La muerte ante los jueces: la ayuda al suicidio, los médicos y la ley
Leon R. Kass y Nelson Lund.
Publicado en Commentary 1996 (Dic.): 17-29.
Traducción: Antonio Pardo.
Leon R. Kass, médico de amplia experiencia y bioquímico, es profesor de la cátedra Addie Clark Harding en la Universidad de Chicago. Sus contribuciones a Commentary incluyen "Muerte con dignidad y santidad de vida" (marzo de 1990) y "El suicidio es fácil" (diciembre 1991). Nelson Lund es filósofo político y profesor de derecho en la Escuela de Derecho de la Universidad George Mason. Una versión algo diferente de este artículo se ha publicado en Duquesne Law Review35 (1): 395-425.
Estamos seguros de que moriremos. Pero no lo estamos ni de cómo ni de cuándo. Como queremos vivir y no morir, acudimos a la medicina para retrasar lo inevitable. Sin embargo, el éxito creciente de la medicina en prolongar la vida se ha conseguido a un precio muy caro, pagado con la moneda de cómo morimos: a menudo en condiciones de sufrimiento y dolor sin alivio, incapacidad completa, y pérdida del control sobre nosotros mismos. Mientras la mayoría de las personas todavía espera ulteriores triunfos de la medicina en su guerra contra la mortalidad, muchos estadounidenses desean cada vez más poseer mayor dominio sobre el fin de su vida. Algunos incluso prefieren elegir la muerte para evitar molestias prolongadas. Irónicamente, para conseguir esto también buscan ayuda del arte de la medicina, originalmente enemiga de la muerte. La gente ya no habla sólo de rehusar el tratamiento médico. Las peticiones actuales solicitan el suicidio asistido y la eutanasia.
Casi todo el mundo reconoce que tales prácticas suscitan profundas cuestiones morales y sociales: la dignidad humana, el valor sagrado de la vida, la moralidad del suicidio, la ética de la medicina, la protección de los vulnerables, el deber de cuidar, y la obligación del gobierno de controlar el uso de fuerzas letales y de proteger la vida del inocente. Pero, a causa de la naturaleza de nuestro sistema político, en Estados Unidos las grandes cuestiones morales a menudo se reformulan en términos de derechos individuales. Como era de esperar, las complicadas y delicadas cuestiones que rodean el fin de la vida se analizan ahora en el contexto de una petición del "derecho a morir". Para afianzar tal derecho contra la interferencia gubernamental, los protagonistas han acudido a los tribunales. Y así, las cuestiones disputadas sobre la muerte y el morir se han convertido ahora en materia para un juicio constitucional.
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos decidirá pronto si promulgar una nueva doctrina constitucional que termine de hecho con la capacidad de los gobiernos estatales para interferir en los suicidios ayudados médicamente. Si el Tribunal da este paso, los jueces serán en adelante los responsables de resolver algunos de los aspectos más delicados de la relación entre los médicos y sus pacientes. Hay buenas razones para temer que el resultado sería un desastre.
El trasfondo legal
Como la mayor parte de los estados, Nueva York y Washington poseen estatutos que consideran un crimen para cualquier persona el ayudar a otra a cometer suicidio. Estos estatutos han sido declarados inconstitucionales por la Sala Segunda y la Sala Novena de los Tribunales de Apelación de los Estados Unidos, y sus decisiones se encuentran ahora ante el Tribunal Supremo. Hay varios enfoques legales diferentes que el máximo Tribunal puede adoptar.
Podría concluir que la Constitución simplemente no crea ningún derecho a cometer o a intentar el suicidio y, por tanto, no crea ningún derecho a ayudar o a obtener ayuda para cometer el suicidio. Tres hechos apoyan fuertemente esta conclusión. En primer lugar, la Constitución calla sobre la cuestión del suicidio. En segundo lugar, las leyes contra la ayuda al suicidio eran comunes cuando fueron ratificadas la Constitución y sus Enmiendas posteriores. Y, por último, no hay ningún precedente del Tribunal Supremo que reconozca tal derecho. Estos antecedentes ya han inducido de hecho al juez Antonin Scalia a anunciar que "los tribunales federales no tienen nada que decir en este asunto".
