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La contribución de la ética médica a la Administración de la Justicia

Gonzalo Herranz
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Seminario Conjunto del Ministerio de Sanidad y Consumo y el Consejo General del Poder Judicial
Bioética y Justicia. Madrid, 1999
Primera sesión: Bioética y Justicia en el ámbito sanitario

Índice

Introducción

I. Algunos antecedentes históricos

II. Ética profesional de la Medicina y la Administración de Justicia corporativa: los códigos de ética y deontología y el régimen disciplinario colegial

III. Directrices y protocolos clínicos: sus requisitos éticos y su posible función definidora de la buena práctica

Los requisitos éticos de los protocolos clínicos

La autoridad judicial de los protocolos clínicos

Responsabilidad de los autores de protocolos

Perspectivas futuras

IV. Bioéticos y Comités de Ética Médica: su posible función como expertos al servicio de la Administración de Justicia

Los Comités de ética y su función preventiva

Los Bioéticos como expertos

V. Conclusiones

Bibliografía y notas

Introducción

En esta intervención, me propongo lucubrar, es decir, imaginar sin mucho fundamento, cual pueda ser la contribución de la ética médica a la Administración de la Justicia. Se trata de un objetivo que, por ser nuevo en muchos aspectos, ha de ser de pretensiones modestas y meramente tentativas. Su mérito principal es el de hacer pareja al trabajo que, con tanta competencia, ha desarrollado, desde la perspectiva de los derechos fundamentales, mi ilustre co-ponente, Don Rafael Mendizábal Allende.

Me guiaré en mi ponencia por lo que, me parece, es el objetivo principal de este Seminario: buscar una colaboración más estrecha entre la administración de Justicia y la Bioética, unas relaciones entre jueces y bioéticos más explícitas y frecuentes. Reconozco que se trata de un propósito lleno a la vez de alicientes y riesgos, pero que merece la pena considerar y debatir. Quizá lo veamos con mayor claridad al término de nuestra reunión.

Un mínimo sentido de la realidad me obliga a señalar que el campo propio de mi trabajo no es el de la Bioética, sino el de la ética profesional de la medicina. En consecuencia, lo que sigue son las reflexiones de un médico vivamente interesado en la Ética médica, no las de un filósofo capaz de desentrañar la relación última que se da entre Justicia y Bioética. Por ello, omitiré cualquier referencia a la Justicia en cuanto uno de los Principios de la Bioética. Tal omisión no parece muy grave, pues, aparte de que, como señala Jonsen1, la justicia ha sido la cenicienta de los principios, ese principio bioético no tiene que ver con lo justiciable, sino sólo con la función distributiva de la justicia.

Comenzaré mi intervención refiriéndome a algunos antecedentes históricos de las relaciones entre jueces y bioéticos y de las huellas que unos dejaron en el terreno de los otros.

Trataré después de los diferentes niveles de conexión que pueden darse entre la administración general de justicia y el régimen disciplinario corporativo. Trato, con ello, de reconocer un interesante antecedente de cooperación real entre la Administración de Justicia y una jurisdicción especial, la deontológica, que se rige por los códigos de ética y los estatutos corporativos.

Exploraré finalmente el papel que se puede confiar a la Ética profesional en los litigios contra los médicos. En concreto, discutiré primero si los Comités de ética de las instituciones sanitarias, y también los profesionales de la Bioética, pueden jugar un papel significativo no sólo en la prevención pacífica de demandas judiciales, sino también como expertos al servicio de la Administración de Justicia. Y consideraré después si es posible, o incluso aceptable desde instancias judiciales, conferir a los protocolos clínicos que cumpliesen ciertos requisitos éticos una función definidora de la buena práctica médica.

I. Algunos antecedentes históricos

El hecho decisivo de que la Bioética haya nacido en los Estados Unidos la ha marcado de juridicidad2. Incluso ha llegado a afirmarse que, habiendo vivido allí juntas durante varios decenios la Bioética y la nueva jurisprudencia de la Medicina, es difícil distinguir donde están sus límites y cuál de las dos ha influido más sobre la otra3.

En consecuencia, muchas cosas en bioética llevan una impronta jurídica. Algunas sentencias judiciales se han convertido en normas bioéticas de elevado rango, o han forzado a crear procedimientos o instituciones de decisión bioética. Que se hable hoy tanto de autonomía del paciente, se debe en cierto modo al juez Benjamín Cardozo por su sentencia de 1914; que haya comités de ética en los hospitales se debe a una curiosa cadena de errores que culminó en la sentencia de la Corte Suprema de Nueva Jersey sobre el famoso caso de Karen Quinlan.

Es, pues, masiva la contribución que los jueces han hecho, con sus sentencias y sus argumentos, a las doctrinas y procedimientos de la Bioética. La Bioética norteamericana es profundamente judicial. Annas ha podido decir que la fuente principal de la temática, el desarrollo, la metodología y los valores de la Bioética no se ha de buscar en la Filosofía o en la Medicina, sino en la common law que con sus sentencias van construyendo los jueces americanos4.

Así, las importantes nociones éticas de consentimiento para la intervención médica, la información al paciente, la suspensión de la atención inútil, la protección de la vida prenatal, la creación de comités de ética en los hospitales, y muchas otras van ligadas a otras tantas sentencias históricas de jueces o de tribunales de los Estados Unidos. El recurso a la jurisprudencia es allí un rasgo típico de la investigación bioética: un gran número de los artículos de investigación no son otra cosa que comentarios éticos a casos judiciales. Es muy frecuente que entre las referencias bibliográficas de los trabajos de bioética se incluya un buen número de casos judiciales más o menos famosos. De ese modo, las consideraciones y argumentos de las sentencias pasan a convertirse en materia bioética. Los jueces son citados como autoridades éticas codo con codo con los eruditos en la materia.

