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Eutanasia neonatal

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Clase en el Curso de Postgrado de Especialista Universitario en Bioética
Servicio de Promoción Educativa, Universidad de Murcia, 9 de febrero de 1995

Índice

1. Perspectiva histórica

2. La situación, hoy

El juicio de Leicester

El otro episodio, un artículo de Peter Singer

3. La inevitable continuidad entre aborto y eutanasia neonatal

Decisiones sesgadas

4. Qué hacer

Bibliografía

1. Perspectiva histórica

Esta perspectiva histórica, de ayer a hoy, servirá para dejar apuntadas muchas cosas.

Demasiadas cosas en nuestro tiempo para referirse a los antecedentes remotos.

Merece la pena, sin embargo, dibujar en unos pocos rasgos, las ideas y los hechos del pasado, para comprender cómo estamos bajo la amenaza de la regresión a épocas culturalmente inferiores.

Un verso de Eliot lo resume todo muy bien: un momento de flaqueza, un desaliento que nos hace capitular, nos despoja en un instante de lo que costó siglos conquistar y que tardará siglos en recuperarse.

El mundo antiguo no era muy comprensivo con los débiles. No había, en las sociedades precristianas, muchos de los derechos fundamentales de que ahora disfrutamos. No se le suponía, en general, al niño dotado de un derecho peculiar a la vida, a ser alimentado y cuidado. Nadie se había planteado siquiera la idea de si todos los seres humanos poseen derechos intrínsecos, una dignidad ontológica, independiente del nivel social, del rango legal, el sexo, la edad, la virtud, o la prestancia física.

Un historiador resume así la situación: “De un modo casi universal en la antigüedad clásica, se daba por cierto que, por el hecho de haber nacido, el niño no tuviese ningún derecho intrínseco a la vida. Lo que contaba era que fuera acogido, adoptado, en una familia o en cualquier otra institución social. Tanto Platón como Aristóteles, lo mismo que los epicúreos y los estoicos, y quizá también Plotino, aceptaron el abandono de los niños por razones eugénicas o puramente económicas”.

Había culturas, como Esparta, y quizá la primitiva Roma, en las que los neonatos, propiedad del estado, eran seleccionados al nacer. Cuenta Plutarco, en la Vida de Licurgo que, si “los ancianos los encontraban bien conformados y fuertes, ordenaban a los padres que los criaran. Pero si nacían deformes o débiles entonces los echaban en un precipicio que hay al pie del monte Taigeto, convencidos de que la vida de quien la naturaleza no ha equipado bien desde el mismo principio con salud y fortaleza, no servía de nada, ni para sí misma ni para el estado.”

Sin embargo, en Israel, lo mismo que entre los Germanos, la eliminación de recién nacidos deficientes era tenida como un grave crimen, una violación de la ley. La penetración del cristianismo en la sociedad antigua y con ella la idea de que todos los hombres son hijos de Dios, imago Dei, hechos misteriosamente a su imagen y semejanza, trajo consigo, entre tantas cosas, la desaparición del aborto, el infanticidio y el abandono de los niños. Desde entonces, aunque a algunos se les planteara la duda de si algunos monstruos extremadamente deformes eran verdaderos seres humanos, en los era muy difícil discernir la imagen de Dios, la tradición occidental aceptó la creencia, explícita en la enseñanza cristiana, de que todo neonato ha de ser protegido, cuidado y querido.

Las cosas permanecieron así, al menos en teoría, hasta la experiencia de la Alemania nazi y su masiva operación eutanásica: los neonatos con lesiones cerebrales y los malformados fueron eliminados selectivamente con la colaboración de pediatras y obstetras. Todo aquello empezó con la aceptación entre la clase dirigente de que existen vidas carentes de valor vital, una noción que es connatural con la falacia de que también existe una raza superior. Sobre este humus cultural, la compasión actuó como desencadenante de la Gnadentod, la muerte compasiva. Bastó con que una mujer, madre de un lactante deforme, escribiera una carta conmovedora a Hitler. Éste puso el asunto en manos de su médico personal, el Dr. Brandt, el cual autorizó a uno de sus colaboradores a practicar la eutanasia. Todo lo que vino después, la masiva eliminación de deficientes y posteriormente el Holocausto de judíos, gitanos y polacos, es bien conocido.

