Material_Eutanasia_Suicidio

La eutanasia y el suicidio con ayuda médica

Gonzalo Herranz, Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra
Ponencia en Seminario “Hacia una Ciencia con Conciencia”
Asociación Cultural Albores
Hotel Wyndham Old San Juan
San Juan de Puerto Rico, 9 de noviembre de 2001, 15:30 a 17:30

Índice

Introducción

A. Evolución histórica y cultural de los movimientos pro-eutanasia (mpe)

B. Intangibilidad de la vida humana: razones de la ética médica

1. Respetar la vida terminal es parte de la vocación médica

2. La eutanasia no es cosa de médicos

3. La eutanasia destruye la ética y la ciencia de la Medicina

C. Situación creada por las leyes permisivas: Holanda, Bélgica, Oregón

D. Conclusión: redescubrir el valor de la vida terminal

Introducción

De eutanasia se puede estudiar y debatir horas y horas. La bibliografía sobre este decisivo asunto es inmensa. Por eso, el primer problema que se nos presenta es acotar el campo de lo que yo haya de decir, aunque después, en la sesión de preguntas, nos podamos interesar por muchos otros aspectos de este tema fascinante.

Voy a referirme a tres cuestiones.

La primera se refiere a la evolución y a los rasgos culturales de los movimientos en favor de la eutanasia. Experimentaremos su presión y su presencia, es seguro, mientras vivamos: conocer su mentalidad y su ideología nos ayudará a participar con más conocimiento de causa en el interminable debate social que provoca.

La segunda es una argumentación sobre la intangibilidad de la vida humana terminal desde la perspectiva de la ética médica. Nos mostrará que la ética profesional de la Medicina nunca ha sucumbido, como lo ha hecho buena parte de la Bioética, a la tentación de relativizar el valor de la vida humana en ese momento de precariedad final. Es más, aceptar la eutanasia sería romper la fibra ética y científica de la Medicina.

La tercera cuestión tratará de describir las consecuencias que la aceptación legal de la eutanasia provoca en la práctica de la Medicina.

Estas consideraciones nos llevan a una conclusión: la necesidad de redescubrir el valor humano y ético de la vida terminal, que encierra a la vez la grandeza y la miseria de cada ser humano.

Una advertencia: aunque la eutanasia y la ayuda médica al suicidio presentan notables diferencias morales y jurídicas, presentan también profundas coincidencias. Por lo que a nosotros concierne esta tarde, y para dar más sencillez a mi exposición, diré simplemente eutanasia para referirme a ambas.

A. Evolución histórica y cultural de los movimientos pro-eutanasia (mpe)

Los movimientos que propugnan la eutanasia nacen y se desarrollan en conexión estrecha con ciertas actitudes ideológicas y giran en torno a determinados motivos temáticos. Por eso es fácil llegar a conocerlos bien.

Es importante tener una panorámica general de la historia de los mpe, pues esa historia nos muestra dos cosas importantes: cuán constante en sus objetivos es el activismo pro-eutanasia, y cuán adaptable se muestra a las circunstancias de tiempo y lugar para cambiar sus motivos y sus tácticas a fin de hacer presión sobre la opinión pública y activar su proselitismo.

Como no puedo ofrecer un estudio sistemático y ordenado de los mpe, voy a limitarme a destacar algunos episodios e ideas más significativos de esa historia.

Para conocer su historia externa será suficiente con fijarse en los dos mpe más antiguos, uno europeo y otro norteamericano, que ha sentado precedente.

La Voluntary Euthanasia Society (VES), del Reino Unido. Nació en 1935 y lo hizo, de un modo típico, con mucha publicidad y con el apoyo complaciente de algunos intelectuales y artistas de vanguardia. Y, curiosamente, también de algunos eclesiásticos progresistas. Nunca le ha faltado a los mpe la complicidad de parte del establishment social. Allí estaban Julian Huxley, Herbert G. Wells, George B. Shaw, el canónigo Dick Shepherd, y el creador del movimiento, el Dr. C. Killick Millard, un médico-higienista de mentalidad iluminada y tenaz.

A lo largo de su historia, la VES inglesa ha atravesado graves crisis: ha alternado fases de gran actividad con caídas en la parálisis; se ha escindido en ramas cismáticas y ha vuelto a unificarse; ha sido víctima de directivos demasiado celosos que no se limitaron a propagar las ideas, sino que pasaron a la acción y, contra la ley vigente, se dieron a administrar la muerte dulce a muchos pacientes, incluidos algunos que no la habían solicitado. Tuvo por ello que cambiar de nombre, a fin de recuperar una cierta imagen social: pasó a llamarse Exit durante algunos años, aunque recientemente volvió a su nombre original. Hoy, la VES inglesa se autodefine como un grupo de presión que busca, por medios democráticos, la legalización de la eutanasia: quiere que los adultos competentes, con dolores insoportables y en fase terminal, puedan poner activamente fin a sus vidas con ayuda del médico. En su página de Internet, la VES declara que no ofrece información sobre modos de provocar la muerte, porque no es un club de suicidas. La VES inglesa puede servir de patrón para los mpe europeos.

