La biología de la bioética: usos y abusos de los datos científicos
Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades y Ética Médica, Universidad de Navarra
Jornadas de clausura del Máster de Bioética: Temas Clave de la Bioética Contemporánea
Universidad Católica de Murcia, 22 de enero de 2009
Nota: El contenido de esta conferencia es distinto al de otra del mismo título pronunciada en 2010 en la Clausura del Máster en Bioética de la Universidad de Navarra.
Usos y abusos de los datos científicos
La biología ficticia del preembrión
La futilidad del argumento de la gemelación monocigótica
La futilidad del argumento de las quimeras tetragaméticas
La futilidad del argumento del destino extraembrionario del preembrión
Me alegra hablar a personas que están tan persuadidas de que la ciencia biomédica necesita de la ética, que han dedicado a estudiar bioética muchas horas y esfuerzos. Alcanzan ahora el grado de máster. Y, si a partir de este momento, siguen estudiando con empeño, ésta se hará, en cierto modo, parte de su identidad. Su tarjeta de presentación podrá decir con justicia: Fulano de Tal, Master en Bioética.
Será una persona convencida de que, sin la ética, las ciencias biológicas y sus cultivadores tienden a perder el rumbo, pues les pasaría lo que al navegante que se guiara por la proa de su propia embarcación, que no va a ninguna parte. Necesita la ayuda de la brújula o de la sonda, del perfil de la línea costera o la luz del faro. Un máster en bioética sabe que su primera tarea es llevar la ética al laboratorio o al hospital, para que los que hacen y aplican las ciencias biomédicas guíen su trabajo en el respeto a la vida y a la dignidad del ser humano. No perderán entonces su norte.
Esta mañana no voy a referirme a la ética de la bioética. Tal como lo expresan las primeras palabras del título que propuse para esta intervención, me gustaría tratar de la biología de la bioética, de lo que la ciencia biomédica aporta a la bioética.
A la bioética le interesa vitalmente la biología. En cierto modo, la biología confiere identidad y carácter a la bioética, es parte de su nombre y de su esencia. Esto significa que no le es bastante al bioético dominar con competencia y profesionalidad los principios, reglas y procedimientos de la filosofía moral. Para ser bioético se requiere un conocimiento serio, ponderado, puesto al día, de la biología: de sus fundamentos teóricos, sus métodos de observación y experimentación. Se requiere también la capacidad de leer críticamente la bibliografía biológica. El bioético ha de poseer unos conocimientos biológicos conmensurados a sus conocimientos filosóficos.
Concretando un poco: el cultivo competente de la bioética requiere haber aprendido, y seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida, lo relevante de la biomedicina; requiere destreza en buscar, seleccionar y evaluar por uno mismo los datos biológicos de los asuntos y problemas que le conciernen. Es una tarea que cada uno ha de asumir con responsabilidad personal, haciéndose garante de la verdad, fiabilidad y calidad de los datos biológicos que introduce en sus reflexiones. Sólo así, podrá el bioético resolver correctamente problemas y casos, y podrá formular normas y criterios fiables.
Conviene no olvidar que la bioética, en su misma entraña, es interdisciplinar. Nace y crece de la simbiosis, de la integración de ética y las ciencias de la vida y la salud, del diálogo que ellas mantienen entre sí, de las preguntas que mutuamente se hacen y de las respuestas que se dan. Tal interdisciplinaridad tiene una consecuencia estimulante: la bioética no es fácil, en especial cuando trata de asuntos serios. Porque, en materia grave, no cabe recurrir a la división de funciones. No sería aceptable que los bioéticos dijeran: que los biólogos pongan los datos, nos den su versión de los hechos, que nosotros pondremos la ética. No sería decente, porque los bioéticos no pueden permitirse la pereza de “creer” en lo que dicen los biólogos con la fe del carbonero; ni pueden, sin una prudente averiguación, aceptar a pies juntillas que sean siempre objetivos y sólidos los datos biológicos que toman de artículos de divulgación más o menos alta, de manuales, o de revistas especializadas. No les sería lícito abdicar de la propia conciencia.
