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La destrucción de los embriones congelados: reflexión sobre una noticia

Gonzalo Herranz. Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en Bogotá, 1997.

Índice

La historia

Respuestas y comentarios

Buscando falsas soluciones

Plantar cara al problema

Mirando al futuro

Bibliografía

La destrucción de 3300 embriones que habían alcanzado la fecha de caducidad que les marcaba la ley británica no fue una noticia para entretener el ocio del verano europeo. En torno al 1 de agosto de 1996, cuando muchos se iban o venían de vacaciones, esos minúsculos seres humanos ocuparon el primer plano de la actualidad en conversaciones, artículos de periódicos, entrevistas de la radio o en reportajes de la televisión. A nosotros los médicos nos conviene reflexionar sobre lo acontecido, porque pone a prueba nuestras convicciones éticas más profundas.

La historia 

Relatar lo ocurrido es fácil. La Ley de Fecundación y Embriología Humana de 1990 establece, en el Reino Unido, que los embriones congelados pueden ser conservados por un plazo de 5 años. En consecuencia, los embriones congelados antes del 1º de agosto de 1991, día de la entrada en vigor de la ley, y que no hubieran sido usados tenían que ser destruidos antes de terminar el 31 de julio de 1995, fecha límite de su conservación.

Era obvio que ese momento tenía que llegar. Ya, al comienzo mismo del año, sonó la voz de alarma en las páginas del British Medical Journal. El 1 de mayo de 1996, el organismo que aplica la Ley de Fecundación y Embriología Humana modificó su Código, señalando que los embriones humanos nunca se conservarán más allá del periodo máximo normal de 5 años, a menos que las personas que han proporcionado los gametos, incluidos los donantes, soliciten un periodo de conservación más prolongado, que nunca los embriones humanos deberán conservarse más allá del periodo máximo especificado por estas personas, y que será excepcional prolongar el almacenamiento más allá de los 10 años. Ante la concesión de esa prórroga, los centros de reproducción asistida trataron de localizar a los progenitores biológicos de los embriones crioconservados, pues son ellos, de acuerdo con la ley, quien ha de decidir sobre el destino que se ha de dar a los embriones. No fue una tarea fácil contactar con tantos y tan dispersos. Al expirar el plazo, se había podido dar con casi las dos terceras partes de ellos. Fueron éstos los que pudieron acogerse, y lo hicieron masivamente, a la nueva normativa.

De todas formas, llegado el 31 de julio, existían unos 3300 embriones cuyos progenitores o no pudieron ser localizados, o decidieron abandonarlos. Esos embriones fueron descongelados y destruidos de diferentes modos: dejándolos morir a la temperatura ambiente, sumergiéndolos en alcohol, sometiéndolos a choque osmótico en suero salino hipotónico, para ser desechados por el vertedero o enviados al horno de incineración.

Respuestas y comentarios  

Aunque la cosa sucedió en el corazón del verano, abundaron los comentarios y también las polémicas. La prensa se encargó de sentimentalizar la ocasión. Se relataron historias de progenitores que, enterados tardíamente por la prensa, trataron, al regreso de vacaciones, sin apenas tiempo, de salvar sus embriones en el último momento; de cónyuges, separados o no, que no se pusieron de acuerdo sobre qué hacer; o que no pudieron manifestar la necesaria decisión concorde porque uno de ellos estaba imposibilitado. Una pareja londinense dramatizó retóricamente el adiós a los doce embriones que dejaba morir extinguiendo la llama de doce velas: lo curioso es que, con ese gesto tan teatral y estético, pretendía desautorizar al órgano vaticano L’Osservatore Romano, por haber calificado de masacre prenatal la masiva y legal destrucción de embriones.

