Los fundamentos racionales de la ética médica: el respeto a la vida y a la dignidad de la persona
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en la Asociación Guatemalteca de Bioética.
Guatemala, abril de 1995.
I. El respeto, actitud ética fundamental de la Medicina
a. El respeto como fundamento racional de la ética del médico
b. En qué consiste el respeto ético del médico
c. Los efectos tardíos de la Declaración: la relativización de la Ética médica
II. La dignidad de la persona en un contexto médico
b. La raíz bíblico-cristiana de la dignidad del hombre
c. La volatilización utilitarista de la dignidad humana
Para empezar, me parece conveniente aclarar que mi intervención no intenta ser un análisis filosófico que trate de identificar y caracterizar los fundamentos racionales de la Bioética. Eso cae fuera de mis posibilidades. Va a ser una descripción de lo que un médico preocupado por la ética de la profesión ha podido ver y discernir acerca de lo que los médicos han acordado constituir como cimiento de su conducta profesional.
La mayoría de los médicos tratamos de ajustar nuestra actuación a la ética profesional tal como se contiene en los códigos de deontología. No conozco si aquí, en Guatemala, se rodea de alguna solemnidad el momento de la graduación universitaria o de la incorporación al Colegio profesional. En muchos lugares, en el curso de la ceremonia académica o en la fiesta anual del Colegio, los nuevos médicos proclaman solemnemente su adhesión a la ética intemporal de la Medicina, recitando el Juramento hipocrático o algún otro juramento o promesa. Son cada vez más usadas las fórmulas que derivan de la Declaración de Ginebra, una versión del Juramento de Hipócrates adaptada a los tiempos modernos, en la que el médico se compromete a vivir una vida profesional vinculada por ciertos principios.
En la mayor parte de los Colegios Médicos de Europa, forma parte también del ceremonial la entrega del Código deontológico y del Estatuto del Colegio profesional, gesto que simboliza que los nuevos médicos reconocen, aceptan y se comprometen a cumplir las normas éticas de la profesión.
Pues bien, cuando se analizan los contenidos de los códigos de ética y deontología médica, en medio la una variopinta diversidad cultural, religiosa y política de nuestro planeta, se puede rastrear la presencia constante de unas pocas ideas básicas que podemos llamar los fundamentos racionales de la Ética Médica.
Está muy difundido un sistema ético basado en los cuatro principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia. Yo prefiero construir sobre la piedra angular del respeto ético. En el se apoya, por un lado, el servicio a la vida humana dañada o amenazada por la enfermedad; por otro, el reconocimiento de la dignidad específica de la persona del enfermo. Tendré, pues, que mostrar qué es y en que consiste el respeto ético en Medicina, para responder a la materia enunciada en el título de mi intervención: el respeto a la vida y a la dignidad de la persona.
I. El respeto, actitud ética fundamental de la Medicina
a. El respeto como fundamento racional de la ética del médico
La médula moral de la Medicina está constituida por el respeto hacia la vida y hacia la dignidad del paciente, quienquiera que sea. Esa es la conclusión insoslayable que se alcanza cuando se revisan, como acabo de señalar, los códigos y declaraciones de hoy sobre la ética profesional del médico.
Entra el respeto de modo explícito en la deontología médica codificada de la mano de la Asociación Médica Mundial con la Declaración que promulgó en Ginebra, en septiembre de 1948. Vale la pena considerar por un momento lo que sucedió entonces, porque ha ejercido y sigue ejerciendo un efecto determinante en el modo de ser de la ética médica moderna.
Hace ahora 50 años terminaba la Segunda Guerra Mundial. En su curso, los médicos habían protagonizado, al lado de gestos heroicos de abnegación y rectitud, algunos abusos estremecedores. La ética de la Medicina aparecía arruinada ante la opinión pública a causa de las atrocidades cometidas por los médicos nazis y japoneses, reveladas en los juicios por crímenes de guerra.
En ese clima, la Asociación Médica Mundial, poco antes creada, quiso señalar con la Declaración de Ginebra las líneas maestras de la futura ética del médico, y fundar así un orden ético-médico nuevo y universal, válido para todos y por todos aceptable. Un orden moral para que nunca jamás volvieran a suceder atrocidades como las condenadas en Nuremberg y Tokio.
La Declaración de Ginebra de 1948 procura ser, antes que nada, una versión moderna del Juramento hipocrático. Traduce al lenguaje moderno las cláusulas intemporales del Juramento de Hipócrates. El respeto es la materia de que está hecho todo el documento. El respeto rige la relación del médico con sus maestros y sus colegas. El respeto a las convicciones del paciente se manifiesta en la prohibición de discriminarlo por razones de raza, religión, sexo, clase social o convicción política. El médico ha de respetar los secretos que le sean confiados. Se impone específicamente el máximo respeto de la vida humana desde el momento de la concepción.