Y viceversa: los cultivadores de la biología, que son seres humanos, con sus virtudes y vicios, hechos de la misma fibra moral que los demás, han de cuidar mucho de que sus trabajos, publicaciones y declaraciones sean éticamente responsables y rectos. En la realidad cotidiana, no abunda entre los científicos el reconocimiento práctico y sincero de que la ética engloba todo su trabajo, que debería informar sus tareas y sus ambiciones. Más bien, tienden a considerar a la ética como una rémora que enlentece sus investigaciones. No les resulta fácil escuchar a los éticos, no sólo porque de ordinario viven muy deprisa, sino porque muchos están convencidos hasta la médula de sus huesos de que es de la ciencia, y no de la ética o la religión, de donde viene la salvación del hombre.
No es fácil desempeñar el papel de conciencia ética delante de los científicos. Gozan de gran prestigio en la sociedad de hoy, son con frecuencia halagados por los medios de comunicación. Una cosa habrá que exigirles desde la bioética: que, superando cualquier conflicto de intereses ideológicos, y no sólo económicos, se aseguraran de que de la información que proporcionan a la sociedad y, especialmente, a los bioéticos fuera veraz, distinguiera entre lo real y lo deseado o imaginado. En fin de cuentas, no pueden olvidar que la biología de la bioética es un asunto serio.
Porque les incumbe directamente, los bioéticos no pueden desentenderse de cuidar de la buena calidad de la biología que usan. No pueden alegar ignorancia. Procurarán, claro está, ser amigos de los biólogos, pero también más amigos de la verdad. La vida les va en ello. Por ello, una parte importante del trabajo de los bioéticos es buscar el diálogo con los científicos, trabajar con ellos para identificar, depurar y validar los conceptos y datos biológicos que necesitan para sus estudios: no como oyentes pasivos y aquiescentes, sino como intelectuales críticos. Han de hacerlo de modo habitual, continuo, porque siempre han de ponerse al día y reconsiderar el significado de los datos que manejan. Así no correrán el riesgo de que el discurso bioético se degrade, y pueda influir negativamente en el modo de vivir de los hombres.
Para terminar esta primera parte de mi charla, quiero añadir dos puntos.
El primer punto es para hacer hincapié en la idea de que el estudio a fondo de los datos biológicos relevantes es de importancia primordial en la bioética de tradición católica. Con envidiable sencillez lo dijo el Cardenal Ratzinger: “No me cansaré nunca de repetirlo: para la Iglesia, el lenguaje de la naturaleza es también el lenguaje de la moral”. No cabe hacer un elogio más expresivo de la ciencia natural, cuya función típica es descifrar, con la mayor justeza posible, el lenguaje de la creación, para interpretarlo a la luz de la fe y de la razón. No podemos olvidar que, en la tradición católica, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la reconoce, la respeta, la perfecciona.
El segundo punto, que tiene algo de autobiográfico, es para señalar que cuanto he dicho hasta ahora es, en el fondo, una autocrítica. Yo también, como todos, me dejé guiar por la opinión dominante, me fié de ella, descuidé mi deber crítico. Y sólo recientemente he llegado a ver claro que no indagar a fondo, desatender la función crítica de la ciencia biomédica, tiene consecuencias calamitosas.
En lo que sigue, voy a exponer unas ideas de las que me he dado cuenta hace poco. Quizás, para mí, algo tarde. Por eso las comunico con un acento de urgencia que, a veces, podrá parecer un poco apasionado. Lo hago con el sincero deseo de abrir horizontes a los más jóvenes.
Usos y abusos de los datos científicos
Voy a referirme, tal como reza la segunda parte del título de esta charla, a algunos abusos a que han sido sometidos los datos científicos que se han puesto en manos de los bioéticos. Hablar de abusos puede parecer duro, pero no lo es. Lo cierto es que, entre los científicos que jugaron un papel importante en la revolución reproductiva humana, abundaron los que pusieron su indudable experticia científica y su influencia social al servicio de su ideología utilitarista, eficientista, y a ella sacrificaron la verdad. En el conflicto de intereses entre su objetividad científica y sus proyectos sociobiológicos prevalecieron éstos, y no dudaron, con la mejor de las intenciones probablemente, en dar una orientación sesgada a sus estudios y experimentos, en interpretar sus datos de forma amañada.
