El respeto ético a la debilidad
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
Sesión en el VI Máster de Cuidados Paliativos
Aula “Ortiz Vázquez”, Hospital La Paz de Madrid, sábado, 8 de mayo de 1999
Agradecimiento y palabras para la ocasión.
Una vocación para servir a los débiles
¿Qué dice la ética profesional de la atención paliativa?
Los fundamentos éticos de la atención paliativa
a. El respeto y protección de la debilidad
b. Lo finito de las intervenciones agresivas y el lugar de los cuidados paliativos
La atención paliativa, vacuna contra la eutanasia
Honor de ayudar a un programa que trata de implantar y consolidar, con seriedad científica y aliento humano, los cuidados paliativos.
Temor de echar a perder el curso.
El tema de que he de tratar aquí es particularmente relevante. Nos coloca ante una pregunta: ¿qué dice la ética profesional del médico sobre la debilidad del paciente y, concretamente, de la debilidad del paciente terminal? ¿Es la debilidad signo para una particular protección o marca para el abandono y el desprecio?
Es este un tema esencial de la Medicina y, a la vez, un asunto de vibrante actualidad. Es ahí donde la Medicina paliativa se presenta como protectora de humanidad.
Porque andar basculando entre el respeto y el abandono es asunto que ha estado continuamente presente en la historia de la Medicina y que está presente en el debate interior de muchos médicos y enfermeras.
La debilidad no parece de suyo muy respetable. Siempre se ha dicho en Medicina, delante del enfermo terminal: ya no hay nada que hacer. Y, muchas veces, la reacción ante la debilidad toma una de las muchas formas del abandono.
Platón, en la República, resume la actitud de la medicina griega, incluida la hipocrática: “Esculapio enseñó que la medicina era para los de naturaleza saludable pero que estaban sufriendo una enfermedad específica. Él les libraba de su mal y les ordenaba vivir con normalidad. Para aquellos, sin embargo, cuyos cuerpos están siempre en un estado interno enfermizo, ni siquiera les prescribía un régimen que pudiera hacer de su vida una miseria más prolongada. La medicina no era para ellos y no deberían ser tratados aunque fuesen más ricos que Midas”.
Y así siguen pensando hoy mucha gente racionalista y pragmática, los seguidores de cualquier filosofía, antigua o moderna, del poder, la vitalidad: en la costumbre de los antiguos de exponer a los enfermos o débiles, en el disgusto instintivo que todos sentimos en presencia de la vida empobrecida. Nietzsche llevó ese rechazo al extremo. Basado en las exigencias de la razón, el sentimiento, la naturaleza y el instinto, hace de la voluntad fundamental de estar sano el principio fundamental de la naturaleza. La voluntad vital y segura del instinto no mueve al hombre sano respetar y compadecerse del enfermo y el débil, sino mas bien le empuja al desprecio, incluso a la aniquilación.
El reconocimiento del valor humano de los débiles entra en la humanidad con la tradición judeo-cristiana, sobre todo cristiana, de que todos, fuertes y débiles, somos iguales delante de Dios, de que todos poseemos una idéntica dignidad, intrínseca e inalienable, que se nos da con la misma existencia. Una dignidad que nos viene de ser todos y cada uno, sin distinción y misteriosamente, imago Dei.
Una vocación para servir a los débiles
Pero, sucede además que las profesiones sanitarias, la medicina y la enfermería sobre todo, están llamadas vocacionalmente a servir y a ayudar a los enfermos y débiles.
Lo propio de las verdaderas profesiones y, en particular de las que cuidan de la salud de los hombres, no es poseer una ciencia compleja y que cuesta muchos años dominar. Consiste, más bien, en usar ese conocimiento experto para el bien de otros que están en situaciones particularmente vulnerables. Los auténticos profesionales no tratamos con cosas, con elementos parciales, fragmentarios, de la existencia de los hombres, sino con su salud y su vida entera. Los enfermos se ponen en nuestras manos, ellos enteros, cuerpo y alma, no simplemente sus cosas.
El enfermo, todo enfermo, se ve así forzado a confiar en nosotros. Nos sería muy fácil explotar la debilidad del enfermo, o dejarnos llevar de otros intereses que no fueran el interés del enfermo. Pero la ética profesional nos recuerda constantemente que ante el enfermo debilitado estamos particularmente obligados por un compromiso de lealtad y respeto.