Desde la Declaración ginebrina el respeto está presente en los códigos de deontología médica de todo el mundo: en el liberal Código de Deontología de Bélgica lo mismo que en el Código Islámico de Ética Médica o en el Blue Booklet del General Medical Council británico; en los Principios de Ética Médica para Europa, de la Conferencia Internacional de Órdenes Médicas, como en los Principios de Ética Médica de la Asociación Médica Americana; en el de la nueva Rusia, que trata de dignificar una profesión que sufrió mucho bajo un régimen político que la instrumentalizó, lo mismo que en el la Cuba castrista, aunque en él se defina al médico como un agente activo de la revolución socialista. Puede afirmarse que, desde Ginebra, toda la ley moral de la Medicina se resume en los dos mandamientos de ciencia y respeto. Se puede concluir que el respeto es en deontología médica un concepto universal.
b. En qué consiste el respeto ético del médico
¿Qué entendemos cuando hablamos de respeto a la vida y a la integridad de la persona? Muchos piensan que ese respeto consiste en la buena educación y el trato cortés. Las muestras de la buena educación son muy importantes ciertamente, pues no sólo hacen más llevadera y grata la convivencia, sino que son una muestra de aprecio hacia las personas, cuyos valores culturales y sociales se comparten. Por ser lo suyo tratar con enfermos, el médico está particularmente obligado a ser una persona educada y atenta, correcta en el trato y en el porte, puntual, pues siempre se le ha de suponer persona con alto nivel de humanidad, que trata con delicadeza a quien sufre la crisis de una enfermedad.
Pero no es sólo de buena educación de lo que se compone el respeto profesional. El respeto es como el sistema nervioso del organismo ético. Toda vida moral depende, en su abundancia y en su calidad, de la capacidad de captar, evaluar y responder a los valores morales, lo cual se consigue si la sensibilidad, el buen juicio y la disposición para actuar están activadas por el respeto. Sólo si respetamos a nuestro enfermo seremos capaces de escucharle, de dar importancia a sus ansiedades y temores. Las buenas historias clínicas, las que encaminan por derecho hacia el diagnóstico, las escriben los médicos respetuosos. La exploración física es un ejercicio de respeto al cuerpo, que se nos revela si lo tratamos con delicadeza.
El respeto no es sólo sensibilidad. Es un aparato de alta precisión que integra los estímulos morales en una imagen libre de aberraciones, fiel a lo que el hombre es. El respeto ético nos lleva a reconocer en cada ser humano, en cada vida humana, algo de valor inestimable, alguien que existe y vale por sí mismo. El respeto es un potente inhibidor del subjetivismo ético, de la duplicidad de tratar a la gente en función del interés científico de su enfermedad, de la cuantía del honorario que pueda pagar, del prestigio social que me confieren. El respeto nos dice que todos son igualmente importantes, valiosos.
El respeto me inclina a responder a cada uno según sus necesidades reales. La actitud de servicio, tan estrechamente ligada al oficio del médico, es propia del hombre respetuoso. Servir no es someterse al poder o al dinero. Tampoco es abdicar tímidamente ante la amenaza burocrática, sino que es una respuesta llena de dignidad al valor que se encierra en cada ser humano. El respeto es, en definitiva, una posición de apertura que permite percibir, aceptar y responder a los valores morales ínsitos en los otros.
Los Códigos basados en el respeto ético nos dicen que el médico ha de respetar la vida humana, la integridad biológica y personal de sus pacientes, su legítima libertad de elección, sus confidencias, sus exigencias razonables. El deber de respetar la vida humana es máximo y sin excepción. El médico queda por tanto obligado a reconocerla en sanos o dolientes, en ancianos y niños, en el embrión no menos que en el adulto. Todas ellas son vidas humanas, disfrutadas por seres humanos, suprema e igualmente valiosos. A todos ha de respetar el médico, no porque sea un activista de derecho de todos a la salud, sino porque en cada uno reconoce un valor único e insustituible. A todos ha de atender, sin discriminación en razón de sexo, edad, clase social, afiliación política, religión, nacionalidad u orientación sexual. En tiempo de guerra, no puede distinguir entre los del propio bando y los enemigos: a cada uno ha de servir según la urgencia de sus necesidades. A todos procura curar y, cuando la curación es ya imposible, a todos debe las importantísimas operaciones del alivio paliativo, del consuelo humano y del acompañamiento hasta el final. Cuanto más débil o indefenso sea el paciente, tanto más atento y puntual, tanto más competente y científico, ha de ser el servicio que el médico le preste.
c. Los efectos tardíos de la Declaración: la relativización de la Ética médica
En los años posteriores a 1948, la Declaración de Ginebra obtuvo una extensa y favorable recepción. Es lógico: el respeto ético estaba fuertemente arraigado en la moral judeo-cristiana de amor al prójimo, de respeto al hombre en cuanto imago Dei. En ese sentido, podía ser aceptada por los médicos creyentes. Conectaba también con la ética racionalista, en especial con la de Kant, que tanto había contribuido a asentar la idea de respeto en la filosofía moral. Era, por ello, aceptable por los agnósticos.
