La individualidad biológica del embrión humano
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Ponencia en el I Simposio Internacional de Bioética en Homenaje a Jerôme Lejeune.
Universidad Austral. Buenos Aires, 26 de octubre de 1995, 09:30.
Un poco de sentido común antes de empezar
La devaluación de la fecundación
La individuación, un tema decisivo
¿Resiste el suelo biológico el peso de la construcción ética?
La hipótesis de la individuación
Saludos
Uno de los desafíos más atractivos y a la vez más difíciles de la Bioética y para el caso de la Ética médica es el de tratar de definir y justificar el significado ético de los datos y de los fenómenos biológicos. Pues la Bioética no se ocupa sólo de reflexionar sobre como los principios éticos se aplican a las nuevas oportunidades que la moderna Biología nos ofrece con sus descubrimientos e invenciones. La Bioética ha de preguntarse también hasta qué punto los hallazgos de la investigación biomédica nos hacen conocer más a fondo el mundo natural y al hombre y, en consecuencia, nos ilustran sobre como mejor relacionarnos con el reino de lo viviente y con la familia humana.
Jerôme Lejeune fue un agudo buscador del significado ético de los datos biológicos. Trató siempre de descubrir la armonía con que la acción creadora de Dios adornó simultáneamente la estructura de los seres vivos y nuestra responsabilidad moral. Y no cejó nunca en su honrado y brillante esfuerzo por comprender y concordar la ley que rige los fenómenos naturales y la que, grabada en nuestro corazón, debe gobernar nuestra conducta.
Siento hoy su ausencia de modo especial. El defendió amorosamente, con sólidos datos científicos y con atractivas parábolas, la identidad biológica plenamente humana del embrión. Yo carezco de su ingenio agudo, de su palabra persuasiva, casi seductora. Espero que desde el cielo el tenga piedad de vosotros y os haga tolerable mi intervención de esta mañana.
El tema del que se me ha invitado a hablar no es sencillo. A juzgar por lo que se publica acerca de él, se nos muestra alojado en un campo confuso, en una zona gris, donde se debate y se está en desacuerdo. Pero se trata de un debate nuevo, de un desacuerdo provocado por las oportunidades que abre el progreso científico para manipular la naturaleza y al hombre.
Hasta hace ahora cosa de unos veinte años, cualquier libro de Embriología humana empezaba más o menos de este modo: El desarrollo de un individuo humano comienza con la fecundación, fenómeno en virtud del cual dos células muy especializadas, el espermatozoo del varón y el oocito de la mujer, se unen y dan origen a un nuevo organismo, el cigoto. La ontogénesis era tenida como un proceso que se iniciaba con la fecundación, se desarrollaba de un modo continuo, que los embriólogos describían minuciosamente en sus detalles de forma y tiempo. Todos habían investigado y enseñado hasta entonces la visión sencilla de que la ontogénesis era lineal, rectilínea: el embrión humano inicial era resultado de la acción procreativa de un hombre y una mujer, que crecía y se diferenciaba de modo continuo, sin saltos cualitativos, tan plenamente humano al principio como al final de su vida intrauterina.
Pienso que casi todos, en el fondo del corazón, seguimos pensando así. El Consejo Danés de Ética, el más democrático de todos los Comités Nacionales de Bioética, que promueve amplias consultas entre el público, que no publica sus directrices sino después de muchos debates abiertos por medio de la prensa, la radio y la televisión; que, en 1988, muy democráticamente se lamentaba de que la fecundación in vitro se hubiera introducido en Dinamarca sin que el público hubiera tenido ocasión de debatir las ventajas e inconvenientes de ese método, señalaba en su informe de 1990 que “en el hombre, el desarrollo desde el huevo fecundado a embrión y a feto es un proceso continuo. El Consejo no encuentra que pueda señalarse un determinado punto de su curso temporal en el que cambie de modo decisivo el grado de respeto por el que merece ser protegido”.
Sin embargo, las cosas se complicaron y, en cierto modo, se oscurecieron hace ahora veinte años, cuando comenzaron a desarrollarse y a ser aceptadas socialmente casi al mismo tiempo dos nuevos logros, curiosamente antitéticos, del control biomédico de la transmisión de la vida humana: el uno era la producción de niños-probeta mediante la reproducción asistida, en especial, la fecundación in vitro; el otro, la contracepción accionada por un efecto antinidatorio, como corresponde a los DIUs, a ciertas combinaciones hormonales, o a los contragestativos.
Ambos avances tenían un rasgo en común de importantes implicaciones éticas: implicaban la pérdida o la destrucción de embriones humanos muy jóvenes.
Como es fácil de comprender, se planteó entonces en términos muy agudos y urgentes el problema, que dura hasta hoy, acerca del rango ético y del estatuto jurídico del embrión humano joven, a saber: si deberíamos mantener, y por qué razones, el clásico e ilimitado respeto a la vida humana, incluida la de esos embriones jóvenes, tal como, por ejemplo, se prescribe en el quinto mandamiento del Decálogo o en la Declaración de Ginebra de la Asociación Médica Mundial (Mostraré el máximo respeto por la vida desde el momento de la concepción), pues los embriones humanos jóvenes son seres humanos que reclaman de nosotros un pleno respeto ético. O si, por el contrario, como conviene al modo nuevo de ver las cosas, los zigotos, los embriones cultivados in vitro y los embriones preimplantados, o los de edad inferior a un plazo establecido, serían entidades prehumanas que habría que colocar en un estrato ético inferior, pues carecerían de la dignidad y de los derechos propios del hombre. La respuesta que se dé a ese problema es de consecuencias teóricas y prácticas de enorme alcance.