Pero si son intensos y frecuentes los estímulos con que los tribunales hacen crecer el campo de la bioética, hay también una corriente viva que va de la Bioética a las salas de los tribunales. Empezó esa influencia en 1947, y no sin un cierto simbolismo, con el Código de Núremberg, que no fue sino un considerando más de una sentencia judicial. Este documento marca, para muchos, el nacimiento histórico de la Bioética, a pesar de haber permanecido en el olvido por más de un cuarto de siglo5, y de ser, en cuanto referente judicial, un documento amañado, creado a toda prisa y quebrantando el principio de tipicidad, para condenar a los médicos nazis acusados6.

No raras veces, los jueces recurren a la Bioética en el análisis de sus casos, de modo que en sus sentencias aparecen, al lado de las obligadas referencias a la ley estatutaria y a los precedentes judiciales, los principios e ideas de la Bioética. En muchos países, y no sólo en los Estados Unidos, muchas directrices bioéticas, preparadas por comisiones de ética, han servido de punto de arranque de la legislación, como muestran las normas sobre investigación en seres humanos y en animales, las leyes de reproducción humana asistida, la regulación de los trasplantes o de las aplicaciones la genética. En algunos países se habla de Leyes bioéticas.

Baste este esquemático recuerdo histórico, para dejar constancia de que Bioética y Justicia pueden vivir en intensa comunicación. Lo han hecho en los Estados Unidos. Y eso no nos es ajeno. Por diferentes conductos -uno de ellos ciertamente es la Bioética- comienza a sentirse en nuestro derecho la fuerza gravitatoria del derecho norteamericano. Se ha afirmado que está en marcha un proceso de convergencia del derecho codificado europeo-continental con la common law, el derecho casuístico, de precedente, de origen anglosajón7.

Si ello es así, asistiremos a una ampliación de las relaciones Bioética y Justicia.

II. Ética profesional de la Medicina y la Administración de Justicia corporativa: los códigos de ética y deontología y el régimen disciplinario colegial

Aunque este Seminario conjunto dedicará una de sus sesiones a considerar el papel que juega la deontología profesional en la sociedad de hoy, no quiero pasar adelante sin hacer unas breves reflexiones sobre la relación que vincula el régimen disciplinario colegial con la Administración de Justicia. Es ese uno de los puntos donde, a mi modo de ver, debería establecerse una conexión más densa y fructífera entre Ética médica y jurisdicción.

Es bien conocido que el régimen disciplinario corporativo presenta una marcada diversidad de formas según los países. En el mundo anglosajón, la disciplina profesional suele ser confiada a un Consejo General Médico, un organismo independiente de la asociación médica nacional, creado por una Ley del Parlamento o por Estatuto Federal o de los Estados, compuesto por médicos y no médicos, y que ejerce la autoridad última en materias de registro y conducta profesional de los médicos. Sus pronunciamientos pueden ser recurridos, por ejemplo en Inglaterra, ante el Consejo Privado, cosa que sólo ocurre de modo excepcional8. El régimen disciplinario del Consejo General Médico es compatible con sistemas disciplinarios independientes de las asociaciones médicas nacionales o de los servicios nacionales de salud, los cuales son ejercidos exclusivamente, o casi exclusivamente, por médicos9. Aunque estos sistemas disciplinarios son muy activos y gozan de excelente reputación ante el público general, no es infrecuente que sean acusados de corporativismo y de falta de colaboración en el esclarecimiento o interpretación de la mala conducta profesional de los médicos.

Fuera del mundo anglosajón, especialmente en Europa continental y en Latinoamérica, la jurisdicción disciplinaria corporativa está asignada a los directivos de los organismos oficiales (Órdenes, Cámaras o Colegios médicos) con la ayuda de órganos técnicos asesores (comisiones de ética o deontología). La función disciplinaria ha de atenerse a las normas contenidas en los códigos de ética y deontología profesional. Se ejerce en instancias corporativas (de nivel local, regional o central) y de acuerdo con un régimen disciplinario especial. Y queda siempre abierta al recurso final ante tribunales de la administración ordinaria de justicia.

En España, lo mismo que en muchos otros países, existe una cierta falta de coherencia en cuanto a la solidez del sistema deontológico: es una mezcla de fortaleza y debilidad. Por un lado, importantes aspectos del régimen disciplinario, en concreto, el procedimiento que ha de seguirse, aparecen firmemente cimentados en nuestro ordenamiento jurídico, pues se contienen en los Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial10. Pero la actividad disciplinaria es comparativamente débil: se resiente de una tipicidad rudimentaria: la lista de faltas deontológicas contenida en los Estatutos, obsoleta e incompleta, necesita una urgente y extensa revisión, que, por fortuna, está ya en fase avanzada.

Hay en unos pocos países sistemas que difieren del modelo general. En Francia y Colombia, por ejemplo, se da una identificación completa entre ética profesional y ley, entre régimen disciplinario y Administración de Justicia. En ellos, el código de deontología es una de las leyes que forman parte del ordenamiento jurídico11. En Francia, la justicia deontológica es administrada, en sus diversas instancias, por tribunales presididos siempre por un miembro de la magistratura, a cuyos lados se sientan miembros de las comisiones de deontología de la corporación profesional. Las posibilidades de entendimiento entre éticos y jueces, son ahí máximas, aunque sea inevitable, a veces, que la ética codificada pierda riqueza en razón de su sumisión a la ley. En otros países, como Austria y México, no hay código de deontología ni jurisdicción profesional: la ética profesional está absorbida en la ley médica y los jueces juzgan todos los contenciosos médicos. Ahí, no hay más que un protagonista judicial, por lo que no cabe posibilidad de diálogo y comunicación entre éticos y jueces.

Según el modelo de relación, así será la intensidad de comunicación entre el régimen disciplinario de la corporación profesional y el sistema judicial. En España, tenemos precedentes muy alentadores: en no pocas sentencias, los jueces recurren a la deontología codificada como fuente auxiliar, doctrinal o normativa, en apoyo de sus decisiones12. Y, recíprocamente, las sentencias judiciales ejercen una influencia marcada, aunque no siempre sinérgica, sobre el modo de evaluar el comportamiento deontológico del médico.