Un botón de muestra será suficiente para probar ese propósito de manipular los datos de la ciencia. Cristopher Tietze, una de las grandes mentes de la contracepción, en una reunión internacional sobre DIUs, celebrada en Nueva York en 1964, advertía que “tanto los teólogos como los juristas han aceptado siempre como factual el consenso dominante de los biólogos y médicos del momento. Si conseguimos ponernos de acuerdo médicos y biólogos en que la gestación, y por tanto la vida, comienza con la implantación, nuestros hermanos de las otras facultades nos harán caso”. Como es bien sabido por los resultados que hoy se ven, así lo hicieron. Y muy pronto, muchos teólogos, juristas y bioéticos se habían adherido al nuevo consenso y lo habían incorporado a la teología, el derecho y la bioética. La nueva y oficial versión cientifista, sobre todo la divulgada por los expertos activistas de la nueva ideología, se ha posesionado de la opinión pública. En sociedad, lo que priva es decir que la vida empieza con la implantación. Los patéticos esfuerzos de los embriólogos humanos, de los profesores de embriología de las escuelas de medicina, por restituir la verdad del embrión humano y recuperar protagonismo en el debate social han sido ineficaces, no han conseguido invalidar el falso consenso del establishment.
Antes de seguir, una digresión. Cuando en España, es un ejemplo que nos toca de cerca, se legisló en 1988 sobre reproducción asistida, nuestros diputados –tal como se afirma en el largo preámbulo de la Ley 35 de aquel año– se habían comprometido a “ajustar argumentalmente su labor a la verdad biológica de nuestro tiempo”. Eso quería decir, que quizás habían leído el Informe de la Comisión Especial de Estudio de la Fecundación “in vitro” y la Inseminación Artificial Humanas, el llamado Informe Palacios, redactado por encargo de la Mesa del Congreso de noviembre de 1984, y aprobado por el Pleno en abril de 1986.
El Informe importaba a España la idea de preembrión como apoyada en los datos de la ciencia. La justificaba con este razonamiento: se deduce, partiendo de la ecuación axiomática vida humana = ser humano individualizado, que la individualización viene determinada por dos propiedades: la unicidad (ser único e irrepetible) y la unidad (ser solamente uno). Pero las observaciones de la ciencia enseñan que la unidad del ser humano es contradicha en el caso de las quimeras (cigóticas o postcigóticas); y que la unicidad lo es en el caso de los gemelos monocigóticos. Es así que ambas situaciones, el gemelismo monocigótico y las quimeras, contradicen la necesaria unidad y unicidad, exigibles para poder afirmar sin fisuras la individualidad del ser humano, luego se ha de deducir que, después de la fecundación, hay un tiempo de incertidumbre genética, de indeterminación preindividual, que dura unos 14 días. Sólo entonces, a partir del día 14 de la fecundación, un embrión ya no puede dejar se ser lo que es.
De ese razonamiento, no muy robusto en su contenido biológico u ontológico, se concluía que “no carecía de fundamento admitir que durante estos 14 primeros días de desarrollo –fase preanidatoria o preimplantatoria– el embrión no está individualizado, pues según expresión de un biólogo ‘no sabemos si será uno de dos o dos de uno’.”
Los miembros de la Comisión Especial, inclinándose ante las evidencias biológicas demostrables, consideraron que, de forma reglamentada, se podía autorizar la manipulación positiva de los embriones en sus primeros catorce días de vida. Como no podían garantizar que los preembriones hubiesen culminado el proceso de individualización en ese tiempo, pensaban que no era obligado considerarlos objeto de protección en cuanto seres humanos. Sin más averiguaciones, los diputados dieron por buena la idea de preembrión y, a la vista del Informe Palacios, aprobaron la “Ley Palacios”, convencidos de que a una biología gradualista del ser humano ha de responderse con una ética social y un derecho igualmente gradualistas.
Casi un cuarto de siglo después, la noción de preembrión sigue presente en las Leyes hoy vigentes: en la de reproducción asistida, de 2006, y en la de investigación biomédica, de 2007. No hay en ellas ya divagaciones científicas u ontológicas. Se limitan a señalar que el concepto de preembrión es puramente jurídico, y ejerce sus efectos limitados al ámbito propio de aplicación de esas Leyes. No obstante, afirman, de pasada, que la idea ha arraigado en nuestra sociedad y que se “ajusta a la verdad biológica de nuestro tiempo”.
