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Imagen moral de la cultura de la vida

Gonzalo Herranz.
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Conferencia en XIII Jornadas de Bioética. La cultura de la vida.
Pamplona, 26 y 27 de octubre de 2001.

Índice

Introducción

El humor sereno

La comprensión con los equivocados

El compromiso con la verdad

El sentido afirmativo

Notas

Introducción 

Voy a tratar, con la sospecha de que lo que voy a decir está en fase todavía muy inmadura, de un tema fuerte y ojalá que estimulante. Son muchas las cosas que podrían mejorar en lo que hemos dado en llamar la cultura de la vida y voy a referirme a algunas. Creo que pueden tener valor para un público muy amplio: para los que andamos por los andurriales académicos y para quienes militan en la calle.

De vez en cuando, uno lee que Platón sentenció que una vida sin examen no es una vida verdaderamente humana. Lo mismo le pasa a la cultura de la vida: si no examinamos las cosas que hacemos o que nos pasan, si no andamos bien despiertos, la cultura de la vida se nos mustiará entre las manos.

Para dar sentido y frescura a la cultura de la vida hay que examinarla y hay que examinarse. Son muchas las cosas que necesitan ser enfocadas con precisión en esa tarea de examen, pero hoy le toca el turno a lo que podríamos llamar su perfil moral.

De la cultura de la vida se habla mucho, pero me parece que se piensa poco, se piensa a fondo poco. “Cultura de la vida” es ciertamente una expresión muy sugerente y pegadiza, que corre el peligro de caer en la trivialidad, en eslogan vacío, y que, precisamente por ello, necesita ser enriquecida y mejor definida en su contenido. Nos conviene a todos traer ideas y refinarlas, para ir determinando entre todos qué es la cultura de la vida.

Nos toca hoy pensar sobre su imagen moral. Es un tema bastante básico este de tratar de poner en claro el genio ético, la fisonomía moral, el carácter y el temple de la cultura de la vida. La cultura de la vida se vive muchas veces o casi exclusivamente como activismo: las acciones a favor de la vida humana son esenciales. Es fácil, entonces, extraviarse en cuestiones de medios, tácticas y prioridades. Pero de vez en cuando conviene pararse a pensar, para no perder de vista su fin y su misión. Conviene, por un momento, apartarse de la vorágine y echar un paso atrás, como hace el pintor ante su cuadro, para ver el conjunto y detectar defectos, corregir trazos, afinar matices y completar vacíos.

Parar para rectificar el rumbo es más fácil de decir que de hacer. Porque no es asunto sencillo, sé que no podré presentarlo adecuadamente. No estoy muy seguro de que haber acertado en los puntos que voy a tocar y en el modo de analizarlos. Pero la cosa está en el programa y he de decir algo.

Imagen moral de la cultura de la vida

Para empezar y ponernos en contexto, voy a proyectar una lámina. Podría, en este momento, pedir a cada uno que exprese su reacción: se trata de uno de esos chistes de mala pata, que en vez de divertirnos, nos llenan de pena y preocupaciones. La revista Nature del pasado día 4 de octubre, publicó en su sección de noticias una titulada: El Vaticano aprueba el uso de trasplantes de animales 'para beneficio de los humanos'. La cosa, que ocupaba una columna, constaba de dos partes. La primera, informativa, decía que la decisión de la Academia Pontificia de considerar el xenotrasplante como una intervención a la que no pueden oponerse objeciones éticas fundamentales era, en cierto modo, una sorpresa y que, sin duda, tendría el efecto de estimular en todo el mundo la investigación sobre los trasplantes de animal a hombre. Destacaba el corresponsal de Nature algunos puntos, que, si no hacían plena justicia al documento de la Academia, tampoco ocultaban sus valores y conclusiones: todo dicho con brevedad. Pero la segunda parte de la columna de Nature era otra cosa muy distinta. La noticia iba acompañada del chiste proyectado. Da la impresión de que tanto el dibujante Birch como los editores de Nature, no pudiendo manifestar su desacuerdo con el contenido del documento vaticano, intachable aún para el cientifista más radical, quisieron aprovechar la ocasión para herir la sensibilidad de los católicos y mofarse de la de la Academia Pontificia para la Vida.

¿Por qué este dibujo puede servirnos para ponernos en contexto? Me parece que es un chiste simbólico, que revela algunas cosas importantes. Revela, en primer lugar, que el cientifismo fuerte de los editores de las revistas científicas de primera línea no sólo es fuerte y dogmático: es también excluyente. El dibujo no muestra simplemente que los católicos no estamos muy bien vistos, y que a algunos les divierte darnos golpes donde nos duele más para que nos sintamos discriminados, para que reaccionemos con rabia y odio. El chiste es, por encima de un puyazo, una invitación a que abandonemos el campo de la ciencia y dejemos de poner pegas a los avances de la investigación. Es expresión el chiste del lenguaje disuasivo, excluyente, que se emplea tan a menudo desde el campo de la cultura de la muerte. Quieren irritarnos y quieren que nos quedemos en casa y les dejemos la calle.

Pero nuestra reacción no puede ser de silencio o retirada. La cultura de la vida ha de tener un perfil moral más alto. Tenemos que hablar y que estar presentes en el debate y recurrir a la inteligencia, la justicia, la civilidad.

