Material_Bioetica_Conferencia_Respeto_Etico_Medicina

Los enfermos, ¿son personas o cosas? Sobre el respeto ético en Medicina

Gonzalo Herranz
Departamento de Bioética, Universidad de Navarra
Conferencia en el 50 aniversario del Colegio Mayor Universitario La Estila
Santiago de Compostela, 1999

Índice

Introducción

1. De la necesaria cosificación del paciente

2. De la visión binocular del médico

3. Visión monocular y sus causas

4. Los derechos de los pacientes como proyecto humanizante

5. Errar es humano. Humanizar el error médico

6. El respeto ético en Medicina

Saludos y agradecimientos

Introducción

La pregunta sobre si los enfermos son personas o cosas es una pregunta que puede parecer cuando menos extraña, por no decir que estrafalaria. No parece ser pregunta que la plantee quien que esté en sus cabales. Pues la respuesta parece obvia: ¡claro que los enfermos son seres humanos! Podrán estar muy enfermos ciertamente, pero ¡nunca un enfermo deja de ser persona! En todo encuentro médico/paciente tenemos, al menos, dos seres humanos que establecen entre sí relaciones interpersonales, que ontológicamente son personas, que sociológicamente se tratan como personas, de tú a tú.

Y sin embargo, esa pregunta, tan extraña en apariencia, no parece fuera de lugar. Es una pregunta llena de sentido, que, en Ética médica, necesita ser ebacarada con frecuencia. Y, aunque el problema no es de ahora, no faltan indicios hoy de que la relación médico/paciente se está despersonalizando.

Se quejan a veces los pacientes de que han recibido de sus médicos un trato poco humano, de que no han sido tratados como personas. Se les oye decir cosas como “No me preguntó nada. Ni siquiera me miró a la cara: se dio media vuelta, vio la radiografía al trasluz, y dijo: esto está igual. A seguir con las pastillas otros tres meses. Hizo la receta y gritó a la enfermera que entrara al siguiente. No me dejó decirle nada”.

Y se quejan también a veces los médicos de que ya no ejercen, ya no les dejan ejercer, la medicina como personas, esto es, humanamente, con estilo individual, conforme a la ley del arte. Dicen que muchas veces no entran en relación con personas de carne y hueso, pues muchos días la opresiva carga asistencial convierte las horas de consulta en un rápido y frustrante desfile de figuras fantasmales, de desconocidos. Dicen que no pueden individualizar los servicios que prestan a los pacientes, pues, por un lado, con el montón de directrices de actuación que andan por ahí circulando, se sienten despojados de su propio juicio clínico; y, por otro, notan cada vez más recortada, con los incentivos de los contratos-programa y ciertas formas de racionamiento, su legítima libertad de prescripción. Algunos sienten que, en buena parte, la medicina basada en pruebas es una conspiración contra lo peculiar de cada persona enferma, cuya individualidad queda absorbida en una especie de anonimato estadístico que todo lo uniformiza.

Hay, es patente, bastante exageración en las quejas de unos y otros. Pero, depuradas de lo que puedan tener de hiperbólico, contienen datos y razones suficientes para sospechar que se da en Medicina, si no la realidad, sí al menos el riesgo de despersonalizar la relación entre pacientes y médicos. Y, en medicina, despersonalizar muchas veces quiere decir cosificar.

Por tanto, la pregunta de si los enfermos son tratados como personas o cosas es un asunto al que conviene prestar atención. Porque, en fin de cuentas y cualquiera que sea la conclusión a la que cada uno pueda llegar, como médico o como paciente, acerca de la intensidad del fenómeno despersonalización-cosificación en Medicina, es asunto que nos ofrece la oportunidad de considerar qué cosa sea y qué manifestaciones tiene el respeto ético en Medicina.

En esta charla voy a tocar los siguientes puntos:

1. De la necesaria cosificación del paciente. Aunque los pacientes, esto es, los seres humanos que entran en relación con un médico, son personas y han de ser tratados como tales, es inevitable que, en el transcurso del acto médico, en algún momento de él, tengan que abdicar de su dignidad y dejarse convertir en objetos de exploración y análisis científico. Ello conlleva un cierto grado de objetivación, de cosificación, del paciente.

2. Pero esa necesaria cosificación ha de estar siempre acompañada de la obligada relación interpersonal. Por ello, el médico necesita poseer una visión binocular: ha de ver a su paciente con su ojo científico y al mismo tiempo ha de contemplarlo con su ojo ético, sensible a lo humano.

3. Si esa visión binocular fallara, si el médico no viera en su enfermo más que datos y se volviera ciego para lo que de personal hay en él, el médico cae en esa media ceguera, se vuelve tuerto, sufre una reducción lamentable de su campo visual.

4. El médico se expone al riesgo de violar los derechos de los pacientes cuando los cosifica. Estos derechos son muy importantes, sobre todo desde el punto de vista ético, porque los derechos de los pacientes llevan dentro un proyecto humanizante de la relación médico/paciente.

