipos para detectar anomalías cromosómicas, o estudios de hibridación mediante sondas génicas in situ, se puede aplicar la eficiente técnica de la reacción en cadena de la DNA-polimerasa.
Tal como se aplican hoy estas técnicas de diagnóstico génico preimplantatorio, se las puede tener como un sistema desgraciadamente discriminatorio. El embrión es sometido a un cribado de perfección: si cumple los requisitos de normalidad/aceptabilidad, se procede a la transferirlo al útero. Si no cumple los requisitos de calidad, se los desecha.
Y, ¿por qué no curar a esos embriones enfermos? No está desarrollada todavía la terapéutica de las enfermedades del zigoto o del embrión joven. De momento, las ideas dominantes sobre el particular no llevan buen camino.
Desde el punto de vista técnico, estamos todavía en una fase muy incipiente. La discusión ética sobre el particular está llena de sorprendentes contradicciones. Solo la voz de la Iglesia ha sonado unívoca y llena de compasión.
En la comunidad científica y en la sociedad se da hoy un consenso casi universal sobre un punto: el de considerar como dos áreas completamente distintas la terapia génica de las células somáticas, a la que no se oponen reparos éticos especiales, y la terapia génica de las células germinales (gametos, zigotos y embriones jóvenes), que o está prohibida por la ley o ha sido objeto de una moratoria indefinida. Están tras ese consenso tanto el temor de que los intentos de terapia génica puedan acompañarse de daños transmisibles a la progenie, que es un temor prudente y razonable, como el rechazo a la posibilidad de que la terapia génica pudiera utilizarse como instrumento para cosas como la mejora de la raza, la producción de superhombres o cosas por el estilo. Se dice con reiteración que no se puede éticamente abordar la cuestión de la terapia génica del embrión o de las células germinales hasta que no se haya obtenido una experiencia extensa y satisfactoria acerca de la manipulación genética de las células somáticas.
Eso nos concede un plazo largo para madurar la respuesta a la pregunta fundamental: ¿Debe ser el embrión tratado médicamente como uno de nosotros? ¿Es un ser humano de nuestro mismo rango o, por el contrario, es un ser inferior que puede ser tratado de modo diferente? ¿Cuál es, en realidad, el rango ético del embrión humano? ¿Qué piensa la gente de él, de su naturaleza, de sus derechos?
El contenido y la energía con que se manifiestan las distintas actitudes sobre el rango ético del embrión humano cubren un espectro muy amplio, que es traducción de las diferentes ideas acerca de cómo se llega a ser hombre, o en qué consiste ser hombre, de las tradiciones religiosas y culturales sobre el respeto debido a la vida humana naciente, de la aceptación o rechazo de la deficiencia, del relajamiento de la conciencia colectiva hacia el valor de la vida humana, que en la sociedad de hoy ha introducido la despenalización del aborto.
Hay muchas contradicciones entre las normas jurídicas o las directrices éticas publicadas hasta ahora. Así, una resolución del Parlamento Europeo de 1988, propone, en relación con las intervenciones de ingeniería genética sobre la cadena germinal del hombre, que se prohíban todos los experimentos que busquen modificar arbitrariamente el programa genético de los seres humanos; que se impongan sanciones penales a quienes transfieran genes a los gametos humanos; que se consensue una definición del rango jurídico del embrión humano que garantice la salvaguarda precisa de su identidad genética; y que se establezca por ley que toda modificación parcial del patrimonio hereditario constituye una falsificación de la identidad del hombre, inadmisible e injustificable en cuanto se trata de un bien jurídico altamente personal. No distingue el Parlamento Europeo entre intervención terapéutica y manipulación mejorativa, es decir, entre curar enfermos y crear individuos superdotados.
En el extremo contrario, tenemos las directrices de la Academia Americana de Pediatría, que se oponen a toda prohibición que pueda limitar el desarrollo de la terapia génica en el hombre y condena con energía las limitaciones a la libertad de investigación en este campo.