Un poco de sentido común antes de empezar
A lo largo de estas dos últimas décadas se ha mantenido la encarnizada la batalla entre quienes defienden uno y otro campo. El enfrentamiento parece reactivarse cuando los medios de comunicación social se hacen eco de las nuevas legislaciones que se preparan o de casos clínicos cada vez más extraños y sorprendentes. El problema salta también de vez en cuando a las páginas de opinión de las publicaciones científicas.
Para mostrar qué tipo de argumentos se usan, en el mundo de la ciencia, para activar el cambio ideológico, erosionar los conceptos clásicos y promover el asentamiento de las nuevas ideas, me parece oportuno traer a colación aquí los trazos más salientes de una polémica reciente.
El pasado enero, un ecólogo escocés, John Godfrey, escribió un Comentario en la revista Nature sobre unas ideas que el Papa Juan Pablo II expone en el libro Cruzando el umbral de la esperanza. Se pregunta Godfrey cómo es posible que el Papa haga caso omiso de la ciencia biológica moderna y de las enseñanzas de Tomás de Aquino cuando trata de los problemas que plantea la reproducción humana: (cito a Godfrey) El problema biológico y ético que él [el Papa] plantea es el origen de la persona individual durante la vida prenatal. Pero no hay ningún momento en que la vida humana comience. Está claro que tanto el óvulo como el espermio están vivos, y que su vida es humana, y que la vida es continua de una generación a la siguiente. Y, sin embargo, la vida en esa fase [prenatal] no es todavía la de una persona. [...] El Papa acepta el concepto erróneo de que hay un momento en que tiene lugar la fecundación. El proceso de la fecundación es complejo y dura alrededor de dos días. [...] Durante ese periodo [de la fecundación], queda todavía por establecerse la identidad genética. Durante la activación se da un cambio rápido e irreversible, que, aunque rápido, no es instantáneo. [...] Lo grave es que la activación, siendo esencial para el desarrollo ulterior, precede a los fenómenos cromosómicos que establecen la identidad genética del zigoto. Por ello, un individuo nuevo no puede tener su origen en la activación. Durante los cuatro primeros días, todas las propiedades genéticamente determinadas del huevo fecundado son maternas. Sólo después de esos días, comienzan a actuar los genes paternos, y sólo entonces se da una expresión génica que caracteriza al nuevo individuo. Pero aún entonces, queda todavía lejos la individualidad estable. [...] Todavía un par de semanas después de la fecundación un embrión único puede dividirse y producir gemelos idénticos. Y sólo entonces se van desarrollando las partes que componen al individuo.
Hasta aquí, la larga cita de Godfrey. No puedo ahora acometer la tarea de refutar las ideas de Godfrey una por una, pues prestaré atención a algunas de ellas más adelante. Lo que quiero señalar aquí es la ingenuidad cientifista de Godfrey que, por decirlo así, agita con un convencimiento, muy sincero y lleno de superioridad, ante la cara del Papa unos datos científicos como si ellos constituyeran la única realidad existente en el mundo capaz de ofrecer criterios de juicio moral. (No puedo dejar de señalar, sin embargo, en castigo de Godfrey, un dato, para mostrar cuan anticientífica es la actitud de los cientifistas: no creen en el progreso científico. Durante los cuatro primeros días, todas las propiedades genéticamente determinadas del huevo fecundado son maternas, dice Godfrey. No habían pasado ni tres meses de publicado su Comentario cuando en la misma revista Nature se publicaba el dato de que el gen de la masculinidad, localizado en el cromosoma Y de los embriones masculinos, está ya expresado en la fase de dos blastómeros, en el día segundo después de la fecundación). Continúo:
Como es lógico, las ideas citadas y otras más del Comentario de Godfrey, movieron a muchos a escribir al editor de Nature. A lo largo de las semanas siguientes, la revista publicó un número no pequeño de cartas, entre ellas una mía, que se proponían desmontar muchas de las inferencias de Godfrey.
En esa carta, yo llamaba la atención sobre dos puntos: sobre la falta de legitimidad científica de la tesis básica de Godfrey “no hay ningún momento en que comience la vida humana”; y sobre el peligro de convertir los datos de la observación científica en el metro patrón exclusivo de la moralidad humana, es decir, que sea la ética quien, por sistema, se someta a las conveniencias de los científicos, y no los científicos quienes guíen sus trabajos por el respeto de la ley moral.
Decía en mi carta sobre el primer punto: “Debe desecharse por infundado el axioma No hay un momento en que la vida humana comienza. Si quiere decir que la vida se transmite de una generación a la siguiente, es entonces una perogrullada aburrida, pues hace mucho tiempo que se han refutado las teorías de la generación espontánea. Si se emplea para diseminar la idea de que la vida (humana) consiste en un difuso magma viviente del cual emergen individuos de indeterminado y oscuro origen, entonces es mero oscurantismo. [...] Del hecho de que el óvulo y el espermio estén vivos Godfrey concluye que no se puede asignar un comienzo definido a la vida humana individual. Tal conclusión es una inferencia ilegítima. El buen sentido nos obliga a reconocer que oocito y espermio son radicalmente diferentes del zigoto. Los gametos son células maravillosamente diferenciadas, pero terminales, irrevocablemente condenadas a morir en unas pocas horas o días. La fecundación cambia las cosas de modo espectacular, radical: aparte de ser un fenómeno celular complejo, la fecundación es capaz de originar una explosión nueva, repentina y violenta de vida que crece y dura años y años”.
