El respeto, actitud ética fundamental en la Medicina
Gonzalo Herranz.
Lección inaugural del curso 1985–86 en la Universidad de Navarra.
Pamplona, 3 de octubre de 1985.
Durante mucho tiempo, prácticamente todo el que precedió al descubrimiento de los antibióticos, eran muy modestas las posibilidades de actuación eficaz de los médicos. Su capacidad de ayudar a los enfermos venía medida no tanto por la exigua potencia curativa de unos pocos remedios, dotados más de efecto placebo que de una real acción farmacológico–molecular, como por su maestría en la administración de una sencilla psicoterapia, alejadora de temores, y, sobre todo, por la preocupación, llena de humanidad, por la dignidad de su paciente.
Hoy, la situación es muy diferente. Desde hace cuarenta años, no ha parado de crecer el poder curativo de los médicos. La Medicina ha conseguido doblegar a casi todas las enfermedades infecciosas; ha alargado en tal medida la duración media de la vida de los hombres que algunos empiezan a mostrar una preocupación llena de alarma ante la prevalencia demográfica de los ancianos. La Medicina ha establecido como algo rutinario las operaciones sobre el corazón abierto y los trasplantes de órganos, ha convertido a la Farmacología en una actividad casi mágica en la que el diseño inteligente de las moléculas permite regular casi a voluntad las funciones celulares, incluidas las neuronales. La última aventura de la Medicina, la artificialización de la reproducción humana, tiene a la gente con la boca abierta de asombro.
La responsabilidad del médico es ahora mucho mayor que antes, pues es también mucho mayor su poder. Es tanto lo que la Medicina significa, en términos económicos y en capacidad configuradora de la sociedad, que es preciso preguntarse si los progresos técnicos de los médicos van acompañados de un afinamiento paralelo de su sensibilidad ética; si su creciente dominio sobre lo biológico se asocia a un cuidado proporcionado de la dignidad de sus pacientes.
Es precisamente en este terreno de la responsabilidad ética de la Medicina donde se sitúa el tema de la lección de esta mañana. Deseo analizar con vosotros el respeto como actitud ética fundamental de la Medicina. No faltan quienes sostienen que cada profesión tiene su Ética específica1. A juzgar por lo que dicen los Códigos y Declaraciones que guían la conducta del médico, el respeto parece ser uno de los componentes esenciales de la Ética profesional de la Medicina. Pero con él pasa lo mismo que con ciertos libros –con el Quijote, con muchos clásicos, con los escritos de Juan Pablo II– de los que se habla mucho, pero que por desgracia se leen poco: contrasta la frecuencia con que el respeto es citado en muchos solemnes documentos y la escasa atención que de pasada se le presta en un pequeño número de estudios.
Sucede, pues, que es poco lo que se ha escrito sobre el respeto en Medicina y que no he podido acceder más que a una fracción de la bibliografía. Es precisamente por esto por lo que me he decidido a traer aquí el tema, para provocar entre colegas del Claustro y oyentes, la curiosidad y, si fuera posible, la colaboración. Espero que médicos y teólogos, biólogos, juristas y filósofos, puedan ayudarme, con sus datos y sugerencias, a enriquecer la doctrina de esta lección que hoy os ofrezco en esbozo.
El respeto en los documentos ético–médicos contemporáneos
Cuando se revisan los documentos contemporáneos de Ética médica, se descubre prontamente que, en Códigos y Declaraciones, el respeto es citado como una de las obligaciones fundamentales del médico. No siempre fue así. Ni los textos ético–médicos de la Antigüedad (los Juramentos, las Oraciones o las listas de mandamientos o consejos)2 ni los escritos medievales, ni los tratados de Ética médica de la Edad Moderna3, hacen referencia específica al respeto. Parece, pues, que el respeto representa, en Ética médica, una adquisición tardía, una actitud propia de nuestro tiempo.
Sería necesaria una revisión sistemática y rigurosa del tema, pero tengo la impresión de que es en la Declaración de Ginebra de 1948 donde se habla por vez primera del respeto como actitud ética fundamental en Medicina4. No pudo elegirse para el respeto una presentación en sociedad más solemne. La Declaración de Ginebra es la cuna ilustre de la Ética médica de nuestros días. Promulgada por la entonces recién constituida Asociación Médica Mundial, contiene nueve promesas que traducen a un lenguaje moderno las cláusulas del Juramento hipocrático. En tres de esas nueve promesas se habla de respeto. Dicen así:
«Tributaré a mis maestros el respeto y gratitud que les debo», «Respetaré los secretos que me sean confiados» y «Mantendré el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción».
A partir del momento de su promulgación, la Declaración de Ginebra, y con ella la significación ética del respeto, alcanzaron una aceptación de dimensiones universales. Así, la obligación del respeto aparece en los Códigos nacionales de Deontología médica y en las directrices éticas emanadas por Organismos supranacionales o por Asociaciones internacionales. Se haría farragoso citar aquí los textos, procedentes de las más diversas áreas culturales, que incluyen el respeto entre sus normas éticas. Pero, a título de ejemplo, no puedo dejar de enumerar unos pocos para ilustrar su universalidad y su contenido.
El Código de Deontología Médica ahora vigente en España5 cita la palabra respeto en cinco artículos. Nos dice que «el respeto a la vida, a la integridad de la persona humana, y a la salud del individuo y de la colectividad, constituyen deberes primordiales del médico» (art. 5.0) Más específicamente, el artículo 114.º establece la obligación de respetar la vida humana en gestación. El médico, dice el artículo 24.º, «respetará siempre las convicciones religiosas, filosóficas y políticas del enfermo o sus familiares». El artículo 60.º señala que «Es una exigencia ética que los médicos se traten entre sí con la debida deferencia y respeto, sea cual fuere la relación jerárquica que exista entre ellos». Hablando del derecho de los enfermos a la elección libre de médico, el artículo 12.º dispone que «en la medida de lo posible, deberá respetarse siempre la voluntad del enfermo».
Las Normas de Deontología del Colegio de Médicos de Barcelona6 imponen preceptos prácticamente coincidentes, pero afirma con especial vigor en su artículo 5 que «El respecte més escrupulós a la vida i a tots els drets de la persona ha de constituir la primera actitud ética de la consciència professional».
El artículo 1.º de las Normas sobre Ética Médica de la Federación Médica Colombiana, de 19817, sonará de modo particularmente grato a nuestros oídos navarros. Dice así: «El respeto por la vida y los fueros de la persona humana constituyen la esencia espiritual de la Medicina».
Sólo quiero añadir dos textos más, de lo que podía ser una antología muy dilatada, pues me parecen particularmente demostrativos. El primero procede del Código de la Enfermera8 aprobado por el Consejo Internacional de Enfermeras y que nos ilustra sobre la profunda identidad de ideales éticos entre las distintas profesiones de la salud. Estas son sus palabras: «Es inherente a la enfermería el respeto hacia la vida, la dignidad y los derechos del hombre, respeto que no queda limitado por consideraciones de nacionalidad, raza, credo, color, edad, sexo, política o clase social». El segundo aparece en el Prefacio de la Guía Europea de Ética y Conducta Profesional, redactado por el Profesor Lortat–Jacob, y que fue adoptado el 14 de enero de 1980 por la Conferencia Internacional de Ordenes médicas y de Organismos de atribuciones similares9. Define por un lado este documento que «El ejercicio de la Medicina tiene por finalidad proteger la salud física y mental del hombre y aliviar el dolor, en el respeto a la vida y a la persona humana y sin discriminación de raza, religión, nacionalidad, condición social e ideología política, lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra». Para Lortat–Jacob10, la noción ética del respeto informa toda la Ética médica y tiene tal fuerza que se basta para prohibir ciertas acciones que le son contrarias, para fundamentar la imprescindible confianza del enfermo en su médico, para exigir la independencia del médico en sus acciones diagnósticas y terapéuticas, cualesquiera que fueran las modalidades de su ejercicio profesional y, finalmente, para imponerse a sí mismo la obligación de la competencia profesional.