En los Estados Unidos, los mpe han seguido una historia paralela en algunos aspectos, pero no en otros. La Euthanasia Society of America, fundada en 1938, se convirtió en 1976 en la Society for the Right to Die, y, en 1991, en Choice in Dying, a fin de presentar una imagen pública más favorable. Como es típico en la sociedad americana, el movimiento original se ha escindido en numerosas organizaciones independientes, tales como Americans for Dying with Dignity, Compassion in Dying, Doctors for Mercy, y la conocida Hemlock Society USA.

Ésta es la más influyente. La fundó en 1980 Derek Humphry, el famoso autor de Final Exit, una guía para la práctica del suicidio. Hemlock se presenta como activa defensora del derecho del paciente a escoger como morir con dignidad, a controlar por sí mismo las decisiones en torno al final de su vida. Hemlock se ufana de haber influido decisivamente en la aprobación de la Ley de Oregón sobre el suicidio con ayuda del médico.

Los mpe están distribuidos de modo muy irregular en el mundo. Según los datos de esa Federación Mundial están establecidos en los países desarrollados, especialmente en los anglosajones: Estados Unidos, Inglaterra y Escocia, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En Europa, los mpe están implantados en Alemania, Bélgica, España, Finlandia, Francia, Luxemburgo, Noruega, los Países Bajos, Suecia y Suiza. En otros continentes, los mpe son muy pocos y actúan en Sudáfrica y Zimbabwe, en Israel, en India, Japón y Singapur, y, finalmente, en Colombia, donde la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente es muy activa e influyente. En otros países, los mpe, después de una existencia breve y precaria, se extinguieron por falta de liderazgo o por rechazo social.

La presencia más activa de los mpe en los países avanzados parece denunciar la existencia de alguna relación entre mentalidad pro-eutanasia y ciertos factores económicos y culturales. La mentalidad pro-eutanasia arraiga más en las capas sociales más elevadas. En ellas, es menor la tolerancia al sufrimiento y más refinado el sentido de la calidad de la vida. No es fácil que los mpe atraigan a personas que luchan a diario por sobrevivir y que con poco se conforman, o a las que encuentran consuelo para la adversidad en la religión y en los vínculos fuertes de la familia extendida.

Es interesante, en este contexto, destacar que Ez. Emanuel ha señalado una correlación estrecha entre los altibajos del activismo pro-eutanasia y los ciclos económicos: ha observado que el interés social por la eutanasia tiende a crecer en tiempos de recesión económica, cuando, por efecto de la ética individualista, se aplican políticas discriminatorias contra los grupos socialmente vulnerables y se disuelven los vínculos sociales y comunitarios.

Pero no son sólo esas situaciones de crisis las que impulsan socialmente la mentalidad pro-eutanasia. El crecimiento de los mpe depende también mucho de la explotación mediática de algunos acontecimientos (sociales, políticos o judiciales) que son hábilmente manipulados para cambiar la opinión pública y aumentar el número de los afiliados: casos dramáticos de enfermedad terminal, episodios de ensañamiento terapéutico que provocan indignación y difunden un miedo difuso a la medicina, relatos conmovedores en los que se muestra la eutanasia como algo muy humano y compasivo, sentencias judiciales que sientan precedente y favorecen la aceptación social de la eutanasia como algo justo. Los medios de comunicación se encargan de reblandecer la resistencia moral a dar muerte a un semejante, y presentan la muerte por compasión como algo justo, virtuoso y éticamente obligado.

Los cambios históricos no se refieren sólo a lo organizativo y externo. Afectan también a la ideología y a las motivaciones. En los primeros tiempos, la eutanasia era ofrecida como muerte compasiva, como remedio último y necesario para aliviar el dolor insufrible. Pero ese motivo no puede ser invocado hoy, cuando es ya muy eficaz el tratamiento del dolor y de los otros síntomas de la enfermedad terminal.

Hoy las motivaciones de la eutanasia son más complejas y variadas: unas pueden atribuirse a la mentalidad autónoma del hombre, emancipado y cerrado a la trascendencia, que se hace dueño exclusivo de su propio destino y lo determina autónomamente como señor absoluto de su propia vida. Otras responden al espíritu eficientista que desea una sociedad formada por individuos dinámicos, productivos, individualistas, que se valen por sí mismos y que consideran degradante depender de otros. Otras se originan en la filosofía hedonista, que, al rechazar el sufrimiento como algo inmoral y degradante, concluye que hay vidas tan dolorosas que ya no son vida y se hacen indignas de ser vividas.

Son muchos los elementos que componen la ideología pro-eutanásica moderna.

En el campo jurídico la aplicación dura del argumento jurídico de necesidad ha llevado a considerar la muerte dulce como solución irreprochable para las carencias de una vida precaria y dolorosa y que, al tiempo que admite que la compasión es móvil fuerte que justifica poner fin a la vida de un ser querido, ya que es capaz de arrastrar con la fuerza de algo invencible y fatídico. No faltan quienes, desde el campo de los derechos humanos, hablan de un derecho a morir y a ser matado. El derecho a la eutanasia es incluido entre los derechos humanos más fundamentales, pues no es más que un elemento del derecho a la vida.

En el campo cultural se habla abiertamente de la excelencia y dignidad moral de la eutanasia, como algo superior y avanzado, al tiempo que se considera que el respeto incondicional a la vida y la misma noción de sacralidad de la vida humana son ideas obsoletas, reliquias de un pasado religioso ya superado.