Sobre el segundo punto señalaba: “Cuando el Papa habla de fecundación no está analizando fenómenos celulares y moleculares en un talante reduccionista, sino que se está refiriendo al acto humano de engendrar hijos. La imagen borrosa que Godfrey ofrece de la fecundación niega un hecho básico, inexcusable, de la vida: ser padre. Si la vida humana no comienza con la fecundación, ¿qué hacer entonces del decisivo papel, biológico y humano, del padre en la generación del hijo? Según Godfrey, los hijos parecen emerger como productos de un continuum anónimo y asexuado, y no del amor y de la carne de una mujer y de un hombre”.
Como es lógico, la polémica no queda resuelta. Entre otras cosas, porque Godfrey optó por no dar respuesta a las cartas publicadas en la revista. Pero quiero extraer de lo relatado una conclusión: hemos de tener en altísima estima la ciencia, no podemos dejar de lado los hechos nuevos que descubre ni las nuevas y desafiantes explicaciones que nos ofrece. Pero tampoco podemos nunca cortar amarras con el mundo real, con el sentido común. Corren el científico y su modo de ver la vida y el mundo el riesgo de quedar encerrados en una torre de marfil desconectada de las realidades más básicamente humanas. Mucho de lo que, desde el campo científico, jurídico y filosófico, se ha dicho sobre reproducción asistida está herido por esa falta de conexión con las realidades humanas. Por eso estaba justificado, a mi modo de ver, comenzar nuestro estudio del problema apelando al sentido común moral, y juzgar las cosas con la sencillez de ese supremo personaje de la ética que es el hombre común que no ha perdido, sino que ha cuidado de su común sentido moral.
La devaluación de la fecundación
A los fecundadores in vitro les interesa afirmar que el zigoto es algo irrelevante, un producto molecular carente de forma y valor humanos; que el embrión joven es una informe masa de material embrionario, de células indeterminadas, totipotentes. Sólo privando de carácter humano a los embriones que ellos producen, manejan y destruyen, se podría neutralizar éticamente la cuantiosa pérdida de embriones que conlleva la práctica de la reproducción de laboratorio.
Usan dos plataformas para lanzar su mensaje: desde una proclaman la trivialidad de la fecundación como fenómeno biológico; desde la otra, privan de individualidad, y por tanto de derechos humanos, al embrión durante sus dos primeras semanas de vida. Atendamos, por un momento, al argumento que trivializa la fecundación.
Insisten con tenacidad en que la fecundación es un momento relativamente banal, sin la significación y trascendencia que otros le atribuyen. Robert G. Edwards habla así en defensa de este punto de vista a propósito de la investigación sobre embriones humanos:
Tal investigación plantea cuestiones fundamentales acerca del embrión humano, asuntos tales como cuándo comienza la vida, o si los embriones tienen algunos derechos. Los embriones de los que estamos hablando son diminutos: miles de ellos podrían caber en el volumen de una gota. Son minúsculos acúmulos de células; no tienen manos, pies, o cabeza. Asumen formas cambiantes, pero bajo ninguna de ellas tienen el menor parecido a un ser humano hasta que han pasado siete semanas de gestación. Y, sin embargo, se plantea en torno a estas minúsculas motas de vida una clamorosa cuestión ética, en la que las oportunidades de hacer el bien entran en conflicto con el valor que se atribuye a la vida incipiente.
Lo dicho por Edwards hasta aquí merece un comentario. Después de haber trabajado muchos años con embriones humanos de cuyo destino ha sido dueño, Edwards ha terminado por considerarlos como meros complejos moleculares, como minúsculos agregados celulares, y los juzga por su mera apariencia, no por lo que son en sí. Edwards es víctima del darwinismo mecanicista, una ceguera descrita por el filósofo de Cambridge, David Holbrook.
Alguna gente -continúa Edwards- objeta a que se investigue con embriones humanos porque creen que la vida comienza con la fecundación. Los que piensan así manifiestan estar en un error fundamental, pues se oponen a los estudios sobre la fecundación in vitro y sus aplicaciones. Emplean el argumento absolutista de que, con la fecundación, el embrión recibe todos los derechos humanos. Dicen que el embrión vale lo que un niño o un adulto, y que destruir embriones en investigación es lo mismo que matar hombres.
La conveniencia de hacer investigación -investigación destructiva, en realidad- se convierte en la norma inapelable de moralidad. La oposición a la fecundación in vitro viene de corazones duros, que se oponen a que se cure la esterilidad de las parejas; y de cabezas duras que desean paralizar el avance de la ciencia: en cualquier caso, una manifestación de fundamentalismo. Además, atribuir al embrión derechos humanos, incluirlo en la familia de los hombres, es un absolutismo intolerante. Viene ahora la trivialización de la fecundación: son las mismas ideas de Godfrey.
Yo -prosigue Edwards- no puedo compartir esta opinión. Los hechos biológicos llevan a conclusiones morales contrarias. La vida es un continuo: no comienza en ningún momento determinado. Tan vivo como el embrión, están el espermio y el oocito que le dieron origen. No es menor la originalidad e irrepetibilidad genética del espermio y el oocito que la del nuevo embrión; en fin de cuentas, éste las ha recibido de sus células precursoras, que son células carentes de exigencias éticas especiales. No existen puntos de referencia entre los que se pueda trazar una línea entre la vida y la no-vida. Hay demasiados argumentos y excepciones para aceptar que la fecundación sea el comienzo de la vida. Se refiere entonces Edwards a como muchos niños con síndrome de Down son una mezcla, un mosaico, de células normales y otras trisómicas, cuya proporción mutua cambia constantemente; a como una fecundación puede dar origen a una mola hidatidiforme, que no es ningún ser humano, sino una formación tumoral; a como el desarrollo partenogenético, sin fecundación, en algunas especies animales alcanza un grado de desarrollo muy avanzado. Y volviendo a caminos más trillados, se pregunta cómo la fecundación puede ser el comienzo de la vida si sabemos que algunos embriones pueden fusionarse y formar quimeras genéticas o que un embrión puede escindirse días después de la fecundación para dar origen a dos o más gemelos idénticos; o que una alta proporción de los productos de la fecundación son otros tantos y estrepitosos fracasos biológicos condenados a morir.
