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Ética de la libertad de prescripción de medicamentos

Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Intervención en la 5ª Mesa Redonda: El Médico de Hospital y la Ética y la Deontología.
I Congreso Nacional de Médicos de Hospital: El Hospital del futuro: ¿Evolución o revolución?
Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, 7 de marzo de 1998, 9:00 h.

Índice

I. La ética de la libertad de prescripción de medicamentos

II. ¿Puede adoptar el hospital criterios corporativos sobre la libertad de prescripción?

III. Algunos errores frecuentes sobre la libertad de prescripción

Voy a referirme primero a algunas generalidades sobre la ética de la libertad de prescripción de medicamentos, para pasar después a considerar si el hospital en cuanto tal puede adoptar criterios corporativos sobre la libertad de prescripción. Y, antes de terminar proponiendo un par de conclusiones, señalaré algunos errores frecuentes.

I. La ética de la libertad de prescripción de medicamentos 

Quiero empezar con una pregunta: Éticamente, ¿qué sucede cuando el médico prescribe una medicina, cuando extiende una receta?

Aunque parezca retórico, yo diría que, en el panorama entero de la ética médica, hay pocas preguntas que sean más interesantes. Porque en esa acción en apariencia tan simple se encierra lo básico de la ética de la Medicina.

La prescripción de medicamentos que hayan de dispensarse con receta es, en contraste con lo que ocurre con las medicinas publicitarias, un acto médico genuino, en el que el médico no puede ser sustituido por quien no lo es. No es acto rutinario, subcortical, aunque sea gesto repetido miles de veces al año, porque, insisto, al escribir cada una de sus recetas, el médico se retrata a sí mismo como agente moral, es decir, como un ser libre y responsable.

No se puede, al tratar de prescripción medicamentosa, separar libertad de responsabilidad, independencia de circunspección. En 1984, la Comisión Central de Deontología ofreció a la Colegiación una Declaración sobre libertad de prescripción, que, pasados ya casi catorce años, necesita obviamente ser puesta al día. En ella se decían estas palabras que, a mi parecer, gozan todavía de plena vigencia:

“Todos los médicos, cualquiera que sea la modalidad en que ejerzan la profesión [...] deben gozar de [...] independencia en lo que se refiere al diagnóstico y trata­miento de los pacientes que se les confían. El compromiso prevalente del médico está en prestar a su pa­ciente el mejor servicio de que sea capaz, tal como se lo dictan su com­petencia profesional y su concien­cia. [...] El médico no puede alienar su independencia profesional bajo nin­gún aspecto. Esta independencia no es sólo un de­recho del médico; es, sobre todo, un derecho de los enfermos, pues a éstos no se les puede negar el ser atendidos por un médico competen­te, concienzudo, e impermea­ble a las influencias que potencial­mente puedan perjudicarles, ya pro­vengan del propio interés o comodi­dad del médico, de las imposiciones administrativas, de presiones fami­liares o ambientales, o de una exigencia desacertada del propio en­fermo. Esta independencia libra también al médico del peligro de ser cómplice del enfermo contra la Administración pública o la Seguri­dad Social, [...].”

Así, pues, la libertad de prescripción no existe en un espacio libertario, sino en un campo de tensiones éticas, de responsabilidades, muy definidas.

En primer lugar, de la competencia profesional, tan ligada hoy a los principios y a la práctica de la medicina basada en pruebas. Han pasado los tiempos de prescribir el médico por intuición, empíricamente, guiado por preferencias prerracionales disimuladas de “experiencia personal”. Los códigos anglosajones de ética médica señalan que la prescripción de buena calidad se basa en criterios de adecuación, efectividad, seguridad y economía, lo cual exige conocimiento y estudio: es decir, competencia.

En segundo lugar, de su conciencia. El médico de recta conciencia está siempre dispuesto a dar razón de sus decisiones, de un modo sincero, transparente, fundado, objetivo. Y, obviamente, está dispuesto a cambiar sus hábitos de prescripción cuando hay razones que así lo aconsejan.

En tercer lugar, la libertad de prescripción es un derecho cuyo primer titular no es el médico, sino el paciente. El médico es libre, no para ventaja o provecho propios, sino para servir con ciencia y conciencia a su paciente.

En cuarto lugar, la libertad de prescripción es descrita como independencia del médico, pues el médico no es un subalterno o dependiente, que actúa al mandado de otro. La independencia del médico tiene por objeto proteger al paciente de posibles influencias perjudiciales. Y, curiosamente, las primeras influencias perjudiciales para el paciente que se citan en la Declaración son las que podrían proceder del mismo médico: de sus intereses egoístas, de seguir la línea de mínimo esfuerzo. En virtud de su libertad de prescripción, el médico no puede hipotecar su independencia a fin de proteger sus posibles y variados intereses personales: de investigación científica, de incentivación de la industria farmacéutica, de imposiciones administrativas, de cumplimiento de objetivos a los que se condiciona la carrera profesional, de exigencias irrazonables del propio paciente o su familia. El médico, se nos dice, no puede ser cómplice de ninguna de las partes del sistema en contra de cualquier otra.

