Problemas éticos de la prevención, diagnóstico y tratamiento del SIDA
Gonzalo Herranz, Departamento de Bioética, Universidad de Navarra.
Conferencia pronunciada en la Asociación Guatemalteca de Bioética.
Guatemala, abril de 1995.
II. La obligación de atender al paciente infectado por el VIH
III. Ética del diagnóstico. Las pruebas de detección del VIH
1. Consentimiento libre e informado para la prueba VIH
2. El uso ético de un resultado positivo
La introducción editorial a un número reciente del Journal of Medicine and Philosophy, dedicado en exclusiva a considerar la significación moral del SIDA, comenzaba citando unas palabras que Osler había escrito en 1905 para enfatizar que la sífilis era la enfermedad que los estudiantes de Medicina interna necesitaban conocer más a fondo: “Conoced la sífilis en todas sus manifestaciones y relaciones, que, en clínica, todo lo demás se os dará por añadidura”. Las palabras de Osler eran parafraseadas por los presentadores de la revista en estos términos: Conocer el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida en todas sus manifestaciones y relaciones morales equivale a conocer la ética biomédica, o por lo menos lo principal de su contenido y sus ambiciones.
Estoy plenamente de acuerdo. Lo cual significa que asumo un riesgo excesivo cuando pretendo resumir en los pequeños términos de una conferencia el contenido abundante de problemas que el SIDA ha planteado. Porque, aunque es cierto, que el SIDA no cubre la totalidad del campo de la Ética médica, se podría dar un curso muy completo de la disciplina tomando como punto de partida casos y problemas de esta especial enfermedad. Poniendo los más salientes por orden alfabético serían estos, por ejemplo: aborto, ayuda médica al suicidio, consentimiento informado para el diagnóstico, diagnóstico prenatal, educación epidemiológica de la población, ensayos clínicos de nuevos fármacos, eutanasia, evaluación para empleo y seguros de vida, obligación de asistir, política sanitaria, riesgo profesional, secreto profesional, etc. El Sida no ha planteado ningún problema totalmente nuevo, pero ha presentado con mucha urgencia e intensidad un repertorio muy amplio de desafíos ético-médicos. Pero, en el fondo, lo que el SIDA ha hecho es poner a prueba la humanidad del médico: en un tiempo de triunfos terapéuticos, de pronto el médico se queda sin recursos técnicos, sólo armado de compasión, ante una enfermedad incurable, sin tratamiento eficaz.
Y mientras se han venido produciendo desde 1981 avances constantes en nuestros conocimientos sobre el SIDA que nos han mostrado las dimensiones biológicas, epidemiológicas, clínicas, terapéuticas y sociales de este mal, también se ha reflexionado mucho acerca de las obligaciones éticas del médico para con los enfermos infectados por el VIH.
Para dar una explicación detallada de la Deontología médica aplicada al SIDA, parece lo más a propósito analizar cómo se aplican a los pacientes de esta enfermedad los deberes profesionales que impone el vigente Código de Deontología médica. Se hará así patente como la Deontología enriquece de valores éticos y humanos las relaciones entre el médico y los pacientes infectados por el VIH.
De entre todas las obligaciones del médico, me gusta asignar el primer lugar a su deber de ciencia, a la competencia que el estado del arte médico exige en cada momento. Todos los códigos profesionales dicen que el médico debe mantenerse plenamente capacitado en su formación científica, que tiene el deber y la responsabilidad de mantener actualizados sus conocimientos científicos y de perfeccionar su capacidad profesional.
Tal obligación de conocer es particularmente urgente, hoy y por varias razones, respecto del espectro de enfermedades relacionadas con el VIH: porque el médico debe saber reconocer sus variadísimas manifestaciones clínicas que afectan a distintos sistemas y órganos; porque nuestros conocimientos en este campo evolucionan con llamativa rapidez y hay que ponerlos al día con frecuencia; porque casi todo lo relacionado con el SIDA sigue siendo objeto de un tratamiento -sensacionalista a veces- por parte de algunos medios de opinión, que crea en el público miedos irracionales o ideas erróneas que el médico ha de disipar con una información actual y críticamente evaluada.
En concreto, el médico está obligado a conocer con precisión, aparte de la clínica de la enfermedad y los mecanismos de su contagio, la validez de las pruebas diagnósticas y su grado de precisión, a fin de evitar errores, aquí particularmente enojosos; los procedimientos eficaces de prevención, tanto los que la gente ha de aplicar en la vida ordinaria, como los que el médico y sus auxiliares han de guardar en el consultorio, el quirófano, el laboratorio, la sala de autopsias quirófano o el hospital; los tratamientos aceptados en cada momento para combatir la enfermedad básica y las infecciones oportunistas; y las disposiciones legales o administrativas que buscan la mejor atención y protección de los pacientes. Finalmente, pero antes de nada, debe el médico conocer también las normas deontológicas por las que ha de guiarse la atención de los enfermos.