En el campo de la medicina, la eutanasia es presentada como remedio compasivo del sufrimiento y como medio para dignificar el proceso de morir, evitando la dura prueba de la dependencia y la precariedad. Además, la eutanasia elimina el temor de caer en el abuso tecnológico, en el encarnizamiento terapéutico, al tiempo que aligera el gasto sanitario.

La dialéctica de los mpe se apoya en tácticas persuasivas, en la manipulación del lenguaje: ha puesto en circulación numerosos términos ambiguos o engañosos, sintagmas nuevos de éxito fugaz, pero que envenenan el lenguaje y contaminan el pensamiento. Se trata de expresiones tales como decisiones médicas en torno al final de la vida, liberación compasiva, ayuda a bien morir, abandono benigno de la atención médica, terapia eutanática, muerte dulce, muerte compasiva, morir con dignidad, terminación indolora del sufrimiento, tratamiento humano, sobredosis medicamentosa legalmente autorizada, muerte compasiva por monóxido de carbono, o por inanición, supresión de nutrición e hidratación como tratamiento indicado, etc.

Quiero terminar esta breve descripción de la evolución histórica y cultural de los mpe aludiendo a un rasgo que me parece significativo: el elitismo de los movimientos pro-eutanasia

Los promotores de la muerte digna tienden a autodefinirse como una minoría selecta e ilustrada. En la mentalidad pro-eutanasia, dignificar la muerte quiere decir tanto suprimir la vida minada por el sufrimiento físico o moral, como rechazar la vida dependiente. Los enemigos de la dignidad del hombre son el sufrimiento moral, el dolor físico, la incapacidad de valerse por uno mismo, la pérdida del autocontrol.

El derecho a morir con dignidad se invoca como un derecho a evitar que la prestancia humana sea socavada por la invalidez extrema, la dependencia, la miseria biológica o emocional. La dignidad humana, en la mentalidad eutanática, es algo ligado a la apariencia física y a la dignidad social. Es herencia directa de la antigüedad pagana, en la que poseer dignidad consistía en tener clase, dinero, prestancia física, títulos, influencia. Es la antípoda de la dignidad ontológica, propia de la mentalidad pro-vida, que es intrínsecamente poseída por todo hombre, inalienable, inmune a las influencias de fortuna o de gracia, refractaria al proceso de enfermar y morir.

La medicina paliativa ha arrinconado la noción de eutanasia como liberación del dolor insufrible. Por eso, el activismo pro-eutanasia, cuando ya no está justificada la idea de matar para liberar del dolor, se ha visto obligado a tomar una dirección nueva: la dignidad del morir consiste ahora en el dominio absoluto de uno sobre la fase final de la propia vida. En el nuevo contexto, el médico tiene muy poco que hacer, pues el enemigo no es ya la enfermedad avanzada, con sus dolores, sino la pérdida de la autosuficiencia, la imposibilidad de vivir independiente, la humillación de renunciar a la propia imagen social hasta entonces prestigiosa y estética.

En años recientes, los mpe vienen propugnando la reivindicación del derecho a morir dignamente como la coronación del progreso ético, propio de personas de visión penetrante e ideas avanzadas, que forman una elite cultural, una minoría liberada de prejuicios y supersticiones.

Late, por ello, en el fondo de la mentalidad pro-eutanasia, una noción más bien aristocrática de calidad de vida. Algunas encuestas han mostrado que hay una estrecha correlación entre clase social y grado de autoestima intelectual, por un lado, y adhesión al activismo pro-eutanasia por otro. Los promotores de la eutanasia se presentan a sí mismos como la levadura en la masa, como líderes y liberadores que transformarán la sociedad. Sus argumentos y ejemplos van, si no selectiva, sí preferentemente dirigidos a grupos selectos e influyentes. No es, por ello, sorprendente, saber que, en Estados Unidos, el apoyo a la eutanasia sea marcadamente más bajo entre los ancianos, los afroamericanos, los pobres y los que practican la religión, que en las clases más privilegiadas. No es de extrañar que, hoy como antaño, ciertos políticos, artistas o escritores sean seducidos por esta mentalidad y la publicidad que lleva anexa.

Es preocupante este sesgo elitista, que equipara dignidad humana con calidad de vida y aspiración a la excelencia. Se instaura así la tiranía de la calidad de vida: cuando ésta decae por debajo de un nivel crítico, la vida pierde aliciente: deja de ser un bien altamente estimable, carece de valor y no merece ser vivida. Y esa es una idea peligrosa.

Ya sé que hoy se tiene por cosa de poco gusto conectar la eutanasia liberal de nuestros días con la Gnadentod de la Alemania nazi. Pero sería un error olvidar la historia. Leo Alexander, hace justo 50 años, al estudiar la eutanasia nazi, advirtió que todo empezó con unos comienzos mínimos. Todo consistió al principio en una sutil desviación, en aceptar que, en el plano teórico, existen vidas que no son dignas de ser vividas. Dice Alexander que la minúscula palanca que activó todo aquel cambio de mentalidad fue la actitud hacia el enfermo no rehabilitable. Y ahí es donde estamos debatiendo hoy.

B. Intangibilidad de la vida humana: razones de la ética médica

En Medicina son muchos y muy apasionantes los problemas sobre los que hay que reflexionar, debatir, escribir y hablar. El de la eutanasia es uno de los más significativos, uno de los más trascendentes: no es exagerado afirmar que de la postura que la profesión médica tome ante la eutanasia depende la esencia de la Medicina del futuro.