La operación caritativa de ayuda a la vida carente de valor vital, que así fue denominada la operación de la eutanasia nazi, recibió, hace 50 años, la condena firme e inapelable del Tribunal de crímenes de guarra de Núremberg. Así se cerró aquel capítulo negro de la historia de la Medicina.

2. La situación, hoy

La situación tal como se está viviendo hoy

¡Cómo han cambiado las cosas de 1945 a 1995! Resulta cierto, una vez más, que han sucedido más cosas en estos 50 años que en todo el tiempo anterior. El sucumbir de muchos a la tentación del utilitarismo, nos está haciendo perder en un momento lo que costó siglos adquirir y se quizá se tarde siglos en recuperar: el respeto a los débiles.

No es fácil señalar los hitos fundamentales de la insinuación primero, y de la instauración después, de la eutanasia neonatal como práctica aceptable en la conducta de un médico responsable.

Hubo, en los años 60, episodios muy dramáticos de eutanasia neonatal entre los focomélicos, víctimas de la talidomida. Hubo en los años 70, sobre todo en el Reino Unido, una larga disputa entre los cirujanos infantiles acerca de donde están los límites entre tratar y abandonar a niños con espina bífida quística o con hidrocefalia avanzada. Se habló entonces sin ambages de eutanasiar a los niños que, no pudiendo beneficiarse de la cirugía correctora, iban a tener una vida de muy baja calidad. Fueron muy duras las polémicas entre los cirujanos de Sheffield Lorber y Zachary. Se publicaron entonces influyentes artículos, firmados por pediatras y por cirujanos o intensivistas pediátricos (Shaw, Duff, Campbell) que justificaban la eutanasia como tratamiento compasivo y proporcionado al sufrimiento presente y a la escasa calidad de vida futura de los neonatos con malformaciones graves.

Sucedieron muchas cosas entonces en estos últimos decenios. Voy a referirme con algún detalle a sólo dos episodios que me parecen significativos.

El juicio de Leicester

El primero es el juicio que se celebró en Leicester, en agosto de 1981, contra el Dr. Leonard Arthur, un distinguido pediatra que aceptó el rechazo paterno de un neonato con síndrome de Down. Lo recuerdo muy bien: lo seguí día a día. En marzo de 1982, publiqué un extenso informe en la revista NT, una de mis primeras aventuras en el campo de la deontología médica, cuando todavía no me había decidido por dedicarme a tiempo completo a la Ética Médica. El caso fue muy importante. Por ejemplo, el libro de Raanan Gillon, Ética Médica Filosófica, pretende ser simplemente un comentario de este caso.

Ordenó el Dr. Arthur a sus enfermeras que aplicaran sólo cuidados de enfermería al pequeño John Pearson. Consistían esos cuidados en dar, a medida que lo exigiera la sedación de la criatura, un biberón de una solución de fosfato de dihidrocodeína.

El niño murió a las 69 horas. Denuncia de una enfermera, intervención de la policía. Autopsia sin otras alteraciones que las morfológicas del Down simple, sin malformaciones viscerales, e intoxicación por fosfato de dihidrocodeína: un nivel en sangre tres veces superior al que era suficiente para matar a un adulto.

En mi opinión, el juicio fue una asombrosa operación de propaganda pro-eutanasia neonatal. No se hablaba de otra cosa aquel verano en Inglaterra. La defensa del Dr. Arthur se encomendó a los mejores abogados, pagados, lo mismo que los gastos de los expertos venidos de América y Escandinavia, por la BMA. Se publicaron encuestas: la opinión de los padres aparecía dividida mitad y mitad sobre si era aceptable la eutanasia para recién nacidos. Muchos médicos apoyaron a su colega. 800 enfermeras se inscribieron en EXIT, la sociedad proeutanasia de entonces en el Reino Unido. LIFE, la asociación pro-vida británica, procuró hacer oír su voz, pero no se le dieron medios suficientes.

