Material_Consejo_Genetico

El consejo genético y valor de la debilidad

Gonzalo Herranz
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
Mesa Redonda en Seminario “Hacia una Ciencia con Conciencia”
Asociación Cultural Albores
Hotel Wyndham Old San Juan
San Juan de Puerto Rico, 9 de noviembre de 2001, 10:30 a 12:00

Nota: el texto reproduce en su parte final ideas contenidas en una sesión sobre el respeto a la debilidad.

Índice

1. Problemas y promesas derivados del Proyecto Genoma Humano

Consejo genético

¿Puede el consejo genético estar libre de prejuicios?

¿Existe, en realidad, un camino que va del consejo genético a la eugenesia?

2. Valor de la vida genética dañada

3. El valor humanizante de la presencia de los débiles

El respeto médico

El respeto médico es un respeto al ser humano débil

El valor ético de la debilidad

El desprecio a los débiles

La reconstrucción del respeto a los débiles

Bibliografía

1. Problemas y promesas derivados del Proyecto Genoma Humano

En el comienzo del nuevo siglo, marcado por la culminación del Proyecto Genoma Humano (PGH), se ha repetido de mil modos que ha llegado un tiempo nuevo y lleno de promesas, en el que muy pronto se revelarán las hechuras más íntimas del hombre y los secretos todos de la vida.

Pero, ¿es eso cierto?

Idea: de la mayoría de edad en lo científico: No todos expertos, pero sí conscientes.

Las promesas son parte de la realidad, pero también elemento de la negociación. La ciencia tiene necesidad de ganar el apoyo entusiasta de la gente, de los políticos. Se ha puesto de moda prometer.

El PGH ha revelado muchas cosas. Sus promesas/realidades se agrupan básicamente en tres campos:

Entender la estructura y los mecanismos de actuación de los genes, su regulación, como se conecta y desconecta su actividad, como se expresan, que factores epigenéticos los activan y desactivan. Un conocimiento básico, de muchas aplicaciones.

Diseñar moléculas nuevas que actúen como medicamentos, muy nuevos, muy eficaces y, singularmente, hechos a la medida.

Diagnosticar enfermedades de base genética. Posibilidades de detección de anomalías de la estructura, entender como se transmiten los genes a la descendencia. Sin duda, el diagnóstico genético debe ser seguido de los tratamientos que ayuden a curar o paliar las enfermedades de los genes. Ya hacemos muchas cosas, pero tenemos que aprender muchísimo.

Mientras se va desplegando ese tiempo dorado, que, sin duda, se hará esperar, habrá que seguir adelante con lo puesto y con el empeño de incorporar, día a día, los datos y técnicas que de la nueva Genética vaya revelando. ¿Dará ese progreso lugar a que el consejo genético pueda convertirse, todavía en medida mucho mayor de lo que ya lo es ahora, en un instrumento de práctica eugenésica, de programación eugenésica de las generaciones futuras?

No debería serlo. Esa es la propuesta sobre la que conviene debatir en esta Mesa Redonda.

Consejo genético

Para estudiar las potencialidades eugenésicas del consejo genético del futuro, conviene partir de un concepto ponderado de qué cosa sea ese consejo. Sólo así, se hará posible analizar cómo el consejo genético se relaciona hoy con la mentalidad y la práctica eugenésicas, y plantear la cuestión decisiva: la de calcular qué caminos podrán seguir los genetistas clínicos cuando puedan analizar grandes secciones del genoma de los seres humanos.

El consejo genético incluye, en primer lugar, un componente informativo. Tal información consta primariamente de elementos técnicos. Ha de referir con objetividad los datos médicos relativos a la enfermedad detectada: al diagnóstico y su grado de fiabilidad, al curso probable en individuos y familias, a los tratamientos disponibles, al pronóstico, al modo como la herencia contribuye a su desarrollo y transmisión, y a la influencia de las circunstancias ambientales. Pero esa información tiene necesariamente componentes éticos: puede ser solicitada por un paciente o una familia, porque quieren saber; pero también puede ser rehusada, pues prefieren ignorar; ha de ser administrada con mucha circunspección, dosificándola en virtud de la respuesta que vaya provocando y de las repercusiones que vaya adquiriendo en las relaciones familiares, los conflictos de confidencialidad que despierte, las consecuencias psicológicas, sociales o económicas que determine.

En Genética clínica, la información está al servicio del consejo genético y es inseparable de él. No puede haber diagnóstico genético sin el consejo asociado. Es natural, porque el paciente o la familia recibe la necesaria, objetiva y ponderada información no sólo para saber, sino para tomar decisiones. Más aún, el consejo genético es una necesidad a la vez psicológica y ética, pues, de ordinario, el paciente o la familia, enfrentados a un problema que les apabulla, se vuelven al médico y le dirigen una pregunta casi inevitable: Doctor, ¿qué nos conviene hacer, qué nos aconseja?, ¿usted qué haría, si estuviera en nuestro caso?

Se trata de una pregunta estremecedora. La confianza de la relación médico/paciente se manifiesta ahí con su intensidad máxima. La dignidad ética y el riesgo del consejo genético radica en el hecho de ser, por definición, guía y recomendación, propuesta y nunca mandato. Sólo reconociendo su papel de asesor que respeta y ayuda, que informa y esclarece, podrá escapar el médico del peligro siempre próximo de abusar de su poder, que puede convertirse aquí en la potestad exorbitante de decidir sobre otras vidas humanas.

Necesita, por eso, el médico indagar diligentemente y con finura cuáles son las creencias de sus pacientes, y ha de completar la historia clínica de sus pacientes con la “historia de valores”. Podrá así respetar de modo delicado la libertad y la conciencia de ellos, y abstenerse, como manda el Artículo 8.1 del Código de Ética y Deontología Médica, de imponerles sus propias convicciones1.

En una clásica definición de consejo genético, acuñada en 1974 por Fraser2, se dice con justeza que, al ofrecer el consejo genético, el genetista “ha de ayudar al paciente o a la familia a escoger el curso de acción que les parezca más apropiado a la vista de sus ideales y teniendo en cuenta los riesgos implicados. El genetista ha de actuar en conformidad con aquella decisión”. Esto nos lleva a preguntar

¿Puede el consejo genético estar libre de prejuicios?

