Declaración sobre el aborto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
Creación: Congregación para la Doctrina de la Fe.
Fuente: Santa Sede.
Lengua original: Latín.
Copyright del original latino: No.
Traducción castellana: Santa Sede.
Copyright de la traducción castellana: No.
Fecha: 18 de noviembre de 1974.
Comprobado el 7 de abril de 2003.
Declaración sobre el aborto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
I Introducción
1. El problema del aborto provocado y de su eventual liberalización legal ha llegado a ser en casi todas partes tema de discusiones apasionadas. Estos debates serían menos graves si no se tratase de la vida humana, valor primordial que es necesario proteger y promover. Todo el mundo lo comprende, por más que algunos buscan razones para servir a este objetivo, aun contra toda evidencia, incluso por medio del mismo aborto. En efecto, no puede menos de causar extrañeza el ver cómo crecen a la vez la protesta indiscriminada contra la pena de muerte, contra toda forma de guerra, y la reivindicación de liberalizar el aborto, bien sea enteramente, bien por “indicaciones” cada vez más numerosas. La Iglesia tiene demasiada conciencia de que es propio de su vocación defender al hombre contra todo aquello que podría deshacerlo o rebajarlo, como para callarse en este tema: dado que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, no hay hombre que no sea su hermano en cuanto a la humanidad y que no esté llamado a ser cristiano, a recibir de él la salvación.
2. En muchos países los poderes públicos que se resisten a una liberalización de las leyes sobre el aborto son objeto de fuertes presiones para inducirlos a ello. Esto, se dice, no violaría la conciencia de nadie, mientras impediría a todos imponer la propia a los demás. El pluralismo ético es reivindicado como la consecuencia normal del pluralismo ideológico. Pero es muy diverso el uno del otro, ya que la acción toca los intereses ajenos más rápidamente que la simple opinión; aparte de que no se puede invocar jamás la libertad de opinión para atentar contra los derechos de los demás, muy especialmente contra el derecho a la vida.
3. Numerosos seglares cristianos, especialmente médicos, pero también asociaciones de padres y madres de familia, hombres políticos o personalidades que ocupan puestos de responsabilidad, han reaccionado vigorosamente contra esta campaña de opinión. Pero, sobre todo, muchas conferencias episcopales y obispos por cuenta propia han creído oportuno recordar, sin ambigüedades, la doctrina tradicional de la Iglesia1. Estos documentos cuya convergencia es impresionante ponen admirablemente de relieve la actitud a la vez humana y cristiana del respeto a la vida. Ha ocurrido, sin embargo, que varios de entre ellos han encontrado aquí o allá reserva o incluso contestación.
4. Encargada de promover y defender la fe y la moral en la Iglesia universal2, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe se propone recordar estas enseñanzas, en sus líneas esenciales, a todos los fieles. De este modo, al poner de manifiesto la unidad de la Iglesia, confirmará con la autoridad propia de la Santa Sede lo que los obispos han emprendido felizmente. Ella cuenta con que todos los fieles, incluso los que hayan quedado desconcertados con las controversias y opiniones nuevas, comprenderán que no se trata de oponer una opinión a otra, sino de trasmitir una enseñanza constante del Magisterio supremo, que expone la norma de la moralidad a la luz de la fe3. Es, pues, claro que esta declaración no puede por menos de obligar gravemente a las conciencias cristianas4. Dios quiera iluminar también a todos los hombres que con corazón sincero tratan de “realizar la verdad” (Jn. 3, 21).