Yo quisiera comentar, como más coherentes con el ethos curador de la Medicina la norma deontológica vigente en España, que podría servir de modelo de norma respetuosa de la vida y favorecedora del progreso científico.
Una respuesta de la Ética médica
El Artículo 25.2 del vigente Código de Ética y Deontología médica de la Organización Médica Colegial de España dice así: Al ser humano embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas, incluido el consentimiento informado de los progenitores, que inspiran el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la investigación aplicadas a los demás pacientes.
Al regular en este artículo las relaciones del médico con su paciente embrio-fetal, el Código le asigna a aquel el papel de protector de la vida que empieza al tiempo que extiende al embrión y al feto las prerrogativas éticas que la Medicina reconoce a todos los seres humanos. La continuidad de la vida humana impone la continuidad del respeto ético y de la asistencia médica, con sus servicios diagnósticos, preventivos y terapéuticos.
La naciente Medicina embriofetal es una especialidad médica condicionada por características peculiares de la biología y la patología en las distintas edades del hombre. Tiene, pues, la misma razón de existir que la Neonatología, la Pediatría o la Geriatría, y obedece a las reglas éticas comunes a toda la Medicina. Sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y de riesgo tolerable. Del mismo modo que en la Medicina postnatal no es tolerable una política de eliminar vidas poco valiosas, en la Medicina prenatal no es tolerable el cribado genético o la destrucción sistemática de los embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en número.
El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso médico. Se ha de tener, en la Medicina de hoy, al embrión, lo mismo que al feto, como a un paciente más. No es un objeto biológico de rango inferior que pueda ser eliminado en buena conciencia. El embrión humano está abierto a todas las iniciativas científicas, con la condición de que sea respetado. La moratoria a las intervenciones genéticas sobre las células germinales tiene carácter provisional, está condicionada por lo rudimentario de nuestra tecnología. No puede ser una decisión permanente, expresiva de la carencia de valores éticos del embrión. Sería un absurdo ético impedir la aplicación de la terapia génica de la línea germinal que, respetuosa de la vida naciente y de la dignidad de la procreación, curara al embrión, librándole a él y a toda su descendencia del error genético que de sus padres ha recibido en herencia.
La Medicina embriofetal realiza el verdadero fin de la medicina. Es una especialidad genuinamente médica y ética. No lo es, por el contrario, el aborto como tratamiento de la enfermedad embriofetal adquirida o del error heredado. La Medicina embriofetal nace de la alianza entre el respeto médico por los débiles y la investigación biomédica. El aborto eugénico, en cambio, parte de la idea discriminatoria de que hay seres humanos inferiores que pueden desecharse. Esta contradicción nos pone ante las distintas respuestas que se han dado a una pregunta decisiva:
En torno a esta pregunta se libra hoy una de las batallas más significativas de la Bioética.
Es curioso que estos seres humanos minúsculos, de los que prácticamente no se hablaba hasta hace unos años, han adquirido un decisivo valor simbólico. Han pasado de estar en un limbo inaccesible a ocupar un lugar central de la discusión ética, de modo tal que se puede anticipar que el destino de la humanidad vendrá fuertemente determinado por la respuesta a la pregunta de si el embrión humano es una cosa, o una entidad intermedia todavía por definir, o es un hombre. La noción que termine imponiéndose fijará el tono moral de la sociedad del futuro. Determinará, en fin de cuentas, una parte decisiva de las relaciones interhumanas.
El embrión como producto de laboratorio
Si se hiciera hoy una encuesta entre los expertos en Embriología médica sobre qué cosa es o quién es, y cuáles son las exigencias morales que el embrión reclama de nosotros, la mayoría de ellos contestaría con el consabido “No sabe, no contesta”.