Desde su proclamación como uno de los componentes éticos de la Declaración ginebrina de 1948, el respeto ha ido conquistando en los casi 40 años transcurridos desde entonces un lugar cada día más preeminente entre los valores éticos de la Medicina. Hoy se le tiene, como acabamos de ver, por el deber primordial del médico y primera actitud ética de la conciencia profesional; se le exalta a esencia espiritual de la Medicina o se le constituye en fuente de la que manan todos los restantes deberes y prerrogativas del médico.
Porque precisamente todas estas expresiones tan abstractas son más bien reflejo del ambiente ético general, del ethos de la profesión, que resultado de un crítico y riguroso análisis filosófico11, es preciso preguntarse por las razones de un esplendor tan grande. ¿Por qué el respeto ha hecho una carrera tan rápida y triunfal? Caben ciertamente muchas explicaciones, pero a mi modo de ver en esa fulminante promoción del respeto ha jugado un papel decisivo el hecho de que, siendo el respeto, en su origen y su estructura, un concepto cristiano, posee la capacidad de circular como un valor ético secular de gran atractivo y aceptación.
El respeto, fórmula secular para un concepto cristiano
No es éste el lugar para presentar una argumentación sólidamente documentada en favor de la tesis que acabo de enunciar. Investigar debidamente el asunto exigiría mucho trabajo sistemático y las habilidades y el oficio, que a mí me faltan, del teólogo, del filósofo o del jurista. Voy a limitarme a señalar algunos puntos de referencia que ayuden a apuntalar la idea.
Primero quiero aludir a una coincidencia histórica. La Declaración de Ginebra fue adoptada por la Asociación Médica Mundial en septiembre de 1948. Tres meses después, en diciembre, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre era aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas12. Es evidente que existen entre ambas Declaraciones relaciones más profundas que la simple coincidencia cronológica. Ambas toman elementos del pasado profundamente enraizados en el pensamiento y en la sociedad cristianos, los despojan de sus connotaciones religiosas esto es, los secularizan, y los ofrecen al mundo como un programa de validez universal.
Veamos más de cerca este proceso de secularización en lo que respecta a la Declaración de Ginebra, lo cual nos obliga a estudiarla en paralelo con el Juramento hipocrático. En efecto, la Declaración fue concebida como un sucedáneo del Juramento y fue ofrecida a los médicos de todo el mundo, y en particular a las Escuelas de Medicina, como una nueva fórmula ceremonial, mediante la cual los jóvenes graduados pudieran comprometerse a cumplir los principios éticos más fundamentales de la profesión13.
Es indiscutible que la transformación del Juramento en Declaración estaba justificada por simples razones de estilo: era preciso traducir a un lenguaje actual las expresiones ya arcaicas del venerable documento14. El Juramento necesitaba de una puesta al día textual, pues se había vuelto ya poco significativo para los médicos de la segunda mitad del siglo XX. Pero los hombres que redactaron la Declaración de Ginebra no estaban movidos por simples escrúpulos de propiedad léxica. La Declaración representa sobre todo el propósito de hacer aceptable a todos los médicos del mundo –de un mundo que a la vez que se seculariza, se integra en una unidad funcional– un núcleo de ideales éticos que, por un lado, concuerdan con las nobles tradiciones del pasado y, por otro, aspiran a señalar las directrices que guíen la conducta profesional del futuro.
Esta intención, secularizante y universalista, explica que la nueva fórmula no sea ya un juramento, sino una promesa. En vez de jurar, como hacía el antiguo, por el dios de la salud, Apolo, y por Asclepio, por Higia y Panacea y por todos los dioses y diosas; o de poner por testigo de su juramento a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como hacía el médico cristiano, el nuevo médico hace sus promesas «solemne y libremente y bajo su [palabra de] honor».
Vemos, pues, que la Declaración moderniza el texto, conservando el espíritu de sus preceptos, y cambia el antiguo marco religioso por uno nuevo, secular. Con ello, aseguró su aceptación casi universal: la exclusión de toda referencia a lo religioso contenta, por un lado, a los agnósticos y evita las disputas entre los profesionales de credos diferentes; no repugna, por el otro, a los médicos creyentes, pues prescribe ante el hombre enfermo una actitud reverente, de inspiración inconfundiblemente religiosa.
Es precisamente la secularización del ethos de la Medicina, que la Declaración de Ginebra ha llevado consigo a todos los rincones del mundo, el factor principal responsable, en mi opinión, del progresivo ascenso del respeto al primer plano de las actitudes éticas en la Medicina de hoy. Y esta promoción, lo mismo que la universal acogida de la Declaración de Ginebra, se basa en el carácter dual del respeto como actitud ética: es una fórmula secular para un concepto cristiano. Esto bastó para su aceptación por todos.
Algunos me han dicho que el respeto es, en Ética, un producto de la modernidad; que apenas existen antecedentes escritos sobre el respeto anteriores a Kant; que, ciertamente, los antiguos daban por sabido que el hombre tiene una dignidad superior y una posición singular en el mundo, en virtud de lo cual es merecedor de honor y respeto, pero que nunca se refirieron al respeto con este nombre. Es obvio que el respeto no es un principio nuevo ni en ética religiosa ni filosófica, pues ha estado siempre activo como significado central del mandamiento del amor al prójimo15. Donagan ha señalado que el núcleo filosófico de la moralidad de tradición judeo–cristiana, esto es, lo que en ella no depende directamente de la fe explícitamente monoteísta, puede condensarse en este principio: No es permisible no respetar al ser humano, ya sea uno mismo u otro, por su condición de criatura racional. El propio Donagan piensa que todos los otros principios morales y reglas de la moralidad judeo–cristiana pueden derivarse de este principio fundamental16. Desde una perspectiva más histórico–médica que filosófica, Laín señala cómo el amor cristiano al prójimo, fundamento de la amistad cristiana y de la relación médico–enfermo en un contexto cristiano, es mutado en el respeto de la amistad secularizada y concluye que la Achtung de la exquisita teoría kantiana de la amistad no es sino la secularización de la actitud cristiana ante la «sacralidad» del prójimo17.
No creo necesario aquí ningún esfuerzo para probar cómo, en la tradición ética del Antiguo Testamento, el respeto al hombre forma parte considerable tanto del mandamiento del amor al prójimo como de la antropología bíblica del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Además, todos sabemos bien que el respeto al hombre culmina en el Nuevo Testamento con el dogma central de la Encarnación: al tomar carne y habitar entre nosotros, Cristo se hizo hermano de todo hombre; al redimirnos en la Cruz, nos ha configurado con Él y nos ha devuelto con la gracia santificante la dignidad suprema de hijos adoptivos de Dios. En Cristo se hace posible el «endiosamiento» del hombre y es precisamente por ello por lo que el hombre deviene digno de un respeto absoluto.
En el análisis de la relación entre caridad, respeto y práctica de la vida cristiana, creo muy importante la contribución de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. El Fundador de nuestra Universidad es autor de una homilía que lleva el significativo título de «El respeto cristiano a la persona y a su libertad». He aquí unas palabras suyas extraordinariamente llenas de contenido: «La caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»18.
Pasemos ahora a preguntarnos: ¿Qué consecuencia trae para la Ética del médico el trasvase del vino añejo del respeto cristiano a los odres nuevos de la ética secular? Esta es la gran cuestión que hemos de plantearnos. Para poder responderla adecuadamente, hemos de volvernos antes a una cuestión previa, cuya exposición no puedo aplazar por más tiempo: la estructura y función del respeto como actitud ética.
¿Qué es el respeto en cuanto actitud ética fundamental?
