Material_Familia_Artificial

La familia artificial

Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia en el Instituto de Pedagogía y de Ciencias de la Educación, Universidad Panamericana
México D.F., 24 de marzo de 1993

Índice

Introducción

1. El ethos contraceptivo-abortivo y sus consecuencias para la familia

2. La producción artificial de niños

Gracias por la invitación. Palabras de circunstancia

Introducción

He de comenzar afirmando que no soy experto en ciencias de la familia. Me dedico a la Bioética: pero he ofrecido para charlar esta tarde con ustedes, entre otros, el tema de la familia artificial porque creo que en torno a los problemas que se engloban bajo ese título se encuentran algunos de los más serios desafíos que la secularista sociedad contemporánea ha lanzado a la tradición moral cristiana.

Me limitaré a decir cosas muy sencillas y, sospecho que  conocidas de todos, pero sobre las que conviene reflexionar, conversar y hacerse preguntas tenazmente. Se trata de asuntos muy importantes. No digo que esta noche,  al terminar, se vayan todos ustedes a telefonear cada uno a sus amigos y fijar un día para hablar de estas cuestiones durante horas. Pero, insisto, voy a hablarles de asuntos que exigen respuesta, cuestiones a las que hay que plantar cara, que obligan a tomar posiciones. Espero que a alguno le pueda convencer de que es urgente sacudir la indiferencia de tantísima gente, y también el embobamiento en que a algunos le ha sumido la artificialización de la procreación humana y de la estructura familiar.

Porque mucha gente está como fascinada, sin reaccionar apenas, ante los cambios que ha experimentado y que sigue experimentando, cada vez más deprisa, la familia. Las encuestas y las investigaciones sociológicas nos dicen, con la verdad relativa que es propia de las encuestas y de los trabajos de campo de la sociología, que la familia clásica -con padre y madre, casados por la Iglesia, con tradiciones y con valores, con hijos numerosos, donde cada uno es querido como es, tal como Dios lo hizo-, es cada vez menos frecuente, hasta el punto de que se afirma que es especie amenazada de extinción. Son cada vez más numerosas las familias artificiales, -las de sólo Registro civil o ni eso siquiera, las uniones que la legislación progresista llama estables, las que han dado en llamarse uniparentales, los fragmentos familiares resultantes del divorcio, los nucléolos familiares con ningún hijo-; y en las que se entra, no por la puerta del contrato matrimonial, sino como resultado de un ensayo de convivencia sin compromisos de unidad, estabilidad o fidelidad; donde los hijos no son recibidos como un regalo de Dios, sino como producto de una planificación deliberada.

Más aún: a un número creciente de personas no les parece mal que eso de constituir una familia no sea ya una cuestión del amor que, poniendo a Dios por testigo, se prometen de por vida un hombre y una mujer. Para muchos, constituir una familia es un asunto que, con sus restricciones o permisividades, van modulando cada vez más decisivamente los parlamentarios, los jueces, los sociólogos y los médicos. Sus leyes, sus sentencias, sus estadísticas o su tecnología ejercen hoy sobre la familia una influencia tremenda, la determinan, la transforman.

De hecho, la familia ha cambiado: de un modo casi increíble y en muchísmos aspectos. Hay países en que el mismo derecho de familia que se aplica a la familia clásica se aplica a las uniones entre sujetos del mismo sexo; en que ya no se es padre o hijo por la cruda y fuerte verdad biológica, sino porque uno declara simplemente al Registro Civil la mentira de que es padre del niño fabricado mediante inseminación artificial por donante; en que los padres pueden rechazar a sus hijos, antes o inmediatamente después de nacer, porque consideran que no son suficientemente aceptables, deseados o sanos; donde los médicos no sólo están autorizados, sino que pueden verse obligados, a administrar anticonceptivos o a practicar abortos a quien se lo pida con suficiente energía, incluidas, y  sin conocimiento de sus padres, las menores de edad. Lo que dicen el derecho o la sociología sobre la familia ha cambiado de modo increíble en los últimos treinta años.