Por mal que vayan las cosas, siempre nos cabe el recurso de replicar con una carta al editor; mejor todavía, si verdaderamente somos una cultura viva, con muchas y muy diversas cartas al editor enviadas desde los cuatro vientos. Sé que no es fácil escribir una carta serena mientras a uno le escuece la piel, mientras le duele el palo, pues es fácil entonces practicar la ley del talión, caer en la agresividad, devolver el golpe recibido con otro más contundente, si fuera posible. Pero eso no lleva más que a breves e inútiles chispazos de violencia. “Violencia nunca. No la comprendo, no me parece apta ni para convencer ni para vencer”, son palabras del Beato Josemaría. Hay una forma más digna de reaccionar, más humana y más cristiana, que es lamentar el error ajeno con verdadera pena y compasión, no con desprecio o insulto, y responder con razones: no sólo las que articulan nuestras convicciones, sino las que pueden hacer pensar a los que nos han atacado. Eso exige un esfuerzo, más o menos grande, de caridad, de inteligencia, de estudio, de esforzarse por sentir compasión, no odio, por los que están equivocados y nos hacen objeto de sus bromas tontas.

[No quiero ponerme de ejemplo y ya he empezado a ver defectos en la carta que envié a Nature. Pero esto es lo que les escribí: “Señor - El chiste de Birch añadido a la noticia sobre el Informe sobre xenotrasplante de la Academia Pontificia para la Vida (Nature 413:445;2001) era innecesario y carente de gusto. Era ajeno al contenido de la noticia y no le añadía nada de valor. Además, ha herido los sentimientos de muchos de sus lectores.

A mi modo de ver, el buen humor juega un papel importante, aunque muy descuidado, en la comunicación científica, necesitada con frecuencia del efecto estimulante de una chispa de alegría de vivir. Es buena una cantidad justa de ironía, pero un exceso de ácido quema la piel. Por favor, siga incluyendo chistes en las páginas de Nature, pero exija para ellos el mismo grado de calidad y decoro que requiere para las otras partes de la revista. Pienso que los chistes pueden saltarse el proceso de revisión por árbitros, pero necesitan una consideración cuidadosa antes de enviarlos a la imprenta.

De paso, quiero decirle que la Academia Pontificia para la Vida es una institución respetable, en la que, soy de ello testigo, se profesa un respeto profundo y sincero por la ciencia.”].

No sé si mi carta va a ser o no publicada. A mí me ha servido para templar mi irritación, decir lo esencial de mi disgusto y presentarme ante el editor de Nature con un talante amistoso. No oculto nuestras diferencias de opinión, salgo en defensa de la buena fama de la Academia Pontificia, muestro que me gusta el buen humor, y opino sobre su función en la comunicación biomédica. El editor de Nature, que, a pesar de sus prejuicios, estoy seguro de que es un profesional competente, se verá en el brete de hacer prevalecer su profesionalidad o sus prejuicios. Si fuéramos muchos los que le hubiéramos escrito con firmeza y buen tono, no podría evitar pensar que quienes están en el campo de la cultura de la vida son ciudadanos corrientes, numerosos y razonables, que tienen sincero aprecio por la ciencia, pero que no se quedan con la boca cerrada cuando se les ataca gratuitamente. No publicará la carta, pero es seguro que, en el futuro, procederá con un poco más de cautela. Y eso es importante.

Recibir desprecios y desplantes cuando se está en el bando de la vida no puede llevarnos a sentirnos marginados primero y excluidos después, y terminar convertidos en gente resentida y amargada. Eso sería muy malo, pues nos pondría en riesgo de volvernos irracionales y violentos, tanto como individuos, como colectividad. Si eso ocurriera, la cultura de la vida estaría perdida.

Es necesario, por eso, trabajar en construir el perfil moral básico de la cultura de la vida, en definir bien su imagen moral. Tal perfil e imagen han de conjugar la unidad en lo que constituye el núcleo fundamental del respeto a la vida de todos los seres humanos, con la infinita variedad de modos de ser, de tradiciones y contextos del ancho mundo. 

Basta ya de introducción y pasemos al grano.

Lo que sigue es un estudio preliminar, un esbozo de un asunto muy amplio. Espero que, en el intercambio de ideas de después, pueda quedar enriquecido con vuestras observaciones y críticas. Aparte de preliminar, es parcial, pues voy a tratar de sólo unos pocos aspectos de los muchos que componen la imagen moral de la cultura de la vida. Voy a tratar de estos cuatro rasgos del perfil moral de la cultura de la vida: el humor sereno, la comprensión con los equivocados, el compromiso con la verdad, el sentido afirmativo.

El humor sereno 

La cultura de la vida no puede construirse con resentimiento o tristeza. En Evangelium vitae, que ha de ser como un manual al que se ha de volver continuamente para refrescar ideas y cobrar ánimos, el Papa nos dice que la alegría por la vida es un elemento esencial de la cultura de la vida. Hay modos meramente humanos de fundamentar el gozo sereno por la vida del hombre: para unos, ese gozo viene de la idea de respeto y admiración por la naturaleza; para otros, de la actitud de veneración por la vida; para otros más, del reconocimiento de la dignidad especial del humano; para otros, finalmente, en la pertenencia a la especie Homo sapiens.

La alegría por la vida humana de la que nos habla el Papa en los puntos 83 a 86 de la Encíclica, se encuentra en otro nivel. Viene a decirnos el Papa que sin alegría, sin el gozo del Espíritu Santo, en el alma, ni es posible construir la nueva cultura de la vida, ni puede arraigar en nosotros la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo para la vida. Para promover el necesario y profundo cambio cultural al que nos invita el Papa, es necesario presentarse ante los hombres con alegría sosegada, con semblante sonriente, con serenidad en lo que decimos, hacemos y escribimos.

Merece la pena que nos detengamos un momento a ver lo que la Carta encíclica nos dice sobre esa alegría inherente a la cultura de la vida. Nos recuerda en su primera página que, en la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como noticia gozosa: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11). Nos indica así el Papa que la alegría, y en concreto la alegría mesiánica, constituye el fundamento y el colmo de gozo por cada niño que nace. La alegría está en la entraña de la nueva cultura de la vida1El Papa nos presenta, más adelante, la escena de la Visitación de María a Isabel como un estallido de gozo por la vida, en el que se celebra y se figura tanto la fecundidad y la espera ilusionada de una nueva vida, como el valor de la persona humana desde la concepción2.