Cuando hablamos de respeto a la vida y a la integridad de la persona humana, en realidad, ¿qué queremos decir? Mucha gente piensa que el respeto tiene que ver con la corrección educada, con la guarda de las convenciones de la urbanidad. Esas muestras de buena crianza son muy importantes, pues manifiestan una disposición de aprecio hacia ciertos valores culturales y sociales que hacen llevadera, o incluso grata, la convivencia. El respeto que al enfermo debe el médico incluye esas convenciones, pero no se agota en ellas. El médico debe ser correcto en el trato y en el vestir, y, además, atento y puntual con sus pacientes, porque está obligado a comportarse como una persona del alto nivel de educación que se supone en él. Por la particular situación de vulnerabilidad que se da en cada paciente, en la relación médico–enfermo están fuera de lugar la desenvoltura, la ironía o la arrogancia. Hay algunos estudios acerca de los ingredientes del respeto cortés que el médico debe a su paciente. Richmond distingue entre el respeto a la identidad, base de la relación personal de un médico con su paciente y que tiende a crear la figura del médico–amigo; el respeto a la privacidad, que incluye el carácter privado de la consulta, la guarda del pudor en la exploración física y la custodia del secreto profesional; y, finalmente, el respeto del tiempo, reduciendo al mínimo los inevitables retrasos en la atención personal al paciente19. En este último componente del respeto cortés, Benarde y Mayerson han incluido, como elemento esencial de la interacción médico–enfermo, la obligación de demostrar respeto respondiendo a las preguntas del paciente y también a sus mensajes no verbales20.
No son irrelevantes estos aspectos del respeto cortés para comprender la dimensión ética que nos interesa, pues, hasta cierto punto, la prefiguran. Crawshaw ha descrito cómo el respeto puede llegar a injertarse en nuestro espíritu como consecuencia de experimentar repetidamente la vivencia de que los débiles también tienen importancia. Por su valor educativo para el estudiante de Medicina y para el médico joven, transcribo estas líneas suyas: «La idea de que los débiles son importantes ... puede pasarle por la cabeza a una muchacha cuando de pronto se da cuenta de que decir ‘por favor’ no es un simple formalismo que su madre le imbuyó, sino un sutil intercambio de aprecio con otra persona o a un muchacho, que comprende de pronto que abrir la puerta a un anciano no es un deber pesado, sino que advierte que el momento y el esfuerzo empleados son un regalo que se ha hecho a sí mismo y al anciano. Estos átomos de sensibilidad social, el comprender que la otra persona, aunque débil, tiene sentimientos y necesidades, pueden ser vivencias fugaces. Pero son también los brotes que maduran para convertirse en respeto; son la materia prima del comportamiento humano, la capacidad inicial de comprender que siempre puedo escoger entre lo que es mejor para mí solo y lo que es mejor para el otro y para mí»21.
De estos principios humildes germina la práctica del respeto. Ahora bien, el respeto como actitud ética fundamental es mucho más que la buena educación. Viene a ser la pieza central, algo así como el sistema nervioso, del organismo ético. La vida moral depende, en su abundancia y en su calidad, de la capacidad de captar los valores morales. Y eso sólo lo conseguimos cuando nuestra sensibilidad ética está afinada por el respeto. Así como la deprivación sensorial empobrece, de modo extremo en ocasiones, el desarrollo intelectual, así también la ceguera a los valores morales impide el desarrollo ético del hombre.
Pero el respeto no es simplemente un aparato sensorial para percibir estímulos morales: el verdadero respeto es un aparato de alta precisión que integra los estímulos morales en una imagen real, libre de aberraciones, fiel, por tanto, a lo que las cosas son en sí mismas. El respeto nos lleva a reconocer que los demás seres son algo valioso en sí, que existen independientemente de la persona del observador, que poseen un valor propio. El respeto es un poderoso inhibidor de la manipulación caprichosa, de la falsificación de los datos de valor. El respeto me vacuna contra el subjetivismo ético. Por eso, el hombre respetuoso sabe que él no es el amo del mundo, titulado para tasar en cada momento la cotización de los valores éticos, haciéndolos depender de situaciones coyunturales.
Además, el respeto es no sólo la condición del conocimiento inteligente y profundo, el aparato sensorial e integrador de la conciencia moral: es también su órgano efector. En conformidad con la información procesada, responde con una acción respetuosa, esto es, apreciadora de los valores objetivos y proporcionada a ellos. El respeto hace posible que la respuesta a los valores éticos pueda tomar la forma de la subordinación inteligente, no servil, sino razonable. La disposición de servicio forma parte habitualmente de la conducta del hombre respetuoso, pero no como una abdicación tímida, sino como una respuesta señorial al valor encerrado en las cosas y, sobre todo, en las personas.
Las éticas subjetivistas padecen de falta de respeto. Su desconexión con el mundo objetivo del ser y de los valores éticos apaga la luz que ilumina el universo de lo auténtico y destruye los mecanismos de control que, en la vida moral respetuosa, impiden la manipulación oportunista de los datos y valores morales.
Dietrich von Hildebrand, de quien he tomado y reinterpretado lo esencial de lo que acabo de decir sobre la estructura y funciones del respeto, afirma que esta actitud ética fundamental es la madre de la vida moral, gracias a la cual el hombre adopta ante el mundo una posición de apertura que le permite percibir, aceptar y responder a los valores morales objetivos22.
El respeto a la vida humana en la tradición hipocrática
La piedra de toque de los principios éticos viene a ser su operatividad, su capacidad de inspirar buenas acciones, de promocionar la beneficencia de los agentes morales. Por ello, hemos de preguntarnos, ¿cómo funciona en la práctica el respeto?, ¿cuál es su vigencia? Para responder a estas preguntas, nos conviene delimitar un campo de examen. Los Códigos nos dicen que el médico ha de respetar la vida humana, la integridad biológica y personal de su paciente, su libertad de elección y sus legítimas exigencias. Considerar, aunque fuera de pasada, todos estos distritos del respeto alargaría de modo intolerable estas consideraciones. Encontraremos un camino corto y practicable si nos limitamos a analizar el respeto a la vida: es el mejor metro para tomar las medidas del respeto en la práctica del médico, sobre todo hoy, en que el valor de la vida humana se cotiza a la baja.
Para situarnos con buena perspectiva ante el tema, retrocedamos al tiempo anterior a la Declaración de Ginebra. Antes de 1948, aunque no se hablaba mucho del respeto, la práctica de la Medicina estaba empapada de lo que podríamos llamar el «equivalente ético» del respeto a la vida. El médico que prestaba el Juramento hipocrático se comprometía a cumplir los siguientes compromisos: «A nadie daré drogas mortales aunque me las pida ni sugeriré a nadie su uso. Tampoco administraré a una mujer un tratamiento abortivo, pues ejerceré mi arte a lo largo de toda mi vida con pureza y santidad». Estas palabras, con su venerable solemnidad, expresan con precisión el compromiso de respetar la vida humana, de abstenerse de la práctica de la eutanasia y del aborto.
Analicemos cómo en esta actitud están incluidos los elementos –percepción, aceptación, respuesta– del respeto en relación con la vida humana.
El médico hipocrático está obligado a ser experto en percibir la vida humana, ha de poseer también en su espíritu una agudeza visual que le permita descubrirla bajo todas sus pleomórficas apariencias. La percibe tanto en el sano como en el doliente, en el anciano lo mismo que en el niño, en el embrión no menos que en el adulto en la cumbre de su plenitud. Todas ellas son vidas humanas, disfrutadas por seres humanos, suprema e igualmente valiosos. Lo que a esos seres humanos les pueda faltar de tamaño, de riqueza intelectual, de hermosura, de vigor físico, todo lo que les falte, lo suple el médico con su conocimiento y su arte. Porque, como dice Hipócrates, «donde hay amor al arte, hay amor al hombre»23.
Tras la percepción, la aceptación. El médico no sólo considera a todos iguales: se compromete a prodigarse por igual con todos los que acuden a él. No nace este compromiso de que el médico sea un activista del derecho de todos a la salud y a la atención médica, sino del reconocimiento del valor único e insustituible de cada vida humana. Todo hombre –y esto lo sabía el médico antes de que lo enseñara Kant– es valioso en sí mismo, independientemente de cualquier otra consideración. En este sentido y culminando un proceso histórico de servicio no discriminatorio al herido, del cual escribieron los primeros renglones, un tanto torcidos, pero bien legibles, los Caballeros Hospitalarios de San Juan, nos encontramos con el hecho singular de la elevación del médico a la condición de no beligerante en el campo de batalla. La Primera Convención de Ginebra, a fin de hacer posible que el médico trate a los heridos de guerra, no en función del bando en que combaten, sino sólo en dependencia de la urgencia médica, segrega al médico del número de los combatientes y le confiere un estatuto de neutralidad para que ejerza su oficio de curar, totalmente diverso del oficio de herir24. En la paz, un precepto deontológico que no falta en ningún código, establece que el médico ha de aceptar a todos los que acuden a su consulta o, al menos, ha de encaminar hacia un colega a aquellos que, por la razón que sea, no puede o no desea atender25.