En resumen, el concepto de preembrión sigue en pie. Además de sancionado por la ley, ha sido, de un modo u otro, asumido por los juristas, bendecido por no pocos teólogos, aceptado por muchos bioéticos, abrazado por casi todos los investigadores, divulgado por los periodistas, aclamado por el pueblo. En medio de tantas aclamaciones, no le han faltado, sin embargo, críticas cualificadas. Cierro aquí esta digresión legislativa
La biología ficticia del preembrión
Desde hace meses, estoy estudiando los cimientos que biólogos y médicos han puesto al edificio, hoy masivo, de las técnicas de reproducción asistida. Su piedra angular es la noción de preembrión humano, una entidad que, en los primeros 14 días de su existencia, ni posee los atributos biológicos, ni reclama dignidad ética, ni goza del estatuto jurídico de los seres humanos propiamente tales: aunque merezca ciertamente una cierta medida de respeto, no puede exigir para sí el respeto que se asigna al individuo humano.
Esa es la conclusión dominante en el mundo, casi monolítica. Siguiendo el surco que abrió, en 1979, el Ethics Advisory Board estadounidense, la han hecho suya los comités de bioética de diferente denominación de prácticamente de todos los países avanzados. Con leves variaciones, que no disimulan el estereotipo subyacente, esos comités partieron en sus reflexiones de los datos y argumentos que les proporcionaron los biólogos. En efecto, sin que prácticamente nadie les llevara la contraria, excepto el Magisterio de la Iglesia católica, los biólogos presentaron como verdades biológicas incontestables, que el neoconcebido humano, durante los 14 días de su existencia,
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Se puede dividir para originar así dos o más gemelos;
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Se puede de recombinar, de modo que dos preembriones se funden en una quimera;
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Son, y se han de llamar, preembriones, pues la práctica totalidad de las células que los forman están destinadas a construir estructuras extraembrionarias. Sólo con la aparición de la estría primitiva, el día 14, se inicia de modo apreciable el desarrollo del embrión propiamente tal.
Llegamos aquí al núcleo de la cuestión, a la biología de la bioética de tiempo real.
Hemos de preguntarnos ¿Qué solidez factual tienen esas afirmaciones? ¿Dónde están las observaciones y los experimentos que las corroboran? Después de 30 años, podrían esas preguntas parecer hoy anacrónicas. Pienso que no. Siguen necesitando respuesta. Puedo, después de leer críticamente centenares de trabajos, dar dos. Son estas:
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Que esas tres afirmaciones (sobre gemelaridad monocigótica, quimerización, y composición celular del embrión joven) se han impuesto como doctrina única y oficial, de modo que constituyen el punto de partida de innumerables trabajos de bioéticos, juristas y teólogos.
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Que esas tres afirmaciones carecen de base factual. Son, en particular la primera, sorprendentes ejemplos, en pleno siglo XXI, de lo que Francis Bacon llamó idola tribus, errores universalmente aceptados.
Esta segunda respuesta mía es, no lo dudo, chocante. Sospecho que algunos de mis oyentes estarán empezando a dudar de mi salud mental, a tenerme por visionario. Voy a tratar de mostrar, sin embargo y de modo muy breve, la futilidad de esos tres argumentos.
La futilidad del argumento de la gemelación monocigótica
Parte este argumento de la afirmación de que, a lo largo de los primeros 14 días de su existencia, el preembrión humano es capaz de escindirse en dos, o más, copias de sí mismo. Aunque posea un genoma único e irrepetible, el preembrión, se dice, no es todavía e inequívocamente un individuo, porque no ha alcanzado la unicidad individual. Es así que al hombre le conocemos como individuo, como indivisible. Ergo, el preembrión no puede gozar de status humano pues todavía no ha alcanzado su individualidad irrevocable.
El argumento es típicamente bioético: tiene dos brazos. Uno, filosófico, que gira en torno a los complejos conceptos de individuo y persona y de su rango ético. Ha hecho correr ríos de tinta. No entraré en él. El otro brazo, biológico, nos enfrenta a la cronología de la gemelación monocigótica que, se nos dice, se extiende a los 14 días primeros.
La biología académica de hoy asegura que la capacidad de gemelarse se inicia al día siguiente a la fecundación, cuando se divide el cigoto en los dos primeros blastómeros, y se extingue el día 14, cuando se forma la estría primitiva. Dentro de esas dos semanas –añade– la diferente estructura de las envolturas fetales nos revela qué día tuvo lugar la partición. Es un calendario ya clásico, aunque con curiosas variantes de unos autores a otros: la escisión en la fase de segmentación blastomérica, días 2 y 3, origina gemelos dicoriónico-diamnióticos. La escisión de la masa celular interna del blastocisto antes de iniciada la formación del amnios (días 4 a 8), redunda en gemelos monocoriónico-diamnióticos. Si, lo que ocurre pocas veces, la escisión se retrasa y tiene lugar entre los días 9 y 13, se forman gemelos monocoriónico-monoamnióticos. Finalmente, la escisión más tardía aún del esbozo embrionario, el día 14 o después, suele ser incompleta y determina la producción de siameses, gemelos unidos. Esta descripción suele narrarse en estilo aseverativo, como si se estuvieran describiendo hechos.