En resumen: al escribir ese pequeño trozo de papel que es la receta, el médico se está definiendo a sí mismo como agente ético, pues en la receta quedan reflejadas la calidad de sus conocimientos, la prudencia de su juicio, la integridad de su carácter, su respeto por el paciente, su responsabilidad ante la comunidad social. Y, en lo que hoy nos concierne, un hecho de gran trascendencia: su instalación en el hospital.

II. ¿Puede adoptar el hospital criterios corporativos sobre la libertad de prescripción? 

Para seguir adelante, hagámonos también ahora otra pregunta: El hospital, éticamente, ¿es una casa de nadie, donde cada cual campa por sus respetos? O, por el contrario, ¿es un organismo éticamente vivo e integrado, que posee la capacidad de crear ideales, de señalarse objetivos, de promulgar normas que definen su identidad, de definir su estilo y su carácter, de buscar un ethos institucional?

La pregunta tiene materia suficiente para dedicarle un entero congreso de médicos de hospitales. Pero, para salir del paso, sea suficiente decir que, para mí, un hospital no es sólo un conjunto de personas que han de atender concertadamente a los pacientes, para lo que necesitan en lo funcional constituir un equipo bien coordinado en lo técnico. Necesitan también formar una unidad operativa a la hora de definirse como una comunidad que reflexiona y decide éticamente sobre eficiencia, equidad, desarrollo, trato humanitario, cuidado del ambiente interno, compromisos educativos, y tantas cosas más que constituyen la agenda de un verdadero hospital.

Yo he argüido en favor de que es legítimo que los hospitales definan públicamente su estilo ético. Y he señalado que hay algunas cuestiones en que están obligados a hacerlo. Así, un hospital puede establecer corporativamente un sistema consensuado para el reconocimiento, corrección y prevención de los errores que inevitablemente en él se cometen; puede determinar la intensidad y prontitud con que los que en él trabajan se comprometen a respetar, proteger y fomentar los derechos de los pacientes; puede señalar criterios acerca de como han de ser las relaciones de sus médicos con los colegas de fuera del hospital; puede, en fin, definir el tono de la relación jerárquica entre los órganos de gestión y los servicios y departamentos, y dentro estos últimos.

Volviendo a nuestro tema de hoy, estoy convencido de que también un hospital puede, por acuerdo corporativo, imponerse una normativa ética específica que module con prudencia y justicia la libertad de la prescripción de medicamentos. Se llega a esa normativa a través de un sencillo algoritmo: La libertad de prescripción de medicamentos, ¿es asunto que ha de quedar al arbitrio de cada cual? O, por el contrario, ¿es o, al menos, puede ser objeto de estudio y decisión institucional? ¿Puede tener el hospital -mejor aún, pueden acordar los médicos del hospital- una normativa ética sobre la prescripción de medicamentos?

Mi respuesta es afirmativa. En un hospital debe haber un procedimiento abierto y racional para decidir la política de uso racional de fármacos y de productos sanitarios. Es legítimo que los médicos de hospital establezcan y sigan pautas de prescripción y uso de determinadas familias de fármacos. Incluso es obligado que lo hagan, por ejemplo, en el uso de antibióticos, para evitar la pesadilla de las cepas bacterianas resistentes o el caos de los tratamientos improvisados o insuficientes.

Debe haber también un sistema de compras transparente. Tienen los médicos de hospital la obligación de prestar atención a los aspectos económicos del uso y consumo de medicamentos: no puede ser indiferente el cuerpo médico del hospital a cosas tan significativas como el empleo de un sistema de dispensación por dosis unitarias, o el mercado de genéricos. No puede desentenderse de tomar decisiones fundadas y garantizadas que contribuyan a la reducción de costos.

Ha de formar parte de la cultura colectiva del hospital que sus médicos tomen sus decisiones clínicas guiados por datos probados. Ya no es válido basarse en intuiciones, datos anecdóticos, experiencias recientes o chocantes, sino en el rigor de lo verdaderamente comprobado. Pueden, en este sentido, ser de gran ayuda las directrices y los protocolos clínicos, pues no sólo difunden un sentido crítico sobre el valor de las intervenciones médicas, sino que proporcionan datos de interés económico, importantes a la hora de prescribir.