Ética profesional y Justicia deberían ser siempre fuerzas concurrentes. La primera impone a los médicos el compromiso de proporcionar una atención de calidad, lo que incluye la diligencia necesaria para evitar daños. La segunda, a través de sus sentencias en juicios por mala práctica, provee ciertamente a la compensación de daños y, podría, al menos en teoría, contribuir también a prevenirlos.

Y, sin embargo, nadie ha comprobado en ninguna parte que los litigios por daños y las duras sentencias que los concluyen hayan ejercido un beneficioso efecto corrector sobre la conducta deficiente de los médicos. Eso lleva a postular que jueces y bioéticos deberían cooperar en la búsqueda de métodos mejores y más eficaces para prevenir la negligencia médica13. Esa cooperación parece igualmente necesaria para evitar que, de sus respectivas actuaciones, se deriven efectos adversos: de un lado, el corporativismo médico injusto; del otro, el divorcio de la jurisprudencia y el buen sentido profesional, cosa que puede suceder fácilmente con la aplicación dura de principios éticos extraños al ethos profesional local.

III. Directrices y protocolos clínicos: sus requisitos éticos y su posible función definidora de la buena práctica

Como es bien sabido, hace unos pocos años entró con fuerza en el campo de la práctica médica un nuevo tipo de documentos, las llamadas recomendaciones, directrices o protocolos clínicos, que se proponen dirigir al médico (y también al paciente) en la tarea de decidir con fundamento racional cual de las intervenciones (diagnósticas, terapéuticas o preventivas) de que se dispone es la más apropiada en las distintas, pero bien determinadas, circunstancias.

Estos documentos son ya incontables. Tienen, como es lógico, estructura y contenido muy diferentes. Dentro de su común propósito normativo, unos simplemente sugieren, otros recomiendan, y otros, finalmente, imponen una determinada línea de conducta clínica. Aunque no hay acuerdo sobre la nomenclatura más apropiada, se dice que los protocolos equivalen a órdenes que han de ser obedecidas; que las directrices son instrucciones que deberían ser seguidas, a no ser que hubiera razones en contra; y que las recomendaciones son meros consejos para ser tenidos en cuenta. Pero, se añade inmediatamente, ni siquiera los protocolos son vinculantes sin excepción, pues el médico puede desviarse de ellos cuando tenga una justificación razonable y defendible para hacerlo. En lo que sigue, se usará, siguiendo el precedente sentado en el primer Seminario Conjunto Consejo General del Poder Judicial-Ministerio de Sanidad y Consumo sobre Responsabilidad del personal sanitario, celebrado hace cinco años, la expresión protocolo como término colectivo para estos diferentes tipos de documentos14.

En España y fuera de ella, se ha debatido el valor que las instancias judiciales puedan atribuir a los protocolos clínicos como guías que ayudan a enjuiciar la responsabilidad médica. Se trata de un debate paralelo al que en todas partes se sigue manteniendo sobre el valor técnico y ético de esas directrices. El tema no es nuevo para este foro. En el Seminario Conjunto de 1994 se alcanzaron conclusiones muy prudentes e interesantes y, en concreto, que era deseable definir con la mayor precisión la lex artis, como categoría epistémica común a la medicina y el derecho. En este sentido, los protocolos clínicos no sólo podían ser para el médico pautas de mejor calidad profesional y de mayor seguridad jurídica, sino que podían representar para el juez una ayuda eficaz, gracias a que, en cierto modo, constituyen una positivación de la lex artis y determinan el alcance del deber objetivo de cuidados. En consecuencia, los protocolos podrían ser aportados por las partes en litigio o solicitados por el propio juez a fin de que unos instrumentos tan relevantes no estén ausentes del proceso.

Pero, dentro del acuerdo general acerca del presunto valor de los protocolos en la objetivación de los distintos niveles de la lex artis (general, institucional, individual)15 y de su hipotética función auxiliar en el proceso judicial16, se plantearon cuestiones acerca de su aplicación obligatoria o discrecional, de su fijeza o su flexibilidad, de la posibilidad paradójica de que incrementen la vulnerabilidad judicial de los médicos, y, finalmente, de su función facilitadora o complicadora de la prueba judicial.

Aunque estas conclusiones y perplejidades siguen conservando su validez, conviene señalar que han sucedido muchas cosas desde 1994. El número de protocolos ha crecido exponencialmente, lo mismo que el carácter y credenciales de sus autores. Hay protocolos de gran valor intrínseco, pues están basados en una evaluación crítica, no sesgada y transparente de la bibliografía relevante, y que han ganado aceptación general. Otros valen porque cuentan con la garantía de instituciones serias y responsables. Pero otros se contentan con mucho menos: aspiran a una validez sólo local, o son documentos-comparsa, que sirven de respaldo a campañas de promoción de la industria médica o farmacéutica. No es, pues, extraño que unos protocolos se contradigan con otros, no sólo en razón de la diferente metodología usada para crearlos, sino porque buscan objetivos diferentes, como son el de definir lo que es mejor para el paciente, para colectividad, o para grupos con intereses particulares. Todo esto causa crea perplejidad y desconfianza. En unos pocos años, se ha perdido parte de la esperanza que se había depositado en la cultura de la medicina basada en pruebas: no es fácil recorrer el trecho que media entre las afirmaciones factuales y las recomendaciones normativas17. No obstante, la autoridad científica de los protocolos es incomparablemente superior a la anomia de tiempos precedentes: pese a sus limitaciones, los protocolos suponen un avance innegable.

Conviene, pues, plantearse cuáles son los límites éticos de los protocolos clínicos y cómo considerar hoy el posible uso de los protocolos clínicos en instancias judiciales.