El paciente terminal es un acertijo para médicos y enfermeras. Delante del enfermo terminal hemos que resolver un enigma: el de descubrir y reconocer en él toda la dignidad de un ser humano. La enfermedad terminal tiende a eclipsar la dignidad: la oculta e incluso la destruye. Si, en cierto modo, la salud nos da la capacidad de alcanzar una cierta plenitud humana, estar enfermo limita, de modos y en grados diferentes, la capacidad de desarrollar el proyecto de hombre que cada uno de nosotros acaricia. Una enfermedad seria, incapacitante, dolorosa, que merma nuestra humanidad, y mucho más la enfermedad terminal, no consiste sólo en trastornos biológicos, moleculares o celulares. Ni es tampoco un recorrido vivencial de etapas que van marcando las reacciones del enfermo ante la muerte ineluctable. Por encima de todo eso, la situación terminal constituye una amenaza a la integridad personal, que pone a prueba al enfermo en cuanto hombre.
Médicos y enfermeras no deberíamos olvidarlo al estar con nuestros enfermos. Nuestra asistencia no se puede reducir a una simple operación técnico-científica. Incluye siempre una dimensión interpersonal. No puede limitarse a aplicar un protocolo de cuidados paliativos: a ningún enfermo le podemos servir sólo con ciencia y conocimiento, herramientas y sistemas. Los protocolos son utilísimos, una ayuda grande. Pero son también fundamentalmente reduccionistas. Son como un formulario en el que hay que rellenar ciertos espacios en blanco, que se refieren siempre a cosas fácilmente mensurables y que les parecían importantes a los autores del protocolo. Son formularios que, con la costumbre, tienden a ser rellenados formulariamente. Tienen en cuenta algunas variables individuales, pero inducen a tratar a los pacientes como a elementos intercambiables. Los protocolos y sistemas no lo son todo en el servicio que hay que dar a los pacientes. Con su ayuda, hay que ser más competentes en el tratamiento del dolor y de los síntomas. Pero no pueden inhibir la atención humana que los más débiles necesitan: médicos y enfermeras han de comunicar paz y calor humano a sus pacientes, suprimir la soledad y de indefensión con que la enfermedad les amenaza.
Muchas veces me he preguntado: ¿cómo empezó la medicina? Los historiadores y entendidos me hablan de antropología, arqueología, chamanes y magos. Pero a mí me parece que la respuesta, más que histórica, ha de ser una respuesta sociológica, existencial. La amenaza a la humanidad del enfermo, que es la enfermedad, despierta en el sano la responsabilidad particular de asistirle con todos los medios disponibles, para restituirle a su plenitud humana, o, al menos, para aliviar en la medida de lo alcanzable las consecuencias de aquella amenaza. El titular de esa responsabilidad y de ese servicio, el que actúa en representación y por encargo de los hombres, es el médico y, con él, todo el personal de salud. Eso constituye la particular dignidad de las profesiones sanitarias. Su objeto no es sólo tratar enfermedades y síntomas, a los que se alivia mediante intervenciones técnicas, de base científica. Es también, y por encima, una respuesta personal a la crisis personal por la que pasa el hombre enfermo. En esto se fundamenta toda la ética profesional médica.
¿Qué dice la ética profesional de la atención paliativa?
He revisado recientemente que dicen sobre el tema los códigos de ética y deontología de 40 países de los continentes europeo y americano. La conclusión fue esta: bajo una abigarrada variedad de modos de decir, se encuentra una profunda unidad, una tradición común: al lado de la condena de la eutanasia y del suicidio asistido por el médico, hay una recomendación encarecida para que se usen los cuidados paliativos.
El enfermo terminal es, para la deontología del médico y la enfermera, por debilitado que esté, un paciente más, que no queda excluido de las obligaciones generales que, sin discriminación prestan los profesionales de la salud a sus enfermos.
