Enseñar ética médica
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en el Consejo Social de la Universidad de Alicante, año 2002.
Ciclo “Ética, Universidad y Sociedad Civil”.
La ética en los estudios universitarios: Educar éticamente a los médicos para educar a la sociedad.
Para empezar, conviene aclarar un punto: así como no es difícil elucubrar sobre los numerosos y concretos problemas de la Ética médica y sobre sus muchas cuestiones disputadas, es asunto mucho más arduo tratar de cómo enseñarla. Está, al alcance de cualquiera que tenga el debido oficio, enfrentarse, después del siempre necesario estudio y de la exigida reflexión, a cualquiera de los problemas bioéticos que por ahí andan provocados por los avances reales de la investigación o por las noticias sensacionalistas de los medios de comunicación. Es experiencia siempre atractiva la de debatir con orden y paz sobre los derechos de los pacientes, los límites de la libertad de prescripción del médico, las complejidades éticas de la clonación o el destino que hemos de dar a los embriones humanos abandonados.
Para mí es más difícil tratar del tema que se me ha encomendado: cómo y para qué enseñar Ética médica, en qué contexto social hacerlo. Es un asunto muy cargado de responsabilidad. Me consuela saber que esa inquietud no me afecta sólo a mí.
Jordan Cohen, el actual Presidente de la Asociación Americana de Escuelas de Medicina, cuenta que una vez Mark Twain dijo: “Ser buena persona es una cosa noble; enseñar a otros a ser buenas personas es cosa todavía más noble. Y, por cierto, mucho menos complicado”. Pero, observa con justicia Cohen, el venerable Mr. Twain pudo decir eso porque nunca enseñó en una Facultad de Medicina, pues a los profesores de Medicina nos pasa lo contrario. Podemos, cierto que, con esfuerzo, llegar a cumplir ejemplarmente los compromisos que impone la profesionalidad, y ser buenos profesores y buenos médicos, incluso buenas personas. Pero enseñar a los estudiantes Ética médica es asunto complicado, que nunca le deja a uno satisfecho.
A lo largo de mis veinte años de enseñar Ética médica, he dedicado siempre un momento, después de cada clase o de cada seminario, a echar las cuentas. Y siempre llegué a la misma conclusión, rejuvenecedora y estimulante: “el año que viene tendré que hacerlo mejor, mucho mejor, en esto y en esto otro”. No creo que esta charla de ahora se salve ni de las deficiencias ni de los buenos propósitos.
Voy a desarrollarla en forma de tres propuestas:
1ª Propuesta. Que hoy, educar éticamente a los médicos es una función que las Facultades de Medicina no pueden soslayar.
2ª Propuesta. Que esa enseñanza tiene un objetivo principal: ser instrumento para integrar a los futuros médicos en una profesión que es, por encima de todo, una comunidad moral.
3ª Propuesta. Que un elemento esencial de la enseñanza de la Ética médica es educar en responsabilidad social.
Empecemos por la
Propuesta 1ª: Educar éticamente a los médicos es hoy una función que las Facultades de Medicina no pueden soslayar.
a. Un poco de historia reciente
Pero antes, un inciso. No se puede tratar con realismo este punto, sin hacer una referencia a la situación de ausencia y negación en que la enseñanza de la Ética médica se encuentra en España: en pocas palabras, se puede afirmar que es herida que afea la cara de muchas Facultades, una herida que no se ha atendido ni curado.
Hace ya muchos años, en 1976, se tomó una decisión desafortunada, cuyas consecuencias vienen perjudicando a muchas generaciones de médicos. En aquella coyuntura singular de la transición, y como expresión, una de las primeras, de la tan largamente esperada autonomía de las Universidades, los Decanos de Medicina fueron invitados a diseñar planes de estudio diferentes para cada Facultad. Una importante razón para hacerlo era la de dificultar, en aquel tiempo de plétora estudiantil, los traslados de los estudiantes de unas Facultades a otras. No fue ni audaz ni espectacular la innovación de programas o modos de enseñar entonces logrados: todo se redujo a un tímido reajuste del plan de estudios, que, quizá para hacer sitio a algunos nuevos saberes, implicó la eliminación del currículum la enseñanza de la Deontología médica.
Valga, en descargo de aquellos Decanos, que la realidad académica de la Deontología era entonces muy pobre y decaída. Pero, justo por eso, lo que hacía falta era resucitar aquel moribundo, bautizarlo como Ética médica, poner al día los contenidos del programa. Pero, en lugar de eso, la destruyeron. Lo hicieron, curiosamente, en el momento de más rápido crecimiento de la disciplina, cuando las grandes revistas médicas estaban lanzando a todo volumen el mensaje de que la ética médica, antes dada por supuesta, formaba parte esencial de la educación médica como materia explícita y ubicua. Lo hicieron en el momento en que las universidades punteras, en plena crisis económica, creaban o desarrollaban vigorosos y bien dotados departamentos de bioética o de humanidades biomédicas.
Con el paso del tiempo, algunas Facultades españolas han procurado poner remedio a la dieta educativamente carencial que estaban recibiendo sus alumnos y le han ofrecido cursos breves o seminarios optativos de Ética médica. Es ese un esfuerzo testimonial y digno de encomio e imitación. Pero, al cabo de un cuarto de siglo, siguen siendo mayoría las Facultades que parecen haber llegado a la pesimista conclusión de que la información -no digo formación que es palabra que no suena bien en este tiempo nuestro postmoderno- en Ética médica no merece unas pocas horas lectivas, unos pocos metros cuadrados de suelo, un modesto presupuesto para libros y revistas o una plaza de titular en la plantilla de profesorado.
Cerca de treinta promociones de médicos han sido licenciadas bajo la implícita presunción de que la ética profesional carece de interés para ellos. A esas generaciones de médicos pertenecen gran parte de los que tienen ahora menos de 55 años, es decir, buena parte de los que dirigen los departamentos de los grandes hospitales, los que programan la política sanitaria, los que dirigen los Colegios de Médicos, las sociedades científicas, las comisiones nacionales de especialidad.
