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Consensuar, ¿es ético?

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en Buenos Aires, noviembre de 1999.

Índice

Introducción

Definición y caracterización

Lo atractivo del consenso

Lo negociable, campo de consensuación

El consenso, razón de esperanza

El consenso, oportunidad de caridad

El consenso, confesión de la fe

El consenso ético es decisivo para la vida del hospital

Los límites del consensuar

Introducción 

Agradezco la invitación a tratar este tema.

Uno anda metido por comités y comisiones, donde se dice: de ordinario, tomaremos los acuerdos por consenso. Tomar acuerdos por consenso es más amable y menos traumático que hacerlo por votación.

Y efectivamente, la cosa suele marchar bien: el ponente nos ha hecho llegar su minuta con tiempo de estudiarla, se analizan y discuten algunos puntos, se cambian de sitio y contenido algunos párrafos, se suprimen y se añaden otros, se pule el estilo. Y, al final, todos de acuerdo. Uno se queda muy contento, porque el consenso crea colaboración y concordia, lo que es un valor en sí mismo. Y crea documentos valiosos, lo que es un importante valor instrumental.

Pero, ocasionalmente, la cosa no resulta tan bien. Hay debates que, por la materia tratada, se endurecen. Los puntos de desacuerdo son muchos y fuertes. Algunos se van retirando del debate pro bono pacis. Al final, la materia en la que se llega a un acuerdo es tan escasa que obliga a aplazar cualquier decisión. Es como la historia del moro entrecano que tenía dos mujeres, que le dejaron calvo y lampiño.

Pero eso no gusta a los organizadores, pues se está produciendo una especie de idolatría del consenso, que es preferido al tradicional procedimiento de la votación. El consenso crea una falsa sensación de unanimidad. La votación, con todas sus limitaciones, es más sincera en su lenguaje numérico.

Uno anda por comisiones, cooperando al consenso, pero se agradece la oportunidad de tratar de la materia.

Dicho lo precedente, no sé por dónde arrancar. Consensuar es una operación compleja. Para tratar de ella hay que fijar condiciones, presupuestos. Preguntar, además, si Consensuar es ético es echar leña al fuego.

Parece, para empezar, “Consensuar, ¿es ético?” es una pregunta un tanto capciosa, que provoca necesariamente una respuesta ambigua. Una pregunta así, no se le debería proponer a un gallego, porque, invariablemente, contestará que consensuar, como tantas otras cosas, unas veces es ético, y otras veces no lo es: depende.

A mi parecer, unas veces consensuar es etiquísimo (es la primera vez que esa palabra -étiquísimo- se me ocurre en mi vida), pues consensuar, llegar a acuerdos, es una acción racional y muy humana, que puede ser, muchas veces, una maravillosa manifestación de humildad intelectual y de respeto hacia las personas y las cosas. Crea esperanza de llegar a tener, como en otros tiempos, cor unum et anima una.

Pero puede ser, otras veces, a pesar de su apariencia atractiva, un acto violento o una trampa mortal, una deslealtad hacia uno mismo como agente moral, un autoengaño, una claudicación ética.

Porque si es profundamente humano, inteligente y deseable ponerse de acuerdo con otros en la concordia y la racionalidad, es deshumano traicionar deliberadamente el sagrario de la propia conciencia, hacerse cómplice, por no darse un mal rato o por no darlo, de lo falso contra lo verdadero.

Definición y caracterización 

El consenso genuino se refiere al acuerdo, que se alcanza tras un discurso racional entre quienes componen un grupo o corporación, de tener una cosa por cierta o valiosa. A veces, el consenso no alcanza el grado de certeza, sino el de opinión dominante. Pero implica, por lo regular, tres elementos:

a. el epistemológico: se acuerda buscar la verdad/valor de algo.

b. procedural: el acuerdo se alcanza mediante debate racional.

c. social: el acuerdo se hace entre los miembros de un grupo.

Consenso viene a significar acuerdo, concordia, unanimidad.

El verdadero consenso es moral, racional, dialogado, alcanzado después de sopesar las razones, de considerar los pros y los contras de cada razón, propia o ajena, de intercambiar argumentos, de acercar posiciones, de desear sinceramente el acercamiento y el verdadero acuerdo.