Obviamente, este deber de conocimiento actualizado obliga de modo particular entre otros a los médicos que ocupan cargos de responsabilidad en los organismos profesionales, o en las entidades que programan y gestionan la salud pública, a los profesores de Medicina y a los que dirigen secciones de divulgación sobre Medicina o salud en los medios de opinión pública. Una parte muy importante de su misión educadora consiste en disipar los errores y los prejuicios discriminatorios que son fruto de la ignorancia, la mala información o la malevolencia, como son, por ejemplo, la discriminación escolar o social.
II. La obligación de atender al paciente infectado por el VIH
El paciente de SIDA tiene el mismo derecho a la asistencia que cualquier otro paciente. No caben aquí discriminaciones en razón de la conducta moral o la orientación sexual. No es aceptable el rechazo del paciente en razón del riesgo de contagio en que pueden incurrir los trabajadores sanitarios que le atienden. Es norma deontológica que un médico competente no debe negarse a asistir a un enfermo.
Tal conducta se basa en dos tradiciones constantes de la Deontología médica: la de no discriminar entre las personas que solicitan la ayuda del médico, y la de no amilanarse ante los riesgos que en ocasiones comporta la atención de los enfermos. En efecto: así, el Código de Ética Médica de España, haciendo eco a la declaración de Ginebra de la AMM, señala, por un lado, que “El Médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos sus enfermos, sea cual fuera su religión, raza, nacionalidad, ideas políticas, condición social o sentimientos que le inspiren”; y, por otro, que “En caso de catástrofe, peligro público o riesgo de muerte, el Médico no puede abandonar a sus enfermos, salvo que fuere obligado a ello por las autoridades cualificadas, siempre que no viole su conciencia profesional”. Son éstos unos principios de gran altura moral y a ellos adaptan su conducta la inmensa mayoría de los médicos.
Ha ocurrido, sin embargo, que algunos médicos se han negado abiertamente a atender a pacientes de SIDA o han echado mano de ciertos subterfugios para desviarlos a otras instituciones o a otros colegas. En los primeros años de la epidemia, la cifra alcanzó a un 60 por ciento entre los cirujanos de los Estados Unidos. Es esa una conducta censurable, impropia, que debería ser investigada y, en su caso, castigada conforme a las normas de la Deontología médica. El fenómeno no es nuevo: los historiadores nos han recordado que algunas grande figuras de la Medicina (Galeno o Sydenham, por ejemplo) huyeron ante la llegada de las grandes epidemias, mientras muchos médicos anónimos arriesgaron sus vidas para servir a los apestados.
Conviene precisar que, cuando la Deontología médica obliga a atender al paciente VIH-positivo, no nos está imponiendo una conducta heroica: simplemente nos obliga a un comportamiento competente, pues conocemos con todo detalle tanto los mecanismos de contagio de la enfermedad como las cautelas que, para evitarlo, deben aplicarse en la atención médica de los pacientes.
Además, nunca un médico de recta conciencia ha puesto en su consultorio un letrero que dice “Reservado el derecho de admisión”. Tanto en el campo como en la ciudad, la gente vive tranquila sabiendo que el médico está obligado a tratar con el mismo respeto a todos los que acudan a él, sean cuales fueren sus convicciones, su reputación o sus costumbres. Cierto que el médico, como todo ciudadano, tiene derecho a determinar libremente sus ideas y convicciones y a no ser molestado por ello. Pero no puede éticamente dar un trato diferente y discriminatorio a sus enfermos en razón de que éstos sean más o menos afines a su ideología, lleven modos de vida que le inspiren simpatía o repulsa, o porque su tratamiento sea muy arriesgado o muy exigente psicológica o emocionalmente.
Supuesta la debida competencia, una vez iniciada la relación médico-enfermo, el médico asume un compromiso moral de mantenerla indefinidamente. No puede suspenderla unilateralmente por razones superficiales. El simple hecho de que el paciente esté infectado por el VIH no justifica su rechazo. Debe quedar claro que las razones para suspender la relación médico-enfermo, una vez iniciada, han de ser serias, objetivas y vinculadas a algún aspecto fundamental de la atención médica; no pueden consistir en meros prejuicios subjetivos o sinrazones de conveniencia o comodidad. Aunque de hecho puedan darse algunas diferencias jurídicas con respecto a la obligación de atender entre los médicos que trabajan por cuenta propia y los que lo hacen bajo contrato en instituciones, públicas o no, unos y otros tienen exactamente la misma obligación ética de no discriminar, de acoger, de ganarse la confianza de sus pacientes. Como dice el documento del GMC británico de Junio de 1993, Infección por el VIH y SIDA: Consideraciones éticas: La relación médico/paciente se basa en la confianza mutua, que puede ser favorecida sólo si entre médico y paciente se intercambia información con libertad, honradez, sinceridad y comprensión. La aceptación de este principio es fundamental para resolver los problemas que suelen presentarse en la atención médica del SIDA. El Consejo espera que los médicos apliquen a los pacientes que son seropositivos el mismo elevado nivel de atención médica que ofrecen a cualquier otro paciente. Es preocupante que haya un pequeño número de médicos que se niegan a dar a esos enfermos el tratamiento y los cuidados necesarios. Y aunque es totalmente correcto que un médico , por carecer de los conocimientos, habilidades e instrumentos necesarios para proporcionar investigaciones o tratamientos a un paciente y deba entonces remitir ese paciente a un colega competente, es contrario a la ética que un médico rehúse tratar o investigar, teniendo esas habilidades e instrumentos, en razón de que el paciente sufre o puede sufrir de una enfermedad que puede exponer al médico a un riesgo personal, o porque juzga que el estilo de vida del paciente puede haber contribuido a causar la enfermedad para la que el paciente busca tratamiento. Una falta profesional de este tipo ha de considerarse grave. La Organización Médica Colegial de España ha declarado que el rechazo injustificado del paciente de SIDA por parte del médico es falta deontológica grave.