II A la luz de la fe
5. “Dios no hizo la muerte; ni se goza en la pérdida de los vivientes” (Sab 1, 13). Ciertamente, Dios ha creado a seres que sólo viven temporalmente y la muerte física no puede estar ausente del mundo de los seres corporales. Pero lo que se ha querido sobre todo es la vida y, en el universo visible, todo ha sido hecho con miras al hombre, imagen de Dios y corona del mundo (Gn 1, 26-28). En el plano humano, “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 2, 24); introducida por el pecado, la muerte queda vinculada a él, siendo a la vez signo y fruto del mismo. Pero ella no podrá triunfar. Confirmando la fe en la resurrección, el Señor proclamará en el evangelio que “Dios no es el Dios de los muertos, sino de los vivos” (Mt 22, 32), y que la muerte, lo mismo que el pecado, será definitivamente vencida por la resurrección en Cristo (1 Cor 15, 20-27). Se comprende así que la vida humana, incluso sobre esta tierra, es preciosa. Infundida por el Creador5, es él mismo quien la volverá a tomar (Gn 2, 7; Sab 15, 11). Ella permanece bajo su protección: la sangre del hombre grita hacia él (Gn 4, 10) y él pedirá cuentas de ella, “pues el hombre ha sido hecho a imagen de Dios” (Gn 9, 5-6). El mandamiento de Dios es formal: “No matarás” (Éx 20, 13). La vida al mismo tiempo que un don es una responsabilidad: recibida como un “talento” (Mt 25, 14-30), hay que hacerla fructificar. Para ello se ofrecen al hombre en este mundo muchas opciones a las que no se debe sustraer; pero más profundamente el cristiano sabe que la vida eterna para él depende de lo que habrá hecho de su vida en la tierra con la gracia de Dios.
6. La tradición de la Iglesia ha sostenido siempre que la vida humana debe ser protegida y favorecida desde su comienzo como en las diversas etapas de su desarrollo. Oponiéndose a las costumbres del mundo grecorromano, la Iglesia de los primeros siglos ha insistido sobre la distancia que separa en este punto tales costumbres de las costumbres cristianas. En la Didaché se dice claramente: “No matarás con el aborto al fruto del seno y no harás perecer al niño ya nacido”6. Atenágoras hace notar que los cristianos consideran homicidas a las mujeres que toman medicinas para abortar; condena a quienes matan a los hijos, incluidos los que viven todavía en el seno de su madre, “donde son ya objeto de solicitud por parte de la Providencia divina”7. Tertuliano quizá no ha mantenido siempre el mismo lenguaje; pero no deja de afirmar con la misma claridad el principio esencial: “es un homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa que se suprima la vida ya nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo”8.
7. A lo largo de toda la historia, los Padres de la Iglesia, sus pastores, sus doctores, han enseñado la misma doctrina, sin que las diversas opiniones acerca del momento de la infusión del alma espiritual hayan suscitado duda sobre la ilegitimidad del aborto. Es verdad que, cuando en la Edad Media era general la opinión de que el alma espiritual no estaba presente sino después de las primeras semanas, se hizo distinción en cuanto a la especie del pecado y a la gravedad de las sanciones penales; autores dignos de consideración admitieron, para este primer período, soluciones casuísticas más amplias, que rechazaban para los períodos siguientes. Pero nunca se negó entonces que el aborto provocado, incluso en los primeros días, fuera objetivamente una falta grave. Esta condena fue de hecho unánime. Entre muchos documentos baste recordar algunos.
El primer Concilio de Maguncia (Alemania), en el año 847, reafirma las penas decretadas por concilios anteriores contra el aborto y determina que sea impuesta la penitencia más rigurosa “a las mujeres que provoquen la eliminación del fruto concebido en su seno”9. El Decreto de Graciano refiere estas palabras del papa Esteban V: “Es homicida quien hace perecer, por medio del aborto, lo que había sido concebido”10. Santo Tomás, Doctor común de la Iglesia, enseña que el aborto es un pecado grave, contrario a la ley natural11. En la época del Renacimiento, el papa Sixto V condena al aborto con la mayor severidad12. Un siglo más tarde, Inocencio XI reprueba las proposiciones de ciertos canonistas laxistas que pretendían disculpar el aborto provocado antes del momento en que algunos colocaban la animación espiritual del nuevo ser13. En nuestros días, los últimos pontífices romanos han proclamado con la máxima claridad la misma doctrina: Pío XII ha dado una respuesta explícita a las objeciones más graves14; Pío XI ha excluido claramente todo aborto directo, es decir, aquel que se realiza como fin o como medio15; Juan XXIII ha recordado la doctrina de los Padres acerca del carácter sagrado de la vida, “la cual desde su comienzo exige la acción creadora de Dios”16. Más recientemente, el Concilio Vaticano II, presidido por Pablo VI, ha condenado muy severamente el aborto: “La vida desde su concepción debe ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables”17. El mismo Pablo VI, hablando de este tema en diversas ocasiones, no ha vacilado en repetir que esta enseñanza de la Iglesia “no ha cambiado ya que es inmutable”18.