Si una mayoría de los jueces se unen a Scalia para llegar a esta conclusión, las cuestiones discutidas en este ensayo no se referirán directamente al análisis del Tribunal. Sin embargo, no es seguro, y ni siquiera probable, que apoyen la postura de Scalia. Tal como sugieren las resoluciones de las salas Segunda y Novena, existen varias doctrinas constitucionales que pueden extenderse de modo que invaliden estatutos tales como los existentes en Nueva York y Washington.
El Tribunal Supremo puede juzgar, por ejemplo, que los estatutos que prohíben la ayuda al suicidio violan la Decimocuarta Enmienda, dado que ésta prohíbe a los gobiernos estatales negar a cualquier persona el derecho a la "protección igual de las leyes". Éste fue el enfoque adoptado por la Sala Segunda, que sostuvo que el estatuto de Nueva York sobre la ayuda al suicidio discrimina irracionalmente entre los pacientes terminales con sistemas de soporte vital (que pueden acabar con sus vidas ordenando la retirada de tales tratamientos) y los pacientes terminales que no tienen esta opción porque no están conectados a sistemas de soporte vital.
La Sala Segunda reconoció, sin embargo, que podría anular la distinción creada por los estatutos sólo si no hubiera ninguna prueba de conexión razonable con ningún interés legítimo del estado. Al aplicar esta prueba de existencia de bases racionales, el Tribunal Supremo ordinariamente considera con gran deferencia la opinión de las legislaciones estatales, y hay abundantes razones legítimas para justificar los estatutos que proscriben la ayuda al suicidio. Quizá la más obvia es el interés del estado, que discutiremos con detalle más adelante, en conservar la valiosa distinción de sentido común que los médicos han establecido siempre entre dejar que la naturaleza siga su curso con un paciente gravemente enfermo y dar los pasos necesarios para matar a ese paciente.
Una argumentación diferente, desarrollada por la Sala Novena cuando invalidó el estatuto de Washington, partiría, no de la cláusula de igual protección de la Decimocuarta Enmienda, sino de la cláusula del debido proceso. Esta cláusula prohíbe a los gobiernos estatales privar a cualquier persona de la vida, la libertad, o la propiedad sin el debido proceso legal. En Roe v. Wade (1973) y casos subsiguientes, el Tribunal Supremo interpretó que esto significa que los gobiernos tienen grandemente recortada su capacidad de interferir con la libertad de las mujeres para abortar. En Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania v. Casey (1992), la decisión más reciente del Tribunal acerca del aborto, el derecho constitucional en cuestión era descrito en un determinado momento como "el derecho a definir su propio concepto personal de la existencia, de su significado, del universo, y del misterio de la vida humana".
Uno puede concluir de este pasaje que una decisión de cometer suicidio, del mismo modo que una decisión de abortar, está arropada por un derecho judicialmente reconocido a tomar decisiones privadas acerca del misterio de vida humana. Si el Tribunal Supremo se inclina por apoyar esta conclusión, entonces también pueden quedar anuladas las restricciones legales al suicidio y, al menos, al acceso a algunas formas de ayuda médica al suicidio.
Aunque resulta concebible que el Tribunal puede dar este paso, sería un salto tremendo e innecesario. El pasaje sobre el "misterio de vida humana" en el caso Casey carece de fuerza como precedente, porque no formaba parte del razonamiento que llevaba a la sentencia. El Tribunal del caso Casey, además, subrayó que su postura se encontraba forzada en buena medida por el precedente del caso Roe v. Wade. Cuando se leen los argumentos del caso Casey en su integridad, queda claro que no implican ninguna extensión de la doctrina del debido proceso más allá del contexto del aborto.