5. Sólo en una relación médico/paciente verdaderamente humana el error médico es tolerado. Errar es humano, se dice, a condición de que el contexto en que acaece el error sea humano. Si falta humanidad y hay cosificación, el error se convierte en ocasión de venganza.

6. Muchos de los males que aquejan hoy a la relación de médicos y pacientes se deben a fallos, a faltas, de respeto.

1. De la necesaria cosificación del paciente

El primer requisito ético del médico es que posea la necesaria competencia. La obligación de ciencia precede a todas las otras. Es contraria a la ética la actuación del médico ignorante, anticuado o técnicamente inhábil.

Por eso, suelen ser desafortunadas las acusaciones que se hacen a la ciencia médica de ser fría, distante, tecnificada. La ciencia objetiva le es al médico tan necesaria, al menos, como su compasión, su humanidad. En Medicina, hemos de desechar el prejuicio antitecnológico. Es injusto decir sin más que los aparatos e instrumentos aumentan la distancia entre médico y paciente, que la tecnología médica tiende a mustiar lo humano de la medicina. Ese es un prejuicio grave y de consecuencias funestas. La tecnificación de la Medicina ha de entenderse como un refinamiento de la sensibilidad no sólo técnica, sino ética; como un esfuerzo, lleno de humanidad, un impulso de justicia, con el que ayudar más eficazmente al mayor número. Y no me estoy refiriendo sólo a aparatos e intervenciones, sino también a la organización y planificación de la atención primaria y de la medicina hospitalaria, a la política sanitaria, incluso a la necesidad de enfrentar el durísimo problema del racionamiento de los servicios sanitarios.

Ante su paciente, el médico no se comporta primariamente como un ser sólo compasivo. El médico no es una madre cariñosa. Su función primaria es la de analizar, con precisión y objetividad, los datos que observa y los signos que pone de manifiesto. Ha de convertir de modo inevitable en historia clínica el relato que de sus males hace el paciente; ha de despersonalizar en cierto modo esa narración vivencial para traducirla al lenguaje abstracto de las categorías científicas. En el curso de la atención médica correcta, se ha de llegar siempre a un momento en el que el médico ha de dejar a un lado la relación humana principal con su paciente y, abandonando el plano dialógico yo-tú, interpersonal, centrará su atención en una relación yo-ello. Ha de convertir al paciente en objeto de observación y manejo, pues sólo entonces puede el médico obtener un conocimiento exacto, objetivo, científico-natural del proceso patológico y del tratamiento correspondiente.

De este modo, se instala un elemento objetivo en la relación médico-enfermo, que no sólo exige explorar físicamente, invadir con preguntas fuertes la intimidad personal, someter a estudios analíticos el cuerpo y la sangre del paciente, sino también desconectar del modo más completo posible todo sentimiento de lástima, toda consideración afectiva. El médico no podría ser un buen médico con lágrimas en los ojos y congoja en el ánimo. Lo que puede parecer una objetividad inhumana es el comienzo de una relación verdaderamente humana.

Mientras dura la exploración física o cualquier otra exploración diagnóstica o terapéutica, el paciente abdica del dominio personal sobre su propio cuerpo y se aviene a convertirlo en un objeto sobre el que el médico aplica sus gestos profesionales. En el acto de desnudarse, el paciente manifiesta una transitoria renuncia a su dignidad humana y acepta que el médico lo use como una realidad objetiva, impersonal y despersonalizada.

Ese momento objetivo de la relación médico-paciente tiene un maravilloso efecto protector de la dignidad y pureza de la Medicina. Ese acercamiento científico, puro y duro, es la sal que protege de la corrupción el acto médico. Nunca la intimidad física con el cuerpo del paciente que exige la exploración (la detallada y despierta inspección visual, la palpación) puede tener para el médico la más mínima connotación erótica. Las cláusulas del Juramento hipocrático “Viviré y ejerceré mi arte con pureza y santidad. Siempre que entrare en una casa, lo haré para bien del enfermo. Me abstendré de toda mala acción o injusticia” han eliminado desde antiguo el riesgo de que los sentimientos puedan jugarle al médico una mala pasada en ese momento crucial de la relación médico-enfermo. La exploración se hace en un cuerpo “despersonalizado”, “necesariamente cosificado”, precisamente para desconectarlo de cualquier vinculación afectiva.

Y aunque, como veremos en un momento, en esta despersonalización está el germen de la deshumanización de algunos médicos y de la contextura fabril de algunos hospitales y ambulatorios, en ella hay que ver un elemento ético de alta dignidad, una manifestación de humanidad afinada, de cuidado solícito.

La ciencia médica no es sólo motivo legítimo de orgullo profesional para el médico. La tecnología es amable, lleva dentro la capacidad de humanizar la relación médico/paciente, de quitarle hierro, de hacerla más eficaz, curándola del carácter duro, brutal, drástico, que tuvieron las intervenciones médicas y quirúrgicas del pasado.