No se puede resumir todo lo que se dijo entonces, en el juicio y fuera de él. El turno inicial correspondió a los expertos de la defensa. Se despacharon a gusto, elogiando la conducta del Dr. Arthur, su competencia y dignidad, su mezcla de ciencia y compasión, su sinceridad y coraje moral. Un verdadero pediatra -afirmó uno de los testigos- es el que tiene por paciente no al niño, sino a la familia. No se tapa los ojos ante el problema de una vida dolorida y desgraciada, que hace desgraciada la vida de los otros. Se apiada del niño y de los padres. No se lava las manos como Caifás, no pasa de largo ante el sufrimiento ajeno como el sacerdote y el escriba de la parábola evangélica: se inclina como buen samaritano ante el sufrimiento de aquella familia y, con riesgo de su prestigio y su seguridad, sabiéndose espiado por activistas pro-vida, libera al niño y a la familia el fardo insoportable de una vida inútil, frustrante y causante de sufrimiento.

Cuando los testigos de la defensa consumieron su turno, antes de que los de la acusación pudieran actuar, con la opinión pública manipulada psicológicamente por argumentos como los que acabo de señalar, el juicio tuvo un final aparentemente prematuro, pero calculado: un patólogo que había hecho la autopsia se presentó al juez, instado por el establishment profesional, y aportó unos detalles que se le habían pasado por alto (leves alteraciones histológicas en corazón y cerebro, y un cuadro incipiente de bronconeumonía, que a su juicio, indicaban que el niño no había muerto necesaria y exclusivamente a consecuencia del abandono y del tratamiento farmacológico, sino que había algunos signos de inflamación en los pulmones que había causas naturales que podían haber contribuido a la muerte del neonato. La acusación de asesinato quedaba anulada, y el juicio terminado. Veredicto de inocencia. Gritos de júbilo en la sala del juicio, alivio general.

El Fiscal General del Reino Unido dijo que el asunto estaba claro: no iba a aceptar en el futuro denuncias de los pro-vida contra padres y médicos que aplicaran la eutanasia neonatal a sus hijos malformados.

La resistencia social quedó vencida. Sólo la voz de la Jerarquía Católica, de los Judíos Ortodoxos, de algunos anglicanos (Malcolm Muggeridge, todavía no convertido al catolicismo) recordó que no es lícito matar. “La Iglesia católica enseña, sobre bases racionales y religiosas, que todo ser humano inocente tiene un derecho fundamental a la vida. Este derecho es totalmente independiente de los deseos de los otros, o del juicio de la sociedad. No importa que la persona inocente goce de pleno vigor o esté minusválida, que su vida acabe de empezar o esté cerca de su final. El deber de respetar la vida del inocente no puede ser dejado de lado o suspendido porque la gente no esté dispuesta a reconocerlo, o lo encuentre fastidioso, o considere que entra en competencia con otros derechos menos fundamentales. ... Este derecho, literalmente fundamental, a la vida no es asignado o conferido a los seres humanos por las leyes del país. Ninguna legislación humana, ninguna sentencia judicial legal podrá jamás justificar moralmente una acción que se propone destruir deliberadamente la vida de un individuo inocente”. Así decía la Declaración de los Obispos de Inglaterra y Gales, publicada en Londres en diciembre de 1981.

Pero los editoriales de Lancet, BMJ, y de las revistas de Pediatría se volcaron en elogios cálidos al Dr. Arthur y a los que le defendieron.

El otro episodio, un artículo de Peter Singer

En la revista Pediatrics, Peter Singer publicó un 1986, un Comentario en el que contraponía las nociones de Santidad de vida y Calidad de vida. De años atrás venía hablando de desantificar, de desacralizar, la vida humana. Desarrollaba en ese artículo, aplicándolas a la situación neonatal, las ideas que, años atrás, había incluido en el Capítulo “Argumento consecuencialista en favor de la eutanasia”, de su libro Practical Ethics. El artículo de Pediatrics levantó una tormenta de protestas que asustó a los editores de la revista, pero fueron también numerosas las cartas de aprobación a las ideas de Singer.