La Asociación Médica Mundial en su Declaración de Venecia sobre la enfermedad terminal habla así de la atención paliativa: que es deber del médico curar y aliviar en la medida de lo posible el sufrimiento, teniendo siempre a la vista los intereses de sus pacientes; que no admitirá ninguna excepción a este principio, ni siquiera en caso de enfermedad incurable o de malformación; que este principio no impide que se apliquen las reglas siguientes: El médico puede aliviar al paciente los sufrimientos de la enfermedad terminal si, con el consentimiento del paciente o, en el caso de no poder expresar su propia voluntad, con el de su familia, suspende el tratamiento curativo, ya inútil. Tal suspensión del tratamiento no libera al médico de su deber de asistir al moribundo y de darle los medicamentos necesarios para mitigar la fase terminal de su enfermedad. Y, finalmente, El médico se abstendrá de emplear cualquier medio extraordinario que no reportara beneficio alguno al paciente.
Para no alargar este punto, daré lectura al artículo del Código Deontológico de la Enfermería Española, que recoge, con amplitud de miras y precisión, la deontología de los cuidados terminales. Dice así: Art. 18: Ante un enfermo terminal, la Enfermera/o, consciente de la alta calidad profesional de los cuidados paliativos, se esforzará por prestarle hasta el final de su vida, con competencia y compasión, los cuidados necesarios para aliviar sus sufrimientos. También proporcionará a la familia la ayuda necesaria para que puedan afrontar la muerte, cuando ésta ya no pueda evitarse.
La conducta de los profesionales de la salud ante el enfermo terminal viene definida por el deber de atenderle con solicitud, de no discriminarle. No podrán provocarle la muerte, pero deberán abstenerse de tratarle agresivamente con terapias inútiles. Nunca menospreciarán la vida de sus enfermos, pero aprenderán a respetar la vida aceptando lo ineluctable del morir y de la muerte.
Hay, por tanto, deberes profesionales positivos: aliviar el sufrimiento físico y moral, mantener en lo posible la calidad de la vida que declina, ser guardianes de la dignidad de todo ser humano y del respeto que se le debe, procurar que la atención paliativa no quede marginada de los avances científicos que provienen de la experimentación biomédica.
Y hay también deberes profesionales negativos: quedan taxativamente prohibidas la eutanasia y los gestos terapéuticos encarnizados, carentes de razonabilidad y buen juicio, que buscan una curación ya imposible. Estas son las ideas básicas de la deontología paliativa, sobre las que médicos y enfermeras deberíamos reflexionar con frecuencia.
De esa reflexión podemos extraer una larga lista de puntos de examen.
El que yo colocaría en primer lugar es el deber de mejorar, mediante proyectos de investigación bien diseñados e interdisciplinares la calidad de los cuidados paliativos. Son precisamente la compasión por los pacientes y la apertura a la totalidad del hombre (el individuo entero, la familia, la comunidad) lo que crea un dilatado panorama a la investigación y, en consecuencia, al servicio profesional. Por referirse los cuidados paliativos, directa o indirectamente, a sujetos vulnerables, ha de concederse el relieve necesario al análisis ético de los proyectos de esta área tan importante de la investigación biomédica.
Pero también hay que responsabilizarse de evaluar constantemente la calidad de los cuidados que se administran; de estratificar la atención a los enfermos incurables en medidas paliativas y terminales; de extender el beneficio de la atención paliativa a todos los posibles candidatos a recibirla, esto es, a los muchos incurables que sufren enfermedades largas y dolorosas; de optimizar la relación costes/beneficio de los cuidados paliativos de desarrollar métodos formales e informales de enseñar la ciencia y el arte general de los cuidados paliativos, ya en el curso de los estudios de la licenciatura; de implantar la Medicina y la Enfermería paliativas como especialidades genuinas y reconocidas.
Hoy pocos ponen en duda la utilidad y la eficiencia de la Atención paliativa. Pero no faltan quienes ofrecen la eutanasia como la solución más eficiente, rápida, económica y racional, y acusan cínicamente a la atención paliativa de su bajo rendimiento terapéutico, cuando las cosas se miden con el metro biológico de las tasas de curación o de los años de supervivencia. No merece la pena refutar ese sinsentido.
