El valor sagrado de la vida humana
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
VIIª sesión en Curso de Doctorado 2002-2003:
Bases culturales y antropológicas de la Enseñanza en la Universidad
Pamplona, 2002
La inevitable asimetría del concepto
El efecto perturbador del reduccionismo cientifista
Dificultad y evidencia del tema
Saludo, con especial referencia a los doctorandos de la escuela Superior de Ingenieros Industriales de San Sebastián.
El valor sagrado de la vida humana es tema que puede enfrentarse desde varios ángulos. Es asunto de considerables dimensiones culturales, antropológicas, éticas, jurídicas, religiosas. Por habérmelo encargado a mí, pienso que los organizadores desean que, sin renunciar a tratar de lo esencial del problema, trate de darle un enfoque ético-médico.
En efecto, estamos ante un tema clásico de la ética médica. En realidad, la medicina nace con el reconocimiento del valor inconmensurable de cada vida humana. Me gustaría saber como apareció el primer médico en el mundo. Aprovecho cuantas ocasiones se me presentan para recordar que el nacimiento de la medicina como ciencia coincide con la incorporación de la ética a la práctica del arte de curar. Eso ocurrió cuando Hipócrates concluyó, por un lado, que la enfermedad no era un castigo de las divinidades que ha de curarse por la magia y el conjuro, sino un fenómeno natural, cuyas causas y mecanismos era necesario esclarecer para prevenirla y curarla. Y cuando estableció, por otro, que el médico ha de declarar públicamente y bajo juramento prestado ante los dioses del Olimpo, que respetará la vida de su paciente y que no aprovechará su posición de ventaja para abusar de él.
Estoy convencido de que ese compromiso ético de respeto a la vida –establecido en las cláusulas del Juramento por las que el médico se prohíbe el aborto, la eutanasia y la cooperación al suicidio del paciente– no está sólo para crear la necesaria confianza de los enfermos en su médico. Está también para mantener constantemente abierto el camino de la investigación de la enfermedad y sus remedios. De ese modo, poco a poco, en un proceso inacabable, el médico nunca abandonará a sus enfermos, los estudiará con atención y cuidará de ellos con diligencia. Y, por lo que en esta clase nos concierne, tendrá la vida de cada uno de ellos por preciosa e intangible.
No me voy a detener aquí a contar la historia de la noción de santidad de las vidas humanas. Baste saber que, en algunos momentos, fue cuestión que ocupó el centro de muchas disputas; y que, durante siglos, ha reposado en la paz de la aceptación general.
Prefiero empezar llamando la atención sobre un hecho, que puede servirnos de punto de partida, que me parece de un interés considerable.
La inevitable asimetría del concepto
Nunca podemos dejar de asombrarnos de la diferencia que entre médicos y pacientes podría darse a la hora de considerar el valor de la vida. El hombre quiere vivir. Es cierto que, por desgracia, a algunos seres humanos, bajo la influencia de una profunda depresión o de la desoladora experiencia de la soledad y del abandono, o cuando sufren dolores insoportables, la vida puede hacérseles una carga muy pesada y fatigosa, de la que quisieran liberarse a cualquier precio, incluso al de la misma vida.
Pero para el común de los mortales y, más que a pesar, a causa de esa misma mortalidad, la vida, su propia vida, se les presenta como el valor primero y condición necesaria de todos los demás. Lo ordinario es que la certeza e incluso la proximidad de la muerte haga subir el valor de ese resto menguante de vida que nos queda. La presencia de la enfermedad y la cercanía del fin convierten a la vida en algo único, de valor inapreciable.
Pero el médico atiende cada día a muchos enfermos, decenas de ellos, algunos que atraviesan la situación crítica entre vida y muerte. Con todos ha de emplearse a fondo. Pero no puede implicarse con todos ni totalmente: ha de mantener la ecuanimidad. Aunque en nuestros hospitales hay unidades de cuidados intensivos, no puede darles siempre y a todos el trato intenso que ellos desearían. Al paciente, todo le parece poco, pues su vida es única, le es esencial: quisiera luchar por ella sin tregua y sin escatimar nada, pide recibir la mejor atención posible.
Entre el lugar anímico del paciente y el lugar anímico del médico hay una distancia insalvable. Sólo teniendo un profundo sentido del valor sagrado de toda vida humana le es posible al médico aproximarse a la posición del paciente. Es asunto difícil. Es por eso necesario, de vez en cuando, que todos, médicos o no, nos paremos a pensar un momento el valor sagrado de la vida humana, en el hombre viviente.