Pero, como no soy ni jurista ni sociólogo, sino médico, voy a limitarme a considerar sólo unos pocos aspectos del problema: la artificialización de la familia que ha sido protagonizada por ciertos médicos: en concreto, los que  piensan que entre los fines de la Medicina se incluyen la programación de la sociedad, la imposición de un modelo cientifista de familia. Hace unos años, Peter Singer y Deane Wells -él el enfant terrible del progresismo ético; ella, parlamentaria en Camberra- publicaron un libro titulado “La Revolución reproductiva. Nuevos modos de hacer niños” para contar la historia de como los médicos han jugado un papel decisivo en poner al alcance de la gente los medios para hacer la familia artificial. Apenas prestan atención al elemento más revolucionario de toda la artificialización de la familia: la contracepción, y su programación a escala masiva en China mediante la política del “hijo único”. Pero, no sé si comprensible o paradójicamente, en el libro de Singer y Wells no se habla ni una sola vez de la familia: sólo se habla de parejas, especialmente de las infértiles. Si se menciona a los padres es a propósito de la posibilidad de clonar hijos o de su participación en la decisión de aplicar técnicas de ingeniería genética. La maternidad de la que se habla es  la surrogada de las mujeres que alquilan su útero. Probablemente porque el modelo simple de fecundación in vitro podría parecer extremadamente conservador, se habla con más extensión de la fecundación in vitro “más allá del caso sencillo”, de la donación de gametos o de embriones; de la fecundación in vitro para mujeres solas o parejas lesbianas, y otras posibilidades de la moderna combinatoria.

Me referiré esta tarde a sólo un par de cuestiones. No hay tiempo para más. Pero creo que será suficiente para persuadirnos de que la familia artificial, la que, vista desde la Medicina, es resultado de ciertas manipulaciones reproductivas, no da resultado, es una no-solución, una anti-solución.

Los dos puntos que voy a tocar pueden pacecer contradictorios, pero responden, como veremos, a una única mentalidad: la mentalidad de dominio, por la que el hombre se hace dueño del destino y se autoriza a sí mismo a crear o suprimir vidas humanas. El primero de esos puntos es la restricción de los nacimientos por medio de la anticoncepción y el aborto. El segundo, se refiere a la producción artificial de niños.

1. El ethos contraceptivo-abortivo y sus consecuencias para la familia

Empecemos por hacernos una pregunta: la mentalidad contraceptiva, ¿tiene algún efecto para la estructura y la vida familiar? La respuesta es, a mi modo de ver, un  rotundo Sí. En la Encíclica Humanae vitae, Pablo VI describe proféticamente la demoledora influencia de la mentalidad contraceptiva sobre los esposos: conviene leer esos puntos de la Encíclica de vez en cuando. Basta ver lo que pasa en nuestra sociedad contemporánea para convencernos de que cómo el ethos contraceptivo ha erosionado las relaciones entre padres e hijos, ha llenado de frivolidad las relaciones sociales, ha banalizado la infidelidad matrimonial. Todo empezó, como todas las cosas, con unos comienzos pequeños: cuando, hace ahora treinta y cinco años, algunos médicos empezaron a ensayar la píldora anovulatoria y los otros medios de la moderna anticoncepción, con la idea de controlar el tamaño de la población de ciertos países -o de ciertos grupos raciales incluidos dentro de sociedades avanzadas-, no sospechaban que fueran a tener sus ensayos unos efectos tan enormes sobre las familias comunes. Hoy, en casi todos los ambientes, incluso en los nominalmente cristianos, para la gente tener hijos no es ya cuestión de recibir los que Dios mande. En un mundo en el que muchos viven de espaldas a Dios y en el que el hombre ha alcanzado un dominio técnico de los procesos reproductivos, los hijos ya no son ni un don ni una bendición. Son algo que se programa, se planifica, se ensaya. Se tienen los hijos que se desean y a esos se los tiene cuando se los desea. La anticoncepción, tal como la entiende la mayor parte de la gente, no tiene nada que ver -ni técnica ni psicológicamente- con la regulación responsable de la natalidad. Tiene mucho que ver, como lo demuestra el número creciente de esterilizaciones que se practican, con el egoísmo, la fascinación del bienestar, el rendirse sin condiciones a la “ortodoxia neo-maltusiana”. Hoy, para mucha gente, cada niño tiene un contravalor económico. No es el fruto de un acto de amor, de una querida y consciente participación en el poder creador de Dios, sino el resultado de solucionar con habilidad presupuestaria las antinomias que se plantean a prácticamente todos los estratos sociales en los países avanzados y a las clases medias de los pueblos en desarrollo, “o niño o segundo coche, o niño o viaje de placer, o niño o apartamento en la playa”. El niño se ha convertido en un producto más del muestrario en que el hombre y la mujer expresan su prestigio.