“Si estamos preparados para matar a un feto en una fase avanzada de la gestación cuando estimamos que tiene un riesgo de sufrir graves malformaciones; y puesto que la línea divisoria entre un feto desarrollado y un neonato no constituye una divisoria moral decisiva, es muy difícil sustentar racionalmente la conclusión de es peor matar a un neonato que se sabe que sufre esas malformaciones”. Recuperando una dialéctica anteriormente expresada por John Lachs (hay niños cuya sensibilidad e inteligencia son inferiores a las de una paloma o de un gorrión), Singer afirma que en cuanto a senciencia, capacidad de autodeterminación, hay niños deficientes que están por debajo de un cerdo o un perro, por lo que, conforme con su mentalidad antiespeciecista, derribada la frontera ética que distingue al hombre de las otras especies animales, la eutanasia del deficiente profundo se autojustifica en razón de la inferioridad intelectual-afectiva de sus potenciales víctimas, inferiores a la de animales que son sacrificados cuando están enfermos y sufren inútilmente.

Esta opinión puede parecernos extraña en su crueldad compasiva y en la crudeza con que arrasa valores largamente poseídos en nuestra cultura cristiana. Sin embargo, a muchos le parece aceptable. Es, en los círculos poscristanos de hoy, imposible argüir en contra del infanticidio neonatal una vez que se ha aceptado la licitud moral del aborto. El tema ha sido argumentado con enorme fuerza lógica por Michael Tooley en su libro Aborto e infanticidio. Y James Watson ha pedido que se conceda a los padres un plazo discrecional para aceptar o rechazar, mediante la eutanasia neonatal, a sus hijos.

A lo largo de los primeros años 70 se consolidaron las bases ideológicas en favor de la eutanasia neonatal. Hubo antecedentes remotos: John Fletcher había diseñado la vara de medir de la calidad de vida como norma absoluta con sus indicadores de humanidad, un procedimiento heurístico para clasificar las vidas humanas en un espectro de mayor o menos dignidad y calidad vital. Con esos indicadores de humanidad, los Humanhood indicators, se hace posible objetivar, de modo casi cuantitativo, el valor prospectivo o real de una vida. Se tasa la vida en frías cifras. La idea de inconmensurabilidad, de valor inestimable, único, irrepetible, de cada vida humana, fácil de trasponer a una lógica de santidad de vida y a una comprensión existencial del hombre, quienquiera que sea, queda sustituida para los tiempos modernos por una técnica de valoración cuantitativa, objetivable, en la que los componentes físicos, intelectuales y afectivos de cada vida real pueden ser tasados en escalas de calidad, que arrojan una suma total numérica. Entonces, e inevitablemente, las tablas de calidad señalan, para cada circunstancia histórica, para las cambiantes coyunturas económicas, una divisoria que separa las vidas aceptables de las vidas que no cumplen los requisitos de humanidad. Esas vidas carentes de valor son dispensables.

3. La inevitable continuidad entre aborto y eutanasia neonatal

Es inevitable la continuidad ética, psicológica y cultural entre aborto y eutanasia. Es decir, los defensores del aborto no pueden racionalmente oponerse a la eutanasia neonatal.

Y esa idea se comparte en círculos cultural e ideológicamente muy distantes. En un discurso a los participantes del XI Congreso Europeo de Medicina Perinatal, celebrado en Roma en abril de 1988, Juan Pablo II señalaba esa estrecha vinculación entre aborto y eutanasia neonatal. “El respeto a la vida naciente en todas sus fases en el seno de la madre es el anticipo del respeto que debe continuar también en la fase neonatal, en especial del que se debe a los inmaduros graves y a los neonatos malformados. Es la lógica de la muerte, ínsita en la legalización del aborto, la que empuja hoy en algunos lugares a pedir la legalización de la eutanasia neonatal y a aplicar esa práctica a los recién nacidos portadores de defectos o nacidos prematuramente, cuya existencia resulta, aunque posible, no libre de dificultades y riesgos. Se propone por algunos el derecho al hijo sano y se coloca la llamada calidad de vida como criterio decisivo que determina qué vidas son aceptadas, tanto antes como después de nacer.”

Creo que el Papa no exageraba

Hace unas semanas, los medios de comunicación se hicieron eco de un episodio acaecido en un hospital de Sevilla: un neonato de bajo peso fue declarado muerto y enviado a la cámara frigorífica del mortuorio del hospital. Su padre quiso verlo. Y con asombro descubrió que vivía. La Médica Residente se había equivocado al evaluarlo. Lo dio por muerto, cuando en realidad estaba vivo.