III También a la luz de la razón
8. El respeto a la vida humana no es algo que se impone a los cristianos solamente; basta la razón para exigirlo, basándose en el análisis de lo que es y debe ser una persona. Constituido por una naturaleza racional, el hombre es un sujeto personal, capaz de reflexionar por sí mismo, de decidir acerca de sus actos y, por tanto, de su propio destino. Es libre; por consiguiente, es dueño de sí mismo, o mejor, puesto que se realiza en el tiempo, tiene capacidad para serlo, ésa es su tarea. Creada inmediatamente por Dios, su alma es espiritual y, por ende, inmortal. Está abierto a Dios y solamente en él encontrará su realización completa. Pero vive en la comunidad de sus semejantes, se enriquece en la comunión interpersonal con ellos, dentro del indispensable medio ambiente social. De cara a la sociedad y a los demás hombres, cada persona humana se posee a sí misma, posee su vida, sus diversos bienes, a manera de derecho; esto lo exige de todos, en relación con ella, la estricta justicia.
9. Sin embargo, la vida temporal vivida en este mundo no se identifica con la persona; ésta tiene en propiedad un nivel de vida más profundo que no puede acabarse. La vida corporal es un bien fundamental, condición para todos los demás aquí abajo; pero existen valores más altos, por los cuales podrá ser lícito y aun necesario exponerse al peligro de perderlas. En una sociedad de personas, el bien común es para cada persona un fin al que ella debe servir, al que sabrá subordinar su interés particular. Pero no es su fin último; en este sentido es la sociedad la que está al servicio de la persona, porque ésta no alcanzará su destino más que en Dios. Ella no puede ser subordinada definitivamente sino a Dios. No se podrá tratar nunca a un hombre como simple medio del que se dispone para conseguir un fin más alto.
10. Sobre los derechos y los deberes recíprocos de la persona y de la sociedad, incumbe a la moral iluminar las conciencias; al derecho, precisar y organizar las prestaciones. Ahora bien, hay precisamente un conjunto de derechos que la sociedad no puede conceder porque son anteriores a ella, pero que tiene la misión de preservar y hacer valer: tales son la mayor parte de los llamados hoy día “derechos del hombre”, y de cuya formulación se gloría nuestra época.
11. El primer derecho de una persona humana es su vida. Ella tiene otros bienes y algunos de ellos son más preciosos; pero aquél es el fundamental, condición para todos los demás. Por esto debe ser protegido más que ningún otro. No pertenece a la sociedad ni a la autoridad pública, sea cual fuere su forma, reconocer este derecho a uno y no reconocerlo a otros: toda discriminación es inicua, ya se funde sobre la raza, ya sobre el sexo, el color o la religión. No es el reconocimiento por parte de otros lo que constituye este derecho; es algo anterior; exige ser reconocido y es absolutamente injusto rechazarlo.
12. Una discriminación fundada sobre los diversos períodos de la vida no se justifica más que otra discriminación cualquiera. El derecho a la vida permanece íntegro en un anciano, por muy reducido de capacidad que esté; un enfermo incurable no lo ha perdido. No es menos legítimo en un niño que acaba de nacer que en un hombre maduro. En realidad, el respeto a la vida humana se impone desde que comienza el proceso de la generación. Desde el momento de la fecundación del óvulo, queda inaugurada una vida que no es ni la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. No llegará a ser nunca humano si no lo es ya entonces.