La mentalidad anticonceptiva se ha consolidado en el seno de algunas sociedades tan firmemente que empiezan a manifestarse algunas consecuencias preocupantes. La llamada familia nuclear (papá, mamá y el varoncito o, cuando más, la parejita) es una manifestación del egoísmo y de la falta de alegría de vivir de la sociedad contemporánea. Prácticamente en ningún país de Europa se alcanza la tasa de 2 hijos por familia. Esto significa que crece el número de las familias (¿se les puede llamar familias?) que tienen un hijo solamente o que han decidido no tener hijos. ¿Por qué? Porque en la TV, el cine y las revistas se nos cuenta más o menos abiertamente como los que han decidido no tener hijos ni son menos felices, ni menos maduros, ni menos equilibrados que los que son padres. Y, además, se lo pasan muchísimo mejor. Resulta, al fin, que son más inteligentes, porque siempre podrán tenerlos, una vez que han disfrutado a tope de la vida o han culminado su carrera profesional sin el engorro de cuidarse de unos mocosos. No se dan cuenta que están poniendo las bases de una sociedad en la que, si no se corrige pronto esa tendencia egoísta, cambiarán radicalmente las relaciones humanas. En tres generaciones, resulará un cuadro de pesadilla: los niños no tendrán hermanos, ni primos hermanos. la maravillosa influencia de unos sobre otros an el ambiente familiar, esa estupenda escuela de convivencia generosa y de maduración del carácter, habrá desaparecido. Por contraste, los niños crecerán en un extraño mundo de adultos: con una expectativa de vida de ochenta años, cada niño, si la familia va bien y no se rompe en fragmentos, tendrá, además de sus padres, sólo abuelos y bisabuelos: por ningún lado habrá ni tíos ni tías. El modelo es alucinante, porque constituye una pirámide invertida, en la que el niño es el vértice, con dos padres, cuatro abuelos, y ocho bisabuelos.

La cultura contemporánea, agresivamente consumista y cerrada a lo trascendente, fomenta en nosotros hasta un extremo del que no somos conscientes, la necesidad de satisfacer de inmediato nuestros deseos y nuestras necesidades, reales o inventadas. El ambiente social nos está gritando: ¡No! ¡No hay futuro, no hay cielo! ¡Esta vida es la única oportunidad, y no hay otra! y nos empuja a ser profundamente egoístas. Las estadísticas demográficas lo dicen claramente: el descenso de población de algunos países avanzados denuncia con claridad que crece el número de los que piensan en serio que tener hijos es un mal negocio, casi una esclavitud, que se lleva consigo mucha libertad, bastantes posibilidades de gozar de la vida y también mucho dinero. Los hijos no le dejan a uno vivir libre ni viajar. Le cargan a uno de responsabilidades y le dejan anclado a una mujer o a un marido, pues actúan como un factor de estabilidad matrimonial, demasiado débil, muchas veces, pero real. Los hijos son, sobre todo para la mujer, un freno para el ascenso profesional. Criar a los niños es un engorro, con su rutina de despertares nocturnos, de llantos imprevistos, de enfermedades y de falta de sosiego en casa. Y, en un tiempo en que el divorcio es posible y fácil, se corre el riesgo de quedarse, el divorciado o la divorciada, “compuesto o compuesta y con hijos”. Para la mentalidad egoísta de tantos hombres y mujeres contemporáneos nuestros, la solución es la familia artificial, es decir, la que resulta de sustituir el matrimonio genuino por los sucedáneos llamados pareja estable o unión a prueba, donde el ideal de la familia numerosa es ridiculizado, donde irá imponiéndose en amplios sectores la noción de que el número ideal de hijos es cero, donde la educación es encomendada al omnipotente Estado del bienestar.

Quiero comentar aquí algo que me ha impresionado mucho y que tiene que ver con la familia y la educación. Hay en Suecia una ley de “Mejores servicios de atención a los niños”. Algo muy pareceido, parece ser, será planteado en algún momento del mandato del Presidente Clinton en los Estados Unidos, donde se reanudará la discusión de un proyecto de Ley, la Ley ABC (Act for Better Child Care Services), que lleva unos años archivado. La cosa es bien sencilla: para ganar más dinero, y tener más dólares para poder comprar las cosas que anuncia la tele, es cada vez mayor el número de las mujeres quieren tener un trabajo bien remunerado. Eso no estaría mal si se hiciese compatible con llevar adelante la familia. Pero, paradójicamente, en estos tiempos de desempleo, los empleos han de ser cada vez más absorbentes y competitivos. Hoy, más que nunca, tener trabajo significa hoy trabajar a tiempo completo, incluso con horas extra. Al Estado eso le parece muy bien, porque así se puede quedar con una buena parte de ese dinero, pues a mayores salarios, mayores impuestos. Pero si esas mujeres tienen un hijo y quieren trabajar un horario normal para ganar un salario que valga la pena, tienen que encontrar a alguien que cuide del niño. Aquí es donde viene la ley: como hay suficiente experiencia acumulada de que hay guarderías y escuelas que funcionan mal, y las que funcionan bien suelen ser caras, el Estado -propone la ley- se encargará de montar una red de guarderías y escuelas de alta calidad, que cubra todo el territorio nacional, donde todos los niños recibirán los mismos cuidados y educación, satisfaciendo unos altos estándares mínimos de calidad, igual para todos: el mismo alimento para el cuerpo y para la mente. Uno de los requisitos esenciales de tales instituciones será la prohibición de enseñar religión, ya que no todos los padres tienen la misma fe, incluso, muchos no tienen ninguna. Y eso es lo que manda la separación de poderes. Entre los educadores “oficiales” está bastante extendida la opinión de que la religión se la ha de escoger cada uno más adelante, cuando ya sea una persona mayor. Imponerla a los niños es condicionar su libertad y sembrar la semilla de muchas neurosis y frustraciones, en lo personal, y de  violentas divisiones y fundamentalismos intolerantes, en lo social.