Se trata evidentemente de un error involuntario. Desconozco los factores que pueden haber influido en su producción, y lo que voy a decir hay que tomarlo como un simple ejercicio intelectual. ¿No habrá influido la cultura del aborto en el bajo aprecio por la vida neonatal, cuando ésta viene debilitada por la inmadurez o la enfermedad?

Decisiones sesgadas

Se han estudiado las causas de los engaños que pueden llevar al médico a no prestar atención a los neonatos, ligados a nociones demasiado exigentes de calidad de vida, al miedo de ser perseguidos judicialmente por haber salvado una vida errónea, y a una serie de mensajes falsos o mal interpretados que juegan, en muchos casos, un papel decisivo:

La frustración y el desaliento de ver que, muchas veces, los esfuerzos por sacar adelante un prematuro o un malformado fracasa. Hay servicios de neonatología en los que la desesperanza se vuelve endémica y en los que, en momentos de mucho trabajo y tensión, se toma demasiado a la ligera el acuerdo de suspender o no iniciar cuidados.

La apariencia del niño puede, en razón de que produce una impresión desagradable cuando está afeada por malformaciones faciales, malnutrición, ictericia, heridas de electrodos o hematomas por punción venosa, o cuando el llanto y la expresión se interpretan como signo de sufrimiento excesivo. Pero sabemos que muchas de esas cosas son transitorias, no dejan huella. Y es muy poco profesional dejarse llevar de sentimientos estéticos: la belleza o la fealdad no tienen que ver con las decisiones de suprimir o no aplicar tratamientos salvadores de la vida

A veces, el abandono de los padres, el que no vengan a visitar a sus hijos o no llamen preguntando por ellos, puede relajar la atención e incluso inducir al abandono.

Es fácil dejarse llevar de sesgos negativos a la hora de evaluar el pronóstico. Las predicciones acerca de los resultados inmediatos y, sobre todo, a largo plazo están sujetas a muchos factores subjetivos. Se ha demostrado que las indicaciones de suprimir tratamiento son mucho más fáciles de hacer a raíz de haber perdido un caso por el que se ha trabajado mucho (no tiene objeto -se dice-, acabamos de perder un caso igual). Incluso los datos objetivos -cifras de laboratorio, ecografías cerebrales. diámetro de los ventrículos- son interpretados de modo diferente en función de experiencias recientes.

La desesperanza, los sentimientos que niños o padres despiertan, el modo de percibir el sufrimiento, el nivel de deficiencia tolerable, el ver que el propio trabajo es estimado o no en dependencia de que los padres visiten o no a los niños, todo esto puede pesar en el aprecio de la vida del niño. Un corazón cansado o endurecido puede sentirse más inclinado a abandonar al niño en el no tratamiento. La necesidad de hacer más llevadera esa decisión acerca al médico peligrosamente a la eutanasia neonatal.

Caso visto en la Comisión Central de Deontología. Meconio en amnios. Condena. Oxígeno y sedación. Desesperación del padre: no se lucha por la vida del neonato. A otro centro: paladar hendido, lengua que obstruía ampliamente la vía respiratoria. Recuperación espectacular del bebé moribundo. La tragedia se había iniciado en una clínica privada que se autotitula Ginecológica-neonatológica, que ofrece todo el abanico de intervenciones (esterilización quirúrgica y FIVET, UCI neonatal y abortos). Además del cansancio y la indiferencia, ¿no habrá intervenido aquí el hecho desconcertante de que entre en el mismo paquete profesional la paradoja de salvar vidas y destruirlas?

Hay ya una convalidación profesional de la eutanasia neonatal. La Sociedad Holandesa de Pediatría. después de mucha discusión interna, hizo público en 1992 un documento ¿Hacer o no hacer?, preparado por un comité que se envió a todos los servicios de Pediatría y que se debería también poner al alcance de los padres. Ante el nacimiento de un niño con problemas graves, la primera obligación es hacer un diagnóstico correcto. Una vez establecido el diagnóstico, el médico ha de presentar el pronóstico a los padres, valorando las futuras capacidades de comunicación, la posibilidad de llevar una vida independiente, la existencia de sufrimiento mental o físico, y la duración de la expectativa de vida.

