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Deontología Biológica

Índice del Libro

Capítulo 25. Investigación con fines bélicos

N. López Moratalla y A. Monge

a) Introducción

La aplicación de los conocimientos científicos a la industria bélica de estos últimos años, con la consiguiente participación en la carrera de armamentos, plantea, seriamente y una vez más, que la libertad de investigación no puede ir separada de la responsabilidad que conlleva el uso de los descubrimientos. El sentido y el valor de la Técnica reside en su servicio al hombre, y bajo ningún aspecto puede presentarse como un servicio a la humanidad, como una búsqueda de garantía de paz, esa desenfrenada carrera cuya amplitud ha sobrepasado los medios y las dimensiones de lucha y de destrucción como nunca anteriormente había ocurrido. Es un hecho innegable que la guerra se ha hecho más cruel con los adelantos técnicos.

La magnitud de los recursos humanos y materiales empleados -investigadores, materias primas, gastos y extensión de tierras, y la producción de armas cada vez más numerosas, potentes o complejas- manifiestan una continua preparación para la guerra; y estar preparados implica estar en condiciones de provocarla. El proceso armamentístico no tiene sentido ni justificación, tanto por lo que supone de amenaza de destrucción, como por emplear unos recursos absolutamente desproporcionados para dicho fin, que podrían y deberían ser usados solidariamente para solucionar problemas acuciantes de los países no desarrollados, y para promover unas condiciones de vida más humanas.

Las naciones tienen derecho a una defensa justa; sin embargo, cuando la guerra provoca destrucciones enormes e indiscriminadas es señal de que se han sobrepasado los límites de la legítima defensa. Tras la magnitud de los desastres causados por las dos guerras mundiales, y especialmente desde la aparición de las "armas científicas" -nucleares, químicas y biológicas- con una capacidad de destrucción tan intensas, es necesario hacer ver que no hay un bien cuya defensa legitime el empleo de esos medios que además se han fabricado en cantidades desproporcionadas. Está claro, por tanto, que, si la fabricación debe cesar, continuar la investigación aplicada a esta finalidad no sería lícita; veremos algunas condiciones especiales más adelante. La orientación ética es patente: el objetivo debe ser una paz general y la proscripción de toda guerra como consecuencia de un respeto universal hacia los derechos del hombre. Sin embargo, no es fácil resolver el serio y grave problema de conseguir que nunca se empleen esas fuerzas sin correr el riesgo de tener que ceder al chantaje que podrían ejercer quienes las poseen sobre quienes renuncien a tenerlas o a servirse de ellas. Ante este dilema, -y porque tiene la obligación de proteger a los ciudadanos de una agresión injusta-, no puede obligarse a un Estado a un desarme unilateral; la renuncia por parte de unos países al derecho a su defensa podría acarrearles, en la situación actual, el tener que pactar más adelante con injusticias como la colonización, privación de su libertad, de su identidad, etc.

La política de disuasión es diferente de un planteamiento de desarme unilateral. Esta política, aun buscando un equilibrio, y no una superioridad, supone potenciar la carrera armamentística, pues trata de conseguir armas capaces de causar al contrario una destrucción considerablemente mayor que el beneficio que éste podría obtener si agrede primero. Es, por tanto, una táctica de atemorizar al otro, al mismo tiempo que se manifiesta la voluntad de no usarlas, salvo en el caso de ser atacado. Ahora bien, en la situación actual, con riesgo grave de un conflicto mundial, sin acuerdos serios en la limitación de armamento y sin instancias capaces de imponer un arreglo pacífico a los conflictos, la disuasión podría ser tolerable como mal menor, así como la investigación a ella encaminada. Como señalaba Juan Pablo II en la Carta a los científicos del 14 de agosto de 1982, "en las condiciones actuales, una disuasión basada sobre el equilibrio, no ciertamente como un fin en sí mismo, sino como una etapa en el camino hacia un desarme progresivo, puede ser considerado todavía como algo moralmente aceptable". Es obvio que una cuestión es tolerar la amenaza (con todos los matices de equilibrio y de provisionalidad), y otra muy diferente legitimar el paso de la amenaza a la acción. Dado que una guerra nuclear no tendría jamás justificación posible, aceptar cualquier tipo de disuasión que incluyera, por tanto, la disuasión nuclear sería un riesgo excesivamente grave. Aunque parcial, una solución a la situación presente debería encaminarse hacia un progresivo desarme bilateral: detención de la carrera de armamentos, reducción de lo ya existente, proscripción de las armas atómicas hasta el desarme completo. Medidas progresivas deberían ser paralelas y simultáneas, de forma que en ningún momento una parte quedara con ventaja sobre la otra; y con controles eficaces. Esto último requiere un clima de confianza que no existe. La paz y la garantía de paz exigen un cambio de mentalidad, que lleve a reconocer la dignidad de cada uno de los hombres y la igualdad esencial entre todos; ahí está el fundamento y el camino de la solucione definitiva. No puede reducirse al equilibrio de fuerzas contrarias, como tampoco puede nacer de un dominio despótico.