En realidad, piensan los nuevos ingenieros sociales, sólo el Estado es quien está de verdad capacitado para ser el papá de todos, el educador de todos. La idea que está detrás de esas guarderías y escuelas es que vamos hacia la constitución de una sola y gran familia humana, en la que la ciencia dictará qué es lo que hay que enseñar y cómo. Los hijos de los trabajadores -y todos somos trabajadores- lo aprenden todo en la nueva escuela.  La educación, toda la educación, incluida la sexual y excluida la de la religión, es monopolio del gobierno. A casa, los niños van sólo a jugar.

En cierto modo, todo esto huele bastante a cosa vieja: hace ya más de 40 años, C.S. Lewis habló de cosas semejantes en su libro  “La Abolición del hombre”. Pero lo verdaderamente nuevo, y terrible, es que el primer proyecto de ley americano estaba tan astutamente redactado que mereció la aprobación de gran número de asociaciones familiares y de entidades religiosas y educativas. Sólo la Conferencia de los Obispos Católicos protestó contra el proyecto y se movió con energía para conseguir que fuera archivado. Reaparecerá en el momento más propicio, disfrazado bajo otra apariencia.

La anécdota revela a mi parecer dos cosas: que la gente parece casi dispuesta a vender su propia alma para obtener ventajas materiales. Dicen los funcionarios del Estado: “Nosotros nos quedamos con tu hijo. Tú olvídate de él y dedícate a trabajar y a ganar dinero”. Lo terrible es que la gente acepta, porque ya no quiere a fondo a sus hijos: no les quiere como a personas a las que hay que tomar totalmente en serio y de cuya educación nadie puede responsablemente desentenderse.

Voy a ofrecer para explicar este fenómeno una hipótesis bastante audaz. Me parece que en el fondo de toda esta tremenda abdicación de la función educadora de los padres está la mentalidad contraceptiva. El daño fundamental de la contracepción no está en los riesgos biológicos, ni en la falsificación psicológica que es el amor contraceptivo. Sólo a Dios corresponde juzgar a quienes la practican. Pero estamos viendo ya sus efectos sobre la familia y la convivencia humana. La contracepción ha sustituido en la mente de muchos la noción del hijo como don que se recibe de Dios y destinado a la libertad de ser un hijo de Dios, por la noción de hijo como producto programado, que entra en el juego económico de ganancias, impuestos y gastos permisibles. Del mismo modo que el Estado, mediante su política sanitaria y sus presupuestos anuales, se encarga de nuestra salud, se encargará, mediante los presupuestos de enseñanza, de dar la educación a nuestros hijos. El Leviatán estatal va camino de alcanzar el dominio monopolístico de la educación, lo mismo que va camino de hacerse con la exclusiva de los cuidados de salud.

Antes de pasar adelante una advertencia: si esto puede ser una realidad antes de cuatro años en los Estados Unidos, lo tendremos antes de quince años, de una forma más o menos disimulada, en la legislación de muchos otros países.

Volvamos ahora a donde habíamos quedado. Hay un aspecto de la contracepción que merece ser comentado: la inevitable continuidad entre anticoncepción y aborto. Aunque son acciones moralmente distintas, es cierto, tienen psicológicamente una raíz común: son ambas formas de despreciar al ser humano débil, de declararlo no deseado e impedir que sea concebido o, si por fallo o imprevisión fue concebido, impedir que nazca y siga viviendo. Además, en la cruda realidad de los procesos biológicos, se da una estrecha conexión entre ambos procedimientos. Hace falta ser muy despistado o muy cínico para ignorar hoy que son abortifacientes algunos procedimientos que tácticamente, para anestesiar la sensibilidad moral del público, la industria farmacéutica y las grandes agencias de planificación familiar llaman simplemente anticonceptivos: algunos productos hormonales, los DIUs, la mifepristona. Ha habido un deliberado borramiento en la conciencia social de la barrera, moralmente significativa, que separa anticoncepción y aborto precoz. A mucha gente se la ha convencido de que si es normal que un hijo puede ser no deseado, se le puede no desear con tanta intensidad que, si la anticoncepción fallara, se debe recurrir al aborto como última barrera anticonceptiva. E. E. Baulieu, el promotor de la píldora abortiva, ha creado la noción de contragestión, una habilidosa contracción del término contragestación, para englobar, bajo una denominación nueva y no traumática, fácil de aceptar por todos, todo el conjunto de procedimientos de contracepción abortiva y de aborto farmacológico. Él pretende con  esta nueva palabra que desaparezca de entre nosostros la tensa guerra ideológica en torno al aborto, y se alcance para todos la paz social.