Pero, ¿corresponden a hechos verdaderos, a eventos que han sucedido tal como nos los cuentan? La respuesta es que lo ignoramos. El calendario citado nació de un modelo hipotético, imaginado en 1922 por G. W. Corner, y publicado en un artículo sobre gemelación en el cerdo. El modelo ponía en relación la estructura de las membranas fetales (corionicidad, amnionicidad) con diferentes momentos hipotéticos de la duplicación embrionaria. El autor lo presentó como un ejercicio especulativo, como mera sugerencia. Lo introdujo al final de la discusión de su artículo con estas palabras: “Voy a permitirme ahora un breve ejercicio de imaginación sobre la morfogénesis de los gemelos monocoriónicos humanos”. La hipótesis no era absolutamente original, pues Corner supo traducir a coordenadas imaginadas de tiempo las coordenadas topográficas que, antes de él, habían imaginado, para explicar la gemelación monocigótica, Kölliker, Schultze y Newman.
La ingeniosa, brillante, teoría de Corner se convirtió con el paso de los años en ortodoxia consolidada. Fue enriquecida con la inclusión de los gemelos monocigóticos dicoriónicos (en 1922, se pensaba que los gemelos dicoriónicos eran sin excepción dicigóticos). Hoy es icono oficial, paradigma indiscutido, y dogma que no ha generado herejes. Y, sin embargo, el propio Corner, 33 años más tarde, en 1955, seguía reconociendo su carácter artificial, especulativo: “los embriólogos y obstetras hemos construido con lápiz y papel la teoría morfológica de la gemelación uniovular, trazando los diferentes modos que podría seguir el cigoto para desarrollar al final dos embriones. Todo eso está en los manuales. Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas a partir de la estructura de la placenta y las envolturas fetales …”
Nadie, hasta el día de hoy, ha corroborado la teoría con pruebas. Pero sigue gozando de credibilidad general. Que yo sepa, nadie por ahí ha tenido la audacia de ponerla en tela de juicio. Las consecuencias de un conformismo tan complaciente están, sin embargo, a la vista: no ha habido investigación, estamos donde estábamos en 1922: en la línea de salida. Parece ser que en el origen de toda investigación alguien tiene plantearse una duda, hacerse una pregunta. Pero aquí nadie lo ha hecho. Es inaudito que, en un mundo tan innovador y progresista como es el de la biomedicina, un modelo teórico no haya sido ni corroborado ni refutado por más de ocho decenios. Es como si estuviéramos en el tiempo de la astronomía geocéntrica de Tolomeo.
La cosa tiene, sin embargo, una disculpa, una explicación: nadie ha observado, ni podrá probablemente observar nunca, in vivo, el proceso de escisión embrionaria que se da en la trompa o en el útero de la mujer. No obstante, en la práctica clínica de la reproducción asistida se han examinado centenares de miles de cigotos, mórulas y blastocistos humanos in vitro. Y nadie ha aportado datos, y menos todavía datos fiables, sobre la cronología de la gemelación, y eso que, por mecanismos todavía no aclarados, la FIV provoca un incremento de la gemelación monocigótica. Hay muchos artículos publicados sobre ese fenómeno y sus posibles causas. Pero ninguna ha sido comprobada. En concreto, no se ha dado un paso adelante para esclarecer el momento en que se produce la escisión del embrión.
Seguimos, en la práctica, sin tener descripciones reales del proceso de gemelación humana. Apareció en Fertility & Sterility, de septiembre de 2005, un póster titulado “Desafío a un dogma tradicional: Dos casos de división monocigótica tardía que aparecen como gemelación dicoriónica”. Me dije: parece que empiezan, al fin, los ataques al esquema de Corner. Me faltó tiempo para poner un correo electrónico a los autores. Fue decepcionante: me respondieron que nunca habían seguido esos casos ni los iban a publicar en detalle. Hace unas pocas semanas, el pasado diciembre, Mio y Maeda publicaron en el Am J Obstet Gynecol unos vídeos en cámara lenta sobre los cambios observados en embriones humanos cultivados in vitro. Son espectaculares. Uno de ellos presenta dos blastocistos en cada uno de los cuales se habían formado dos masas celulares internas. Pero el vídeo es incompleto (faltan los primeros días) y sólo capta parte del espesor del blastocisto. No aclara ni cómo ni cuando se produjo la gemelación. Los autores japoneses destacan mucho el hallazgo de que los blastocistos gemelados experimentaron repetidas fases de colapso y reexpansión. Pero no saben qué relación pueda tener ese fenómeno con la gemelación.