La conclusión es evidente, tangible. Salvando algunas excepciones, honrosas y ejemplares, la enseñanza de la Ética médica en España está bajo mínimos. Y eso ha de cambiar.
Confío en que este ciclo de conferencias sea el estímulo, suficiente y eficaz, que ponga en marcha políticas de sana rebeldía y de reforma ante una carestía que ha durado ya en exceso.
b. Enseñar ética médica, deber insoslayable
Terminado el inciso, pasemos a nuestro primer argumento. ¿Por qué hay que enseñar Ética médica en la Universidad? No conozco argumentos en contra que sean serios y racionales, aunque haré más adelante referencia a ellos. Los argumentos a favor no faltan. He aquí algunos.
El ejercicio de la Medicina está ligado a cuestiones éticas de gran calado, que el médico no puede ignorar y a las que ha de enfrentarse por respeto a la estructura moral de la Medicina. Se trata de cuestiones que muy raras veces afectan directamente a su trabajo o a sus pacientes, pero que pertenecen al territorio de la Bioética, más extenso que el de la Ética médica, pero vecino a él. Los medios de comunicación los divulgan, los convierten en tema de discusión social, en materia de debate político. Son asuntos de los que se supone que el médico entiende algo, porque tienen que ver con la salud, la política y el derecho sanitarios, los límites de la investigación biomédica, las diversas aplicaciones de la genética, la antropología de la sexualidad, la medicina del futuro. El médico ha de estudiar Ética médica y Bioética para desempeñar esa función de entendido, que el pueblo le atribuye, y cumplir así el papel de educador sanitario que el Código de Ética y Deontología Médica le asigna.
El ejercicio de la Medicina está igualmente ligado a obligaciones éticas, prescritas por el ordenamiento profesional, cotidianas y menores, si se quiere, pero potencialmente conflictivas, que el médico ha de conocer, pues ignorarlas le expone a riesgos potencialmente graves. No se trata aquí de errores técnicos, de eventos yatrogénicos, que el médico pueda cometer; ni tampoco de los accidentes que le puedan sobrevenir. Se trata de infracciones contra lo mandado o prohibido por el Código de Ética y Deontología Médica, de conductas que chocan con las normas estatutarias de la Medicina y el derecho médico.
Conviene no olvidar que la ignorancia de la norma ética no excusa de su cumplimiento. En mi ya larga experiencia en materia deontológica he podido observar, con dolor, como personas muy destacadas en el ejercicio profesional y en la carrera académica, atentaban, sin deliberación, con una especie de inocencia, benigna en la intención pero culpablemente ignorante, los preceptos más elementales de la ética de la confidencialidad, de la certificación médica, del trato respetuoso de la libertad de sus pacientes, de la justicia distributiva, del respeto debido a los derechos de los pacientes, de los colegas o de terceros.
Pero las razones más fundamentales para incluir una enseñanza robusta de la Ética médica en nuestras Facultades de Medicina no son, sin embargo, preparar al médico para responder a las preguntas que la gente pueda hacerle, o evitar los errores derivados de la ignorancia benigna de la materia. Estoy convencido de que, en nuestro tiempo, enseñar Ética es un deber grave de la Universidad, porque lo propio de la Universidad es formar hombres y mujeres, no muñecos. No enseñar ética en la Universidad es defraudar a los estudiantes. Lo dijo muy bien Ferdinand Hoff, el gran fisiopatólogo alemán, a propósito de su experiencia de joven estudiante de Medicina. Remitiéndose el dicho evangélico ¿Quién de vosotros es tan malo que si un hijo de pide un pan le da una piedra?, cuenta en sus memorias que a sus preguntas sobre el significado de lo humano y lo personal en Medicina, sus profesores le dieron sólo un pedrusco de ciencia, en lugar del pan de la sabiduría.
Los estudiantes desean que se les enseñe Ética médica. No sólo porque necesitan estar informados de las normas que han de guiar e inspirar su trabajo. Sino porque tienen derecho a la alegría de hacer las cosas bien, a madurar gracias al esfuerzo de cumplir con el deber. En este tiempo nuestro en que se tiende a ver a los jóvenes como a una generación moralmente despreocupada, yo he encontrado en mis estudiantes una actitud masivamente favorable a que haya una ética profesional fuerte. La reacción de los estudiantes es paralela, en cierto modo, a la que André Gide experimentó al leer Vol de nuit, de Antoine de Saint-Exupéry, y que expresa en el prólogo que escribió para el libro, al revelársele “esta verdad paradójica, para mí de una importancia psicológica considerable: que la felicidad del hombre no está en la libertad, sino en la aceptación del deber […], en el oscuro sentimiento del deber, más grande que el de amar”.
En los países que van en cabeza, se ha ido forjando a lo largo de los últimos treinta años la convicción de que ya no es posible enseñar seriamente Medicina sin enseñar Ética médica. La enseñanza de la Ética médica presenta grados de asentamiento y maduración dispares de unos sitios a otros. Es, en unos, una disciplina consolidada, influyente y en expansión; en otros, está tratando todavía de afirmarse y de sortear las lógicas dificultades y resistencias con que lo nuevo suele toparse. En todo caso, se puede afirmar que enseñar Ética médica no es una moda pasajera, sino una conquista irreversible, que se quedará de modo permanente en los planes de estudios médicos. Así lo exigen tanto las problemáticas realidades de la Medicina del presente, como las promesas, halagüeñas y a la vez inquietantes, de la Medicina del futuro. En la educación del médico, la ética es tan necesaria como la ciencia.
c. A vueltas con los programas, los medios y su eficacia
Pero, fuera de esa certidumbre, compartida ya por casi todos, de que hay que enseñar Ética médica, todo lo que se refiere a cómo hacerlo es objeto de permanente estudio, experimentación y controversia.
Para empezar, se discute si hay que incluirla en el plan de estudios como materia obligatoria o solamente optativa.