En el medallón de los miembros de la Academia Pontificia para la Vida está grabado un lema, que dice “Homo vivens gloria Dei”, la gloria de Dios es el hombre vivo. Somos lo más grande que ha hecho Dios. Esto puede parecer un antropocentrismo fatuo, pero somos algo de infinito valor. Sólo sabiendo que somos la gloria del Dios vivo podemos comprender que cosa es matar.
Una filósofa contemporánea escribe a este propósito: “Un hombre: esa maravilla, ese milagro, a través del cual el universo, con todo lo que contiene, es visto, pensado, amado, conocido, orientado, y recibido como signo, como símbolo, como palabra. A través de cada conciencia humana se produce el alumbramiento de todo cuanto existe en este mundo, cada conciencia con su clave personal, con su propio registro, recrea en cierto modo el mundo. La muerte de un ser humano, quienquiera que sea, es la muerte de un universo.
Sería necesario que cada ser humano experimentara un respeto casi físico por el milagro de ese hombre singular que habita en él, que le hace ser hombre. Que se puedan dar explicaciones empíricas, más o menos mecanicistas, de ese milagro, por medio del DNA y la informática hereditaria, no hace sino volver más asombroso y deslumbrante el milagro de cada hombre. Canda uno tendríamos que tener hacia sí mismo y hacia los demás un respeto casi físico: por los pulmones, el cerebro, todas sus vísceras, y por los músculos, los nervios, los tejidos todos. No se trata aquí de ‘virtudes’ en el sentido moralista del término, sino de un respeto mucho más profundo, casi religioso. Porque a cada uno de nosotros se nos ha confiado un hombre, una vida humana, que hemos de cuidar. Y al médico, en cada enfermo, se le confía una vida, un hombre vivo. Es ahí, a mi modo de ver, en donde están plantados los derechos del hombre, donde encuentran su sustancia y su exigencia”.
La filósofa, autora de estas líneas, era la pensadora suiza Jeanne Hersh, ya muerta, una figura muy notable del pensamiento laico.
Así, pues, no estamos ante un concepto que brota de las religiones monoteístas: esta es una noción universal, compartida por hombres de todas las civilizaciones y tiempos. Juan Pablo II envía su mensaje del Evangelio de la Vida a todos los hombres de buena voluntad: “El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que, por tanto, afecta necesariamente a todos”.
El efecto perturbador del reduccionismo cientifista
Creo que lo dicho revela suficientemente que la vida humana es sagrada, preciosa, llena de dignidad. Precisamente por eso, nos conviene de vez en cuando escapar por un momento a la influencia avasalladora del cientifismo reduccionista, un sarampión que suele atacar a los científicos, tanto a los bisoños como a los ya talludos, que les lleva muchas veces a mirar a la ética por encima del hombro. Nos vendrá bien asomarnos a un mirador más panorámico sobre la vida humana.
Nos puede venir bien dirigir por un momento la mirada al hombre vivo más sencillo: al embrión humano. Para una mente sana, allí hay un ser humano, todo lo vulnerable que se quiera, pero tan humano como lo fuimos cada uno de nosotros cuando empezamos a vivir. Para una mente entrenada en un biologismo fuerte, el embrión joven es simplemente un “acúmulo de células”. Y si se ha formado en un laboratorio de biología molecular, prefiere definirlo como una aglomeración de macromoléculas, tan interesante y compleja que descifrar su estructura y relaciones es tarea a la que merece la pena dedicar toda la carrera de investigador.
Pero esa mente imbuida de mecanicismo no es capaz de ver más allá y pasa ciega ante la cuestión fundamental de que aquello, además de ser moléculas y células, es un ser humano, llamado a desplegar una vida, a realizar un destino. Reducirlo a acúmulo celular, a aglomeración molecular, a mecanismos e interacciones es robarle la humanidad al embrión. Y también quitarle la vida, pues el paradigma mecanicista, como afirma Grene, pretende que sólo lo no-vivo es real porque admite sólo las explicaciones formuladas en términos de moléculas y mecanismos, que son cosas muertas, mecánicas. Lo vivo sólo es entendido entonces mediante categorías no-vivas, la biología se convierte así en una tanatología.
Idea sin desarrollar: Las ideas de Edwards y sus acólitos: Godfrey y otros
Y como, cuando queremos reflexionar en ética médica, hemos de referirnos a los datos de la biología humana, está sucediendo cada vez en mayor medida que la bio-ética se construye con piezas muertas, o con piezas desposeídas de su humanidad. Así resulta que los embriones congelados se mutan en pre-embriones que sólo sirven para proporcionar células madre, los pacientes en estado vegetativo son cadáveres con vida aparente cuyos órganos pueden reciclarse mediante el trasplante, o los fetos con trisomía 21 en abortos sin aparente utilidad.
