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La recepción de la Instrucción Donum vitae

Prof. Gonzalo Herranz, Grupo de Trabajo de Bioética, Universidad de Navarra
Le Nuove Biotecnologie: La Responsabilità di chi ha responsabilità
Centro Culturale San Carlo
Milano, 9 maggio 1987

Índice

1. Tipología general de las respuestas a la Instrucción

La respuesta aceptación-silencio y sus probables causas

2. La contribución de la instrucción al patrimonio común de la ética

3. Una respuesta animosa y responsable

Estoy muy contento de encontrarme hoy aquí con ustedes. Y estoy también muy agradecido, pues el tema que el Doctor Edoardo Beretta me ofreció para tratar delante de ustedes se refiere a una cuestión que me interesa mucho. En su carta de invitación me manifestaba una preocupación que, al parecer, es ampliamente compartida. Se refería al hecho de que no pocos católicos, de los que acatan la doctrina de la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el respeto a la vida naciente y la dignidad de la procreación, experimentan ciertas dificultades ante la responsabilidad de defenderla y difundirla. La aceptan, pero están callados. Su adhesión parece más bien intelectual y fría, pues, ni en el ambiente de trabajo ni en la sociedad, se han movilizado para explicar a los demás los valores humanos y éticos ínsitos en los principios, razonamientos y directrices de la Instrucción.

Creo que es muy interesante analizar esta postura y situarla dentro del variado conjunto de actitudes con que la gente ha reaccionado al hacerse pública la Instrucción. Este análisis nos llevará a considerar un tema de gran importancia práctica: el papel que debe jugar la doctrina católica en esa especie de equilibrio homeostático de la moral social y biomédica que llamamos pluralismo ético. Creo que, si llegamos a comprender el significado de nuestra contribución al pluralismo vigente, nos será más fácil asumir nuestras responsabilidades en el campo de la Bioética y descubrir las dilatadas posibilidades de actuación que se nos ofrecen. Así es como he interpretado el encargo que he recibido del Centro Culturale San Carlo a través de la carta del Dr. Beretta.

Dividiré mi intervención en tres partes.

En la primera trataré de describir algunas respuestas-prototipo a la Instrucción aparecidas hasta ahora. Prestaré una atención más detallada a esa particular combinación de aceptación-silencio característica de algunos creyentes, a la que aludí anteriormente.

Consideraré, en la segunda parte, si la Instrucción contiene valores éticos de validez universal que contribuyan a hacer más rico el patrimonio común de la Bioética, y en qué medida esos valores deberían ser manifestados y asumidos en el ámbito de un pluralismo ético bien entendido.

En la tercera parte, y a modo de conclusión, señalaré cuáles pueden ser los elementos de un programa para revelar a los demás la calidad ética de la Instrucción, para empeñarnos en la difusión de su doctrina con un esfuerzo proporcional a la formidable apuesta que para la humanidad supone la artificialización de la procreación humana.

Espero que, una vez terminada mi intervención, podamos entablar un diálogo vivo sobre los puntos que hayan podido suscitar mayor interés o desacuerdo. Soy lo bastante optimista para sospechar que algunos pueden haber provocado alguna adhesión.

Antes de entrar en materia, una advertencia: no abordaré nuestro tema de hoy con un criterio aséptico y distante. Confieso que me es imposible desprenderme de un fuerte prejuicio en favor de la Ética de inspiración cristiana: la creo superior a las otras corrientes éticas en su capacidad casi ilimitada de hacer mayor bien, de crear mayores espacios para el respeto al hombre y para inspirar el recto progreso de la ciencia.

Pasemos ya a analizar el primer punto.

1. Tipología general de las respuestas a la Instrucción

Es evidente que no ha transcurrido tiempo suficiente para que se hayan podido escribir trabajos serios y reflexivos sobre la Instrucción. Si se exceptúa la monografía “Il Dono della Vita”, publicada aquí en Milán por el Centro di Bioetica de la Università Cattolica del Sacro Cuore, el material del que dispongo está formado prácticamente por recortes de prensa. Los grandes órganos de opinión (periódicos, radio y televisión) han manifestado, en comentarios, editoriales o programas especiales, su reacción inmediata al conocer la Instrucción. Lo han hecho también algunas revistas científicas de gran influencia, aunque no deja de ser sorprendente, sin embargo, que, transcurridas ya bastantes semanas, algunas revistas muy significadas en la modulación de la opinión pública en Medicina, mantengan un silencio completo sobre la Instrucción.