La realidad es así. Y, a pesar de las voces, pocas, que desde las medicinas blandas o utópicas condenan el predominio de la tecnología, la inmensa mayoría de la gente basa en la eficiencia técnica su voto de confianza a la Medicina y a los médicos de hoy. La confianza en el médico ya no se apoya principalmente en ciertas cualidades personales, como la simpatía campechana o el ojo clínico, muy apreciadas en el pasado, sino más bien en su objetividad científica, en lo fiable y actual de sus conocimientos, en su competencia, en su familiaridad con los métodos analíticos y terapéuticos acreditados. Se da así el hecho aparentemente paradójico de que el máximo de subjetividad del paciente, su fiarse del médico, se apoya en el máximo de objetividad, es decir, en su información científica y su habilidad técnica. Es, por ello, necesario eliminar la falsa confrontación entre competencia técnica del médico (objetividad, experiencia y ciencia) y sus cualidades humanas (carácter e integridad ética). Precisamente la verdadera idoneidad, la legítima autoridad moral del médico, consiste en reunir ambos campos de competencia, inseparables en el buen médico.

La lección debe ser aprendida por ambas partes. Que la Medicina ha de ser a veces fuerte han de saberlo ciertos pacientes melindrosos, emocionalmente frágiles, que se ofenden por nada, anormalmente susceptibles. A todos los pacientes les viene bien un poco de estoicismo y ecuanimidad ante la desgracia de la enfermedad. Que la Medicina ha de ser, al tiempo de fuerte, delicada, es lección que han de aprender muchos médicos, insensibilizados o incluso embrutecidos por la rutina del trabajo técnico en cadena.

2. De la visión binocular del médico

Así pues, delante del enfermo el médico ha de resolver un enigma: el de reconocer en el paciente, cualquiera que sea su condición, toda la dignidad de un ser humano. La enfermedad tiende a eclipsar, en mayor o menor medida, la dignidad humana del paciente: la limita, la oculta e, incluso, amenaza con destruirla. Si gozar de buena salud nos da, en cierto modo, la capacidad de alcanzar una relativa plenitud humana, estar enfermo supone, de mil modos diferentes, una merma, pequeña o grande, de la capacidad de desarrollar el proyecto de hombre que cada uno de nosotros acaricia. Nos limitan los pequeños achaques e indisposiciones, que roban alegría de vivir o nos acobardan ante el trabajo que queda por hacer. Nos limitan, sobre todo, las enfermedades crónicas, que incapacitan o provocan sufrimientos físicos o morales nada fáciles de soportar, que desaniman o deprimen.

Por eso, los médicos hemos de comprender que la enfermedad no consiste sólo en trastornos biológicos. Es cierto que las enfermedades tienen, como estudiamos en los libros de patología, causas y mecanismos; se expresan en una infinita variedad de desarreglos moleculares o celulares, de trastornos de correlaciones que pueden analizarse y cuantificarse, y sobre los que podemos influir con los muchos recursos de nuestro arsenal terapéutico.

Pero, conviene insistir, la enfermedad es, además de todo eso y al mismo tiempo, a veces de un modo casi exclsuivo, una amenaza a la integridad personal, que somete a prueba al enfermo, lo aboca a una crisis existencial. Por esta razón, la atención médica no puede reducirse a una simple operación técnico-científica. Incluye muchas veces una dimensión interpersonal. Pues no trata sólo de neutralizar o destruir la causa de la enfermedad, aliviar el dolor o paliar los síntomas que provienen de estructuras biológicas deterioradas. Ha de suprimir también la amenaza de soledad, minusvalía e indefensión con que amaga la enfermedad. Necesita muchas veces el médico administrar, junto con sus medicamentos, esperanza y consuelo, paz y calor humano.

Hay una expresión que, al parecer, se remonta a Séneca y San Agustín, que muestra con mucha elocuencia esa situación del hombre enfermo, esa inextricable coexistencia de lesión física y necesidad espiritual: Res sacra miser. El hombre enfermo es una cosa sagrada y, a la vez, digna de compasión. Con esta denominación, recuperada por Vogelsanger, se expresa de modo magnífico la especial situación de la humanidad del hombre víctima de la enfermedad seria, incluida la enfermedad terminal. Traduce de maravilla la coexistencia de lo sagrado y dignísimo de toda vida humana con la miseria del decaimiento orgánico causado por la enfermedad.

Cuando el médico considera al enfermo como alguien que es incondicionalmente digno, aunque caído en una miseria profunda, entonces está mirándole con visión binocular. La gente quiere ser atendida por médicos que tengan la ciencia suficiente para comprender y resolver los problemas de su biología y que sean lo suficientemente humanos para comprender y resolver los problemas de su existencia en crisis.