El científico debe tener en cuenta estos principios para decidir en conciencia cuando se le plantea su colaboración en los trabajos de armamento. Por otra parte, en general, la responsabilidad de los hombres de Ciencia a este respecto, no es directa: es decir, no les compete la toma de decisiones en este campo, más que a cualquier otro ciudadano que pueda emitir su voto. Sin embargo, al tener acceso a un planteamiento más completo de lo que se pone en juego, pueden y deben promover información veraz. Además, es necesario el esfuerzo colectivo de los científicos para conseguir la paz y para que los recursos científicos y técnicos de que dispone el mundo actual estén realmente al servicio del hombre, orientados hacia el desarrollo y no hacia la destrucción.

En este ámbito se pone especialmente de manifiesto la realidad que ya se ha comentado anteriormente: la investigación, las aplicaciones técnicas de los conocimientos científicos, de suyo no tienen fronteras. En sí misma la investigación que conduce a la construcción de un arma sofisticada, no difiere de la que lleva, por ejemplo, a dotar mejor técnicamente un hospital, o a suprimir una epidemia. Las fronteras no son de la Ciencia sino de la conciencia.

En este sentido son positivas posturas como la de los 18 físicos del manifiesto de Gotinga, comprometiéndose a buscar exclusivamente aplicaciones pacíficas a la energía atómica y a trabajar sin presiones ni directrices gubernamentales; o la reunión, en octubre de 1981, de un grupo de científicos especialistas de varios países bajo la dirección de Carlos Chagas, presidente de la Academia Pontificia de las Ciencias, con el fin de examinar las consecuencias del empleo de las armas nucleares en lo que se refiere a la supervivencia y la salud de la humanidad. (Los puntos discutidos y aprobados se desarrollaron en la declaración que recoge en el Anexo).

b) Diseño y utilización de armas químicas y biológicas

Cuando Frederick R. Lidell, médico del Instituto de Investigaciones sobre la defensa química de la Armada EE.UU. comentaba el "Primer Congreso Mundial de Nuevos Compuestos en la Guerra Química y Biológica" celebrado en Gante en mayo de 1984, diciendo que estaba compuesto de un tercio de Ciencia, otro tercio de política y no logró saber de qué estaba compuesto la otra tercera parte, estaba situando el tema de las armas químicas y biológicas en una perspectiva muy actual.

Las armas especiales, llamadas N.B.C (Nucleares, Biológicas y Químicas), se empezaron en 1915 en la batalla de Ypres. En 1940, al saberse que se estaban preparando armas químicas en forma masiva en Alemania, se inició una larga carrera en la investigación de compuestos organofosforados que condujo, incluso, a una cierta especialización en algunos de ellos, por países como la URSS y EE.UU. La escalada ha continuado, y la utilización de defoliantes en Vietnam, de paralizantes en el Yemen o de micotoxinas en el Sudeste asiático, son un exponente del avance técnico logrado en este campo.

Las armas químicas y biológicas siempre han evocado sentimientos de especial preocupación en los gobiernos, y esto explica que se hayan desarrollado esfuerzos enormes para su control y regulación.

El más importante surgió después de la primera guerra mundial. Es el conocido como Protocolo de Ginebra, firmado en 1925, y en el que se prohíbe en guerra el uso de gases asfixiantes y venenosos, así como de líquidos y otros materiales y dispositivos parecidos. También se prohíbe el uso de métodos bacteriológicos en guerra. La lectura atenta del protocolo permite observar que no se prohíbe la investigación ni el desarrollo de estas armas; tampoco prohíbe su utilización contra un enemigo que las emplea en primer lugar, ni para solucionar conflictos locales dentro del mismo país. Otra omisión notable es la no prohibición de utilización de armas incendiarias como por ejemplo el napalm.

Parece evidente que para una sociedad preocupada de hacer y menos de reflexionar, el Protocolo de Ginebra dejaba grandes posibilidades de acción. Así, al no impedir la investigación ni la experimentación, se puede disponer en cualquier momento de una "Know-how" que permite poner esos compuestos a disposición de las tropas de cualquier país en cualquier momento, dada su accesibilidad, así como la de los sistemas para aplicarlos. Por otra parte, la adhesión al Protocolo ha sido lenta y además no ha sido ratificada por algunos países.

El principal problema en este aspecto es que la URSS no acepta los mecanismos de verificación sobre la fabricación, sin lo cual todo tratado es papel mojado, ya que estas armas pueden ser fabricadas en cualquier sitio fuera del alcance de los sistemas de espionaje.

Por otra parte, a partir de los años 60 -y como consecuencia fundamentalmente, del fuerte impacto de los nuevos conocimientos de la Bioquímica, la Biología y Ciencias relacionadas- se encuentran grandes posibilidades de aplicar con fines militares en la fabricación de insecticidas, herbicidas, etc. Tal fue el caso de los agentes defoliantes utilizados en el Vietnam.