Como es bien sabido y era de esperar, ha habido reacciones para todos los gustos: adhesiones, entusiastas unas y tibias otras; rechazos, que van del desprecio sin paliativos a la moderada y respetuosa discrepancia. Hay quienes reconocen en la Instrucción un modelo de cómo, desde un punto de vista confesional, puede discutirse razonadamente y ante el gran público un problema ético muy espinoso; pero no faltan los que consideran a la Instrucción como el más reciente y definitivo repudio que la Iglesia de Roma hace de la ciencia y de la sociedad de hoy.

No dispongo de datos acerca de lo que pudiera considerarse como una muestra representativa de la respuesta global a la Instrucción y una evaluación de sus contenidos. No es difícil, sin embargo, hacer algunas aproximaciones groseras y provisionales. Las clamorosas condenas en bloque vienen, como era de esperar, de posiciones sectarias que no ocultan nunca su beligerancia sin matices contra la visión cristiana del hombre o ante cualquier actuación del Magisterio. Por contraste, hay que constatar con pena que no ha sonado en la plaza pública y con intensidad comparable el aplauso de quienes aprecian la magnífica riqueza de valores éticos de la Instrucción.

Quizás lo que más ha abundado ha sido el comentario ambivalente, construido con capas alternantes, más o menos gruesas según los casos, de elogio y de crítica. Esa ha sido la respuesta predominante en instancias moderadas, muchas de las cuales se declaran católicas. Encuentran en el documento vaticano no pocas cosas que merecen su aprobación. Y así, expresan su satisfacción, más o menos fuerte, al ver proclamadas por la Iglesia algunas ideas, tales como el respeto a la autonomía de las ciencias y la imposibilidad del neutralismo ético de la empresa científica; la prioridad ética de los valores de la persona sobre la simple eficacia técnica; el respeto merecido por la vida humana naciente; la homologación de los embriones humanos con los restantes miembros del género humano y la licitud del diagnóstico y del tratamiento médicos prenatales; la condena moral de la experimentación destructiva y de las manipulaciones degradantes o inhumanas sobre el embrión. Están de acuerdo en que es congruente con la noción cristiana de la unidad del matrimonio la condena de la fecundación artificial heteróloga y están dispuestos a aceptar segmentos más o menos amplios de la doctrina antropológica expuesta en la Instrucción.

Pero para muchos, la piedra de escándalo es la reprobación ética de la fecundación artificial homóloga. Consideran que son sutiles, desproporcionados o simplemente inválidos los argumentos aducidos por la Instrucción. Desde ciertos sectores del campo católico se elevó un sonoro murmullo de desencanto al ver que la Instrucción contenía una neta condena moral de los métodos de fecundación artificial homóloga. El rechazo ha tomado varias formas. Unos se han inclinado por la rebeldía abierta. Así lo han hecho algunos médicos, bioeticistas o profesores de algunas Universidades católicas, que han decidido desoír las prescripciones disciplinares de la Instrucción referentes a los Hospitales católicos y proponen el establecimiento de conversaciones para modificar, al menos parcialmente, el contenido de la Instrucción. Otros han preferido hallar consuelo relativizando el valor magisterial de la Instrucción, al que conceden la categoría de un meritorio trabajo catequético, de un documento provisional, de un globo sonda para hacer una encuesta de la aceptabilidad de la doctrina en instancias confesionales y seculares. Como todos sabemos, no dejaron de producirse las inevitables alusiones a ciertos tópicos de ocasión y no han faltado los que han hablado de un nuevo caso Galileo o de una repetición del terrible desgarro doctrinal que se produjo en la Iglesia a raíz de la promulgación de la Humanae Vitae.

La respuesta aceptación-silencio y sus probables causas

Pienso que, por fortuna, son incontables los fieles católicos que han recibido con alegría y aceptación agradecida el contenido entero de la Instrucción. Pero, esa es mi impresión, han escrito pocas cartas a los periódicos, no han participado en las emisiones radiofónicas que pulsaban la respuesta a la Instrucción, no se han prodigado en declarar que comparten y aman la doctrina del documento sobre el respeto de la vida naciente y la dignidad de la procreación humana. ¿Por qué, a partir del 10 de marzo, se vienen comportando como una mayoría silenciosa y su silencio sigue durando hasta hoy? En concreto, esta pregunta va dirigida, tal como sugiere el título de la conferencia sugerido por el Dr. Beretta, a los que tienen responsabilidad: en primer lugar a los médicos, pero también a todos los que de un modo u otro están llamados a crear y mantener el ambiente ético de nuestra sociedad. ¿Por qué no hablamos y escribimos en favor de la Instrucción con la intensidad que requieren la vastedad del problema y los valores éticos que están en juego?