Para algunos, esa imagen del consejo genético es una ficción, un ideal inalcanzable. Afirman que el consejo va siempre impregnado de subjetividad no porque los médicos no quieran prestar el debido respeto a las personas y a su libertad de decidir con la información necesaria, sino porque pertenece a la estructura misma del acto de aconsejar que el consejero ocupe una posición si no dominante, sí al menos directora, que no puede liberarse de las convicciones y creencias personales del consejero.

Y, sin embargo, se insiste machaconamente, al tratar de la ética del consejo genético, que éste ha de ser ofrecido a los pacientes en estado neutro, en forma de datos puros, libre de juicios o prejuicios, exento de directividad, pues sólo así podrá el paciente ser capaz de decidir libremente. En la práctica clínica y en la reflexión ética, se emplean de ordinario expresiones como parecer no-directivo, opinión no-juzgadora, consejo neutro y otras similares, que se autojustifican tanto por su intencionalidad, como por su oposición a otras formas, históricamente más primitivas, de servicios genéticos. En la Genética de tiempos pretéritos, tiránica y dogmática más que paternalista, los médicos no ofrecían consejos: actuaban como eugenistas de diferentes tradiciones culturales o políticas, e imponían sus decisiones en forma de órdenes judiciales, dictámenes coactivos, prácticas de higiene racial, o cosas por el estilo.

Aunque las cosas han cambiado mucho, no se puede olvidar que hoy, a pesar de las mejores intenciones, bajo la etiqueta de consejo genético neutro circulan realidades éticas diversas, que podrían agruparse en torno a dos prototipos básicos.

En uno se encuentran muchos genetistas clínicos que, con un respeto formal y externo a la autonomía de pacientes y familias, obtienen el consentimiento de unos y otras para practicar las pruebas de diagnóstico genético que ellos mismos determinan; y son ellos mismos quienes las interpretan y los que informan a sus pacientes de los tratamientos que reputan recomendables para cada entidad diagnosticada. Y, en el caso del diagnóstico prenatal, ellos tienen ideas muy definidas acerca de cuando los cuadros diagnosticados son tributarios del aborto eugenésico y cuando se les puede aplicar terapia correctora o rehabilitadora. El médico añade así a su condición de experto en genética la potestad de juzgar la calidad de las vidas, presentes y futuras, que sufren bajo el peso del error genético.

En el otro extremo están los genetistas clínicos que se hacen una interpretación literal de la teoría y la práctica del consejo no directivo en obsequio de la autonomía del paciente, y que se limitan a transmitir datos, a ofrecer información empírica, científica, factual, neutra, libre de todo sesgo ideológico o ético. Aquí le corresponde al paciente poner los valores y decidir lo que casa con su concepto de lo que es bueno o de la vida buena que quiere llevar. Evalúa las alternativas de tratamiento y elige la que le va mejor. Se produce entonces en la relación médico/paciente lo que Dan Brock ha llamado la división de funciones: el médico pone la ciencia y la técnica; el paciente, la ética3.

Queda, por último, por considerar la crítica radical que Clarke ha hecho del concepto de consejo genético no-directivo4. Afirma Clarke que, en una sociedad en la cual el aborto eugénico está autorizado por la ley no es posible el consejo genético neutro: la sociedad, a través de sus leyes permisivas, ha tomado partido mayoritariamente en favor del aborto en aquellos casos en los que el diagnóstico prenatal descubre algún tipo de anormalidad. La autorización para el aborto eugenésico es, en la práctica una autorización en blanco, pues nadie se ha preocupado de determinar qué trastornos genéticos son susceptibles de ser “remediados” mediante el aborto eugenésico. Aunque algunas legislaciones –la española5, por ejemplo– han decretado que se establezca una lista actualizada de enfermedades genéticas o hereditarias que puedan ser detectadas con el diagnóstico prenatal, a efectos de prevención o terapéutica, nadie se ha preocupado de poner límites a la discreción de médicos y progenitores. Es como si el Estado no quisiera implicarse en la protección de la vida genéticamente dañada y dejara el asunto en manos de los particulares.

Pero el parecer de médicos y progenitores pueden entrar en colisión. Se dan, entre genetistas y médicos, marcadas diferencias en el modo y el contenido de la información que dan a los progenitores. Theresa Marteau estudió las diferencias que, en cuanto al modo de presentar el aborto como solución prioritaria ante un resultado positivo de una prueba genética prenatal, se dan entre enfermeras especializadas, genetistas y obstetras, y observó en estos últimos una tendencia más intensamente intervencionista6. En muchas ocasiones, en los servicios de obstetricia y genética no se informa de las opciones posibles de tratamiento: no se explica a las pacientes que se puede rehusar la posibilidad más agresiva, ética y sicológicamente, de terminar la gestación, para optar por la experiencia más positiva de continuar la gestación y dejar que la naturaleza siga su curso7.

A medida que mejora la calidad científica de la información y se humaniza el proceso de decisión, se observa, una tendencia, estadísticamente significativa en años recientes, a optar por la continuación del embarazo, y a rechazar su interrupción8.

No puede negarse que es posible dar consejo genético en el respeto ético por las personas y la vida humana dañada genéticamente. Pero ello exige por parte del consejero un esfuerzo muy intenso y sincero por informar a sus pacientes de la realidad sin exagerarla ni disminuirla, de darles tiempo para que puedan serenarse y reflexionar, de aclarar dudas y aliviar emociones y angustias. Ha de pugnar el consejero por liberarse de sus prejuicios intervencionistas, frecuentemente ligados a sesgos tecnológicos y económicos y, lo que es más difícil, superar sus juicios sobre la calidad de vida, sobre la carga de minusvalía socialmente tolerable, y los eventuales prejuicios que tienden a asignar al defecto genético el valor negativo de un fracaso profesional.

Estas consideraciones nos obligan a plantear la pregunta de si

¿Existe, en realidad, un camino que va del consejo genético a la eugenesia?

La pregunta es un verdadero desafío, pues faltan datos para responderla y es obligado hacer cábalas lo más racionales posible sobre las posibles direcciones que ha tomado y puede tomar la genética clínica.