III. Ética del diagnóstico. Las pruebas de detección del VIH
Contamos hoy con pruebas biológicas que permiten establecer de modo fiable el diagnóstico de infección por el VIH. Si se realizan de modo correcto, son muy seguras. Y hay una obligación muy seria de no cometer errores al realizar o al comunicar esas pruebas, por las graves consecuencias que un diagnostico falso positivo o falso negativo pueda tener.
Son muy pocos los procedimientos diagnósticos tan cargados de implicaciones éticas como una prueba positiva para el VIH. Un resultado VIH-positivo puede tener hoy consecuencias de desusada importancia para el paciente, pues puede condenarle a sufrir crueles discriminaciones sociales, a perder oportunidades profesionales, a encontrar dificultades para obtener seguros de enfermedad y de vida, a ser estigmatizado a causa del riesgo de contagiar a otros, etc. Un diagnóstico positivo es un evento vital de primera magnitud, que cambia la vida de las personas.
Pero, al mismo tiempo, ocurre que la prueba es imprescindible para el manejo médico de los contagiados por el virus, entre otras cosas, para instaurar medidas terapéuticas para el individuo enfermo, para organizar una razonable política de prevención que proteja tanto a sus allegados como a los médicos y enfermeras que le atienden, o para obtener datos epidemiológicos fidedignos que nos informen objetivamente de la magnitud de la epidemia.
En torno a un diagnóstico positivo o negativo para el VIH giran decisiones de enorme importancia para el individuo y el médico y también para la comunidad. Lógicamente, la conciencia del médico se ve solicitada por tensiones contrapuestas o por reclamaciones incompatibles. No es, pues, extraño que se le planteen conflictos de deberes.
Las implicaciones éticas conectadas con la práctica de las pruebas diagnósticas de la enfermedad por VIH, superada ya la cuestión de su fiabilidad, son fundamentalmente dos: una se refiere al carácter voluntario y consentido de la prueba; la otra, a la correcta utilización del resultado positivo en beneficio del paciente.
1. Consentimiento libre e informado para la prueba VIH
El médico está moralmente obligado a solicitar el consentimiento del paciente para practicar la prueba. Uno de los grandes logros de la Ética médica contemporánea ha sido la aceptación de que nada debe hacerse sin el consentimiento, tácito o expreso, pero siempre libre e informado, del paciente. Salvo casos de urgencia, incapacidad o grave y justificada inoportunidad, el médico ha de obtener este consentimiento antes de proceder a practicar sus decisiones diagnósticas o terapéuticas. En circunstancias ordinarias ese consentimiento debe pedirse siempre que los procedimientos diagnósticos impliquen la extracción de muestras o la aplicación de técnicas invasivas, tanto cuando los análisis que se practican tengan finalidad diagnóstico-diferencial, como cuando forman parte de un programa de detección rutinaria, como por ejemplo en el caso de embarazadas o en pruebas preoperatorias.
Muchos médicos sobreentienden que la confianza que preside la ordinaria relación médico-enfermo autoriza implícitamente al médico a practicar todas las exploraciones necesarias para establecer el diagnóstico, y que, en consecuencia, se da por supuesto el consentimiento. Por eso, siempre que la prueba VIH sea necesaria para la elaboración del diagnóstico de un paciente, puede suponerse que, si éste no la objeta o la prohíbe, la autoriza implícitamente. Es, sin embargo, preferible pedir su consentimiento previo, que si se hace en el tono y con las palabras y razones adecuadas, sólo raras veces será rechazado. En tal caso, sería necesario negociar su consentimiento, y tratar de persuadirle con paciencia y buenas razones. Se le puede decir que hay procedimientos indirectos (recuento de linfocitos CD4+, presencia de antecedentes personales y de enfermedades intercurrentes) que permitirían hacer un diagnóstico de presunción altamente probable.