El respeto habilita, por último, para responder al valor máximo de cada vida humana. El médico hipocrático se entrega a la curación, la preservación y la rehabilitación de sus pacientes, y cuando no puede curar, a las operaciones, importantísimas y exigentes de alto nivel profesional, del alivio paliativo y del consuelo. Le corresponde también la protección de los valores personales del hombre debilitado o incapacitado por la enfermedad. Es aquí donde la función de suplencia a la que aludí hace un momento cobra su mayor relieve. Cuanto más débil o indefenso sea el paciente, tanto más atenta y puntual, y también tanto más competente y científica, ha de ser la intervención del médico.
Estas son la extensión e intensidad del respeto en la tradición ética hipocrática. La conducta así dibujada puede antojársenos un cuadro idealizado, irreal. Alguno podrá argüir que los médicos de carne y hueso suelen ser un tanto cínicos, con la conciencia y la sensibilidad encallecidas por su habituación a ver el sufrimiento humano como algo rutinario y que no aspiran a una perfección ética tan elevada. Conviene aclarar, a este respecto, que los ideales que inspiran la conducta del médico en la tradición hipocrática son tomados muy en serio. Porque, aun cuando la conducta real de los médicos quede, no raras veces, por debajo del exigente nivel moral al que han de ajustar su vida, al menos el médico tiene siempre presente que la ética que ha abrazado le impone ciertos deberes absolutos. La ética que impone el Juramento es una ética categórica. Se hace preciso recordar con frecuencia al hombre de nuestros días –ése era el propósito de Robert Bolt al escribir su famoso drama sobre Tomás Moro– que un Juramento absolutiza el contenido de las promesas hechas y que, al jurar, el hombre pone en juego su propia identidad como prenda de la firmeza de sus convicciones26.
Así, pues, el Juramento hipocrático no es una fórmula ritual de admisión a un gremio para comprometer la fidelidad institucional del neófito. En su versión cristiana, es un juramento verdadero por el cual el médico pone a Dios por testigo de su libre decisión de abrazar una conducta precisa en relación con el núcleo ético de su trabajo. Por tanto, al jurar, el médico proclama que su conducta profesional no quedará a merced de consideraciones de conveniencia personal o al capricho de factores coyunturales de hechura humana. Libremente, el médico decide desarrollar su trabajo ateniéndose a los supremos designios de Dios sobre el hombre y, con ello, aleja de sí toda tentación de dominio sobre sus semejantes o de servir a otro amo que no sea el propio hombre enfermo. En resumen, el Juramento viene a establecer que la Medicina es una actividad ética que se practica bajo la mirada de Dios.
En lo que nos concierne de modo específico esta mañana, el Juramento deja firmemente fijada en el médico la noción de la inviolabilidad de toda vida humana, de su carácter sagrado.
El respeto a la vida humana a partir de la declaración de Ginebra: La historia de una abdicación
La Declaración de Ginebra de 1948 hace prometer al médico que la asume, entre otras, las siguientes obligaciones: «Mantendré el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción y, aun bajo amenaza, no usaré mis conocimientos médicos en contra de las leyes humanitarias». En la cláusula inmediatamente precedente, el médico se compromete a excluir toda discriminación en el trato con sus pacientes con estas palabras: «No permitiré que consideraciones de religión, nacionalidad, raza, política de partido o clase social se interpongan entre mi deber y mi paciente».
Desde que fue promulgado el texto de la Declaración para informar con sus preceptos la práctica de la Medicina de nuestros días, no han pasado 40 años. Y con pena observamos que en muchas partes el máximo respeto a la vida ya no inspira la conducta de los médicos. Debido de modo preponderante a la aceptación, por amplios sectores de la humanidad, del aborto como algo neutro éticamente, el ethos de la Medicina ha cambiado de modo radical. Ha sido abandonada la actitud categórica de respeto a la vida por parte de no pocos médicos, que la han sustituido por otra, relativista, que hace cada día más amplios recortes a la lista de seres humanos acreedores a aquel respeto incondicionado. Tales médicos ya no atienden a sus pacientes por igual: a unos los halagan, a otros los suprimen. Los criterios discriminatorios varían de unos sitios a otros, pero lo realmente importante es que la noción de que todos los hombres son iguales ante el médico se va disolviendo poco a poco en la conciencia de esos médicos y de la sociedad a la que sirven.
Estos cambios no hubieran sido posibles, al menos con la tremenda celeridad con que se han producido, sin el concurso de ciertas circunstancias. Sólo prestaré atención a dos que me parecen de particular relevancia. En primer lugar, la hábil adulteración del lenguaje, que ha permitido la manipulación del contenido de datos reales y de preceptos éticos. El astuto manejo de las nuevas fórmulas persuasivas, ha hecho posible, gracias a la experiencia ganada en la publicidad comercial y en el propagandismo político, introducir en las masas, de un modo atraumático, nuevas expresiones que hacen tolerable, ponen de moda o establecen como necesario lo que anteriormente era rechazado como repugnante o indigno27.
En la demolición del concepto de inviolabilidad de la vida ha sido empleada a fondo la técnica de persuasión que Sosnowski ha llamado gimnasia semántica28. Así como la gimnasia, mediante la práctica repetitiva de determinados movimientos, permite adquirir ciertas habilidades, gracias a un apenas perceptible incremento del esfuerzo dirigido, así la introducción y aceptación de las nuevas actitudes intelectuales y éticas puede lograrse por un adoctrinamiento que tiene el mismo carácter programado, gradual y dirigido de la tabla gimnástica. Por ejemplo, para que ninguna mujer tenga que reconocer el hecho de que al abortar ha destruido una vida humana inocente e irrepetible, se crean ciertos términos, falaces e inaceptables, pero que son fácilmente engullibles por su apariencia técnica que no levanta suspicacias morales y que anestesia la sensibilidad ética: se habla de «extracción menstrual» y de «regulación menstrual» con lo que se oculta a los ojos de la conciencia la dramática inmoralidad de la destrucción de un embrión humano. Esto es representativo de lo que ocurre en la sociedad permisiva de hoy, en la que ya casi nadie enseña a nadie a ser responsable de su propia conducta. La aceptación social de la nueva moralidad se ha facilitado gracias al cambio de significación sufrido por un cierto número de términos cargados de valores éticos, como por ejemplo anticoncepción, aborto o eutanasia, por medio de una mutación semántica. Las nuevas palabras se presentan no sólo como neutras éticamente, sino rodeadas de un aura de inocencia: contracepción, interrupción voluntaria de la gestación, muerte con dignidad no son simples sinónimos de las palabras antiguas. Son neologismos de significación ética deliberadamente manipulada. Algún día los filólogos contarán la historia de este tremendo timo al que buena parte de la sociedad se ha prestado con nada inocente complicidad.