La puesta a punto de métodos analíticos y sintéticos hacen posible la preparación de toxinas animales y vegetales, permitiendo su utilización en la guerra sin los problemas asociados con el empleo de microorganismos en las llamadas armas bacteriológicas, como son la aparición de resistencias, mayor localización de los efectos... etc.

El problema empieza a considerarse de extrema gravedad, y en 1972 se celebra la Convención de Armas Biológicas que plantea la destrucción de arsenales y claramente toma postura en contra de la investigación y producción de armas que incorporen microorganismos y toxinas. En la actualidad, la prensa especializada da noticias de la fabricación y utilización de armas químicas y biológicas. A pesar de las denuncias de Vietnam, siguieron la lluvia amarilla de Laos, Camboya y Afganistán, y posteriormente la preocupante instalación, por parte de la Unión Soviética, de tropas dotadas con armas químicas en las fronteras entre las dos Alemanias.

En principio el concepto de arma química incluye las armas químicas y biológicas letales e incapacitantes, así como las antiplantas. Sobre esta clasificación, es necesario dejar establecido que no hay una distinción clara sobre el carácter letal o simplemente incapacitante de estas armas, en razón de las condiciones en que se plantean las guerras, donde siempre habrá una población para la que todas las armas serán letales por sus condiciones físicas, edad, etc.

Armas químicas

Las modernas armas químicas letales utilizan gases desarrollados en la segunda guerra mundial por Alemania, cientos de veces más venenosos que los utilizados en la primera. Su efecto resulta de ser inhalados o depositados en la piel como gotas. Por la evidencia de que se dispone en la actualidad, se sabe que estos compuestos, que tienen estructura organofosforada, actúan por inhibición de enzimas implicados en las funciones nerviosas. La enzima normalmente afectada es la acetilcolinesterasa que en condiciones normales cataliza la hidrólisis de la acetilcolina con efectos consecuentes de contracciones musculares. Los síntomas finales corresponden a bloqueos del sistema nervioso central, con asfixia y pérdida de visión. La reactivación de los enzimas inhibidos precisa de un desplazamiento del fósforo por nucleófilos, como, por ejemplo, oximas derivadas de piridinios.

La estructura química de los compuestos presentes en estas armas muestra con claridad que cualquier país, nuclear o no, puede producirlos. Si este tipo de armas puede estar a disposición de cualquier nación, y no las nucleares, es necesario establecer que -según M.S. Meselson- si se compara el efecto de una bomba atómica de un megatón con 15 Tm de un agente organofosforado sobre población desprotegida, el área afectada por la primera será de 300 km2 y de 60 km2 por la segunda, el tiempo de eficacia de segundos en el primer caso y de minutos en el arma química, la destrucción de estructuras es total en el primero y nula en el segundo. El área contaminada en el primer caso necesita de 3 a 6 meses para volverse a utilizar, en tanto que en el segundo caso se podrá utilizar en pocos días o semanas. La eficacia en muertes es del 90% en las armas nucleares y del 50% en armas químicas. Es decir, las armas químicas son de gran eficacia y más fáciles de utilizar que las nucleares.

Más recientemente, en marzo de 1984 las Naciones Unidas han demostrado que el Irán ha utilizado armas químicas letales, según denuncias enviadas en los primeros días de ese mes por el Departamento de Estado de EE.UU. y por un comité de la Cruz Roja. Se nombró un comité formado por cuatro personas que entre los días 13 y 19 de marzo visitaron Teherán y lugares donde se habían producido estos ataques. Durante la visita se recogieron muestras de agentes químicos extraídos de armas no explotadas y se entrevistaron más de 40 personas internadas en hospitales de Teherán. Las muestras fueron enviadas al Instituto Nacional de Investigaciones sobre la defensa en Umea, Suecia, y a los laboratorios AC en Spiez, Suiza. Ambos laboratorios encontraron Tabun (cianuro de N,N-dimetil-fosforoamidato de etilo) que fue fabricado en Alemania en la segunda guerra mundial. Y también la llamada Sulfurmostaza (sulfuro de bis-2-cloroetilo) que es un compuesto letal.

Un segundo tipo de armas químicas muy utilizado son las llamadas incapacitantes. A este tipo pertenecen los "benzilatos", fabricados por EE.UU. y que son sólidos dispensados en forma de aerosol para ser inhalados. Sus efectos incluyen pérdida de la visión y efectos mentales como pérdida de la memoria, desorientación y confusión que dura varios días. Factores como la edad, el estado físico de las personas que lo sufren, o efectos propios de estos compuestos (como fuertes alteraciones en el balance hídrico), pueden tener consecuencias superiores a lo esperado.