Pero no es oro todo lo que reluce como consenso. Junto a esas formas activas y responsables de consenso, hay otras pasivas, nacidas de la alienación, de la falta de imaginación moral, de la inducción mediante premios o castigos, de sometimiento ciego y acrítico a la autoridad de los expertos, de cansancio para seguir debatiendo, por evolución casualmente convergente, por renunciar a vivir en la disidencia. Esos son ejemplos de consenso no moral. Son consenso en sentido físico, factual, no ético.

Kurt Bayertz, en el artículo introductorio a The Concept of Moral Consensus (Dordrecht, Kluwer, 1994) titulado El consenso moral como problema social y filosófico, resume su posición en tres postulados, que yo interpreto con un poco de libertad:

1. Las sociedades modernas ni son comunidades homogéneas ni agregados de individuos independientes. Y aunque hay mucha heterogeneidad moral y mucha afición al desacuerdo, hay también grupos sociales que tienen un mismo aire de familia moral. La sociedad es un collage de disensos y consensos locales.

2. La fragmentación social no es simple expresión de pluralismo ético disparado, una confusión babélica de lenguajes morales. Aparte de que parte de esa confusión es más empírica que moral, no se puede tener siempre al desacuerdo como algo de por sí negativo, como un fracaso. Hay un pluralismo legítimo. También se puede decir aquí que la variedad es la sal y pimienta de la vida. La fragmentación proporciona muchas ocasiones de animar la vida, de manifestar el respeto, de convivir en paz. La aceptación de las diferencias morales hace posible el debate público.

3. El consenso es psicológicamente muy confortable y políticamente más útil. Pero no vale por sí mismo: hay consensos moralmente deficientes, carentes de autoridad moral. Lo que éticamente vale en el consenso no es el hecho de haber alcanzado un acuerdo intersubjetivo, sino el fundamento racional que lo sostiene. El consenso tiene, ciertamente, derecho a reclamar autoridad moral, en cuanto consenso, si, y sólo si, es resultado de un proceso limpio de búsqueda compartida, de comprensión mutua, de justo equilibrio de intereses. Pero esa limpieza procedural, siendo mucho, no es garantía de éxito: el consenso social no proporciona una base inconmovible a la acción moral: todo consenso, por su propia naturaleza, debe estar abierto a la revisión moral.

Entonces, ¿de dónde le viene el prestigio al consenso?

Le viene, al menos de dos lados:

En primer lugar, como actividad humana, consensuar es cosa muy atractiva.

En segundo lugar, es un instrumento ideal para resolver asuntos negociables.

Sentarse a una mesa a negociar y, al cabo de horas o días, legar a un acuerdo es un placer. Jean Monet, es sus Mémoires, cuenta el placer de negociar en asuntos internacionales: el progresivo acercamiento de las posturas a medida que se suceden las intervenciones, el limar asperezas, el efecto de las razones de unos sobre la aproximación recíproca.

Lo atractivo del consenso 

Los muchos modos diferentes de ver las cosas constituyen un valor potencialmente positivo: cuatro ojos ven más que dos, y mucho más ven cuatro mil, en especial cuando observan la misma realidad desde ángulos y perspectivas diferentes. El aparente desacuerdo inicial enriquece: no sólo en el plano del conocer, sino también en el de las relaciones humanas. Crea un sentido cooperativo, hace productiva la convivencia, revela cuanto nos necesitamos unos a otros, crea áreas de respeto, y una sana percepción de que no todo tiene un valor absoluto.

En ética, el consenso está al servicio de la verdad moral: es un consenso moral, no político. A la gente le gusta subirse al carro del vencedor, estar en las mayorías, porque las mayorías ganan y gobiernan. Mucha propaganda electoral se basa en las encuestas que aseguran que la mayoría se decanta hacia una de las partes. Hay un atractivo de las mayorías. Pero esa es una idea política, no ética, del consenso. La historia política nos enseña cuán frecuentemente las mayorías son engañadas o se engañan a sí mismas.

Pero, en general, la historia contiene momentos de esplendor del consenso social: el consensus gentium de la racionalidad pagana, el consensus fidelium de Nicea para acá, la afirmación democrática de la vox populi, vox dei, la Declaración Universal de los derechos Humanos.

Lo negociable, campo de consensuación 

La mayoría de los problemas morales admiten varias soluciones. Tratan de asuntos contingentes, convencionales, y susceptibles, por su propia naturaleza, de ser resueltos de modos diferentes.