Esta ignorancia es un fenómeno reciente. Porque hasta el advenimiento de la fecundación in vitro, cualquier libro de Embriología humana empezaba más o menos de este modo: “El desarrollo de un individuo humano comienza con la fecundación, fenómeno en virtud del cual dos células muy especializadas, el espermatozoo del varón y el oocito de la mujer, se unen y dan origen a un nuevo organismo, el cigoto”. Pero hoy, ya no parece que sea así. Parece como si la observación visual directa del fenómeno, siempre sorprendente de la fecundación, produjera efectos opuestos entre los científicos. A unos les provoca una duradera sonrisa de asombro el observar la misteriosa sencillez con que un nuevo hombre es engendrado. Otros parecen no aceptar para el hombre una génesis tan humilde. La razón no es biológica, sino política. Sólo privando de carácter humano al embrión preimplantatorio, se puede neutralizar éticamente la cuantiosa pérdida de embriones que conlleva la fecundación in vitro. A los fecundadores in vitro les interesa afirmar que el zigoto es algo irrelevante, un producto molecular carente de forma y valor humanos. Insisten en que la fecundación es un momento relativamente banal, sin la significación y trascendencia que otros le atribuyen. No me resisto a referir lo que R. G. Edwards dice en defensa de este punto de vista: “La investigación sobre embriones plantea la cuestión acerca de los derechos fundamentales del embrión humano, asuntos tales como cuando comienza la vida, o si los embriones tienen algunos derechos. Los embriones de los que estamos hablando son diminutos: miles de ellos podrían caber en el volumen de una sola gota. Son minúsculos acúmulos de células; no tienen manos, pies, o cabeza. Van cambiando de forma, pero bajo ninguna de ellas tienen el menor parecido a un ser humano hasta que han pasado siete semanas de gestación. Y, sin embargo, se plantea una clamorosa cuestión ética en torno a estas minúsculas motas de vida, cuestiones en que las oportunidades de hacer el bien entran en conflicto con el valor que se atribuye a la vida incipiente.
Alguna gente opone objeciones a que se trabaje con los embriones humanos porque creen que la vida comienza con la fecundación. Los que piensan así manifiestan estar en un error fundamental, pues se oponen a los estudios sobre la fecundación in vitro y sus aplicaciones. Emplean el argumento absolutista de que, con la fecundación, el embrión recibe todos los derechos humanos. Dicen que el embrión es equivalente a un niño o a un adulto, y que destruir embriones en investigación es lo mismo que matar adultos. Yo -continúa Edwards- no puedo compartir esta opinión. Los hechos biológicos llevan a conclusiones morales muy divergentes.
La vida es un continuo: no comienza en ningún momento determinado. Tan vivo como el embrión, están el espermio y el oocito que le dieron origen. No es menos la originalidad e irrepetibilidad genética del espermio y el oocito que la del nuevo embrión; en fin de cuentas, éste las ha recibido de sus células precursoras, que son células carentes de exigencias éticas especiales. No existen puntos de referencia entre los que se pueda trazar una línea entre la vida y la no-vida. Hay demasiados argumentos y excepciones para aceptar que la fecundación sea el comienzo de la vida”. Se refiere entonces Edwards a como muchos niños con síndrome de Down presentan una mezcla, un mosaico, de células normales y otras trisómicas, cuya proporción mutua cambia constantemente; a como una fecundación puede dar origen a una mola hidatidiforme, que no es ningún ser humano; a cómo es posible un desarrollo partenogenético, sin fecundación, que en algunas especies animales alcanza un grado de desarrollo muy avanzado. Y volviendo a caminos más trillados, se pregunta cómo la fecundación puede ser el comienzo de la vida si sabemos que algunos embriones pueden fusionarse y formar quimeras genéticas o que un embrión puede escindirse días después de la fecundación para dar origen a dos o más gemelos idénticos; o que una alta proporción de los productos de la fecundación son un estrepitoso fracaso biológico condenado a morir. Y concluye: “La fecundación es meramente una etapa más, una etapa de un largo, complejo y continuo proceso, de modo que escogerla como comienzo de la vida es tan arbitrario como escoger cualquier otra. La fecundación es sólo un paso en el desarrollo de una persona. El oocito se desarrolla gradualmente para convertirse en un embrión, y cualquier línea para señalar cuando empiezan los derechos de éste es arbitraria. Por mi parte, sugeriría que el período que va de los 12 a los 30 días después de la fecundación es un tiempo que merece ser estudiado, pues es entonces cuando comienza a formarse el tejido nervioso”. En contraste con el punto de vista “concepcionista” de la Embriología clásica -se es humano desde el primer momento- esta visión “desarrollista” se consolidó muy fuertemente, a raíz de la publicación del influyente Informe del Comité Warnock, cuyo prestigio se basa, precisamente, en su carácter agnóstico, en haberse abstenido de definir la humanidad del embrión. Fijó en un arbitrario plazo de 14 días posfecundación el periodo en el que podría autorizarse la investigación destructiva de embriones, cosa que, asombrosamente, ha tenido una aceptación espectacular en el establishment científico y en muchas de las legislaciones promulgadas hasta ahora.