No es esta ocasión de refutar o evaluar tantas afirmaciones, muchas de ellas capciosas, en sus méritos científicos y en su significación ética. Ser en pequeño grado un mosaico genético es casi un modo ordinario de vivir. La fecundación, como todo proceso biológico, es susceptible de sufrir extraños trastornos patológicos: y la mola hidatidiforme es uno de ellos. No es fácil de entender como la partenogénesis puede ser un argumento contra el valor de la fecundación, ya que es radicalmente inoperante en los mamíferos. La pérdida de embriones jóvenes en los procesos reproductivos, además de ser una manifestación más de la precariedad reproductiva que el hombre comparte con todos los seres vivos, es el fuerte tributo que se nos exige a cambio del inmenso tesoro de la diversidad individual.
La fecundación -concluye Edwards- es meramente una etapa más, una etapa de un largo, complejo y continuo proceso, de modo que escogerla como comienzo de la vida es tan arbitrario como escoger cualquier otra. La fecundación es sólo un paso en el desarrollo de una persona. El zigoto se desarrolla gradualmente para convertirse en un embrión, y cualquier línea para señalar cuando empiezan los derechos de éste es arbitraria. Por mi parte, sugeriría que el período que va de los 12 a los 30 días después de la fecundación es un tiempo que merece ser tenido en cuenta y estudiado, pues es entonces cuando comienza a formarse el tejido nervioso.
Es sorprendente la conclusión: la terrible condena de absolutismo fundamentalista que la opinión concepcionista de los derechos humanos recibe un par de párrafos más arriba, se esfuma ahora en una nube de tolerancia agnóstica, de la queda excluida exclusivamente la visión concepcionista de la Embriología clásica y su tesis de que se es humano desde el primer momento.
La individuación, un tema decisivo
No es fácil que la gente sin prejuicios acepte la trivialización de la fecundación como argumento para negar dignidad al embrión joven. Ello explica que el centro de gravedad se haya desplazado hacia la visión desarrollista. A ello contribuyeron decisivamente dos factores: el Informe presentado por el Comité Warnock y la puesta en circulación del término pre-embrión.
Despachemos en pocas palabras la crítica al sintagma pre-embrión. Es una palabra que ha contribuido de modo muy importante a consolidar la idea de que nuestro mismo comienzo es un tiempo irreal, indefinido. Tiende a ocultar que los padres engendran a sus hijos como entidades indeterminadas.
El término no fue introducido para satisfacer una necesidad científica o designar una realidad biológica. Todo lo contrario, muchos embriólogos se han manifestado contra el uso del neologismo, por ser innecesario para la taxonomía embriológica, y por estar demasiado cargado de prejuicios morales y de significados extracientíficos. Y es verdad: la palabra pre-embrión no fue creada por un embriólogo, sino por la Dra. Penelope Leach, una psicóloga muy conocida. Por ello, no ha servido para echar más luz sobre los problemas de la embriología descriptiva, causal o molecular, sino para cambiar el modo de juzgar y de actuar de algunos en el campo político, legal o profesional. La revista Lancet afirmó, en un artículo editorial, que es muy conveniente utilizar el término pre-embrión, menos cargado emotivamente que el de embrión, para designar el producto de la concepción en sus primeros 14 días [...] pues ha hecho más que ninguna otra cosa para disminuir la temperatura de las discusiones en torno a la investigación sobre embriones.
Para muchos embriólogos, la palabra pre-embrión es un simple truco semántico. No puedo extenderme más sobre el tema. Volvamos al Comité Warnock y su propuesta de fijar la edad de 14 días para los embriones humanos sean respetados. Es una historia muy interesante. Cuenta la Baronesa Mary Warnock que el Comité que ella presidía atravesó una gravísima crisis cuando abordó el tema de la experimentación sobre embriones humanos in vitro. El Comité se dividió en dos grupos enfrentados: el de los que defendían que no deberían ponerse límites a la experimentación y el de los que exigían la absoluta prohibición de la experimentación destructiva de esos embriones. Llegó la Baronesa a temer que no fuera posible salir de aquel punto muerto, porque las posiciones se atrincheraban cada vez con más fuerza en sus argumentos.
El Informe Warnock relata la crisis con ecuánime frialdad: Alguna gente sostiene que, si un embrión es humano y está vivo, se sigue que no debería ser privado de la oportunidad de desarrollarse y que, por ello, no debería ser usado para fines de investigación. Estarían dispuestos a dar su aprobación moral a la fecundación in vitro si, y sólo si, cada embrión producido fuera transferido a un útero. Otros, a la vez que de ningún modo niegan que los embriones humanos viven (y deben conceder también que viven igualmente los oocitos y los espermios), sostienen que los embriones no son todavía personas humanas y que si fuera posible decidir cuando un embrión se hace persona, podría decidirse cuando, y cuando no, sería permisible realizar investigación sobre ellos.
La Baronesa Warnock, ante la imposibilidad de alcanzar un consenso racional, propuso una decisión arbitral: que se aceptara la experimentación limitándola a las dos primeras semanas de vida de los embriones in vitro. Con asombro y satisfacción -así lo comunicó a la prensa- vio que su propuesta fue aceptada por los bandos en disputa, con lo que el Comité pudo proseguir sus deliberaciones. De esa sencilla manera entró en el mundo de la bioética y del derecho una decisión de consecuencias enormes: la familia humana quedó escindida en dos grupos de seres de valor moral y significación ontológica diferentes.