En ética médica, hay muchas cuestiones que médicos competentes y honrados resuelven de diferente manera. Influyen aquí circunstancias de escuela, de coyuntura económica, de oportunidades tecnológicas. La prudencia admite una gran latitud de acción: no puede decirse de antemano si está más justificada una actitud conservadora que otra agresiva, si conviene innovar o mantener, si se ha de sacrificar una tradición en aras de un incremento importante de eficacia. Se puede ir más deprisa o más despacio, más a la derecha, más a la izquierda o por el centro. Si existen comités de ética es precisamente para captar esa diversidad constructiva, para reunir opiniones diversas, para determinar hic et nunc hacia dónde se las hacer converger. Todo eso es negociable cuando se sitúan en el campo de lo éticamente opcional.

Yo puedo negociar cuanto de confidencialidad puedo ceder para adquirir una eficiencia epidemiológica máxima, como ocurrió con el SIDA al extinguirse su cuestionable excepcionalidad. Puedo negociar cuanta libertad clínica sacrifico a la prescripción genérica para aliviar el costo de farmacia. Puedo negociar los límites de la cooperación ética con una industria farmacéutica a la hora de fijar criterios para un ensayo clínico. Puedo, incluso, negociar las reglas éticas para el ejercicio de algunas variedades de medicinas alternativas. Todo eso lo puedo negociar, sentándome a la mesa con todos los interesados y calculando cuidadosamente los costos y los beneficios epidemiológicos, económicos, farmacológico-clínicos, académicos y profesionales, poniéndolos en parangón con los beneficios y los costos éticos.

Además de centrarse en cuestiones prudenciales, la negociación del consenso puede dirigirse a dilucidar cuestiones de intensidad ética: se puede debatir, en una institución y ante cada cuestión concreta, por cuál de los diferentes grados de exigencia moral se opta, entre los que se sitúan entre lo mínimo exigible y lo máximo deseable, entre el mero cumplimiento del deber legal o contractual mínimo y la supererogación generosa, o la santidad heroica.

El consenso, razón de esperanza 

En el debate bioético, a cada uno se le presenta la disyuntiva de escoger entre la autoafirmación, el ir por libre, de jugar el papel de excéntrico moral, frente al sentido de equipo, donde se practica, con la cooperación, la diversidad como valor que enriquece, que no contradice.

Estar dispuestos, todos, a oír, a ensayar. No ser aprioristas. En el amplísimo campo de lo político, de lo normativo de segundo nivel, conviene, en principio, ser flexibles, abiertos, audaces, con cintura para dar marcha atrás. El Beato Josemaría hablaba de su alegría de rectificar, de decir me equivoqué y empezar otra vez.

En muchas cosas, en Medicina, no estamos de acuerdo. Eso ocurre en todos los reductos: en la noción y clasificación de las enfermedades, en los criterios diagnósticos, en las pautas terapéuticas.

¿Hay diferencia entre lo duro de la medicina científica, basada en pruebas, y la ética médica, tan indefinida, blanda, abierta al disenso?

Hay que reconocer que la disciplina de la moderna ética médica se caracteriza por una variabilidad mayor que la que ofrece la medicina clínica. Hay una variedad grande de teorías metaéticas, de modos diversos de plantear los problemas y casos, de procedimientos distintos para tomar decisiones. Basta leer las revistas de ética médica para caer en la cuenta que lo ordinario es la contradicción, la diversidad: una torre de babel, un caos disonante.

La mayoría de lo que se publica es para manifestar desacuerdo: el estudio sobre cualquier problema es seguido de una serie de artículos cortos que contienen opiniones discordantes. En la educación de estudiantes, es muy frecuente que se use un sistema contradictorio: al estudiante B se le encomienda que refute la tesis sostenida por el estudiante A, o al estudiante C se le asigna la tarea de contradecir sus propias convicciones con la mayor energía posible. Se tiene la impresión de que la Ética médica se ha sofisticado, esto es, se ha vuelto sofista: parece que se experimenta un cierto placer, colectivo y académico, de llevar la contraria, de mantener viva la bioética provocando una permanente crisis moral, de buscar lo brillante, aunque sea falaz.