Para los poco entusiastas, enseñar Ética médica es una empresa pedagógica difícil y de dudosa eficacia. Piensan que, en un mundo pluralista, las opiniones morales de los individuos difieren y son, en último término, un asunto íntimo y personal; que los estudiantes de Medicina llegan a la Universidad con su carácter moral ya fraguado, y que enseñarles Ética médica no cambiará sus actitudes morales básicas; pretender hacerlo, sería como catequizarles. Aducen pruebas de que, en último término, saber ética no parece convertir a los médicos en mejores personas. Añaden otros motivos secundarios, como la escasez de tiempo por sobresaturación del plan de estudios, el rechazo más o menos benigno entre profesores y estudiantes a despertar el gusanillo de la conciencia, o la grave carencia de formación filosófica previa de los alumnos. Por todo ello, la Ética médica debería ser una disciplina secundaria, optativa.
Entre quienes están a favor de enseñar Ética médica a los estudiantes de Medicina y a los médicos jóvenes, se discuten también muchas cuestiones. Por ejemplo, en qué momento hay que enseñar Ética médica: si al principio, entre las disciplinas básicas, o como una materia genuinamente clínica en el segundo ciclo; o de modo disperso a lo largo de los años de Licenciatura; a quién debe confiarse la tarea de enseñar: si a filósofos morales, a bioéticos, o a médicos interesados y sensibles; cuál es la temática que debe incluirse en un programa nuclear de Ética médica, y desde qué perspectiva metaética debería elaborarse y exponerse; qué método didáctico, o qué combinación de ellos, ha de elegirse como más eficaz: si el estructurado de las clases magistrales, el informal de la discusión de casos en grupos pequeños, o el comentario de textos escogidos. Hay fuerte discrepancia en torno a qué enfoque epistemológico es más certero y deja influencia más duradera: si el teórico del análisis de los principios bioéticos, el práctico de adquirir capacidad de decisión en la resolución de casos y problemas, o el más vivencial del comentario de narrativas o experiencias personales.
Se discute si es necesario o no evaluar, al final del curso, a los alumnos y de cómo hacerlo: mediante un examen formal, un ensayo que han de preparar sobre un tema asignado, o si es suficiente haber asistido con regularidad a clases y seminarios.
Una cosa parece bastante clara: seguir con empeño un curso de Ética médica tiene consecuencias, influye, cambia al alumno. Eso me dicen algunos alumnos, a los que sus conocimientos de Ética médica les han ayudado a resolver conflictos profesionales serios y complejos.
Y, sin embargo, se ha investigado poco, casi nada, acerca de los efectos que, sobre el ethos colectivo de la profesión y sobre la conducta del médico individual, tiene el seguir algunos estudios estructurados de Ética médica durante el periodo de la Licenciatura y en el curso de la formación postgraduada.
Algunos autores que se han preocupado de estudiar la relación que pueda darse entre educación formal en Ética médica y competencia ética, han llegado a la conclusión general de que enseñar y aprender Ética médica aumenta la capacidad de razonamiento moral, induce confianza, prepara para hacer mejores decisiones éticas en la práctica diaria, habilita para formar parte de comités de ética de los hospitales, e invita a revisar los valores éticos y los procesos de decisión vigentes en el hospital. Incluso se afirma que contribuye a cambiar para mejor el ambiente de hospitales y asociaciones profesionales.
Son igualmente muy pocos los estudios empíricos sobre las consecuencias de no enseñar Ética médica a los estudiantes de Medicina. No parece, desde luego, éticamente aceptable diseñar y llevar a cabo un ensayo aleatorizado que comparara la competencia ética de dos grupos de estudiantes que se diferenciaran sólo en haber recibido, o no, un curso de ética. Pero es posible reflexionar sobre las consecuencias de no enseñar ética en las escuelas de medicina: a mi parecer, se provoca un cuadro carencial, que tiene muchas y serias manifestaciones.
En efecto, si, en sus años de universidad, el estudiante recibe mensajes que sólo hablan de bioquímica, citología y genética, de mecanismos fisiopatológicos y farmacológicos, de algoritmos diagnósticos y directrices clínicas, y nadie le enseña qué es la dignidad del paciente y cómo tratar su cuerpo y su alma, o cómo comprender el sufrimiento; cómo tratar a los colegas y cuáles son las reglas que han de regir las relaciones entre médico-investigador y paciente-sujeto de investigación; si eso ocurre, no es difícil imaginar el resultado final. El resultado final es un médico cuya capacidad de análisis ético, de respeto por las personas y de interacción humana es meramente intuitiva, emocional, carente de incentivo intelectual, poco discriminante, hipoplásica, quizá malformada. Tal médico puede conocer con infinito detalle la patología, podrá interpretar las enfermedades en clave de trastornos biológico-moleculares y genéticos, pero corre el riesgo de desconocer al paciente como ser humano que sufre, tan necesitado de medicinas como de respeto, de información, y quizá de esperanza.
En cierto modo, el plan de estudios sin Ética médica programa al médico con una ceguera selectiva para lo humano de la Medicina. Eso se comprueba al observar la actuación clínica de ciertos médicos jóvenes. Apenas el paciente comienza a hablar de su enfermedad, el joven médico, ciego para la ética, responde del único modo para el que ha sido entrenado: se pregunta con impaciencia y curiosidad hacia dónde apuntarán, en términos de órganos o sistemas, de funciones y regulaciones, los datos revelados por el enfermo o los que él obtiene con sus preguntas dirigidas a esclarecer lo fisiopatológico. No se interesa por lo que la enfermedad pueda tener de crisis existencial para el paciente, ni le preocupa el impacto con que sacude la vida personal o familiar de éste.
Ausente la Ética médica del plan de estudios, el estudiante puede terminar su carrera sin que nadie le haya hablado o invitado a reflexionar sobre los fines humanos y sociales de la medicina, ni le haya ayudado a adquirir una visión cordial y acogedora de la dignidad y derechos de los pacientes.
Es lógico, pues, que, en los hospitales atendidos por médicos que, en sus años formativos, han recibido una dieta exclusivamente cientifista y han crecido en la indiferencia hacia lo humano de la Medicina, la ética juegue un papel rudimentario, de segundo orden. En tales hospitales, el derecho y la norma legal tienden, por omisión, a ocupar el lugar vacante de la ética.