Un procedimiento, de validez muy debatida pero que ayuda a revelar tendencias, a calcular consecuencias y para imaginar el futuro es el argumento de la pendiente resbaladiza. En relación con la posibilidad de que el consejo genético pueda llevar a afianzar actitudes eugenésicas, el argumento podría formularse así: si se da por aceptable la práctica del diagnóstico genético prenatal o preimplantatorio para prevenir la aparición de descendencia que pueda estar afectada de enfermedades muy graves, dolorosas y que llevan a una muerte temprana, es inevitable que con el paso del tiempo se considere correcto exigir que el procedimiento se aplique a enfermedades menos graves. No serán entonces necesarios muchos años para que, por lo satisfactorio de los resultados, por el crecimiento de la oferta y la promesa de liberar a las familias y a la humanidad de enfermedades genéticas, se llegue a considerar que no sería éticamente correcto poner objeciones a la práctica de pruebas genéticas que no detectan enfermedades, sino la mera predisposición a sufrir ciertos tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares, o trastornos psiquiátricos. Y eso, aunque no haya plena seguridad de que el individuo probado vaya a sufrir la enfermedad, o en qué grado y momento se verá afectado por ella.

El argumento de la pendiente resbaladiza puede estirarse hasta incluir en él componentes irracionales o caprichosos de eugenismo radical, como podrían ser el diagnóstico de rasgos no propiamente patológicos, relacionados con la conducta, el carácter o la orientación sexual; el escrutinio de embriones o fetos para manipularlos a fin de perfeccionarlos biológica o psíquicamente, y cosas de ese estilo. La conclusión que cabría sacar del argumento no es difícil de extraer: si no queremos llegar a esos extremos caprichosos o degradantes, es necesario prohibir el diagnóstico genético.

Sin duda, el argumento de la pendiente resbaladiza suele ser refutado por sus inconsistencias internas, por la falta de pruebas empíricas que demuestren su plausibilidad más allá de toda duda razonable, y por su carácter pesimista que no cree en la capacidad de la sociedad humana para establecer una frontera racional entre lo que puede ser permitido y lo que queda firmemente prohibido9.

En realidad, el único modo de verificar o falsar el argumento de la pendiente resbaladiza es dejar que transcurra el tiempo y observar cuáles de sus predicciones se cumplen y cuáles no. Convendrá, para ello, escrutar permanentemente los signos de los tiempos.

2. Valor de la vida genética dañada

Como ya he señalado, las posibilidades diagnósticas aportadas por el descifrado del genoma humano no se acompañarán en los próximos años de un desarrollo proporcionado del tratamiento de la enfermedad genética. Eso puede dar origen a una expansión marcada del aborto por causas genéticas.

Las legislaciones permisivas del aborto han incluido el aborto eugenésico ligado al diagnóstico prenatal como una de sus indicaciones más indiscutibles e incluso razonables. En muchas instituciones de genética clínica, se tiene como natural la actitud del “apunta y dispara”, de detección y eliminación de la vida genéticamente dañada. Tardará años en llegar la terapia génica y se pueda practicar el “detecta y cura”. Además, con el diagnóstico preimplantatorio se ha abierto la posibilidad de seleccionar los embriones in vitro, para rechazar lo dañado y aceptar lo que recibe el marchamo de garantía de calidad genética. Una posibilidad que, de modo casi inevitable, sigue la ley de las indicaciones crecientes: el proyecto inicial de aplicar el diagnóstico preimplantatorio sólo a los cuadros genéticos letales o graves de una lista restrictiva, se ha ido ampliando poco a poco a enfermedades de aparición tardía o a situaciones de riesgo para sufrir cáncer. La aspiración a tener hijos genéticamente sanos gana cada vez más terreno en los países avanzados.

Es cada vez menor la tolerancia social al error genético. Tomemos el ejemplo del síndrome de Down, esa enfermedad tan especial y humanizante: se ven cada vez menos niños afectados de trisomía 21, lo que es consecuencia lógica del hecho de que, en algunos países, siete de cada ocho mujeres con fetos trisómicos optan por abortar10. Los criterios de calidad de vida; el menosprecio social por las taras genéticas evitables; la aspiración al niño, sino perfecto sí libre de defectos biológicos o intelectuales, capaz de competir en un mundo cada vez más exigente; la discriminación laboral y de seguros frente a las víctimas de una dotación genética que predispone a enfermedades de diverso tipo: todos estos factores tienden a crear en la sociedad de hoy una aspiración eugenésica difusa que, con el paso de los años, podrá evolucionar a una intolerancia a la minusvalía y un reforzamiento de las exigencias de perfección biológica. Hace unos años, un Informe del Royal College of Physicians de Londres presentó un estudio económico que contraponía, en datos monetarios, el costo del aborto y los gastos específicos para la atención de las eventuales malformaciones asociadas y de la educación especial de los niños con trisomía 21, y concluía que la detección y aborto sistemáticos de los fetos con síndrome de Down era una intervención de coeficiente costo/beneficio muy efectivo11.

El mensaje eugenésico está siendo administrado a pequeñas dosis desensibilizantes. Los medios de comunicación hablan con frecuencia creciente de la brillantez y precisión científica con que se resuelven graves problemas, y presentan como una maravillosa combinación de habilidad técnica y de ingenio compasivo el sacrificio de unos seres humanos para beneficio de otros.

La cosa no toma el aire agresivo y fanático de la vieja eugenesia de la primera mitad del siglo XX, sino formas más suaves y civilizadas. (Meter aquí lo del JME supl 2001 aborto eugénico).

La historia de la familia Nash recorrió el mundo como un gran triunfo de la ciencia: la vida de una niña que sufría anemia de Fanconi pudo ser salvada gracias al trasplante de células de cordón umbilical procedente de un hermanito que había sido gestado para ese fin. Detrás de la historia, y en letra pequeña, estaba el duro hecho de que ese hermanito fue seleccionado, como embrión, entre quince: los otros catorce fueron desechados porque o portaban el gen de la anemia de Fanconi, o no presentaban un emparejamiento inmunológico ideal con su hermana enferma12.

De este modo, la eugenesia, como instrumento compasivo para la eliminación de sufrimiento, va consolidando el rechazo y desahucio social de la enfermedad genética y de sus víctimas, al tiempo que encumbra al aborto eugénico a la condición de solución prioritaria e, incluso, obligatoria desde una perspectiva ético-social.