Eso fue posible porque, a pesar de sus divisiones internas, el Comité Warnock había adoptado como postura oficial el escepticismo: se declaró incapaz de decidirse acerca de la naturaleza del embrión humano inicial, optó por no intentar definir qué es el embrión humano, y se limitó a dar criterios acerca de como tratar a esos desconocidos. Dice así el Informe Warnock, en un pasaje decisivo para nuestro tema de hoy: Aunque pudiera parecer que las cuestiones acerca de cuando comienzan a existir la vida y la personalidad son cuestiones de hecho susceptibles de respuestas directas, sostenemos que esas cuestiones son en realidad complejas amalgamas de juicios factuales y morales. En lugar de intentar contestar a esas preguntas directamente, hemos preferido ir derechos a la cuestión de cómo es correcto tratar al embrión humano.
El Comité se tapó las narices ante el olor ofensivo de los juicios factuales y morales, y se enunció la sentencia de los catorce días. Esta tuvo, asombrosamente, una aceptación espectacular en el establishment científico. Ha saltado a casi todas las legislaciones promulgadas hasta ahora. Ha provocado muchas disputas filosóficas y teológicas.
Aceptada la decisión arbitral de su Presidenta, el Comité Warnock hubo de buscar razones para sostenerla: el Comité renunció a toda argumentación filosófica, siempre conflictiva, y prefirió darle un cimiento biológico, más aceptable y universal. Lo hace justamente en el Capítulo 11 del Informe, titulado Problemas científicos: Embriones Humanos e Investigación.
Describe concisamente como se hace el desarrollo humano inicial: la fecundación, el día primero; la segmentación y la formación de la mórula, mientras el embrión atraviesa la trompa, en los tres días siguientes; la formación del blastocisto, el día quinto, en que el embrión alcanza la cavidad endometrial; la iniciación de la anidación el día sexto, que se completa en seis o siete días, mientras tiene lugar una viva actividad de proliferación y de desplazamientos celulares, que da origen, por una parte, a las estructuras envolventes, que formarán la placenta y las membranas fetales, y, por otra, a la masa celular interna, de la que se deriva el disco embrionario y el embrión propiamente dicho. Todo ello, cosa de embriología clásica elemental.
El Informe introduce ahora su interpretación del proceso de individuación. No sólo la célula inicial, el zigoto, sino también los dos -y quizá también los cuatro- primeros blastómeros que resultan de la segmentación de aquella, retienen su carácter totipotencial y son, por ello, capaces de desarrollar cada uno un embrión independiente. La capacidad de escindirse en dos se mantiene a lo largo del desarrollo ulterior inmediato, hasta el día 14 ó 15 después de la fecundación, pues es posible que un blastocisto o un disco embrionario se desdoblen en dos, se separen y den origen a dos embriones gemelos. Incluso es posible que se formen dos líneas primitivas en un disco embrionario único: ese es el estadio más tardío en que pude producirse la formación de gemelos idénticos. Después del día 14 ó 15 ya no es posible la escisión embrionaria: la individualidad del embrión queda definitivamente fijada.
En opinión del Comité, la fijación definitiva de la individualidad, alcanzada a los 14 días, ofrece una base biológica sólida para sostener la dignidad y respeto ético del embrión, y para señalar también un límite inequívoco, más allá del cual no es admisible la manipulación destructiva. En sintonía con el agnosticismo ético del Comité, su propuesta no se basa en ninguna de las especulaciones metafísicas que acerca del comienzo de la vida y de la dignidad del hombre circulan por el mundo. El Comité apoya en un dato meramente biológico la frontera de lo autorizado y lo prohibido, pero no se entretiene en refutar la objeción a usar embriones humanos en investigación de quienes alegan que cada uno de ellos es, desde el primer momento, un ser humano. A juicio del Comité, sólo se recibe protección a partir del día 14. Antes de esa edad, el embrión humano es una entidad indefinida que no exige de nosotros un respeto ético.
La justificación biológica de tal decisión es literalmente esta: Un punto de referencia singular en el desarrollo del individuo humano es la formación de la línea primitiva. La mayoría de los autores la sitúan alrededor del día 15 después de la fecundación. Tomar ese tiempo como límite coincide también con la opinión de los que están a favor del final de la implantación como límite temporal. Hemos considerado por todo ello que una fecha inmediatamente anterior a ese momento sería un momento deseable como plazo final de la investigación.
La decisión había caído por fortuna en el último posible: el día 14.
¿Resiste el suelo biológico el peso de la construcción ética?
¿Qué apoyo en los hechos recibe esa decisión salomónica? ¿Qué fuerza estadística está detrás de tan trascendente juicio? ¿Cuántos gemelos uniovulares se forman, día a día, a lo largo de esos primeros 14?
Hago esta pregunta porque el Comité Warnock, rehuyendo de toda argumentación filosófica, quiere asentar su norma sobre datos empíricos. Tengo la impresión que o bien el argumento no fue analizado en cuanto a su fuerza estadística, o si lo fue, se le ha atribuido una fuerza mágica.
Veamos algunos datos sobre la frecuencia y cronología del proceso de gemelación uniovular. Es una cuestión fascinante, en la que se están haciendo muchos progresos, tantos que no permiten obtener conclusiones definitivas. Pienso, sin embargo, que son dignas de tenerse en cuenta para evaluar críticamente la decisión del Comité Warnock y la de tantos legisladores, médicos y filósofos que la han hecho suya.