El debate sobre la eutanasia divide el ánimo de los médicos, lo mismo que divide a la sociedad. Puede ocurrir que algunos médicos permanezcan todavía perplejos e irresolutos ante este grave problema, pero me parece que a ninguno, con sangre ética en las venas, el tema le sea indiferente.

A pesar de lo que dicen algunos medios de comunicación, forma parte de las convicciones profesionales de la inmensa mayoría de los doctores la certeza práctica de que la eutanasia no es solución médica para ningún problema de sus enfermos. Es esa una convicción reflexiva, madurada, que no ha rehuido la consideración atenta de los pareceres opuestos que, desde Hipócrates, ha entrado a formar parte de los códigos de ética profesional. Para muchos médicos, además, el rechazo de la eutanasia es también parte de sus certezas religiosas.

¿Por qué, desde el punto de vista de la ética profesional de la Medicina, no debería legalizarse la práctica de la eutanasia? Las razones son muchas. Por limitaciones de tiempo, voy a hablar sólo de las que me parecen más significativas.

1. Respetar la vida terminal es parte de la vocación médica

Los médicos somos muy diferentes unos de otros. Hay, por el mundo, modos muy dispares de practicar la Medicina, pero hay una vocación común: “la vocación del médico –dice el artículo 1 de los Principios de Ética Médica Europea– consiste en proteger la salud física y mental del hombre y aliviar su dolor en el respeto por la vida y la dignidad de la persona humana”. De esa vocación, de ese núcleo ético común de respeto por la vida y la dignidad de las personas, emana el rechazo de la eutanasia.

Que la eutanasia y el ensañamiento terapéutico son conductas incompatibles con la ética médica lo afirman las dos Declaraciones de la Asociación Médica Mundial (de 1988 y 1992) sobre la materia. Y lo reiteran, con fórmulas muy diferentes, los códigos de ética y deontología médica de países de todos los continentes. No se detecta ni una fisura en esa común tradición, de la que forma parte también el mandato positivo de aliviar el sufrimiento y de aplicar los remedios paliativos. De modo significativo, las Reglas de Conducta para los Médicos, de la progresista Real Sociedad Holandesa de Médicos, guardan silencio sobre la relación del médico con el paciente terminal, un silencio que quiere decir mucho.

Esta rara unanimidad, en el tiempo y en el espacio, sobre la intangibilidad de la vida humana que se acerca a su fin natural tiene que hacernos pensar. Por muy diferentes caminos (por argumentos utilitaristas, por vocación sanadora, por imperativo moral, por adhesión a las tradiciones profesionales), se llega, en las diferentes áreas culturales, a la misma y firme conclusión: la eutanasia no es una intervención médica. No es muy propicio el tiempo en que vivimos para proponer y defender normas morales absolutas, monolíticas. No sólo no están de moda: el posmodernismo dominante huye de las convicciones éticas duras. Hay que concluir que ese mandato de respeto a la vida terminal pertenece al núcleo de la profesión médica. Es ésta una afirmación basada en pruebas, una especie de referéndum mundial votado por los médicos en sus códigos de ética profesional.

Hay, obviamente, por el mundo médicos, los Kevorkians y los Cohens, activistas encarnizados de la eutanasia. Según algunas encuestas, no faltan médicos que para sí tienen que esas intervenciones podrían ser toleradas en situaciones muy excepcionales, trágicas y difíciles de evaluar, pero que piden a Dios no encontrarse nunca con ellas.

2. La eutanasia no es cosa de médicos

Los relatos publicados por un pequeño número de médicos holandeses que han practicado la eutanasia nos los muestran llenos de dudas y perplejidades, indecisos, casi paralizados, entre la aceptación intelectual de la eutanasia y la repugnancia existencial de poner fin a una vida humana. Nos dicen que lo han pasado muy mal.

En contraste con esta actitud, renuente e incierta, de los médicos ante la eutanasia, los teorizantes de la muerte digna, entre los que abundan los profesores de filosofía moral y derecho penal, no sólo aprueban esas intervenciones liberadoras, sino que sienten entusiasmo por ellas, hasta el punto de declarar que, si supieran practicarlas, no tendrían inconveniente en administrar la eutanasia o ayudar a suicidarse a quienes se lo pidieran.

En un artículo de apariencia leve y mensaje profundo, un profesor canadiense de medicina interna y ética médica parte de esa actitud desenvuelta de los filósofos para ofrecernos una propuesta tan brillante e inteligente como éticamente inaceptable. Propone que se conceda a los filósofos la autorización legal para practicar la eutanasia. Que sean precisamente esos convencidos y racionales activistas de la muerte digna, y no los médicos, quienes hagan el trabajo. No les costaría mucho aprender las listas de fármacos eutanáticos capaces de provocar la muerte dulce, las dosis necesarias en cada caso, las vías de administración, e incluso el modo de tratar los efectos indeseados de esos tratamientos.

Tienen los filósofos, a juicio del profesor canadiense, todas las ventajas: ni han hecho un juramento profesional de respetar la vida como hemos hecho los médicos, ni están obligados por los códigos de ética profesional. Por añadidura, los pacientes no perderían confianza en los médicos, pues siempre podrán estar seguros de que lo nuestro es exclusivamente restituir la salud y preservar la vida, nunca acabar con ella.