En segundo lugar, a la demolición del concepto de inviolabilidad de la vida ha contribuido el duro ataque que ha sufrido su flanco más débil: el comienzo de la vida humana. Es alarmante comprobar cómo, sin que ninguna prueba científica lo avale, el inicio del individuo es trasladado del momento de la fecundación de un oocito por un espermio al momento en que el embrión completa el proceso de la anidación. Antes un libro de Embriología podía afirmar con la sencillez que tiene el dato de observación: Con la fecundación comienza la vida de un nuevo individuo29. Desde ahora, los nuevos tratados tendrán que superar ciertos conflictos taxonómicos: ya no se sabe bien dónde comienza a existir un nuevo ser humano. Antes de relatarnos la historia del desarrollo del organismo humano, tendrán que contarnos una prehistoria: la de las dos primeras semanas de la existencia, tan breve como brillante, de un nuevo ser, que, lógicamente, habrá que llamar a partir de ahora no embrión humano, sino simplemente pre–embrión. Una denominación persuasiva de este corte tiende a ocultar su condición humana. No conviene admitir al pre–embrión en la familia humana. No es que le falte continuidad con el ser humano adulto en el que va camino de convertirse, o porque entre el día 14 y el siguiente se produzca un fenómeno saltatorio, una discontinuidad biológica u ontológica, que encarame al minúsculo ser desde un nivel no humano, prehumano o subhumano, a otro ya plenamente humano. Entre el día 14 y 15 nada pasa que pueda compararse en importancia a lo sucedido en los días anteriores, en los que el nuevo organismo ha tenido que tomar decisiones más trascendentales que en el resto de su existencia biológica. Para algunos, el acotamiento de un período prehumano, en el que el así llamado pre–embrión ya no será acreedor de respeto, es la respuesta a la necesidad funcional de resolver un dilema que les inquieta: el conflicto moral que surge del hecho de que ciertos procedimientos anticonceptivos (tanto farmacológicos como los dispositivos intrauterinos) funcionan como abortifacientes. La repugnancia que esta eventualidad pudiera crear en el público amenazaría sin duda la aceptación social –y, eventualmente, el beneficio comercial– de tales métodos de contracepción. Para ahorrar el sufrimiento moral que podrían inducir tales abortos precoces, ningún expediente resulta más eficaz que privar de condición humana al embrión humano. La connivente credulidad del hombre y de la mujer de la calle acepta que ni un «amasijo celular de unas pocas décimas de milímetro» ni un «globulillo de gelatina», o un «pre–embrión» puedan poseer naturaleza humana.
Pero el hombre de ciencia permisivo no se ve libre de aceptar esta mitologización y se empeña en racionalizar su deseo de que el embrión humano no alcance categoría humana hasta después de transcurridas las dos primeras semanas de su vida. Tal idea arbitraria, a base de repetirla, está llegando a convertirse en una opinión mayoritaria. La perentoria necesidad de investigar sobre embriones humanos para mejorar la baja tasa de rendimiento de las técnicas de fecundación in vitro se ha convertido en un argumento de enorme fuerza persuasiva en la comunidad científica: a quien se le ocurra disentir se le tacha de insensible fundamentalista que no merece formar parte de la familia de los hombres de ciencia30.
La presión ambiental combinada de los legitimadores de la anticoncepción abortiva y de los defensores de la investigación sobre embriones humanos ha gravitado fuertemente sobre la Asociación Médica Mundial, hasta tal punto que la Asamblea General de la Asociación reunida en Venecia en 1983 se vio obligada a introducir un cambio en el texto de la Declaración de Ginebra. La cláusula «Mantendré el máximo respeto por la vida humana desde el momento de su concepción» se cambió en esta otra: «Mantendré el máximo respeto por la vida humana desde el momento de su comienzo». Como es lógico, se dejó a la libre decisión de médicos y legisladores la fijación del momento en que cada uno considera que comienza la vida humana. Idéntico cambio literal hubo de hacerse en el texto de la Declaración de Oslo de 1970, por la que la Asociación Médica Mundial condenaba el aborto. Desde la Asamblea de Venecia, la Declaración de Oslo, el más equívoco de los productos de la Asociación, exige de los médicos el máximo respeto por la vida humana desde su comienzo, ya no desde su concepción, y señala que los médicos deben aceptar que, de hecho, se dan actitudes diferentes en relación con el niño no nacido, actitudes que, por ser un asunto de convicciones y de conciencia de cada uno, han de ser respetadas31.
Vemos cómo el máximo respeto de 1948, manteniéndose idéntico en la forma, tiende a volatilizarse, y renuncia a la protección de los embriones humanos. Esta abdicación no vino dictada por principios o convicciones científicos. Fue impuesta por razón de un consenso social, por la necesidad de adecuar la Declaración a la nueva situación creada por las legislaciones permisivas del aborto y por la práctica masiva de la contracepción. La Asociación Médica Mundial, bastión hasta entonces de la ética hipocrática, no pudo impedir, a pesar de su firme resistencia, el masivo ataque del relativismo ético nacido de las legislaciones permisivas. Reparemos en el hecho de que una ley de aborto cambia, de la noche a la mañana, lo que era un crimen en algo que se reviste de legalidad. Pues, por desgracia, el cambio estrictamente jurídico–penal que lleva consigo la despenalización se transforma, en muy poco tiempo, en un convencimiento general de la neutralidad ética del acto despenalizado. De este modo, la Ética, arrastrada por el Derecho, pasa a ser algo relativo, cambiante, no absoluto. Como, además, la imagen del hombre tiende a configurarse sobre las coordenadas que establecen las leyes y los usos éticos, el hombre pasa de ser un valor absoluto en sí mismo a convertirse en un valor relativo, que ya no es acreedor a un respeto ilimitado.
Quienes primero sufren los efectos de esa depreciación son los más débiles.
Nuestros hermanitos más pequeños
Una remodelación ontológica se está llevando a cabo: los embriones humanos, los más pequeños de nuestros hermanos32, están siendo desposeídos de su condición humana y degradados a ser cosas. Esto se hace, como ya señalé hace un momento, para justificar éticamente la investigación sobre embriones humanos. No es fácil sistematizar las diferentes opiniones acerca de si es aceptable o no tal práctica, por qué razones, bajo qué condiciones de control científico o institucional, a qué problemas específicos pudiera aplicarse o si hay un límite de edad de los embriones más allá de la cual ya no es lícita la experimentación. Por eso, limitémonos a considerar algunos argumentos.
Para no pocos, una discusión a la luz de los principios éticos es superflua: siempre llega inevitablemente a conclusiones discutibles. Hay, nos dicen, una lógica más fácil de entender: la de atenerse a los hechos. Han nacido, siguen afirmando, ya más de un millar de niños–probeta: todo el que rechace la experimentación con embriones tendría que admitir que todo el trabajo pionero de la fecundación in vitro que culminó en el nacimiento de esas criaturas ha sido un error ético. Es dudoso, concluyen, que las madres de ese millar de niños, antes desesperadas y felices ahora gracias a la ciencia, puedan estar de acuerdo con quienes se oponen a que esa felicidad se pueda extender a un número mucho mayor de mujeres, cosa que sólo puede lograrse prosiguiendo la experimentación con embriones33. Este tipo de argumentos tiene una clara intención intimidatoria: quienes disienten de él, son mostrados a la opinión pública como seres sin compasión y desleales al progreso de la ciencia. No es extraño, pues, que tales argumentos se hayan adueñado de buena parte del campo de batalla. La Ética médica está quedando bajo el dominio de la mentalidad reduccionista o sociologista, de la ética de los hechos y de los consensos. En las reuniones para discutir los aspectos éticos de las nuevas adquisiciones técnicas, no es excepcional que se exija la rendición de los discrepantes empleando, eso sí, los buenos modales del lenguaje persuasivo. Algo de este estilo: «Todo el mundo reconoce que el embrión es titular de ciertas exigencias morales Y que la sociedad siente el deber de proteger a los embriones contra ciertos eventos. Pero este deber está todavía por determinar, como lo están también los derechos del embrión. Ante esta situación tan cambiante, el deber del moralista es supeditarse a los hechos».
Ante esta mentalidad, no parece inútil argüir que los embriones humanos son simplemente seres humanos embrionarios, que poseen exigencias morales no porque la sociedad se las conceda, sino por el hecho primordial de que ellos son miembros de pleno derecho de la raza humana; que los embriones no son incorporados a la familia humana por una especie de adopción selectiva, mediante la cual unos son aceptados y otros rechazados; que sus derechos no le son otorgados por una decisión discrecional de los otros miembros del grupo social, sino que la sociedad está obligada a reconocer la identidad, la naturaleza, y la individualidad de todo otro nuevo miembro de ella y que éste tiene nativa y ciertamente el derecho a ser protegido por la ley34. Y es preciso insistir con fuerza en estas razones, porque la visión sociologista niega que el embrión sea alguien que exige de por sí el máximo respeto: lo que se lleva es concederle una medida restringida de valor, de acuerdo con la estimación consensuada por algún Comité nombrado al efecto.