Al comienzo del Capítulo IV de la Carta, el Papa nos dice que las tareas de anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida, son inseparables y que cada uno ha de cumplirlas según su propio carisma y ministerio, juntando así unidad y diversidad, fidelidad y espontaneidad3Concluye el Papa afirmando que esa alegría por la vida ha de llenar toda la existencia, y que hemos de sembrarla por el ancho mundo, en el campo sin lindes de la existencia entera4.

En los puntos 83 a 86 de la Encíclica, que tratan por extenso de esta dimensión gozosa del Evangelio, de la nueva cultura de la vida, Juan Pablo II nos ofrece un conjunto de ideas, amables y fuertes, que, si las asimiláramos a fondo, podrían dar a nuestro diálogo con los hombres mucha frescura y capacidad de superar prejuicios y dificultades. Nos dice:

- Que hemos de tener por la vida una actitud de asombro alegre. Basado en unas palabras del Salmo 139/138 -“Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy”-, el Papa, con aguda intuición psicológica, nos recuerda que estamos en el mundo como “pueblo para la vida” para el anuncio del gozo por la vida.

- Que esta actitud no es mera alegría de vivir, sino resultado de cultivar en nosotros, y de fomentar en los demás, una mirada contemplativa, que nos lleva a considerar que cada hombre ha sido creado por el Dios de la vida como un prodigio, un milagro. Hay que ver la vida humana con profundidad para asombrarnos sin tregua de su gratuidad y su belleza, de la promesa de libertad y responsabilidad que en cada vida se incluye.

- Que esa penetrante mirada contemplativa, respetuosa pero no posesiva, nos revelará en cada hombre viviente la imagen viviente del Creador; nos hará ver por transparencia la intangible dignidad de cada ser humano tantas veces opacificada por la enfermedad, el sufrimiento o la precariedad que antecede a la muerte.

Que esa mirada contemplativa encuentra sentido a toda vida humana, pues descubre en el rostro de todo hombre una llamada al mutuo respeto, al diálogo y a la solidaridad, a la religiosa admiración por cada ser humano, llamado a participar, en Cristo, de la vida de la gracia y de una comunión sin fin con Dios Creador y Padre5.

- Que  el cimiento de la cultura de la vida está en asentar en nuestra conciencia la idea alegre, clara y profunda de la dignidad de todo ser humano, de todos los seres humanos. Y esa dignidad, tantas veces ocultada por la enfermedad y oscurecida por la ignorancia, ha de ser, sin embargo, siempre celebrada porque en ella nunca falta un chispazo de la gloria de Dios. Citando a Pablo VI, el Papa nos dice que incluso el contraste misterioso que forman vida y muerte es una ocasión de alegría: “Esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria”, pues, añade Juan Pablo II, “en cada niño que nace y en cada hombre que vive y muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo e icono de Jesucristo”6.

Estas ideas y otras más que se contienen en los puntos 83 a 86 de la Encíclica deberían ser lectura frecuente para los que laboran en la construcción de la nueva cultura de la vida. Más aún, deberían ser ofrecidas con esperanza a los que militan en las filas de la cultura de la muerte, a fin de que nos conocieran y pudieran así comprender cual es el núcleo fuerte de nuestro amor a la vida humana.

Es muy importante que demos con la clave tonal afectiva justa que han de tener nuestras palabras y nuestro humor en favor de la vida. En Veritatis splendor, muy al principio, el Papa habla del esfuerzo de hallar “expresiones siempre nuevas y originales de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena voluntad” y recuerda que la Iglesia es experta en humanidad, una Madre y Maestra que se pone al servicio de cada hombre, de todos los hombres7.

El activismo en favor de la vida ha de estar informado de alegría. Se nos dice en la Encíclica que el Evangelio de la vida es para la Iglesia no sólo una proclamación alegre, sino en sí mismo fuente de gozo8. La cultura de la vida no es una convicción política, o una escuela de ciencia demográfica, o modo sociológico de evaluar las relaciones comunitarias y familiares. En el fondo, el motor que ha de movernos a defender la vida con alegría es la gratitud que sentimos por el gozo de estar vivos, por la incomparable dignidad del hombre viviente: Gloria Dei vivens homo, dice el lema de la Academia, tomado de San Ireneo de Lyon. Esa es una importante y eficaz razón para hacer partícipes de nuestro mensaje a quienes nos rodean.

Muchas veces, al leer publicaciones de movimientos pro-vida, se echa de menos el espíritu alentador, alegre, celebrativo, que debe ser atributo de toda acción a favor de la vida, de todo gesto y actitud pro-vida. Hay en esas publicaciones demasiada política de partido, excesivas referencias personales a los fautores del mal, sobrado localismo, condenas e insultos, toques de maniqueísmo. No son muy inspiradoras muchas de esas publicaciones, porque les falta generosidad y alegría, fuerza intelectual y capacidad de debate.

En la batalla por la vida, esa generosidad y esa alegría nos son necesarias. Y también un poco de visión amplia: hay que sentir también alegría por las muchas maravillas que se obran cada día, en forma de conversión y arrepentimiento, de vidas salvadas, de mensajes que parecen perdidos, pero que más tarde resonarán con fuerza. La nueva cultura de la vida ha de ser como la casa del Padre del hijo pródigo, donde, a cada momento, la pena por la pérdida se cambia en fiesta por el regreso.