Una fuente mucho más sólida para guiarnos en la cuestión de la ayuda al suicidio se puede hallar en la argumentación del Tribunal Supremo sobre el "derecho a morir" en el caso Cruzan v. Director, Missouri Department of Health (1990). En este caso, el Tribunal rechazó la pertinencia del derecho a la intimidad invocado en las decisiones sobre el aborto. En vez de esto, la sentencia del caso Cruzan sostuvo que, aunque la cláusula del debido proceso protege el "interés de la libertad" de un individuo que se niega a tratamientos médicos no deseados, los gobiernos estatales son todavía libres para insistir en que los pacientes comatosos continúen recibiendo tratamientos de soporte vital a menos que haya evidencia clara y convincente de que el paciente habría querido que se retiraran dichos tratamientos. Aunque el Tribunal no sostuvo que haya un derecho constitucional a rehusar tratamientos médicos no deseados, tampoco mostró ninguna señal de especial repugnancia encaminada a no llegar a esa conclusión en un caso en que la cuestión pudiera presentársele adecuadamente. Un miembro de la mayoría del tribunal de cinco jueces, además, pareció concluir que la Constitución protege la "libertad (del paciente) de determinar el curso del propio tratamiento".
Como se sigue en buena lógica, un derecho a controlar el tratamiento médico personal no implica un derecho a cometer suicidio. Intuitivamente, sin embargo, hay un paso relativamente corto de reconocer un derecho a rehusar los medicamentos necesarios para mantenerse con vida a reconocer un derecho a ingerir los medicamentos que acabarán con la vida. Si la justificación para pedir al gobierno una buena razón para invadir tu cuerpo es que ese es tu cuerpo, entonces parece seguirse que habría que exigir que el gobierno ofreciera una buena razón antes de que te prohibiera invadir tu propio cuerpo. Así, parece bastante probable, e incluso completamente inevitable, que el Tribunal Supremo decida que la Constitución obliga al gobierno a dar una buena razón para interferir con la decisión de una persona que quiere suicidarse, por lo menos cuando esa decisión se encuentra apoyada por razones tales como el deseo de evitar un dolor torturante.
Suponiendo que el Tribunal concluyera que algún tipo de derecho al suicidio está protegido por la Constitución, no obstante, pretendemos que el Tribunal debería mantener los estatutos que prohíben la ayuda al suicidio. O, con otras palabras, que el interés gubernamental en mantener una normativa clara contra la ayuda a los suicidios es suficiente para contrapesar cualquier "interés de la libertad" mediante el debido proceso que un individuo pudiera tener para obtener tal ayuda. En el texto que sigue, no pretendemos catalogar todas las razones que un estado puede formular en defensa de un estatuto contra la ayuda al suicidio, sino que más bien nos centraremos en un grupo particular de intereses que tienden a ser desdeñados o subestimados en las discusiones legales. Este abandono es una cuestión seria porque la ley usualmente se fija en los derechos individuales, que son abstracciones, y hace fácil que no se comprenda adecuadamente cómo afectarán decisiones como la que ahora discutimos a los mismos hombres e instituciones cuyos derechos tratan de aclarar los tribunales.
La ayuda médica al suicidio y la ética médica
Aunque los estatutos de Nueva York y Washington prohíben la ayuda al suicidio en general, el resultado práctico de la decisión del Tribunal se limitará casi completamente a la profesión médica. Es concebible, por supuesto, que alguien quisiera inducir a otro a dispararle un tiro en la nuca, pero este tipo de petición será extremamente raro. Es más realista que miembros de la familia se vean solicitados a veces para buscar (y quizá incluso administrar) venenos. Pero este fenómeno se encuentra limitado tanto por el desagrado relativo a los venenos disponibles al público general como por la repugnancia natural de la mayor parte de los miembros de la familia a verse implicados directamente en la muerte de sus parientes.