Se tiende a no reconocer ninguna autoridad moral. A veces, leyendo las revistas de Bioética, tengo la impresión de que la búsqueda racional de la verdad moral es sustituida, de modo semejante a lo que ocurre en el arte (en la música, en la pintura, en la narrativa), por una búsqueda exasperada de la originalidad, por el empeño de decir cosas que nadie hasta ahora ha dicho, de derribar puntos de referencia hasta ahora tenidos por orientadores del discurso moral, de montar escenarios fantásticos, de erigir constructos irreales. La promoción de Peter Singer a la cátedra de Ética de Princeton muestra que es proceder que puede llevar al triunfo.

Lo hacemos muy bien expandiendo y diversificando el disenso, el desacuerdo. Pero, ¿es esa una buena preparación? Si todo puede ser debatido y puesto en duda, si nos asisten todas las libertades para que cada uno siga su camino, alcanzamos una capacidad ilimitada de disenso. Es fácil, en el contexto de un debate, no ponerse de acuerdo sobre los mismos hechos o su significación ética, sobre los criterios y principios a la luz de los que evaluarlos, o sobre el camino por el que salir del conflicto moral.

La anécdota de Vanrell. El desacuerdo es la regla. Tú piensas de un modo, yo pienso de otro. ¿Qué le vamos a hacer? Despidámonos en paz, tú con tu verdad, yo con la mía.

Sí. Vamos a despedirnos con un abrazo fraterno. Pero no sin que haya dicho a nuestros jóvenes estudiantes que no hemos conseguido ponernos de acuerdo, pero que, lo más seguro, es que uno de los dos está equivocado, y el otro no. Que tendremos que seguir buscando razones, pacíficamente, porque el desacuerdo no es el destino irrevocable.

El consenso, oportunidad de caridad 

Esta anécdota puede servir de puente para considerar el papel de la caridad en el debate para el consenso. Hay, en la negociación del consenso, una razón para convivir con otros, para oponerse a convertirnos en extraños, de comprender puntos de vista disonantes, de anudar amistad, de descubrir lo que es el alma cristiana.

En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de la Sabiduría de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de la felicidad.

Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero -animado por el amor paciente y confiado-, del que el hombre el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia que jamás podrá renunciar al “principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien” ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo vacilante.

El Papa Pablo VI ha escrito: “No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar, Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas”.

Reluce ahí la ética del consenso, todo el programa para participar activamente en el debate: los tres elementos (epistemológico, procedural y social). Una lección intensa y difícil, para vivir en la búsqueda del consenso. En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad. San Agustín.

Hay un refrán español que dice que no hay peor desprecio que no hacer aprecio. He de confesar que en el debate bioético nada hay más hiriente ni más descorazonador que responder con el silencio a una propuesta llena de racionalidad. Y eso es un arma terrible. Nunca había llegado a comprender la sabiduría del refrán citado hasta ver como algunos puntos críticos, de gran interés dialéctico, eran dejados de lado por una Comisión entera. Ese silencio por respuesta llega a hacer creer que uno está fuera de razón. No responder a una pregunta comprometida y comprometedora es la suprema manifestación de falta de caridad intelectual.

El consenso, confesión de la fe 

El debate en ética médica no puede prescindir del testimonio de la fe. Sería una traición a la mentalidad de consenso que en las reuniones no se oyera, al lado de la potente voz de los utilitaristas y secularistas, la de los creyentes. Se pretende acallar esta voz. Muchas veces he sido invitado a reconocer que mis observaciones procedían de mi “confesionalidad”, y a retirarlas en nombre del pluralismo y la tolerancia. Suelo responder que, efectivamente, mis convicciones no son difíciles de clasificar como concordantes con la fe católica, pero que, a mi parecer, son un elemento muy caracterizado del pluralismo del que tanto se habla, pues, aunque proceden de la fe, están fuertemente impregnadas de razón.

Participar, como cristiano, en el diálogo plural es parte de esa misión a la que Juan Pablo II nos llama constantemente, de transformar la cultura contemporánea, porque una fe que no fermenta la masa es una fe muerta.