Kirkegaard llamó la atención sobre el expolio que las filosofías de la utilidad habían practicado, ya en pleno siglo XIX, en la vida humana, al convertir lo vivo y real en muerto y ficticio, a consecuencia del error fundamental de aplicar los modos y procedimientos del cientifismo naturalista crudo a la indagación sobre la naturaleza y la existencia del hombre, una conducta que para el filósofo danés equivalía a una blasfemia.
No merece la pena seguir por este camino de errores. Ya es hora de meterse en harina.
Dificultad y evidencia del tema
Cuando uno intenta acotar el tema, y trata de irse a las grandes obras de referencia para hacerse con un buen esqueleto temático sobre el que ir construyendo el tema, se encuentra con que los léxicos alemanes de bioética, las enciclopedias americanas, los diccionarios británicos, no incluyen una entrada que diga santidad o sacralidad de vida, o se contentan con señalar una referencia cruzada a asuntos como aborto, eutanasia, asesinato o suicidio.
Da la impresión que el tema no tiene mucho interés para los bioéticos de hoy. Lo tuvo en los comienzos de la Bioética y en la tradición de la moral médica católica anterior a 1960, cuando se hablaba habitualmente del hombre como administrador, no propietario, del don sagrado de la vida. Pero domina la convicción de que ya se ha dicho todo lo había que decir sobre el asunto, que el tema está agotado. Suele citarse en este contexto a Shils, el editor de una importante colección de artículos sobre la vida y la muerte, que, allá por los años 60, dijo que “para las personas que no son asesinos, jefes de campos de concentración, o soñadores de fantasías sadísticas, la inviolabilidad sagrada de la vida humana se presenta como algo tan evidente que parece superfluo ponerse a pensar sobre ello”.
Si uno busca en la bibliografía y se va primero a los índices, encuentra que los términos “sacralidad de vida” y su homónimo “santidad de vida” se llenan de contenido y forman un mosaico inteligible de ideas cuando se componen con otros términos como dignidad humana, reverencia de la vida. Un caso típico es Evangelium vitae, la encíclica enviada por el Papa Juan Pablo II a todas las personas de buena voluntad. Tomar la versión de internet y hacer una búsqueda de santidad de vida, de dignidad humana o de la persona, nos ofrece una especie de kaleidoscopio de la enorme fuerza y versatilidad de esas expresiones.
¿Qué quiere decir santidad de vida? Cuando algo es declarado santo, se consagra, se canoniza, se quiere dar a entender que algo queda marcado y protegido por una sanción religiosa; que algo es dedicado o consagrado a Dios. Y que, en virtud de esa dedicación, queda vinculado a la santidad misma de Dios, participa de algún modo de ella, y que, por tanto, debe ser tratado con una reverencia proporcionada a su proximidad a Dios. Algo queda tocado de Dios, y se vuelve en cierto modo intangible por el hombre. Algo entra en la órbita del honor de Dios, y debe ser reverenciado por el hombre. La divinidad protege lo santo y sacro de la violación, del maltrato, del desprecio.
La noción es de raíz religiosa, porque la única garantía fuerte de esa intangibilidad inviolable y de ese prestigio y honor sólo puede venir de Dios.
Pero es expresión también del valor puramente humano de la dignidad, de la excelencia patente del hombre entre los seres del mundo. Hay una santidad humana básica, que nada tiene que ver con la santidad laica, que informa lo que es distintiva y genuinamente humano, que distingue a lo que es más precioso en la sociedad de los hombres.
Es una dimensión que estaba presente en el paganismo [Salustio definía la santidad como “qualitas illa, qua res venerabiles et inviolabiles sunt”], y que aparece en el ceremonial que rodea a las instituciones seculares, los juramentos y las promesas, las sentencias judiciales, las dignidades corporativas, las relaciones entre las personas.
Es importante señalar que no sólo en los debates bioéticos, sino en los documentos en los que cristaliza el consenso social, la noción de santidad de vida, aparece con notable frecuencia. No revestida del carácter absoluto con que Dios nos ha mandato respetar a sus criaturas humanas, sino en forma de compromisos más o menos vinculantes de respetar la vida. Pero en círculos jurídicos, políticos y académicos, el respeto por la vida humana, como sucedáneo civil de la santidad de la vida, es moneda de curso legal, empleado cada vez con mayor soltura y naturalidad.