Lo que verdaderamente se cuestiona aquí es la ayuda médica al suicidio. Los médicos —y aquellos, como enfermeras y farmacéuticos, que generalmente trabajan bajo su supervisión— detentan el monopolio legal sobre los medicamentos mortales más deseables, y controlan las situaciones en que se puede matar a las personas (o ayudar a matarlas) con las mínimas complicaciones y desórdenes para todos los implicados. Además, los médicos se encuentran psicológicamente bien entrenados para desempeñar este papel porque se encuentran normalmente investidos con el aura confortable creada por su usual función terapéutica, mientras mantienen suficiente distancia con el paciente como para evitar los traumas especiales que pueden surgir cuando los parientes se encuentran implicados en ayudar a morir a una persona enferma. La participación del médico puede hacer más higiénico e incluso consagrar todo este asunto.
Por todas estas razones, el Tribunal debe prestar especial atención a los efectos que su decisión tendrá sobre la profesión médica.
Autorizar la ayuda médica al suicidio requeriría que el Tribunal subvirtiera un tabú centenario contra el asesinato médico, un tabú que muchos entienden que es una de las piedras angulares de la ética médica. Este tabú es por lo menos tan antiguo como el Juramento hipocrático, donde se encuentra formulado en su forma más conocida, donde, como primera promesa negativa de autocontrol profesional, se afirma lo siguiente: "A nadie le daré una droga mortal, aunque me lo pida, ni haré sugerencias en ese sentido... Guardaré mi vida y mi arte en pureza y santidad". Esto es claramente una garantía contra la práctica la eutanasia, incluso a petición, y contra la ayuda o incluso la sugestión del suicidio a un paciente que lo desee.
Esta prohibición profesional autoimpuesta, que no era requerida por las leyes griegas o por las costumbres de esa época, se encuentra enraizada en profundas percepciones sobre la naturaleza de la medicina. En primer lugar, reconoce la peligrosa neutralidad moral de la técnica médica: los medicamentos pueden tanto curar como matar. Sólo si los medios empleados sirven para un fin profesionalmente apropiado, la práctica médica será ética. Consecuentemente, el Juramento prohíbe ayudar al suicidio porque el fin que la técnica médica sirve propiamente —la integridad y el buen funcionamiento del cuerpo humano vivo— se vería negado si el médico se ocupara de proporcionar consejos o medicamentos que produjeran la muerte.
Y, en segundo lugar, y lo más importante de todo, el tabú contra la eutanasia y la ayuda al suicidio —así como los tabúes contra la violación de la confidencia del paciente y contra la mala conducta sexual, enunciados más adelante en el Juramento— se dirige a evitar un evidente "riesgo profesional" al que el médico en ejercicio es especialmente proclive: la tentación de aprovecharse de la vulnerabilidad e indefensión que la práctica de la medicina requiere de los pacientes. Como los pacientes necesariamente comunican al médico detalles privados e íntimos de su vida personal, y necesariamente exponen sus cuerpos desnudos a la mirada objetivante del médico y a sus manos investigadoras, necesariamente exponen y confían el cuidado de sus mismas vidas a la habilidad del médico, a su técnica, juicio, y capacidades. Conscientes del significado de tal exposición y vulnerabilidad, y conscientes también de su propia inclinación como seres humanos al error y a la equivocación, los médicos hipocráticos establecen voluntariamente límites fijos a su propia conducta, intentando no aprovecharse de, o no violar la, intimidad del paciente, su sexualidad desnuda, o su misma vida.
La negativa de los médicos hipocráticos antiguos a ayudar al suicidio no formaba parte de un enfoque agresivo, que podríamos llamar "vitalista", con respecto a la muerte de sus pacientes o de una negativa a aceptar la mortalidad. Por el contrario, comprendiendo bien los límites del arte médico, se negaron a intervenir agresivamente cuando juzgaban que el paciente era incurable, y consideraron impropio prolongar el proceso natural de morir cuando la muerte era inevitable. Al insistir en la importancia moral de distinguir entre dejar morir (a menudo no sólo permisible sino laudable) y causar activamente la muerte (no permisible), se protegían a sí mismos y a sus pacientes de sus posibles debilidades y errores, preservando así la integridad moral ("la pureza y santidad") de su arte y profesión.