Pero si un paciente se opusiera a que se le hiciera una prueba VIH, sería inético practicarla, pues constituiría una falta de lealtad hacia él. Si, agotados todos los recursos, la negativa del enfermo persistiera y el médico estimara, en conciencia, que no sólo falta la necesaria confianza para proseguir la relación con su paciente, sino que tal relación profesional queda empobrecida de tal modo de calidad, se sitúa en una absurda y deliberada situación de incertidumbre que obliga a decisiones infundadas, entonces el médico puede poner fin a ella ante el requisito ausente de la imprescindible confianza. Como dice el documento del GMC británico de Junio de 1993, Infección por el VIH y SIDA: Consideraciones éticas: La relación médico/paciente se basa en la confianza mutua, que puede ser favorecida sólo si entre médico y paciente se intercambia información con libertad, honradez, sinceridad y comprensión. La aceptación de este principio es fundamental para resolver los problemas que suelen presentarse en la atención médica del SIDA.
Se ha discutido mucho si hay circunstancias en las que esté justificado practicar una prueba VIH sin consentimiento del enfermo y a sus espaldas. Se da ya con frecuencia la situación siguiente: el médico sospecha que un paciente, al que ha de practicar una exploración invasiva o una intervención quirúrgica, pueda ser seropositivo y, a fin de de tomar las precauciones oportunas para evitar el contagio de cuantos han de atenderle, decide practicar una prueba VIH sin advertir de ello al paciente.
Para muchos médicos, las razones de tal conducta son obvias: evitar riesgos para el médico y su equipo y ahorrar al paciente el sufrimiento de hacerle saber que se sospecha de él. Pero en opinión de muchos otros médicos tal acción está viciada: quebranta la confianza consustancial a toda relación médico-enfermo y priva al paciente de su derecho a autorizar o no una acción que le afecta, tiene un derecho inalienable a ser tratado y respetado como una persona capaz. En consecuencia, el médico deberá obtener el consentimiento: ha de encarar el problema, hablar con franqueza a su paciente contando con que éste es un agente moral capaz, si se le ayuda con la información debida, de decidir justa y razonablemente.
Sólo debe ser imperativa la prueba para los que ofrecen sangre, células, tejidos u órganos para donación o trasplante y, entonces, no cabe dudar razonablemente de su libre aceptación.
2. El uso ético de un resultado positivo
El médico está obligado a hacer un uso correcto del resultado positivo para beneficio del paciente. Confirmada con las debidas garantías la positividad de la prueba, el médico deberá comunicarla al paciente, explicándole con competencia y humanidad cuál es la significación del resultado.
No es fácil dar a un paciente la noticia de que está infectado por el VIH. Sin embargo, la experiencia acumulada por muchos clínicos sensibles a los valores humanos de la Medicina, aconseja decir siempre la verdad, toda la verdad, asegurándole que nunca le faltará la asistencia del médico y dejando una salida abierta a la esperanza. Comunicar una noticia que puede dar un vuelco a la vida de un ser humano es acto que exige mucha competencia profesional. Convendrá explicar con precisión cuales son las posibilidades terapéuticas y las perspectivas pronósticas, siempre en función de la personalidad y de la forma clínica que cada caso presenta. Es cierto que algunos grupos de pacientes de SIDA, como ocurre en el caso de los drogadictos, son muy refractarios a todo consejo o tienen una capacidad fuertemente disminuida de actuar responsablemente. Así, por ejemplo, deberá ilustrar al portador sano de VIH cuáles son las posibilidades pronósticas que se abren ante él, y aconsejarle sobre las medidas higiénicas que deberá aplicar responsablemente en su vida ordinaria para eliminar el riesgo de contagiar a otros y para recibir tratamiento antiretroviral y preventivo de infecciones oportunistas. Al paciente que presenta alguna de las infecciones ligadas al SIDA deberá proporcionarle una información objetiva sobre las posibilidades de tratamiento y sobre los requisitos éticos y administrativos para obtenerlos.
El paciente el único titular de la información diagnóstica. El médico debe ayudar a su paciente a superar las dificultades que pueden surgir en torno a la confidencialidad del diagnóstico si le habla abierta y sinceramente sobre las implicaciones de su enfermadad, de la necesidad de proteger la seguridad de los que han de convivir con él o de atenderle médicamente.
Nadie podrá darle los cuidados necesarios si no se le hace saber su situación específica. Pero, a la vez que se ha de informar a quien participe en su atención clínica, hay que cuidar escrupulosamente la obligación de guardar el secreto, dado el efecto potencialmente devastador que sobre la reputación de una persona puede tener la divulgación del diagnóstico de SIDA o incluso de la simple seropositividad para el VIH. Deberán extremarse las cautelas para evitar las posibles fugas de información. Es preciso reducir al mínimo el número de personas que conocen el diagnóstico porque participan de modo activo en la atención del paciente.
Cuando el enfermo es enviado a otro colega, puede escogerse, para informar a éste, entre pedir al propio paciente que sea él mismo quien revele al nuevo médico su condición, o comunicar por escrito y con la debida seguridad al colega tal eventualidad, después de haber advertido de esta circunstancia al paciente.
Deben condenarse con toda energía ciertas infracciones, frecuentes y en apariencia veniales, de este precepto, mal endémico de ciertos hospitales, como son la oficiosidad, el frívolo comentario de pasillo o ascensor, los signos convencionales de seropositividad demasiado escandalosos en la cabecera de la cama o en la cubierta de las historias clínicas. Descuidos de este tipo pueden dañar muy seriamente la calidad de la relación médico-enfermo.