La Declaración iba, pues, dirigida a los médicos de un mundo que se había secularizado ya muy intensamente, éticamente pluralista, pero que se integraba cada vez más en una unidad. Los ideales de la Declaración concordaban con las nobles tradiciones del pasado, a la vez que aspiraban a dirigir el ethos de la profesión del futuro.
Pero, sin base religiosa ya, sin recurso a lo absoluto, el respeto de la Declaración no podía resistir el paso del tiempo. No podemos olvidar que el respeto de la ética kantiana, con su énfasis en el carácter autónomo del hombre como agente moral, con su insistencia en equiparar la dignidad del hombre con su capacidad de decidir y autodirigirse, no alcanza a dar base suficientemente ancha a la peculiar coyuntura de estar enfermo. La Achtung kantiana es un gran valor moral, pero insuficiente. La vida de muchos enfermos tiende a perder la específica dignidad de la autodeterminación. En la enfermedad, esa capacidad tiende a degradarse o a perderse.
Además, dada su intención secularizante y universalista, la nueva fórmula no podía ser un Juramento que toma a Dios por testigo. Eso explica que su condición de Promesa que el médico hace por su propio honor, lo cual provoca unas consecuencias incalculables: que ya sea un Juramento la estrella polar que guía al médico en su trabajo, sino una Declaración de intenciones ha supuesto un vuelco total, un giro copernicano, en la ética médica.
Hay una enorme distancia entre un Juramento que se hace tomando a Dios por testigo y una Declaración que se presta por el propio honor. Es la diferencia que hay entre actuar en un contexto religioso y trabajar bajo la mirada de Dios que penetra hasta los tuétanos del alma, o hacerlo en una sociedad secularizada, de coordenadas inmanentistas, en la que los testigos y los jueces son hombres mutables, movidos por intereses cambiantes. Desde Ginebra, la ética médica está corriendo el riesgo de la relativización.
El respeto prometido ante Dios es, como actitud ética, un componente básico, fundamental, absoluto, de la relación del creyente con las cosas y las personas. En unas y otras, el hombre reconoce, mediante el respeto, la huella de Dios, y lo hace convencido de que Dios también respeta a las criaturas que ha creado.
Por contra, cuando es el honor humano el guardián de la vida moral, se corre el riesgo de sucumbir a los propios sentimientos, de ser víctima de las emociones, de negociar en busca de consenso para satisfacer las diversas opciones y oportunismos, a veces contradictorias. Es inevitable caer en el relativismo: lo que ayer era respetable hoy ha dejado de serlo, todo es negociable, nada es digno de absoluto respeto. Es fácil caer en la ética del consenso: la Asamblea Médica Mundial puede determinar, por mayoría de votos, qué es, en cada momento, lo que se tiene por correcto o lo que se ha hecho condenable; puede volver sobre sus propias decisiones, y negar hoy lo que afirmó ayer.
Así lo muestra, por ejemplo, la mutación de la cláusula antes citada, Mostraré el máximo respeto de la vida humana desde el momento de la concepción, por la nueva fórmula, aprobada en Venecia en 1983, Mostraré el máximo respeto de la vida humana desde el momento de su comienzo. Se deja a la libre interpretación de cada uno, a la de cada Asociación Nacional de médicos, a la de los Comités de ética de las instituciones políticas o sanitarias, fijar el momento en que comienza la vida, el momento en que la obligación de respetar emerge del no-respeto al respeto relativo y al respeto pleno. Ya no hay normas absolutas.
Reconozco que el tono de mi conferencia puede parecer demasiado firme, demasiado radical. No hablo, sin embargo, movido por el apasionamiento, sino por la evidencia observada de lo que ocurre cuando se relativiza el valor de la vida humana. Veámoslo.
d. La situación en Holanda, demostración de que no se puede abandonar el respeto máximo a la vida humana
Desde hace ocho años, en Holanda, la Real Sociedad Holandesa de Médicos dictó unas normas, en apariencia muy restrictivas, para la práctica de la eutanasia. Lo que era una norma profesional pasó a ser la Ley de la Eutanasia a finales de 1993. En 1994, la ley sufrió la primera ampliación: no sólo los pacientes terminales afectados de sufrimientos para los que no hay alivio son los candidatos para la eutanasia: lo son también los que sufren padecimientos psíquicos para los que no se encuentra remedio.
¿Qué pasa cuando al médico la ley le autoriza a administrar la muerte compasiva? A instancias del Fiscal General, se han hecho estudios muy rigurosos sobre la práctica de la eutanasia, de la ayuda al suicidio y de lo que allí se denominan actos médicos en torno al final de la vida. De los diferentes estudios publicados se deduce que, por ejemplo, sólo el 6% de los médicos es totalmente reacio a la práctica de la eutanasia; que el número anual de casos de eutanasia se coloca en torno a los 2500; que hay más de 1500 casos de ayuda médica al suicidio, más de 1000 casos de eutanasia en individuos incompetentes (cosa taxativamente prohibida por la ley), y que en unos 40000 casos se realizan actos médicos en torno al final de la vida, consistentes en suspender o no iniciar tratamientos o en aplicar dosis de opioides, todo ello con la intención expresa de anticipar la muerte. En concreto, los médicos generales acortan la vida en más de la mitad de sus pacientes terminales. El paciente interviene en el proceso de decidir el final de su vida en aproximadamente la mitad de los casos. En el 40%, eso no es posible a causa de la conciencia debilitada o la demencia, mientras que en el restante 10% al paciente no se le deja intervenir por razones paternalísticas.