Es interesante ver de cerca las recomendaciones de algunos Comités en torno a la experimentación en Embriología humana. El Comité británico presidido por la Baronesa Warnock35 ha concedido al embrión de la especie humana un cierto grado de protección legal, lo cual es compatible con la autorización de crear embriones con la finalidad exclusiva de usarlos en trabajos de investigación. (El Medical Research Council inglés36 estima que podrían obtenerse de 2.000 a 4.000 oocitos anualmente en el Reino Unido, pues son muchas las mujeres que se someten a operaciones de esterilización y que accederían gustosamente a donar oocitos para generar embriones destinados a investigación). El Comité Warnock exige el cumplimiento de ciertas condiciones: que los proyectos sean aprobados por una Comisión de control muy exigente; que no se sobrepase el límite de 14 días desde el momento de la fecundación y que los embriones investigados no sean reimplantados en el útero de una mujer, es decir, se hace obligatoria la muerte de los embriones usados en la experimentación.
Al otro lado del Atlántico, el Consejo de Ética del Departamento de Salud, Educación y Bienestar37 consideró que el embrión humano es digno de profundo respeto. Estimaba que la investigación para mejorar las técnicas de fecundación in vitro era un asunto defendible pero controvertido y que la investigación debería terminarse antes del día 14 de la fecundación. El Gobierno de los Estados Unidos rechazó esta conclusión del Consejo y desde 1979 no ha subvencionado ni permitido en aquella nación la experimentación sobre embriones humanos.
En Australia, la Comisión Waller38 dio su aprobación a la investigación sobre embriones de hasta 14 días si iba dirigida exclusivamente a mejorar la tasa de éxito de los programas clínicos de fecundación in vitro, pero consideró moralmente inaceptable la producción de embriones con fines de investigación, pues ello equivaldría a usar una «entidad humana genéticamente única» como un simple medio para un fin.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Hay directrices fuertemente restrictivas (las de la Cámara de Médicos de Alemania39, por ejemplo) y otras notablemente permisivas (las recomendaciones del Medical Research Council inglés36, deseoso de retener la supremacía británica en este campo). Unos ponen en primer plano el respeto al embrión y la protección de sus derechos potenciales. Los otros, guían sus decisiones por el imperativo tecnológico. A juzgar por lo que se publica, parece claro que son menos los que se inspiran en criterios de respeto (¿qué es o, más bien, quién es verdaderamente un embrión humano en sí mismo?) y que son más los que aplican criterios de utilidad40.
El plazo de 14 días es evaluado por algunos como un prudente compromiso para sosegar las diferencias de opinión entre los que protegen al embrión y los que desean experimentar sin trabas con él. Otros eligen ese plazo porque, en su opinión, marca el comienzo del desarrollo individual tal como señala la formación de la línea primitiva, eventualidad esta última que es índice, para otros, de la iniciación de la diferenciación del sistema nervioso o de la diferenciación en general del embrión41. Recientemente, se han levantado voces contra el límite de los 14 días, demasiado restringido, y se han hecho propuestas para posponerlo a alrededor del día 30, que es cuando se detecta por primera vez actividad eléctrica en el tejido nervioso; o al día 40, pues hasta entonces el aparato sensorial no se ha desarrollado en grado suficiente para percibir el dolor y, en consecuencia, la experimentación no infligiría sufrimiento físico42.
Así, pues, la capacidad de no ver en el embrión humano a un sujeto humano, de ignorar en él al más pequeñito de nuestros hermanos y, en consecuencia, de no tratarle humanamente, admite una amplia variedad de matices. La capacidad de disrespeto no parece agotarse. Hace poco tiempo, alguien ha propuesto una original y brillante «solución» a ciertos problemas prácticos de la fecundación in vitro: partiendo de la consideración de que el organismo embriofetal es, desde el punto de vista biológico e inmunológico, un alotrasplante, concluye que no parece incongruente tratarlo como tal desde un punto de vista legal. El embrión humano in vitro, equiparado a un órgano humano disponible para trasplantar, puede ser ofrecido, aceptado, rechazado, destruido, es decir, tratado como un objeto de transacción de acuerdo con la ley de trasplantes. La validez de este concepto quedaría refrendada por la opinión de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos que desde 1973 considera que los embriones humanos no están dotados de vida humana establecida y también por la aceptación general de la idea por el público43.
Hay quien, con no poco sentido común, se ha preguntado cómo es posible que en el Reino Unido la misma gente que acepta una ley de aborto que permite la destrucción de un feto hasta la edad de 28 semanas, se proponga aprobar una legislación que limita a dos semanas la edad de los embriones sometidos a experimentación44. Hay una explicación bien sencilla: el valor del embrión, y la consiguiente asignación de derechos o de respeto, parece depender de lo que los guardianes de la sociedad tienen en cada caso a la vista; el aborto o la fertilidad. No es fácil encontrar un ejemplo más demostrativo de relativismo ético abriéndose camino hacia la legislación.
La reconstrucción del respeto
Acabamos de ver, con datos y argumentos muy de hoy, la erosión que en los últimos años ha sufrido la actitud fundamental del respeto. Es la hora de proponer soluciones. La primera idea que puede acudir a nuestra mente es ésta: ante su indudable fracaso, tanto el respeto como actitud ética como la misma Declaración de Ginebra de 1948, deberían ser arrumbados y sustituidos por instrumentos más aptos para los tiempos que corren, tal como parece exigirlo el progreso técnico y el nuevo ethos de la Medicina.
En mi opinión no es ésa la solución. No es la solución, porque invocar el progreso técnico y la nueva moralidad defendida por ciertas corrientes de opinión que se declaran intérpretes auténticos de los nuevos rumbos de la Medicina, como criterios para la fijación de los principios éticos viene a equivaler a una declaración de inocencia para todo tipo de progreso y práctica médicos. Pero una cosa está clara: para los que estamos metidos en el análisis de las corrientes éticas de la Medicina de hoy, es evidente que el ejercicio de la Medicina no es –ni nunca lo ha sido– una actividad inocente, ni siquiera una actividad éticamente neutra. Hasta no hace mucho, la Medicina la hacían unos hombres en favor de otros hombres. En los últimos años, y cada vez más intensamente, la hacen en presencia y bajo el control del Estado. En cualquiera de esas situaciones, ni unos ni otros pueden dejar de tomar partido por alguna concepción del hombre y esa toma de postura es de efectos éticos inmediatos, es en sí misma una opción ética fundamental. Así, pues, la práctica profesional coloca al médico en un campo de fuerzas científicas, sociales y éticas del que no puede escaparse.
De vez en cuando, se reaviva el fuego de una polémica permanente: la posibilidad de una Ciencia o de una Medicina libre de valores, esto es, libre de convicciones antropológicas o de compromisos éticos. Una y otra vez, termina por demostrarse que la Ciencia y la Medicina, a pesar de su persistente esfuerzo por purificar de toda connotación extracientífica sus métodos y sus resultados, seguirán siendo siempre y de modo inevitable empresas humanas, hechas por hombres cuyas opiniones y creencias, o cuya falta de ellas, influyen sobre todas las fases del quehacer científico: en la selección y financiación de los temas que han de ser investigados o atendidos con más urgencia; en los modos de abordar metodológicamente los problemas; en el lenguaje con que se relatan los resultados y sus consecuencias; en la aceptación o rechazo de su publicación.