Es hora ya de considerar el punto central de mi intervención
Los fundamentos éticos de la atención paliativa
La Atención paliativa se apoya, a mi modo de ver, sobre dos pilares básicos de la Ética médica. Uno es el respeto ético de la debilidad, que debe ser aceptada y protegida como parte del existir humano. El otro es el carácter limitado, finito de las intervenciones médicas agresivas, que han de dejar paso a los cuidados paliativos como respuesta sabia y compasiva a la enfermedad terminal. Merece la pena considerarlos en detalle.
a. El respeto y protección de la debilidad
La vocación de médicos y enfermeras es una vocación de servicio. Son vocaciones que sirven al hombre, de acuerdo con un entendimiento profundo de la dignidad del paciente y del valor de la salud y de la vida humana. Ese servicio trata primariamente de satisfacer las necesidades genuinas del paciente. Nunca pueden dedicarse a complacer servilmente sus caprichos.
Es crucial el diálogo con el paciente para concertar, mediante la gestión ética y humanizante del consentimiento, su legítimo control sobre los tratamientos, conformes siempre con las exigencias de la ciencia y de la ética profesional. Si en la relación médico/paciente o médico/enfermera se infiltrara el servilismo, en forma de tiranía autonómica, Medicina y Enfermería se convertirían actividades mercenarias.
Los profesionales de la salud no son esclavos del paciente, tampoco son sus dueños. Su papel es juzgar sobre el valor de los medios de que disponen, no del valor de las vidas que les son confiadas. Y, sin embargo, algunos médicos y enfermeras consideran que hay vidas tan carentes de calidad y dignidad, que las tienen por no merecedoras de atención médica ni de consuelo humano. Tal actitud supone, además de una subversión total de la tradición ética de las profesiones sanitarias y de toda la cultura occidental, una apostasía del futuro.
La razón es patente: uno de los elementos más fecundos y positivos, tanto del progreso de la Medicina como del de la sociedad, ha consistido en comprender que los débiles son importantes. De esa idea nació precisamente la civilización y también la Medicina. Pero, a punto de llegar al tercer milenio, el respeto y el servicio a los débiles siguen encontrando resistencia en el interior de cada uno de nosotros y en el seno de la sociedad. Hoy, el rechazo de la debilidad se está aceptando y ejerciendo a una escala sin precedentes.
Ser débil era en la tradición deontológica cristiana título suficiente para hacerse acreedor de respeto y protección. Hoy, para gentes de mentalidad libertaria e individualista, la debilidad es estigma que marca para la marginación. La Medicina corre así el riesgo de convertirse en un instrumento de ingeniería social, en seguimiento de la nueva mentalidad del bienestar y de la alta calidad de vida.
Pero esa es una idea totalmente extraña a la ética de la atención de salud. Como médicos y enfermeras, necesitamos comprender que nuestro primer deber ético, el respeto por el hombre, toma de ordinario una forma peculiar y específica: el nuestro es un respeto a la vida debilitada. En la Medicina paliativa, el respeto a la vida está condicionado de forma casi constante por la presencia de la vulnerabilidad esencial, por la fragilidad extrema del hombre, por el reconocimiento de lo inevitable y próximo de la muerte.
No tenemos que vérnoslas con sanos y fuertes, sino con enfermos y débiles, con seres humanos que viven la crisis de estar perdiendo su vigor físico, sus facultades mentales, su vida. El respeto ético de médicos y enfermeras que administran cuidados paliativos es respeto a la vida doliente, declinante; su trabajo consiste en cuidar de gentes en el grado extremo de debilidad.
Res sacra miser. Es esta una expresión que describe de modo magnífico la especial situación de la humanidad del enfermo en el campo de tensiones de la enfermedad terminal. Traduce de maravilla la coexistencia de lo sagrado y dignísimo de toda vida humana, con la miseria, a veces extrema, causada por la enfermedad. Cuando al enfermo se le considera a esta luz, como algo a la vez digno y miserable, podemos reconocer su condición a la vez inviolable y necesitada. Este es, en mi opinión, el fundamento ético de los cuidados paliativos.
Alguien ha señalado que la expresión paliativo, al lado de su significado común los remedios que se aplican a las enfermedades incurables para mitigar su violencia y refrenar su rapidez, tenía un uso antiguo y felizmente abandonado, que significaba lo que debía ocultarse, disimularse, como cuando se lleva una capa, un pallium.