La justificación de la investigación de estas armas se pretende encontrar en su empleo propuesto exclusivamente para la resolución de conflictos locales dentro de los propios países. Esto al menos afirmaba el 24 de marzo de 1965 el Secretario de Estado de EE.UU., Dean Rusk. Ese mismo año se utilizaron en Vietnam 100 Tm, y en 1969 se utilizaron en el Sudeste asiático 300 Tm. Este tipo de armas se emplean en combinación con las letales con el fin de lograr una mayor eficacia.

Armas biológicas

El progreso en la investigación de armas químicas llevó de forma indefectible a la utilización de armas biológicas que producen la diseminación de gérmenes infecciosos sobre una zona concreta. Estos gérmenes diseminados por los vientos son inhalados por las poblaciones indiscriminadamente. Un germen muy utilizado ha sido el Bacillus Anthracis. La inhalación de 50.000 esporas asegura que un 50% de la población adquiera la enfermedad del ántrax. Los síntomas aparecen al día siguiente, y pueden confundirse con un resfriado que puede ser mortal. Su eficacia se puede deducir fácilmente considerando que, en vuelos bajos, 100 Tm dispersadas en 100 km contaminan 100.000 km2. Otros ejemplos son los virus de la encefalitis equina y de fiebre amarilla, el cólera, etc.

Si se comparan con las nucleares, en la relación 1 megatón/10 Tm de agente biológico, el área afectada por las armas biológicas es 300 veces mayor. El tiempo de eficacia pasa de segundos en las nucleares a varios días en las biológicas. A diferencia de las nucleares, no destruyen las construcciones, pero como éstas, las armas biológicas pueden dejar áreas de contaminación durante mucho tiempo. La mortalidad en hombres alcanza el 50% de las nucleares.

Como en las armas químicas, se han desarrollado armas biológicas incapacitantes, que también con frecuencia tienen efectos indeseados superiores a lo esperado. La utilización de este tipo de armas se plantea cuando se concentran tropas enemigas mezcladas con población civil o amigos. Las leyes internacionales no distinguen entre estos dos tipos de armas biológicas, y en general ni los políticos ni los militares son partidarios de la utilización de armas biológicas, pues sus efectos son muy cuestionables y la opinión pública está muy sensibilizada.

Posteriormente se plantea la utilización de toxinas. Se trata de compuestos muy tóxicos producidos por organismos vivos: plantas, animales o microorganismos. Y se propone para estos compuestos el mismo trato que para las armas biológicas, aun cuando las Naciones Unidas, por ejemplo, las considera aparte al no tener capacidad de reproducción como las biológicas.

Estos compuestos tienen mayor eficacia que las armas químicas convencionales, no se reproducen y por lo tanto pueden ser mejor utilizados que las armas biológicas. Hay que señalar la circunstancia de que la prueba de su utilización es más difícil que en el caso de las armas químicas, y por lo tanto pueden ser vulnerados acuerdos internacionales sobre la utilización de estos compuestos. El argumento militar más frecuentemente esgrimido a favor de su utilización es que por su enorme potencia, es menor el peso de las municiones con toxinas que se necesitan para cubrir una misma área.

En los últimos años las toxinas producidas por el hongo Fusarium han sido las más utilizadas. Estos compuestos responden a una estructura química de Tricotocenos y son los productos utilizados e identificados en la llamada lluvia amarilla. La utilización por los vietnamitas en Camboya, por las tropas gubernamentales en Laos y por la Unión Soviética en Afganistán está bastante documentada, aunque el debate continúa al ser difícil comprobar que las toxinas encontradas en la sangre y orina de los combatientes tenga un origen no natural.

El uso de estas armas, en principio, viola los tratados de 1925 (Protocolo de Ginebra) y de 1972 (Convención de armas biológicas). La Unión Soviética y el Vietnam se encuentran entre las más de 100 naciones que han firmado el primer acuerdo, pero Laos, Campuchea y Afganistán no lo han hecho. Según esto, técnicamente, la Unión Soviética no ha violado ningún acuerdo ya que esta circunstancia se produce únicamente si ambas partes en conflicto son firmantes del tratado.

Los agentes antiplantas se desarrollaron por primera vez en la segunda guerra mundial. Se pensó en la utilidad de estos compuestos para destruir cosechas del enemigo y concretamente estuvo muy próxima su utilización en los campos de arroz que servían de aprovisionamiento a los soldados japoneses aislados en las pequeñas islas del archipiélago. Es muy frecuente la utilización de estos compuestos en la limpieza de caminos, tanto en operaciones militares como civiles.

Los compuestos utilizados, reciben en EE.UU., los nombres de Naranja, Blanco y Azul. El Naranja es una mezcla equimolecular de n-butilesteres de ácido 2,4-diclorofenoxiacético (2,4-D) y 2,4,5-triclorofenoxiacético (2,4,5-T), y se utiliza fundamentalmente en los bosques. Investigaciones recientes -después de haber sido usado en Vietnam- acerca de los efectos biológicos de este compuesto han demostrado su teratogenia. Es necesario señalar que el descubrimiento "a posteriori" de efectos inesperados en las armas químicas y biológicas no es nuevo.