Los requisitos éticos de los protocolos clínicos

En Medicina, ciencia y ética son inseparables. Los protocolos clínicos, si están informados de racionalidad y rigor crítico, suponen un evidente progreso, si cumplen ciertas condiciones éticas.

Eso queda subrayado en la Declaración sobre la libertad de prescripción del médico, publicada en 1998 la Comisión Central de Deontología, del Consejo General de Colegios Médicos. En ella se dice que es imperativo para los médicos tener en cuenta los protocolos a fin de beneficiarse de la mayor objetividad y puesta al día que a esos documentos se les supone y para estar seguros de que, adhiriéndose a ellos, sus actuaciones clínicas serán reconocidas como razonables y conformes con el arte médico del momento. La Declaración ofrecía una noción moderna de la libertad clínica, a la que la definía como la capacidad del médico de elegir, entre las intervenciones disponibles, aquella que, tras sopesar su respectiva validez, utilidad, seguridad y eficacia, más conviene a su paciente, y para la que ha de obtener de éste el necesario consentimiento.

Subrayaba la Declaración que las distintas formas en que se expresa lo que se ha dado en llamar la “medicina basada en pruebas” (grandes ensayos clínicos controlados, directrices y protocolos clínicos, estudios meta-analíticos, declaraciones de consenso) no son fórmulas dogmáticas, obligadas y permanentes, sino indicadores clínicos, flexibles y temporales, pero que siempre deberían ser tomados en serio, pues suelen ser fruto de una evaluación crítica y competente.

Los pacientes, afirmaba la Declaración, quieren que el médico que les atienda no sólo sea libre para tomar las decisiones que más les convengan, sino que sea también responsable, esto es, que esté dispuesto a dar cuenta de su actuación, cuando así se le pida, y que la justifique como razonable y conforme con el arte médico del momento18.

Supuesta la conformidad, seriamente contrastada, con los criterios científicos exigibles, los protocolos, para adquirir autoridad ética han de cumplir ciertos requisitos éticos. He aquí algunos de ellos:

a. Sus fines han de ser buenos: no todos los protocolos se proponen objetivos aceptables, como son los de mejorar la calidad de la atención de los pacientes, elevar la objetividad en la toma de decisiones médicas, o proporcionar a los médicos información seriamente evaluada. Algunos protocolos pueden perseguir propósitos éticamente ambiguos, como, por ejemplo, racionar la atención sanitaria, reducir el riesgo de litigios, facilitar la asignación diferenciada de recursos, evaluar los aspectos económicos de la actuación profesional personal de los médicos, sustituir a éstos en la aplicación de rutinas clínicas, o desautorizar como superfluas ciertas necesidades o conveniencias serias de los pacientes19. Ocasionalmente, los fines de algunos protocolos pueden rozar la perversidad, como, por ejemplo, cuando no permiten informar a los pacientes sobre intervenciones, necesarias o muy convenientes, de las que se les excluye por criterios discutibles de edad o riesgo; o cuando establecen sistemas de evaluación competitiva entre los médicos que destruyen las normas de la recta colegialidad20.

b. Los protocolos no son un remedio universal para todas las situaciones o circunstancias clínicas; más aún, son necesariamente, por el carácter consecuencialista de la ética en que se apoyan, ciegos o inaplicables a algunos problemas importantes de la práctica médica (la medicina paliativa, por ejemplo), en los que no hay interés por, o es difícil, obtener comprobaciones rigurosas de la eficacia de las intervenciones21.

c. Los protocolos deberían ser desarrollados con toda la deseable ayuda interdisciplinar, pero siempre bajo la responsabilidad de médicos. Los que se hayan preparado por iniciativa de grupos no-médicos deberán ser sometidos a la evaluación, corrección y eventual aprobación de los representantes de los médicos que hayan de aplicarlos. Se trata no sólo de respetar la libertad de prescripción del médico, sino de dar validez ética a su responsabilidad profesional, de modo que puedan ejercer en la materia su abogacía a favor de los intereses de los pacientes22.

d. Para acompasar los protocolos clínicos a los avances de la ciencia y de la práctica médica es necesario que los grupos que los ponen en circulación asuman la responsabilidad pública de establecer un mecanismo de revisión y puesta al día. En su encabezamiento, los protocolos clínicos deberían indicar claramente su fecha de caducidad, quienes asumen la responsabilidad de revisarlos periódicamente, y los medios que van a usarse para incorporar rápidamente las innovaciones pertinentes23.

e. Los protocolos clínicos han de ser respetuosos con las legítimas diferencias de opinión, en especial en aquellos puntos en los que el conocimiento es escaso o contradictorio y no es posible llegar a un parecer común seriamente fundado. No pueden ahogar la iniciativa ni convertirse en recetarios que favorecen la pereza mental o la práctica del promedio, que no siempre es la mejor24.

f. No se puede hablar de consenso cuando los miembros del grupo que ha redactado el protocolo han sido elegidos en razón de una determinada visión del problema estudiado. Tampoco se puede forzar la unanimidad echando mano de un lenguaje que oscurece las diferencias de opinión. No es honrado publicar como documento de consenso lo que sólo es un escrito de mero compromiso25.

La autoridad judicial de los protocolos clínicos

Cabe preguntarse si, una vez comprobada la calidad técnica y ética de un protocolo, podría ser usado, por jueces o abogados, como vara de medir la conducta de los médicos en los litigios por mala práctica. En definitiva y en 1999, ¿se puede conceder alguna autoridad jurídica a los protocolos?

Para el médico enfrentado a un juicio, un protocolo, lo mismo que una historia clínica, puede resultar un escudo que le protege, o una espada que le hiere26. El protocolo puede ser aportado por los expertos de la defensa o de la acusación como una prueba más ante el juez: unas veces, para exculpar al médico; otras, para inculparle. Lo que pretenden con ello es hacer más fiable la opinión experta, gracias a la autoridad científica que a los protocolos se les supone. Pero no parece que, dada la inconsistencia de los propios protocolos en el momento actual, vayan a obtener un lugar de privilegio en el sistema vigente de valoración de las pruebas procesales27.