Confieso que no he hecho ninguna investigación sobre este punto y que he de limitarme a ofrecer, sobre las razones de ese silencio, una hipótesis basada en indicios y datos recogidos en conversaciones, en lecturas y en mi propia introspección. Y la hipótesis es ésta: la capacidad de testimonio de mucha gente está inhibida porque todos, en mayor o menor medida, hemos suscrito una especie de pacto de paz social y de consenso ético, del cual no es elegante discrepar. Se nos ha ido educando en la idea de que tanto en la sociedad como en la comunidad científica no es de buen tono tener convicciones firmes diferentes de las oficialmente aceptadas y proclamarlas como verdaderas.

La moral dominante en la sociedad de nuestros días está constituida en gran parte de oportunismo ético y de eficiencia científico-tecnológica. Por ética oportunista entiendo aquí el modo de actuar de millones de seres humanos que aplican a la resolución de sus problemas éticos, y según las circunstancias, criterios utilitaristas o intuiciones sentimentales. A causa precisamente de la saturación ambiental de este modo de comportamiento, no somos de ordinario conscientes de hasta qué punto la gente común, la que lee los periódicos y se sienta ante el televisor, está fascinada por ambos condicionantes. Es muchísima la gente que se ha acostumbrado a decidir sus problemas con criterios utilitaristas o sentimentales.

No es de extrañar, por ello, que la gente haya quedado fascinada por la FIVET y se haya rendido ante ella. De muchas maneras se les ha repetido el mensaje de que la FIVET es una maravilla que a la vez es consuelo de una aflicción, hazaña científica y satisfacción de preferencias. Los niños probeta son como una síntesis de lo ideal que pueda desearse de la ciencia, pues son el resultado apetecido de la alianza entre la tenacidad investigadora del hombre de laboratorio y la invencible decisión de unos padres de alcanzar un imposible intensamente apetecido.

En este ambiente, el disidente, el que critica severamente los aspectos inhumanos, tan cuidadosamente ocultados, de la fecundación artificial, corre el riesgo de ser rechazado por carencia de sensibilidad ética y científica. En efecto, quien descubre las debilidades éticas de la FIVET se hace sospechoso de tener un corazón insensible al dolor ajeno, en este caso al sufrimiento intolerable de la esterilidad matrimonial, y se denuncia a sí mismo como un retrógrado que trata inútilmente de frenar el imparable progreso de la ciencia. Sea por una u otra razón, oponerse a la FIVET no contribuye a aumentar la popularidad.

Y así está ocurriendo. Quien se opone a la FIVET gana una desfavorable reputación. Una idea ampliamente difundida hoy en la sociedad general es que “para los problemas morales no hay respuestas correctas”. Estas son unas palabras de Dame Mary Warnock en su libro A Question of Life, tan arraigadas en la mentalidad contemporánea que llegar a conclusiones morales bien definidas puede ser tomado como una arrogancia ineducada. Cierta prensa, muchos telefilms y las revistas del corazón han llevado a la conciencia de muchos la noción de que en este mundo sólo triunfan los que se guían por el oportunismo ético. Son pocos los que se preocupan de fundamentar su conducta en principios morales firmes y mutuamente consistentes, mientras que son cada día más los que confían en el sentimiento como instrumento para determinar lo que es bueno o malo.

Algo parecido ocurre en la sociedad ilustrada, en el mundo de la ciencia. Las reglas y convenciones de la sociedad científica exigen tanta tolerancia ante las convicciones de los otros que pueden requerir la indiferencia ante las convicciones propias. Una regla de juego vigente en la tolerante sociedad de hoy dice más o menos así: “Si quieres ser aceptado, has de abstenerte de declarar que las creencias de otro sean menos dignas o menos verdaderas que las tuyas propias. Al que defienda con pasión algún credo o alguna moral, tenle por grosero y etnocéntrico. Has de creer solamente en el relativismo cultural. Pero es una imperdonable falta de educación sospechar y decir a los demás que el relativismo cultural es una simple moda cultural como cualquier otra”.