Es una afrenta a la mentalidad de consenso racional y educado sostener que las personas de fe y convicciones morales firmes deben prescindir de ellas a la hora de debatir, cuando esas ideas parecen demasiado fuertes u objetables para otros. Es muy frecuente afirmar que, en el servicio público, los médicos (y los jueces, y los farmacéuticos) han de separar las convicciones religiosas del ejercicio profesional. Algunos secularistas radicales piensan que los hombres de religión firme, que practican su fe, ya sean judíos ortodoxos, cristianos, deberían atenerse a lo que marca la ley o la costumbre social, y una de dos: o aceptar prestar servicios que les repugnan moralmente; o retirarse del ejercicio profesional o limitarlo a sus correligionarios. El estándar de moralidad es el marcado por la ley y los usos sociales. El espacio para ejercer los derechos de conciencia es cada vez más pequeño.

Un elemento esencial del espectro ético es la ética cristiana. Y, con mucho amor y sin ofender a nadie, hemos de decir con humildad, aunque muchos no lo entiendan, que, entre las racionalidades posibles, la que enlaza con la fe es excelente. La Iglesia, experta en humanidad, lo repite cada día.

En Veritatis splendor, Juan Pablo II, nos dice que la firmeza de la Iglesia en la defensa de la validez universal y permanente de las verdades morales es juzgada no pocas veces como signo de intransigencia intolerante, sobre todo en algunas las cuestiones complejas y conflictivas de la vida de hoy. Algunos de esos conflictos son bioéticos.

Y se acusa a la Iglesia de no mostrar la comprensión y compasión propia de una madre. Pero, nos sigue diciendo Juan Pablo II, que no es posible separar, en la Iglesia, su condición de madre de su condición de maestra, no es posible separar su amor a las personas de su amor a la verdad. “Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral. De tal norma no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En la obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de cada persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección”. (Familiaris consortio, 1981:33).

En resumen: con valentía y mucho respeto hemos de decir que la verdad se puede alcanzar con esfuerzo, mucho esfuerzo, humildad y caridad amistosa. Hay que decir que el estar en desacuerdo ha de ser el punto de partida de una vía para construir una verdad más completa y menos unilateral, para ayudarnos mutuamente a la búsqueda del consenso. No podemos convertir el desacuerdo una especie de rasgo constitutivo de la personalidad contemporánea, en la expresión de una autonomía que tiende a ser dominante, casi absoluta, querida en sí misma, una especie de huida para liberarse de toda moralidad heterónoma.

El consenso puede jugar el papel de foco de esperanza: es posible ponerse de acuerdo.

El consenso ético es decisivo para la vida del hospital 

Sin duda, estar de acuerdo o ponerse de acuerdo en un hospital es cosa decisiva. Me parece que abogué por la idea esta mañana: el hospital es un grupo ético que necesita trabajar en la concordia, porque al hospital se aplica de modo excelente el dicho de que la casa dividida contra sí misma se arruinará.

Tiene que haber un consenso, una aceptación gustosa, sobre los rasgos básicos: misión, fines, medios, procedimientos de gobierno, respeto a las personas. Un ideario nuclear que dinamiza y da sentido a lo individual. Que expresa la identidad de la casa, que define la tarea permanente, la actitud espiritual, el estilo humano.

Si estamos de acuerdo en que un hospital es un agente ético, con vida moral propia, hay que pensar que es una comunidad menor en la que es posible el consenso en los asuntos fundamentales. El desacuerdo en cuestiones significativas es una llamada de atención sobre la conveniencia del consenso moral.

Cuerpos deliberativos, comisiones del hospital: un formidable campo para el consenso. Los enemigos, el fanatismo de sí mismo, el sentido de la propia excelencia, la tiranía de imponer modelos importados, la antipatía personal que lleva a la oposición por sistema a las ideas de otros. Incluso en lo humano, un comité es una lotería, o una confluencia providencial de facultades y prejuicios, de defectos y de virtudes que reaccionan en una combinatoria.

La bendición del gobierno colegial, garantía contra lo tiránico y contra lo frívolo: lo colegial exige per se estudiar, el escuchar, ponderar, debatir. Se llega al consenso a través de un proceso de depuración y enriquecimiento, de equilibrio y de energía moral sumada.

El consenso institucionaliza la sabiduría de pedir consejo y opinión.

Los límites del consensuar 

Consensuar es, pues, excelente. Pero tiene sus límites: en el espacio, en el tiempo.

El consenso debe emplearse con prudencia. Es necesario dejar holgura ética, no cargar las conciencias con farragosos preceptos, que trivializan la función directiva.