13. A esta evidencia de siempre -totalmente independiente de las disputas sobre el momento de la animación19-, la ciencia genética moderna aporta preciosas confirmaciones. Ella ha demostrado que desde el primer instante queda fijado el programa de lo que será este ser viviente: un hombre, individual, con sus notas características ya bien determinadas. Con la fecundación ha comenzado la aventura de una vida humana, cada una de cuyas grandes capacidades exige tiempo, un largo tiempo, para ponerse a punto y estar en condiciones de actuar. Lo menos que se puede decir es que la ciencia actual, en su estado más evolucionado, no da ningún apoyo sustancial a los defensores del aborto. Por lo demás, no es incumbencia de las ciencias biológicas dar un juicio decisivo acerca de cuestiones propiamente filosóficas y morales, como son la del momento en que se constituye la persona humana y la legitimidad del aborto. Ahora bien, desde el punto de vista moral, esto es cierto: aunque hubiese duda sobre la cuestión de si el fruto de la concepción es ya una persona humana, es objetivamente un pecado grave el atreverse a afrontar el riesgo de un homicidio. “Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo”20.
IV Respuesta a algunas objeciones
14. La ley divina y la ley natural excluyen, pues, todo derecho a matar directamente a un hombre inocente.
Sin embargo, si las razones aducidas para justificar un aborto fueran claramente infundadas y faltas de peso, el problema no sería tan dramático: su gravedad estriba en que, en algunos casos, quizá bastante numerosos, rechazando el aborto se causa perjuicio a bienes importantes que es normal tener en aprecio y que incluso pueden parecer prioritarios. No desconocemos estas grandes dificultades: puede ser una cuestión grave de salud, muchas veces de vida o muerte para la madre; a la carga que supone un hijo más, sobre todo si existen buenas razones para temer que será anormal o retrasado; la importancia que se da en distintos medios sociales a consideraciones como el honor y el deshonor, una pérdida de categoría, etcétera. Debemos proclamar absolutamente que ninguna de estas razones puede jamás dar objetivamente derecho para disponer de la vida de los demás, ni siquiera en sus comienzos; y, por lo que se refiere al futuro desdichado del niño, nadie, ni siquiera el padre o la madre, pueden ponerse en su lugar, aunque se halle todavía en estado de embrión, para preferir en su nombre la muerte a la vida. Ni él mismo, en su edad madura, tendrá jamás derecho a escoger el suicidio; mientras no tiene edad para decidir por sí mismo, tampoco sus padres pueden en modo alguno elegir para él la muerte. La vida es un bien demasiado fundamental para ponerlo en balanza con otros inconvenientes, incluso más graves21.
15. El movimiento de emancipación de la mujer, en cuanto tiende esencialmente a liberarla de todo lo que constituye una injusta discriminación, está perfectamente fundado22. Queda mucho por hacer, dentro de las diversas formas de cultura, respecto de este punto; pero no se puede cambiar la naturaleza, ni sustraer a la mujer, lo mismo que al hombre, de lo que la naturaleza exige de ellos. Por otra parte, toda libertad públicamente reconocida tiene siempre como límite los derechos ciertos de los demás.
16. Otro tanto hay que decir acerca de la reivindicación de la libertad sexual. Si con esta expresión se entendiera el dominio progresivamente conquistado por la razón y por el amor verdaderos sobre los impulsos del instinto, sin menos precio del placer, aunque manteniéndolo en su justo puesto -y tal sería en este campo la única libertad auténtica-, nada habría que objetar al respecto; pero semejante libertad se guardaría siempre de atentar contra la justicia. Si, por el contrario, se entiende que el hombre y la mujer son “libres” para buscar el placer sexual hasta la saciedad, sin tener en cuenta ninguna ley ni la orientación esencial de la vida sexual hacia sus frutos de fecundidad23, esta idea no tiene nada de cristiano; y es incluso indigna del hombre. En todo caso, no da ningún derecho a disponer de la vida del prójimo, aunque se encuentre en estado embrionario, ni a suprimirla con el pretexto de que es gravosa.
17. Los progresos de la ciencia abren y abrirán cada vez más a la técnica la posibilidad de intervenciones refinadas cuyas consecuencias pueden ser muy graves, tanto para bien como para mal. Se trata de conquistas, en sí mismas admirables, del espíritu humano. Pero la técnica no podrá sustraerse del juicio de la moral, porque está hecha para el hombre y debe respetar sus finalidades. Así como no hay derecho a utilizar para un fin cualquiera la energía nuclear, tampoco existe autorización para manipular la vida humana de la forma que sea: el progreso de la ciencia debe estar a su servicio, para asegurar mejor el juego de sus capacidades normales, para prevenir o curar las enfermedades, para colaborar al mejor desarrollo del hombre. Es cierto que la evolución de las técnicas hace cada vez más fácil el aborto precoz; pero el juicio moral no cambia.