En un ambiente ético infiltrado por la ideología contragestativa, el niño vale en la medida en que es deseado y para lo que es deseado. El amor a los hijos entra en crisis profunda: no faltarán las ocasiones en que los padres -ante la falta de trabajo, la necesidad de renunciar a un proyecto material largamente acariciado-, no podrán evitar el pensamiento de que tal o cual hijo es, por encima de toda otra consideración, un error de cálculo, un fallo de programación, que obliga a renunciar a ciertas aspiraciones materiales o a aplazar un proyecto determinado. Peor aún, un hijo puede ser percibido por los otros miembros de la sociedad como un descrédito: es tonto tener hijos cuando hay sobradas razones, o simplemente alguna razón, para no tenerlos. Otras veces, el hijo es programado para resolver un problema. Se lo diseña como una pieza de recambio: para ocupar el lugar del hijo muerto o que va a morir a corto plazo a consecuencia de una enfermedad incurable, o para utilizarlo como donante de médula ósea para la hermanita que sufre leucemia. 

En un clima social en que los hijos se calculan y se deciden, se hace particularmente doloroso o humillante el que un crío salga torpe, o feo, o simplemente llorón, psicológicamente no encantador. ¿A qué se debe la epidemia que se extiende por el mundo occidental de malos tratos infantiles, de sevicias e, incluso, de abuso sexual? La mentalidad de dominio tiende a despersonalizar a los niños. Sus mismos padres pueden ya no considerarlos como seres humanos a los que hay que profesar un respeto ilimitado, sino como animalitos domésticos o como objetos de los que se dispone caprichosamente. Los padres tienden a ejercer con intensidad creciente un derecho de propiedad y uso sobre sus hijos: el progreso de dignificación de las relaciones humanas, en general, y de las intrafamiliares, en particular, que había operado el progreso económico, se ha detenido o se ha venido abajo en la sociedad de bienestar neomaltusiana. La ideología del hijo como producto que se programa tiende a cosificar al hijo.

Y como la familia es de una pieza, hay también una inevitable conexión entre la mentalidad anticonceptiva-abortista y la eutanasia. Cuando en una sociedad son muchos los que creen que tener hijos es un error ingenuo, las consecuencias socioeconómicas tardan unos años en llegar, pero llegan inexorablemente, al seno de las familias y a todo el tejido social. Algunos economistas y expertos en sociología de la familia se han puesto a pensar en lo que ocurrirá si no cambian a tiempo las tendencias demográficas actuales. La carestía de nacimientos -nos dicen- causará graves perturbaciones a todos los niveles de nuestra economía. Las primeras víctimas serán los padres de ninguno o de muy pocos hijos. Serán decenas de millones los adultos con la desgracia de terminar sus días sin tener a su lado nadie que les quiera de verdad, sin hijos ni nietos. Hay quien ha sugerido que, ante la falta de apoyo familiar para una fracción tan grande de la sociedad, debe instituirse una solución eficaz, del tipo de la eutanasia, que podría aplicarse voluntariamente a quienes la solicitaran o, incluso, involuntariamente al cumplir determinada edad. Y eso no por la simple razón económica de que la población activa, poco numerosa entonces, se resistirá a sacrificarse y prescindir de sus gastos de diversión y bienestar para subvenir a las necesidades de los ancianos y de los improductivos. Es que en una sociedad egoísta, el anciano enfermo crónico, que vive solo, que no tiene familiares próximos que cuiden de él, es, como demuestra la incipiente experiencia holandesa, uno de los candidatos naturales para la muerte por compasión.