La Medicina es intrínseca e inevitablemente una actividad ética. Pero sucede, además, que la influencia social de la Medicina de hoy es tan grande, que la relación médico–enfermo no es ya una cuestión que se circunscribe a dos personas. Lo que hace el médico influye de modo decisivo en el ethos social45. Veámoslo con un ejemplo. Una actitud anuente del médico ante el aborto por demanda, ante el aborto libertario, consolida en la sociedad la noción de que la vida humana, y en concreto la del niño, es algo de poco valor, desechable, sustituible. Entonces, el niño compite, como un simple factor más de la cuenta de gastos e inversiones, con otros bienes deseables dentro del presupuesto, siempre tensado por las necesidades que la publicidad crea artificialmente. El niño termina por ser considerado como un objeto cuya adquisición se puede retrasar más o menos indefinidamente, pues es un gasto permanente, que, una vez hecho, ya no es permutable y que obliga a prescindir de muchos objetos y de algunas comodidades. Cuando la tensión entre nivel de vida y programación familiar alcanza un determinado nivel, el número óptimo de niños es cero46. Esto comienza ya a ser una realidad amenazadora en la República Socialista Soviética de Rusia. Ello, sin embargo, no puede alcanzarse sin la cooperación del médico, pues para lograr ese ‘óptimo’ se necesita el empleo a fondo de la anticoncepción y del aborto.
Así, pues, como el ejercicio de la Medicina no es ni inocente ni neutro, el médico tiene necesidad, para mantener su integridad profesional, de recuperar plenamente el respeto como actitud ética fundamental. Unas veces tendrá que ser el defensor del enfermo contra el propio enfermo o contra la familia o la sociedad. Otras, deberá defender a la sociedad de la conducta abusiva o irresponsable de simuladores y parásitos. El médico, con su respeto a la vida, a la integridad de la persona y a la salud del individuo y de la colectividad, está llamado a ser un agente moral de primer orden en la sociedad.
Hoy comienzan su carrera muchos nuevos estudiantes. A los que han elegido la de Medicina les supongo en posesión de una vocación irreprimible y sincera, tan necesaria para desafiar el incierto futuro profesional como para mantener siempre viva la insaciable sed de saber que exige el absorbente plan de estudios. Deberán, en consecuencia, cultivar, junto con el estudio, su calidad personal: atender a su crecimiento en actitudes y valores humanos.
En los años venideros, la tensión entre ética y posibilidades técnicas se irá atirantando cada vez más. No le faltarán entonces al médico ocasiones para demostrar la fibra moral de que está hecho. Considerémoslo a la luz de un ejemplo47. Se trabaja ahora con ahínco en la producción y ensayo de una píldora que es capaz, mediante una ingeniosísima combinación de una antiprogesterona y una prostaglandina, de producir una especie de disección bioquímica del anclaje de la placenta al endometrio, despegar con ello al embrión de hasta, al menos, 12 semanas de edad y expulsarlo después del útero. Hay quienes confían que este logro de la Farmacología acabará con las clínicas de abortos. La mujer podrá abortar en casa, pues no necesitará ayuda alguna para hacerlo. Confían también en que la nueva píldora hará desaparecer las secuelas psicológicas que se producen con tanta frecuencia en las mujeres tras la destrucción de una vida inocente. La significación de este procedimiento de aborto es sumamente importante: establecerá como un hecho socialmente admitido la noción de que el embrión humano es un simple producto de desecho. No sólo se cosifica al embrión, despojándole de su valor humano: se le reduce a la condición negativa de una excreta. Lo mismo que un laxante es capaz de exonerar de su contenido fecal al colon perezoso, la nueva píldora permitirá liberar al útero gestante del embrión que crece en él. Desconectado de la madre por un limpio mecanismo de competitividad molecular entre antihormonas y hormonas y catapultado hacia la red de alcantarillado por la acción de los estimuladores específicos del miocito uterino, el embrión termina su existencia sin pena ni gloria. La transmisión de la vida humana, la suprema capacidad del hombre de concrear hombres, esa participación en el poder creador de Dios, quedará convertida así en una función del mismo rango fisiológico, psicológico y moral que la micción o la defecación.
El advenimiento de esta píldora es saludado ya ahora como algo revolucionariamente innovativo y liberador. La propaganda que acompañará a su comercialización será masiva y brillante, y dirigida específicamente a paralizar la conciencia moral de mucha gente. Pero entonces el médico tendrá que seguir siendo fiel a su compromiso de respeto. Un embrión no es un producto de desecho, sino un ser humano, singular y completo en sí mismo. Sólo el respeto nos puede vacunar contra la insensibilidad y la indiferencia que adormecerán la conciencia de la mayoría. La práctica de la Medicina exigirá entonces, más que ahora, una gran medida de independencia intelectual y de juicio crítico, para que la presión psicológica del ambiente permisivo, que lo tolera todo menos la disidencia, no acorche la conciencia ni corrompa la inteligencia de los médicos.
Hay que recuperar el respeto y, con él, el honor de la profesión. Quizá algunos piensen que cuando en 1948, en Ginebra, para hacer universalmente aceptable la ética hipocrática, se transformó el Juramento en una promesa hecha por el propio honor, se perdió, con la referencia a Dios y para siempre, el sentido trascendente de la práctica de la Medicina. Esa me parece una interpretación válida quizás, pero excesivamente pesimista. Prefiero pensar que un hombre honrado, y el médico debe serlo, cuando promete algo por su honor se siente moralmente vinculado. Hay, me parece, una honradez humana que nunca ha necesitado de juramentos promisorios para obligarse al cumplimiento fiel y con sacrificios de lo prometido. El Señor, en el Sermón del Monte, decía a sus discípulos: Sea vuestro sí, sí; sea vuestro no, no48.
A los estudiantes que hoy empiezan su carrera de Medicina puedo asegurarles que siempre harán falta médicos, muchos médicos, que, además de poner cada día en el ejercicio de su profesión su competencia científica y su habilidad técnica, inspiren su conducta en la inagotable fuerza de este precepto voluntariamente abrazado: «Libremente y por mi honor prometo mantener el máximo respeto hacia la vida humana desde el momento de la concepción».
Notas
(1) Véase Pellegrino ED, Thomasma DC. A Philosophical basis of medical practice. Toward a philosophy and ethics of the healing professions. New York, Oxford University Press. 1981, y especialmente el capítulo 9: A philosophical reconstruction of medical morality, PP. 192–220.
(2) La más completa antología de juramentos, oraciones y códigos, con interesantes comentarios, se encuentra en Etziony MB. The Physician’s Creed. An anthology of medical prayers, oaths and codes of ethics written and recited by medical practitioners through the ages. Springfield, Ill. C.C. Thomas, 1973.
(3) Véase Encyclopedia of Bioethics, dirigida por WT Reich, New York, The Free Press, 1978. En el apéndice: Codes and statements related to medical ethics se presta particular atención a los tiempos modernos. Ni en la clásica Medical Ethics de Thomas Percival (Percival’s Medical Ethics, editada por CD Leake, Baltimore, Williams & Wilkins, 1927), ni en los Elementos de Moral Médica, de Félix Janer, Barcelona, J. Verdaguer, 1831, se hace mención del respeto.
(4) La traducción oficial española aparece en Deontología, Derecho, Medicina. Madrid, Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid. 1977, pág. 29. Se prepara por la Asociación Médica Mundial la edición del WMA Handbook of Declarations, que contendrá todas las Declaraciones en sus tres lenguas oficiales (inglés, francés y español).
(5) Consejo General de los Colegios Oficiales de Médicos. Código de Deontología Médica. Madrid. Publicado por el mismo Consejo. 1979.
(6) Collegi Oficial de Metges. Normes de Deontología. Barcelona, 1979.
(7) Federación Médica Colombiana. Normas sobre Ética Médica. Ley 23 de 1981. Seguros Médicos Voluntarios, sin lugar ni fecha de edición.
(8) International Council of Nurses. Code for Nurses. 1973, reproducido en Reich WT. ed. Encyclopedia of Bioethics, pp. 1788–9.
(9) Lortat–Jacob, JL. Guide Européen d’Etique et de Comportament professionel. Paris. Sin fecha de edición. Esta Guía fue presentada por el Prof. Lortat–Jacob a la Conferencia Internacional de Ordenes Médicas y de Organismos de atribuciones similares. El 14 de enero de 1980, la Conferencia adoptó el Preámbulo, donde se contienen las palabras citadas textualmente.