Hay, pues, perspectivas poco halagüeñas: la sociedad actual ve con buenos ojos las aplicaciones de la eugenesia. Pero no sería justo limitar estas consideraciones a premoniciones negativas. Hay también signos para la esperanza. Veamos un par de ejemplos, uno nacido de la iniciativa particular, el otro de un Parlamento democrático.

Hace unos años, en un informe de CERES, una prestigiosa organización británica de Consumidores a favor de la Ética de la Investigación, se señalaba que el lenguaje normal de derechos y deberes es, en este campo, insuficiente, pues la dialéctica de los derechos discrimina contra los débiles y los dañados por la enfermedad genética. Señalaba ese informe que el poder de los médicos sigue siendo muy fuerte, que los pacientes de hoy siguen siendo muy sumisos a los consejos del médico, y que eso es muy cierto en el caso de los servicios genéticos, donde las decisiones son muy difíciles de tomar. Añadía el Informe de CERES una lección de moralidad administrativa, cuando advertía que los cambios en los valores morales de la sociedad tienden a quedar reflejados de muchas maneras, en concreto, en forma de asignación de recursos; que muchas personas con defectos genéticos viven vidas plenamente satisfactorias en la medida en que se les ofrecen algunos apoyos prácticos, que si faltan pueden convertir esa minusvalía en una fracaso social; por eso, la sociedad estaba obligada, antes de dar por supuesto que la gente minusválida desea ser cambiada conforme lo determinan los expertos, a preguntar a las víctimas de la enfermedad genética y a sus cuidadores cómo les gustaría que la sociedad cambiara para que se adaptara un poco mejor a sus necesidades. Las soluciones impuestas desde fuera para problemas parciales pueden acrecentar las trágicas barreras de estigmatización y rechazo hacia los muchos minusválidos que no pueden beneficiarse de ellas. Pedía el Informe que se incluya en el cálculo de costos y beneficios de las intervenciones proyectadas un factor de importancia decisiva: el riesgo de que la sociedad se vuelva menos tolerante y dispuesta a ayudar de la gente con deficiencias13.

Por su parte, el Parlamento noruego dio un paso adelante de genuina política social cuando señaló en su Informe que la ideología del Estado de Bienestar, que asegura la igualdad de derechos, deberes y oportunidades y que forma el cimiento de la filosofía de una sociedad bien integrada, ha de conceder a las personas con deficiencias genéticas un lugar natural y de pleno derecho en la sociedad. Indicó al Gobierno que su objetivo prioritario en relación con las personas impedidas era garantizarles la máxima participación e igualdad, y que un concepto fuerte de igualdad, sin discriminación por inteligencia o aspecto físico, es parte fundamental para alcanzar la igualdad de derechos. Recordaba el parlamento noruego que todos los seres humanos son iguales, cualesquiera que sean su personalidad, su herencia o estilo de vida; que todos padecen mutaciones genéticas, pero que, a pesar de ellas, todo individuo tiene derecho a una vida plena y significativa que no puede ser dictada por otros. La Sociedad, en virtud del principio de solidaridad, debería acoger a todos y ofrecer a cada uno la posibilidad de ser un miembro valioso de ella.

Pero no se quedó en meras proclamas el Parlamento noruego: determinó que la mujer o la pareja, después de haber recibido un consejo genético competente y humano, y si la enfermedad fetal no era letal, estaban obligados a ponerse en contacto con familias y personal no-médico que tuviera experiencia en la atención de pacientes con ese tipo de minusvalía. Y estableció que estos principios habrían de aplicarse independientemente de que las pruebas diagnósticas se hubieran llevado a cabo lo mismo antes que después de la duodécima semana del embarazo14.

3. El valor humanizante de la presencia de los débiles

Se ha dicho que el elemento más fecundo y positivo, tanto del progreso de la sociedad como de la educación de cada ser humano, consiste en comprender que los débiles son muy importantes.

Chesterton afirmaba que los momentos más brillantes de la historia fueron aquellos pocos en los que los hombres se pusieron de acuerdo en reconocer todos los seres humanos, absolutamente todos, son, somos, maravillosamente iguales, irrepetibles, dotados de una dignidad singular. Esto sólo ocurrió de verdad con el advenimiento del cristianismo y, en el deseo, con las revoluciones del XVIII.

No es fácil, sin embargo, vivir esta doctrina. A pesar de dos milenios de cristianismo, sigue encontrando resistencia a ser practicada en el interior de cada uno de nosotros y en el seno de la sociedad. Y hoy, lo dije antes, asistimos a un deterioro rápido de lo que ha costado tantos siglos conquistar y afirmar. Hoy, en muchas partes, los débiles llevan las de perder.

Ser débil era en la tradición médica cristiana título suficiente para hacerse acreedor a un respeto y protección cualificados. Hoy, en el ambiente competitivo de la ética libertaria e individualista, ser débil es estigma para la marginación o el abandono. Muchos médicos, olvidándose de su vocación de protectores de la vida humana, tratan de racionalizar la eliminación de los débiles y no dudan en cambiar los fines de la Medicina. Esta ya no está sólo para prevenir y curar la enfermedad, aliviar el dolor y rehabilitar la minusvalía: está también para maximizar el bienestar, potenciar el poderío psiconeurológico, cuidar de la estética corporal, crear nuevos estilos de vida hedónica.

En la nueva tendencia, se sustituye la noción de sacralidad de la vida humana por la de calidad de vida. Se pretende que la vida de cada individuo tenga una determinada calidad mínima, por debajo de la cual la vida carecería de dignidad, sería una vida errónea, indigna de ser vivida, susceptible de ser eliminada.