La falta de aprecio por la vida humana de los parientes viejos es la simple extensión y consecuencia de la falta de aprecio por la vida humana naciente que es el aborto. Se han cumplido ya en algunos países europeos los 20 años de la promulgación de las leyes despenalizadoras del aborto. Los efectos de esos 20 años de desprecio legal de la vida son ya muy marcados en la sociedad y en la familia. Al aceptar mucha gente -los partidos políticos, los creadores de la opinión pública, algunos pensadores muy influyentes- con toda frialdad que el aborto es algo moralmente irrelevante, algo habitual que ha entrado en las costumbres admitidas, la sociedad se ha hecho “oficialmente” indiferente o agnóstica ante el valor sagrado de la vida humana, de cualquier vida humana. La sociedad está preparada para que le digan que hay una cosa que queda por hacer: determinar cuáles son las vidas humanas que valen poco o que valen mucho menos de lo que cuestan, a fin de que se autorice legalmente su eliminación. Entran entonces en el mismo saco de vidas para desechar las que se calculan como molestas, costosas o simplemente indeseadas. Un amigo mío inglés, excelente filósofo, me decía que el aborto y la eutanasia han unificado su grito de guerra: al ya clásico “Todo niño, un niño deseado” se ha añadido ahora “Todo anciano, un anciano deseado”.

Termino aquí la primera parte de mi intervención. La verdad es que ha resultado un tanto apocalíptica. Hay días en que parece que uno no tiene mucha inspiración. ¡Qué le vamos a hacer!

En la segunda parte, quiero aducir datos y argumentos para demostrar que la producción artificial de niños no es la solución para los problemas de la familia.

2. La producción artificial de niños

Como hemos visto, hay en el mundo mucha gente que, pudiendo tener hijos, no los quiere: los evita o los destruye. Y, paradójicamente, hay a su lado muchos otros que quieren tenerlos, y no pueden. Y si los primeros confían en la eficacia de los medicamentos y artilugios mecánicos de la contracepción y en la catástrofe humana del aborto, los últimos ponen sus esperanzas en las técnicas de la reproducción asistida para recibir de ellas el alivio de su esterilidad. Las técnicas de reproducción asistida están haciendo mucho por artificializar la familia, y lo están haciendo de modo sutil pero eficiente.

La reproducción asistida, en particular la fecundación in vitro, conmovió, hace unos años, a la opinión pública mundial. Hoy se habla menos de ella. Pero, todos lo recordamos, podrán contarse con los dedos de una mano los logros de la Medicina que hayan tenido tanta y tan buena prensa. La embriagante mezcla de triunfo científico y de felicidad familiar con que los periodistas presentaron en sociedad a los niños probeta ha dejado una huella muy profunda. Cuando se publicó la Instrucción vaticana Donum vitae estalló un clamor de protesta contra lo que se consideró un documento rígidamente moralista e insensible a uno de los más profundos problemas humanos como es la esterilidad matrimonial. Hoy las cosas se han serenado: el anunciado triunfo de la reproducción asistida sobre la esterilidad humana  no se ha producido. Pero son pocas las voces que se levantan para evaluar el procedimiento en sí y los efectos que de modo insidioso está creando como impulsora de la familia artificial.

Eso es posible porque hay una especie de pacto de silencio en torno a ciertos aspectos de la reproducción asistida, un pacto de no dañar el prestigio social de esa tecnología. Se filtran las noticias (la mujer menopáusica convertida por la ciencia en una feliz madre de 50 años, la dura represión contra el Dr. Jacobson por haber inseminado con su propio semen a 75 mujeres, etc.) para rendir tributo a los inagotables recursos de la tecnología reproductiva o manifestar que los compromisos éticos de la especialidad son tomados en serio. Apenas se habla ya de niños artificiales. Sólo unos pocos, entre moralistas, psiquiatras y grupos feministas, sigue prestando atención a los problemas éticos, jurídicos y psicológicos de la reproducción asistida. La sociedad en general parece haber digerido el problema.

Se ha dicho que la fecundación in vitro ha dado a muchos matrimonios, junto al hijo deseado, la estabilidad que había estado a punto de quebrarse. Pero lo cierto es que, en al menos ocho de cada diez matrimonios que acuden a la FIVET, la técnica fracasa. Truncadas sus ilusiones, se hace  muy difícil soportar un futuro matrimonial cerrado a la procreación. Perdida la ilusión del hijo deseado, muy frecuentemente, el matrimonio se rompe o queda fuertemente traumatizado por el estigma social de la infertilidad.