La comprensión con los equivocados 

Cuando el Papa habla de la cultura de la vida, no nos oculta que, en buena medida, es algo que tiene su razón de ser en su enfrentamiento a la cultura de la muerte. La cultura de la vida ha tenido que crecer para oponerse a la cultura de la muerte. Como todos sabemos, lo que hoy llamamos cultura de la vida pasó de ser algo pacíficamente recibido, parte implícita del trasfondo cultural heredado, a ser algo activo, explícito, problemático, que está en guerra contra la cultura de la muerte. El Papa habla de que estamos implicados en un “enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida»”9.

(Dicho entre paréntesis. Cuando el Papa se refiere en la Encíclica a esta confrontación belicosa escribe de modo característico las expresiones «cultura de la muerte» y «cultura de la vida» con comillas10. Por contraste, cuando habla de la cultura de la vida como una realidad afirmativa y dinámica, autosuficiente y verdadera, que existe por sí misma y se tiene de pie, que no necesita ser entendida como reacción contra las agresiones a la vida humana, el Papa suele referirse a “la nueva cultura de la vida, que es en sí misma creativa y original, parte fundamental de una civilización de amor y de verdad”11.)

Vivir en guerra no es fácil. Se corre el riesgo, cuando se combate, de caer los que luchan, los de uno y otro bando, en el simplismo de no ver otra cosa que la idea que uno propugna. Se puede caer entonces en el pensamiento monodimensional. Este riesgo es particularmente peligroso en quienes respetan el valor sagrado de la vida humana.

No conviene olvidar que profesar que el hombre, el ser humano vivo, que todos los seres humanos vivos son igualmente valiosos en sí mismos y poseen una dignidad que es idéntica en todos, es a la vez una profesión de fe y una conclusión de razón. Esto es de una importancia decisiva. La auténtica tradición religiosa, al tiempo que reconoce que la razón humana puede ser maravillosa y eficazmente iluminada por la Verdad revelada, subraya igualmente que dentro de la fe hay un lugar para la razón. Por tanto, presentar la dignidad y sacralidad de la vida humana como mero dato religioso sería caer en el fideísmo, que es una forma de pensamiento unidimensional, de fundamentalismo religioso.

De la misma manera, concluir que la afirmación de que toda vida humana es valiosa en sí misma y está ingénitamente investida de dignidad es una afirmación meramente religiosa, irracional e indemostrable, o que los postulados de la religión dividen traumáticamente a la gente y que hacen imposible el debate racional porque inducen al error, es caer en el reduccionismo secularista. Esta es una forma de pensamiento igualmente unidimensional, que admite muchas variantes, que van del neutralismo, al relativismo ético o al determinismo sociobiológico.

La fe queda falsificada si toma la forma de un prejuicio apasionado. Si la fe, separada de la caridad, nos cerrara al diálogo con los que están fuera de ella o contra ella, o con quienes la han deformado, no sería una fe auténtica: sería fanatismo. Más aún, una fe que renuncie al debate racional y se escuda en el automatismo de repetir eslóganes, estereotipos o frases acuñadas sería una fe informe e inmadura.

De la misma manera, hay que concluir que el secularismo radical y sin matices, del que muchos hacen gala como ortodoxia única, es algo que el tiempo ha desacreditado como un dogmatismo vacío. En este siglo XXI, nadie dotado de sentido crítico cree ya en el mito ilustrado del progreso indefinido. Hemos visto y estamos viendo demasiados fracasos de la ciencia, demasiadas situaciones de abuso tecnológico, de dominio de los fuertes sobre los débiles con la colaboración de los científicos, tantos que ya no se encuentran, entre las gentes dotadas de sensatez moral, quienes  crean en el cientifismo como mensaje de salvación para el hombre, en la redención última por la ciencia.

En la confrontación de las culturas de la vida y de la muerte, los defensores de la vida no pueden olvidar que la fe ha de ir acompañada siempre de la caridad, de la comprensión. Los cultores de la muerte no pueden ser tenidos como “perros infieles” a los que hay que destruir, o como herejes vitandos de los que hay que apartarse y a los que hay que dejar que se pudran en el error. No cabe duda que sus acciones y sus argumentos suelen estar en parte equivocados, incluso a veces lo están radicalmente. Pero no podemos condenar esas acciones sin examinarlas de cerca, ni despachar esos juicios sin refutarlos y sin someterlos a crítica constructiva y atenta. Esa actitud es equivalente a la que es tan frecuente en el campo de la cultura de la muerte, y que es tan dolorosa es, de despreciar sin conocer, de burlarse de todo lo que venga de la religión, de excluir como irrelevante y falsa toda alusión a la trascendencia, en especial si eso viene del Papa. El chiste de Nature revela lo molestos que pueden llegar a sentirse en nuestra compañía: no desean que estemos de acuerdo con ellos, les molesta que coincidamos en algo.

Pero no podemos ajustar a su ética nuestra conducta. Si hemos de intentar ir más allá que ellos, al menos para cumplir el mandato de la caridad y ser así buenos hijos de nuestro Padre Celestial que hace salir el sol y llover sobre justos y pecadores, habrá que tratar de comprenderlos y disculparlos.

“Aunque sus errores sean culpables y su perseverancia en el mal sea consciente, -decía el Beato Josemaría- hay en el fondo de esas almas desgraciadas una ignorancia profunda que sólo Dios podrá medir [...] Siempre, guardando el orden de la caridad, debemos acoger con especial comprensión a los que están en el error”. Porque sólo comprendiéndolos, podremos tener trato con ellos y buscar su amistad. Sabremos entonces hacerles ver que, desde un punto de vista meramente intelectual y formal, no somos muy distintos de ellos, ni ellos de nosotros. Les mostraremos que la fe y la razón son buenas compañeras; que la verdad -la científica y la religiosa- es una, porque viene de Dios; que la religión es aceptada como fuente última de moralidad por mucha gente razonable, por muchos científicos; y que precisamente la fe les ayuda a definir el tipo de persona que quieren ser, aunque no siempre lo consigan.