Será siempre necesario que el Juez quede satisfecho del valor probatorio del protocolo aportado, después de haber inquirido sobre la calidad y fiabilidad de su base científica, sobre la extensión e intensidad con que son avalados por la profesión, y sobre su puesta al día en el momento de suceder los hechos que se juzgan28. Cuando el protocolo se aporta como prueba de incompetencia o de conducta inapropiada del médico inculpado, no pueden ser reconocido automáticamente como estándar de práctica médica razonable. El médico acusado podrá replicar con argumentos auténticos o fingidos, señalando que el protocolo, en el momento de los hechos, no había sido publicado, o estaba ya obsoleto, o no había recibido el necesario refrendo profesional; o que se dieron circunstancias clínicas que aconsejaron desviarse de él; o que el tratamiento aplicado era compatible con el citado protocolo29. Esto puede hacer muy difícil la validación probatoria del protocolo.

Por ello, no ha sido frecuente hasta ahora presentar los protocolos como prueba judicial. De hecho, donde existen suficientes precedentes judiciales, y concretamente en los Estados Unidos, los protocolos clínicos son invocados como estándar de tratamiento sólo en una minoría de causas judiciales: de hecho, según una encuesta hecha por Hymans y col30, los protocolos han jugado un papel relevante o decisivo en la prueba de negligencia sólo en el 6,6% de las ocasiones, lo que, en parte, puede deberse a que, siendo los protocolos un fenómeno relativamente reciente, no estaban en vigor cuando ocurrieron los incidentes.

Para remediar la situación, se ha sugerido que si los protocolos recibieran respaldo legal podrían actuar no sólo como guía de los médicos, sino también como criterio vinculante para los tribunales31. Pero no parece que la idea pueda prosperar. Parece incluso haber fracasado el proyecto piloto del Estado de Maine de crear protocolos legalmente validados, de modo que los médicos que los sigan puedan usar el seguimiento del protocolo como defensa eficaz contra una demanda de mala práctica, mientras que los facultativos que no los obedezcan no gozarán de ese privilegio. Conviene señalar que la medida no se tomó con la intención de aliviar la angustia creada por el temor de los médicos a los litigios por mala práctica y eliminar de paso la medicina defensiva. La medida era un simple incentivo para atraer al Estado de Maine médicos de especialidades (obstetricia, anestesiología, medicina de urgencia) que viven bajo una amenaza constante de acciones por mala práctica32.

Al parecer, es mucho más importante, y también más probable, el papel que, fuera de los tribunales, podrán jugar los protocolos en la resolución amistosa de los conflictos: si estiman que los protocolos pueden exculpar la conducta del médico, los abogados de los pacientes tenderán a recomendar que no se presente una demanda judicial. En la encuesta arriba citada, los abogados de las partes señalaron que, en más de la cuarta parte de los casos, la existencia de protocolos determinó que no se iniciaran acciones legales o que se llegara con mucha facilidad a una conciliación.

Responsabilidad de los autores de protocolos

Se ha planteado en algunas ocasiones una cuestión de mucho interés: si el autor de un protocolo podría ser llevado ante los tribunales en el caso de que algún paciente resultara dañado por haber aplicado un médico ese protocolo.

Sobre la cuestión se ha pronunciado un organismo australiano33 que estima que hay una patente diferencia de significado judicial entre lo que afirman los protocolos o lo que dice un autor “privado”. Éste no está obligado a ir más allá del deber ético general de comunicar lo más objetivamente posible sus datos y observaciones y de abstenerse de engañar a sus lectores. Pero si exagerara o deformara la verdad y levantara falsas esperanzas, el autor desaprensivo cometería una infracción deontológica, pero no sería responsable legalmente de las consecuencias derivadas de la aplicación de sus recomendaciones, pues no está jurídicamente vinculado por un deber de cuidar del público en general. Hasta cierto punto, compete a los editores que han aceptado su artículo para publicar y a sus lectores la tarea de evaluar críticamente los méritos y valor del citado artículo.

Pero puede darse un riesgo neto de responsabilidad en el caso de un protocolo que, promulgado por una autoridad académica o por la administración sanitaria, se presentara a los médicos y al público como un modo de proceder, definitivo y autorizado, que habría de adoptarse en las instituciones dependientes. La responsabilidad se incrementaría si de algún modo el seguimiento del protocolo conllevara una disminución significativa de la libertad clínica de los médicos. Es necesario repetir aquí que la entidad que desarrolla un protocolo deberá buscar siempre la colaboración de los médicos que han de aplicarlo, mediante un procedimiento apropiado de consulta, crítica, modificación y aceptación voluntaria.

Los protocolos nunca deberían ser mandatos tajantes y rígidos, sino consejos cargados de prudente autoridad, dirigidos a seres inteligentes y libres. Nunca sus autores y promotores pueden imponerlos como camisas de fuerza ni pueden limitar la libertad del médico de informar a su paciente sobre otras alternativas de tratamiento, para que éste pueda ejercer su derecho de elegir.

Perspectivas futuras

¿Qué pasará en el futuro? No es fácil hacer predicciones en este campo tan indeterminado, mucho más sometido a cambios y vaivenes (de rectificación científica, de presiones políticas, de circunstancias económicas) que a un progreso regular y predecible.