Este clima erosiona la capacidad, frecuentemente pequeña, de no pocos cristianos a hacer manifestación de su fe. Favorece el abandono cada vez más amplio de la tradición ética de la ley natural, de la moralidad común de raíz judeo-cristiana, que es abandonada en razón del bajo índice de manipulabilidad de sus principios, de la elevación de sus exigencias morales y, sobre todo, por su escasa afinidad para el utilitarismo, lo cual pone a sus seguidores en desventaja en su carrera profesional.

No es exagerado decir que el Establishment cientifista ejerce una política de disuasión contra la disidencia. Esto no puede escandalizarnos. El mundo de la Ciencia es un duro campo de batalla, en el que la no-beligerancia no es fácil de mantener. La Instrucción vaticana señala que “sería ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones”. Pero esto no es sólo una afirmación moral, en el sentido de que el progreso científico-técnico está vinculado inevitablemente con la persona humana y los valores morales de ésta, y que de ellos recibe su tonalidad moral. Esas mismas palabras de la Instrucción sirven para describir un fenómeno real y cotidiano: no existe una ciencia neutra, no es posible una ciencia libre de valores. Pervive en el ánimo de muchos una especie de nostalgia de una ciencia virginal, de objetividad absoluta, no contaminada por la ganga del interés o de las ideologías. Siempre que se ha suscitado en el foro científico la polémica en torno a la Ciencia libre de valores, se ha demostrado que de hecho toda empresa científica está inevitablemente sellada de humanidad, de la humanidad de sus protagonistas, con sus ambiciones de saberes y de intereses, de conocimiento y de poder, de amistades y fobias, de emulación noble y de turbia competencia.

La presión ambiental de los factores señalados -hay algunos otros de carácter más local, pero de no menor importancia práctica- crean una dificultad objetiva a la manifestación de las propias opiniones. No hace falta tener mucha imaginación para calcular el efecto reblandecedor que sobre las convicciones no demasiado sólidas de un disidente potencial puede ejercer la amenaza de ser etiquetado de irrealista, insensible, restrictivo y destemplado, o de ser acusado de utilizar la ciencia selectivamente y aún perversamente, de ser cruel y abusivo, insincero e hipócrita. Aclaro que estos son los epítetos usados en el artículo editorial The Vatican and embryology de la revista Nature, del pasado 19 de marzo, para calificar el documento vaticano. Es evidente que hoy hace falta sumar a unas firmes convicciones éticas una buena dosis de coraje humano y de capacidad crítica para resistir las agresivas imputaciones de algunos autonombrados gurús de la ciencia oficial.

¿Puede esta opresiva atmósfera disuadirnos de aceptar y difundir la doctrina y las prescripciones éticas de la Instrucción? A responder a esta cuestión dedicaré la segunda parte de mi intervención.

2. La contribución de la instrucción al patrimonio común de la ética

Debemos ahora buscar razones para hablar con todos de la Instrucción. Debemos hacerlo, porque la Instrucción lo merece.

Francamente, sin dejarse llevar de partidismos, ¿qué méritos propios tiene la Instrucción como documento bioético? ¿Su doctrina, sus argumentos, sus conclusiones la colocan en paridad con otros documentos de primer rango de la Bioética y la Deontología seculares? O, por el contrario, ¿es sólo una muestra de literatura moralizante, catequética, sin fuerza para convencer a nadie que ya no estuviera previamente convencido?

Voy a ofrecerles a continuación una evaluación personal de la Instrucción. Evidentemente, para ser objetivo no necesito despojarme de mi condición de cristiano, cosa que, por otra parte, no deseo hacer. Algunos de ustedes habrán leído un breve comentario de urgencia que me fue solicitado por Il Sabato y conocen mi calurosa acogida de la Instrucción. Pero prefiero dar aquí algunos argumentos algo más técnicos. Por oficio estoy obligado a tener un detallado conocimiento, y a participar en ocasiones en la redacción, de declaraciones, códigos y guías de Ética médica. Me parece que estoy familiarizado con este difícil y exigente género literario y que puedo juzgarlos con un toque de profesionalidad.