Tengo la esperanza de que el venerable modelo de Corner se vendrá abajo poco a poco. No tiene en cuenta la complejidad espacial del embrión. Quizás en embriología humana opere también una ley similar a la de la cristalografía, que establece que, por encima de un nivel determinado de complejidad, la gemelación de cristales ya no es posible. Es más lógico sospechar que la escisión gemelar se produzca en la primera, o en las pocas primeras divisiones blastoméricas. Sabemos que el embrión ya en sus inicios tiene polos y planos, que es asimétrico, que los primeros blastómeros no son equivalentes. Esta imagen nueva contrasta con la del embrión “amorfo”, homogéneo, hecho de elementos iguales entre sí y totipotenciales, que podrían separarse en grupos casuales, capaces en cualquier momento de establecer cada uno dos sistemas nuevos y completos de simetría corporal, dos conjuntos de ejes en las tres direcciones del espacio. Sabemos que, en el embrión, las decisiones moleculares existen mucho antes de que se manifiesten sus efectos morfológicos. Es en los primeros días, estando todavía el embrión dentro de la pelúcida, cuando decide molecularmente los ejes y planos del cuerpo, y sabemos que sus consecuencias formales sólo se hacen visibles tras la eclosión.
Si la gemelación se hiciera ya en la primera división blastomérica, se resolverían muchos problemas ontológicos y recuperaríamos para el embrión una morfogénesis sencilla: cada gemelo podría decidir sus ejes corporales como los decide un cigoto único. Pero eso no se ve porque no somos capaces de apreciar fisuras entre mórulas o blastocistos separados. Quizá, en el futuro, los mapas de marcadores moleculares nos puedan mostrar que ya desde el principio hay dos donde ahora sólo vemos uno.
En conclusión: La cronología del ortodoxo modelo diseñado por Corner sigue siendo hoy una mera hipótesis, nunca demostrada. Creo que se puede afirmar que es abusivo biológica y bioéticamente esgrimirlo como apoyo de la tremenda afirmación de que comienzo de la vida humana deba retrasarse a 14 días después de la fecundación. Es, insisto, una inferencia desproporcionada, despótica.
La futilidad del argumento de las quimeras tetragaméticas
Este argumento a favor de la idea de preembrión es muy aparente, parece tener mucha fuerza persuasiva. Viene a decir que dos embriones dicigóticos pueden fusionarse, amalgamarse, en un embrión único a lo largo de sus primeros 14 días. Si eso es así, no hay más remedio que reconocer que, en esas dos semanas, la individualidad del embrión no está determinada, permanece en estado fluido, pendiente todavía de ser fijada definitivamente. La circunstancia de que esos dos embriones tengan pares de cromosomas sexuales diferentes puede redundar en individuos hermafroditas o con ambigüedad genital, lo que añade al caso un toque de dramatismo.
¿Qué información válida tenemos hoy sobre quimeras humanas? La que tenemos es, además de escasa, extremadamente complicada, pues es tarea muy difícil distinguir, con los procedimientos de análisis genético disponibles, incluso con los más avanzados, entre quimeras genuinas y ciertas formas de mosaicismo genético.
Quimeras y mosaicos son organismos en los que coexisten mezcladas poblaciones celulares de genotipos diferentes. Sobre el papel, las definiciones de mosaicos y quimeras son precisas. En los mosaicos, las líneas celulares diferentes provienen, de un solo cigoto: son descendencia de un linaje celular único, del que se originan poblaciones de genotipos diferentes a consecuencia de errores genéticos o cromosómicos (mutaciones génicas, trastornos mitóticos) producidos después de la fecundación.