Pero la obligación de guardar el secreto tiene un límite. Hay casos en que ciertas obligaciones de justicia se imponen a la conciencia del médico con una evidencia abrumadora, pues es patente que evitar el contagio en el medio familiar, y, en cuando existe riesgo serio e identificado de contagio, en el laboral, social, deportivo, etc. Informar estrictamente a los interesados constituye un deber ético de tanta o más fuerza que el de preservar la confidencialidad. En esas ocasiones el médico tratará de persuadir al paciente de que preservar el secreto es más una complicidad malévola que una exigencia moral y tratará de obtener el consentimiento del paciente para advertir a las personas en peligro. Si el paciente se negara a hacerlo, el médico puede considerar que su deber es informar al esposo o compañero sexual.
El SIDA ha recibido un estatuto de excepcionalidad. La epidemiología del SIDA y el momento histórico de su aparición se combinaron para crear un conjunto de circunstancias muy especiales, totalmente nuevas en la historia de la Medicina. En sus primeros años, la enfermedad estuvo preferentemente vinculada a los homosexuales, en particular, en los Estados Unidos. Lo que dio particular relevancia a esta circunstancia fue que los gays blancos y de clase media-alta estaban organizados como grupo de acción política y social antes de que la epidemia estallase. En consecuencia, estaban en condiciones, y así lo hicieron con toda energía, para reclamar un conjunto de excepcione, privilegios y derechos, que tuvieron, como primera consecuencia, instalar la enfermedad en un plano de excepcionalidad. Nadie se atrevió, ante el poder político y público de los homosexuales, a declarar la enfermedad de declaración obligatoria.
Se ha recomendado en muchas partes la práctica, duramente contestada, de la detección anónima del VIH, a fin de tener datos de la expansión de la epidemia. En España, se comunican anónima y voluntariamente los casos detectados a la Comisión Nacional de Seguimiento del SIDA, que publica periódicamente los datos de incidencia y mortalidad. Como consecuencia de esta comunicación voluntaria, tenemos un conocimiento incompleto de la extensión real de la enfermedad y nuestras estimaciones sobre su desarrollo futuro siguen careciendo de exactitud.
Para remediar esta situación algunos han propuesto la posibilidad de incluir la infección por VIH en la lista de enfermedades de declaración obligatoria. Casi todos los expertos de salud están de acuerdo en excluir la declaración nominal, pues sus ventajas epidemiológicas quedan anuladas por el rechazo de tal medida provocaría. Una alternativa aceptable podría ser la declaración obligatoria con garantía de preservación del anonimato mediante la aplicación de sistemas de claves cifradas que estuvieran absolutamente protegidos del riesgo de profanación informativa. Hasta ahora, no se ha encontrado un sistema que contente a los más celosos protectores del secreto.
Sin embargo, el tema éticamente más candente en torno al SIDA es la educación de la población con vistas a reducir los contagios. Es inevitable que en toda “educación sobre el SIDA”, junto a ciertas normas técnicas de higiene cotidiana, se den al público informaciones, consejos y recomendaciones acerca de lo que se ha dado en llamar estilos de vida, en particular sobre la conducta sexual y el consumo de drogas por vía intravenosa.
Nada prueba con más fuerza el poder del médico como agente moral que los mensajes para la prevención de las enfermedades de transmisión sexual.
Cuando la enfermedad empezó a afectar de modo tangible a la población general a consecuencia de contactos sexuales casuales, las autoridades sanitarias, empezaron, hace ahora 9 años, a alertar a la población y a difundir la advertencia de que, ante la falta de remedios eficaces, la única defensa contra el mal consiste en la aplicación de un enérgico programa preventivo. Los elementos de ese programa son básicamente una campaña informativa sobre la enfermedad y los modos de contagio. El mensaje se difunde mediante folletos enviados por correo a todos los ciudadanos, mensajes publicitarios en la televisión, la radio y la prensa, y también la facilitación del uso de jeringuillas estériles o la enseñanza de procedimientos sencillos para su esterilización entre los drogadictos, y, finalmente, la difusión de la noción de sexo seguro o más seguro mediante el uso del preservativo o las prácticas sexuales no penetrativas.
Quiero, entre paréntesis, destacar un punto poco comentado: la operación masiva, prácticamente universal, de destrucción de la inocencia de que han sido víctimas millones de niños y adolescentes con ocasión de la enseñanza del sexo más seguro: la inducción diabólica a que ellos han sido sometidos, mediante el paquete didáctico del safer sex, a la práctica del autoerotismo, de la masturbación recíproca, de formas light de homosexualidad, todo con el propósito de evitar el sexo penetrativo. Las almas de una generación entera de inocentes han sido embadurnadas con esas enseñanzas perversas. Se habla de las dimensiones masivas que el abuso infantil está alcanzando en las sociedades avanzadas, pero es difícil encontrar un paralelo a esa operación de abuso sexual montada por los gobernantes de muchos países con el visto bueno de educadores avanzados. Pienso que este es un aspecto poco denunciado de la campaña de educación sexual, cuyos efectos psicopatológicos y espirituales habrá que seguir de cerca.