Además, la toma de decisiones sería mucho más rápida y expeditiva: en contraste con los médicos, tan lentos y dubitativos cuando evalúan los casos singulares, los filósofos parecen pisar terreno firme a la hora de determinar quienes, y quienes no, son tributarios de la eutanasia, o cuando es, y cuando no es, aceptable ayudar a otro a morir. Por lo que escriben y hablan, lo ven todo claro. Esa clarividencia de los filósofos aseguraría que la ley nunca sería burlada o incumplida por interferencias emocionales: su pensamiento lúcido, preciso como una cuchilla de afeitar, inmune a lo irracional y a los prejuicios de la experiencia, evitaría los errores.

De la propuesta del profesor canadiense, tan brillante y llena de humor como cínica y rechazable, se deduce una consecuencia sólida: que, en caso de que la eutanasia fuera despenalizada, los médicos somos, de todos cuantos poblamos la tierra, los menos idóneos para encargarnos de poner fin a la vida de los enfermos.

3. La eutanasia destruye la ética y la ciencia de la Medicina

¿Qué pasaría si entrara en vigor una legislación que autorizara la eutanasia, que despenalizara en la práctica el homicidio por enfermedad?

A algunos, la respuesta que doy a esa grave pregunta les parece demasiado fuerte, exagerada. Pero, a pesar de sus argumentos, la mantengo sin enmienda. En caso de exagerar, exagero del lado de la verdad.

Mi respuesta es esta: la legislación tolerante de la eutanasia, por muy restrictiva que pretenda ser en el papel, no sólo embrutecería a los médicos que no objetaran a ella, sino que a la Medicina entera la dañaría en su ética y la empobrecería en su ciencia.

Empecemos por el cálculo de las consecuencias científicas. La capitulación del médico ante la eutanasia, ¿causaría efectos indeseados para la ciencia de la Medicina? Pienso que sí. Pues, si los médicos trabajaran en un ambiente en el que se tuvieran como alternativas igualmente válidas la de tratar al paciente o poner fin a su vida, esos médicos se irían volviendo indiferentes hacia determinadas situaciones clínicas difíciles y hacia determinados tipos de enfermos. Decaería lenta pero inexorablemente la calidad de la atención médica. Además, y a largo plazo, se mustiaría la investigación en vastas áreas de la Patología.

Pongamos unos ejemplos. Si un médico llegara a la conclusión de que la muerte dulce es un remedio eficaz y económico para los pacientes que con enfermedad de Al­zheimer en fase avanzada, ¿cómo podrá sentirse motivado a participar en estudios sobre las causas y mecanis­mos del envejecimiento cerebral, en ensayos clínicos que buscan tratar y rehabilitar a pacientes que sufren demencia profunda? O, si al paciente con cáncer diseminado y terminal se le ofrece la cooperación al suicidio como terapia correcta de su enfermedad, ¿quién se va a interesar por los mecanismos de la diseminación tumoral, por la corrección de los trastornos metabólicos induci­dos por los mediadores de la caquexia, o por intervenciones que busquen prolongar y dar calidad a esa vida? Lo mismo podría decirse de la investigación sobre la prevención y corrección de los defectos hereditarios del metabolismo o del desarrollo. ¿Qué interés podrá tener aplicar los conocimientos de la investigación genómica al tratamiento de esas enfermedades metabólicas o malformativas, cuando la eutanasia neonatal o el aborto eugénico ofrecen la posibilidad de desentenderse de ellas y sus víctimas a muy bajo costo?

Estoy persuadido de que la investigación en Medicina puede sufrir un empobrecimiento cuando algunos de sus problemas más acuciantes y difíciles son absorbidos en la euta­nasia.

Tratemos de calcular ahora la decadencia ética que amenaza a la Medicina cuando se despenaliza la eutanasia. Las cuentas no son difíciles de echar.

Pienso que es posible distinguir, en ese proceso de decaimiento ético, cuatro etapas.

La primera corresponde al tiempo de aplicación rígidamente restrictiva de la norma legal. Despenalizar la eutanasia empieza por significar que la muerte compasiva y sin dolor es una forma excepcional de tratamiento que sólo es lícito aplicar a ciertas situaciones clínicas en extremo dramáticas, desesperadas, bajo el control estricto y minucioso de las condiciones señaladas por la ley.

La segunda fase corresponde al periodo de habituación. Tras un tiempo, corto en años de acatamiento de la ley, de modo inevitable, la acumulación de casos va privando poco a poco a la eutanasia de su carácter excepcional. Se va implantando lentamente la idea de que la eutanasia no carece de ventajas, que es una intervención terapéutica aceptable y eficaz. Tan eficaz, que los médicos no deberían rehusarla a los pacientes que la solicitaran. Entre otras razones, porque la eutanasia, en comparación con los cuidados paliativos, es, sin lugar a dudas, más rápida, estética, económica e indolora. Para ciertos pacientes especiales, la eutanasia, la muerte dulce, se erige en un derecho exigible y que no debería serles denegado; para los allegados del paciente, la eutanasia es una tentación para verse libres de preocupaciones y molestias; para ciertos médicos, es un recurso sencillo que ahorra tiempo y esfuerzos; para los gestores sanitarios, siempre obsesionados por reducir gastos, una intervención de óptimo cociente costo/eficacia.