18. Sabemos qué gravedad puede revestir para algunas familias y para algunos países el problema de la regulación de nacimientos: por eso el último Concilio, y después la encíclica Humanae vitae, del 25 de julio de 1968, han hablado de “paternidad responsable”24. Lo que queremos reafirmar con fuerza, como lo han recordado la constitución conciliar Gaudium et spes, la encíclica Populorum progressio y otros documentos pontificios, es que jamás, bajo ningún pretexto, puede utilizarse el aborto, ni por parte de una familia, ni por parte de la autoridad política, como medio legítimo para regular los nacimientos25. La violación de los valores morales es siempre, para el bien común, un mal más grande que cualquier otro daño de orden económico o demográfico.
V La moral y el derecho
19. En casi todas partes la discusión moral va acampanada de graves debates jurídicos. No hay país cuya legislación no prohíba y no castigue el homicidio. Muchos, además, han precisado esta prohibición y sus penas en el caso especial del aborto provocado. En nuestros días, un vasto movimiento de opinión reclama una liberalización de esta última prohibición. Existe ya una tendencia bastante generalizada a querer restringir lo más posible toda legislación represiva, sobre todo cuando la misma parece entrar en la esfera de la vida privada. Se repite además el argumento del pluralismo: si muchos ciudadanos, en particular los fieles a la Iglesia católica, condenan el aborto, otros muchos lo juzgan lícito, al menos a título de mal menor; ¿por qué imponerles el seguir una opinión que no es la suya, sobre todo en países en los cuales sean mayoría? Por otra parte, allí donde todavía existen, las leyes que condenan el aborto se revelan difíciles de aplicar: el delito ha llegado a ser demasiado frecuente como para que pueda ser siempre castigado y los poderes públicos encuentran a menudo más prudente cerrar los ojos. Pero el mantener una ley que ya no se aplica no se hace nunca sin detrimento para el prestigio de todas las demás. Añádase que el aborto clandestino expone a las mujeres que se resignan a recurrir a él a los más grandes peligros para su fecundidad y también, con frecuencia, para su vida. Por tanto, aunque el legislador siga considerando el aborto como un mal, ¿no puede proponerse limitar sus estragos?
20. Estas razones, y otras más que se oyen de diversas partes, no son decisivas. Es verdad que la ley civil no puede querer abarcar todo el campo de la moral o castigar todas las faltas. Nadie se lo exige. Con frecuencia debe tolerar lo que en definitiva es un mal menor para evitar otro mayor. Sin embargo, hay que tener cuenta de lo que puede significar un cambio de legislación. Muchos tomarán como autorización lo que quizá no es más que una renuncia a castigar. Más aún, en el presente caso, esta renuncia hasta parece incluir, por lo menos, que el legislador no considera ya el aborto como un crimen contra la vida humana, toda vez que en su legislación el homicidio sigue siendo siempre gravemente castigado. Es verdad que la ley no está para zanjar las opiniones o para imponer una con preferencia a otra. Pero la vida de un niño prevalece sobre todas las opiniones: no se puede invocar la libertad de pensamiento para arrebatársela.
21. La función de la ley no es la de registrar lo que se hace, sino la de ayudar a hacerlo mejor. En todo caso, es misión del Estado preservar los derechos de cada uno, proteger a los más débiles. Será necesario para esto enderezar muchos entuertos. La ley no está obligada a sancionar todo, pero no puede ir contra otra ley más profunda y más augusta que toda ley humana, la ley natural inscrita en el hombre por el Creador como una norma que la razón descifra y se esfuerza por formular, que es menester tratar de comprender mejor, pero que siempre es malo contradecir. La ley humana puede renunciar al castigo, pero no puede declarar honesto lo que sea contrario al derecho natural, pues una tal oposición basta para que una ley no sea ya ley.