Pero la gente se queja muy frecuentemente de que muchos médicos se han vuelto tuertos.

3. Visión monocular y sus causas

No es esta la ocasión para hacer una lista de los actos de omisión y comisión derivados de la visión monocular. Voy a referirme brevemente al más elemental. En el lenguaje coloquial de muchos médicos, apenas se habla de personas, de seres con nombre propio: se sustituye el nombre por etiquetas diagnósticas, por términos operativos. En los pasillos y ascensores de los hospitales, se oye hablar de las dos nefrectomías de esta mañana, de la cirrosis biliar primaria que acaba de ingresar, del cateterismo de ayer, de subir a ver a las dos momias que tenemos en la UCI, de dar el alta al de la angina inestable, o de si ya habrán hecho la foto del Prader-Willi. A veces se habla de los pacientes como culpables del fracaso de las intervenciones médicas: “su marido recibió la mejor combinación de quimio de que se dispone en la actualidad, pero no la aprovechó”, “este tipo era un caso de alto riesgo: ya se veía venir”, “como no se desobstruya esta noche, las va a pasar muy crudas”, “la paciente desobedeció el plan terapéutico y recayó en la i.c.c.”. Quizá se habla así para guardar, en unos casos, el secreto profesional, y, en otros, como mecanismo inconsciente para preservar la salud mental, el ego, o el orgullo profesional.

En todo caso, negar el nombre a una persona es el primer paso hacia su cosificación, el principio de robarle humanidad: se oculta así al hombre y se maneja sólo su problema. El efecto a largo plazo de este recurso reduccionista no es sólo no tener en cuenta todo lo que sea relevante para la etiqueta asignada, sino también establecer el prejuicio como guía de actuación. La etiqueta sustituye, como categoría mental, a la persona. Sería interesante investigar que contingente de daño yatrogénico corresponde a esa actitud sesgada.

Se me dirá: Pero ese es un modo de funcionar, muy extendido, en los hospitales y, en menor grado, en la atención primaria. Sí, lo sé. Y pienso que se debe a una grave omisión en la educación médica.

En España, los estudiantes de Medicina y los jóvenes médicos reciben una educación muy exigente en lo científico. Pero, en lo que respecta a la formación humana y ético-profesional, están, desde 1976, sometidos a una dieta carencial. Aquel año de aquel tiempo tan especial de la transición política, los Decanos de las Facultades de Medicina como expresión de aquella incipiente autonomía universitaria decidieron revisar el plan de estudios de la Licenciatura, para adaptarlo al tiempo nuevo. Y, en el momento en que, en Estados Unidos y otros países avanzados, la Ética Médica se estaba convirtiendo en una disciplina obligada y muy significativa en la educación de los futuros médicos, aquí, en lugar de aplicar una enérgica cura de modernidad y contenido a la decaída disciplina de la Deontología Médica y convertirla en una Ética Médica a la altura de los tiempos, decidieron suprimirla del curriculum.

Las consecuencias de aquella desafortunada decisión son patentes: las causas y los mecanismos de las enfermedades son estudiadas con infinito detalle, e interpretadas en clave de biología molecular y celular. Las enfermedades son entendidas como trastornos bioquímicos, cuyos protagonistas principales son un complejísimo conjunto de moléculas, que inician, potencian, inhiben o desvían procesos. Ante el relato del paciente, el joven médico reacciona preguntándose hacia dónde apuntan, en términos de órganos o sistemas, de funciones y regulaciones, de mecanismos celulares o moleculares, los datos obtenidos en el interrogatorio o revelados por el enfermo. No le interesa mucho lo que la enfermedad suponga de crisis existencial para el paciente, ni le preocupa el impacto, negativo o positivo, que pueda tener en la vida personal o familiar. Eso, de momento, es irrelevante: entre otras razones, porque no entra en la prueba selectiva del MIR.

Pero esa formación, duramente técnica y escasamente humana, crea un hábito intelectual del que no es fácil salir: la enfermedad y, en consecuencia, los enfermos son vistos en un campo visual reducido, en el que lo personal es eclipsado por lo biológico. Un estudiante, que ha oído hablar de complejas familias de fármacos o de la clasificación de rarísimos trastornos congénitos del metabolismo, puede terminar su carrera sin que nadie la haya hablado o invitado a reflexionar sobre qué es, en que se manifiesta y que exigencias nos impone, eso que se llama dignidad humana. Nadie le ha ayudado a adquirir una visión cordial, acogedora, de los derechos de los pacientes: todo lo más, han oído hablar de ellos como una estrategia más del oportunismo de los políticos.

Es lógico, pues, que la ética juegue un papel secundario en nuestros hospitales y ambulatorios, pues son mayoría ya en ellos los médicos que se han formado en la ignorancia de las humanidades médicas. El modo de tratar a los pacientes como personas no sólo es menos que óptimo: se resiente de la falta de habilidades y destrezas en ética profesional. Se actúa, en lo humano, de modo más intuitivo que reflexivo. Son muy frecuentes las faltas por omisión.