Y les podremos decir también, por lo que nos concierne esta tarde, que la fe nos impele a dar al discurso ético una dimensión muy importante e iluminadora, que no sólo nos cura de la superficialidad, sino que nos “complica la vida”, pues nos impide eliminar fragmentos importantes de la realidad, como ellos hacen echando mano de sus diferentes reduccionismos. Han de reconocer, si superan sus prejuicios excluyentes, que la convicción religiosa sincera, el compromiso cultural con la vida humana, cura a la ética de la vida de la enfermedad del simplismo.

Es decir, hemos de decirles que, en el fondo, nos parecemos en algo fundamental. Como ha argüido Pellegrino, los que confían en la sola razón y no conceden ni el más mínimo crédito a la fe religiosa, son también ellos creyentes. Si tienen un mínimo de finura intelectual y reconocen el abc de la ciencia, han de aceptar que creen, como nosotros, en el misterio. El no creyente no es, por el hecho de serlo, más racional que el que cree. La diferencia radica en el contexto del acto primero de fe. “Mientras que la persona religiosa cree en una fuente externa de la fe, el no-creyente (en el fondo es ese un nombre equivocado, porque es un creyente a su manera) hace un acto fuerte de fe en su propia inteligencia, en los postulados fundamentales de su ciencia. Rechaza creer en aquello que no le convence tal como lo juzga mediante los criterios de comprobación ordinarios. Pero ese es justamente un acto de fe, semejante en cierto modo al que sigue el creyente en Dios, cuya fe es puesta, no en el propio juicio, sino en la Verdad trascendental”.

Esa estancia común puede usarse para el diálogo, porque obliga a aceptar, en principio, que fe y racionalidad están en ambos lados. Como mostró Maritain, toda argumentación al alcance de la razón ha de iniciarse forzosamente en ciertos presupuestos prelógicos acerca del mundo: se originan en un acto de fe, en una creencia inicial, irreductible. Unos creemos en Dios, otros creen en la razón, otros en la humanidad, otros sólo en el dinero. Las diferencias que nos separan no están propiamente en el acto de creer, en el acto de afirmar o negar una opción básica sobre el bien y el mal, sino en el fulcro que se elige para apoyar la palanca de la razón. Que ellos también creen puede verse en su fe firme en las convicciones cientifistas básicas, que pueden llevarles, si no las abren al escrutinio de los que piensan de modo diferente, a actitudes tan fundamentalistas, en su testarudez intelectual y en su menosprecio de los críticos y disidentes. En eso no difieren mucho de los fanáticos de ciertas religiones.

En la cultura de la vida, hay que asignar un lugar importante a la comprensión y la disculpa. Hacen mucho daño a la cultura de la vida las actitudes faltas de caridad, que en lugar de refutar errores, condenan y desprecian a las personas. Sólo Dios juzga: no sabemos cuán fuertes hayan podido ser las circunstancias personales y ambientales (la ignorancia, la historia familiar, la educación sectaria, los ejemplos y los contraejemplos) que han llevado a algunos a alinearse en las filas de la cultura de la muerte. Sin duda, hay activistas de la cultura de la muerte que han sido absorbidos en ella a causa de su ignorancia invencible, su exceso de sensibilidad, su compasión descontrolada, o el sentido duramente utilitarista o hedonista de la existencia, circunstancias de las que gracias a Dios nosotros hemos sido librados.

El Papa nos da ejemplo de este modo compasivo de enfrentarse al mal. Hay en Evangelium vitae un momento de enorme vibración ética: es aquel en el que el Papa llama a la conversión al Evangelio, a la nueva cultura de la vida, a las mujeres que han recurrido al aborto. Conviene recordar, para percibir el relieve ético del ruego del Papa, que el aborto es incompatible con la comunión eclesial: según la norma vigente, quien aborta deliberadamente se excluye de la Iglesia. Pero el Papa, no obstante, las llama y les ofrece el perdón y la vuelta a casa. Dice de esas mujeres: “La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en su decisión y no duda que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa, incluso dramática. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no cabe ceder al desaliento ni abandonar la esperanza. Hay que comprender lúcidamente lo ocurrido e interpretarlo en su verdad. Pero cabe todavía la gran esperanza del arrepentimiento, del perdón del Padre de toda misericordia”.

No cabe disección más fina ni más elocuente del drama humano del aborto, en cuanto error moral, y de su rectificación, en la que se yuxtaponen la comprensión generosa por el pecador y la condena neta de lo perverso de su acción; la disculpa y la llamada junto a la afirmación de cuán injusto fue lo que hicieron.

Se ha de construir la cultura de la vida en ese contexto humano de comprensión para las personas y de condena de los errores. Pero, lo mismo que está empezando a ocurrir en algunos sectores de la Medicina, hemos de cambiar de actitud frente a los equivocados y a los errores que cometen. Ni ocultar los errores ni tolerarlos conduce a solucionarlos ni a evitar su repetición. El error se combate mediante su confesión sincera, el estudio de sus causas y condicionamientos, la puesta en práctica de los medios para prevenir el acostumbramiento y la reincidencia. Es necesario crear un ambiente social en que se reconozca el valor ético de confesar el error y dolerse de él. Habría que educar a todos, desde la niñez, en la verdad del arrepentimiento, uno de los actos humanos de dignidad más elevada, que Juan Pablo II caracteriza como una síntesis de la fragilidad del hombre con el amor misericordioso de Dios12.

La cultura de la vida no se puede construir en la enemistad o el desprecio por los equivocados. No puede valerse de insultos, desplantes o libelos. Exige comprender, disculpar y perdonar, para atraer a los que han caído en el error, por corrompida que esté su mente, por fanática que sea su voluntad, para abrirles el camino de la vuelta a la casa del Padre. Sería estupendo dar a las actividades pro-vida este rasgo generoso, comprensivo, que sabe distinguir entre el error y el equivocado.