Apartados sin desarrollar:
I. Santidad es inviolabilidad absoluta.
II. Santidad es reverencia y veneración por la vida
III. Contraste USA-Europa
Meter aquí eutanasia
El estudio de la bibliografía, muestra que el tema sacralidad o su homónimo santidad de vida está entrelazado íntimamente con el de la dignidad del ser humano.
Ocupó gran parte de los debates de los primeros años, simbólico del enfrentamiento de las conciencias ante los conflictos permanentes del aborto, la destrucción de embriones, la eutanasia y la ayuda al suicidio.
Se ha pretendido convertirlo en un debate que enfrenta a religión y secularismo.
La tradición religiosa de Occidente ha hecho hincapié siempre en la santidad de la vida humana. Ha sido considerada siempre como un don recibido de Dios, que le constituye a uno en ser digno y espiritual, capaz de dar sentido y valor a la realidad. Que la vida es santa, porque es concedida como un regalo, un don, coloca al hombre en un plan, puesto al cuidado providencial de Dios.
En el Judaísmo, la ley judía y la tradición talmúdica imponen el deber de mitigar el sufrimiento, especialmente en los momentos finales de la vida. Y eso por encima de cualquier otra consideración, aun a costa de no dejar arreglados sus asuntos temporales y espirituales a causa del sopor de la analgesia y la sedación. Pero ese alivio importante e inaplazable no puede comprarse a costa de la vida misma.
Esta idea de la prohibición absoluta de destruir vidas humanas inocentes se basa en la atribución que el Judaísmo hace a la vida humana de poseer un valor infinito. Lo infinito es indivisible: cualquier fracción temporal de vida, en este contexto, por limitada que sea su duración esperada, por baja que sea su calidad biológica, sigue poseyendo un valor infinito, innegociable
Y eso no se aplica al valor de ese residuo, a veces tan precario, de la vida terminal y a la radical prohibición de la eutanasia, sino a la vida de todo ser humano. En el Judaísmo, solo es dispensable la vida de un hombre cuando ese hombre amenaza gravemente la vida de otro. Por eso, se admite el aborto cuando la continuación del embarazo o la terminación espontánea del parto amenazan en serio la vida de la madre: la vida de esta prevalece sobre la del feto. Pero fuera de esta situación, la vida humana ha de ser respetada: es de valor infinito. La razón aducida es muy sugerente: matar a un hombre, a cualquier hombre, judío o gentil, es como matar a todos los hombres. Pues matar a un hombre viene a ser como matar también a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, a toda la pirámide de población que se deriva de un hombre y que lo funde con la entera humanidad.
Ejemplo sin desarrollar: Chaim Potok. My name is Asher Lev. Escena de la lectura del padre, rabino, del Libro del Sanedrín.
El pensamiento postcristiano ofrece una visión del mundo y de la vida muy diferente. En esa visión el mundo se presenta como un universo ciego, impersonal, puramente material, sin espíritu ni guía, hecho de masa y energía, que evoluciona por necesidad y al azar, vacío de significado y valor, en el que, por azar, surge la vida inteligente, capaz de conocimiento y volición. El hombre es capaz de autoconciencia y está dotado de la capacidad de transformar el universo. Pero lo hace en un mundo en el que no hay un reino objetivo de principios que guíen e inspiren sus planes y deseos, no hay una ley divina con la que la ley humana tenga conformarse, integrarse.
Lo que caracteriza en esta visión a la vida humana es la autoconciencia, que crea deseos e intereses, necesidades y satisfacciones, alegrías y esperanzas inmediatas. El cuerpo y los procesos biológicos son de una pieza con lo meramente natural, común con lo animal, excepto en la medida en que su funcionamiento puede ser controlado, transformado, dominado, reducido a instrumento mediante la técnica. Desde este punto de vista, la corporalidad y la personalidad son realidades muy diferentes: lo personal es lo distintivamente humano, lo que se expresa en autoconciencia, autodeterminación. (nota incompleta: Grisez/Boyle, 13;14).
¿Cómo explicar esta flagrante antinomia de la vida sagrada, investida de dignidad, inviolable, indisponible, frente a vida manipulada, instrumental, disponible? ¿Cómo entender que Dios se preste a ser Él mismo, como autor de la vida, llamado a obedecer servilmente al hombre: al hombre que fecunda vidas humanas en el tubo de ensayo? Y si no se detiene la dinámica avasalladora del ingenio rebelde, ¿cómo explicar que Dios coopere en la creación de hombres a su imagen y semejanza que son copias clónicas de otro, que resultan de la activación partenogenética, o que resultan de saltar las barreras interespecies?