A tal mentalidad, hay que oponer el mensaje del respeto a la vida y, más específicamente, a la vida debilitada, como valor ético fundamental en Medicina. En Medicina, el respeto a la vida está unido de forma indisoluble, por un lado, a la existencia de la enfermedad, es decir, a la fragilidad esencial del hombre, y, por otro, al carácter limitado, incompleto, de la terapéutica. Mostraré después algunos ejemplos de cómo es escarnecido, en la Medicina del presente, el respeto a los débiles. Y concluiré con algunas consideraciones sobre cómo reconstruir el respeto médico a los débiles. ###

El respeto médico

Hoy se habla mucho del respeto como elemento nuclear de la Ética biomédica. Todos los documentos en que ha ido cristalizando la Deontología médica posterior a la segunda guerra mundial, es decir, después de la Declaración de Ginebra, confieren al respeto una posición central en la conducta moral del médico. En Códigos y Declaraciones se habla una y otra vez de él: de respetar los secretos confiados al médico con ocasión de su encuentro con los pacientes; se habla de manifestar el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción y de respetar la integridad personal del enfermo.

¿En qué consiste el respeto ético impuesto por la deontología profesional del médico? Es mucho, y bastante dispar, lo que después de Kant se ha dicho sobre el respeto en Ética filosófica. Tenemos, en Ética médica, magníficos estudios sobre los elementos del respeto médico y los diferentes sentidos en que el concepto es usado por la profesión médica. Simplificando mucho las cosas, podemos aceptar que el respeto más congruente con el Ethos de la Medicina es una actitud moral básica del médico que le permite descubrir y responder a los valores morales encerrados en las personas precisamente en la decisiva circunstancia de su enfermedad. Tanto la abundancia como la calidad de la vida moral profesional del médico dependen de su capacidad de percibir esos valores. El médico que cultiva el respeto tiene su sensibilidad y su juicio afinados para descubrir, delante de cada uno de sus enfermos, cuáles son las dimensiones de su servicio. Por el contrario, la carencia de respeto vuelve al médico obtuso ante los problemas éticos de la Medicina y rudo o ciego para las necesidades que cada enfermo presenta. El respeto impide al médico escamotear partes de la realidad y tasar caprichosamente los valores en conflicto o manipular las exigencias éticas de los enfermos. El respeto, por último, permite al médico prestar sus servicios al enfermo con toda dignidad, no porque el paciente pueda imponerle tales respuestas por la fuerza, sino porque el médico respetuoso se inclina señorialmente ante el valor que reconoce en los otros, en un gesto pleno de inteligencia y profesionalidad. En la tradición hipocrática, el respeto es de naturaleza puramente ética y nada o muy poco tiene que ver con la legalista sumisión ante la autonomía del paciente de la que hoy se escribe tanto.

El respeto médico es un respeto al ser humano débil

El genuino respeto a la vida humana impulsa al médico, en primer lugar, a ser experto en percibirla bajo las pleomórficas apariencias en que se le presenta, a descubrirla en el sano y en el enfermo; en el anciano y el paciente terminal lo mismo que en el niño; en el embrión no menos que en el adulto en la cumbre de su plenitud. En todos los casos, tiene delante vidas humanas, disfrutadas por seres humanos, todos los cuales son, con independencia de sus derechos legales, suprema e igualmente valiosos. Lo que a esos seres humanos les pueda faltar de tamaño, de riqueza intelectual, de hermosura, de plenitud física, todo eso, incluidas todas sus deficiencias y minusvalías, es suplido por el médico con su respeto.

Esta es una constante del trabajo del médico. Este no tiene que vérselas con los sanos. A él van los enfermos, los disminuidos, los que viven la crisis temerosa de estar perdiendo su vigor, sus facultades o su vida. El médico está siempre rodeado de dolor, de deficiencia, de incapacidad. Las vidas con que se encuentra son vidas dolorosas o decaídas. Su respeto a la vida es respeto a la vida doliente. Lo suyo propiamente es ser curador y protector de la debilidad.

Esta idea está bien clara para el médico que sigue la tradición hipocrática. El respeto a todos los pacientes sin distinción fue incluido en la Declaración de Ginebra justamente en una cláusula de inagotable contenido ético: la que consagra el principio de no-discriminación, en virtud del cual el médico no puede permitir que su servicio al paciente pueda verse interferido por consideraciones de credo, raza, condición social, sexo, edad o convicciones políticas de sus pacientes, o por los sentimientos que los pacientes puedan inspirarle y se compromete a prestar a todos ellos por igual una asistencia competente.

Pero la realidad parece desmentir que los médicos estén dispuestos a cumplir un mandamiento tan elevado, pues no son pocos los que lo quebrantan con cinismo o lo consideran de una altura moral inalcanzable. Por eso, conviene insistir en que la prohibición de discriminar es un precepto absoluto, que incluye a todos los seres humanos sin excepción. Dicho de otro modo, el derecho a la vida y a la salud es el mismo para todos, es poseído por el simple hecho de ser hombre. El médico no discrimina. No se somete al hombre fuerte porque éste tenga poder para exigir su derecho a ser respetado, o se desentiende del hombre débil porque carece de fuerza y de derechos. A todos atiende y sirve por igual, no porque sea un activista del igualitarismo político o social, sino porque renuncia, ante la fragilidad que en todos sin distinción crea la enfermedad, a sacar ventaja de su posición de poder ante ellos.

Para quienes luchamos por el respeto a la vida, la letra y el espíritu de las Declaraciones de derechos humanos y de las Cartas de derechos de los enfermos están claros y no admiten atenuaciones. Consideramos inética la conducta de aquellos médicos que seleccionan a sus pacientes, que discriminan entre ellos, que aceptan a unos y rechazan a otros, que a unos cuidan y a otros abandonan. La tradición ética admite, sin embargo, no excepciones, sino prioridades dentro de la regla de no discriminar. Una, por ejemplo, es la creada por la situación de urgencia. El médico ha de atender antes al caso urgente, al más necesitado de ayuda. Pero esa es una razón técnica, pues en cuanto a la estimación de su dignidad, todos los pacientes son igualmente dignos. Otra es la que ordena a los pacientes según una escala de debilidad, para prestar un cuidado más atento y solícito al que aparece más gravemente dañado por la enfermedad.

Hoy el aprecio por la debilidad pasa por un momento bajo. La profesión médica, nacida precisamente como respuesta llena de humanidad ante la vulnerabilidad del hombre, parece desinteresarse, bajo la influencia de los poderosos factores económicos y políticos de la Medicina estatalizada, del dolor y la minusvalía de los débiles y se deja arrastrar a la alianza con los poderosos. Por eso, conviene reconsiderar con un poco de profundidad el valor ético de la debilidad y el sufrimiento.