Atendamos, en primer lugar, a algunos aspectos formales. La Instrucción es un documento claro. Está bien construida, con una precisa distribución de la materia en partes y parágrafos, correctamente titulados. A nadie le he oído quejarse de que la edición oficial carezca de índice, cosa que sólo ocurre con los escritos estructurados con un orden inteligente. A su claridad contribuye la sencillez del estilo y del léxico, libre al máximo de tecnicismos, y también la brevedad y las selectas notas y glosas. Es un documento para todos, no sólo para expertos. Y esto, que ha sido criticado por quienes esperaban que del horno vaticano iba a salir un plato de alta cocina, constituye un valor muy positivo, pues en Ética y en Medicina conviene hablar de modo que a uno le entiendan.

Pero más interesantes que los aspectos formales son los contenidos de la Instrucción. La Instrucción está al día. Nos muestra que la Iglesia no vive en el pasado, sino que va en cabeza con otras empresas humanas que buscan la promoción de los valores y la dignidad del hombre. Nos revela a la Iglesia interesada en el progreso científico, al cual aprecia por sí mismo y por su creciente capacidad de enriquecer la vida humana. Este interés no es teórico: la Iglesia desea vivamente contribuir a ese progreso, asistiéndolo y guiándolo en sus aplicaciones al hombre, con el propósito de que no sea utilizado como instrumento de destrucción. Para los que nos dedicamos al estudio, la enseñanza y la aplicación de la Bioética es alentador ver asumidos en el documento vaticano algunos conceptos muy modernos, nacidos y desarrollados en el campo de la Bioética, tales como los de respeto, la actitud ética fundamental de la Medicina moderna, de consentimiento informado o las matizaciones sobre el distinto significado, técnico y ético, de investigación y experimentación. (Entre paréntesis. Tengo un punto de discrepancia con la Instrucción. Esta acepta el término pre-embrión. Yo sigo fiel al término, más largo, pero más preciso, de embrión preimplantatorio. Pero no es ésta la ocasión de analizar el asunto). Los cultivadores del derecho político y médico deberán considerar las indicaciones de la Instrucción acerca de sus responsabilidades en la promoción jurídica del respeto a los derechos fundamentales de la persona y de las implicaciones culturales, ideológicas y políticas de las técnicas de procreación artificial.

Es de justicia reconocer que estas enseñanzas constituyen una aportación muy valiosa al tesoro moral de la humanidad entera. Pero es sin duda en el área de la doctrina moral y de la antropología donde se encuentra el mensaje principal de la Instrucción. Sé, por la carta de invitación que me envió el Dr. Beretta, que Mons. Caffarra les habló a ustedes de estos aspectos. Ello me dispensa de aludir a ellos. Pero no quiero dejar de señalar un par de indicaciones.

La primera: la Instrucción resume de modo muy compacto la doctrina cristiana sobre la sexualidad. El mundo de hoy, asustado por la epidemia del AIDS y casi indiferente a la mucho más grave epidemia del aborto, necesita de modo urgente despertar de la borrachera de la liberación sexual y recuperar un sentido verdaderamente humano de la sexualidad. La insistencia de la Iglesia en recordar los elementos antropológicos de la sexualidad, su empeño en recordar la dignidad del cuerpo, la significación de su lenguaje gestual como expresión del valor espiritual del amor humano, constituye una contribución de primer orden a la salud pública. Pienso que los Ministerios de Sanidad deberían en justicia enviar su más alta condecoración a la Congregación para la Doctrina de la Fe. O algo muchísimo mejor: poner a discurrir a sus expertos en publicidad para convertir en mensaje persuasivo el formidable potencial educativo de la Instrucción.

La segunda: cuando se compara la Instrucción con otros documentos bioéticos relativos a la procreación humana asistida, se observan ciertas diferencias que conviene resaltar. La Instrucción, lo sabemos, tiene una larga historia. En su discusión y redacción han participado sesenta teólogos y moralistas y veintidós científicos, de diferentes nacionalidades y tendencias. Es, en realidad, el producto de un extenso grupo de trabajo. Siendo obra de muchos y de cooperación interdisciplinar, tiene el mérito de su univocidad, su consistencia interna, la lógica rectilínea y la honestidad con que procede hasta el final. Esto contrasta mucho con el carácter tortuoso, ambiguo, titubeante de otros documentos, como el Informe Warnock, en la que la imposibilidad de llegar a un consenso se expresa no sólo en los votos particulares, sino en un vaivén entre ciertos ideales éticos elevados y las exigencias de la permisividad o el utilitarismo que crea una ética de mínimo esfuerzo moral. Creo que un punto interesante de investigación sería el análisis comparado de los presupuestos metodológicos, comitológicos y epistemológicos aplicados en la preparación de la Instrucción y de otros documentos emanados de instancias seculares.