El término preembrión, que tanta fortuna ha hecho, ha dado una apariencia de respetabilidad científica a ese plazo administrativo de 14 días en que termina el periodo de carencia de derechos humanos del embrión primitivo. Se ha impuesto no porque sea en sí mismo significativo de alguna realidad biológica, sino porque sirve para convalidar o neutralizar éticamente la pérdida o destrucción deliberada de embriones que va inevitablemente unida a los procedimientos de reproducción asistida, a la investigación sobre embriones, a la contracepción abortiva y a la contragestión. La noción del preembrión despojado de dignidad y derechos humanos ha sido una especie de indulgencia plenaria para la cara oscura de las intervenciones médicas sobre la reproducción humana.
El embrión humano inicial, en esta versión reduccionista, es una entidad éticamente neutra, de modo que nuestras relaciones con él carecen de significación moral. La manipulación y destrucción de embriones humanos jóvenes no ha depreocupar a la ley, con tal de que tales operaciones se realicen con la autorización de un Organismo administrativo de control.
En contraste con la utilitarista doctrina warnockiana del embrión-cosa, la Instrucción vaticana Donum vitae impone el respeto como actitud ética ante la vida humana naciente, hacia el embrión-hombre. Según Donum vitae, todos los seres humanos han de ser amados por igual y todos respetados como personas humanas desde su concepción. Suceda ésta donde suceda -en lugares tan dispares moralmente como dentro del matrimonio o fuera de él, en la injusticia agresora de una violación o en las asépticas condiciones del tubo de ensayo- la concepción inaugura siempre una vida humana, que no es del padre ni de la madre, sino la de un ser humano que se desarrolla por sí mismo y que jamás llegaría a ser humano si no lo fuera ya en su mismo inicio biológico. El embrión es éticamente un igual a nosotros. Si está enfermo, hemos de atenderle conforme a los mejores y más benéficos avances de la ciencia biomédica, esto es, diagnosticarlo y aplicarle las terapéuticas apropiadas, siempre en el respeto a su singularidad personal. El diagnóstico prenatal y las intervenciones terapéuticas sobre el embrión humano son lícitas si respetan su vida y su integridad, si buscan su curación y su bienestar.
La Instrucción Donum vitae usa un lenguaje muy muy sencillo, respetuoso y compasivo, y, en contra de lo que muchos le han reprochado, está abierta a la audacia científica y a la modernidad. No volatiliza al embrión ni lo sumerge en un estrato de subhumanidad. Al contrario, le confiere plenitud de derechos y le hace partícipe de todas las exigencias éticas conferidas a los seres humanos.