4. Los derechos de los pacientes como proyecto humanizante

Para remediar la situación, para humanizar los hospitales, se promulgó, hace ahora 15 años, la Carta de derechos de los Pacientes Hospitalizados, acogida dos años más tarde en los Artículo 10 y 11 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad. Vienen a decir esos Artículos que los pacientes son personas, no cosas, personas que gozan de ciertos derechos y que asumen ciertas responsabilidades. Lo notable es que, diciendo algo tan trascendental, estos artículos son poco conocidos por los pacientes, excluida una mínima minoría de activistas, y también por los médicos. Incluso hay razones para pensar que son deliberadamente ignorados u ocultados por los administradores de los hospitales.

¿Cómo hacer que, a través del conocimiento y la práctica de los derechos de los pacientes, podamos dar un primer paso para consolidar el carácter personal de las relaciones entre médicos y pacientes?

A mis estudiantes, para mostrarles de un modo gráfico qué son y para qué sirven los derechos de los pacientes, cómo se ponen en acción, les relato con mucho detalle lo que André Frossard, en uno de sus libros sobre Juan Pablo II, cuenta del encuentro que, en el verano de 1981, el Papa sostuvo con sus médicos. El Santo Padre acababa de superar la infección por citomegalovirus que había complicado su convalecencia tras el atentado del 13 de mayo de aquel año. Los médicos eran partidarios de dejar pasar un par de meses para proceder, una vez que el Papa estuviera plenamente recuperado, a cerrar en octubre la colostomía que habían tenido que practicarle. El Papa, que se había hecho informar con detalle de su situación clínica y de la naturaleza de la operación, y que, subjetivamente, se sentía sano y fuerte, quiso, en su condición de paciente, hablar con sus médicos. Los convocó a una reunión y en ella les habló largamente de la ética de la relación entre médicos y pacientes como relación entre personas. Y añadió: “No olviden que, si ustedes son los médicos, yo soy el enfermo, y que debo informarles de mis problemas de enfermo. Y lo principal es esto: que no querría volver al Vaticano sin estar completamente curado. No sé que puedan pensar ustedes, pero por mi parte me encuentro muy bien [...]. Me siento absolutamente en condiciones de soportar una nueva operación”. Les pidió a los médicos que considerasen, a la luz de lo que les había dicho, si era necesario posponer por dos meses la operación. Por toda conclusión, el Santo Padre dijo: “Toda mi vida he estado defendiendo los derechos del hombre. Hoy, el hombre soy yo”. Como todos sabemos, la intervención se hizo inmediatamente.

Creo que la anécdota pone de relieve la dignidad humana del paciente, su condición de hombre capaz de dialogar personalmente, de tú a tú, no en el nivel coloquial, sino en el antropológico. La historia del Papa y sus médicos destaca de modo singular cómo la relación entre paciente y médico es bidireccional e igualitaria, en la que uno y otro se intercambian informaciones, se reconocen como personas de mente sana y años adultos, negocian acuerdos: es decir, se elevan mutuamente a la condición de seres éticamente maduros y responsables, de agentes morales.

Cuando André Frossard preguntó al Papa qué recordaba de aquella reunión con sus médicos comentó, entre otras cosas, que les había dado información para ayudarles a buscar la mejor solución para su caso, pero que lo había hecho, sobre todo, para explicarles que el enfermo, en trance de perder su subjetividad, debía luchar constantemente para recobrarla y volver a ser el “sujeto de su enfermedad”, en lugar de resignarse a ser el “objeto del tratamiento”. Añadió que los médicos no son los responsables de este estado de cosas, porque se trata de una cuestión de vida interior, de ser persona el paciente. Pero pensaba que los médicos deberían ser mucho más conscientes de ese peligro y deberían ayudar activamente al paciente en sus esfuerzos para reapropiarse de su personalidad amenazada por la enfermedad. Ese es un aspecto más, concluía Juan Pablo II, de la cosificación del individuo que se encuentra en todas partes en el campo de las relaciones sociales, uno de los problemas más grandes de la filosofía y uno de los más graves del mundo moderno.

Los derechos de los pacientes son un antídoto contra la cosificación. Son un estímulo moral, más que jurídico, que anima al paciente a ser y portarse como persona; y al médico a respetar, a pesar de todas las apariencias, la dignidad humana de sus enfermos.

Sólo respetando a los pacientes como personas, sólo tratándose el médico a sí mismo como una persona con una vocación especial puede el médico encontrar significado y satisfacción en su trabajo, a veces agotador. El médico es un importante agente (o contra-agente) terapéutico. Su personalidad, está suficientemente demostrado, puede ser tan benéfica, a veces, como las medicinas que administra; otras veces, puede ser tan destructora, o más, que la misma enfermedad.