Me parece que un valor destacable, desde un punto de vista estrictamente bioético, es el realismo que exuda la Instrucción. La instrucción no se abandona a sueños cientifistas o a promesas de bienestar ilimitado. Desea ciertamente que la investigación biomédica halle nuevos caminos que conduzcan a soluciones proporcionadas a la dignidad singular del hombre. Pero nos recuerda que cuando el sufrimiento de la esterilidad matrimonial no encuentra remedio en la Medicina respetuosa de la vida naciente y de la dignidad de la procreación humana, entonces la esterilidad matrimonial debe ser asumida y convertida en oportunidad de servicio y de realización personal. Estamos hoy muy necesitados de que nos diga muchas veces que, para los hombres de carne y hueso, salud quiere decir vivir con limitaciones y que es utópico aspirar a un perfecto estado de bienestar en todos los aspectos de la vida.

Pero no son sólo los individuos quienes deben recordar la inevitabilidad del sufrimiento y la limitación. Esto es algo de lo que la sociedad está absolutamente necesitada. Si los ideales sociales se fijan en la búsqueda de la felicidad a toda costa y en la satisfacción imperativa de los deseos, entonces la sociedad en su conjunto se empobrece en capacidad de acogida del dolor y se atrofia su habilidad de aceptar y atender a los débiles. La implantación social de esta ética del deseo, cada vez más extendida entre nosotros gracias a las legislaciones permisivas en vigor o en proyecto, irá eliminando de entre nosotros todo aquello que no sea ocasionado por la elección o el capricho, de tal modo que la conducta y las aspiraciones de la gente serán profundamente transformadas. Pensemos por un momento en una sociedad en la que todos son educados en un ambiente permisivo, en el que cada uno se acostumbra a obtener lo que desea, cuando lo desea, que vive en el bienestar del estado providencia y que tiene como ideales la aspiración a la felicidad y a la satisfacción de sus deseos. No parece razonable esperar que en esa sociedad pueda desarrollarse una Ética de respeto, en el que tenga un lugar privilegiado la aceptación y la entrega generosa a los débiles.

Hemos de buscar, por vocación científica y por exigencia cristiana, remedios nuevos para el dolor. La ciencia médica debería invertir todo su ingenio y recursos disponibles en su batalla contra la enfermedad, la deficiencia y el sufrimiento, incluido el de la esterilidad matrimonial. Pero en esa batalla deberá respetar las exigencias que impone la ética del respeto a la vida naciente y a la dignidad de la procreación humana. No podemos desentendernos de los problemas humanos y médicos de los matrimonios estériles. Pero nuestra lealtad hacia ellos y hacia nuestros compromisos éticos ha de llevarnos a decirles que el deterioro que la institución familiar está experimentando a causa de la tecnología de la reproducción constituye un mal moral desproporcionadamente grande en comparación con su propio sufrimiento. Su deseo de tener un hijo propio no puede comprarse a costa de dilapidar los valores antropológicos y sociales de la familia y del matrimonio.

Muchos de los teólogos católicos que disienten de la Instrucción y no pocos acatólicos, moderados y biempensantes, son de la opinión de que es posible legislar o, al menos, dar directrices éticas que convaliden moralmente sólo la FIVET realizada en el seno de un matrimonio estéril y con los propios gametos. Mi conocimiento de los documentos de trabajo y de las actas de los grupos que han preparado borradores para legislación o directrices éticas, tanto en instituciones públicas o semipúblicas, me convence de que esa es una pretensión ingenua. Pienso que tanto éticamente como sociológicamente es imposible negar a otros (parejas estables, mujeres solteras, mujer que presta gratuitamente su útero o lo alquila, e incluso parejas lesbianas) el acceso a la FIVET para colmar su deseo de un hijo o de simplemente gestarlo, una vez que se acepta que al matrimonio estéril le es lícito a recurrir a la técnica. Y precisamente porque tal patente de licitud les es concedida en virtud de su firme deseo de tener un hijo propio, no hay razón congruente para negar a nadie un hijo si éste es deseado con una vehemencia semejante. El camino de las concesiones viene facilitado por el clima social de igualdad de derechos y de oportunidades. En fin de cuentas, los Estados modernos, al legalizar el divorcio y el aborto, han mostrado un grado de falta de respeto para la vida naciente y un desprecio de la dignidad del matrimonio, que les deja inermes ante las permisivas legislaciones sobre la reproducción humana asistida que están en preparación.