Hoy, la noción de paliación exige una sinceridad franca. La humanidad y, más concretamente, los derechos humanos han alcanzado madurez suficiente para que la debilidad no tenga que ocultarse como algo indigno, sino reconocerse públicamente, por todos, como parte y herencia de la humanidad. Y eso que, extrañamente, pasa en la esfera de lo intelectual y ético en la aceptación del pluralismo y la extravagancia, falla de modo muy triste en lo biológico y sanitario. La debilidad está mal vista. Ocultar y negar la flaqueza es algo muy actual, impuesto por la mentalidad hedonista, intolerante al sufrimiento y a la minusvalía, por las filosofías evolucionistas de la supervivencia del mejor dotado, por la praxis de la lucha competitiva por el poder. Esas ideologías llevan dentro el germen del desprecio del débil. Crece el número de ciudadanos para los que la eutanasia es una conducta coherente ante el número creciente de ancianos decrépitos, de enfermos irrecuperables o desahuciados, muchos de ellos víctimas paradójicas del progreso médico, consumidores ávidos de los recursos finitos destinados a la atención de salud. Estamos a poca distancia ya de hacer oficial la ética nietzscheana: el cuidado y la compasión por el débil y por quien es poca cosa son propios de una moral de esclavos, de una humanidad decadente y empobrecida en sus instintos. Se impone la ética de la voluntad, de la fuerza, del poder.
Y, sin embargo, la tradición ética de la Medicina nos dice que el respeto médico por el paciente ha de ser proporcionado a la debilidad de éste: el paciente terminal tiene un derecho privilegiado a la atención del médico, a su tiempo, a su capacidad, a sus habilidades, pues hay una obligación de atender a cada uno tal como es, sin discriminarle por ser como es. Así lo afirma en uno de sus informes el Comité Nacional Consultivo para las Ciencias de la Vida y de la Salud, de la república francesa: “Ellos (se refiere a los pacientes en estado vegetativo persistente sobre los que el Dr. Milhaud había realizado experimentos arriesgados) son seres humanos, que tienen tanto más derecho al respeto debido a la persona humana cuanta es la fragilidad del estado en que se encuentran”.
Todos nosotros necesitamos revisar con frecuencia cuál es nuestra actitud ante el principio ético de no discriminar. A mis alumnos, suelo ofrecerles una prueba, dada a conocer Paul E. Ruskin, para que analicen sinceramente si es sólido su compromiso de no discriminar.
Ruskin pidió, en una ocasión, a las enfermeras que participaban en un curso sobre ‘Aspectos psicosociales de la ancianidad’ que describieran sinceramente cuál sería su estado de ánimo si tuvieran que asistir a casos como el que les describía a continuación:
Se trata de una paciente, que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente, ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante horas, parece desorientada en cuanto a su persona, al espacio y al tiempo, aunque da la impresión que reconoce su propio nombre. No se interesa ni coopera en su propio aseo. Hay que darle de comer comidas blandas, pues no tiene piezas dentarias. Presenta incontinencia de heces y orina, por lo que hay cambiarla y bañarla a menudo. Babea continuamente y su ropa está siempre manchada. No es capaz de caminar. Su patrón de sueño es errático, se despierta frecuentemente por la noche y con sus gritos despierta a los demás. Aunque la mayor parte del tiempo parece tranquila y amable, varias veces al día, y sin causa aparente, se pone muy agitada y presenta crisis de llanto inmotivado.
La respuesta que suelen ofrecer los alumnos es, en general, negativa. Cuidar a un paciente así sería devastador, un modo de dilapidar el tiempo de médicos y enfermeras, dicen la mayoría. Desde luego, si todos los enfermos fueran como el caso descrito, dicen unos pocos, la especialidad geriátrica sería para médicos y enfermeras santos, pero no para médicos y enfermeras comunes. Los más motivados señalan que un caso así es una prueba muy dura para la paciencia y la vocación del médico o de la enfermera. Cuando se les dice que muchas de esas respuestas son, además de incompatibles con la Ética de no discriminar, notoriamente exageradas e injustas con la realidad, los comentarios suelen ser de desdén o rechazo.
La prueba de Ruskin termina haciendo circular entre los participantes la fotografía de la paciente referida: una preciosa criatura de seis meses de edad. Una vez sosegadas las protestas del auditorio por sentirse víctimas de un engaño, llega el momento de mirar a dentro de cada uno, de considerar si el solemne y autogratificante compromiso de no discriminar ha de ceder ante las diferencias de peso, de edad, de expectativa de vida, o ante los sentimientos subjetivos que inspira el aspecto físico de los distintos pacientes, o si, por el contrario, ha de sobreponerse a esos datos circunstanciales.