Con estos datos, la familia debe responder hasta dónde está dispuesta a llevar la carga de un hijo con graves problemas. Si, por ejemplo, el niño es prematuro y, a pesar de la ventilación artificial, tiene un daño cerebral difuso, médico y familia han de escoger si se continúa, se refuerza o se suspende la atención intensiva, o si se paran todos los cuidados. Los padres han de decidir lo que hacen, ciertamente con tiempo para pensar y consultar, y el médico hará lo que ellos determinen, si ello es compatible con sus convicciones profesionales y éticas, o pedirá a un colega que no tenga inconveniente en ejecutar los deseos de los padres que le sustituya en la atención al neonato. Suspender los cuidados supone la muerte del niño, pero eso no trae consecuencias legales: esa decisión se toma centenares de veces al año en Holanda. Pero cuando el niño puede sobrevivir sin ayuda médica y puede ser atendido en casa, en una cuna ordinaria, a pesar de sus malformaciones no corregidas o se sus extensas lesiones cerebrales, entonces los médicos holandeses que creen que la eutanasia de esos niños está justificada moralmente, pueden hacerlo: la opinión mayoritaria de los miembros de la Sociedad Holandesa de Pediatría está de su parte: la misericordia autoriza a dar muerte a quien padece una vida de agonía. Lógicamente, no todos están de acuerdo en ello: la Asociación respeta ambas conductas. Los padres tienen la palabra. Sería recomendable que, si se da muerte al neonato, el médico comunique el caso el caso a las autoridades, en la seguridad de que nunca serán perseguidos, aunque, concluye el documento, se necesita ser muy valiente para hacerlo.

¿Cuánto tiempo durará en Holanda la tolerancia a los médicos respetuosos de toda vida humana? El documento ¿Hacer o no hacer? confiere el poder de decidir a los padres. Y como ha ocurrido con el aborto, en pocos años quien respeta la vida comienza a ser considerado como un individuo insolidario que no colabora en las acciones que la ley autoriza.

Hace unas semanas apareció un artículo en JAMA acerca de si es compatible vivir sinceramente el compromiso de respetar la vida del Juramento hipocrático y la Declaración de Ginebra, de la Carta Universal de los Derechos Humanos y de los textos constitucionales, con la especialidad de la neonatología. La pesimista conclusión del artículo venía a decir que será muy difícil en el futuro hacer compatible el respeto a la vida con la exigencia social de eliminar las vidas carentes de calidad vital.

Hay ahí un desafío que hace enormemente atrayente la dedicación a la Ética médica. Una vez más hay que concluir que es ahí donde se librará una batalla sorda, encarnizada, esperemos que victoriosa, contra el reduccionismo utilitarista.

4. ¿Qué hacer?

Dar la vuelta. Hay que recuperar humanidad

Proclamar como un derecho humano fundamental el derecho a tener defectos, a vivir con defectos, a no ser perfecto, a la tolerancia para la minusvalía. Hace unos años hablé de ello en una reunión conjunta de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa y del Parlamento Europeo, patrocinada por la AMADE.

¿Es muy difícil? ¿Es que no hay humanidad en la aceptación de la malformación? Termino con un relato que creo que señala el camino para quienes han perdido, en la obsesión por la eficacia y la fuerza, que sólo desean hijos competitivos y superdotados. Coloca nuestro tema en la perspectiva de la civilización de la vida y del amor. Y revela, por contraste, que el aborto y la eutanasia neonatal son expresión genuina de la civilización del desarraigo y de la muerte.

Una mujer, médica psiquiatra escocesa, nos relata cómo es posible vivir, con sencillez humilde e infinita riqueza interior, el respeto a la vida deficiente. La historia no tiene ni un miligramo de sentimentalismo. Está contada con la objetividad que da el oficio de la Medicina.

Cuenta Karen Palmer, en una Personal View, titulada Peace and Pain, Paz y Pena, publicada en el B M J del 23 de julio pasado, su alegría al quedar embarazada poco antes de las Navidades de 1992. Nos habla de la alegría con que la noticia fue recibida por ella y su marido, también médico, y por los futuros y orgullosos abuelos; de las semanas llenas de expectativas y esperanza. Nos habla del gozo orgulloso de notar los primeros movimientos fetales a las 18 semanas; de los sustos de los días en que la criatura no daba señales de vida, y de la visita a la comadrona que confirma que el corazón del pequeño está allí latiendo con fuerza. Pero viene una preocupación: el vientre de Karen no se abulta en la medida de lo esperado. Aunque había acordado con su marido mantenerse lejos de los médicos durante el embarazo, acuden a un obstetra que practica una ecografía y les da la terrible noticia de que hay un oligoamnios y malformaciones múltiples, de modo que es muy probable que la gestación no pueda llegar a término.