5. Errar es humano. Humanizar el error médico

Nada es más demostrativo de la importancia de lo personal en las relaciones médico/paciente como los errores que ocurren en nuestros hospitales. Sería estúpido ocultarlo: en los hospitales, lo mismo que en cualquier otro lugar en que convivan seres humanos, se cometen errores. De la gran mayoría de ellos, por fortuna, ni siquiera nos enteramos, porque sus consecuencias carecen de sustancia. Pero un pequeño número de errores médicos puede tener efectos graves para los pacientes que son víctimas de ellos. Y también para los médicos y las instituciones a quienes les son imputados, cuando el asunto es llevado a los Tribunales de Justicia o es aireado en los medios de comunicación.

Y, sin embargo, es inevitable que se cometan errores en un hospital. Siempre habrá accidentes imprevisibles, descuidos involuntarios, fallos en la comunicación, negligencias menores. Se hacen al cabo del día decenas de miles de actos médicos y de enfermería, actos que exigen la cooperación atenta de centenares o miles de personas que participan en la atención de los pacientes. La estructura continua y densamente trabada, de ese trabajo en equipo hace difícil y compleja la prevención de todos los errores, pues ello equivaldría a trabajar con una lentitud y falta de iniciativa suicidas.

Pero una cosa está clara: si se estudian los errores significativos, se descubren varias cosas: que muchos de ellos podían haber sido prevenidos y que es posible evitar que se repitan en el futuro; que un pequeño número de ellos es debido a negligencia y descuido culpable y que han de ser corregidos; que los errores no se distribuyen al azar: ciertos hospitales tienen tasas de acontecimientos adversos hasta diez veces más elevadas que otros.

Merece la pena fijarse en la existencia de este factor institucional: no son sólo los médicos individuales los que causan daño, también pueden hacerlo los hospitales en cuanto instituciones. Por ello, distinguen entre daño yatrogénico y daño comiogénico, neologismo éste que tiene el mismo término griego (komein) que encontramos en la palabra nosocomio. No son sólo ciertas cepas bacterianas las que pueden convertir al hospital en un lugar de alto riesgo: también el tono ético bajo, las relaciones humanas deterioradas, la falta de orgullo institucional pueden hacer de él un agente de daño comiogénico. Dicho sea de paso: en un estudio reciente, se ha visto que los médicos son vectores de enfermedades infecciosas porque, al atender a sus pacientes, no se lavan las manos con la frecuencia y la intensidad necesarias.

Lo comiogénico no se limita a causar daño a los pacientes. La propia institución puede ser víctima de sí misma. La baja calidad de la atención prestada en algunos hospitales se origina en factores de importancia variable, entre los que se han identificado algunos, tales como la pobre imagen colectiva que el hospital tiene de sí mismo, la falta de energía moral corporativa, la deficiente comunicación entre sus miembros, la falta de claridad acerca de los fines institucionales, la recurrencia de periodos de crisis desencadenados por problemas crónicos, a los que nunca se pone solución. Hay hospitales con una moral muy baja.

¿Tiene algo que ver la comisión de errores con el carácter personal o cosificado de la relación médico/paciente? Obviamente, sí. Sólo teniendo a los pacientes delante como personas investidas de dignidad plena, es posible dar un paso adelante y enfrentarse a los errores cometidos con el necesario ímpetu moral.

Se oye decir para neutralizar los errores: “Todos nos equivocamos. Que le vamos a hacer”; o “Está muy bien: tú piensas que me equivoqué, que tenía que haber hecho lo que tu dices. Pero sigo pensando que tenía que haber hecho lo que hice. Puede ser que tengas razón y que yo me equivoqué. Pero pienso que las cosas son al revés. Qué le vamos a hacer”. Decir esas cosas de ese tenor puede ser o bien una elegante demostración de tolerancia, o bien una paralizante confesión de relativismo. Sólo si añadimos “Puede ser que los dos estemos equivocados. Sería bueno estudiar el asunto más a fondo. Quizá entonces podamos prevenir y aprender a corregir nuestros errores”. Esta superación del relativismo clínico y ético no es sólo cuestión, como suponen McIntyre y Popper, de unas correctas relaciones profesionales entre los médicos, sino y sobre todo de aprecio por lo sagrado personal de los pacientes. McIntyre y Popper piensan que sólo los médicos son capaces de actuar como árbitros de los que hacen sus colegas. Y en este contexto, hacen unas propuestas muy atractivas. Nos dicen que, en la tolerancia es esencial para la adecuada detección de los errores médicos, y que, a la hora de analizarlos, habría que eliminar cualquier gesto de condena o denigración para quienes los han cometido. La finalidad de la investigación de los errores debería ser educativa y práctica, dirigida a mejorar a todos, no a castigar a los culpables. En los hospitales debería imperar un ambiente ético que creara un tipo nuevo de confianza: que la crítica de unos por otros no es peyorativa ni punitiva, sino una manifestación de aprecio mutuo y de deseo de todos de mejorar.