En contraste con la mayor frecuencia y variabilidad de la gemelaridad dizigótica, la gemelaridad monozigótica es menos frecuente y variable. La tasa de gemelación uniovular se fija alrededor del 4 por cada mil gestaciones. El dato se refiere a las gestaciones avanzadas, detectables en las revisiones prenatales que hacen las mujeres gestantes. Se están recogiendo datos que inducen la sospecha de que el número de embarazos gemelares puede ser en las primeras semanas más elevado de lo que hasta ahora se había estimado, pues parece que es frecuente que uno de los gemelos se pierda entonces: se ha afirmado recientemente que solo una de cada 10-12 gestaciones gemelares (di- y monozigóticas) termina con el nacimiento de los dos gemelos: de las otras sólo nace uno de los dos gemelos, pues el otro se pierde. Este dato está en espera de confirmación y, para nuestro interés, de saber si afecta por igual a los gemelos monozigóticos y a los dizigóticos. En todo caso, y en espera de la confirmación de esos datos, tomemos como punto de partida para nuestros cálculos que la tasa de gemelaciones monozigóticas se sitúa entre el 4 por mil de los partos y el 4 por cien de las concepciones.
Nuestra pregunta siguiente se refiere a cuando, entre el día 1 y el día 14, tiene lugar la gemelación monozigótica. Hemos de responder a ella con los datos de que disponemos. Los datos podrían ser mejores si los obstetras se preocuparan de examinar con diferentes técnicas, en especial estudiando la estructura de las envolturas fetales, pues marcan de modo fidedigno el momento de la gemelación, y no sólo en el momento del parto, sino antes también mediante ecografía de alta resolución. Pues bien, el 98 por ciento de las gemelaciones monozigóticas presentan envolturas de tipo diamniótico-dicorial o diamniótico-monocorial, lo que significa que se producen por fisión de los blastómeros iniciales o por escisión de los blastocistos antes de que se forme el amnios. El 98 por ciento de las gemelaciones monozigóticas son por tanto anteriores al final de la primera semana.
Es el momento de echar unas cuentas. Si la tasa de incidencia de la gemelación monozigótica se sitúa entre el 4 por ciento y el 4 por mil de las gestaciones, parece bastante arriesgado tomar una decisión moral tan grave como es la de no conceder título de respeto a una entera clase de seres humanos porque una fracción tan pequeña de ellos se desvían de la norma. Se trata de un agravio colectivo de gran magnitud. No parecen haber sido inspirados en un criterio de justicia “biológica” los miembros del Comité Warnock cuando, por culpa de muy pocos, castigaron a muchos. La incongruencia parece todavía mayor, si reparamos en el hecho de que, sobre bases cuantitativas, se infiere un agravio mucho mayor a los embriones de la segunda semana que a los de la primera. En el curso de la segunda semana se desvía de la norma estándar (un zigoto-un embrión) el 2 por ciento de ese 4 por ciento o 4 por mil, es decir, ocho de cada diez mil u 8 de cada cien mil embriones. Alargar a 14 días, en vez de fijar en 7 días, la fecha arbitraria del respeto al embrión humano tiene una base estadística poco racional.
Pues no vale erigir en regla lo que es una rara excepción. Creo que puedo concluir que la decisión de la Baronesa Warnock de fijar la edad de 14 días para mandar y prohibir, para separar lo que es una buena acción de lo que es un crimen duramente punible es una decisión tan caprichosa como otra cualquiera, en el sentido de que carece de validez científica y de justificación racional. Son solemnes, aunque vacías, las palabras de la sentencia warnokiana:
En consecuencia, recomendamos que ningún embrión humano derivado de una fecundación in vitro, ya sea congelado o no, pueda ser mantenido en vida, si no se transfiere a una mujer, más allá del día 14 después de la fecundación, ni pueda ser usado como sujeto de investigación más allá del día 14 de la fecundación. Este periodo de 14 días no incluye el tiempo durante el que el embrión pudiera permanecer congelado. Recomendamos además que sea declarada delito la manipulación o uso más allá de ese límite de embriones humanos vivos derivados de fecundación in vitro. Recomendamos que ningún embrión humano que haya sido usado para investigación pueda ser transferido a una mujer.
La recomendación del Informe pasó, a pesar de su falta de fundamento biológico, a la práctica médica, a las normas estatutarias y legales, a la regulación de la investigación científica. Hay que reconocerlo: la regla de los 14 días ha triunfado, se ha impuesto como ortodoxia legal y profesional. ¿Habrá recibido, acaso, algún apoyo desde la filosofía -la ontología y la ética principalmente- y la teología?
La hipótesis de la individuación
Con algunas variaciones de detalle, no son pocos los bioeticistas, filósofos y teólogos, incluidos los del campo católico, que proponen la hipótesis de que el embrión humano no es persona en el momento de la concepción y que sólo adquiere la condición de persona en torno al día 14. Otros exigen que el no-nacido haya adquirido caracteres humanos más plenos, como son una forma externa parecida a la de un niño, ofrezca signos bioeléctricos detectables de actividad cerebral, posea autoconciencia, u otros. A nosotros nos interesa ahora exclusivamente la hipótesis de la individuación.
Curiosamente, la hipótesis no parte de nociones metafísicas, sino de dos conceptos biológicos: la gemelación monozigótica y la formación de quimeras genéticas.
Se dice, por un lado, que en embrión joven puede escindirse y que cada fragmento resultante prosigue su desarrollo para convertirse en un organismo humano separado. Es patente que las personas se nos presentan como individuos, cada una tiene una identidad individual, lo que significa que no puede dividirse y convertirse en dos o más personas. De ello se concluye que el embrión mientras sea capaz de escindirse no es todavía una persona, un individuo humano. Sólo más tarde, cuando a partir del día 14 pierde su capacidad de dividirse, el embrión adquiere rango de individuo humano, y se hace entonces capaz de devenir una persona.