Mi experiencia personal es que son muchos los estudiantes que han de cambiar su modo demasiado sensorial, por no decir que sentimental, de ver a sus enfermos. Han de convencerse de que la paciente anciana es, como ser humano, tan digno y amable como la niña. Los enfermos que están consumiendo los últimos días de su existencia, y los incapacitados por la senilidad y la demencia, merecen el mismo cuidado y atención que los que están iniciando sus vidas en la incapacidad de la primera infancia.
b. Lo finito de las intervenciones agresivas y el lugar de los cuidados paliativos
Es esencial que médicos y enfermeras acertemos a reconocer los límites prácticos y éticos de nuestro poder. No nos basta saber que, de hecho, nuestras técnicas no lo pueden todo, tienen un límite físico. Hemos de tener presente también que hay límites éticos que no debemos sobrepasar, porque nuestras acciones serían, además de inútiles, dañosas.
Dos cosas nos son necesarias para esto: la primera es tener una idea precisa de que, a pesar de su agresividad y eficacia, llega un momento en que los recursos disponibles se hacen inoperantes, porque, inevitablemente, son finitos; la segunda, comprender que ni la obstinación terapéutica ni el abandono del paciente son respuestas éticas a la situación terminal: sí lo es, en cambio, la Atención paliativa.
Se está trabajando ahora activamente en definir, en protocolos clínicos y en términos éticos, la noción de inutilidad médica, de futilidad, valga el americanismo. Hay una inutilidad diagnóstica, lo mismo que hay una inutilidad terapéutica. Es posible, por tanto, un ensañamiento diagnóstico, lo mismo que un ensañamiento terapéutico.
La frontera entre la recta conducta paliativa y el error del celo excesivo no está clara en muchas situaciones clínicas. Tampoco conocemos exactamente el rendimiento de muchas intervenciones nuevas. Siempre habrá una franja más o menos ancha de incertidumbre, en la que será necesario decidir. En la indeterminación, podemos inclinarnos por ofrecer al paciente el beneficio de la duda.
Pero hemos de tener siempre a la vista que, inevitablemente, en la atención a ciertos pacientes se llega a un punto en que las ganancias de nuestras intervenciones resultan desproporcionadamente exiguas en relación con el sufrimiento que provocan o el gasto económico que originan.
Para no perder su orientación ética, su sentido del relieve y la profundidad, en todo el curso de su relación con el enfermo terminal, el médico y la enfermera han ver a su paciente con una visión binocular. Han de mantener despierta la conciencia hacia el hecho fundamental de que están delante de un ser humano: de que su relación con el enfermo es una relación de una persona con otra persona. Y las aspiraciones, deseos y convicciones han de ella han de ser tenidos en cuenta y cumplidos en la medida de lo razonable. Esa relación personal ha de extenderse también a los allegados del enfermo. Eso han de verlo, médicos y enfermeras, con su retina sensible a lo humano y personal de su paciente.
Pero, al mismo tiempo, han de atender médicos y enfermeras a las necesidades y límites de la precaria biología del paciente terminal, de la vida que se va apagando. Con su ojo científico, han de ver debajo de la piel del paciente terminal una entidad biológica gravemente trastornada. El paciente nunca puede ser reducido nunca a un mero conjunto de órganos desconcertados, nunca es un mero sistema fisiopatológico caótico y arruinado. Pero es eso y es, a la vez, un ser humano.
La visión binocular de médicos y enfermeras ha de integrar, superponer, la imagen de ese sistema biológico, lesionado más allá de toda posibilidad de arreglo, con la de ese ser humano al que no se puede abandonar, al que hay que respetar y cuidar hasta el final.
Ahí está la grandeza y el riesgo de la Atención paliativa. Ver simultáneamente al hombre, para seguir delante de él, y ver simultáneamente una biología que naufraga, para abstenerse de tomar medidas inútiles.