Volvamos a nuestro discurso. Conviene señalar que la recomendación del preservativo se hizo de modo intuitivo o basada en los datos poco fiables deducidos de la experiencia con otras enfermedades de transmisión sexual. No había en aquel momento estudios serios acerca de su eficacia protectora. Se afirmó en un primer momento que la baja prevalencia del SIDA en Japón era debido al uso sistemático que allí se hace del preservativo, tanto para fines contraceptivos como de prevención de las enfermedades de transmisión sexual.
Es todavía demasiado temprano para conocer con alguna certeza los resultados, a medio y a largo plazo, de tales campañas. Los datos preliminares hablan de una deceleración de la epidemia, pero, por desgracia, mucho menor de la calculada. Como ocurre siempre, los datos han sido calificados por algunos como alentadores, por otros como gravemente preocupantes. En general, reina un fuerte desencanto entre las autoridades sanitarias.
Hasta qué punto no son los criterios científicos de la buena Medicina preventiva los que han presidido en algunos lugares las campañas preventivas contra el SIDA, sino ciertos prejuicios ideológicos, lo muestra lo ocurrido en España. Merece la pena conocer la historia. Los Ministerios de Sanidad y de Asuntos Sociales llevaron a cabo juntamente, en 1989, una campaña preventiva que, como en todas partes, tenía como destinatarios principales a los jóvenes y adolescentes. Fue la famosa campaña en favor del uso del preservativo que tenía como eslogan el ¡Póntelo, pónselo!
El mensaje, en los diferentes medios, iba envuelto era transmitido con el aire festivo y desenfadado que tanto halaga a cierta gente joven, aficionada a bromear sobre cosas serias. La campaña carecía de sensatez biológica, de referencia a datos científicos, a datos cuantitativos de eficacia. Fue una simple manipulación psicológica en favor del sexo fácil y protegido. Actuó como un estímulo más al permisivismo juvenil, pues hizo creer a muchos y a muchas que el condón, con su doble eficacia de anticonceptivo y profiláctico de las ETS, es el talismán mágico del placer, que hace a quienes los usan invulnerables contra todos los peligros y riesgos. Habrá que esperar a 1996 para conocer el efecto que sobre la incidencia del SIDA ha tenido la campaña.
La campaña se basaba en una desfiguración grave, deliberada y tendenciosa, de un mensaje que, carente en sí mismo de intención moralizante y alejado de cualquier connotación religiosa, dictaba unos criterios basados en las normas comunes, clásicas, de la Medicina preventiva. Una parte sustancial del mensaje de simple buena conducta preventiva, propuesto por los Centros para el Control de Enfermedades, de Atlanta, Georgia, debió ser considerada en los Ministerios españoles como una norma opresiva y puritana y fue eliminada de un plumazo. Esta es la historia.
Los CDC, después de madura reflexión y prolongadas discusiones de los expertos, publicaron a lo largo de 1988, en su órgano oficial, el Morbidity and Mortality Weekly Report, una serie de artículos sobre la prevención del SIDA. Uno de ellos, titulado Los preservativos en la prevención de las enfermedades de transmisión sexual, apareció en febrero de 1988. En su Introducción, que traduzco íntegramente, decía lo siguiente: La prevención es la estrategia más eficaz para frenar la difusión de las enfermedades de transmisión sexual (ETS). El comportamiento que elimina o reduce el riesgo de una ETS reducirá probablemente el riesgo de las otras ETS. La prevención de un caso de ETS puede dar por resultado la evitación de muchos casos ulteriores. La continencia y la relación sexual con una pareja mutuamente fiel y no infectada son las únicas estrategias preventivas totalmente eficaces. El uso correcto del preservativo en cada acto sexual puede reducir, pero no eliminar, el riesgo de contraer una ETS. Los individuos susceptibles de infectarse o que saben que están infectados con el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) deben ser conscientes de que el uso del preservativo no puede eliminar por completo el riesgo de transmisión para ellos mismos o para los otros. El Boletín Epidemiológico Semanal, del Ministerio español de Sanidad y Consumo, reprodujo con casi un año de retraso, el artículo del MMWR citado arriba. Estamos obviamente ante un artículo censurado. En el texto traducido faltan las líneas de la Introducción que dicen: La continencia y la relación sexual con una pareja mutuamente fiel y no infectada son las únicas estrategias preventivas totalmente eficaces. Y faltan, en el párrafo final, estas otras: Las recomendaciones para la prevención de las ETS, incluida la infección por el VIH, deberían enfatizar que el riesgo de infección sólo se anula de modo eficiente por medio de la continencia o de la relación sexual con una pareja no infectada y mutuamente fiel.