El valor ético de la debilidad

Al médico, en cada uno de sus encuentros con los pacientes, se le plantea un desafío: reconocer en la humanidad dolorida que tiene delante toda la dignidad del hombre. La enfermedad tiende a eclipsar la dignidad: la oculta e incluso, a veces, la destruye. Si estar sano confiere, en cierto modo, la capacidad para la humanidad plena, por contra, estar enfermo supone, de mil modos diferentes, una limitación de la capacidad de llegar a ser, o de seguir siendo, plenamente hombre.

Una enfermedad seria, incapacitante, dolorosa, que merma nuestra humanidad, no consiste sólo en trastornos moleculares o celulares: constituye también, y principalmente, una amenaza a nuestra integridad personal o una limitación permanente de ella. Nos somete a prueba como hombres. No deberíamos olvidarnos de esto al estar, o al atender, enfermos. La tradición hipocrática, enriquecida por el ethos cristiano, vio en el quebranto de humanidad que es estar enfermo la raíz del mandato fundamental de poner todos los medios disponibles para restituirle al enfermo su plenitud humana y su salud, o, al menos, para aliviar en la medida de lo alcanzable las consecuencias de aquella amenaza. El médico actúa en representación y por encargo de los hombres para salvar y aliviar al doliente. Muchas veces, la asistencia médica no puede reducirse a sólo una operación técnico-científica, sino que ha de contener una dimensión projimal, ha de ser una respuesta personal a lo personal amenazado del enfermo.

Res sacra miser. Con esta denominación de origen cristiano-estoico se ha expresado de modo magnífico la especial situación del enfermo en el campo de tensiones de la dignidad humana. Traduce maravillosamente al lenguaje médico la noción general de la sacralidad de la vida humana. Cuando la condición humana del enfermo se considera a esta luz, reconocemos la inviolabilidad y, a la vez, la menesterosidad del enfermo y la responsabilidad vinculada del sano ante el doliente. El respeto a lo sagrado que hay en el enfermo no lo convierte en algo intangible, sino que impele a la piedad, a la compasión, a hacerlo objeto de un amor activo.

Siempre, antes igual que ahora, ha habido ciertas mentalidades ciegas al valor ético de la debilidad. Las filosofías del poder y la vitalidad, antiguo-paganas o modernas, han manifestado siempre su desprecio, disfrazado a veces de compasión, hacia el enfermo y el débil. Nietzsche, que cuenta hoy entre los yupies con más discípulos de lo que parece, al elevar a la categoría de principio general la voluntad de salud y de vida, estableció que el sufriente no es una res sacra, sino una res detestabilis. La voluntad instintiva y vital del hombre sano se expresa, ante el enfermo, no en respeto y consideración, sino en desprecio y rechazo. Inversamente, la atención, el cuidado, la compasión y el servicio amoroso por el débil y el pequeño, pertenecen para Nietzsche a la moral de esclavos, a la moral de una humanidad decadente y empobrecida en sus instintos.

Pienso que hay una dignidad específica del paciente que le hace acreedor a un especial tipo de respeto. Se puede hablar de una dignidad específica del paciente por el hecho de que el ser humano enfermo está amenazado en su dignidad humana. La dignidad específica del paciente, esto es, del hombre enfermo que entra en relación con un médico, emana de su legítima exigencia de protección para su humanidad precaria, de su derecho humano a recuperar lo más posible de su integridad personal. El respeto del médico ha de ser proporcionado a esa necesidad: el paciente tiene derecho a la atención del médico, a su tiempo, a su capacidad, a sus habilidades. Y, en todo el curso de la relación médico enfermo, mientras el médico cumple, en nombre de la humanidad, su oficio sanador, ha de mantener lo que me gusta llamar una visión binocular de su paciente. Ha de mantener constante su conciencia de que está delante de un ser humano, de que la relación médico-enfermo es una relación persona-persona, una relación sujeto-sujeto, una relación yo-tú. Pero, al mismo tiempo que el enfermo exige ser aceptado seriamente por el médico como persona, necesita ser examinado y considerado como un objeto biológico trastornado. El paciente no puede ser reducido nunca a un conjunto de moléculas desarregladas o de órganos desconcertados, o como un enigmático problema diagnóstico o una simple oportunidad de ensayo terapéutico. Pero es esas cosas y, a la vez, una persona.

Ahí está la grandeza y el riesgo del respeto médico. Hay una inevitable y necesaria cosificación del paciente exigida por la estructura científica de la Medicina. Es necesario que en el curso de la relación médico-paciente se produzca un desplazamiento mayor o menor de la relación principal yo-tú, es decir del plano humano, interpersonal, hacia una relación yo-ello, cuando el paciente es convertido convencionalmente en objeto de observación y manipulación científico-natural, mediante las cuales el médico trata de obtener un conocimiento exacto, objetivo, puramente científico-natural del proceso patológico y del tratamiento correspondiente. El cuerpo desnudo, objeto de exploración física y de invasión instrumental, simboliza este elemento objetivo en la relación médico-enfermo, que, por su propia naturaleza, exige la desconexión más completa posible de toda consideración subjetiva. El médico no podría ser un buen médico si no hiciera las cosas así.

El progreso formidable de la medicina moderna con sus métodos diagnósticos y terapéuticos de eficacia increíble ha hecho todavía más patente y luminoso este aspecto. Por eso, debemos ponernos en guardia ante la tentación del pesimismo antiintelectualista, de las premoniciones jeremíacas de los que hablan a gritos de una deshumanización tecnológica de la Medicina moderna o de la estructura fabril de los hospitales de hoy. Esta obligada cosificación del paciente constituye para muchos, pobres ellos mismos en humanidad o que han perdido ya la visión binocular de la medicina, una tentación para despojar de dignidad humana al enfermo. Pero, en el fondo, el uso de lo tecnológico-instrumental en Medicina es una manifestación prodigiosa de humanidad, un acto ético elevado, lleno de solicitud. Por desgracia, se escuchan a veces críticas bienintencionadas contra la fría tecnología de los modernos hospitales y el aparente distanciamiento del médico cuando le separan de su paciente muchos aparatos y muchos colaboradores. Se dice que todo eso ha hecho perder humanidad a la Medicina.