El debate estaba abierto y las voces que sonaron en él fueron muchas y disonantes, como corresponde al pluralismo ético de la sociedad de hoy. Unos, estremecidos de pena, recordaron la matanza de los inocentes. Otros se quedaban tranquilos cuando los expertos les dijeron que los 3300 embriones abandonados a la muerte el 1º de agosto no alcanzan a ser sino una pequeña fracción de los que, cada día y sin que nadie derrame una lágrima por ellos, mueren espontáneamente en el útero de sus madres, por causas naturales o por efecto de la contracepción antinidatoria. Se recordaron encuestas que aseguraban que, en el sentir de la mayoría, se, puede denegar al embrión inicial, una mota de vida rudimentaria de apenas 0,2 mm de diámetro, los derechos propios de la dignidad del hombre. La conciencia de los buenos ciudadanos se aquietó cuando se cercioraron de que no se estaba haciendo otra cosa que cumplir la ley que el Parlamento, que a todos representa, había aprobado cinco años atrás.

Los médicos no se quedaron callados. Algunos de los que practican la fecundación in vitro y que son responsables de los bancos en que se conservan congelados los embriones sobrantes, declararon que la ley era demasiado rígida y que carecía de compasión. Otros, en cambio, se alegraban del carácter firme e inequívoco de la ley, pues evitaba todo quebradero de cabeza: para ellos, todo embrión no reclamado conforme a lo prescrito, era un embrión que tenía que ser destruido, pues conservarlo constituye un delito tipificado. No podían exponerse a ir a la cárcel o a que les retiraran la licencia para seguir trabajando en la especialidad por preservar unas vidas que ya no interesaban a quienes las habían promovido. Otros, en fin, decían que era comprensible que los padres que ya habían conseguido tener un hijo mediante la reproducción asistida se olvidaran de los embriones congelados: ya habían obtenido lo que buscaban.

La Iglesia no tuvo que hablar: ya lo había hecho en su día, cuando en la Encíclica Evangelium vitae, y antes en la Instrucción Donum vitae, había declarado lícitas sólo aquellas intervenciones sobre el embrión humano que respetan su vida y su integridad.

Buscando falsas soluciones 

No faltan recursos ideológicos para relajar la tensión ética del problema o para vaciarlo de contenido moral: basta, en el plano ético, inclinarse por la opinión de que los embriones humanos carecen de entidad humana, son mera posibilidad, potencialidad escueta; basta, en el plano legal, atenerse a la letra de la ley: en fin de cuentas, las leyes son ética, aunque mínima.

¡Con qué fuerza anhelan algunos que los embriones humanos fueran simples entidades prehumanas, y que pudiéramos disponer de ellos como si fueran cosas! Patéticamente lo decía un editorial de Lancet: Qué pena que no se nos ocurra una palabra que signifique “no permitir desarrollarse más allá del estadio de cuatro células”. Pero esa palabra sería, en caso de ser inventada, una palabra perversa, un truco semántico, pues es una injusticia biológica, llamar meramente cuatro células a los cuatro blastómeros que, en ese momento, son el cuerpo entero de un embrión humano. Hablaba ese mismo artículo de que algunos críticos usan las expresiones dejar perecer, morir o destruir como si estuviéramos ante un genocidio de laboratorio. Pero es un sofisma intencionado rechazar esas palabras para describir la acción real de poner término a esas vidas humanas incipiente, exactamente igual que lo hubiera sido si alguien hubiera puesto fin deliberadamente a la vida de cada uno de nosotros cuando éramos embriones de cuatro células.

También la ley ayuda a simplificar el problema, incluso a eludirlo. La ley, nos dicen, pone orden en el caos cuando determina con precisión quien tiene que decidir qué se hace con los embriones congelados: todos los demás deben quedarse al margen, no deben inmiscuirse en lo privado y conforme con la ley. Los textos legales son territoriales y ofrecen soluciones distintas en las diferentes latitudes. Que decida el médico, dice, por ejemplo, la ley española, que deja en manos del que dirige el banco de gametos y embriones lo que se hace con ellos, una vez que han transcurrido dos años de criopreservación. Pesa, pues, sobre los hombros de los directores de los Bancos autorizados la responsabilidad de darles destino. Que decidan, no los médicos, sino los progenitores: es lo que de modo indivisible e intransferible adjudica a los proveedores de gametos la ley inglesa. Ni médicos ni los progenitores: en Australia, es la mujer que ha proporcionado el oocito quien debe decidir. Esa es también la opinión dominante en Estados Unidos y la que cuenta con mayor apoyo de la jurisprudencia: ésta señala, en concordancia con la ideología del aborto, que la mujer es la dueña de la situación.