Por contraste, una quimera genética es un organismo en el que coexisten poblaciones celulares procedentes de dos o más individuos previamente independientes. Hay una notable variedad de quimeras. Muchas de ellas lo son en grado mínimo y se las llama microquimeras. El microquimerismo es muy frecuente. Se da en sujetos a los que se ha transfundido sangre o han recibido un órgano trasplantado. También, y más frecuentemente, en mujeres que han tenido embarazos, pues es ordinario que pasen células del feto a través de la placenta y colonicen los órganos de la madre. Entre gemelos monocoriónicos, en cuyas placentas hay vasos que comunican sus dos circulaciones, puede darse un activo intercambio celular. Esos gemelos son siempre quimeras hematológicas y, con frecuencia, de otros tejidos.
También se llaman también quimeras, aunque impropiamente, a casos muy infrecuentes que resultan de errores de la fecundación: son las denominadas quimeras partenogenéticas, quimeras por fecundación simultánea del ovocito y del segundo corpúsculo polar, y quimeras androgenéticas. En ellas coexisten poblaciones celulares diversas, cada una con su cariotipo distintivo. Desde el punto de vista diagnóstico, puede ser muy difícil diferenciar entre algunas de estas quimeras, en sentido impropio, y las quimeras en sentido estricto, las quimeras por agregación de dos embriones.
Como cada uno de los embriones que se amalgaman resulta de la fecundación de un ovocito por un espermatozoide, las quimeras genuinas derivan de cuatro gametos; por eso, se las llama quimeras tetragaméticas. Son extraordinariamente raras: aunque en los últimos cinco decenios se han publicado unos 30 casos presuntos, al reexaminarlos con criterios modernos, más exigentes, se ha visto que sólo cinco o seis han mostrado los marcadores genéticos que hoy se exigen para aceptar su origen tetragamético. Es, pues, este un tema del que poseemos poca información factual.
Pero lo que nos interesa aquí, desde el punto de vista de la biología de la bioética, no es tanto saber si son pocas o muchas las quimeras tetragaméticas, sino en qué momento se fusionan en uno los dos embriones: si la capacidad de amalgamarse dura un día, o unos pocos días, o todos los 14. La fuerza del argumento radica en la pretensión de que los embriones puedan fusionarse a hasta el final de la segunda semana. Algunos experimentadores han conseguido amalgamar blastocistos animales de 5 ó 6 días: nacen de esas quimeras animales muy vistosos, incluidos híbridos de especies más o menos próximas.
Recordemos que la pregunta importante es la que solicita datos contrastados sobre la cronología de la formación de quimeras tetragaméticas humanas. Dice: ¿hasta cuándo se puede producir la fusión de dos embriones humanos en uno?
No hay respuesta: ni en los escasísimos trabajos originales sobre quimeras tetragaméticas humanas, ni en los más recientes artículos de revisión, he podido encontrar datos de cronología precisa: se dice siempre que ocurre muy temprano. Los esquemas emplean mórulas de cuatro células. No se pasa de ahí. En contraste con lo abundante de la supuesta datación de la gemelación monocigótica, no hay aquí ni datos ni hipótesis.
Como el caso del argumento precedente, no parece tener este endeble y prematuro argumento de las quimeras, para un observador imparcial, fuerza para sustentar la idea de preembrión. Habrá que esperar a tener datos ciertos, no supuestos, de la correspondiente cronología. Parece, sin embargo, observarse una tendencia en la bibliografía mas reciente a sospechar que muchas quimeras son cigóticas, es decir, son resultado de un error de la fecundación. De momento, este es un argumento escrito en la arena.
La futilidad del argumento del destino extraembrionario del preembrión
Sostiene este argumento que, en las dos primeras semanas, la práctica totalidad de las células que forman el embrión están destinadas a construir estructuras extraembrionarias, y que, por contraste, las que darán origen al cuerpo embrionario están presentes en un número insignificante. Así lo formuló en muchas ocasiones Anne McLaren: “Al cabo de 14 días tenemos una masa relativamente grande de tejido derivada del huevo fecundado […]. Casi todo ese tejido –99% ó 99,9 %– es extra-embrionario”. Prácticamente no hay embrión, sólo preembrión.
Este argumento parece, de entrada, muy persuasivo. Entran por los ojos sus dos elementos: los datos numéricos de las poblaciones celulares, ese 999 a 1; y el abismo de valor entre embrión y estructuras extraembrionarias, que culmina en la distancia ontológica y afectiva que se da, en el momento del parto, entre bebé y placenta.
Si nos dejamos persuadir por él, pensaremos que, en el fondo, emplear cigotos, mórulas y blastocistos en investigación equivale, en la práctica, a destruir trofectodermo y estructuras extraembrionarias, desechables tanto en los primeros 14 días del desarrollo como en el alumbramiento de las secundinas.