Que tal fracaso produzca gran sufrimiento moral es lógico: la reproducción de laboratorio ha nacido y se ha desarrollado en un contexto biotecnológico. Quienes las han diseñado y las aplican apenas prestan atención a la naturaleza somatopsíquica y espiritual del hombre. Su poca sensibilidad hacia los valores humanos se manifiesta muy claramente en la ignorancia deliberada de los aspectos más fundamentales de su trabajo, hacia la realidad sobre la que está actuando el fecundador in vitro. Este trabaja de ordinario sin querer enterarse de que está jugando a Dios, sin darse cuenta de que ha asumido el papel de Destino. Él es quien hace la familia, no los esposos. El artificializa la familia: decide quién nace y quién no. Produce zigotos en número excesivo, para precaverse contra una eventual falta de embriones. Pero tiene que seleccionar, entre los zigotos producidos, cuales van a ser reimplantados en el útero y cuáles pasan a ser embriones sobrantes; decide, cuando transfiere inmediatamente al útero ciertos embriones y destina a la criopreservación a otros, quién recibe la oportunidad de nacer ahora, y quién más tarde o nunca.  Determina que parejas son dignas de tener un hijo y, por ello mismo, a cuáles otras, por razones económicas, genéticas, socioculturales, o simplemente aleatorias, les niega tal oportunidad. El fecundador in vitro es, en efecto, quien establece los criterios para seleccionar las parejas a las que proporciona ayuda tecnológica: él fija qué estado matrimonial, qué grado de salud mental o que nivel de estabilidad económica han de tener los candidatos, con qué intensidad han de desear tener un hijo, qué edad de la madre es apropiada o no. Trabaja el técnico de la reproducción humana olvidado de ordinario de que ha asumido para ciertos hombres el papel de Destino. Decide que la vida de un niño cuyos padres no tienen mucho dinero es menos valiosa y plena que la de otro niño cuyos padres viven desahogadamente, y consiente en crear una y en denegar la otra. Porque puede pensar que quien nace de unos padres algo desequilibrados no podrá tener una biografía significativa, se negará a engendrarlo, en beneficio de quienes se adaptan a su propia noción de normalidad.

Es ésta una responsabilidad enorme, pero transitoria. Una vez creada la criatura, el fecundador artificial rehúsa toda responsabilidad sobre ella. Desde un punto de vista antropológico, el médico juega un papel mucho más activo que los padres en el proceso de generar ciertas vidas humanas. A fin de cuentas, los padres funcionan, y no siempre, como simples, e incluso lejanos, proveedores de gametos: el fecundador in vitro es el concreador inmediato, el artífice de la nueva vida. ¿Cuál es su responsabilidad antropológica? Ninguno de ellos ha querido responder a esta pregunta.

Es curioso que, al principio de la práctica de la fecundación in vitro, sus promotores asumían una actitud humilde: decían que ellos estaban allí para ayudar a la naturaleza, para salvar in vitro la obstrucción de la trompa, pero que quienes de verdad eran los actores eran los miembros del matrimonio estéril, con sus gametos y su potencial parental. La cosa no duró. No tardó mucho en ponerse en práctica el recurso a los donantes para que aportaran sus gametos, a la producción de embriones heterólogos, al uso de úteros alquilados, a la reducción selectiva de los casos de gemelaridad elevada, etc. El papel asumido por el fecundador artificial se ha ido haciendo cada vez más dominante. En los primeros tiempos, los periodistas entusiastas daban el título honorífico de “padre de la primera niña probeta” a los que desarrollaron el rudimentario procedimiento de entonces. Ahora que todo parece más banal y menos glorioso, es cuando, en realidad, los fecundadores artificiales toman decisiones de vida o muerte sobre las criaturas que crean en su laboratorio.

Un ejemplo. He tratado de imaginar a veces cómo puede ser que un médico llegue a cosificar en tal grado al embrión humano que se sienta autorizado a practicar la combinación de fecundación in vitro con la llamada reducción selectiva. Años atrás, para incrementar al extremo la eficiencia de la FIVET o para vencer ciertos problemas de esterilidad ovárica, se provocaba una intensa estimulación ovárica con los que, in vitro o in vivo se obtenía un número excesivo de embriones (en ocasiones, hasta doce). Hoy se han dictado directrices firmes para evitar esa circunstancia. Al cabo de unas semanas, se determina, mediante ecografía, cuántos embriones se han implantado y se desarrollan normalmente. Se pregunta entonces a la madre cuántos niños desea tener. Y mediante guía ecográfica, el fecundador in vitro reduce al número deseado el de embriones presentes, elimina los sobrantes. Esto, para mí, representa el colmo de la artificialización de la familia. Porque la combinación de fecundación en masa con la reducción del número de los embriones (no quiero llamarla selectiva, porque, ¿qué selecciona? ¿Muertes? ¿Vidas?) significa que se juega al azar cuáles de los hermanos van a vivir. Se hace una especie de ruleta rusa, una lotería como la empleada para diezmar un contingente rebelde, mediante la cual, son liquidados unos hermanos (niños, niñas) para ajustar su número a las preferencias de los padres o, lo que parece más probable, al deseo del fecundador evitar los riesgos de una gestación múltiple y de asegurar al máximo la eficacia del procedimiento.