Plantar cara al problema 

Los problemas éticos no se resuelven negándolos o sometiéndolos a arbitraje legal. Hay que aceptarlos como tales y estudiarlos con sinceridad. Un método que resulta a veces muy eficaz para analizar los complejos problemas de la ética médica moderna consiste en empezar por reducir la cuestión a su núcleo más íntimo. Para eso hay que separarlos de las muchas adherencias (sociológicas, psicológicas, políticas, económicas) que los envuelven y dificultan su análisis. En su momento, llegará el turno a la consideración de las circunstancias, muchas veces de gran relevancia ética.

Nos compete, pues, analizar éticamente lo ocurrido a primeros de agosto en el Reino Unido. Y lo ocurrido fue que se dejó morir a 3.300 embriones humanos cuya criopreservación había alcanzado la fecha de caducidad legal. Lo decía crudamente un titular de Lancet: Destruido el primer lote de embriones.

Tres mil trescientos destinos humanos fueron anulados. Tres mil trescientos seres humanos, que habían sido llamados a la vida por la decisión de sus progenitores y la colaboración tecnológica de los médicos, tuvieron un fin dramático: se les había creado para vivir, pero se les destruyó. No se los había engendrado de modo casual, inadvertido, no deseado, en un arrebato erótico poco responsable. Se los trajo a la vida intencionadamente, como criaturas muy deseadas, con plena deliberación, con el auxilio del artificio técnico del laboratorio. Y, no obstante, a pesar de haberse originado de una decisión tan calculada y costosa, se los ha dejado morir.

Estoy seguro de que tanto los legisladores, al redactar la ley y aprobarla, como los padres, al recurrir a la fecundación extracorpórea, o los médicos, al aplicar sus precisas técnicas, actuaron y seguirán actuando guiados por las mejores intenciones. Y sin embargo, no han querido darse cuenta de que se estaban sobrepasando en el ejercicio de su poder, que estaban corriendo el riesgo inevitable de que, cumplido el plazo letal prefijado, tendrían que autorizar la terminación de la vida de unos seres humanos que ellos habían traído a la existencia para ser hijos, pero que, al fin, por mil circunstancias, diversas o adversas, se convirtieron en excedente de producción.

Hace años, David Ozar escribió en contra del abandono de los embriones humanos congelados. Y lo hizo argumentando desde dos posiciones distintas: desde el punto de vista de los que piensan que tenemos la obligación de respetar la vida del neoconcebido, pues éste tiene, desde el instante mismo de la fecundación, el derecho de no ser matado; y desde el punto de vista que sostiene que el embrión no tiene derechos morales, pues los embriones, incluidos los congelados, no son titulares de derechos, sino simples cosas que son poseídas por otros.

No hace falta desarrollar la primera opinión, concepcionista, del derecho a la vida, que nos impone la obligación de ayudar al embrión a realizar su plena potencialidad de hombre. Conviene, sí, reconsiderar la segunda opinión. Los médicos y los padres que han traído al mundo un embrión, aunque consideraran que su embrión no tiene ningún título intrínseco a ser respetado, no pueden eludir, sin embargo, sus responsabilidades con respecto al uso que hacen del embrión que han creado y a las consecuencias que se derivan de su conducta si lo destruyeran. Pues la ética común, incluso la ética de mínimos, si es auténtica, esto es, si no está embriagada de autonomismo, exige que la vida humana sea siempre conservada y protegida. El médico no puede ser indiferente ante su doble compromiso: el compromiso general de respetarla para cumplir con las reglas de la humanidad, y el compromiso específico de velar por las vidas humanas en estado de precariedad para cumplir con las reglas de la medicina. Este compromiso le obliga de modo particular ante aquellas vidas humanas que él ha contribuido a crear. Los progenitores no pueden abandonar al hijo embrionario, eludiendo así su deber de responsabilidad paterna, de ser protectores de quien ellos han procreado.