Se dice, con respecto a la formación de quimeras que es posible que dos embriones muy jóvenes se fusionen y formen así un embrión cuyas células presentan dotaciones genéticas diferentes. Dada la imposibilidad de que dos personas se fusionen para formar una persona única, se puede concluir que en la fase en que es posible la fusión quimérica de dos embriones, estos no han alcanzado la individuación que los habilita para ser personas.
Son muchos los autores que han sucumbido a la elegancia y sencillez de esta argumentación, pues parece bastante razonable aceptar que una entidad que es divisible no puede seguir existiendo una vez que se ha dividido, pues no posee como sujeto la necesaria continuidad de existencia; es decir, no es un sujeto, porque no puede decirse que sea el mismo antes y después del cambio. Algunos autores identifican el sujeto humano personal con el alma inmortal e indivisible. Y remachan su argumento diciendo que, si el embrión es divisible, no es un sujeto individual humano, y que por ello carece de alma humana: no es por tanto un miembro de nuestra familia, uno de nosotros. En consecuencia, no puede exigir la protección de su vida y de su dignidad en la misma medida que la exigimos nosotros.
La refutación de la hipótesis de la individuación ha sido hecha por varios autores. Voy a seguir en lo que sigue los argumentos y datos de Teresa Iglesias y de John C. Gallagher. Dice la primera dos cosas importantes:
Una, que no conocemos en detalle y con profundidad suficiente los procesos biológicos que, en la especie humana, conducen a la gemelación monozigótica espontánea, no provocada en el laboratorio. Y menos sabemos todavía de la recombinación quimérica de dos embriones completos, nunca observada en la especie humana, y probablemente tampoco en otras especies de mamíferos. Esta falta de conocimiento debería inclinarnos a considerar que, en principio, las teorías basadas en datos parcialmente desconocidos tienen mero carácter especulativo. La fusión y recombinación de blastómeros de embriones iniciales de la misma especie o de especies próximas se ha conseguido en el laboratorio, en condiciones muy específicas. Sería imprudente fiarse de esos datos de biología artificial y de la improbable o muy baja incidencia espontánea de la fisión y recombinación quimérica para construir importantes decisiones morales personales o para informar las leyes que han de regir la comunidad política.
Dos, que la hipótesis de la individualidad tiene fuerza convincente sólo para aquellos que ven el embrión a través del prisma del darwinismo mecanicista o del dualismo cartesiano: ven los primeros elementos yuxtapuestos, células acumuladas, pero no ven propiamente al embrión.
El embrión humano inicial no puede ser considerado como un ser ontológica y biológicamente indiferenciado, tanto desde el punto de vista molecular, celular, morfológico o entitativo. Es, de modo insoslayable, hijo de un hombre y una mujer, pertenece a la especie humana, está determinado en su sexo, es genéticamente una entidad única e individuada. La investigación cada vez más afinada de la activación génica nos está revelando de año en año nuevos aspectos de la actividad molecular precocísima y programada que se da desde el primer momento en el zigoto y en los blastómeros iniciales. El despliegue del programa genético del desarrollo, dinámicamente escrito, en el embrión no es sólo específico de especie, sino individualmente exclusivo. Como dice Teresa Iglesias, el embrión sabe a donde va. Holbrook habla de una conciencia biológica primigenia que guía el desarrollo del embrión.
La embriología clásica había ya descubierto, gracias a estudios de los pioneros de la experimentación ontogenética, que las células de los embriones pueden desagregarse y recombinarse, ser trasladadas dentro del mismo embrión o trasplantadas de uno a otro. Habían llegado a la conclusión de que hay huevos en mosaico y huevos reguladores. En los primeros, están ya rígidamente prefijados los destinos de los blastómeros iniciales, de modo que la lesión o destrucción de alguno de ellos, por ejemplo, aquel del que se va a derivar la mitad derecha del animal, se sigue de la ausencia de la correspondiente parte del embrión. En los huevos de regulación, los blastómeros iniciales son totipotentes, de modo que la destrucción de alguno de ellos es compensada por la actividad de los restantes, que dan origen a un embrión completamente normal: se supera así el riesgo de que nazcan individuos fuertemente dañados.
La gemelación artificial -los experimentos de fisión embrionaria de Hall y Stillman, que tanto ruido levantaron hace ahora dos años- o los de recombinación embrionaria -de blastómeros de ratones de diferentes razas, o de blastómeros de especies próximas, las ovejicabras, las geeps, de Cambridge- son la explotación experimental de esa capacidad reguladora que poseen los embriones iniciales y que los restituye a la normalidad en caso de haber sufrido algún daño o pérdida de algunas de sus células o que les permite integrar o asimilar sus propios blastómeros descarriados o los blastómeros de otro embrión que el experimentador le transfiere o que otro embrión que entra en contacto con él le cede.
En otras palabras, en el jovencísimo embrión están presentes ya las capacidades de reparación, regeneración, incorporación de trasplantes o de cesión de células. Gracias a que, por fortuna, en los organismos adultos se retienen algunas de esas propiedades, aunque notablemente disminuidas, somos capaces nosotros de recuperarnos de muchas pérdidas celulares y de ser donantes o receptores de trasplantes.
De hecho, todo ser vivo se genera como un todo y se desarrolla como un todo, lo cual, por supuesto, no altera el hecho de que podamos interferir con su totalidad. Un embrión puede soportar una tremenda cantidad de manipulación y, a pesar de ella, sobrevivir, como revela la actividad diaria de los centros de fecundación in vitro.