No es necesario proseguir más allá este análisis para concluir un punto que nadie intentará refutar: la Instrucción es una aportación de primera magnitud que la Iglesia ofrece a la humanidad entera para iluminar uno de los problemas más cargados de significación y de consecuencias que se plantean al hombre de hoy.

3. Una respuesta animosa y responsable

Ninguno puede abstenerse de participar en su solución. Es imperativo que cada uno asuma la parte de responsabilidad que le compete. Responsabilidad que para los hijos fieles de la Iglesia consiste estudiar, analizar y asimilar el contenido de la Instrucción; en persuadirse de su alta calidad técnica y de incomparable riqueza en valores humanos y morales; en el empeño valiente de diseminar por todas partes el mensaje de quien no duda en llamarse a sí misma “experta en humanidad”.

No podemos tomar el talento, envolverlo en un pañuelo y esconderlo en la tierra. Hemos de salir a la intemperie a negociar este capital de sabiduría moral. A algunos podrá parecerle que el ambiente es poco receptivo. Ya lo hemos visto: mucha gente está ofuscada. Unos entontecidos por la sexología de quiosco, que les ha llevado a la engañosa conclusión de que cada uno, todos y todas, tienen a su alcance llevar una vida de glorificación sexual, de gratificación hedonista, de embriaguez sensorial, tan plena como la de los sex-symbols del momento. Otros están como mesmerizados por la mezcla de sentimiento y de triunfo tecnológico de los bebés-probeta. Ni unos ni otros parecen dispuestos a prestar oídos a la exigente doctrina cristiana acerca del respeto a la vida humana naciente y sobre la dignidad de la procreación.

Ante un ambiente tan adverso, en apariencia, no nos vamos a quedar quietos. Hemos de ser conscientes de que tenemos por delante un trabajo fatigoso y largo, de esos que ponen a prueba la fibra moral de los hombres. Hemos de aceptar el desafío que nos marcan las palabras de la Conclusión de la Instrucción: “La Iglesia desea que todos comprendan la incompatibilidad que existe entre el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y el desprecio de la vida y del amor, entre la fe en el Dios vivo y la pretensión de querer decidir arbitrariamente el origen y el destino del ser humano”.

Contamos para esta prolongada tarea, junto con la oración, la fortuna de contar con la calidad intrínseca del documento y esto es una sustancial ventaja. Consideremos un símil tomado de la economía y el comercio. En el mercado de las ideas, sometido a fortísimas tensiones de competitividad, regido por duras y agresivas campañas de descrédito y de publicidad, sólo tiene posibilidades de éxito aquella mercancía que, poseyendo una intachable calidad, es promocionada con tenacidad y talento.

Nos corresponde a nosotros dar a conocer, en las circunstancias del trabajo y del ambiente de cada uno, la excelencia ética y los valores humanos de la Instrucción. Hemos de negociar este talento de doctrina que la Iglesia acaba de poner en nuestras manos. Pienso que todos los que estamos aquí reunidos estamos persuadidos de que el mundo está necesitado de un arreglo a fondo; dicho de otra manera, necesita de modo desesperado de la ayuda que solo los hijos de la Iglesia le pueden prestar.

Prestaremos esa ayuda si a nuestra fidelidad doctrinal unimos una profunda simpatía para todo lo positivo y ennoblecedor del progreso humano. Nos ha correspondido vivir en un mundo roto por el pluralismo y el enfrentamiento. Y en un mundo así, hemos de encontrarnos a gusto. No podemos resignarnos a quedar marginados de las instancias de decisión. Por el contrario, es preciso participar activamente en la discusión de la cosa bioética, pugnar noblemente por hacerse un lugar en los organismos que la inspiran y la vigilan. Pienso que es suicida despreciar las oportunidades de influencia y diálogo que ofrecen los Comités de Ética de las instituciones: de las Órdenes de los Médicos, de los Hospitales, de los Institutos y Grupos de estudio. Si no existen, habrá que crearlos, darles vida, abrirlos a la colaboración de muchos. A ellos deberíamos llevar, además de una sólida competencia profesional, algo que nos hace insustituibles: una sensibilidad ética afinada y, particularmente, el tesoro de la doctrina cristiana.