La artificialización de la familia conoce otras manifestaciones ligadas a la reproducción asistida. Las leyes pueden hacerse ciegas a la realidad e, incluso, autorizan a falsificarla. Pero la realidad no se deja trucar. Eso ocurre con la donación de gametos o de embriones. Como dice la Instrucción Donum vitae, “El respeto a la unidad del matrimonio y a la fidelidad conyugal exige que el hijo sea concebido en el matrimonio; el vínculo existente entre los cónyuges atribuye a los esposos, de modo objetivo e inalienable, el derecho exclusivo a llegar a ser padre y madre sólamente el uno a través del otro... La fecundación artificial heteróloga lesiona los derechos del hijo, lo priva de la relación filial con sus orígenes...  obra y manifiesta una rotura entre parentalidad genética, parentalidad gestacional y responsabilidad educativa”. Y como dice con mucha fuerza Sir Immanuel Iakobovits, una autoridad del Judaísmo, la inseminación artificial por donante “es moralmente objetable porque constituye una falsificación y una profanación del matrimonio; porque es un engaño al público, pues la paternidad del niño es registrada fraudulentamente a nombre del padre estéril; por el modo clandestino con que se practica, ya que oculta o hace desaparecer la identidad del donante; por la posibilidad de uniones incestuosas entre parientes próximos del donante y su descendencia artificial; por lo arbitrario de permitir que sea un médico o un ayudante de laboratorio quien decida quién ha de ser el padre del hijo de una mujer,... y, sobre todo, por la execración de la generación humana que se iguala a las técnicas de reproducción animal”.

La artificialización de la familia mediante la reproducción asistida materializa al hijo en un producto, no en un don. Hay ya indicaciones que tanto los médicos como los padres se exigen o exigen un adecuado nivel de calidad del producto. Mediante el aborto in vitro, el seguimiento mediante técnicas de diagnóstico genético o prenatal, se procede obstinadamente a la eliminación de los niños tarados o malformados. Los médicos lo hacen para verse libres de posibles demandas por malapráctica y para mantener el alto nivel de calidad exigible a una tecnología avanzada. Los padres porque su deseo de hijos no es ciego: el hijo artificial no puede ser en sí mismo un fracaso. Algo que ha costado tanto dinero y esfuerzo debe ser razonablemente normal o, en todo caso, supranormal.

Esto tiende a crear en la sociedad una difusa aspiración a tener sólo niños perfectos, a popularizar el diagnóstico prenatal como instrumento de selección, a establecer una intolerancia social hacia la deficiencia, la debilidad, la imperfección biológica, a caer en la tiranía de la normalidad.

Todas estas cosas, y esta es mi última consideración, no se pueden introducir en la sociedad y en la conciencia de la gente si no es a través de una artificialización del lenguaje. Esta artificialización opera a varios niveles. Uno de ellos es la reducción de un ser humano individual a una etiqueta sociológica o diagnóstico-médica. Eso conlleva el riesgo de expropiarles de su condición humana. El derecho a tener un nombre propio es uno de los derechos fundamentales de la persona. Cuando el médico se refiere a un feto o a un neonato que sufre de alguna alteración genética no como a un ser humano concreto y real, sino como a una etiqueta diagnóstica, una abstracta especie morbosa, los despersonaliza, los reduce a algo no-humano e irreal. El médico dice: esta mañana aborté un Down y una hemofilia. Y, está claro, en sus cuentas no hay lugar para la significación humana de unas vidas, de treinta o cuarenta años, plena y doliente o inocente y feliz. Su lenguaje artificial le dispensa de tener conciencia.

Eso mismo pasa a otro nivel cuando se habla de preembrión, como timo de la estampita, mediante el cual mucha gente inteligente acepta la neutralización ética del hombre recién concebido. O cuando se designa el aborto como microsucción, microaspiración, regulación menstrual, o IVG.

Chesterton decía que los ricos inventan a veces palabras largas para revestir de dignidad cosas que dichas en lenguaje común no pueden ocultar lo malvado de una conducta. Decía que cuando un pobre comete determinada acción se le acusa de robo. Pero cuando el rico comete la misma fechoría se le diagnostica de cleptomanía. Eso es lo que ha ocurrido con la cooperación que la Medicina ha prestado a los poderosos del control demográfico o de la reproducción asistida: ha creado palabras largas para ocultar lo perverso de ciertas acciones. La familia artificial necesita un vocabulario artificial: sin él, la gente de la calle no hubiera tragado el anzuelo.

Yo espero que los universitarios sepan ser, como es su obligación, agudamente críticos.

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