Se ha olvidado el “No daré a nadie un veneno mortal aunque me lo pidiera” del Juramento hipocrático, el “Manifestaré el máximo respeto a la vida humana” de la Declaración de Ginebra. La eutanasia, en sus diferentes formas, se ha trivializado, hasta el punto de que se ha propuesto en un congreso de médicos generales que la eliminación eutanásica de algunos casos particularmente exigentes de atención terminal, que sobrecargan de modo excesivo la agenda diaria del médico, puede ser un procedimiento eficaz para aliviar la carga de trabajo de los médicos generales.
Entre los muchos artículos alarmantes que informan sobre la eutanasia en Holanda, uno me ha impresionado de modo especial. Publicado en el J Med Phil, lo firma la Dra. Kimsma, una médica general. Se titula Ética clínica en la eutanasia asistida: evitar la mala práctica en la aplicación de los medicamentos. Tras cometer algunos errores en la selección de los agentes eutanáticos y de observar las reacciones de familiares y circunstantes, Kimsma aconseja sobre la buena práctica de la eutanasia. Es preciso, nos dice, determinar cuáles son los deseos del paciente o sus familiares acerca de la rapidez o lentitud del morir provocado. Hay que evitar escenas desagradables de angustia respiratoria convulsiones. Hay que conocer los diferentes eutanáticos y manejarlos con la misma ciencia con que se manejan los antibióticos o los antihipertensivos. Es necesario administrar la eutanasia con competencia. La denuncia en los medios de comunicación de algunos casos de práctica incompetente de la eutanasia movió a la Real Sociedad Holandesa para el Avance de la Farmacia a publicar una monografía titulada Eutanasia Responsable, en la que señala que el médico debe saber manejar los distintos grupos de eutanáticos (curarínicos, barbitúricos, opioides e insulina). Insiste en la necesidad de realizar ensayos clínicos bien controlados de los eutanáticos y en la de seguir buscando el eutanático ideal, una sustancia cuya administración por diferentes vías (oral, intravenosa, intramuscular, subcutánea o rectal) cause de modo regular y constante una eutanasia rápida, suave y tranquila. Tal sustancia, sencilla de aplicar, debería garantizar su eficacia rápida, suficiente y reproducible, administrada por diferentes vías. La cantidad a administrar debería ser lo más pequeña posible, debería inducir en un plazo máximo de 30 minutos un coma profundo e irreversible, que indujera la muerte en un par de horas; su uso debería quedar reservado en exclusiva a los médicos, o a través de receta médica; debería carecer de efectos físicos o psíquicos colaterales indeseados; su posible acción emética debería ser prevenida con eficacia; y su efecto letal debería estar garantizado al 100%.
Reconozco que este escenario holandés puede parecer demasiado exótico y futurista en Guatemala. Pero ello no impide que nos preguntemos
e. ¿Qué pasa cuando entra en vigor una legislación que autoriza la eutanasia, que despenaliza el homicidio de algunos enfermos?
Mi tesis es clara: cualquier legislación tolerante de la eutanasia, por muy restrictiva que pretenda ser en el papel, provoca, con la pérdida del respeto a la vida, una brutalización creciente de la atención médica, pues la degrada en lo ético y la empobrece en lo científico.
La decadencia ética no es difícil de calcular. En la dinámica de la permisividad legal, despenalizar la eutanasia empieza por significar que matar sin dolor es una forma excepcional de tratar ciertas enfermedades, que sólo se autoriza para situaciones extremas y muy estrictamente reguladas. Pero, sin tardanza, inexorablemente, por efecto del acostumbramiento social y del activismo pro-eutanasia, la despenalización termina por significar que matar por compasión es una alternativa terapéutica aceptada de hecho. Y tan eficaz, que los médicos no pueden moralmente rehusarla. La razón es obvia: la eutanasia -una intervención limpia, rápida, eficiente al cien por ciento, indolora, compasiva, mucho más cómoda, estética y económica que el tratamiento paliativo- se convierte en una tentación invencible para ciertos pacientes y sus allegados. Y para algunos médicos también, pues la muerte dulce de alguno que otro de sus enfermos les ahorra mucho tiempo y esfuerzo: el que invierten en seguir día a día el caso, en paliar sus síntomas, en visitarle, en acompañarle en el difícil momento final.