El 6 de mayo de 1984 se llegó al acuerdo de pagar 180 millones de dólares a veteranos de la guerra del Vietnam, por parte de siete compañías químicas responsables de la producción del agente Naranja (Dow Chemical, Diamond Sanrock, Hercules, Monsanto, TH Agriculture and Nutrition, Thompson Chemicals y Uniroyal) con una recomendación del juez Weinstein en el sentido de que debe cuidarse y limitarse la venta de estos agentes en el mercado civil. La sentencia establece que "con independencia de si se tenía conocimiento o no de los efectos secundarios en hombres de este agente, o de si fue un accidente infortunado, o de cualquier otra circunstancia, esta nación tiene una obligación que cumplir con los veteranos del Vietnam y sus familias"; el mismo juez, en octubre de 1984, llamó a este hecho "el mayor paso en un proceso esencial de reconciliación entre nosotros mismos".

El agente Blanco es una mezcla de sales de triisopropanolamida de 2,4-D y de ácido 4-amino-3,4,6-tricloropicolínico. El agente se usa rociando su solución acuosa. Es un compuesto muy resistente a la biodegradación, circunstancia muy importante al considerar la utilización de estos compuestos, ya que limita grandemente su empleo. Por último, el agente Azul es una solución acuosa de dimetilarseniato de sodio. Se usa fundamentalmente para destruir los cultivos de arroz.

El estudio de los efectos de armas químicas y biológicas no puede dejar impasible a la sociedad ni mucho menos a los científicos que las producen.

Por esta razón se ha planteado una urgente llamada a la conciencia de los científicos. El horror de este armamento ha sido precedido del trabajo intenso de los laboratorios y así como en muchos casos la Ciencia con sus conocimientos se atribuye grandes avances para bien de la humanidad, también hay que atribuirle la responsabilidad de los mismos. La relación ciencia-sociedad es cada vez más estrecha tanto por la facilidad como por la rapidez con que los descubrimientos pueden ser divulgados. Es exigible al científico que reflexione profundamente en las consecuencias de su trabajo, para colaborar activamente en que sus saberes profesionales se apliquen a proyectos que contribuyan a mejorar las condiciones de vida de sus semejantes.

Un reciente trabajo de Shulman refleja los temores de muchos biólogos del desvío de las prioridades en la investigación que supone la alta cantidad de fondos destinados a la investigación de armas biológicas.

La mayor parte de esos fondos destinados a la investigación biológica que el Departamento de Defensa de EE.UU. -que ascienden en 1987 a 73,2 millones de dólares- se orientan fundamentalmente al desarrollo de vacunas frente a enfermedades exóticas y letales en relación con armas biológicas. Se ha desatado una dura polémica, y la crítica asegura que la línea entre un arma biológica ofensiva y defensiva es confusa y que el incremento de estos gastos es amenaza de una escalada en la carrera de estas armas. Unos 4000 científicos han hecho una petición de un alto en estas investigaciones con fines militares.

c) Dominio ético de la investigación bélica

Parece obvio que la situación producida con la aplicación de la técnica a la guerra no puede seguir avanzando en la misma dirección; si la técnica no es conducida por la ética es una potencia ciega que amenaza y atemoriza al hombre. Max Born fundador de la teoría atómica, con la que se elaboró una nueva concepción científica del universo, refiere1 cómo su generación que se dedicó a la Ciencia por la Ciencia y creía que sólo aportaría bienes, fue despertada por los acontecimientos mundiales; "incluso quienes disfrutaban de un sueño más profundo hubieron de despertar cuando, en agosto de 1945, se arrojaron sobre ciudades japonesas las primeras bombas atómicas.

Desde entonces hemos comprendido que a causa de los resultados de nuestro trabajo estamos implicados irremisiblemente en la economía y en la política, en las luchas sociales internas de los países y en las luchas por el poder entre las diversas naciones, y que todo ello nos asigna una gran responsabilidad.

Desearíamos defender aquí el parecer de que la bomba atómica no fue sino el último eslabón de un largo desarrollo previsible desde mucho antes, y que ahora nos arrastra hacia una crisis, posiblemente hacia una catástrofe definitiva y devastadora. La esperanza de evitarla sólo puede basarse en la comprensión del camino que nos ha conducido a la situación actual".

El camino que Max Born señala, basado en su propia experiencia, es una progresiva deshumanización donde lo decisivo no es el hombre y la vida, sino la superioridad técnica, la potencia industrial y la capacidad de invención de la retaguardia. "Yo mismo fui una pieza diminuta de esta máquina, como miembro que era de una dependencia militar en Berlín, donde trabajaba, junto con otros físicos, en el llamado 'procedimiento fenométrico'. Su finalidad consistía en localizar las baterías enemigas midiendo el tiempo que tardaba en llegar el sonido de la explosión de la bomba a diferentes puestos de observación. Los precisos instrumentos de medición de tiempo que solicitamos para que el procedimiento resultara eficaz, nos fueron denegados por organismos superiores, pues la industria no tenía tiempo, ni mano de obra, ni materiales para tales 'bagatelas'... Ya entonces me parecía aquello profundamente inmoral e inhumano, y empecé a comprender que en la guerra moderna no marca la pauta el heroísmo, sino la técnica".