Se llega a la tercera fase cuando las decisiones en torno a la muerte se hacen cosa ordinaria en virtud de la popularización de los testamentos de vida y las decisiones anticipadas, o de la implantación de leyes de autodeterminación de los pacientes. Se da entonces el riesgo real de que médicos y enfermeras, fascinados por ideales de justicia y eficiencia, se conviertan en mandatarios subrogados de los pacientes terminales. Ante un paciente incapaz de expresar su voluntad y que no la ha expresado anticipadamente, razonan así: “Es horrible vivir en esas condiciones tan precarias. Eso no es vida. Yo no que­rría vivir así. Es preferible mil veces la muerte. Lo mejor para este caso es la eutanasia”. Para quien acepta de corazón la eutanasia voluntaria, la eutanasia no voluntaria es una consecuencia inevitable, aunque no ignore que la ley exige la petición lúcida y libre del paciente como condición necesaria para la legalidad del acto eutanático. Ese requisito legal queda subjetivamente eclipsado por el imperativo de justicia, de coherencia moral, de quien considera que la eutanasia es un genuino acto médico.

La cuarta fase se alcanza con la eutanasia involuntaria. El sesgo utilitarista, inherente a la actitud eutanática, lleva a ciertos médicos a concluir que el deseo, tácito o expreso, de ciertos pacientes de seguir viviendo es irracional, pues tie­nen por delante una perspectiva de vida detestable, improductiva o abusivamente costosa. Ese médico razona así: las vi­das de ciertos pacientes capaces de tomar decisiones son tan carentes de calidad, exigen gastos tan elevados, consumen tanto tiempo y dedicación de médicos y enfermeras, que no merecen la pena, no son dignas de ser vividas. El deseo de seguir viviendo de esos pacientes es un deseo injusto, que provoca un consumo irracional de recursos económicos y humanos. Hay mil destinos mejores en que emplear ese dinero y ese esfuerzo la­boral. En el contexto de la eutanasia beneficiente, es muy fácil expropiar al paciente el derecho a decidir por sí mismo: otros, con mayores conocimientos, deciden por él y por su vida.

¿Es este modelo de cuatro fases una criatura de ficción o es, en realidad, un cálculo basado en datos? Estimo que una descripción realista de lo que ya está sucediendo en Holanda y Bélgica, ese gran laboratorio social donde se ensaya la eutanasia, nos puede dar la respuesta.

C. Situación creada por las leyes permisivas: Holanda, Bélgica, Oregón

En los lugares donde se introduce la eutanasia se observa un lento pero imparable proceso de brutalización de los médicos que la consideran éticamente aceptable. Esos médicos se vuelven cínicos e insensibles.

En los Países Bajos, la práctica de la eutanasia es expansiva. De año en año se le encuentran más aplicaciones. Lo afirman, además de las cifras estadísticas, engañosas por lo bajas, algunas sentencias judiciales y los relatos de los propios médicos. La eutanasia, sólo autorizada por ley para quien la pide libre e insistentemente, se aplica también a quien es incapaz de solicitarla. Curiosamente, esa práctica ilegal ha recibido la bendición de los jueces. Los médicos que han infringido la ley, por haber dado la muerte dulce a neonatos malformados, a niños con daño cerebral, a pacientes con depresión, a ancianos con pulmonía, a enfermos comatosos, a dementes seniles o a individuos sanos pero cansados de vivir, todas ellas condiciones no previstas por la ley, recibieron al término de los procesos judiciales no sólo la absolución, sino la felicitación de los jueces: sus actuaciones habían servido para poner de manifiesto las imperfecciones de la norma legal.

El Comité nombrado por el Fiscal General de Holanda ha informado en más de una ocasión que sus investigaciones revelan que los médicos sólo notifican a la autoridad una parte, menos de la mitad, de los casos de eutanasia que practican, cuando la Ley les obliga a dar parte de todos. De las encuestas anónimas hechas a los médicos, se deduce que el paciente interviene en el proceso de decidir el final de su vida en apenas la mitad de las ocasiones, pues en el 40% de los casos eso no es posible a causa del estado debilitado de su consciencia. Pero, un dato es más alarmante: al 10% de los pacientes cuya vida fue terminada por médicos generales no se les invitó, pudiendo hacerlo, a participar en tan trascendente decisión: los médicos, por razones paternalistas, pusieron fin a sus vidas sin advertir de ello a sus enfermos. Esos médicos sospechaban que, si se hubiera advertido a los pacientes que se les iba a administrar la muerte dulce, éstos habrían podido oponerse a ser víctimas de una eutanasia no solicitada.

Es todavía más sorprendente observar que la práctica de aplicar la eutanasia involuntaria no es exclusiva de Holanda. Se practica con mayor intensidad todavía en la región de Flandes, en Bélgica, y en Australia. Como es sabido, la eutanasia no ha recibido aprobación legal en esos dos países. Pero, así se afirma, la sociedad, incluidos ciertos médicos y jueces, al igual que ocurre en los Países Bajos, da por aceptable que los médicos pongan fin a la vida de sus pacientes cuando estiman que esas vidas carecen de valor.