22. En todo caso debe quedar bien claro que un cristiano no puede jamás conformarse a una ley inmoral en sí misma; tal es el caso de la ley que admitiera en principio la licitud del aborto. Un cristiano no puede ni participar en una campaña de opinión en favor de semejante ley, ni darle su voto, ni colaborar en su aplicación. Es, por ejemplo, inadmisible que médicos o enfermeros se vean en la obligación de prestar cooperación inmediata a los abortos y tengan que elegir entre la ley cristiana y su situación profesional.
23. Lo que por el contrario incumbe a la ley es procurar una reforma de la sociedad, de las condiciones de vida en todos los ambientes, comenzando por los menos favorecidos, para que siempre y en todas partes sea posible una acogida digna del hombre a toda criatura humana que viene a este mundo. Ayuda a las familias y a las madres solteras, ayuda asegurada a los niños, estatuto para los hijos naturales y organización razonable de la adopción: toda una política positiva que hay que promover para que haya siempre una alternativa concretamente posible y honrosa para el aborto.
VI Conclusión
24. Seguir la propia conciencia obedeciendo a la ley de Dios, no es siempre un camino fácil; esto puede imponer sacrificios y cargas, cuyo peso no se puede desestimar; a veces se requiere heroísmo para permanecer fieles a sus exigencias. Debemos subrayar también, al mismo tiempo, que la vía del verdadero desarrollo de la persona humana pasa por esta constante fidelidad a una conciencia mantenida en la rectitud y en la verdad, y exhortar a todos los que poseen los medios para aligerar las cargas que abruman aún a tantos hombres y mujeres, a tantas familias y niños, que se encuentran en situaciones humanamente sin salida.
25. La perspectiva de un cristiano no puede limitarse al horizonte de la vida en este mundo; él sabe que en la vida presente se prepara otra cuya importancia es tal, que los juicios se deben hacer sobre la base de ella26. Desde este punto de vista, no existe aquí abajo desdicha absoluta, ni siquiera la pena tremenda de criar a un niño deficiente. Tal es el cambio radical anunciado por el Señor: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5, 5). Sería volver las espaldas al evangelio medir la felicidad por la ausencia de penas y miserias en este mundo.
26. Pero esto no significa que uno pueda quedar indiferente a estas penas y a estas miserias. Toda persona de corazón y ciertamente todo cristiano, debe estar dispuesto a hacer lo posible para ponerles remedio. Esta es la ley de la caridad, cuyo primer objetivo debe ser siempre instaurar la justicia. No se puede jamás aprobar el aborto; pero por encima de todo hay que combatir sus causas. Esto comporta una acción política, y ello constituirá en particular el campo de la ley. Pero es necesario, al mismo tiempo, actuar sobre las costumbres, trabajar a favor de todo lo que puede ayudar a las familias, a las madres, a los niños. Ya se han logrado progresos admirables por parte de la medicina al servicio de la vida; puede esperarse que se harán mayores todavía, en conformidad con la vocación del médico, que no es la de suprimir la vida, sino la de conservarla y favorecerla al máximo. Es de desear igualmente que se desarrollen, dentro de las instituciones apropiadas o, en su defecto, en las suscitadas por la generosidad y la caridad cristiana, toda clase de formas de asistencia.
27. No se trabajará con eficacia en el campo de las costumbres más que luchando igualmente en el campo de las ideas. No se puede permitir que se extienda, sin contradecirla, una manera de ver y, más aun, posiblemente de pensar, que considera la fecundidad como una desgracia. Es verdad que no todas las formas de civilización son igualmente favorables a las familias numerosas; estas encuentran obstáculos mucho más graves en una civilización industrial y urbana. También la Iglesia ha insistido en tiempos recientes sobre la idea de paternidad responsable, ejercicio de una verdadera prudencia humana y cristiana. Esta prudencia no sería auténtica si no llevase consigo la generosidad; debe ser consciente de la grandeza de una tarea que es cooperación con el Creador para la trasmisión de la vida que da a la comunidad humana nuevos miembros y a la Iglesia, nuevos hijos. La Iglesia de Cristo tiene cuidado fundamental de proteger y favorecer la vida. Ciertamente piensa ante todo en la vida que Cristo vino a traer: “He venido para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Pero la vida proviene de Dios en todos sus niveles, y la vida corporal es para el hombre el comienzo indispensable. En esta vida terrena, el pecado ha introducido, multiplicado, hecho más pesadas la pena y la muerte, pero Jesucristo, tomando sobre si esta carga, las ha transformado: para quien cree en él, el sufrimiento e incluso la muerte, se convierten en instrumentos de resurrección. Por eso puede decir san Pablo: “Considero que los sufrimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se debe manifestar en nosotros” (Rom 8, 18)y, si hacemos la comparación, añadiremos con él: “nuestras tribulaciones, leves y pasajeras, nos producen eterno caudal de gloria, de una medida que sobrepasa toda medida” (2 Cor 4, 17).