Pero la técnica no tiene sentido sin la ética. Siempre, lo que se debe o no se debe hacer ha de marcar el límite de lo que se puede hacer. Max Born cuenta cómo se dio cuenta de la necesidad de un límite moral; la cita es larga, pero vale la pena: "Muchos de mis colegas colaboraron en la guerra, incluso hombres de convicciones éticas muy sólidas. Igual que para Haber, la defensa de la patria constituía para ellos el primer mandamiento. Ya entonces se me planteó un caso de conciencia. No se trataba de si las granadas de gas eran más inhumanas que las de metralla, sino de si el veneno, considerado desde tiempo inmemorial como el instrumento del asesino cobarde, podía permitirse como arma bélica, pues de no establecer un límite de lo permitido pronto sería todo lícito. Pero fue mucho después, tras Hiroshima, cuando empecé a ver claro. De no haber sido así, la conciencia de la responsabilidad del científico se hubiese filtrado en mis actividades docentes, y quizá no se hubiesen prestado tantos de mis discípulos a colaborar en la bomba atómica.

Un suceso que me ocurrió en 1933, cuando llegué a Cambridge (Inglaterra) como emigrado, me demostró que ya en la Primera Guerra Mundial no era yo el único que albergaba tales dudas. En Cambridge me recibieron cariñosamente, pero Haber, que a pesar de sus ya citados méritos durante la Primera Guerra Mundial se había visto también obligado a emigrar, halló cierta oposición. Lord Rutherford, el fundador de la Física nuclear y uno de los físicos más grandes de nuestro tiempo, rehusó aceptar una invitación en mi casa junto con Haber, pues no quería dar la mano al inventor de la guerra con gases.

Y, sin embargo, Rutherford había participado activamente en la defensa técnica de su país y en modo alguno era un pacifista, pero se había marcado un límite, más allá del cual no debiera permitirse como arma cualquier medio de exterminio. Creo que hubiese justificado su argumento alegando que sin un límite moral en el uso de las armas es imposible que exista un límite para la aniquilación, con el subsiguiente peligro de poner fin a la vida civilizada".

De esta manera, por no imponer un límite, la guerra con gases fue un desastre moral para la humanidad, como lo fue el que dejara de ser válido -como fue hasta el siglo XIX- el principio según el cual un Estado sólo puede luchar contra el poder militar de sus enemigos, pero no contra una población civil indefensa: ya no fue respetado en la Segunda Guerra Mundial a causa del desarrollo de la aviación. Dos científicos ingleses, Tizard y Lindemann, fueron las figuras principales a la hora de tomar una decisión sobre los bombardeos de ciudades; sigue comentando Born: "Aquí se trataba ya de la matanza a distancia, sin intervención personal directa y, por tanto, sin responsabilidad, es decir, de una guerra puramente técnica, la 'guerra de botones'. Las armas nucleares han agudizado este desarrollo, poniéndolo a la vista de todo el mundo. Nada se les puede echar en cara a aquellos hombres que, fuera de Alemania (1939-1945), trabajaron en la fisión nuclear y en sus aplicaciones técnicas y bélicas, ya que el descubrimiento de la fisión del uranio procedía de la 'Alemania de Hitler', y era de suponer que los nacionalsocialistas intentarían por todos los medios fabricar, a partir de él, un arma contra la que no cabría defensa. Había pues, que adelantarse". Y ante la necesidad de adelantarse solo se pensó en las ventajas militares inmediatas; y cuando se mezcló además la satisfacción de demostrar al mundo la potencia descubierta, se traspasó definitivamente el límite ético de la legítima defensa. Sólo una imagen real del hombre, de su dignidad, valor y derechos, puede hacer ver que la paz es un bien muy superior a los intereses personales o políticos. De ahí que los límites éticos de que habla Born -en sí mismos insuficientes- sean válidos en tanto en cuanto ponen de manifiesto la convicción en unos límites: el respeto a la dignidad del hombre, a su vida y a los valores humanos.

Fue precisamente la consideración de que no hay ninguna frontera para lo que pueda ser técnicamente hecho, lo que convirtió a Oppenheiner en el "padre de la bomba atómica"; sólo le importó la dinámica misma del proceso tecnológico, como manifestó en el impresionante interrogatorio del juicio de tres semanas de duración que comenzara el 12 de abril de 1954: "...habría hecho todo lo que me hubieran exigido, incluso bombas de todos los tipos imaginables, con tal que los hubiera considerado posibles desde el punto de vista técnico"2.