(10) Lortat–Jacob, JL, o.c. en (9). Por diferencias de opinión, el texto de la Guía no pudo ser adoptado por unanimidad, aunque todos los participantes decidieron que se publicara bajo la firma del Presidente Lortat–Jacob. En el capítulo 1 de la Guía: Respeto a la vida y a la persona humana se contiene la idea del respeto como eje rector de la ética médica.
(11) Sobre la diferencia específica entre ethos como ambiente general ético de la profesión y Ética médica como disciplina formal, ver Pellegrino y Thomasma, o.c. en (1), el capítulo 1: Medicine and Philosophy, pp. 9–38. Para una presentación sencilla, puede verse: Gillon, R. Medical Oaths, declarations and codes. Br Med J 1985; 290: 1194–5, y también Conscience, good character, integrity, and to hell with philosophical medical ethics? Ibíd. 1497–8.
(12) Hervada J, Zumaquero JM. Textos internacionales de Derechos humanos. Pamplona, Eunsa, 1978.
(13) Konald D. Codes of Medical Ethics. I History. En Reich WT. o.c. en (3), pp. 162–71.
(14) Me parece interesante añadir, en este contexto, el importante esfuerzo «desmitificador» que la crítica textual ha aplicado al Juramento de Hipócrates. Junto a las legítimas argumentaciones de tipo filológico e histórico, se ha producido un ataque frontal a la significación histórica y a la vigencia práctica de los preceptos incluidos en el propio juramento. Véase en este sentido la obra, recientemente publicada, de P. Carrick, Medical Ethics in Antiquity: Philosophical perspectives on Abortion and Euthanasia. Dordrecht, Reidel, 1985, en que se viene a afirmar que la Medicina nunca llevó una vida inocente y que los preceptos de corte hipocrático fueron ignorados o burlados sistemáticamente.
Acerca de la significación que para el público general tiene la tradición hipocrática, véase: Ratner H. In search of the hippocratic tradition. Chicago, Americans United for Life. Law and Medicine series nº 6, sin fecha de edición.
(15) Farley MA. Sexual ethics, en Reich WT, (3), 1586.
(16) Donagan A. The Theory of Morality. Chicago. Chicago University Press, 1979, p. 66.
(17) Laín Entralgo P. La relación médico–enfermo. Madrid. Revista de Occidente, 1964, p. 200. Más extensamente, el propio Laín en su Sobre la Amistad, misma editorial, 1972, trata este tema en el cap. VI: La amistad en el mundo moderno: Kant, pp. 101–121.
(18) Escrivá de Balaguer JM. El respeto cristiano a la persona y a su libertad, en Es Cristo que pasa. 5.ª ed. Madrid, Rialp, 1973, n. 72.
(19) Richmond JB. Patient reaction to the teaching and reserch situation. J Med Educ 1961; 36: 347–52.
(20) Benarde MA, Mayerson EW. Patient–Physician negotiation. JAMA 1978; 239: 1413–5.
(21) Chawshaw R. Humanism in Medicine. The rudimentary process. New Eng J Med 1975; 293: 1320–2.
(22) Véase Von Hildebrand D. Sittliche Grundhaltungen. Regensbur: J. Habbel, 1969. En concreto, el capítulo 1. Ehrfurcht, pp. 9–21.
(23) Sobre la philía al hombre y al arte de curar. v. Laín, La relación... (o.c.) pp. 39–59 que contienen un comentario a esta famosa sentencia de los Precepta hipocráticos.
(24) Kessler RH. Gunpowder altered the physician’s wartime role. Should nuclear weapons change it again? Arch Intern Med 1983; 143: 784–6.
(25) El art. 20.º del Código de Deontología Médica dice: «El Médico podrá negarse a prestar su asistencia, cuando esté convencido de que no existen las relaciones de confianza indispensables entre él y el paciente, a condición de advertir de ello al enfermo o a sus familiares o allegados, y asegurar la continuidad de los cuidados y proporcionar todos los datos útiles al Médico que le sustituya».
(26) Bolt, RO. A man for all seasons. A play in two acts. New York, Random House, 1962, Preface, pp. xi–xiii.
(27) A este propósito dice J. Pieper en su Tratado de las Virtudes Fundamentales. La Prudencia, al hablar de la idea cristiana del hombre: ¿Por qué no han de existir en un mundo descristianizado unas leyes lingüísticas demoníacas, merced a las cuales lo bueno le parezca al hombre en el lenguaje como algo ridículo? Véase también en Daly CB, Moral, law and life, Chicago, Scepter, 1966, pp. 15–19, cómo la técnica de las definiciones persuasivas y el uso deliberado de los sintagmas «que pringan» y los «que ensalzan» ha jugado un papel decisivo no sólo en la discusión filosófica sino también en la publicidad de la nueva moral.
(28) Sosnowsky JR. «The pursuit of excellence» Have we apprehended and comprehended it? Am J Obstet Gynecol 1984; 150: 115–9.
(29) «El desarrollo de un individuo comienza con la fecundación». Así son las primeras palabras del libro de Langman J. Embriología humana. 3.ª ed. Madrid. Interamericana, 1976.
(30) A propósito del tono agresivo, intimidante, que utilizan algunas publicaciones científicas contra los que disienten de sus puntos de vista paracientíficos (éticos, por ejemplo), creo interesante destacar el caso de la prestigiosísima revista Nature. La línea editorial, llena de pasión, contrasta con la solidez científica de sus artículos y con la ecuanimidad con que recoge en su correspondencia las cartas de los lectores que no comparten los conceptos vertidos en sus artículos editoriales y en las noticias del mundo científico.
(31) Asociación Médica Mundial. Declaración sobre el Aborto terapéutico. Oslo, 1970. En Deontología, Derecho, Medicina, cit. en (4), pp. 45–46.
(32) Cfr. Mt. 25, 40.
(33) Smith T. Experiments on embryos: do they have rights? J Roy Soc Med 1985; 78: 503–4.
(34) Réponse des Évéques de Grande–Bretagne au Rapport Warnock. La Documentation Catholique 1985 nº 1893, pp. 392–401.
(35) Report of the Committee of inquiry into Human Fertilization and Embryology. (Chairman Dame Mary Warnock). Cmnd 9314. Londres: HMSO, 1984.
(36) Report of inquiry into Human Fertilization and Embryology. Medical Research Council’s Response. Lancet 1985; i: 270.
(37) Ethics Advisory Board (DHEW). HEW support of research involving human in vitro fertilization and embryo transfer. Washington DC: US Government Printing Office, 1979.
(38) Committee to consider the social, ethical and legal issues arising from in vitro fertilization (Chairman, Louis Waller). Report on the disposition of embryos produced by in vitro fertilization. Melbourne: Government of Victoria, 1984.
(39) Aerztliche, ethische und rechtliche Probleme der Extrakorporalen Befruchtung. In–vitro–Fertilization und Embryo–Transfer. Beschluss. 88. Deutscher Árztetag in Lübeck–Travemünde, 13. Mai, 1985.
(40) Anónimo. Embryo Research. Lancet 1985; i: 255–6.
(41) Gill PW. Embryo research. Lancet 1985; i: 522.
(42) Una nebulosa exposición de las incertidumbres que afectan a la mentalidad gradualista en torno a la condición humana y a los derechos del embrión en Grobstein C. Rights in the womb, en el número de abril de 1982 de The Sciences, pp. 6–8.
(43) Gleicher N. The fetus is a graft, both biologically and legally. Fertil Steril 1984; 42: 824–5.
(44) Molloy BS. One law for conceptus, one for abortus. Lancet 1984; ii: 231.
(45) Gsell O. Einldhrung in die «Richtlinien zur ärztlichen Ethik» der Schweizerischen Akademie der medizinischen Wissenschaften. Bulí Schweiz Akad Med Wiss 1980; 36: 343–53.
(46) Schooyans M. L’avortement. Approche politique. 3.ª edición. Louvain–la–Neuve. Université Catholique de Louvain, 1981.
(47) Early termination of pregnacy by RU 486. Lancet, 1984; ii: 1351.
(48) Mt. 5, 37.