Actuar conforme al mínimo establecido por la ley permite sobrevivir en sociedad, pero convierte a médico y paciente en extraños morales. Atenerse al mínimo ético legal lleva a frecuentes faltas por omisión. Se descuida todo lo que no es estrictamente obligatorio. Los pacientes esperan algo más del médico. El médico, sin la ayuda de la ética, va dejando en sus pacientes un rastro de frustraciones pequeñas, pero no indoloras: descuidos del respeto a la intimidad personal y corporal del enfermo, sentimientos heridos por inadvertencia, humillaciones gratuitas al dejar sin respuesta preguntas que, si bien irrelevantes para el médico, pueden ser de fundamental importancia para el paciente. Hoy es frecuente que el paciente abandone el hospital curado de su enfermedad, pero herido por el trato poco humano recibido.
De lo que antecede, se deduce una idea neta. La Ética médica no se enseña sólo en el aula y en el seminario. El hospital universitario es el lugar privilegiado para enseñar la Ética de la Medicina. Es el gran laboratorio de prácticas de Ética médica para los estudiantes. Los profesores clínicos constituyen para los estudiantes modelos profesionales, justo en el momento en que éstos tratan de adquirir y consolidar su estilo profesional. Si descuida o abandona la educación ética, el hospital universitario corre el riesgo de convertirse en un lugar de deseducación.
Pasemos a tratar ya de la
2ª Propuesta. Que esa enseñanza tiene un objetivo principal: ser instrumento para la integración sincera y crítica de los futuros médicos en una profesión que es, por encima de todo, una comunidad moral.
No podemos prescindir, para comprender esta segunda propuesta, de dos datos. El primero es este: que la Ética médica conecta con la sociedad a través de los Colegios de Médicos, que tienen asignada por Ley la función fundamental de salvaguardar y hacer observar los principios deontológicos y ético-sociales de la profesión médica. El segundo dato es este otro: la gran ventana por la que las Facultades de Medicina se asoman a la sociedad son los hospitales docentes.
Ello significa que la conexión entre Ética médica y sociedad depende de la comunicación fluida entre Colegios de Médicos, Facultades de Medicina y Hospitales universitarios.
a. La comunicación entre Colegios y Facultades: Problemas y promesas
No hace mucho, en marzo de 2000, el Comité Permanente de los Médicos Europeos, una organización que reúne a las Organizaciones Médicas de los 15 países de la Unión Europea y a las de muchos otros países que gozan del estatuto de países adheridos o de observadores, aprobó, no sin mucho debate y muchos aplazamientos, un documento de “Recomendaciones sobre la enseñanza de la Ética médica”. Yo había presentado esa iniciativa en marzo de 1998. El documento, que trata de completar las precedentes resoluciones del Comité Permanente sobre la materia, contiene tres recomendaciones, que merece la pena comentar.
La primera dice así: “Las reglas y preceptos contenidos en los códigos de ética y deontología de las Organizaciones miembro del Comité Permanente deberán ser la materia específica que se enseñe a los estudiantes de las facultades de medicina de Europa”.
En favor de la recomendación se ofrecen tres razones. La primera razón, de fuerte carga pragmática, se basa en que los estudiantes de medicina tienden a convertirse en miembros de las asociaciones nacionales de médicos. Desde el momento en que se inscriben en el registro de médicos, su conducta profesional deberá adaptarse a los criterios definidos en el respectivo código de conducta profesional y en las directrices que lo completan. Entre los requisitos exigidos por la sociedad para trabajar como médico se incluye el conocimiento del propio código de conducta profesional.
La segunda razón es de psicología moral. No es razonable esperar que cada graduado sea capaz de inventar o improvisar su propia norma de conducta profesional. Ajustar la propia actuación a las reglas de la ética profesional no es asunto de intuición, imitación o emoción, sino resultado del estudio, el análisis moral y la deliberación personal.
La tercera razón afirma que si los médicos jóvenes entraran en el ejercicio de la medicina sin una comprensión clara de la ética específica de la profesión se expondrían a riesgos disciplinarios serios, en especial en aquellos países en los que la inscripción en la organización médica exige prestar un juramento por el que se afirma que se conocen las normas del código y se promete cumplirlas. Sin un conocimiento adecuado de esos compromisos éticos, tal juramento sería una promesa vacía o una parodia.
La segunda recomendación reconoce la legítima libertad de enseñanza. La introducción de los códigos de ética y deontología en los programas docentes de Ética médica no atenta contra la libertad de cátedra de los profesores, que pueden mantener sus convicciones éticas o sus planteamientos didácticos. Se requiere que la normativa del Código constituya parte significativa, no necesariamente exclusiva, de la materia docente. Ello no significa que se pueda hacer de ella una exposición superficial. Por el contrario, exige tratar con la profundidad necesaria de los principios éticos básicos en que se sustentan las normas del código, a fin de revelar los valores profesionales y la racionalidad que encierran. Tiene, por último, que sembrar en los estudiantes el convencimiento de que la educación ética es una tarea de toda la vida, tan importante como la educación continuada en los aspectos científicos.
La recomendación tercera señala la necesidad de que las organizaciones médicas, nacionales, regionales o locales establezcan o refuercen sus relaciones amistosas y cooperativas con los ministerios de educación y de sanidad, con las facultades de medicina y los hospitales docentes con el propósito concreto de que se haga realidad la enseñanza de la ética de la profesión.
Es este un fin muy propio de sociedades maduras y motivadas para la cooperación amistosa y no para la defensa cerrada de los reductos de poder o para la perpetuación de rivalidades personales o institucionales. De esa colaboración de Facultades y Colegios hay mucho que esperar.
Veámoslo. En primer lugar, cambiaría la actitud que hacia los Colegios suelen manifestar los nuevos médicos. Éstos ni se sienten moralmente identificados con una corporación profesional desconocida, ni la perciben como una comunidad ética. Es decisivo que la universidad no se desentienda de las estructuras sociales en las que van a vivir y trabajar sus graduados. El estudiante necesita tener, al fin de sus estudios, un conocimiento operativo de las reglas de conducta profesional vigentes en su profesión.
En segundo lugar, el uso de los códigos de Ética médica como guía inspiradora de la enseñanza traerá como consecuencia, como es lo propio de la tarea universitaria, su análisis crítico. La investigación de los contenidos de los códigos, mediante un análisis serio y crítico en seminarios o en tesis doctorales podría contribuir a mejorar en el futuro su estructura y contenido.