El compromiso con la verdad 

Una búsqueda sistemática, en el texto de Evangelium vitae, de la palabra “verdad” y de los términos emparentados con ella, nos muestra de modo palmario que el Santo Padre da a la verdad la categoría de elemento esencial de la teoría y la práctica de la cultura de la vida.

Nos habla del valor capital de la verdad en la difusión del Evangelio de la vida, pues sólo en un profundo compromiso con la verdad puede el hombre descubrir y difundir el respeto por la humanidad de todo ser humano. Nos dice el Papa, entre otras cosas, estas que son muy fuertes, que nos hemos de repetir a nosotros mismos y a nuestros amigos: que la apertura sincera a la verdad es condición para que al hombre se le revele el valor sagrado de la vida humana13que toda relación social auténtica debe fundamentarse sobre la verdad14que ahora es más necesario que nunca mirar de frente a la verdad y llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a la tentación del autoengaño15que en la historia se han cometido crímenes en nombre de la verdad16que la cultura nueva de la vida es fruto de la cultura de la verdad y del amor17que el trabajo de los constructores de la cultura de la vida ha de expresar la verdad plena sobre el hombre y sobre la vida18que en los medios de comunicación social debe ejercerse una escrupulosa fidelidad a la verdad19.

Y, por contraste, los mensajes de algunos de los que militan en el campo de la cultura de la vida parecen contaminados de diferentes formas de faltas a la verdad: no quiero decir que los autores de esas publicaciones usen deliberadamente de la mentira o el engaño. Me refiero a que algunos han sucumbido a la tentación de la eficiencia estratégica, a que el buen fin autoriza a usar cualquier dato que se tenga a mano. Algunos no tienen escrúpulos en exagerar la verdad o en deformarla, con la pretensión de hacerla más dura y más convincente. O la torturan para hacerle revelar aspectos que no están contenidos en ella; o la revelan en parte y, a la vez, en parte la ocultan, para eludir la inevitable complejidad que la realidad presenta no pocas veces.

En otras ocasiones, por la urgencia de la situación o por falta de veneración por la verdad, se difunden escritos inmaduros, fruto de la improvisación, creados en la irritación o en la represalia, que dañan a la causa de la cultura de la vida y provocan, a veces, el regocijo de los que la combaten. No sólo pueden faltar entonces a la verdad y a la caridad, sino también a la prudencia por no haber pedido consejo a quien pudiera darlo. Nunca, en la construcción de la cultura de la vida, se debería saltar el trámite de solicitar una crítica constructiva de quien puede ver el problema con más serenidad y mayor ciencia.

Las publicaciones escritas o las manifestaciones verbales de los seguidores de la cultura de la vida habrían de atenerse, en lo que les sea de aplicación, a las normas de calidad que rigen en el mundo de la comunicación científica y cultural. Esas normas que inicialmente se referían de modo casi exclusivo a cuestiones de estilo y etiqueta, han ido incorporando, con el paso de los años y con intensidad creciente, ciertos requisitos éticos20. Algunos de esos requisitos son importantes en nuestro contexto, pues traducen una actitud ética de honestidad intelectual y de integridad informativa, requisitos que inmunizan contra el riesgo siempre presente de hacer de la ética un uso según conveniencia. En la guerra a favor de la cultura de la vida no vale el principio perverso del “todo vale”.

La ética común de la publicación21 nos impone ciertos deberes, entre los que se pueden señalar los siguientes:

- el deber de comprobar la veracidad, exactitud y puesta al día de los datos que usamos en nuestras argumentaciones, gracias a una búsqueda diligente y a una selección crítica de fuentes de información fidedignas, y a indicar explícitamente tales fuentes;

- el deber de rechazar toda tentación de fabricar datos, falsificar testimonios, u omitir información significativa;

- el deber de expresar con racionalidad, mesura y prudencia las conclusiones de nuestro discurso, para no dar como real lo que sólo es deseable, para no señalar como cierto lo dudoso, para no dar por comprobado lo simplemente hipotético;

- el deber de asumir personalmente la responsabilidad moral de cuanto comunicamos y difundimos en el contexto de la cultura de la vida, en la cual no hay cabida para el libelo anónimo;

- el deber de pedir consejo a quien pueda darlo con competencia y generosidad. Del mismo modo que la revisión por árbitros ha supuesto un salto de calidad en la publicación científica, pedir consejo antes de publicar es, en el contexto de la cultura de la vida, la mejor garantía contra la precipitación y el subjetivismo. Pedir y dar consejo es un gran tesoro humano y cristiano, que salva del peligro, a veces demasiado próximo, de dejarse uno llevar de sus ideas fuertes u obsesivas, especialmente cuando son erróneas o inoportunas;

- el deber de adquirir y practicar una actitud recta acerca de la autoría intelectual, que nos obliga a no apropiarnos de méritos ajenos, mediante el plagio o la imitación, sino a conceder, por justicia, el crédito de originalidad a los creadores de ideas nuevas.

Algunos de estos errores éticos en el campo de los promotores de la cultura de la vida han sido denunciados recientemente, con mucha firmeza y ejemplos tomados de la vida real, por Roberge22Su artículo es digno de ser leído, pues no sólo fustiga las deficiencias científicas y éticas, deficiencias de aficionados, que se encuentran ocasionalmente en la bibliografía pro-vida, sino que señala algunos defectos que contribuyen a mantener en un estado rudimentario la obtención de datos científicos bien contrastados y a prescindir sistemáticamente de la evaluación experta, cosas ambas tan necesarias hoy para una acción vigorosa a favor de la cultura de la vida.23

La de la vida es una cultura de verdad y amor. Es decir, sólo en la honradez intelectual, en la búsqueda de la verdad, en el esfuerzo por amar y perdonar, encontrarán los movimientos a favor de la vida su lugar intelectual y ético. El diálogo con los que militan en la cultura de la muerte, lo digo remedando un consejo que oí al Beato Josemaría, ha de consistir muchas veces en estudiar y hacer estudiar. La búsqueda sincera de la verdad es la gran esperanza de entendimiento entre las dos culturas, pues Dios no negará sus luces a quienes con empeño, sencillez e inteligencia tratan de entender el valor de la vida humana.