¿Qué tiene esto que ver con el argumento de la individuación? Tenemos abundantes pruebas empíricas para concluir que, desde un punto de vista orgánico, un ser vivo no se puede dividir en cuanto ser completo que es, en cuanto unidad viva, sin perecer en la empresa. Porque cada ser vivo es un todo compuesto de partes (células, órganos), puede ser orgánicamente manipulado, puede desagregarse, puede reagregarse, puede recombinarse. Pero lo que es desagregado, reagregado o recombinado no son los seres vivos completos en cuanto tales, sino sus partes. Si, por ejemplo, se separa un blastómero de un embrión ovino de cuatro células, se lo introduce en una zona pelúcida artificial y se le permite desarrollarse por sí mismo en el útero de una oveja, da origen a una oveja que es idéntica a la que puede nacer de los otros tres blastómeros del embrión original. La célula aislada era parte de un embrión que, separada, se convierte en un nuevo ser completo que es un nuevo sí mismo. Antes de la separación, esa célula era una parte genuina, auténtica de un embrión, que funcionaba como parte de él, integrada en él y con él relacionada como una parte al todo. Por eso decimos es totipotencial, es decir, que una célula de un ser embrionario inicial tiene la capacidad de convertirse en un todo se separa de él. Pero la célula, mientras está integrada en el conjunto, mientras juega su papel de parte de un todo, no es un todo, sino solo una parte de él.
Las relaciones generales que pueden establecerse entre seres vivientes en cuanto totalidades podrían sintetizarse de este modo:
a. Un ser vivo es un todo orgánico. Como tal, puede desprenderse de partes (células, órganos) que pueden integrarse dentro de otros organismos. Eso es expresión de las capacidades de donación y trasplante.
b. Un ser vivo puede desprenderse de partes (células) que pueden convertirse en nuevos seres vivos, nuevos todos independientes, ya sea por si mismas ya sea combinándose con otras células. Esto es expresión de la capacidad de generación asexuada y sexuada.
c. Un ser vivo puede sufrir la privación o la lesión destructiva de algunos de sus componentes (células) y ser capaz de compensar o reparar internamente el defecto y seguir viviendo y desarrollándose como un todo funcionante. Esto es expresión de sus capacidades de regulación, reparación y regeneración.
d. Un ser vivo, como un todo viviente, ni se da en otros seres vivos ni fusiona con otro ser vivo, pero alguna de sus partes es capaz de hacerlo. Esto es expresión de la capacidad de fisión y recombinación de las células de ese organismo.
Puede pues haber fragmentación en un ser vivo que está en la base de la generación asexuada. Pero no hay fusión o escisión de seres vivos en cuanto entidades totales. Así pues, por no ser posible la fusión o división de los seres en cuanto todos vivientes, no hay posibilidad de que existan embriones inestables en cuanto a su individualidad. La estabilidad es una propiedad de la individualidad. La individualidad estable permanece como un rasgo permanente de todo ser vivo considerado como un todo, aun bajo condiciones, inducidas natural o artificialmente, que hagan exteriorizarse, a veces de modo espectacular, las capacidades de donación, recepción, generación, reparación, regeneración y regulación arriba señaladas.
Cada ser vivo es un individuo diferenciado en su especificidad y unicidad, es decir, está orgánicamente individuado desde su concepción hasta su muerte. El embrión inicial, en cuanto un todo viviente, es un organismo estable individual. Sus células gozan, en esa fase de su existencia, de unas capacidades asombrosas que las hacen muy diferentes de nuestras células. Pero como seres individuales, son ya hermanos nuestros pequeños, son nosotros mismos cuando fuimos como ellos.
Sé que, en estos momentos, en Argentina hay un vivo debate en torno a la legislación de la reproducción asistida. Este simposio es una contribución al debate social sobre un tema tremendamente polémico, casi divisivo. Los legisladores y el público tienen una ocasión formidable para enfrentarse a la pregunta fundamental de quiénes somos cada uno de nosotros, cómo empezamos nuestra existencia, cuales son las condiciones éticas que deben rodear la transmisión de la vida humana, los modos verdaderamente humanos de procrear.
En esa discusión deben estar representados los embriones humanos. Ellos no tienen voz para intervenir en el debate, ni voto para participar en las decisiones que tan profundamente les atañen.
Pero nos dicen que, como ellos, todos hemos iniciado nuestra existencia bajo la apariencia humilde de embrión, que nuestra biografía tiene ese mínimo y, a la vez, glorioso comienzo. Todos hemos sido embriones unicelulares y, por haberlo sido, nos hemos hecho capaces de ser lo que ahora somos. Negar a los embriones humanos el derecho de plena humanidad es una injusticia cruel, es negarnos a nosotros mismos nuestro origen. Es perverso admitir que no se es humano en esos 14 días: da, evidentemente, ciertas ventajas, pero equivale a decir que, durante un cierto tiempo de mi vida, yo carecí de importancia, era un no-existente, alguien sin derechos, porque dejarme morir o matarme era simplemente una cuestión discrecional y arbitraria.
Cada ser humano es engendrado bajo la apariencia de una célula. El día que eso ocurre, alcanza la más elevada concentración de humanidad y dignidad por unidad de volumen. Diez años de leer argumentos en favor de la tesis warnockiana no me han convencido de que no fuera yo, con todos mis derechos y mi destino, quien empezó a vivir el día que mis padres me engendraron, el día en que Dios me creó a su imagen y semejanza: una imagen de momento unicelular, microscópica, pero llena de potencia y de sentido, invitada a vivir un destino humano singular e irrepetible.