En tercer lugar, hacer de la Ética médica codificada una materia universitaria ampliaría el horizonte de su estudio, llevaría al análisis comparado de las diversas normativas nacionales, favorecería el tráfico transnacional de ideas y, lo que sería un importante beneficio marginal, podría plantear el desarrollo de una común ética profesional europea, emancipada de la bioética de procedencia y temperamento norteamericanos.
Finalmente, la Ética profesional codificada es un producto vivo, nacido de la realidad cotidiana y próxima, asentado en un contexto humano, no ficticio. En realidad, un buen código es el resultado de trasladar a un texto escrito la experiencia cuidadosamente destilada, debatida, conservadora de lo intangible e innovadora de lo contingente.
Dicho lo que precede sobre las relaciones entre Colegios y Facultades, trataré brevemente de
b. Los Hospitales universitarios, observatorios sociales
A lo largo de casi veinte años de dedicarme a enseñar Ética médica, me he ido persuadiendo de que esa tarea no puede asignarse a un departamento, a un pequeño grupo de profesores de la materia. Es necesario que todos los médicos que enseñan, a todos los niveles, en el hospital, estén comprometidos en el empeño colectivo, institucional, de ser agentes éticos activos ante los estudiantes, y también ante los pacientes y sus allegados. Se dice muchas veces, y con verdad, que la Ética médica se ha enseñado siempre por el ejemplo y el consejo, como por ósmosis, por la influencia contagiosa del carácter sobre el carácter, por el ambiente que se respira en el hospital.
Éste, el hospital, es o ha de ser un organismo moral vivo. Debe, en consecuencia, tener carácter propio, un estilo ético peculiar. Ha de cultivar un modo de ser diferenciado, tener identidad como institución moral, desarrollar una personalidad ética, lo mismo que ha adquirido una personalidad jurídica y una estructura económica. Se abre así la posibilidad de formular ideales y compartirlos; de desplegar un núcleo moral unitario, pequeño, mínimo, pero fuerte, que incluye la protección de la legítima diversidad. Y, después, procurar no disociar lo que se enseña y lo que practica.
Todos los que enseñamos medicina debemos recordar el efecto negativo y destructor que sobre los estudiantes y los enfermos tienen los contra-ejemplos. Hay una antología de desejemplos, recopilados por estudiantes de medicina, en el Reino Unido y California, que muestran las crisis profundas de dolor moral en los enfermos, y de vocación profesional en los alumnos, que pueden provocar los profesores simplemente con un comentario cínico, una palabra burlona, el descaro desenfadado con que, a sus espaldas, se habla de un paciente o de un colega, o la confesión desvergonzada de haberse dejado “untar” en un conflicto de intereses. Muchos estudiantes no son capaces de superar el rechazo de una ética que se enseña pero que no se practica.
Conviene, pues, no olvidar que el entero cuerpo de docentes de la Facultad de Medicina y de su hospital universitario están adscritos a una cátedra, permanente, abierta al aire libre de la sociedad, en la que la Ética médica se enseña en clases y seminarios, pero también, de modo difuso pero decisivo, en las habitaciones de enfermos y en los quirófanos, en los despachos, las estaciones de planta, los pasillos, los ascensores. Se ha hablado mucho de esa enseñanza ambiental de la Ética médica, de esa “agenda oculta”, que es, para bien y para mal, de una extraordinaria eficacia educadora.
Me gustaría que, en todos esos lugares, como término de referencia moral, estuviera a mano de la gente el Código de Ética y Deontología Médica. Cambiarían muchas cosas si los pacientes y sus familias conocieran la dignidad que el Código les confiere y exigieran que fuese respetada en sus múltiples manifestaciones. Siempre he sostenido que el Código es la mejor carta de derechos de los pacientes.
Es una responsabilidad social, de médicos y pacientes por igual, el cuidado del ambiente ético del hospital. Es un patrimonio moral colectivo. Profesores y enfermos han de asumir una actitud afirmativa de la ética profesional y reforzar con su ejemplo, sus consejos, sus observaciones lo que los estudiantes aprenden en su curso de Ética médica. Es esa una marca de la calidad del buen profesor. Llegará el momento en que se cuente, entre las condiciones exigidas para ascender en la escala del profesorado, la evaluación objetiva del candidato como agente ético activo. Y es esa una marca de calidad en el paciente que no puede abdicar nunca de su dignidad humana y ha de exigir con templanza y fortaleza el crédito de respeto que se le debe.
Vayamos por último a la
3ª Propuesta. La educación en responsabilidad social es elemento esencial de la enseñanza de la Ética médica
Entre los imperativos morales que deben guiarnos a la hora de practicar y enseñar la Medicina se cuenta la responsabilidad social. No andamos muy fuertes en eso, a pesar del hecho patente de que la mayoría de los médicos han arrendado la totalidad o una buena parte de su trabajo al Sistema Nacional de Salud. Por su parte, los estudiantes de Medicina, en su inmensa mayoría, aspiran a obtener una plaza para su formación posgraduada en el programa MIR, con la esperanza de conseguir lo antes posible un lugar de trabajo estable en la medicina gestionada por la Comunidades Autónomas u otros entes públicos o en instituciones privadas. Hoy ya casi nadie aspira a trabajar por cuenta propia.
Pero, es curioso, las Facultades viven olvidadas de esa circunstancia determinante, la cual, por sí sola, debería provocar en estudiantes y profesores un interés vivo y activo por los valores éticos y las normas profesionales propias del trabajo en la medicina social. Apenas nadie siente el compromiso de ofrecer a los estudiantes la información que necesitan sobre la carrera profesional, la estructura jerárquica, la normativa estatutaria, el ejercicio de responsabilidades crecientes, o la disciplina específica de su trabajo, primero como médicos residentes, después como adjuntos o jefes de servicio.
a. ¿Se puede desempeñar una función social sin adquirir la formación ética, la mentalidad, que tal oficio exige?