Tienen también los médicos de hospital el derecho y el deber de establecer criterios acerca de cómo han de ser sus relaciones con la industria farmacéutica, a fin de proteger su independencia y su libertad de prescripción, y también para encauzar, dentro de las exigentes normas de la ley y de la ética, las oportunidades de educación continuada, de investigación en farmacología clínica, y de justos y austeros modos de patrocinar la hospitalidad, los viajes y regalos. Si no existieran tales criterios, la política discriminatoria con que se adjudican esos beneficios marginales rompen al hospital en bandos de halcones y palomas, de envidiados y envidiosos. Un hospital no soporta, sin que se deterioren las relaciones interpersonales, una situación de abuso injusto de unos sobre otros.

III. Algunos errores frecuentes sobre la libertad de prescripción 

Los médicos de hospital no sólo prescriben para los pacientes ingresados. Lo hacen también muchas veces a esos mismos pacientes cuando les dan el alta y a los que acuden a las consultas de especialidades del propio hospital. Pero son los médicos de atención primaria los que han de mantener y hacer el seguimiento de esas prescripciones. A través de este mecanismo, los médicos de hospital ejercen una influencia muy fuerte sobre los de atención primaria, porque es en los hospitales, y en especial en los hospitales docentes, donde se crea, se verifica y se confirma la lex artis, el modo correcto de ejercer la profesión. Y, en concreto, del modo de prescribir. La conducta del médico de hospital ejerce, para bien o para mal, un efecto contagioso sobre el modo de actuar de los médicos generales.

Tienen, por ello, un deber de ejemplaridad. Por ello, es necesario revisar el modo y los motivos de la prescripción de los médicos de hospital. La Audit Commission británica, en su informe de 1994, indica que si en los hospitales del Sistema Nacional de Salud no se recetara lo superfluo se podría conseguir un ahorro de 40.000 millones; si no se recetaran medicinas de valor dudoso, unos 8.000 millones más; y si se recetaran genéricos podría obtenerse otro ahorro adicional de 10.000 millones. Yo no quiero con esto hacer una alusión, ni directa ni indirecta, al medicamentazo. Sólo quiero decir que los médicos de hospital tienen una responsabilidad grande en la materia.

Porque, si es verdadera libertad, la libertad de prescripción nos obliga a estar libres de prejuicios, a actuar libres de sesgos. Es, por ello, impropio prescribir tratamientos no validados, por la sencilla razón de que ignoramos si son efectivos y seguros. Está fuera de lugar el encarnizamiento terapéutico; y no me estoy refiriendo al que podría darse en las unidades de cuidados intensivos o ante pacientes terminales sometidos a tratamientos deliberadamente inútiles, sino al que, favorecido por las recetas de crónicos no revisadas periódicamente, puede perpetuar una polifarmacia agresora, sobre todo en ancianos. Es necesario decirlo de una vez por todas, que ni en el hospital ni fuera de él, tiene justificación ética la frecuente prescripción de complacencia: hay una obligación ética de educar sanitariamente a la población, también sobre el uso, valor y aplicaciones de las medicinas.

Con propósito pedagógico, los códigos anglosajones de ética médica tienden a insistir en que, para ser éticamente correcta, la prescripción ha de ser adecuada. La adecuación es un criterio ético básico, pues implica un juicio ponderado de oportunidad y circunspección. Viene a decir que el medicamento no sólo y en general es eficiente y seguro, sino que es, para este enfermo y vistas sus circunstancias, oportuno. Vista de ese modo, la adecuación es un criterio muy amplio, cuya puesta en práctica exige ciencia e independencia, y también ponderación y no poca energía moral.

El criterio de adecuación nos inducirá a ser respetuosos con los planes de tratamiento que se han mostrado eficaces, a no modificarlos sin una razón seria y fundada. El paciente bien estabilizado en su tratamiento no debe ser sometido a innovaciones imprudentes. La libertad de prescripción no autoriza a cambiar frívolamente los planes terapéuticos. Es bien sabido que pueden crearse situaciones de riesgo al introducir modificaciones poco juiciosas en la medicación. Pueden provocarse situaciones de riesgo por querer tratar a la vez y con toda energía a pacientes nosológicamente complejos, que sufren tres o más enfermedades simultáneas. Pueden inducirse situaciones de complejidad posológica, cuando un paciente es tratado con más de cinco medicinas distintas o cuando tiene que ingerir más de doce tomas al día. Muchos pacientes quedan confundidos y desobedecen al plan terapéutico cuando el médico les hace más de tres cambios anuales en el plan de tratamiento.

Antes de echar mano al talonario de recetas, al médico le conviene pensárselo un poco. Recetar sólo lo adecuado no es cuestión de mera economía. Es asunto de competencia, de sabiduría, de adherirse al mandamiento de no hacer daño.

Muchas gracias por su atención.

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