Lógicamente, la noticia fue devastadora: Karen sintió por unos días la sensación de haber perdido a su hijo y lloró mucho por él, como si hubiera muerto. Nos dice: “La tabla de salvación a la que nos agarramos era esta: que aquella vida, minúscula y dañada, que se nos había dado, era preciosa y no la podíamos abandonar. En aquellos primeros días de zozobra, como si fuera consciente de la necesidad de recordarnos su importancia, el niño se movía dentro de mí mucho más de lo que lo había hecho antes. Llegamos a la conclusión de que no íbamos a hacer nada que no fuese para beneficio del niño. Así se lo dijimos al médico y lo comprendió.

Los meses que siguieron fueron muy duros. Fuimos aprendiendo a querer a ese hijo tan especial e inesperado. Y también a temer el momento en que se nos pudiera morir. Nos ayudaron mucho nuestros familiares, amigos y colegas. Nos dieron muchos ánimos, y la verdad es que los necesitábamos todos. Una ecografía en la semana 25 mostró que había muy poco tejido pulmonar, por lo que el pronóstico se ensombreció todavía más. Era tremendo sentirle lleno de vida y saber que nunca podría vivir fuera de mí. La gente me felicitaba cuando me veía por la calle o en el hospital, y me preguntaba cómo iban las cosas. Menos mal que, poco a poco, todos se fueron enterando de lo que estaba pasando.

Hubo dudas de cómo preparar el parto: si podría ser necesaria una cesárea, pues la presentación era de nalgas; si sería bueno monitorizar el parto o una intervención de urgencia en caso de que el cordón umbilical quedara comprimido. Mi cabeza daba vueltas. Unos momentos quería que todo terminara pronto, y otros deseaba que fuera posible llevarlo dentro de mí siempre, vivo y moviéndose. Pero una cosa estuvo siempre clara: no lo íbamos a abandonar.

El 3 de agosto el obstetra me hizo la cesárea. Sacó de mi vientre a Jennifer Grace -así la bautizamos- una niña sonrosada, preciosa, un poco pequeña, la verdad. La tuve en mis manos un momento, pero se la llevaron los pediatras. Mi marido y yo experimentamos una alegría real. Él se fue a Pediatría y allí presentó la niña a los abuelos como una ‘luchadora muy valiente’. La volví a ver cuando tenía tres horas y media de edad. Una ecografía confirmó que carecía de riñones y que no era posible que sobreviviera. Tenía también hipoplasia pulmonar, pero la ventilación asistida no le hubiera servido de nada. Durante los últimos cinco minutos de su vida la acunamos en nuestros brazos y le dijimos adiós. Mi madre me ayudó a vestirla y le hizo unas fotografías.

¿Por qué cuento esta historia? Simplemente para que se sepa lo que sucedió. Quizá esto sirva para que algunos piensen si el aborto o la eutanasia del recién nacido es lo mejor que se puede hacer por los padres de una criatura gravemente malformada y por la misma criatura.

Después de la muerte de Jennifer hemos pensado mucho sobre aquellos meses del embarazo. Fue un tiempo muy especial, precisamente porque ella estaba con nosotros. Ahora, podemos dar gracias por ella y llorarla como un miembro de nuestra familia al que quisimos mucho y al que hemos perdido.

Tuvimos un funeral para celebrar su corta vida y rendirle tributo por el inmenso bien que nos hizo. Podemos visitar su tumba y llevarle flores. Podemos hablar de ella. Y si tenemos otros hijos, podremos contarles cosas de su hermanita mayor. Podemos hacer todo eso. Y eso nos ayuda a mitigar el dolor de haberla perdido. Si la hubiéramos rechazado con el aborto o el abandono, todo eso nos estaría prohibido”.

Aquí termina el relato de Karen Palmer.

Y termina también mi intervención.

Muchas gracias.

 

 

Bibliografía

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