A los funcionarios del Ministerio de Salud debieron parecerles las frases eliminadas algo impropio de un contexto científico, tolerante y sexualmente liberado. Para no correr el riesgo de parecer moralizantes, tacharon esa frases llevados de sus prejuicios ideológicos, sin advertir que estaban destruyendo una norma estrictamente higiénico-sanitaria. Y se equivocaron: porque la abstinencia sexual y la relación sexual con una pareja no infectada y mutuamente fiel, además de ser conductas humanas llenas de dignidad y valor moral, constituyen un comportamiento biológico lleno de sentido común y de eficacia preventiva.
Es una pena que quienes lanzaron aquella y esta campaña no preguntaran por los resultados de otras similares tenidas en otros países de la Comunidad Europea, uno o dos años antes. Se enterarían, por ejemplo, de que esas campañas habían alentado a la práctica de la promiscuidad, del sexo casual como juego; de que, tras la campaña, la tasa de uso del preservativo seguía siendo muy baja, pues no alcanzaba, en la mayoría de las encuestas, el 25% de esas relaciones sexuales. Como señalaba un editorial de Lancet, ...los resultados de la campaña preventiva, por desgracia,... han variado de decepcionantes a abiertamente irresponsables. El cambio de conducta es la forma segura de protección. Pero parece que no se ha sabido inducirla de modo suficientemente rápido y extenso, ni siquiera entre los grupos de alto riesgo. Se enterarían, también, de que según una encuesta realizada por el Instituto Allensbach de Demoscopia, en la entonces República Federal de Alemania, fueron más del 40% los muchachos y muchachas que reprocharon a los promotores de la campaña su obsesiva fijación en la mera biología sexual, la ausencia total de referencia a los valores morales, a la castidad, al amor fiel.
Y esa misma es la opinión de quienes se dedican seriamente a la educación sexual. La Doctora Theresa L. Crenshaw, de San Diego, California, Presidenta de la Asociación Americana de Educadores, Consejeros y Terapeutas Sexuales, afirmó en su testimonio ante el Congreso de Estados Unidos, que por razones de salud, hay que decir a la gente que si quiere vivir segura hay que renunciar al sexo casual y promiscuo. Y aun reconociendo que el condón (...) puede ayudar en la lucha contra el SIDA, hay que insistir en la necesidad de resaltar la importancia del cambio de conducta. Es gravemente irresponsable la resignación de muchas autoridades sanitarias, que, ante lo irremediable de la amenaza del SIDA, se limitan blandamente a frenar un poco su expansión recomendando el preservativo. Hay que decir a la gente claramente que debe evitar toda actividad sexual con cualquiera que no sea el 'compañero comprometido'. El mensaje de la Dra. Crenshaw y de la Asociación que preside es este: que la gente puede cambiar su conducta sexual, pero no lo hará si no confiamos en ella, si no le hablamos claro, si nos limitamos a ofrecerles sexo light.
La campaña española del preservativo difundió una grave exageración epidemiológica. En vez de decir a la gente que la prevención del SIDA ha de ser tomada muy en serio, que prevenir no es simplemente mejor que curar, sino que es la única cura que tenemos, engañó a todos diciendo que el condón es muy seguro. El fanatismo ideológico llevó a un alto directivo del Plan Nacional contra el Sida a declarar en la Televisión que el preservativo es 100 por ciento seguro.
De hecho, la gente no cree en la pretendida eficacia del preservativo. ¿Qué sabemos, en realidad, de la eficacia del preservativo? Un colega, Profesor de Salud Pública en una Universidad española, agnóstico pero científicamente recto, fue preguntado un día en clase sobre la eficacia real del preservativo. Confesó sencillamente que lo ignoraba, lo cual le movió a hacer un estudio crítico y metaanalítico de lo publicado sobre el tema. Le ha sorprendido comprobar que han sido numerosas las autoridades sanitarias que han dado información fraudulenta, fabricando o exagerando datos. Un análisis serio de los datos de la bibliografía permite afirmar que el preservativo puede reducir parcialmente la transmisión del VIH, con una efectividad cercana al 70%. La educación sanitaria de la población cobra una importancia fundamental: los médicos y las autoridades sanitarias deberían transmitir con honestidad sincera el mensaje de que la protección que proporciona el preservativo es limitada. Sólo así podrán los individuos asumir una conducta responsable y consciente.
Ni los médicos ni los ciudadanos corrientes pueden olvidar un hecho fundamental: las normas que dictan los expertos en epidemiología, los políticos de salud, los técnicos en demografía, dependen directamente de la idea que ellos, los expertos, cada uno de ellos, tienen del hombre y de la humanidad. En el fondo de toda decisión política y, para el caso, de toda decisión de política sanitaria, subyace una antropología determinada, un modo específico de comprender al hombre, el que profesan el político, el sanitario, o los que en un momento determinado dirigen la OMS, la OPS, o el CDC. Pero tal conducta es inhumana, no se tiene de pie. Equivale a imponer a los demás, por la fuerza de la legislación o de la regulación administrativa, una opinión ética privada, que en el caso de la campaña del safe sex presupone, cuando menos, una idea meramente zoológica del hombre, una idolización de la liberación sexual, y una moral derrotista, que piensa que la mayoría de la gente joven es sexadicta, está programada para la promiscuidad, prefiere el amor erótico al amor casto, el goce banalizado al compromiso de fidelidad.