Siempre médicos y enfermeras necesitan de esa doble visión, pues lo exige su doble condición de cuidadores del hombre enfermo y de cultivadores de la ciencia natural. La evaluación clínica de los parámetros bioquímicos, el seguimiento de las constantes funcionales, simbolizan ese elemento objetivo en la relación médico/enfermo, que, por su propia naturaleza, exige el máximo desasimiento posible de todo vínculo emocional o afectivo. No se puede ser un buen profesional sanitario si, en ese momento científico, objetivizante, no se dejara a un lado la compasión y la empatía, para poder calcular con objetividad y ecuánimemente cuáles han de ser los términos apropiados en que se ha de intervenir.
Cuando los indicadores objetivos sentencian en un momento que el desajuste orgánico es ya irreversible, que se ha iniciado la fase terminal, sin vuelta atrás, de la enfermedad, hay que abandonar la idea de curar, para emplearse en el oficio, muy exigente de ciencia, de competencia y de humanidad, de cuidar, de paliar. El acto de reconocer que ya no hay recursos curativos de los que se pueda echar mano puede ser duro, pero es una manifestación neta y profunda de humanidad, un juicio justo, una acción ética elevada, veraz y que está llena de solicitud. Puede ser una coyuntura muy difícil de aceptar por el paciente y su familia, que pone a prueba su confianza en médicos y enfermeras. Es lógico que el paciente sienta la necesidad de contar con una segunda opinión. Y nunca deben ponérsele trabas a que llame a un colega competente.
La gente va entendiendo cada vez mejor que su confianza en quienes le atienden ya no se puede basar principalmente en que médicos y enfermeras les complazcan con su simpatía campechana e indulgente. Tienden a confiar más bien en su objetividad científica, en la fiabilidad de sus conocimientos, en su competencia técnica, en su familiaridad con los métodos de diagnóstico y tratamiento aceptados. Y también en su templada renuncia a lo inútil, y, llegado el caso, en su dominio de los cuidados paliativos.
La atención paliativa, vacuna contra la eutanasia
La atención paliativa presta un servicio impagable a las profesiones sanitarias: las protege del peligro de caer en la dinámica destructora de la eutanasia.
A juzgar por lo que dicen ciertas encuestas sociológicas, hay, entre los profesionales de la salud, un sector, de tamaño indeterminado, que acepta la idea de que está justificado, e incluso de que es virtuoso o moralmente obligado, poner término a ciertas vidas humanas carentes de calidad. Y algunos de ellos están dispuestos a hacerlo, ya colaborando a que el paciente ponga voluntariamente fin a su vida, ya practicándole la eutanasia. Si no lo hacen, es por los riesgos legales en que pueden incurrir.
Yo no quiero ahora discutir aquí hasta que punto, en el nuevo Código Penal de España, se ha dulcificado la punibilidad del homicidio a petición del enfermo o la ayuda eficaz al suicidio. Pero si creo que conviene, para evaluar por contraste en valor inestimable de la atención paliativa, preguntarnos qué pasa cuando se autoriza legalmente la eutanasia y la ayuda médica al suicidio.
Mi tesis es clara: cualquier legislación tolerante de la eutanasia, por restrictiva que pretenda ser en el papel, provoca un cambio brutal, que afecta a los principios y a la práctica de la atención médica. La perturba profundamente, la degrada en lo ético y la empobrece en lo científico.
La decadencia ética no es difícil de calcular. En la dinámica de la permisividad legal, y en la conciencia del médico, despenalizar la eutanasia empieza por significar que matar sin dolor es una forma excepcional de tratar ciertas enfermedades, que sólo se autoriza para situaciones extremas y muy estrictamente reguladas.
Pero, sin tardanza, de modo inexorable, por efecto del acostumbramiento social, del engolosinamiento de los medios de comunicación, y del activismo pro-eutanasia, la despenalización restrictiva termina por significar que matar por compasión es una alternativa terapéutica aceptada de hecho, con más indicaciones de las que se pensaba en un principio. Y es tan eficaz, que los médicos no pueden moralmente rehusarla. La razón es obvia: la eutanasia -una intervención limpia, rápida, eficiente al cien por ciento, indolora, compasiva, mucho más cómoda, estética y económica que el tratamiento paliativo- se convierte en una tentación invencible para ciertos pacientes y sus allegados.