Nuestra contribución fundamental al río caudaloso de la Ética médica contemporánea, ya sea en las conversaciones con los colegas, en las contribuciones que podamos ofrecer a las deliberaciones de un Comité de Ética de un hospital o a una Comisión de Deontología profesional, consiste en la afirmación nítida, firme y no diluida del concepto cristiano del hombre y de la ilimitada capacidad de servicio al enfermo que brota de la alianza caridad-ciencia. Es este un tesoro que debemos a los demás. El pluralismo ético tiene, por decirlo así, sus horas malas. Hay momentos, como los presentes, en que arrecian las críticas a la doctrina del Magisterio, en los que desde muchos ángulos de la sociedad se desprecian valores muy íntimamente apreciados por una conciencia cristiana. Son horas de sufrimiento, pero sobre todo son momentos en los que se nos ofrecen incontables ocasiones de testimoniar la riqueza de la Bioética de inspiración cristiana y de refutar la flaqueza de las éticas dominantes o más ruidosas.

En su más genuina interpretación, el pluralismo consiste en dar a cada uno el derecho y la oportunidad de manifestar clara y sinceramente sus convicciones morales. Creo que es más respetuoso y más bello dibujar, con las tendencias que conviven en una sociedad pluralista y verdaderamente libre, un arco iris de colores vigorosos y precisamente diferenciados, que reducirlas a una homogénea mezcla gris y desvaída que resulta de la innatural fusión de todas ellas.

Nosotros tenemos una contribución decisiva que hacer a ese arco iris en que se alinean y conviven las opiniones y creencias de los hombres de hoy. Tenemos la responsabilidad de mostrar, amablemente, con gracia y don de lenguas, todos los valores de la doctrina cristiana sobre el hombre. La Instrucción nos proporciona incontables ocasiones de tratar dos puntos básicos de la antropología cristiana: el respeto al embrión y la dignidad que debe rodear a la procreación humana. Les hemos de decir que en el embrión humano se da la más asombrosa, la más venerable, concentración de humanidad por micrómetro cúbico que quepa imaginar. Es una célula y es, a la vez, un hombre. Hemos de ser testigos de este milagro asombroso, que es todavía más asombroso por ser habitual. Alguien ha contado muy bien esta historia: “La cosa empieza con una célula que, nacida de la fusión de un espermio y un oocito, se divide en dos, después en cuatro, después en ocho, etcétera. Pero en un momento dado, surge una célula que tendrá como descendencia el cerebro humano. La mera existencia de esta célula debería ser una de las maravillas del mundo. La gente debería pasarse el día llamándose unos a otros con inacabable asombro para no hablar de otra cosa sino de esta célula. Es algo increíble y, sin embargo, es una realidad que esta célula es capaz de encontrar su sitio y de cumplir su encargo en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de todas partes del planeta, como si eso fuera la cosa más fácil del mundo... Si te gustan las sorpresas, ahí tienes su fuente... Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para testimoniar ante los subcomités del senado, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para ese gesto maravillosamente humano de alargar la mano y apoyarse contra un árbol, todo eso está contenido en esa célula: toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música... Nadie tiene la más ligera idea de como esto se realiza y probablemente ninguna otra cosa puede ser más intrigante. Si alguien, mientras yo viviera, llegara a explicarlo, yo alquilaría un aeroplano que escribiera en el cielo, quizá una escuadrilla entera, y los mandaría al aire para que dibujaran un signo de admiración por el cielo de todo el mundo, hasta que me quedase sin dinero”.

Así deberíamos hacer nosotros: ir por ahí hablando continuamente de que Dios nos quiere a cada uno como a un hijo, que nos ha revestido de su dignidad, tanto que cada uno llevamos la imagen del Creador en nosotros. Deberíamos tomar la Instrucción y estudiarla, considerarla largamente, hasta que sus ideas nos penetraran e hicieran de nosotros unos testigos fieles, alegres, que van por el mundo contando el maravilloso misterio que es el hombre desde el mismo instante de su concepción, que grande es el respeto con que hemos de tratarlo y cuál es el marco único y verdaderamente humano en que debe ser procreado.

Pero estos valores técnicos no son más que un humilde soporte al valor superior de la Instrucción: su fidelidad a la tradición moral de la Iglesia, su continuidad con el Magisterio, su inserción en el tronco vivo de la Fe. La Instrucción comienza con un acto de fe, se define a sí misma como una manifestación del amor de la Iglesia por el hombre, y expresa su esperanza de que Cristo, que se compadece de nuestras fragilidades, nos dará con su Espíritu la inteligencia de sus preceptos.

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