El sumo pontífice Pablo VI, en la audiencia concedida al infrascrito secretario de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 25 de junio de 1974, ratificó, confirmó y mandó que se publicara la presente declaración sobre el aborto provocado.
Dado en Roma, en la sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 18 de noviembre, dedicación de las basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en el año del Señor de 1974.
Cardenal Franjo SEPER, Prefecto.
Jerôme HAMER, arzobispo titular de Lorium, Secretario.
Notas
(1) Un cierto número de documentos episcopales puede encontrarse en G. Caprile, Non uccidere. “Il Magistero della Chiesa” sull-aborto. Parte II, pp. 47-300, Roma, 1973.
(2) Regimini Ecclesiare universae, III, 29. Cf. ib 31 (AAS 59, 1967, p. 897). Ella es competente en todas las cuestiones que se refieren a la fe o que están vinculadas con la fe.
(3) Lumen gentium, 12 (AAS 57, 1965, pp. 16-17). La presente declaración no trata todas las cuestiones que pueden plantearse con respecto al tema del aborto: corresponde a los teólogos examinarlas y discutirlas. La declaración recuerda solamente algunos principios fundamentales que deben ser para los mismos teólogos una luz y una regla, y para todos los cristianos, la confirmación de proposiciones de la doctrina católica.
(4) Lumen gentium, 25 (AAS 57, 1965, pp. 29-31).
(5) Los autores sagrados no hacen consideraciones filosóficas acerca de la animación, pero hablan del período de la vida que precede al nacimiento indicando que es objeto de la atención de Dios: él crea y forma al ser humano, modelándolo con sus manos (cf. Sal 118, 73). Parece que este tema se halla expresado por vez primera en Jer 1, 5. Se lo encontrará en muchos otros textos. cf.Is 49, 13; 46, 3; Job 10, 8-12; Sal 22, 10; 71, 6; 139, 13. En el evangelio, leemos en San Lucas 1, 44: “Porque apenas sonó la voz de tu salutación en mis oídos ha saltado de gozo el niño en mi seno”.
(6) Didaché Apostolorum, ed. Funk, Patres Apostolici, V. 2. La Carta de Bernabé, 19, 5, utiliza las mismas expresiones (Funk, 1. c. 91-93).
(7) Atenágoras, En defensa de los cristianos, 35 (PG 6, 970: Sources Chrétiennes, 33, pp. 166-167). Se tenga en cuenta la Carta de Diogneto V, 6 (Funk, o.c. I, 399: S. C. 33), en la cual se dice de los cristianos: “Ellos procrean niños, pero no abandonan fetos”.
(8) Tertuliano, Apologeticum, IX, 8 (PL I, 371-372; Corp. Chris. I, p. 103, 1, 31-36).
(9) Canon 21 (Mansi 14, p. 909). Cf. el Concilio de Elvira, canon 63 (Mansi 2, p. 16) y el de Ancira, canon 21 (ib., 519). Véase también el decreto de Gregorio III relativo a la penitencia que se ha de imponer a aquellos que se hacen culpables de este crimen (Mansi 12, 292, c. 17).
(10) Graciano, Concordantia discordantim canonum, c. 20, C. 2, q. 2. Durante la Edad media se recurre frecuentemente a la autoridad de San Agustín, que escribe a este respecto enDe nuptius et concupiscentia, c. 15: “A veces esta crueldad libidinosa o esta libido cruel llegan hasta procurarse venenos para causar la esterilidad. Si el resultado no se obtiene, la madre extingue la vida y expulsa el feto que estaba en sus entrañas, de tal manera, que el niño perezca antes de haber vivido o, si ya vivía en el seno materno, muera antes de nacer” (PL 44, 423-424: CSEL 33, 619. Cf. elDecreto de Graciano, q. 2, C. 32, c. 7).