Notas

(1) BORN, M. "Esperanza de que todos los hombres comprendan la importancia de la amenaza atómica". En Ciencia y Conciencia de la Era Atómica. Alianza Editorial. Madrid, 1971. pp. 186-197.

(2) Del interrogatorio en el juicio a Oppenheiner citado en "Más brillante que mil soles". Robert Junk, p. 285. Ed. Argos. Barcelona, 1959.

 

Anexo: Contra el empleo de las armas nucleares*

1. Las declaraciones recientes según las cuales puede ganarse una guerra nuclear e incluso sobrevivir a ella pecan de una incorrecta apreciación de la realidad médica. La realidad es que toda guerra nuclear propagaría inevitablemente la muerte, la enfermedad y el sufrimiento en una proporción y una escala gigantescas y sin posibilidad alguna de intervención médica eficaz. Esto nos conduce a la misma conclusión a que han llegado los médicos respecto de las epidemias mortíferas que la historia ha conocido: sólo la prevención permite dominar la situación.

Pese a una idea muy extendida, hoy tenemos un buen conocimiento de la amplitud de la catástrofe que seguiría al empleo de las armas nucleares. Y también conocemos exactamente los límites de la asistencia médica. Si en todo el mundo se expusiera claramente este conocimiento a los pueblos y a sus dirigentes, ello podría contribuir al cese de la carrera de armamentos y, por consiguiente, a impedir lo que bien pudiera ser la última epidemia de nuestra civilización.

Las devastaciones causadas por el arma atómica en Hiroshima y Nagasaki nos ofrecen elementos de juicio directos sobre las consecuencias de una guerra nuclear. Pero tampoco faltan las estimaciones teóricas en que apoyarse. Hace dos años una agencia oficial seria publicaba los resultados de una estimación y describía los efectos de un ataque nuclear en ciudades de unos dos millones de habitantes. Si en el centro de una ciudad como ésta estallara un arma nuclear de un millón de toneladas (la bomba de Hiroshima tenía una potencia aproximada de 15.000 toneladas de TNT), el resultado sería, según los cálculos, la devastación en una zona de 180 km, 250.000 muertos y 500.000 heridos graves. Entre éstos deben incluirse los que sufrirían de heridas originadas por el soplo atómico, tales como fracturas y graves lesiones de los tejidos blandos, heridas superficiales o de la retina, lesiones del aparato respiratorio y heridas debidas a las radiaciones, con síndromes agudos y efectos retardados.

Aun contando con las mejores condiciones, los cuidados médicos que habría que dedicar a esos heridos representarían un esfuerzo inimaginable. El estudio calculaba que, si en una de esas ciudades o en sus alrededores existieran 18.000 camas de hospital, sólo 5.000 quedarían en estado de ser utilizadas. Así pues, no más del uno por ciento de los heridos podrían ser hospitalizados; pero, además, debe señalarse que nadie estaría en condiciones de proporcionar el servicio médico que necesitan sólo unos cuantos individuos con quemaduras graves o víctimas de las radiaciones o de los derrumbamientos.

La impotencia de la asistencia médica es particularmente patente cuando se tiene en cuenta todo cuanto requieren los heridos graves. Bástenos citar el caso de un hombre de veinte años, con quemaduras graves a raíz de un accidente automovilístico en el que había estallado el tanque de gasolina. Durante su hospitalización en el departamento de quemaduras graves del Hospital de Boston, recibió 140 litros de plasma y 147 de glóbulos rojos, unos y otros recientemente congelados, 180 mililitros de plaquetas y 180 de albúmina. Fue sometido a seis operaciones a fin de cerrar las heridas, que abarcaba el 85% de la superficie del cuerpo, con diferentes tipos de injertos, inclusive injertos de piel artificial. Durante su permanencia en el hospital hubo que mantenerlo con respiración asistida. Pese a esos y otros procedimientos excepcionales, que echaban mano de todos los recursos de una de las instituciones médicas más completas del mundo, el paciente murió a los 33 días de hospitalización. El médico responsable comparó sus heridas a las que muchas víctimas de Hiroshima habían descrito. Si cuarenta pacientes de ese tipo se presentaran al mismo tiempo en todos los hospitales de Boston, la capacidad médica de la ciudad no sería suficiente para atenderlos. Imaginemos ahora lo que sucedería si, además de los millares de personas heridas, la mayoría de las instalaciones médicas de urgencia quedaran destruidas.