Todo esto es plausible y muy deseable. La atmósfera de las relaciones entre los médicos que trabajan en el hospital sería mucho más sana e infinitamente más humana. Incluso sería recomendable que en cada hospital se creara una instancia específica para analizar éticamente los accidentes y errores que se dan en él, en especial los que tienden a repetirse. Se podría así reducir la incidencia de daño yatrogénico, pues estoy convencido que, para corregir sus errores, no le bastan al hospital las estructuras técnicas, del tipo de los comités de mortalidad o las auditorías de resultados. Necesita movilizar sus reservas éticas, y poner en marcha ese deseable comité de errores.

¿Pero la propuesta de McIntyre y Popper resolvería los problemas de los pacientes afectados de hecho por el error médico? Yo creo que no, al menos en lo que se refiere a aquellos errores por los que se lleva a los médicos a los tribunales.

Disponemos ya de bastantes datos que demuestran que en el origen de una proporción muy elevada de jucios contra médicos por mala práctica coexisten, sumándose, dos fenómenos traumáticos para el paciente. El primero, requisito necesario para acudir al tribunal en demanda de compensación, es haber sufrido un daño corporal o psíquico serio, objetivo y mensurable. Y, sin embargo, son mayoría los pacientes que salen del hospital con daño yatrogénico grave, a los que no se les pasa por la cabeza la idea de presentar una demanda por responsabilidad civil. El segundo factor, que actúa como desencadenante de la denuncia judicial contra el médico, es el hecho de haber sufrido el paciente alguna forma de maltrato personal: el paciente se ha sentido ofendido, despreciado, insultado, desatendido, abandonado, por el médico. Y, al no haber obtenido una explicación satisfactoria de la humillación sufrida, al no haber recibido manifestación alguna de arrepentimiento o disculpa por parte del médico, el paciente toma venganza de su dignidad herida y reclama justicia ante el tribunal.

Si el médico hubiera reconocido sinceramente su error, el paciente, con toda probabilidad, hubiera perdonado. Hay pocas cosas humanamente más nobles y conmovedoras que uno pueda presenciar que la sincera petición de perdón que un médico hace a su paciente: una petición que no necesita ser más que la revelación de la verdad de lo ocurrido y de la verdad del sincero dolor que se siente por ello, un ofrecimiento de ponerse a disposición del paciente para contribuir a minimizar las consecuencias del error. Ante la humildad sincera del médico, el paciente se ablanda y perdona, pues se siente reconocido como persona de un modo ético y humano, que goza del privilegio de perdonar.

Esto que estoy diciendo no es resultado de una reflexión voluntarista. Lo abonan estudios conceptuales y empíricos.

Algunos estudios conceptuales han profundizado en el hecho de que los pacientes no son cosas, sino personas que sienten y juzgan. El daño, yatrogénico o comiogénico tiene, lo mismo que cualquier otra enfermedad humana, dos dimensiones: una biológica y otra vivencial. La primera, la biológica, puede ser medida objetivamente. Pero la segunda, la vivencial, es subjetiva, no en el sentido de algo caprichoso o fingido, sino de algo que, por romper proyectos personales y deteriorar la calidad de vida, sólo el paciente experimenta en lo íntimo, sólo él puede evaluar con su propia vara de medir. El daño yatrogénico y comiogénico tiene que ver la calidad de la atención médica. Y, lo mismo que ésta, posee dos dimensiones: la excelencia técnica y la experiencia obtenida por el paciente. Y ésta no es mensurable con parámetros profesionales: pertenece a la estimación, Dios quiera que razonable, pero inevitablemente subjetiva del enfermo.

Son ya numerosos los estudios empíricos, hechos en Europa y también en los Estados Unidos, que demuestran que la práctica totalidad de los pacientes desean saber qué les pasa y quieren que los médicos reconozcan y confiesen los errores, incluidos los leves, que hayan podido cometer cuando les atienden. En caso de errores de consecuencias moderadas o graves, son muchísimos más los pacientes que se plantean ir al juzgado o denunciar el caso ante instancias profesionales, cuando los médicos les ocultan el error, que cuando se lo confiesan. La tasa de pacientes que denuncian a los médicos es muy alta cuando el error, no confesado por un médico, es descubierto más tarde por otro. Esos estudios de campo han confirmado que la calidad humana de la relación médico/paciente es un factor que decide la actitud, vindicativa o no, de los pacientes.