El sentido afirmativo 

De lo que acabo de decir no puede deducirse que el encuentro con la cultura de la muerte sea cosa hacedera. El Papa no exagera cuando nos dice que estamos implicados en un choque enorme y dramático entre el bien y el mal. Estamos en una guerra que va a prolongarse años y años. Se nos puede aplicar literalmente cierto lo que se lee en la Biblia: que la vida del hombre en la tierra es milicia. Nos toca cooperar vitaliciamente, ser trabajadores incansables, cada uno con su propio carisma y vocación, en un trabajo absorbente y casi interminable. Esto significa que, por el resto de nuestras vidas, habrá de dedicar cada uno tiempo y esfuerzo a esa tarea tan dura como prometedora.

[Me voy a permitir un pequeño inciso. Un gran médico, quizás el más grande que ha dado a la historia el mundo anglosajón, William Osler, estaba muy preocupado por la formación y el carácter humano, de sus estudiantes. Les decía Osler que, ya que no tenían tiempo para adquirir la cultura de un erudito, trataran de alcanzar al menos la de un caballero, para lo que les recomendaba que pusieran empeño en reservar unos minutos para “comulgar cada día con los grandes de la humanidad”, para leer la Biblia, Cervantes, Shakespeare, Platón y otros más. Les pedía que organizaran una biblioteca hecha de 10 títulos, mínima de tamaño, pero densa de humanidad. El inciso viene a propósito de la Evangelium vitae. Hemos de releerla de vez en cuando. No podemos sentir hastío por ella ni arrumbarla como cosa sabida o ya pasada. Toda la energía moral del Papa está ahí contenida, represada, para ayudarnos en nuestras horas bajas. No podemos consentir que el impacto de la Encíclica se amortigüe con el paso del tiempo y finalmente se extinga.] Termina el inciso.

Volvamos. Decía que la cultura de la vida nos hace sentir a cada uno de nosotros que la vida del hombre en la tierra es milicia. Es lógico que a la dimensión bélica, antagónica de la cultura de la muerte, la “cultura de la vida” dedique en el mundo entero un esfuerzo intenso y prioritario, tan rico en frutos como pobre en medios. Hay una inmensa literatura de la «cultura de la vida» contra la “cultura de la muerte”, dispersa por folletos, boletines, revistas y libros publicados en papel, y una masiva cantidad de información depositada en la red24. Mucha de esa literatura, a pesar de su carácter polémico, abunda en buena doctrina y en comprensión para los equivocados, y responde a las sombras con la luz, a la dureza con la ternura, al pesimismo con la apertura a la esperanza. Esa literatura es enormemente diversificada, cubre todo el espectro imaginable de gustos y sensibilidades. Si es cierto que la variedad es la sal y pimienta de la vida, a la documentación pro-vida no le falta sabor.

Pero no siempre, en el bando de la cultura de la vida, las acciones y los pensamientos están inspirados o escritos en clave afirmativa. La batalla a favor de la vida, lo repito, es dura y sin pausa. Se hace contra un enemigo que dispone de medios y recursos enormes: es, como dice el Papa, una guerra de los débiles contra los fuertes25.

Dada la desproporción de fuerzas entre uno y otro bando, no es de extrañar que, con el paso del tiempo, entre muchos luchadores por la vida se vaya desarrollando un ethos peculiar. En sus acciones y escritos aparecen signos de dureza y resentimiento, de aspereza y acritud. Es el resultado casi inevitable de la fatiga, de las heridas, de las aparentes derrotas, propias de toda guerra prolongada. En la urgencia del pelear para al menos sobrevivir, pierde presencia el pensamiento de estar a favor de la vida y se impone la idea de que lo decisivo es aniquilar al enemigo. Se genera así una mentalidad más negadora que afirmativa, más demoledora que constructiva. Se pierden facultades para la amistad. A veces, a los que luchan por la vida se les cambia el carácter: se vuelven personas amargadas y poco atrayentes.

Sucede, paradójicamente, que lo que empezó siendo un movimiento afirmativo en favor de la vida se  transforma insensiblemente en un generador de acciones “anti-”: contra el aborto o la eutanasia, pero también contra las personas singulares y las poderosas organizaciones que están detrás de la “cultura de la muerte”. En la dureza del combate, no es fácil rechazar la tentación de emplear las mismas armas violentas de que se sirve el enemigo. Se puede llegar incluso a olvidar que la cultura de la vida es intrínsecamente afirmativa, que, insisto, siendo intransigente con el error, al que desea refutar con racionalidad y paciencia, se esfuerza por comprender generosamente a todos, porque a todos quiere atraer.

Conviene, pues, recordar a todos los que pelean por la vida que la cultura de la vida está, no para debilitar o aniquilar a los cultores de la muerte, sino para salvarlos, para ofrecerles nuevos signos de esperanza. La cultura de la vida trabaja para que aumenten la justicia y la solidaridad, busca edificar una auténtica civilización en la verdad y el amor26. La cultura de la vida es un empeño esencialmente afirmativo.

Se comprende fácilmente que, dada la violencia de esta guerra y la cercanía del frente de batalla, se haya dedicado menos atención a desentrañar los contenidos positivos de la nueva cultura de la vida, que a la tarea, aparentemente más urgente de combatir los errores y estrategias de la “cultura de la muerte”.