Despenalizada la eutanasia, lo grave, para los médicos, es que sus virtudes específicas -la compasión, la prevención del sufrimiento, el no discriminar entre sus pacientes- se vuelven contra ellos, de modo que se ven impulsados por sus propias virtudes profesionales a la aplicar cada vez con más celo esta terapéutica suprema: no puede negar a un paciente la muerte liberadora que, en circunstancias semejantes, han dado ya a otros; ni pueden retrasar para más tarde lo ya ahora se presenta como el remedio máximamente eficaz. El concepto de enfermedad terminal se ensanchará más cada vez; las indicaciones de la eutanasia se irán haciendo más extensas y precoces.
Quien haya sucumbido a la tentación de la muerte dulce y ejecutado una eutanasia, o se arrepiente definitivamente, o ya no podrá dejar de matar. Porque si es éticamente congruente consigo mismo, y cree que está haciendo algo bueno, lo hará en casos cada vez menos dramáticos y saltándose, en nombre de la ética, las barreras legales. Porque si la ley, como parece probable en las leyes de eutanasia de primera generación, sólo autorizara la eutanasia o la ayuda al suicidio a quien la pidiera libre y voluntariamente, ¿qué razones podrá aducir el que la haya practicado conforme a la ley, para negarla a quien es incapaz de pedirla, pero cuya vida está más degradada o es mucho más cargosa para los demás? Está seguro de que, indudablemente, el demente, el que duerme en el coma irreversible, la víctima en estado vegetativo crónico, la pedirían si tuviesen un momento de lucidez.
Autorizada la eutanasia, las virtudes del médico se vuelven contra él. Por muy cuidadoso que sea de la autonomía de sus pacientes, por mucho que respete su capacidad de elección, si piensa que hay vidas tan carentes de calidad que no merecen ser vividas, concluirá que a veces sólo queda una cosa que escoger: la muerte del extremadamente débil. Si un médico o una enfermera consideraran que la eutanasia es remedio superior a la atención paliativa, no podrían evitar convertirse en mandatarios subjetivos de los pacientes terminales. Ante un paciente incapaz de expresar su voluntad razonan así en su corazón: "Es horrible vivir en esas condiciones de precariedad biológica o psíquica. Yo no querría vivir así. Eso no es vida. Es preferible morir. Por tanto, decido que lo mejor para ellos es la muerte dulce".
Pero el utilitarista juzga que hay casos en que el deseo de seguir viviendo de ciertos pacientes puede ser irracional y caprichoso, pues tienen por delante una vida detestable. Razona así: las vidas de ciertos pacientes capaces de decidir son tan carentes de calidad, que no son dignas de ser vividas. El empeñarse en vivirlas es un deseo injusto, que conlleva un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser mucho mejor empleados.
Pero el respeto ético no juzga ninguna vida humana como dispensable o indigna de ser vivida. Juzga, sin embargo, con lucidez de los medios técnicos disponibles y reconoce su finitud, su inoperancia. Y si no son eficaces, se abstiene de emplearlos. Cuando son dudosos, observa atentamente o investiga, para determinar su área de utilidad. El respeto cree en el valor de la vida terminal y la atiende con los cuidados paliativos. Cada día que pasa me convenzo de que en la Medicina paliativa encierra una ética de gran densidad, que cultiva y enriquece los valores éticos más íntimos y básicos de toda la Medicina.
El respeto absoluto a la vida es un valor fundamental. Aun el médico más íntegro y recto necesita protegerse contra los excesos de sus virtudes. La obligación de respetar y de cuidar toda vida humana es una fuerza moral maravillosa e inspiradora también de la investigación biomédica. Si los médicos trabajaran en un ambiente en el se supieran impunes tanto si tratan como si matan a ciertos pacientes, se irían volviendo indiferentes hacia determinados tipos de enfermos, y se mustiaría la investigación en vastas áreas de la Patología. Porque si al paciente senil o al que sufre la enfermedad de Alzheimer se les aplica como primera opción la muerte dulce, ¿quién puede sentirse motivado a estudiar las causas y mecanismos del envejecimiento cerebral o la constelación de factores que determinan la demencia? Si al paciente con cáncer avanzado se le ofrece la cooperación al suicidio como terapia válida de su enfermedad, ¿quién se va a interesar por los mecanismos de la diseminación metastática, por los trastornos metabólicos inducidos por los mediadores de la caquexia? ¿Qué interés pude tener el diagnóstico prenatal, o gastar ingentes cantidades de dólares en el Proyecto Genoma Humano, si la eutanasia neonatal puede liberar al mundo de los malformados y de los tarados genéticamente? Todo el esfuerzo mental y moral, la tensión, a veces agotadora, por cumplir el precepto hipocrático de buscar el bien del paciente -"Haré cuanto sepa y pueda para beneficio del enfermo, y me esforzaré por no hacerle daño o injusticia"- sufriría, en una sociedad tolerante a la eutanasia, una atrofia por desuso.