Ante estos abusos flagrantes, pero no perseguidos, de la ley, la Real Sociedad Holandesa de Médicos viene recomendando desde 1997 a sus asociados que abandonen la eutanasia en favor de la ayuda médica al suicidio, inmune a muchos de los malos usos que se denuncian de la eutanasia legal.

La experiencia holandesa muestra de modo evidente que, en materia de eutanasia, no es posible poner límites legales a los abusos reales. La eutanasia es facilitada por la mezcla de diferentes factores que actúan sinérgicamente: la compasión mortal del médico, la fatiga de la familia, el desgaste de los mecanismos de control social, el sentimiento de abandono o de baja autoestima del paciente. En un ambiente de aceptación social de la eutanasia, la compasión del médico se desvirtúa, se vuelve instintiva e irracional, y termina por justificar conductas que ya no respetan la libertad y conciencia del paciente ni el juicio objetivo y profesional de la buena práctica médica.

Entre las cosas que nos enseña la experiencia holandesa está esta: que la eutanasia sustituye a la Medicina. Lo dicen los números: Si ponemos en lenguaje común, y no en el técnico-jurídico de la ley holandesa, los motivos para la práctica de la eutanasia, nos encontramos con que si sumamos los 3000 casos declarados de eutanasia voluntaria, los casi 400 de suicidio con ayuda médica, los 1000 de terminación de la vida sin petición del paciente, los 3000 en los que se administró tratamiento con la intención de anticipar la muerte y los 17000 en los que la muerte se produjo por no iniciar o suspender tratamientos con la intención explícita de acelerar la muerte, nos encontramos con un total que se acerca a 24000 de casos que, en el ancho mundo, son tenidos por casos de eutanasia. Vienen a representar algo más de una de cada cuatro muertes. Es decir, que en más de la cuarta parte de los pacientes que cada año mueren en Holanda, los médicos han sustituido la medicina paliativa y la atención terminal por el eficiente recurso de la eutanasia.

La mayoría de los médicos holandeses no viven ya en una cultura ética hipocrática. Se sienten pioneros de una nueva ética, más racional y liberada. Pero, con sus colegas de Flandes y Australia, están solos y actúan de contraejemplo. Cuando hace cinco años, se planteó en el Reino Unido por quinta vez a lo largo del siglo XX la posibilidad de legalizar la eutanasia, el Presidente de la Comisión de la Cámara de los Lores nombrada al efecto tuvo la sabia intuición de que, antes de hacer recomendaciones al Parlamento, era necesario conocer de cerca el experimento holandés. Se desplazó, con los miembros de la Comisión, a los Países Bajos y tras unas semanas de visitas a hospitales, contactos con médicos generales, entrevistas con autoridades profesionales y judiciales, llegaron a la sencilla conclusión de que la eutanasia debería seguir siendo delito en el Reino Unido. La razón que dio la Comisión fue tan sensata como elemental: no se puede autorizar legalmente la eutanasia porque es imposible controlar después su práctica ilegal.

Cuando las leyes parecen aplicarse con un poco de seriedad y control, cual parece ser el caso del programa legal de suicidio asistido por el médico, la Death with Dignity Act, vigente desde 1997 en el Estado de Oregon, las cosas muestran una cara muy diferente, aunque no deje de ser dolorosa. Se han visto allí varias cosas. Que la ayuda al suicidio no tiene que ver en general con la Medicina: la razón de pedir ayuda al suicidio radica más en motivos psicológicos (sentirse el paciente una carga para los demás, perder independencia), que en causas ligadas a la enfermedad (dolor y síntomas del cáncer avanzado). Que cuando se ofrece tratamiento paliativo, se retractan la mayor parte de las peticiones de ayuda al suicidio. Que la Ley de 1997 respondía, más que a las necesidades reales de la gente, a la intoxicación de la opinión pública con eslóganes pro-eutanáticos de Hemlock y a la mentalidad progresista de algunos legisladores. Un análisis nos revela lo siguiente: ha habido en Oregón, en los tres años de vigencia de la Ley, un total de 20700 muertes por cáncer. Si, como decían las encuestas, el 66% de la población de aquel Estado estaba seriamente a favor del suicidio asistido, podría calcularse una cifra potencial de 13000 solicitudes de ayuda al suicidio. Que se hicieran solamente en esos tres años 96 solicitudes formales de ayuda al suicidio y que sólo se consumaran 69 de ellas, hace pensar que la normativa legal carece de relación con las necesidades reales de los pacientes terminales. Aunque no es un dato estadísticamente fuerte, merece la pena señalar que la única variable demográfica ligada a la petición de suicidio fue el nivel de educación: a medida que se elevaba el nivel de educación, se incrementaba la probabilidad de solicitar la ayuda al suicidio. Una prueba más, aunque débil, del carácter elitista de la mentalidad pro-eutanasia.

En la respuesta que acaba de dar a la petición de inmunidad judicial para la persona que ayudara a la Sra. Diane Pretty a suicidarse, la Asociación Médica Británica resume muy bien el pensamiento institucional de los médicos sobre la eutanasia. “La Asociación –dijeron sus líderes– se opone a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica. Acepta, sin embargo, que los pacientes puedan rechazar tratamientos que tratan de prolongar sus últimos días. Y acepta también que las intervenciones que buscan mantener libres de dolor a los pacientes puedan disminuir la duración calculada de sus vidas. Pero la Asociación considera que la eutanasia no sólo es ajena al ethos tradicional y a la orientación moral de la Medicina, sino que, si fuera aceptada, cambiaría de modo irrevocable el contexto de la atención de salud que se presta a todos los pacientes, pero especialmente a los más débiles y vulnerables”.