Un médico japonés, el profesor M. Ichimaru, testigo presencial de los efectos de la bomba de Nagasaki, ha publicado su propio testimonio. En él nos cuenta: "Traté de ir a mi escuela de medicina de Urakami, a 500 metros del hipocentro. Encontré a muchas personas que volvían de Urakami. Sus ropas estaban hechas girones y trozos de piel colgaban de sus cuerpos. Parecían fantasmas con la mirada vacía. Al día siguiente pude entrar a pie en Urakami y todo lo que conocía había desaparecido. Lo único que quedaba eran los armazones de hormigón y acero de los edificios. Había cadáveres por todas partes. En cada esquina había cubas de agua para apagar los incendios tras las incursiones aéreas. En una de esas pequeñas cubas, apenas suficientemente grande para una persona, se encontraba el cuerpo de un hombre que había buscado, desesperadamente un poco de agua fresca. Salía espuma de su boca, pero ya no estaba vivo. Me perseguía el lamento de las mujeres en los campos devastados. A medida que me acercaba a la escuela veía cadáveres ennegrecidos, carbonizados, con los huesos blancos asomando en los brazos y en las piernas. Cuando llegué había algunos sobrevivientes. Eran incapaces de moverse. Los más fuertes estaban tan debilitados que permanecían echados en el suelo. Les hablé y ellos creían que se repondrían, pero todos murieron finalmente en el curso de las dos semanas siguientes. Jamás podré olvidar la manera como me miraban y seguiré oyendo sus voces siempre..."

3. Cabe recordar que la bomba arrojada en Nagasaki tenía una potencia equivalente a 20.000 toneladas de TNT, un poco mayor que las llamadas "bombas tácticas" destinadas a los campos de batalla.

Pero ni siquiera esas visiones de horror son apropiadas para describir el desastre humano que resultaría de un ataque a un país con los actuales arsenales de armas nucleares, que contienen miles de bombas con una potencia de un millón de toneladas de TNT y aún más.

Los sufrimientos de la población sobreviviente no tendrían parangón con lo anterior. Las comunicaciones y el aprovisionamiento de alimentos y de agua quedarían completamente interrumpidos. Sólo en los primeros días podría la gente aventurarse a salir de los edificios para prestar socorro sin el peligro de las radiaciones mortales. La desagregación social tras un ataque semejante sería inimaginable.

La exposición a grandes dosis de radiación disminuiría la resistencia a las bacterias y a los virus y podría, en consecuencia, abrir el camino a infecciones generalizadas. Además, las radiaciones podrían originar lesiones cerebrales irreversibles y deficiencias mentales en los fetos de las madres expuestas a aquellas. Entre los sobrevivientes, aumentaría considerablemente la incidencia de muchos tipos de cáncer. Y se transmitiría un deterioro genético a las generaciones futuras, en el supuesto de que existieran.

Por otra parte, grandes extensiones de suelos y de bosques, así como el ganado quedarían contaminados, lo que reduciría los recursos alimentarios. Cabe esperar muchas otras consecuencias biológicas e incluso geofísicas, pero el estado actual de los conocimientos no permite prever con certeza cuáles serían.

Incluso un ataque nuclear dirigido exclusivamente contra las instalaciones militares sería devastador para el país entero, debido a que esas instalaciones están dispersas y no concentradas en determinadas zonas. De esta manera, muchas armas nucleares estallarían. Por otra parte, las radiaciones se extenderían debido a los vientos naturales y a la mezcla atmosférica, causando la muerte a numerosas personas y contaminando regiones inmensas. Las instalaciones médicas de cualquier país serían inadecuadas para ocuparse de los sobrevivientes. Un análisis objetivo de la situación médico-sanitaria tras una guerra nuclear conduce a una sola conclusión: nuestro único recurso es impedirla.

Desde luego, las consecuencias de una guerra nuclear no son sólo de carácter sanitario. Pero éstas nos obligan a tomar en cuenta la lección severa de la medicina moderna: cuando el tratamiento de una enfermedad dada es ineficaz o cuando los costos son demasiado elevados, los esfuerzos deben encaminarse a la prevención. Ambas condiciones se aplican a la guerra nuclear. ¿Pueden aducirse argumentos de mayor peso en favor de una estrategia preventiva?

La prevención de cualquier enfermedad requiere una receta eficaz. Admitimos que tal receta debe al mismo tiempo prevenir la guerra nuclear y salvaguardar la seguridad. Nuestros conocimientos y credenciales de científicos y de médicos no nos permiten, naturalmente, tratar con autoridad de los problemas de seguridad. Sin embargo, si los dirigentes políticos y militares han fundado su organización estratégica en hipótesis erróneas relativas a los aspectos médicos de una guerra mundial, consideramos que nos incumbe una responsabilidad a ese respecto. Debemos informar al mundo entero acerca de lo que sería el cuadro clínico en su conjunto después de un ataque nuclear y acerca de la impotencia de la comunidad médica para ofrecer una respuesta válida.

Si callamos, corremos el riesgo de traicionarnos a nosotros mismos y de traicionar a nuestra civilización.

* E. Arnaldi, Roma; N. Bochkov, Moscú; L. Caldas, Rio de Janeiro; C. Chagas, Rio de Janeiro; H. Hiatt, Boston; R. Latarjet, París; A. Leaf, Boston; J. Lejeune, París; L. Leprince-Ringuet, París; G.B. Marini-Bettolo, y V. Weisshopf, Cambridge, EE.UU.

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