Baste lo dicho sobre el respeto a la vida humana. Quiero ahora referirme brevemente a
II. La dignidad de la persona en un contexto médico
Hay una expresión de origen no bien determinado -no se sabe de seguro si es estoica (de Séneca, quizá) o de San Agustín- que trata de definir al hombre enfermo: Res sacra miser, para incluir de modo simultáneo e inseparable las dos dimensiones de dignidad y de menoscabo que acompañan a la enfermedad del hombre. Un ser digno pero vulnerado es el que mueve a compasión inteligente al médico. Ninguna miseria, ninguna involución, ninguna inmadurez pueden oscurecer el reconocimiento de la dignidad humana que inhabita en el enfermo.
Gracias al respeto, es posible no olvidar nunca que bajo la objetivación biológica y fisiopatológica de los trastornos de la enfermedad habita la dignidad intrínseca de un hombre. Es bueno pararse a pensar de vez en cuando sobre las atribuciones tan extraordinarias que se nos conceden a nosotros los médicos. Se nos permite hurgar en la intimidad de un modo que a nadie más se le tolera. Hacemos preguntas a nuestros enfermos que, en cualquier otro contexto, serían tenidas por ineducadas, agresivas o insultantes. Eso le está permitido al médico porque ha de reducir la biografía personal del enfermo a anamnesis clínica. El médico explora con sus ojos, sus manos y sus instrumentos el cuerpo desnudo, lo cosifica, lo hace objeto de observación, pues así lo exige la exploración física. Necesita reducir a categorías abstractas los datos personales para poder llegar así a un diagnóstico.
Pero nada de eso es un atentado a la dignidad, como lo podría ser en otro contexto. Nunca la palpación es una caricia, ni el interrogatorio un diálogo afectivo. Son operaciones exigidas por la observación objetiva y la búsqueda científica de datos. El médico nunca puede perder de vista la dignidad del paciente. No puede convertirlo, por ejemplo, en un objeto de disfrute erótico. Ello no sería simplemente una lamentable concesión a la concupiscencia, sino una grave injusticia.
El médico necesita aprender ya desde estudiante a tener una especie de visión binocular que le permita ver simultáneamente con el ojo científico datos (hallazgos clínicos, mecanismos fisiopatológicos, relaciones causales, y también cifras demográficas y normas legales) que ha de evaluar en su toma de decisiones técnicas. Y, con el ojo ético, ha de ver al hombre investido de dignidad, que ha de ser respetado, como alguien que, aunque miserable, es siempre digno de infinito respeto.
El respeto a la dignidad de cada hombre, quienquiera que sea, es verdaderamente un concepto racional y universal. Pues cada ser humano es querido por Dios. A cada uno de nosotros se nos confía un destino individual, único e irrepetible, original y creador. El mundo, con sus maravillas y sus tragedias, es vivido por cada ser humano en una clave personal, singular, propia y, en cierto modo, inefable: en la interioridad, más o menos rica, de cada ser humano el mundo es visto, oído, pensado, comprendido, gozado con absoluta y exclusiva propiedad. Una canción, el sabor de un café, el temor ante una amenaza, la recitación de una plegaria, todo es vivido, sentido o comunicado de un modo original y propio. Lo que nos hace únicos y valiosos más allá de toda medida no es tener una secuencia original e irrepetible de nucleótidos en nuestra dotación de DNA, sino ser hombres, tener cuerpo y alma, una vida que cada uno vive dentro de sí y en trato con los demás, la conversación de cada uno consigo mismo, con los demás, con Dios: esa es nuestra dignidad intrínseca. Cada ser humano es un universo que enriquece a la humanidad, que completa el mundo: ahí está, a mi parecer, la razón de la dignidad del hombre, la fuente del respeto por todos y cada uno de los seres humanos.
La dignidad del hombre es asunto al que deberíamos prestar mucha más atención. Dignidad humana es una expresión que está por todas partes: en los textos constitucionales, en directrices éticas, en eslóganes de activistas de mil cosas diferentes. Los promotores del reconocimiento de los derechos humanos y civiles haban de "respetar la dignidad humana", de "atentados contra la dignidad de las personas", de "derecho a la dignidad". Los fautores de la eutanasia escriben en sus pancartas "muerte digna para todos" y forman movimientos que reclaman el "derecho a morir con dignidad".
Pero aunque la noción de dignidad humana se vea sometida a una depreciación inflacionista en manos de políticos y de sociólogos, la dignidad del hombre contiene valores morales de primera categoría, llenos de significado y operatividad. La palabra dignidad hace referencia a la nobleza inherente y al valor que desde siempre se concede al hombre, a la persona humana. Creo que merece la pena detenerse unos momentos a recorrer la historia del concepto "dignidad humana", porque puede ayudarnos a profundizar un poquito en la cuestión.
b. La raíz bíblico-cristiana de la dignidad del hombre
La idea de dignidad del hombre tiene raíces bíblico-cristianas. El relato del Génesis, la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, hace entrar en el mundo la noción de suprema dignidad del hombre. El hombre es el vice-regente de Dios en el mundo, está coronado de gloria y honor. Ser imago Dei le confiere en exclusiva, entre todas las criaturas de la tierra y a pesar de la caída original, la racionalidad, la autoconciencia y la voluntad libre, que son participaciones de la divinidad, que le dan la capacidad de transformar el mundo y de educarse a sí mismo, de ser un agente moral responsable y libre.