(11) Comentario sobre las Sentencias, libro IV, dist. 31, exposición del texto.
(12) Constitución Effrenata en 1588 (Bullarium Romanum, V, 1. pp. 25-27; Fontes Iuris Canonici, I, n. 165, pp. 308- 311).
(13) Denz. Sch. 1184. Cf. también la ConstituciónApostolicae Sedis de Pío IX (Acta Pío IX, V, 55-72; AAS 5, 1869, pp. 305-331; Fontes Iuris canonicis, III, n. 552, pp. 24-31).
(14) Encíclica Casti connubii, AAS 22, 1930, 562-565; Denz. Sch. 3719-21.
(15) Las declaraciones de Pío XII son expresas, precisas y numerosas; requerirían por sí solas un estudio aparte. Citemos solamente, porque formula el principio en toda su universalidad, el discurso a la Unión Médica Italiana San Lucas, del 12/9/44: “Mientras un hombre no sea culpable, su vida es intocable, y es por tanto ilícito cualquier acto que tienda directamente a destruirla, bien sea que tal destrucción se busque como fin, bien sea que se busque como medio para un fin, ya se trate de vida embrionaria, ya de vida camino de su total desarrollo o que haya llegado ya a su término” (Discorsi e radiomessaggi, VI, 183 ss.)
(16) Encíclica Mater et Magistra, (AAS 53, 1961, 447).
(17) Gaudium et spes, II. c. 1, n. 51. cf. n. 27, (AAS 58, 1966, 1072; cf. 1047).
(18) Alocución: Salutiamo con paterna efusione, del 9 de diciembre de 1972, 737. Entre los testimonios de esta doctrina inmutable, recuérdese la declaración del santo Oficio que condena el aborto directo (AAS 17, 1884, 556; 22, 1888-1890, 748; DS 3258).
(19) Esta declaración deja expresamente a un lado la cuestión del momento de la infusión del alma espiritual. No hay sobre este punto una tradición unánime, y los autores están todavía divididos. Para unos, esto sucedería en el primer instante; para otros, podría ser anterior a la anidación. No corresponde a la ciencia dilucidarlas, pues la existencia de un alma inmortal no entra dentro de su campo. Se trata de una discusión filosófica de la que nuestra razón moral es independiente por dos motivos: 1. Aun suponiendo una animación tardía, existe ya una vida humana, que prepara y reclama el alma en la que se completa la naturaleza recibida de los padres; 2. Por otra parte, es suficiente que esta presencia del alma sea probable (y jamás se demostrará lo contrario) para que arrebatarle la vida sea aceptar el riesgo de matar a un hombre, no solamente en expectativa, sino ya provisto de su alma.
(20) Tertuliano, citado en nota 8.
(21) El cardenal Villot, secretario de Estado, escribía el 10/10/73 al cardenal Döpfner a propósito de la protección de la vida humana: “La Iglesia, sin embargo, no puede reconocer como lícitos, a fin de superar tales difíciles situaciones, ni los medios anticonceptivos ni, todavía menos, el aborto”.
(22) Encíclica Pacem in terris, AS 55, 1963, 267. Cons. Gaudium et spes, 29. Pablo VI, alocución Salutiamo, AAS 64, 1972, 779.
(23) Gaudium et spes, II, c. i. 48: “Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con la que se ciñen como con su propia corona”. Asimismo, n. 50: “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y a la educación de la prole”.
(24) Gaudium et spes, 50 y 51. Pablo VI, encíclica Humanae vitae, 10 (AAS 60), 1968, p. 487). La paternidad responsable supone el uso exclusivo de medios lícitos de regulación de nacimientos. cf.Humanae vitae, 14 (ib., p. 490).
(25) Gaudium et spes, 87. Pablo VI, encíclica Populorum progressio, 31; alocución a las Naciones Unidas, AAS 1965, 883. Juan XXIII, Mater et magistra, AAS 53, 1961, pp. 445-448).