Hay oteadores del futuro que predicen que se terminará por dejar a un lado el modelo natural y humanizante de la transmisión de la vida humana, y se procederá a la producción huxleyana de hombres artificiales, betas o gammas.
Y esos seres serán hombres, en cuyo origen habrá siempre un acto creador de Dios. «La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta “la acción creadora de Dios” y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente».
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza. Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador. Ese es el aspecto ético de ser imago Dei. Al crear, Dios deja un sello: todo hombre, cualquiera que sea su raza, su origen y condición es hechura de Dios.
La dignidad ética del ser humano, vista desde Dios, no desde las sociologías y culturas, es universal, no admite excepciones. Incluso en lo que se podría llamar los “errores de Dios”. Así se titula un libro de Charles Bosk sobre la ética del diagnóstico prenatal.
Dios está en el origen de cada uno, prestando su imagen. En el hijo engendrado en la dignidad del matrimonio y la familia, y en el hijo adúltero, extramatrimonial, en el que es fruto extraño de un acto de violencia y el que nace en las sofisticadas condiciones del laboratorio.
Cuando afirmaba esto hace unos meses, un alumno me preguntó: Y si la clonación es posible, si se llegan a resolver los problemas de la partenogénesis, si llegamos a tener niños copia de otros seres humanos, niños sin padre nacidos de la activación virginal de un oocito, en el origen de esos niños, ¿está Dios?
“Sí, respondí. Si son seres humanos, y obviamente lo son o lo serán, en su origen hay un acto creador y amoroso de Dios, que los crea y los acoge como hijos. El pecado de los aprendices de brujo es grande, pero los niños son inocentes”.
Entonces, me dijo, Dios se deja traer y llevar, es obligado a seguir la batuta de los hombres de ACT (Advanced Cell Technology Inc., empresa dedicada a tratamientos con células madre: nota del revisor).
Sí. No se me ocurrió mejor explicación que la que ofrece la parábola del hijo pródigo que puede servir como metáfora de la rebeldía de la ciencia. La casa del padre del pródigo es la casa de tócame Roque, donde los hijos hacen lo que quieren y donde el padre no parece mandar. Dame la parte de la herencia que me corresponde, dice el pequeño. No entrare a celebrar su regreso, dice el otro. Un caos de casa, un padre que parece un educador muy deficiente y unos hijos que no parecen quererle mucho y que hacen lo que les viene en gana.
Y es también la casa donde el padre manda a los criados y administradores y éstos lo hacen todo con un elevado grado de eficiencia: al día siguiente estaba la mitad de la herencia cambiada en dinero contante y sonante. Vuelve el hijo, y en pocos momentos las órdenes (Matad el ternero cebado, traed la orquesta, asead al pródigo, ponedle la túnica y el anillo) están cumplidas: en cuestión de momentos, el ternero cebado está humeando en la mesa del comedor, los músicos interpretan la sinfonía predilecta, el hijo limpio y bien peinado luciendo túnica y joyas.
Viendo lo que ocurre, también podemos concluir que la reproducción asistida es una casa mal gobernada, donde algunas cosas andan manga por hombro y otras funcionan con una eficiencia prodigiosa. La sacralidad de la vida, por los suelos, los tanques de crioconservación repletos de embriones a rebosar, la combinatoria reproductiva desmelenada.
La Iglesia, en Donum vitae, dice “solo hay una sede digna para traer un hombre al mundo: el amor conyugal en un acto de amor entero, donde la unión de los cuerpos es símbolo y realidad del amor de las personas, donde la apertura a la vida permanece respetada”.
Viene Fletcher y dice: la transmisión coital de la vida humana no nos distingue de los animales. La reproducción de laboratorio es infinitamente más humana, aunque menos divertida, pues todo ahí es deliberado, calculado, controlado y eso es lo que nos hace humanos. El amor es sustituido por la eficiencia. Y ahí están los termos de crioconservación del mundo con centenares de miles de embriones congelados.
Dios es un Padre que ama. Pero que sabe que sin libertad no hay amor. Sabe que no sirve imponer el amor por decreto. Pero tiene una paciencia infinita y espera que los errores sean reconocidos, los pecados confesados, los propósitos de la enmienda decididos. Deja hacer, pero nos dice que la vida humana es sagrada. Y que, por eso, no dejará de ser juez severo de toda violación del mandamiento «no matarás».