Un aspecto esencial de la mentalidad necesaria para desempeñar esa función es ser sensibles a los aspectos sociales, y no sólo individuales, de los derechos y los deberes de los pacientes y de los terceros pagantes, ya sea el Sistema Nacional de Salud, los seguros privados y los muchos entes que cumplen funciones similares.
Las cartas de derechos de los pacientes son documentos de enorme valor educativo y ético. Nada revela mejor la diversidad de los estilos y concepciones de la Ética médica que un examen comparativo de las cartas de los derechos de los pacientes. Para comprender las coincidencias y las diferencias entre esos documentos, conviene que antes nos detengamos muy brevemente para considerar algunas características generales de esas cartas.
Las cartas de derechos de los pacientes se refieren casi en exclusiva a los enfermos hospitalizados. Se ha reflexionado muy poco, fuera del Reino Unido, acerca de los presuntos derechos del paciente ambulatorio y menos todavía del paciente domiciliario.
Esos documentos suelen contener un núcleo común formado por los derechos de los enfermos que se han llamado fundamentales. Vienen a ser como la traslación al contexto hospitalario de los derechos humanos fundamentales y constitucionales. Por esa razón, apenas se diferencian en este aspecto las cartas promulgadas en los países políticamente avanzados. Tales derechos básicos son jurídicamente muy sólidos, y tienden a conservarse en el tiempo. Se trata, por ejemplo, de los derechos a recibir un trato respetuoso y congruente con la dignidad de las personas; a administrar la propia autonomía por medio de la concesión o retractación del consentimiento informado; a la custodia del secreto; a la tutela de la salud; al respeto de la privacidad y la intimidad.
Pero quizá sea más interesante fijarnos en los otros derechos, los no fundamentales, llamados también especiales, que son los que confieren diversidad a las cartas.
Con frecuencia parecen más bien derechos morales que derechos legales. Y llevan la fuerte impronta del ambiente socio-cultural o del carácter moral de las instituciones que los han promovido o puesto en vigor. Así, se echa de ver que los movimientos de usuarios y consumidores han realzado el papel del paciente como comprador de salud, que controla los gastos, autoriza intervenciones, y es parte muy activa de un contrato de servicios. Contrasta con esa mentalidad contractualista y jurídica, el talante “profesionalista” de los derechos reconocidos por las asociaciones médicas, cual es el caso de Declaración de Lisboa de la Asociación Médica Mundial, en su rica versión de 1995, no en la paupérrima de 1981, que se centran en los derechos del paciente a una atención de calidad humana y concorde con los avances de la ciencia, a la libre elección de médico, a la abogacía del médico en la protección del paciente ante terceros, a la atención paliativa. Hay, finalmente, una cierta tipicidad en los derechos especiales concedidos por los Servicios Nacionales de Salud, que llevan con frecuencia la marca arbitraria y condescendiente del estado-providencia, al dejar condicionados muchos derechos a la disponibilidad coyuntural de los necesarios recursos económicos y humanos. No sólo esos derechos no son exigibles en tiempos de recesión económica, sino que, de hecho, dependen en todo tiempo de la respuesta inapelable de la máquina burocrática oficial.
En Estados Unidos, se consagran algunos derechos sui generis, como es el derecho del paciente a obtener una respuesta pronta a sus peticiones de servicios; a examinar la cuenta de los gastos en que ha incurrido y a recibir explicaciones sobre cada uno de ellos; a conocer las implicaciones financieras inmediatas y a largo plazo de las diferentes opciones de tratamiento; a ser trasladado a petición propia a otro centro; a que se le informe de los posibles vínculos financieros y conflictos de intereses del hospital, lo mismo que del costo de las intervenciones y de los modos de pago disponibles en el hospital en que ingresa y en los hospitales geográficamente próximos; a conocer las normas de régimen interno del hospital. Estos derechos revelan, por un lado, la ideología de cliente, individualista y poco confiada, que se expresa en el fuerte control del elemento económico, en la exigencia de prontitud en los servicios, en el planteamiento autonomista sobre lo que ha de hacerse. Expresan también la preocupación por obtener el máximo del mucho dinero que suele costar allí la atención médica. En fin de cuentas, el paciente es un consumidor que ha de controlar activamente el costo y la duración de su estancia en el hospital, pues el hospital es, al menos, en el aspecto económico un hábitat hostil y potencialmente peligroso, que exige del paciente una actitud vigilante.
En contraste con estos derechos, los concedidos por las cartas europeas poseen, para empezar, una neta intención político-social, que consagra y exige la igualdad de todos en el derecho reconocido a la asistencia sanitaria. Hay, sin embargo, en las cartas europeas mucho lugar para la diversidad. Las Cartas italianas, para acentuar el carácter comunitario, casi colectivista, de los derechos dicen siempre “Todo paciente tiene derecho”, en lugar del individualista americano “El paciente tiene el derecho de”. En la misma línea igualitarista, las cartas italianas condenan cualquier forma de favoritismo, clientelismo o corrupción. Frente a los derechos, casi todos de carácter administrativo, conferidos al paciente hospitalario por el Artículo 10 de la Ley General de Sanidad de España, las cartas italianas tratan de crear en el hospital un ambiente amable, humanizado, casi doméstico. Así, el paciente italiano tiene derecho a ser llamado por su nombre y apellido, no por motes o diminutivos; no puede ser tuteado; no puede ser cosificado mediante referencias a la enfermedad que padece o al número de la habitación que ocupa; a no ser vejado por el uso obligatorio de una indumentaria que, a su juicio, atenta a su contra su dignidad de adulto; a disponer de servicios higiénicos limpios y bien dotados; a acceder a espacios de distensión en los que se puedan tener conversaciones con familiares y allegados. Las Cartas italianas recuperan derechos que ya estaban presentes en los reglamentos de algunos hospitales medievales: a una comida caliente y variada, al cambio frecuente de las sábanas, a recibir visitas, a llamar al médico de confianza.