D. Conclusión: redescubrir el valor de la vida terminal

Los enfermos desahuciados y los moribundos se presentan como un enigma para todos: para allegados y extraños, para médicos y enfermeras. Son un enigma, porque nos imponen la difícil tarea de descubrir y reconocer, bajo su apariencia biológicamente empobrecida, toda la dignidad de un ser humano.

Para una mirada que sólo ve las apariencias, la enfermedad terminal, tan acompañada en ocasiones de dolor, angustia y ansiedad, y decadencia biológica, tiende a eclipsar la dignidad del enfermo: la oculta, incluso parece haberla destruido. Así como gozar de salud nos da la capacidad de alcanzar una cierta medida de plenitud humana, estar gravemente enfermo limita, de modos y en grados diferentes, esa importante dimensión de la dignidad que es la capacidad de desarrollar el proyecto de vida que cada uno de nosotros abrigamos.

No es difícil para el médico cooperar a la restauración de la salud de su paciente mientras hay esperanza de curación. Pero es arduo para muchos médicos reconocer el valor de su trabajo cuando, en el trance de la enfermedad terminal y del proceso del morir, no hay ya lugar a aquella esperanza. Los alumnos de medicina y los médicos jóvenes son educados para vencer la enfermedad y tienden a considerar la muerte como un fracaso, a la vez científico y económico. Tienden a pensar que la enfermedad incurable, y, en mayor grado todavía, la enfermedad terminal y dolorosa, pueda tener interés alguno. Formados en una cultura médica dominada por la fisiopatología, les cuesta comprender que la enfermedad terminal no consiste sólo en trastornos moleculares o celulares que ya no tienen arreglo, sino también en el problema humano de dar sentido al morir.

Con ello ignoran uno de los aspectos más humanos y profesionales de la Medicina. Uno de los creadores de la Medicina paliativa lo decía muy bien. Afirmaba que, a su juicio, el argumento médico y humano más fuerte contra la eutanasia es el uso que él había visto hacer a muchos pacientes, y a sus familias, de los días finales de su existencia, una vez que el dolor y los otros síntomas son mitigados. La espera de la muerte estaba llena de serenidad. Añadía que eliminar, mediante un acto de muerte compasiva, esa última oportunidad de expresar la dignidad personal equivalía a privar a la familia y a la sociedad del valor único que se concentra en los días y horas últimos de una vida humana.

La eutanasia subvierte la tradición ética de las profesiones sanitarias. Estas han nacido y han crecido impulsadas por la fecunda idea de comprender que los débiles son importantes, que poseen plenamente la dignidad de todo hombre. Esta idea de origen cristiano, no es difícil intuirlo, informó el progreso y expansión de la Medicina. Ser débil era título suficiente para recibir respeto y protección. Incluso, el ser débil económicamente dejó de ser marca de discriminación para la atención médica. En este sentido, la socialización de la medicina constituye un gigantesco esfuerzo histórico de justicia, de homenaje a la dignidad humana de todos. Hoy, sin embargo, ese esfuerzo parece afectado de una intensa fatiga ética. Se habla abiertamente de reducir los costos, ciertamente gigantescos, de la atención de salud; de racionar la atención médica, de estratificar los cuidados, no según su coeficiente de beneficio/costo, sino según las condiciones socio-económicas de los pacientes (edad, capacidad de pagar, estado de salud).

La Medicina corre así el riesgo de convertirse en un instrumento de ingeniería social. Pero esa es una idea totalmente extraña a la ética de la atención de salud. Lo específico de médicos y enfermeras es ayudar, con sus conocimientos y habilidades, a los seres humanos que viven la crisis de perder su vigor físico, sus facultades mentales, su vida.

Creo que conviene insistir en esta idea: el respeto por la dignidad del hombre, toma en Medicina, una forma peculiar y específica: el respeto a la vida debilitada. La medicina paliativa se justifica por el reconocimiento de la fragilidad final y extrema del hombre que no puede ser abandonado, pues hacerlo sería someterlo al más hiriente desprecio.

Res sacra miser. Un ser sagrado y miserable. Con esta denominación de origen cristiano-estoico se expresa de modo magnífico la especial situación de la humanidad del enfermo terminal. Traduce de maravilla la coexistencia inseparable de lo sagrado y digno de toda vida humana con la miseria causada por la enfermedad. Cuando al enfermo se le considera a esta luz, como algo a la vez digno y miserable, hemos encontrado el fundamento último de la ética de la medicina, la condena más fuerte que pueda concebirse de la eutanasia.

La eutanasia y la ayuda médica al suicidio están poniendo a prueba la verdadera humanidad de los médicos y de todos los hombres. Para superar esa prueba tiene el médico el apoyo firme de la ética intemporal que se inscribe en la misma naturaleza del acto médico. Y todos tenemos el recurso de la fe cristiana. Lo decía de modo memorable el Beato Josemaría Escrivá: “Salvarán este mundo […] no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas y de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre”. Y añadía, anticipando el lema de este Seminario, que “la fe es […] certeza de que ni la ciencia ni la conciencia […] pueden aceptar razones de mentirosa eficacia”.

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