Hay indicios de que los protocolos clínicos puedan ser recibidos en normas legales, no en razón de su intrínseco valor científico-asistencial, sino con el designio de dar anclaje legal a nuevos modos de asegurar y controlar la calidad de la atención médica y, sobre todo, de controlar el gasto sanitario. En este momento se discute en Alemania, ante la reforma sanitaria del año 2000, la posible inclusión, en el Código de la Ley Social, de un artículo que diga que los protocolos médicos han de ser seguidos. En un congreso reciente, se ha afirmado que los protocolos no constituyen un sistema de estándares y recomendaciones exclusivamente científico-naturales, sino que poseen también carácter normativo y evaluador. En el designio de algunos, los protocolos son los linderos que delimitan los pasillos por donde discurre “el buen obrar médico” según el estado actual de la ciencia34.

No cae fuera de lo imaginable que, en algún país, un parlamento pudiera aprobar una ley de protocolos clínicos, por la que se obligara a los médicos a seguirlos y a los jueces a tenerlos como metro patrón de la responsabilidad médica. No muy lejos de nosotros, en Alemania se estudia la posibilidad de introducir los protocolos clínicos en la esfera de la normativa jurídica, aunque por la puerta pequeña del derecho social.

En conclusión: no ha llegado todavía el momento de pronunciarse sobre la función de los protocolos ni en el ámbito médico ni en el jurídico. Es necesario de momento que se consolide su doble función de asegurar la calidad de las intervenciones médicas y de proteger inequívocamente los derechos e intereses de los pacientes. Podrán entonces, si cumplen los requisitos éticos de rigor, ejercer un efecto racionalizador y objetivizante de la función pericial al servicio de la justicia. Pero para ello, necesitan de un procedimiento de respaldo profesional que garantice su base científica, regulando el proceso de su redacción, los mecanismos de evaluación y control de los resultados, los criterios de actualización con incorporación inmediata de las modificaciones necesarias y las áreas de flexibilidad que sirvan para responder a valores y preferencias de pacientes y médicos.

Puede parecer un precio muy alto, pero no podemos olvidar que lo que mucho vale, mucho cuesta.

IV. Bioéticos y Comités de Ética Médica: su posible función como expertos al servicio de la Administración de Justicia

Que los Comités de Ética de las instituciones sanitarias o los bioéticos a título individual pudieran jugar algún papel en los procedimientos judiciales es idea que hoy puede parecer extravagante.

En España, al menos, no parece haber, mucho espacio para la participación de los Comités Asistenciales de Ética en el ámbito judicial. La Circular 3/95 de la Dirección General del Insalud35 sobre Comités Asistenciales de Ética desaconsejaba positivamente la intromisión de tales Comités tanto en el campo de la disciplina deontológica corporativa de la Organización Médica Colegial, como en las actuaciones jurídicas directas en que estén implicados bien el personal que trabaja en el hospital, bien el hospital mismo. Y ese criterio es recogido en los reglamentos de los propios Comités.

Pero, al parecer, las cosas están cambiando. Algunos indicios indican que no se puede despreciar el potencial judicial de la Bioética. Incluso se ha llegado a afirmar entre nosotros que los Comités no sólo habrán de facilitar el trabajo de la justicia, sino que podrían convertirse en una vía alternativa, más rápida y eficiente, para la resolución de conflictos nuevos y complejos, como, por ejemplo, los derivados de la manipulación genética, conflictos para los que aquella no está preparada36.

Es probable que, en el futuro, comités de ética y expertos individuales caminen, como hasta ahora, por vías diferentes: los comités se presentan como más aptos para ejercer una función preventiva de los litigios médicos, mientras que los consultores-expertos en Bioética parecen mejor dotados para actuar como testigos cualificados en las causas judiciales, pues no parece fácil que un órgano colectivo pueda actuar como interlocutor eficiente en la atmósfera contradictoria de los juicios, ni parece aceptable conceder a uno de sus miembros un crédito abierto para actuar como oráculo que responda a cuestiones sobre las que el comité no había llegado a un acuerdo formal37.

Los Comités de ética y su función preventiva

No parece próxima en el tiempo, ni aceptable en la doctrina, la idea del Comité de Ética como órgano judicial autónomo. Es, sin embargo, digna de estudio la función que, como amigable componedor, puede jugar el Comité en la prevención de conflictos judiciales. González Cajal ha asignado a los comités de ética la función guardabarreras de la responsabilidad profesional38. A su parecer, los comités, en su condición de expertos en ética, podrían mediar en reclamaciones por negligencia médica, ya que muchas de ellas son desencadenadas, no por las consecuencias funestas de una intervención médica, sino por lo que el paciente percibe como un fallo ético (falta de respeto, ausencia de franqueza, mentira, hostilidad o injusticia)39.

Hay experiencia positiva, en los Estados Unidos, que el comité de ética puede contarse entre las instancias de arbitraje y conciliación que reducen el número de demandas judiciales. Para ello, han de superar dos prejuicios: considerarse órganos meramente asesores, y limitarse a ser el refugio seguro y corporativista al que se acogen los profesionales en apuros. Necesitan, pues, también ganar fortaleza y rigor en materia de procedimiento, dar fundamento serio a sus recomendaciones: así su autoridad moral tendrá fuerza para imponer, por su calidad intrínseca, sus laudos. Necesitan también dejar bien claro, en la sustancia y en la apariencia, que asumen con independencia y responsabilidad su primer compromiso que es la protección justa de los pacientes y de sus derechos40.

Un aspecto sorprendente de la función preventiva de los comités de ética es el relacionado con la posibilidad de conferir inmunidad judicial al médico que sigue el consejo dado por el comité. Esta prerrogativa estaba ya incluida en la norma-modelo que, para el establecimiento de comités de ética en los hospitales, recomendó, en 1983, la bien conocida Comisión Presidencial norteamericana41. De momento, sólo la legislación de Hawaii, que dotó a los comités de ética de amplia autoridad decisoria, concedió inmunidad legal a los médicos que consultan a los comités y ponen en práctica sus recomendaciones. Fleetwood y Unger han estudiado a fondo este asunto42. Reconocen, para empezar, que los miembros de los comités de ética que actúan de buena fe y respetan el procedimiento deliberativo para la toma de resoluciones deben estar protegidos, para trabajar con libertad y eficacia, frente a la amenaza de procesos de responsabilidad judicial. Pero, lógicamente, opinan que es perjudicial conceder a los comités una autoridad tan inusitada, pues no sólo expropia injustamente al médico y al paciente de su libertad de decisión, sino que echa sobre los hombros de los miembros del comité una carga insoportable, pues no siempre tendrán la competencia técnica y de procedimiento para tomar tan graves decisiones.