Pero, esas afirmaciones, ¿se construyen sobre datos objetivos o sobre figuras retóricas? Veamos primero los números. Los citados por McLaren no son convincentes. No parece lícito, cuando se están debatiendo ideas muy serias, mover los números un salto de magnitud, que da lo mismo que una población celular sea el 1% o el 1‰, que varíe de 1 a 10, como si nada pasase. Eso parece más bien un recurso retórico que un razonamiento cuantitativo ¿Hay en la bibliografía datos que corroboren, en el embrión humano, las cifras ofrecidas por McLaren?
La propia McLaren, que había insistido en la necesidad de una “numerología embrionaria” no podía ignorar que, mientras las células pueden contarse en el embrión humano, en blastocistos cultivados in vitro, el cociente se mueve entre 20/100 y 50/100, lejos del 1/100 o del 1/1000. De embriones humanos postimplantatorios de más de siete días hay unas pocas estimaciones aisladas que no son fiables metodológicamente, pues no cuentan células, sino que las pesan. Es sabido que el trofoblasto prolifera muy agresivamente al invadir el endometrio, pero la propia masa celular interna incrementa también muy rápidamente el número de sus células para formar el epiblasto en preparación de la gastrulación.
Veamos ahora la segunda parte del argumento, la que resalta la diferencia de dignidad entre tejido embrionario y tejidos extraembrionarios. Este argumento parece afirmar que hay en las dos primeras semanas un abismo entre los compartimentos celulares extraembrionario y embrionario, que son dos poblaciones celulares separadas, incluso antagónicas. La realidad es que ambos tejidos se necesitan recíprocamente. Gracias al intercambio de señales moleculares que circulan en las dos direcciones y que juegan un papel decisivo en la ordenada activación y frenado de procesos, el embrioblasto y las estructuras llamadas extraembrionarias se influyen y estimulan activamente. La masa celular interna ayuda a mantener la capacidad de proliferación del trofectodermo, y el trofectodermo soporta el desarrollo continuado de la masa celular interna. Si se separan, podrán cultivarse células troncales embrionarias, pero no puede desarrollarse un embrión integrado.
Es más: las estructuras extraembrionarias no solo desempeñan esas funciones esenciales para el desarrollo, sino que son el nicho en el que nacen tejidos muy importantes para la construcción del individuo. El saco vitelino, primero, y el trofoblasto placentario, después, son estructuras esenciales para la nutrición y metabolismo del embrión y el feto. ¿Será necesario recordar que el metabolismo no es una función accesoria, sino esencial en un ser vivo? En sede extraembrionaria se generan los elementos primarios de la línea germinal, sin los cuales no podría haber transmisión de la vida de una generación a la siguiente. En la pared del saco vitelino se forman los primeros elementos hematopoyéticos que emigran después para poblar el cuerpo del embrión, para construir las células de la sangre y las del sistema inmune. La humilde alantoides es la estructura que pone en marcha la angiogénesis en el embrión: los vasos del cordón y la placenta fetal, la conexión vascular entre placenta y embrión derivan de esta formación. En resumen: sin estos tejidos que desde el “extraembrión” inmigran al cuerpo del embrión no podríamos salir adelante.
Hablar con poco aprecio de las formaciones extraembrionarias es despreciar al propio embrión. El argumento es falaz, ineficaz. Decir que las estructuras extraembrionarias se desechan en el parto es simplemente una injusta e ignorante apreciación de la embriología de los primeros días.
Ya es hora de concluir. Me parece que la historia que he contado no es de las que se oyen todos los días. No he querido provocar sorpresa, sino responsabilidad. Quisiera que mi intervención de hoy promoviera en todos, en especial a los que reciben ahora el título de Master, la decisión de participar con responsabilidad en el debate de los asuntos capitales de la bioética, sin desatender la biología de la bioética. Habrá que estudiar, mejor en equipo que solos, dando a la bioética su carácter interdisciplinar.
No es bueno que se repita el pasado, un tiempo, que todavía dura, en que los biólogos actúan como reyes y dictan sus teorías, con tanta autoridad que los legisladores y los teólogos, los juristas y los bioéticos, que no se pusieron a estudiar críticamente la biología, les obedecen sumisamente. Todavía estamos pagando los platos rotos.
Gracias por su atención.