Hacer realidad estos derechos verdaderamente humanos es una empresa que merece la pena. Pienso que no estaría mal hacer llegar a los Comités de Ética Asistencial de nuestros hospitales una Carta de Derechos de los Enfermos de cualquiera de los hospitales públicos italianos para abrir horizontes nuevos a las preocupaciones de esos comités, absorbidos casi en exclusiva en cuestiones más bien jurídicas que éticas, tales como los formalismos de los formularios de consentimiento informado o los procesos de validación de las decisiones del final de la vida, estén o no documentadas.
b. En búsqueda de conexiones con la sociedad
La medicina social y la mentalidad de responsabilidad social que ella ha introducido, es un logro maravilloso, irreversible, por el que nunca podremos expresar demasiado agradecimiento. Pero eso no puede dejar en el olvido las disfunciones que la socialización de la Medicina ha provocado en el gobierno de los hospitales, en la vida de los médicos, y en las relaciones entre médicos, pacientes. Hay una historia, larga ya, de conflictos que se han perpetuado sin solución y que han tenido el efecto perverso de desilusionar a todos, insensibilizar a muchos, y de endurecer el corazón de unos pocos.
Es, por ello, decisivo buscar, ensayar y enseñar soluciones que disminuyan la frecuencia y la intensidad de esos conflictos, ya que es ilusorio pretender que esas disfunciones desaparezcan espontáneamente.
Se piensa que algunos males de los sistemas sanitarios y, más especialmente, los males del hospital derivados de unas relaciones insatisfactorias entre administradores y médicos, podrían prevenirse o aliviarse, si los hospitales estuvieran administrados por médicos. Para que un médico pueda adquirir la condición de médico-administrador necesita ser experto en la ciencia de la administración sanitaria y también en Ética médica. Por ser médico y colegiado, el médico gestor nunca podrá eximirse del cumplimiento de los deberes deontológicos o gobernar el hospital de espaldas a ellos. Le afectan de modo cualificado ciertos deberes: está particularmente obligado a actuar en defensa de la independencia de la profesión médica, debe cuidar de la corrección y colegialidad de las relaciones de los médicos que trabajan en su institución y, sobre todo, ha de fomentar la implantación de la nueva relación, a la vez deontológica y social, entre médicos y pacientes.
Tendría que ser muy cuidadoso de no imponer condiciones de trabajo que menoscabaran la dignidad profesional e independencia de juicio de los médicos. Nuestro ordenamiento jurídico, al adjudicar a la Organización Médica la función de fijar los límites éticos de las diferentes modalidades y formas del ejercicio asalariado de la medicina, establece como medida preventiva contra el debilitamiento de la ética profesional, que los contratos y los acuerdos de prestación de servicios sean aprobados por los Colegios, después de haber comprobado éstos que tales contratos son conformes con la deontología corporativa, y que la libertad y la responsabilidad, la independencia y la autonomía legítimas del médico, quedan a salvo en el contexto laboral en que éste va a arrendar sus servicios.
Esto no es música celestial, sino un precepto legal, contenido en un Real Decreto, cuyo cumplimiento, por diferentes motivos, nunca ha hecho realidad. Lo reconozco, pero retuerzo el argumento: si no ha sido realidad nunca es porque nunca se ha tomado en serio esa normativa estatutaria, porque de modo continuado se ha admitido, con penosas consecuencias, la costumbre contra ley, de desinteresarse los Colegios de las condiciones éticas y sociales del trabajo de sus colegiados asalariados. Es esta una consecuencia penosa de esa extendida ignorancia benigna de la Ética y el derecho médico. En este asunto, se advierte que la influencia del asesoramiento jurídico, con su repugnancia instintiva a aconsejar contra corriente, ha sido mucho más influyente que el parecer deontológico.
Pero miremos al futuro con confianza. La integración en una sola persona de la vocación de médico con la de gestor está en línea con las normas de muchos documentos de las organizaciones médicas. Y está en línea también con experiencias reales. Es un dato comprobado, en el Reino Unido, en los Países Escandinavos, en Alemania, que los médicos, una vez debidamente formados en dirección empresarial, tienen ventajas específicas sobre los gestores no-médicos, entre las que se cuentan, por ejemplo, una mayor credibilidad, el conocimiento más profundo de cómo funciona la atención de salud, mayor libertad de expresión, más capacidad de ponderar las denuncias, más optimismo en la rehabilitación de las disfunciones. Se ha comprobado también que, gracias a que saben anteponer la atención de los pacientes a los imperativos burocráticos y automatizados de reducción de gastos, no sólo alcanzan mejores resultados clínicos, sino que lo hacen con costos menores.
El Sistema Nacional de Salud del Reino Unido y la Asociación Médica Británica han tenido la audacia de aceptar la idea de la superioridad de los médicos-gerentes, han promovido su formación y han visto que, con ellos al timón de los hospitales, los problemas se hacen más sencillos. Entre otras cosas, porque son mejor aceptados por sus colegas del hospital, pues tienen mayor capacidad de comprender los problemas clínicos; porque su actuación se atiene a los imperativos de la ética médica, y no sólo a los de la ética de los negocios; porque tienen una capacidad más comprensiva y más fundada para criticar internamente el sistema; porque pueden aplicar estrategias innovadoras, sin el miedo al fracaso que paraliza a sus homólogos no clínicos, pues saben que, en caso de que fallaran como administradores, siempre tienen la posibilidad de regresar a su trabajo clínico. Esto es cosa difícil o imposible para los gestores no clínicos, que, en consecuencia y para permanecer en sus cargos, se someten dócilmente a los mandatos de sus superiores políticos, por inadecuados o contraproductivos que puedan ser para médicos y pacientes.
Tener un sentido social de la Ética médica es requisito necesario para la vocación gerencial del médico. Pero lo necesitan también todos los futuros médicos, que habrán de saber mucho de cómo analizar y resolver cuestiones económicas y organizativas. Enseñar Ética médica con intención social ahorraría a las nuevas generaciones de médicos el dolor de las incomprensiones del pasado y educarles en la idea de que pacientes, médicos y gestores comparten los mismos objetivos. Para crear ese ethos de cooperación y entendimiento mutuos es necesario que algunos médicos competentes y de alta calidad intelectual y humana respondan a la responsabilidad social y al imperativo vocacional de dedicar su vida profesional a la gestión sanitaria.
c. Médicos-ciudadanos/pacientes-ciudadanos: la nueva síntesis para la responsabilidad social
Sospecho que una fuente de problemas, en los países donde la población tiene acceso a los sistemas nacionales de salud, es la de no haber desarrollado una ética médica específica para la medicina socializada.