A mi modo de ver, la función preventiva, o mejor, mediadora, de los comités debe ejercerse en un ámbito de la conciliación amistosa. Su eficacia crecerá si actúan, no como tribunales de justicia en miniatura, sino como instancias en las que se hace una evaluación sincera y seria de los problemas. Los médicos y pacientes implicados deberán quedar convencidos de que el comité juega limpio: de que reconoce, y que ayuda a reconocer, que se dan situaciones problemáticas y complejas, que no admiten soluciones fáciles; de que ayuda a buscar la causa de los errores y a determinar los medios para que no vuelvan a producirse; de que muchas veces no se puede llegar a la conciliación sino a través del reconocimiento del error y de la concesión del perdón.

Como ya se indicó, no parece contar con base convincente la función experta del comité, en cuanto órgano colectivo, en los procesos judiciales. La opinión corporativa de los comités ha llegado a los tribunales, no por haber sido ellos llamados a testimoniar, sino porque, una vez creados los primeros comités de ética en los hospitales de Estados Unidos, no tardaron en llegar ante los jueces casos en los que los comités habían ejercido su función asesora. Era esa una eventualidad inevitable43, a la vista de la sentencia Quinlan, y de otras después de ella, que habían sugerido que, en casos complejos, en especial aquellos en los que se contempla la suspensión del tratamiento, era más razonable consultar a los citados comités que acudir a los jueces en búsqueda de una orden o autorización judicial. Ante las resoluciones de los Comités, los Tribunales reaccionaron, como era de esperar, de modo diverso: unos las ignoraron, otros las consideraron como prueba fiable y en ellas fundaron sus sentencias, otros se reservaron la opinión. El relieve que los jueces puedan conceder a los dictámenes de los comités depende de la calidad de sus argumentaciones, de la seriedad con que se ha seguido el procedimiento deliberativo y, finalmente, de su congruencia con la moralidad interna de la medicina44.

Los Bioéticos como expertos

A juzgar por lo publicado, la idea del bioético que actúa como experto ético ante los jueces no despierta mucho entusiasmo. Las opiniones se dividen entre el rechazo o la aceptación restringida de esa idea.

Ya en 1984, Delgado y McAllen, los primeros en tratar del asunto, encontraron razones serias para considerar problemática, o incluso desaconsejable, la actuación de los bioéticos como expertos ante los tribunales45. Pensaban que el testimonio experto en materia de ética normativa se basa necesariamente en posturas subjetivas. Sospechaban que los bioéticos podrían provocar disfunciones en el sistema judicial, si, en vez de respetar la independencia de jurados y jueces, los empujaran a adoptar lo que ellos mismos dictaminan como moralmente correcto. No habría problemas, según los autores citados, si los expertos se limitaran a describir las diferentes opciones que se dan en la sociedad acerca del problema que considera el tribunal, o a ayudar al tribunal en el análisis de conceptos o argumentos complejos; pero no les parecía admisible que los expertos terminaran ofreciendo una sentencia ética final sobre la bondad o maldad de las personas, las acciones o, incluso, las normas legales. Sólo en casos muy especiales podría ser útil y fiable la intervención de los expertos, a condición de que éstos manifestaran públicamente la escuela de pensamiento a la que se adscriben.

Pellegrino y Sharpe, unos años más tarde, manifestaron mayor escepticismo todavía46. Lo hicieron tras estudiar a fondo la actuación de expertos bioéticos en algunos juicios y de preguntarse si realmente es posible y conveniente la peritación ética. Consideraban que los riesgos de la intromisión de los bioéticos eran demasiado fuertes, no sólo para la independencia de jueces o jurados, sino para la misma relación entre ley y moralidad. No les parecía aceptable que los tribunales modificaran el discurso legal con consideraciones ético-médicas, o que pudieran incurrir en un abuso de autoridad tomando partido incluyendo en sus decisiones determinados pronunciamientos morales. Los mismos autores47 reexaminaron recientemente su postura y se reafirmaron en ella, tras añadir nuevos argumentos: que la confrontación entre bioéticos que actúan como expertos de las partes en litigio amenaza la integridad de su función pedagógica, y que sigue siendo dudosa la utilidad de los expertos en Bioética como autoridades sobre normativa. Concluyeron que los bioéticos tienen un lugar más apropiado en las comisiones parlamentarias, prestando apoyo cualificado al proceso legislativo, pero que nada tienen que hacer en la sala de juicios, inmiscuyéndose en los litigios.

Una actitud negativa, todavía más radical, es la Scofield48 y Wildes49, quienes, desde argumentos distintos, muestran con fuerza la práctica imposibilidad de que, en una sociedad pluralista, pueda darse la figura de experto en ética normativa. Estos expertos deben actuar en el interior de las comunidades morales particulares, pero no en la sociedad secular que abarca una multitud de ellas. El único experto para tomar la decisión más apropiada es el individuo, pues cada uno es su propio experto moral. En todo caso, el experto en ética tendría que limitarse a ser como un cicerone que guía en el terreno moral, o como un pedagogo que da información y que explica cosas que están en los libros de ética. Pero no debe pasar de ahí. Por tanto, no hay en los tribunales lugar para el experto.

En contraste con estas opiniones escépticas, se han emitido algunas otras templadamente favorables a la participación del ético como experto ante los tribunales.