Hoy como ayer, la asistencia médica eficaz sólo es posible cuando se da la confianza del paciente en el médico. Pero hoy esa confianza no se basa principalmente en un tipo determinado de simpatía del médico, en su humanidad en sentido popular, sino más bien en su objetividad científica, en la fiabilidad de sus conocimientos, de su competencia, de su familiaridad con los métodos de tratamiento aceptados. Se da así el hecho aparentemente paradójico de que el máximo de subjetividad, la confianza, se apoya en el máximo de objetividad, es decir, en la fiabilidad científica y en la competencia y habilidad del médico. Es preciso disipar el falso enfrentamiento entre competencia técnica, experiencia y ciencia del médico, que han de ser necesariamente objetivas, y sus cualidades humanas, de carácter y éticas. Precisamente la verdadera idoneidad y autoridad del médico consiste en la reunión de ambos campos de competencia, que tendrían que ser inseparables en el buen médico. Tan sangrantes son, en cuanto faltas de respeto médico, la insensibilidad ética como la chapuza terapéutica.

El desprecio a los débiles

Pero aclarado el punto anterior, hay que reconocer que no son pocos los médicos que hoy han decidido aliarse con los poderosos y han dejado de respetar a todos por igual. Para justificar su conducta poco respetuosa, necesitan disfrazarla de respetabilidad postiza, artificial. Hace ya más de ochenta años, Chesterton escribía con su sagacidad característica que, en el mundo moderno, la Ciencia sirve para muchas cosas, y que una de ellas es proporcionar palabras largas para disfrazar los errores y maldades de los ricos. Esas palabras largas –Chesterton ponía el ejemplo de que si es un rico el que roba no es un ladrón, sino una pobre víctima de la cleptomanía– tienen una apariencia respetable. Son palabras que todos conocemos, tales como calidad de vida, salud para todos o imperativo tecnológico, todas biensonantes, modernas, de noble cuna académica, hasta que se descubre que están sirviendo de tapadera a negocios inhumanos.

La aplicación radical del concepto de calidad de vida lleva, por ejemplo, a la desesperada conclusión de que hay vidas carentes de calidad y tan sobrecargadas de debilidad, que no merecen la pena de ser vividas y, en consecuencia, han de ser eliminadas.

La noción de salud como estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social al que todos deben aspirar lleva a considerar como un fracaso el vivir con limitaciones, que es la única salud verdadera y real alcanzable en este mundo.

El imperativo tecnológico se está erigiendo en un fin en sí mismo, aunque las aplicaciones de las técnicas nuevas sólo sirvan a veces para humillar o destruir seres humanos.

Son muchos los médicos que se han puesto al servicio de los poderosos para perjuicio de los débiles. Se han aliado con los padres fértiles para eliminar mediante el aborto o el infanticidio neonatal a los hijos con malformaciones o con la moderna e incurable debilidad de no ser deseados. Se han aliado con los padres infértiles para crearles un hijo ardientemente deseado mediante las técnicas de reproducción asistida. No importa que el precio sea una hecatombe de hermanitos embrionarios, sacrificados como si no tuvieran un destino personal en el mundo. Esterilizan a las muchachas deficientes para expropiarlas forzosamente de la posibilidad de ser madres, la más noble capacidad humana que todavía retenían y reducirlas así a la condición de objetos sexuales a disposición del primer agresor. En conclusión: algunos médicos se han convertido en agentes al servicio de los fuertes para expropiar a los débiles de su resto de dignidad humana15.

Veamos en un par de ejemplos significativos cómo actúan estos médicos.

El primero nos lleva alerta ante el riesgo de que, bajo la apariencia de un proyecto biomédico de vanguardia, los trasplantes de células y órganos embriofetales, se oculta un retroceso a una nueva forma de canibalismo. La cosa empezó al ver los efectos producidos por ciertas neuronas fetales implantadas en el cerebro de ratas seniles: los viejos animales parecían recordar mejor y aprender más rápidamente. ¡Eso abre el camino para tratar a millones de ancianos con demencia senil! Otras neuronas fetales son capaces de reconectar los cabos del nervio óptico seccionado: exagerando mucho la cosa, se dijo que así se podrá así devolver la vista a algunos ciegos. Para tratar ciertas enfermedades de la sangre, es más ventajoso inmunológicamente trasplantar tejido hematopoyético del hígado fetal que trasplantar médula ósea de adulto. Se nos asegura que los tejidos embriofetales remediarán muchas enfermedades y serán más importantes en Medicina que los antibióticos o los psicofármacos.

Ante tantas promesas, los embriones y fetos humanos son vistos por algunos como prometedores bancos de tejidos y órganos para trasplante, pero muy pocos se han preguntado por las consecuencias éticas de la explotación utilitarista de esos seres humanos. Las nuevas aplicaciones exigen una alta calidad para los materiales que emplea.

Pero, de todas formas, anencéfalos hay muy pocos. Por eso, se proyecta ahora concebir fetos para abortarlos. Así se hará posible producir fetos a la medida, que tienen ventajas innegables sobre los fetos a granel que ofrecen los fetos abortados en una clínica cualquiera. Una noticia, publicada el pasado agosto en el Wall Street Journal, decía: “Una mujer, cuyo padre padece de insuficiencia renal, ha pedido ser inseminada artificialmente con el semen paterno para abortar el feto en el tercer trimestre y donar los riñones de éste a su padre. Los médicos creen que la compatibilidad de los tejidos sería casi perfecta”.

Vemos cómo el imperativo tecnológico transforma a algunos científicos en dioses menores. Amplifica su poder y, con él, su capacidad de error moral. Los exalta hasta colocarlos entre los habitantes del Olimpo pagano, pero les asigna el puesto de Saturno, el dios que obtenía su fuerza devorando a sus propios hijos.