De hecho, las instituciones europeas de ética biomédica aparecen saturadas de ideas y procedimientos de decisión, calcadas del modelo principlista importado de los Estados Unidos. Pero eso parece no ayudar mucho a resolver los problemas y las incomprensiones entre médicos y pacientes en Europa. En efecto, el principlismo es una metodología de análisis ético y de toma de decisiones, diseñada para ser aplicada a la medicina comercializada de los Estados Unidos. Allí, como ya señalé antes, los pacientes son consumidores que presentan al médico sus exigencias, y le pagan con su dinero; los médicos son proveedores que expenden servicios médicos en la medida en que son pagados por los clientes. Allí, la autodeterminación del paciente no tiene sólo que ver con la dignidad, los derechos y las libertades de la persona: tiene también un fuerte componente económico en virtud de la máxima del libre comercio que dice que el que paga, manda.
En la Bioética de los principios, no hay un lugar para los deberes, responsabilidades y obligaciones del paciente. Lo impide el carácter permanentemente fluido, reversible, del consentimiento que concede el paciente-cliente, su capacidad de retractarlo siempre y en cualquier momento, sin que ello pueda suponer ninguna modificación de sus relaciones con el médico o el hospital.
En Europa, por el contrario, creemos con fe firme en la posibilidad de proporcionar atención médica a todo el que la necesite, aunque no pueda pagarla, gracias a una redistribución equitativa e igualitaria de la renta nacional. Pero para que esta solicitud solidaria por los enfermos no incurra en los riesgos contrapuestos de arruinar la economía nacional por el gasto excesivo o el despilfarro, ni tampoco en el de arruinar la salud de los pacientes por tacañería o racionamiento discriminatorio, es necesario que médicos y pacientes adopten una postura de responsabilidad compartida que corresponde, por su propia naturaleza, a una función activa de buena ciudadanía. Por ello, es plenamente acertado hablar de relaciones entre médicos-ciudadanos y pacientes-ciudadanos.
Porque el paciente-ciudadano, en marcado contraste con el paciente consumidor, no sólo tiene derechos: su pertenencia a un sistema nacional de salud le impone ciertos deberes éticos bien definidos, le señala responsabilidades concretas y serias. La idea de una carta de deberes de los pacientes, aunque no reciente, ha permanecido hasta hace poco en un estado larvario, por la masiva influencia de la ideología principlista de la autodeterminación de los pacientes, y de su capacidad jurídica de escoger y de retractar cualquiera de sus decisiones precedentes. Muchas cartas de derechos de los pacientes no aluden siquiera a la posibilidad de que éstos tengan deberes y responsabilidades. Y, cuando lo hacen, se refieren al deber de ejercer derechos, como los de informar sobre su enfermedad, de participar en la toma de decisiones que les afecten, de cooperar in genere con el sistema en el cuidado de su salud, de hacer un uso juicioso de los servicios, prestaciones e inmuebles sanitarios.
Fue, probablemente, la legislación española, con la Ley 14/1986, General de Sanidad, la primera que introdujo en su articulado prescripciones sobre los deberes de los pacientes hacia las instituciones sanitarias y hacia la sociedad. Pero apenas se ha oído hablar de ellos. La Carta de Derechos del paciente de la Asociación Americana de Hospitales, en su versión revisada de 1992, incluye una lista de responsabilidades de los pacientes, que versan sobre asuntos meramente individualistas, sin una sola referencia a la existencia de obligaciones hacia la sociedad. En Italia, un Decreto del Presidente del Consejo de Ministros, el Esquema general de Referencia para la Carta de los Servicios sanitarios públicos, de 1995, incluye un modelo de regulación de obligaciones del enfermo usuario del Servicio Sanitario Nacional, que contiene una heterogénea lista de 14 deberes. Es importante la advertencia que en el encabezamiento de esa lista señala que “el cumplimiento de estos deberes es requisito para el disfrute de los propios derechos. El compromiso de cumplirlos es una manifestación de respeto hacia la comunidad social y hacia los servicios sanitarios que los otros ciudadanos han de usar”.
Tom Sorell, de la Universidad de Essex, ha publicado recientemente un artículo titulado Citizen-Patient/Citizen-Doctor (Health Care Analysis 2001;9:25-39), en el que desarrolla un esbozo de gran interés del papel preponderante que la condición de ser ciudadanos debería tener en la actuación ética de pacientes y médicos en el contexto de un Sistema Nacional de Salud. Afirma, entre líneas, Sorell que ser ciudadano es algo que precede a la condición de ser enfermo o de ser médico, y que las obligaciones hacia la comunidad relacionadas con el uso mesurado y responsable de los servicios sanitarios son obligaciones fuertes. Alude el autor al deterioro que la ética postmoderna ha causado a las relaciones médico-paciente, en el sentido de que se las ha reducido casi en exclusiva a asuntos particulares e individualistas, y de que han relegado a la oscuridad las dimensiones sociales y universales de los derechos humanos. Hay ahí mucho espacio para la reflexión y la experimentación de innovaciones y reformas.
No cabe duda que es una tarea compleja y a largo plazo la de infiltrar en la sociedad y en los médicos la debida sensibilidad hacia los valores sociales y comunitarios. Pero es empresa que merece la pena y que se inicia, como reza el título de la conferencia que me ha sido encomendada, por “educar éticamente a los médicos para educar a la sociedad”.
Me gustaría escuchar críticas y comentarios sobre lo que acabo de decir. Lo que importa es restituir a la Ética médica el lugar que le corresponde en la enseñanza de los estudiantes, en la vida de los hospitales, en la atención ajetreada de los ambulatorios. Contamos, para empezar, con el tesoro, obviamente mejorable, de la ética y la deontología corporativa. La sociedad, que nos ha encargado de asegurar una atención médica de calidad científica y de dignidad ética, nos pedirá cuenta de lo que en este terreno hagamos y de lo que dejemos de hacer.
Muchas gracias.