En un hospital hay que evitar la furia normativa. Marañón, que era muy escéptico en materia de códigos, decía que son rasgos distintivos del buen médico -yo añadiría, de la buena enfermera- la inclinación a practicar el bien, la renuencia a hacer el mal y la capacidad ilimitada de crear deberes supererogatorios, no codificables.

El estilo ético del hospital crea ámbitos de libertad, porque respeta la personalidad de sus actores.

Lo normativo ha de ser mínimo y claro. Como las reglas para la práctica de un deporte: señala lo esencial, pero deja mucho espacio para la creatividad, la libertad, la supererogación.

La diversidad crea con frecuencia situaciones críticas. Cuando se tropieza con el desacuerdo insoluble, es necesario reconocer que se ha llegado al límite de lo consensuable. Es el momento de ponerse de acuerdo en no estar de acuerdo, y de dejar abierta una ventana a la esperanza de que la verdad terminará un día por revelarse. El desacuerdo ha de ser no sólo correcto y educado, ha de ser, al menos desde el lado del seguidor de Cristo, lleno de comprensión y caridad. La intransigencia se tiene con el error, nunca con la persona equivocada.

El médico, y para el caso, el hospital es tan agente ético como el paciente. No puede ninguno imponer sus propios valores religiosos a los otros. Es esencial conocerse para respetarse. Y precisamente ese respeto impone al médico la obligación seria de no impedir, sino ayudar a hacer decisiones auténticamente morales, sobre todo, como es el caso frecuentísimo, de que paciente y médico comparten la misma fe religiosa. Con un infinito respeto a la libertad, con tacto delicado, se puede sugerir una ayuda de los capellanes que alivie las preocupaciones y dudas de los pacientes. Edmund Pellegrino señala que rezar con el paciente, participar, junto con la familia, en el sacramento de la unción de los enfermos, y cooperar con los sacerdotes son actos de curación, manifestaciones de auténtica caridad cargados de significado para el paciente y agradecidos por él y la familia.

Conviene insistir en el respeto de la libertad, en no hacer un uso abusivo de la autoridad moral del médico. La evangelización exige también el consentimiento libre e informado del paciente. Una cosa es ayudar al paciente a encontrar significado y sentido en la enfermedad y el sufrimiento, ayudándole a recuperar artículos de fe olvidados y el consuelo y la esperanza del Evangelio, y otra cosa es imponer posesivamente las propias creencias en los otros. Una conversión violenta en esas circunstancias sería un fraude moral y espiritual. Dios ha preferido ser servido por hijos libres.

Termino ya con estas ideas tan deshilvanadas. Muchas veces, el avance en el consenso no se consigue prolongando el debate hasta la extenuación.

El diálogo ha de ser sustituido a tiempo por el estudio y la reflexión. Uno tiene que volver a las fuentes, a por ideas frescas, cristalinas. Tanto en lo estrictamente profesional como en la doctrina. No se puede permitir que el debate pierda racionalidad, que pierda vigor y rigor.

Es necesario obrar y debatir siempre con afecto caritativo. La más eficaz manera de echarlo todo a perder y desacreditarse uno como persona y como cristiano es actuar con impaciencia, con violencia verbal, con desprecio desde la superioridad, con condena de las personas. Un comportamiento así socava la afirmación de que la fe cristiana nos mejora. Ser caritativos y atentos con los que piensan de modo muy diferente y opuesto no implica que uno es un relativista ético. La intransigencia va con las ideas, nunca con las personas. Nunca hemos de romper la amistad con ellas, pues a ello nos obliga la caridad.

La conducta de una persona puede ser inmoral, pero no estamos llamados a juzgar su culpabilidad. Si por fe sabemos que sólo Dios es el que juzga, nuestra conducta sería incoherente si usurpamos a Dios la prerrogativa de juzgar y condenamos sin compasión a otros.

Para andar tras el consenso nos hace falta paciencia y un poco de alegría. Me parece que el enemigo peor para vivir en paz con los equivocados es el rencor por sus errores. Hace falta una ascética del buen humor: muchas ideas buenas son derrotadas en las batallas del consenso por haber sido propuestas con acritud, con un sentido de superioridad moral, con un celo indiscreto. Una lección muy dura de aprender es reconocer que proclamar ideas abstractas vale mucho menos que ganar un alma.

Si me supiera Evangelium vitae y Veritatis splendor de memoria, si hiciera de ellas la más brillante y convincente exposición, pero me falta la caridad, soy como címbalo que resuena.

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