Todo ello no es difícil de comprender. La confianza y la lealtad son elementos esenciales de la relación médico/paciente verdaderamente personal y humana. Pero para que exista y se afirme esa confianza y lealtad se requiere entre médico y paciente una comunicación franca y honesta. Además, sólo en un clima de confianza es posible llevar a cabo el difícil proceso de confesar la verdad. No es fácil, hay que reconocerlo, confesar errores a los pacientes. Pero es de una eficacia extraordinaria. Los pacientes, que pueden renunciar a conocer la verdad y a reclamar su derecho a ignorar, tienen derecho, incluso legal, a conocerla. Ocultársela, en todo o en parte, tiende con el tiempo a socavar la relación médico/paciente, por la sencilla razón de que tal conducta equivale a negar al paciente su calidad de persona madura capaz de hacerse cargo de sí misma, es como reducirle a la condición de un menor moral. Es anular el sentido comunitario de la sociedad de los enfermos. La primera razón dada por los pacientes europeos víctimas de error o negligencia médica para actuar contra médicos y hospitales no es el resarcimiento económico del daño sufrido: es procurar que ese médico o ese hospital no vuelvan a hacerle lo mismo a otro paciente. Buscan la enmienda de la conducta.

6. El respeto ético en Medicina

El primer artículo del Código de Ética y Deontología Médica que trata materia propiamente ético-profesional, el primero del capítulo de Principios generales, dice que la profesión médica está al servicio del hombre. Y añade, sin pararse a dar razones, una conclusión de enorme fuerza. Dice que, en consecuencia, el deber primordial del médico, esto es, aquel del que dimanan todos los otros, es el deber de respeto: el respeto de la vida humana y el respeto de la dignidad de la persona.

En esto, el Código español está al unísono con todos los que están vigentes por el ancho mundo. El respeto ético del médico irrumpe en la deontología profesional con la Declaración de Ginebra, el documento fundacional de la Asociación Médica Mundial. La Declaración fue concebida, en 1948, como un sustituto del Juramento Hipocrático, como una nueva fórmula en la que se contuvieran los compromisos éticos básicos del médico moderno, el núcleo de ideales profesionales compartidos por todos.

La Declaración ginebrina no es ya un juramento delante de Dios, sino una promesa que el médico hace por su propio honor. Esta forma secular trata de hacer aceptable a todos, creyentes y no creyentes, el nuevo orden. Y a todos impone la norma básica del respeto al paciente como piedra angular de la ética médica. Y todos lo aceptaron, porque el respeto ético conecta profundamente con la tradición judeo-cristiana del amor al prójimo, como la actitud ilustrada de la dignidad civil del hombre. Siempre se había tenido al hombre, al menos en teoría, como dotado de una dignidad superior, como merecedor de honor y respeto, de modo que no se admitía la posibilidad de no respetar al ser humano, ya sea en uno mismo, ya en el otro, por su condición de criatura racional. En la tradición cristiana esta noción se refuerza no sólo por la creación del hombre como imago Dei, sino por el hecho de que la Encarnación de Cristo trae a la humanidad un sello especial: todo hombre es un hijo de Dios. Ese aprecio personal a que todo hombre es acreedor es parte de la caridad cristiana. Lo ha expresado con mucha fuerza el Beato Josémaría Escrivá: “La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y a comprender a cada individuo en cuanto tal, en su inrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador”.

¿Qué es, pues, el respeto ético del médico? Yo lo concibo, por encima de la cortesía y trato educado que nos debemos unos a otros, por encima de la corrección técnica de las buenas prácticas clínicas, como el sistema nervioso del organismo ético. El respeto ético es, en primer lugar, sensibilidad. La calidad y la abundancia de la vida moral depende de la capacidad de captar los valores éticos. El respeto afina nuestros sentidos y dan valor ético al paciente: a su tiempo, que ha de ser respetado; a sus angustias que no pueden desecharse como si fuera mero sentimentalismo, ruido de fondo irrelevante; a las cosas que nos dice, que han de ser tomadas en serio; a sus preferencias que, en la ancha medida de lo aceptable, han de ser aceptadas; a su cuerpo, que ha de ser tratado con reverencia.

El respeto, además de hacernos sensibles, nos hace inteligentes, pues nos lleva a seleccionar los datos éticamente significativos, los carga de sentido y los integra en un juicio equilibrado y prudente. La capacidad de analizar, seleccionar e integrar datos depende, en gran medida, del respeto con que nos enfrentamos a nuestro oficio, de la disponibilidad a dar una expliación racional y éticamente satisfactoria a las decisiones que proponemos y tomamos.

Por último, el respeto es también brazo efector del organismo ético. Dispone al médico a poner diligentemente en práctica lo que debe hacer, llena de dignidad el servicio que el médico presta su paciente.

El respeto dinamiza, enriquece el ejercicio de la Medicina, la más humana de las ciencias. El respeto al paciente es una fuente de muchas y gratas satisfacciones morales, que son el suplemento más estimado de nuestro jornal. Hay un abismo entre ejercer la Medicina en el contexto enriquecedor del respeto a la persona del paciente y practicarla en aburrimiento exasperante de pasarse el día remendando cosas.

Muchas gracias.

buscador-material-bioetica

 

Widget twitter