Todos los hombres disfrutan de esa suprema e idéntica dignidad. Destruir un cuerpo humano es destruir una personalidad humana y, por ello, es una afrenta a la dignidad de Dios reflejada en la imago Dei que es cada hombre.
En contraste con esta doctrina bíblico-cristiana de que toda vida humana, todo ser humano, posee una excelencia propia e intrínseca, el pensamiento clásico greco-romano, definía la personalidad en términos jurídicos de ciudadanía, esto es, de pertenencia a una familia, estado, ciudad o tribu. Según esta mentalidad, el hombre no vale por lo que es en sí, sino que su dignidad le es prestada desde fuera, en virtud de la decisión jurídica de una institución que discrecionalmente lo acepta o lo rechaza, lo dignifica o lo destruye. Cuenta Plutarco, en la Vida de Licurgo que en Esparta, si “los ancianos encontraban a los recién nacidos bien conformados y fuertes, ordenaban a los padres que los criaran. Pero si nacían deformes o débiles entonces los echaban en un precipicio que hay al pie del monte Taigeto, convencidos de que la vida de quien la naturaleza no ha equipado bien desde en mismo principio con salud y fortaleza, no servía de nada, ni para sí mismo ni para el estado.”
Sin embargo, en Israel, la eliminación de recién nacidos deficientes era tenida como un grave crimen, una violación de la ley. La penetración del cristianismo en la sociedad antigua, y con ella la idea de que todos los hombres son hijos de Dios, trajo consigo, entre tantas cosas, la desaparición del aborto, el infanticidio y el abandono de los niños. Desde entonces, aunque a algunos se les planteara la duda de si ciertos monstruos extremadamente deformes eran verdaderos seres humanos, en los era muy difícil discernir la imagen de Dios, la tradición occidental aceptó la creencia, explícita en la enseñanza cristiana, de que todo neonato ha de ser protegido, cuidado y querido.
El valor de un hombre está por encima de todo cálculo, por ser imagen de Dios. Según la exégesis rabínica, Dios creó un sólo hombre a fin de enseñarnos que a quien destruyera una vida humana, Dios le imputa un pecado como si destruyera a toda la humanidad, y a quien salvare la vida de un hombre Dios le tiene como si hubiera salvado al mundo entero. En algún lugar del libro del Sanhedrín, se explica que el que mata a un hombre o a un niño mata también a los hijos, y a los hijos de los hijos de ese hombre. Cuando se mata a un hombre se mata a su descendencia, se mata a la humanidad.
Dios, misteriosamente, nos crea a su imagen y semejanza también cuando nuestra apariencia y valor biológico quedan decaídos por la enfermedad o la malformación. Así dice Moisés en Exodo 4, 11: ¿Quién ha hecho la boca del hombre? ¿Y quién le ha hecho mudo, o sordo, o vidente o ciego? ¿Acaso no he sido Yo, el Señor? Ha sido esta comprensión del hombre como imagen de Dios, aun cuando el hombre es deficiente, lo que concede la inmensa superioridad moral y una humanidad incomparable a la ética bíblica.
En la tradición cristiana se llega a la cumbre de la dignidad del hombre. La Encarnación de Cristo dignifica a la humanidad, la salva y refuerza en nosotros, con la filiación divina, la semejanza con Dios. El hombre ya no es sólo imagen y semejanza: es y se llama hijo de Dios: ya no cabe más nobleza ni mayor dignidad.
c. La volatilización utilitarista de la dignidad humana
¿Qué sucede cuando se pierde la noción de la dignidad humana compartida por todos los hombres por igual? ¿Qué pasa cuando la dignidad universal se sustituye por el nuevo aristocratismo de la calidad de vida? ¿Qué cuando se acepta el concepto de vida errónea, de vida carente de valor vital?
La pérdida de perspectiva es alarmante. Se produce un vuelco de valores. Una de las experiencias más crudas que experimenté, antes de dedicarme a tiempo completo a la ética, fue el seguimiento que hice de un juicio en Leicester contra un pediatra, el Dr. Arthur, por haber practicado la eutanasia a un neonato con síndrome de Down. En el turno de los expertos de la defensa se trató de justificar al acusado y se ensalzó su competencia, su generosa compasión, su sinceridad y coraje moral, por haber accedido a los ruegos de los padres de dar muerte dulce al niño. “Un verdadero pediatra -afirmó uno de los testigos- es el que tiene por paciente no sólo al niño, sino a la familia. No se tapa los ojos ante el problema de una vida dolorida y desgraciada, que ensombrece y hace desgraciada la vida de los otros. El buen pediatra se apiada del niño y de los padres. No se lava las manos como Caifás, no pasa de largo ante el sufrimiento ajeno como el sacerdote y el escriba del camino de Jericó de la parábola evangélica: se inclina como buen samaritano ante el sufrimiento de aquella familia y, con riesgo de su prestigio y su seguridad, sabiéndose espiado por activistas pro-vida, libera al niño de su vida inútil y sin perspectiva y a la familia del fardo insoportable de un hijo desvalido y sin futuro.”