Despenalizada la eutanasia, lo grave para un número de médicos y enfermeras, es que las virtudes profesionales específicas -la compasión, la prevención del sufrimiento, el sentido de justicia, el deber de no discriminar entre sus pacientes- se vuelven contra ellos, de modo que se ven impulsados por sus propias virtudes profesionales a la aplicar cada vez más esta terapia liberadora: no se puede negar a un paciente el alivio definitivo que, en circunstancias similares, se ha dado a otros; ni es operativo retrasar para más tarde lo ya ahora se presenta como el remedio indicado y eficaz. El concepto de enfermedad terminal se ensanchará más cada vez; las indicaciones de la eutanasia se irán haciendo más extensas y precoces.
Al médico o a la enfermera que hayan sucumbido a la tentación de matar por compasión y llevado a cabo una eutanasia, se les presenta una disyuntiva fuerte: o se arrepienten sinceramente, o con la misma sinceridad ya no podrán dejar de matar. Porque si son éticamente congruentes consigo mismos, y creen que han hecho algo bueno cuando pusieron fin a la vida de su paciente, no podrán rehusar, por coherencia, a seguir haciéndolo. Y lo harán en casos cada vez menos dramáticos y saltándose con mayor facilidad, en nombre de su ética, las barreras legales.
Porque si la ley, como parece probable en las leyes de eutanasia de primera generación, sólo autorizara la eutanasia o la ayuda al suicidio a quien la pidiera libre y voluntariamente, ¿qué razones podrá aducir el que la haya practicado conforme a la ley, para negarla a quien es incapaz de pedirla, pero se encuentra en una situación biológica tanto o más depauperada, o cuya atención es mucho más cargosa para los demás? Está seguro de que, indudablemente, el que ha dejado un testamento de vida explícito, el demente profundo o el oncológico en coma, la pedirían si tuviesen un momento de lucidez. Por muy cuidadoso que sea de la autonomía de sus pacientes, por mucho que respete su capacidad de elección, si piensa que hay vidas tan carentes de calidad que no merecen ser vividas, concluirá que a veces sólo queda una cosa que escoger: la muerte del extremadamente débil. Si un médico o una enfermera consideraran que la eutanasia es remedio superior a la atención paliativa, no podrían evitar convertirse en mandatarios subjetivos de los pacientes terminales. Pues, ante un paciente incapaz de expresar su voluntad, razonan así en su corazón: “Es horrible vivir en esas condiciones de precariedad biológica o psíquica. Yo no querría vivir así. Esa vida no es vida. Yo preferiría mil veces morir. Lo mejor, lo único decente que puedo hacer por ellos, es poner fin a su tragedia”.
Y si el médico o la enfermera se dejan llevar de razones utilitaristas, llegan más temprano o más tarde a la conclusión inevitable de que hay pacientes, sobre todo, familiares de pacientes, cuyo deseo de seguir viviendo o de ayudar a vivir, es irracional y caprichoso, pues tienen por delante una perspectiva detestable. Razonan así: las vidas de ciertos pacientes, unos capaces de decidir y otros incapaces de hacerlo, son tan carentes de calidad, que no son dignas de ser vividas. El empeñarse en vivirlas es un deseo injusto, que conlleva un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser mucho mejor empleados. No es difícil construir argumentos de apariencia racional que expropian al paciente o a los responsables del paciente de la libertad de escoger seguir viviendo.
No son estas situaciones hipotéticas. El laboratorio social que es Holanda ha presenciado ya y, en cierto modo ha confirmado, con jurisprudencia, esas cuatro fases de la expansión de la eutanasia.
Cada día que pasa me convenzo de que los cuidados paliativos encierran una ética de gran densidad: son un tesoro precioso de la Medicina y la Enfermería, una fuerza que encarna y defiende sus valores éticos más íntimos y básicos. Son, además, el antídoto que nos preserva contra la tentación, temible y atractiva a la vez, de la eutanasia; y que salva a nuestros hospitales del error deshumano del ensañamiento terapéutico.
La obligación de médicos y enfermeras de respetar y de cuidar toda vida humana es una fuerza moral maravillosa e inspiradora. Mientras ustedes trabajan en hospitales y domicilios están haciendo mucho por la Ética de las profesiones sanitarias. Quiero personalmente agradecerles su interés y dedicación a la Atención paliativa. Los cuidados que ustedes prodigan están salvando a la Medicina del gran peligro de convertirla en cómplice de los fuertes contra los débiles.
Además, curiosa y paradójicamente, han escogido ustedes una especialidad llena de futuro. Muchas gracias.