Agich y Spielman50, tras rebatir los argumentos de los escépticos y de analizar algunos casos reales de testimonio ético normativo aceptados por los jueces, tratan de determinar con sumo cuidado en qué circunstancias sería admisible ese testimonio. Piensan que es contrario a la buena técnica procesal que los tribunales lo rechazaran sin más consideración. Pero deben ser los mismos tribunales quienes determinen cuando y en qué áreas ellos necesitan la ayuda cualificada de los éticos. Es esta una cuestión empírica e intensamente dependiente del contexto de cada caso.

Fletcher51 reivindica con energía la presencia en los tribunales de los expertos en ética siempre que estén en juego problemas éticos vitales. En su opinión, debe haber en una sociedad avanzada una simbiosis entre ley y bioética: los bioéticos han de contribuir a la evolución de la ley y la jurisprudencia, pero, a su vez, necesitan que sus opiniones éticas sean sometidas a prueba en el contexto judicial. Sorprendentemente, Fletcher rechaza, como conductas inapropiadas, que los bioéticos participen como expertos de parte en juicios por mala práctica, y que ayuden a la resolución amistosa de conflictos fuera de los tribunales, pues considera que de ahí ni salen conocimientos nuevos ni se contribuye a la evolución de la moralidad. Por eso, concluye, que los bioéticos deberán participar solamente en casos que traten de problemas nuevos e importantes, que abran nuevas perspectivas. Aconseja también que los bioéticos se abstengan de percibir honorarios, pues de ese modo son más libres de seleccionar los casos y podrán mantener la necesaria independencia.

Morreim ha planteado de modo general cuál podrá ser en el futuro el papel de los peritos en ética en el contexto judicial. Aboga a favor de una participación activa, pero selectiva: en casos que plantean cuestiones nuevas sobre las que no existen ni legislación ni precedentes judiciales; o cuando se considera necesario abandonar, endurecer o cambiar las normas vigentes y crear nuevos precedentes porque las circunstancias nuevas así lo exigen; o en situaciones en las que intervienen cuestiones morales que no pueden ser dejadas de lado y que obligan al tribunal a tomar postura en un tema ético controvertido. En esas circunstancias es mejor para los jueces oír y evaluar testimonios de los expertos para apreciar cómo los valores éticos están implicados en los problemas que han de decidir, y conseguir así que sus resoluciones queden informadas por datos y razones seriamente fundados, no por argumentos leves y superficiales.

Un rasgo común puede observarse en las experiencias judiciales y en los estudios teóricos de los expertos en bioética: la repugnancia a verse involucrados en el careo judicial. No hay lugar para el pugilato entre éticos. Prácticamente todos renuncian a ser expertos de parte, para inclinarse por actuar como expertos al servicio del tribunal. La idea cuenta con fuerte apoyo. Caplan concluía en 1991 que los éticos no tienen nada que hacer en los juicios, con una excepción: cuando sea posible usar con neutralidad de la peritación ética, haciendo, por ejemplo, que el bioético testifique como amigo del tribunal52.

V. Conclusiones

No son muchas ni complejas las conclusiones provisionales que se pueden ofrecer para debate.

1. La cooperación entre bioéticos y jueces es muy deseable, pues encierra posibilidades que no pueden encontrarse fuera de ella. Requiere, de momento, un periodo largo que habría de dedicarse a incrementar, junto con el conocimiento y aprecio recíprocos, el estudio compartido de problemas. Este Seminario Conjunto parece muy bien adaptado para alcanzar esos objetivos.

2. Un campo que es familiar a médicos y jurisperitos, es el de la ética y la deontología médica, con el sistema disciplinario que le es anejo. En él, convergen ética médica y derecho. la larga historia de decisiones concordantes en la interpretación del derecho profesional médico debe continuarse en el futuro. La necesaria, y ojalá que próxima, aprobación de los nuevos Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial puede ser una oportunidad para enriquecer, en lo doctrinal y en lo práctico, las relaciones entre jueces y médicos.

3. Es necesario proceder con cautela en la elaboración de una doctrina y una praxis que determine el papel que los protocolos clínicos pueden jugar como elemento objetivizante de la lex artis médica. Hay muchas posibilidades abiertas para darles acogida en el sistema normativo legal, pero ha de transcurrir todavía un tiempo largo para que los protocolos se consoliden como guía fiable en la misma práctica clínica. Una vez que se hayan fijado los requisitos éticos y profesionales que los garanticen como guías fiables, podrán encontrar su nicho legal como garantes de la lex artis exigible a los médicos.

4. Los comités asistenciales de ética parecen muy adecuados para ejercer una función preventiva frente a los conflictos entre médicos, instituciones y pacientes. Puede ser esa una escuela insustituible para el aprendizaje de la resolución de conflictos y la preparación de documentos normativos que mejoren el ambiente ético del hospital.

5. La cooperación de los comités asistenciales de ética con el sistema judicial es una esperanza que sólo se hará realidad cuando los comités se hayan consolidado como instancias autoritativas en el ámbito sanitario y gocen del necesario prestigio institucional y social. Sería muy interesante estudiar, mientras transcurre ese tiempo de maduración, los requisitos de procedimiento para que los comités asistenciales de ética puedan actuar como expertos ante los tribunales.

6. La participación de los expertos en Bioética como peritos de parte en juicios por mala práctica no goza de aprecio entre los que poseen la necesaria experiencia. Es opinión casi universal que hay dos campos ideales de cooperación de los bioéticos a la creación de derecho y a la administración de justicia. Uno es el de cooperar con comisiones parlamentarias en la preparación de normas legales de diferente rango. El otro es actuar como amigos expertos del tribunal en la fase preparatoria o en la vista oral de los juicios.

Bibliografía y notas


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[12] Véase, por ejemplo, la STS de 16 de octubre de 1998, en la que se invoca de modo paradigmático la vigencia de las normas deontológicas corporativas, aplicables por el propio peso de sus principios lógicos, morales y éticos indiscutibles, para sustentar la obligación de informar al paciente.

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