Fueron muy pocas las voces que en aquel verano de 1981 se levantaron en defensa de la dignidad de los minusválidos. En una valiente Declaración los Obispos de Inglaterra y Gales proclamaban que “todo ser humano inocente tiene un derecho fundamental a la vida, posee una dignidad esencial. Tal derecho y dignidad son totalmente independientes de los deseos de los otros, o del juicio de la sociedad. No importa que la persona inocente goce de pleno vigor o esté minusválida, que su vida acabe de empezar o esté cerca de su final.... Tal dignidad, literalmente fundamental, no es asignada o conferida a los seres humanos por las leyes del país. Ninguna legislación humana, ninguna sentencia judicial legal podrá jamás justificar moralmente una acción que priva de esa dignidad, que destruye deliberadamente la vida de un individuo inocente”.
El debate en torno a la dignidad del hombre toma en muchas ocasiones la forma de debate en torno a las nociones de calidad o santidad de vida. Muchos filósofos utilitaristas tratan desde hace años de señalar límites a la dignidad, de establecer baremos de humanidad, de desacralizar la vida humana. La experiencia abrumadora del aborto ha desensibilizado a mucha gente: ver como algo habitual la destrucción discrecional de seres humanos no nacidos no puede compadecerse con un respeto incondicionado a la vida postnatal. Aceptar el aborto abre la puerta a la condonación de la eutanasia neonatal. Peter Singer, un utilitarista australiano, dice en su Ética práctica: “Si estamos preparados para matar a un feto en cualquier fase de la gestación cuando estimamos que tiene un riesgo de sufrir graves malformaciones; y puesto que la línea divisoria entre un feto desarrollado y un neonato no constituye una frontera moral decisiva, es muy difícil sustentar racionalmente la conclusión de que peor que el aborto es matar a un neonato que se sabe que sufre esas malformaciones”. Recuperando una dialéctica anteriormente expresada por John Lachs (hay niños cuya sensibilidad e inteligencia son inferiores a las de una paloma o de un gorrión), Singer afirma que en cuanto a senciencia, capacidad de autodeterminación, hay niños deficientes que están por debajo de un cerdo o un perro. En consecuencia, y en conformidad con su mentalidad antiespeciecista, una vez desautorizada la noción de dignidad superior del hombre, derribada la frontera ética que distingue al hombre de las otras especies animales, la eutanasia del deficiente profundo se autojustifica en razón de la precariedad intelectual-afectiva de sus potenciales víctimas, inferiores a la de tantos animales que son sacrificados cuando están enfermos y sufren inútilmente.
Esto es posible porque las vidas humanas han dejado de ser misteriosamente valiosas para pasar a ser, en el contexto utilitarista, simplemente evaluables. John Fletcher había diseñado la vara de medir de la calidad de vida con sus indicadores de humanidad, un procedimiento heurístico para clasificar las vidas humanas en un espectro de mayor o menos dignidad y calidad vital. Con esos indicadores de humanidad se hace posible objetivar, de modo casi cuantitativo, el valor prospectivo o real de una vida. Las vidas pueden tasarse en cifras frías. La idea de inconmensurabilidad, de valor inestimable, de dignidad única de cada vida humana, fácil de justificar en una lógica de santidad de vida y en una comprensión existencial del hombre, quienquiera que sea, queda sustituida en el imaginario utilitarista por una técnica de valoración cuantitativa, objetivable, en la que los componentes físicos, intelectuales y afectivos de cada vida real pueden ser tasados en escalas de calidad, que arrojan una suma total numérica.
Entonces, e inevitablemente, las tablas de calidad señalan, en cada circunstancia histórica, en las cambiantes coyunturas económicas, una divisoria que separa las vidas aceptables de las vidas que no cumplen los requisitos de humanidad del momento. Esas vidas carentes de valor, insuficientes en dignidad, son dispensables.
En el respeto a la vida y a la dignidad de cada ser humano la Ética médica encuentra un fundamento racional, un mandamiento universal, en el que no caben excepciones o reducciones. La idea contraria, la aceptación de seres humanos cuya vida carece de valor vital, de homúnculos de dignidad reducida, lleva a la conclusión de que el feto, el neonato deforme, el anciano demente o decrépito, el paciente dormido en el estado vegetativo persistente, son seres destinados a la eliminación por carecer de la calidad de vida mínima exigible. Es entonces inevitable la continuidad ética, psicológica y cultural entre aborto, eutanasia neonatal y eutanasia de adultos.
El respeto a la vida y a la dignidad de todo ser humano ha sido la fuerza interior que ha hecho grande a la Medicina, el motor de su ciencia. No podemos permitir que esos valores se pierdan o se olviden.
Muchas gracias.