Esta doctrina, tan alentadora y positiva de la Instrucción vaticana, ha sido objeto de mucho desprecio o de un silencio injusto, mientras que al Informe Warnock se le ha hecho una propaganda lisonjera y gratuita. Pero no me cansaré de insistir que, en medio de la exuberante proliferación de directrices y recomendaciones sobre experimentación embrionaria humana, sólo Donum vitae es máximamente abierta y consistente. Fuera de ella, ninguna otra ha mostrado fidelidad a la Declaración de Helsinki. La Instrucción vaticana hace suya la idea de que jamás los intereses de la ciencia o de la sociedad podrán prevalecer sobre los del individuo, incluido el individuo embrionario; señala que la investigación no puede convertirse en una manipulación destructiva de seres humanos; aboga en favor del consentimiento libre y voluntario de los sujetos de experimentación.
Una doble conclusión: Falible, pero humano desde el principio
Con la apariencia humilde de embrión naciente empezamos cada uno de nosotros nuestra propia existencia. Nuestra biografía tiene ese mínimo y, a la vez, glorioso comienzo. Nadie llega a ser hombre sin empezar por ahí. Si se suprimieran los primeros 14 días de nuestra existencia, nadie llegaría a ser hombre. En esos días el embrión humano toma las decisiones biológicas de mayor porte. Mediante urgentes mensajes bioquímicos cambia la fisiología del organismo materno que queda plenamente sometido a su servicio. Todos hemos sido embriones unicelulares y, por haberlo sido, nos hemos hecho capaces de ser lo que ahora somos. Negar a los embriones el derecho de humanidad es una injusticia cruel, es negarnos a nosotros mismos nuestro origen humano.
Dijo el clásico: Soy humano y no renuncio a nada humano. Ninguno de nosotros puede renunciar a ese origen humilde. Cada ser humano es engendrado bajo la apariencia de una célula. El día que eso ocurre alcanza la más elevada concentración de humanidad por unidad de volumen, porque es el día en que Dios le crea a su imagen y semejanza: una imagen de momento unicelular, microscópica, pero llena de potencia y de sentido.
Lo que sucede en los días primeros de nuestra vida, lo que ocurre en la vida naciente, es para no salir de nuestro asombro. Lo ha dicho con gracia inimitable Lewis Thomas. Tú partes de una sola célula que proviene de la fusión de un espermio y un oocito. La célula se divide en dos, después en cuatro, en ocho, y así sigue. Y, muy pronto, en un determinado momento, resulta que entre ellas aparece una que va a ser la precursora del cerebro humano. La mera existencia de esa célula es la primera de las maravillas del mundo. Mientras estuviera despierta, la gente debería ponerse a comentar ese hecho. Debería estarse el santo día llamándose unos a otros, en inagotable asombro, para charlar sólo de esa célula. Es algo increíble. pero ahí está, encaramándose a su sitio en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de toda la historia, de todas las partes del mundo, como si fuera la cosa más fácil y ordinaria de la vida.
Si quieres vivir de sorpresa en sorpresa, ahí tienes la fuente de todas ellas. Una célula se diferencia para producir el masivo aparato de trillones de células, para pensar, imaginar, y también, para el caso, para quedarse de una pieza ante tan formidable sorpresa. Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para discutir ante un Comité del Congreso, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para realizar ese acto maravillosamente humano de estirar el brazo y apoyarse en un árbol: todo eso se contiene en esa primera célula. En ella está toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música.
No se sabe cómo tiene lugar esa diferenciación. En el mismo comienza del embrión, cuando no es más que un montoncito de células, parece que toda esa información y muchísima más está latente en cada una de sus células. Cuando aparece la célula madre del cerebro, se conecta lo que va a determinar su cerebridad, y, al mismo tiempo, se desconectan todas las otras potencialidades, de tal manera que esa célula ya no podrá optar, como podían hacerlo sus precursoras, por convertirse en célula tiroidea o hepática, o cualquier otra cosa. Ya sólo puede ser cerebro.
Nadie tiene ni la más remota idea de cómo eso se hace, pero la verdad es que nada en este mundo es más interesante. Si antes de morirme -concluye Lewis Thomas- alguien encontrara la explicación, yo haría una locura: alquilaría uno de esos aviones que pueden escribir en el cielo, una escuadrilla entera de esos aviones, y los mandaría por el cielo del mundo para que fueran escribiendo un signo de admiración tras otro, hasta que se acabase el dinero.