No han faltado, ni faltan, aquí tampoco los problemas. Los ensayos clínicos rigurosos duran mucho tiempo, demasiado para quienes ven la muerte próxima. Y cuestan demasiado dinero, que les parece poco a aquellos cuya supervivencia depende del descubrimiento de un remedio salvador.
Entre los factores que definen el SIDA como una enfermedad excepcional, privilegiada, se cuenta la cantidad de dinero, enorme, desproporcionada, que se gasta en investigación. Las predicciones sobre la expansión futura de la epidemia y la especial política sanitaria que los países avanzados han adoptado ante ella, hace que la búsqueda de agentes para prevenir y tratar la enfermedad sea una aventura enormemente atractiva para la industria farmacéutica. El antecedente sentado por la zidovudina, el fármaco que en solitario ha dominado el mercado de los antirretrovirales hasta hace poco, ha incitado a muchas firmas farmacéuticas a apostar muy fuerte en la búsqueda de nuevos medicamentos para tratar a los infectados por el VIH. El trabajo de investigación y la lucha por el mercado son febriles.
Otro aspecto excepcional del SIDA ha sido la influencia decisiva que han ejercido ciertos grupos de activistas en la forma de investigar. Empezaron por presionar para que se aceleraran los lentos procedimientos de ensayo y autorización de medicamentos para tratar la enfermedad. Obtuvieron muchas concesiones gracias a sus manifestaciones callejeras, su actuación como grupo de presión ante las instancias políticas, su presencia activa en los congresos científicos, y sus negociaciones con las firmas farmacéuticas para rebajar el precio de los medicamentos disponibles o para forzar el ensayo acelerado de otros nuevos. Con la ayuda de los medios de opinión y de una efectiva mezcla de intimidación violenta y de discusión racional han conseguido cambiar las rígidas normas de la Food and Drug Administration sobre los ensayos clínicos.
Los investigadores, que obviamente necesitan de modo absoluto pacientes infectados por el virus para realizar sus ensayos terapéuticos, no han tenido otro remedio que acceder a muchas demandas de los activistas ante la amenaza de éstos de boicotear los experimentos en marcha. Usando todo su poder político, que en los Estados Unidos es muy considerable tanto a nivel local como nacional, los lobbies del SIDA han logrado colocar la investigación sobre la enfermedad en el lugar de máxima prioridad a la hora de recibir dinero. Han argüido que el SIDA es diferente a las otras enfermedades, pues siendo epidémica e infecciosa, si se lograra descubrir un medicamento o una vacuna eficaces, el problema quedaría resuelto de una vez para siempre. Añaden, además, con una visión peculiar de la justicia social, que el SIDA ataca a personas jóvenes, mientras que el cáncer y las enfermedades del corazón suelen atacar a gentes que ya han vivido bastante.
¿Cuál ha sido el resultado de este intervencionismo en la programación y realización de los ensayos clínicos? No demasiado alentador. En el lado positivo, se ha reforzado el requisito de que el grupo control ha de recibir siempre el mejor tratamiento disponible, aunque éste cambie durante el tiempo que dura el ensayo; se han suavizado los criterios de exclusión; se ha conseguido que los ensayos que se llevan a cabo en niños se hagan simultáneamente con los que se desarrollan en adultos, y no más tarde como señalaba hasta ahora la norma establecida; y, finalmente se han autorizado ensayos en mujeres gestantes, prácticamente prohibidos anteriormente. En el lado negativo, hay que reconocer que se han abierto las puertas a una peligrosa relajación de las normas de seguridad hasta ahora vigentes. Muchos ensayos realizados conforme a las nuevas prácticas sólo han proporcionado resultados confusos o inútiles. Aquí, como en otros campos, la solidaridad, que es el sólido fundamento de la ayuda generosa y altruista al paciente de SIDA, corre el riesgo, si se separa de los criterios de rigor científico y de justicia distributiva, de convertirse en predilección irresponsable.
Termino ya. Verdaderamente el SIDA ha sido una especie de torbellino que ha recorrido el campo de Medicina. Ha dividido los corazones. Como hemos visto, ha provocado, entre los profesionales de la Medicina, reacciones sectarias y conductas discriminatorias. Pero también ha hecho surgir corrientes de entrega increíblemente generosas. Algunos llegaron a decir que era un azote de Dios: en realidad, es una gracia, una oportunidad. En los 14 años de epidemia, hemos podido ver, ante esta gran prueba, la formidable capacidad que la Medicina y la humanidad tienen de cometer errores, pero también la maravillosa fuerza que, gracias a Dios, tenemos los hombres para rectificar esos errores, para sacar de ellos unas veces heroísmo y santidad, otras una nueva comprobación de la sabiduría de la ley natural.
Muchas gracias.