Destruir embriones congelados es una de las cosas que endurecen el corazón de la sociedad. Es paradójicamente irresponsable crear arbitrariamente embriones humanos, congelarlos y después destruirlos. La sociedad favorece el crecimiento de su violencia interior cuando da por buena y legal la práctica de hacer embriones humanos en número excesivo porque es económico y eficiente, para después destruirlos porque es igual de económico y eficiente deshacerse de los que han sobrado. No sabemos si y en qué medida el acostumbramiento a la destrucción periódica del lote de embriones “caducados” cada año contribuirá a incrementar la tolerancia a la violencia en la sociedad, pero sería insensato afirmar que la cosa ni tiene importancia ni consecuencias.

Mirando al futuro 

Algo quedó patente por esta vez: la destrucción de esos embriones despertó la conciencia de muchos, que se han replanteado su actitud ante lo que parecía una aplicación tecnológica rutinaria e inocente, y que ha resultado ser para ellos un grave problema humano y ético, al que hay que encontrar solución. El alargamiento a diez años del plazo legal de conservación autorizado en el Reino Unido sirve simplemente para retrasar a agosto de 2001 la patata caliente de la decisión que no se ha querido tomar ahora. Quizá para entonces estemos en mejores condiciones de enfrentarnos al problema. Pero una cosa está clara: si no se toman decisiones ahora, el paso del tiempo contribuirá a multiplicar las dimensiones éticas del problema.

Los seres humanos no se pueden tratar a granel, como si cada individuo no fuera valioso, inconmensurablemente valioso. Quienes persistan en la práctica de la reproducción asistida no ignoran que el problema creado por los embriones sobrantes es evitable: bastaría con no crear in vitro más embriones que los que van a ser implantados inmediatamente. Y ese número ha de ser compatible con una gestación que pueda llegar a su término en el respeto a la vida de hijos y madres. Ese es un requisito de buena profesionalidad. Del mismo modo que es una falta seria de competencia inducir deliberadamente gestaciones de excesivo grado de gemelaridad, que crea riesgos para hijos y madres: hoy se dispone de los medios de control suficientes para que se produzcan esos embarazos multigemelares. La Asociación Médica Mundial ha dicho recientemente palabras muy duras contra la reducción embrionaria selectiva.

Médicos y presuntos padres deberán comprender que la procreación responsable, incluida en cualquier caso la variante in vitro, exige una aceptación incondicionada de los hijos. Nunca la descendencia producida in vitro es propiedad de quienes la originan o la conservan. Nunca el interés de la ciencia, de la sociedad de un particular puede prevalecer sobre la dignidad e identidad de un ser humano. La condena ética de la llamada reproducción asistida se basa tanto en el atentado a la dignidad de la procreación que es la manipulación artificiosa de la transmisión de la vida humana, como en el modo violento en que se trata al ser humano embrionario in vitro. Esos embriones humanos son, cosa que se tiene intensa y deliberadamente olvidada, hijos: hijos de un hombre y una mujer. Y lo son en ese estado de particular vulnerabilidad y de potencial abandono que es la situación in vitro. Son seres humanos ordinarios, que afrontan los trabajos y los días que todos nosotros, para llegar a ser lo que somos, hemos tenido que afrontar. Cada uno de nosotros hemos necesitado ineludiblemente ser embrión y empezar nuestro existir humano en esa forma mínima, pero repleta de fuerza y promesa.

Por ser humanos, a los hijos embrionarios de los hombres no se les puede tratar como se trata a los embriones de los animales. Imponer al embrión humano un destino zoológico es dar un resbalón más por la cuesta abajo de la deshumanización de la medicina reproductiva. La fecha de caducidad de los embriones destruidos en el Reino Unido señaló un mínimo histórico del respeto a la dignidad humana.

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