Mi segundo ejemplo quiere mostrar como la obsesión por aplicar los avances de la ciencia provoca en algunos médicos una intolerancia adquirida a la debilidad. El diagnóstico prenatal se está convirtiendo, gracias al cribado de los débiles, en un concurso de tiro sobre blanco movible, donde impera la regla del “apunta y dispara”. Esto se demuestra con claridad en el caso del diagnóstico prenatal del albinismo. Gracias a ingeniosos procedimientos de Genética bioquímica estamos conociendo cada día mejor las diferentes variedades de este trastorno. Al mismo tiempo, no dejan de mejorar los procedimientos, no menos ingeniosos, que permiten a los albinos adaptarse a su deficiencia, de modo que puedan llevar una vida normal y trabajar en empleos normales. Cierto que no podrán nunca descollar en ciertas actividades, pero parece que gracias, entre otras cosas, a su uso superior de la memoria, pueden alcanzar niveles sociales y económicos más altos que sus hermanos normalmente pigmentados. Pues bien, se ha puesto a punto un método para el diagnóstico prenatal del albinismo. Algunos genetistas clínicos no se resignan a que la nueva técnica se quede fuera de la panoplia del aborto eugénico. Y ya que es improbable que en los países occidentales de clima templado se llegue a aceptar la eliminación selectiva de los albinos, ofrecen el nuevo procedimiento a los países tropicales, donde los problemas socioculturales, oculares y cutáneos de los albinos se les antojan incompatibles con la dignidad debida a una vida humana.

La eliminación de los débiles parece haberse constituido en pasión dominante de algunos científicos. Creo que con la misma tenacidad debemos nosotros difundir nuestro mensaje de respeto a la debilidad.

La reconstrucción del respeto a los débiles

Es evidente que los débiles tienen pocos amigos verdaderos y eso puede deberse a que hoy se reflexiona y se escribe muy poco sobre la dignidad de los débiles. Quizá sean muy pocas en el mundo las Escuelas de Medicina que dedican al menos una hora lectiva en algún rincón del curriculum, a enseñar el significado ético de la debilidad. A todos nos interesa desarrollar la teoría y la práctica del respeto a la debilidad, recoger ideas y experiencias sobre este tema para ir hablando de eso por ahí.

Hay que explicar y enriquecer, por ejemplo, la doctrina que en esquema he resumido. No hace mucho, el Comité Nacional de Ética para las Ciencias de la Vida y de la Salud, de Francia, publicó una declaración en la que condenaba la realización de experimentos sobre pacientes en estado vegetativo crónico. En ella, el Comité hacía una firme defensa de los seres humanos enfermos y concedía a su debilidad un alto valor ético. Decía, entre otras cosas, el informe del Comité: “Los pacientes en estado de coma vegetativo crónico son seres humanos que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanto que se encuentran en un estado de gran fragilidad. No podrán ser usados como un medio para el progreso científico, cualquiera que sea el interés o la importancia del experimento que no tenga por objeto el mejoramiento de su estado”. Está aquí expresado con precisión el concepto de la relación proporcional directa entre debilidad y respeto: a mayor debilidad en su paciente, el médico ha de responder con mayor dedicación, con asistencia más cuidadosa, con el más escrupuloso rechazo de toda manipulación o abuso.

Hace falta, por último, ofrecer una seria justificación filosófica del fenómeno de la fragilidad y de la minusvalía biológica del hombre, esa compañía inevitable de la vida del hombre, cuya aceptación es la más humana de las aventuras. Por mucho que progresen las técnicas de rehabilitación, por muy generosos que sean los presupuestos para los servicios de salud y prevención, nunca se podrá eliminar de la tierra la debilidad ni abolir el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Es ilusorio pensar que el eslogan “Salud para todos” pueda cambiar la condición esencialmente débil y vulnerable del hombre, pues ser hombre equivale a recibir un lote inevitable de dolor e incapacidad. La vida de cada hombre, su destino humano, incluye la capacidad de sufrir y la aceptación de la limitación.

Ante la inexorabilidad de la debilidad en el mundo, el médico se empeña en reducir el dolor, la angustia y las minusvalías de sus pacientes, a sabiendas de que nunca sabrá bastante para vencer por completo a sus enemigos. Aquí radica el núcleo humano de la Medicina. Tan exigente de ciencia y de competencia es la operación de aplicar las terapéuticas más modernas, casi milagrosas en su eficacia, como la de administrar cuidados paliativos, que requieren muchos conocimientos y el dominio de lo que yo creo que es lo más difícil del arte médico: saber decir a los enfermos que el hombre está hecho para soportar las heridas que en su cuerpo y en su espíritu abre la enfermedad y el paso de los años, que la aceptación de esas limitaciones es parte del proceso de humanización. No se es verdaderamente humano si no se acepta un cierto grado de flaqueza en uno mismo y en los demás. Eso se nos exige como parte de cumplir con el deber de ser hombre.

Termino ya. Algún día se echarán las cuentas de lo que ha supuesto nuestro tiempo para el desarrollo de la Ciencia, de la Ciencia verdaderamente humana. Lewis Thomas, esa figura tan brillante y paradójica del pensamiento biológico americano, nos ha adelantado una parte reveladora de ese juicio. “Puede juzgarse una sociedad por el modo como trata a sus miembros más desgraciados, a los menos queridos, a los locos. Tal como están las cosas, nosotros vamos a ser tenidos por una cuadrilla bien triste. Ya es hora de enmendar nuestros yerros”.

Muchas gracias.

Bibliografía

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[13] Consumers for Ethics in Research. Consumer views in gene therapy. Bulletin of Medical Ethics 1990;58:14-20.

[14] Parliamentary Report Nº 25 (1992-1993) to the Storting, “Biotechnology related to Human Beings”. Oslo: Ministry of Health and Social Affairs. 1993.

[15] La redacción original de este párrafo era más abrupta: “Esto lo vemos de muchas maneras: la sistemática destrucción de deficientes mediante el aborto eugenésico, la eutanasia neonatal o la esterilización coactiva de los tarados genéticamente; la eliminación de los pacientes terminales y de los dementes seniles, merced a la eutanasia o a la privación de alimento y bebida; la banalización del aborto por sinrazones socioeconómicas; el extrañamiento del embrión joven como ajeno a la raza humana, y otras muchas cosas más. Todas ellas tienen en común la pérdida del respeto del médico a ciertos grupos de seres humanos debilitados por el dolor, la minusvalía o la inmadurez, la incapacidad de defenderse: quienes debieran ser objeto de su máxima atención, son objeto del máximo desprecio”.

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