Y, sin embargo, parece que nada es más esencial y urgente que estudiar las cuestiones y problemas que podrían llamarse aspectos afirmativos de la cultura de la vida.

Se trata de pensar a fondo en asuntos que tenemos pendientes, en cosas tan interesantes como estas:

- en definir el tono psicológico, constructivo y atrayente, que la cultura de la vida ha de poner en sus ideas y acciones;

- en presentar la cultura de la vida como una novedad siempre fresca, que se renueva continuamente y se adapta a las condiciones de lugar y tiempo;

- en caracterizar su estilo intelectual y humano, unitario en su núcleo, pero adaptado a la múltiple variedad de mentalidades, situaciones y lugares, variedad que ha de ser no sólo respetada, sino fomentada;

- en como procurar que los mensajes de la cultura de la vida vayan siempre informados de comprensión, alegría y esperanza teologal, y también de ciencia sólida anudando un compromiso firme con los datos contrastados de la biología y la antropología, verdad que nunca es legítimo negar o exagerar, torturar o manipular;

- en como explorar nuevos modos de expresar el entusiasmo humano y cristiano por la vida humana, sin caer en lirismos sonrosados o en narrativas maniqueas;

- en determinar hasta donde ha de llegar el buen celo en la defensa de la vida a fin de no caer en el encarnizamiento o el acoso;

- en como señalar, respetando la libre iniciativa de todos, la oportunidad para perseguir determinados objetivos comunes, es decir, para crear un mínimo de coordinación en medio de la necesaria polifonía de la cultura de la vida;

- en ver los modos de crear vías de comunicación interna, para oírnos unos a otros sobre las mil ideas que se nos ocurren para difundir la cultura de la vida;

- en como amalgamar armónicamente la racionalidad de los juicios morales objetivos con la práctica de la compasión;

- en como aprender a conjugar la afirmación de la verdad moral con la acogida para los equivocados.

Una cosa está clara en el mensaje del Papa. El activismo pro-vida no puede dejar de ser afirmativo, revelador de su riqueza evangélica. No puede caer ya más en la trampa de ponerse a la contra, de dejar el campo al contrario y jugar al contraataque, de ser llevado a competir en el odio o en la altanería, como quieren sus enemigos.

Hay que ir por el mundo adelante sembrando con alegría esta doctrina tan humana y verdadera, dando gracias a Dios que nos permite sacar del odio amor, de la muerte vida. La cultura de la vida ha de construirse y de pensarse con la ayuda de la reflexión del teólogo, la abstracción del pensador y la investigación del sociólogo. Pero también con historias personales, con poesías y canciones que cuenten la hermosura de la vida real, de la firmeza del amor. Y que lo hagan con fuerza, no para dejar una impresión fugaz, una leve conmoción del espíritu, sino una herida que duela cada día.

¡Cuánto tenemos que aprender y que hacer! Hace unos días me llegó esta noticia: un premio llamado Q's, destinado a premiar el mejor single del mes, fue concedido a 72, una canción con mucha marcha destinada a difundir la píldora del día después. Podríamos dedicar muchos minutos a comentar la noticia, pero creo que lo fundamental está dicho hace ya mucho tiempo: que los hijos de las tinieblas andan mucho más despiertos que los de la luz.

La verdad es que escribir una carta a Nature es mucho más sencillo que componer una canción y organizar un montaje para promocionarla gracias a un premio muy publicitario. Pero alguien tendrá que componer canciones a favor de la vida.

Conclusión: La nueva cultura de la vida tendrá que ser algo muy parecido a la casa del padre del hijo pródigo. Allí están todos los personajes. Allí están todas las ideas.

Notas 

(1) Evangelium vitae, 1.

(2) Evangelium vitae, 45.

(3) Evangelium vitae, 78.

(4) Evangelium vitae, 79.

(5) Evangelium vitae, 83.

(6) Evangelium vitae, 84.

(7) Veritatis splendor, 3.

(8) Evangelium vitae, 78.

(9) Evangelium vitae, n. 28

(10) Evangelium vitae, nn. 21, 28 (en dos ocasiones), 50, 87, 95, 100.

(11) Evangelium vitae, nn. 6, 82, 92, 95 (tres  veces), 97, 98 (cuatro veces), 100. En esta segunda acepción, por siete veces, la cultura es calificada de nueva; una vez es llamada auténtica, y otra más verdadera. En cuatro ocasiones, se habla simplemente de cultura de la vida.

(12) Evangelium vitae, 99.

(13) Evangelium vitae, n. 2.

(14) Evangelium vitae, n. 57.

(15) Evangelium vitae, n. 58

(16) Evangelium vitae, n. 70.

(17) Evangelium vitae, n. 77.

(18) Evangelium vitae, n. 95.

(19) Evangelium vitae, n. 98

(20) International Committee of Medical Journal Editors, Uniform Requirements for Manuscripts Submitted to Biomedical Journals. Annals of Internal Medicine 1997, 126(1):36-47.

(21) American Medical Association, Manual of style. A guide for authors and editors, Baltimore: Williams & Wilkins, 1998, Chapter 3, Ethical and legal considerations, pp 87-172.

(22) Roberge L.F., Scientific disinformation, abuse, and neglect within pro-life, Linacre Quarterly 1999, 66(1):56-64.

(23) Connelly R.J., The process of forgiving: an inclusive model, Linacre Quarterly 1999, 66(3):35-44.

(24) Ver, por ejemplo, la página de Internet de la Culture of Life Foundation, en la que pueden encontrarse conexiones a un elevado número de organizaciones que militan en el campo de la cultura de la vida (página de enlaces actualmente inexistente).

(25) Evangelium vitae, n. 100.

(26) Evangelium vitae, n. 6.

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