Creo que es con este entusiasmo por la vida como hemos de tratar de la biología y la ética del embrión humano. Y ese entusiasmo por la vida lo necesitamos para acoger, para hacer frente a la deficiencia congénita, al error heredado. La Genética moderna nos ha enseñado una verdad consoladora: que el ser diferentes unos de otros es un bien biológico impagable. La diversidad genética confiere a cada ser humano el privilegio de ser original, distinto de todos los demás, único e irrepetible. Eso da a nuestros aciertos y a nuestros errores un valor inconmensurable. Con la diversidad individual vienen a la familia humana muchas bendiciones, biológicas unas y personales y sociales otras, que nos hacen capaces de adaptarnos a las mil circunstancias de fuera y, sobre todo, de ser siempre y continuamente cada uno de nosotros una caja de sorpresas para uno mismo y para los demás.
El milagro de la diversidad emerge, en parte, del hecho de que la meiosis asigna a cada gameto y, en consecuencia, a cada uno de nosotros, una dosis exacta de ADN cuya secuencia de nucleótidos es original e irrepetible. Lo verdaderamente grande de la diversidad no es simplemente esa diversidad molecular: lo es el hecho de que cada uno es capaz de hacer del universo y de todo lo que éste contiene una versión propia, inédita, inimitable, una interpretación que sólo él puede ejecutar en su propio, personal y diferente registro.
Verdaderamente, la diversidad es la sal y pimienta de la vida. Como todo lo valioso, el tesoro de la diversidad ha tenido que ser comprado a un precio elevado. Porque para que funcionen los delicadísimos y complejos mecanismos moleculares y celulares que crean y mantienen la base biológica de la diversidad hay que correr el riesgo de que sufran de vez en cuando una avería: se expresan entonces en una abigarrada variedad de anomalías y enfermedades. La enfermedad genética es un acompañante inevitable de la vida, porque la propiedad más sorprendente del nuestro material genético, de nuestro ADN, consiste justamente en su capacidad de ser una molécula muy fija y, a la vez, capaz de cambiar, de romperse, de recombinarse, de cometer pequeñas pifias. No podríamos ser como somos si no estuviéramos dispuestos a pagar nuestras ventajas con algunos errores, con intentos que fracasan, con ensayos fallidos. Las alteraciones del patrimonio genético son el acompañamiento necesario de las ventajas que con él hemos adquirido. Son tan humanos los errores como los aciertos. Son tan humanos los hombres y las mujeres normales, como los hombres y las mujeres marcados por la deficiencia genética.
Por eso, es un derecho humano fundamental el derecho a tener defectos genéticos, porque el error forma parte de nuestra esencia biológica. Por ello, todos tenemos la obligación moral de ser comprensivos y tolerantes con los errores, también con los biológicos, pues forman parte de la herencia que hemos recibido: ninguno de nosotros está libre de ellos. No podemos ser racistas de la normalidad.
Hemos de defender con empeño el derecho humano y universal a vivir con defectos genéticos sin ser molestado o discriminado por ello. Y también el derecho de recibir de la Medicina quien lo necesite la ayuda para curar o mitigar la enfermedad genética, haciéndola tolerable para el que la sufre y para los que le rodean.
Para conseguirlo, hace falta a la vez mucha ciencia y también bastante y verdadera compasión. Necesitamos crecer en tolerancia hacia la diversidad y hacia la minusvalía biológica. Una tolerancia que en el futuro será tan esencial para la sociedad como la tolerancia religiosa y la tolerancia ideológica. Y cuya conquista y mantenimiento serán igual de costosos. Ese es el gran reto que tenemos por delante: nuestra comprensión y tolerancia han de crecer al compás de nuestro progreso científico. No podemos ser tiranos de la normalidad. Eso es lo que demanda de nosotros el embrión preimplantado, el más pequeño de nuestros hermanos.