Que el Juramento y su visión ética de la medicina son producto de la antigüedad clásica griega nos recuerda que la prohibición de la ayuda médica al suicidio no era y no es únicamente el resultado de impulsos religiosos. El Juramento es fundamentalmente pagano y médico, y no tiene ninguna conexión con la religión bíblica ni con las doctrinas judeocristianas de la santidad de la vida humana. Tampoco es el Juramento un producto meramente local de la cultura griega antigua. No obstante, el hecho de que comience por invocar a Apolo y a otras deidades a las que nadie tributa culto hoy, refleja y articula una visión del arte de la medicina coherente, racional, y verdaderamente sabia. Por esta razón ha sido ampliamente aceptado en Occidente como a un documento válido para todos los tiempos y lugares.
EL juramento hipocrático también proscribe participación del médico en la práctica de abortos. Antes de Roe v. Wade, este tabú gobernó la práctica médica americana, pero, a partir de entonces, ha sido abandonado. Por esta razón, algunos comentaristas rechazan el Juramento hipocrático como anticuado, y consideran su prohibición de ayudar al suicidio como irrelevante para nuestra época, moralmente más pluralista. La Sala Novena, por ejemplo, afirmó que después de Roe, "los médicos empezaron a practicar rutinariamente los abortos y la integridad ética de la profesión médica no sufrió menoscabo". Pero el tribunal no citó evidencia alguna para apoyar esta conclusión llena de ligereza, y hay, de hecho, fundamentos para afirmar lo contrario. Hoy se lleva a cabo un número masivo de abortos, mucho mayor que el originalmente esperado, y por razones que inicialmente no se consideraban apropiadas. Además, la aceptación del aborto por parte de los médicos sería en parte responsable del reciente debilitamiento de la aversión de la profesión a causar la muerte, dado que los médicos que hoy desean practicar la eutanasia ingresaron en la profesión en su mayoría después de la sentencia Roe. De hecho, uno de los argumentos ofrecidos hace 25 años contra la autorización para que los médicos ejecutaran abortos era que esto llevaría inevitablemente a los médicos a ejecutar la eutanasia. Estando a más de medio camino por esta pendiente deslizante, al menos habría que considerar una pregunta abierta si la integridad ética de la profesión médica "no ha sufrido menoscabo".
Independientemente de esta cuestión, el tabú contra el asesinato médico no está ligado únicamente al venerable, pero ahora parcialmente comprometido Juramento hipocrático. Esta prohibición se ha reafirmado en numerosos códigos profesionales y declaraciones de principios. El Código de Ética Médica de la Asociación Médica Americana, por ejemplo, prohíbe muy explícitamente la ayuda médica al suicidio, apoyándose en que es "fundamentalmente incompatible con el papel del médico como curador, sería difícil o imposible controlar, y supondría serios riesgos sociales". Las declaraciones de la AMA han reiterado repetidamente esta posición, siendo la más reciente una respuesta del mes de junio pasado a las decisiones de las Salas Segunda y Novena.
Algunos pretenden ahora calificar estas enseñanzas como mero residuo de la tradición, y argumentan que los tiempos han cambiado. Pretenden que la sabiduría recibida de la profesión médica, diga lo que diga Hipócrates, no es sabiduría para hoy. Actualmente, los pacientes mueren de modo diferente, en su mayor parte en instituciones, y la mayoría de las muertes están en conexión con decisiones acerca de no aplicar o retirar intervenciones tecnológicas. Nuestra población ahora es vieja y sufre cada vez más demencias y enfermedades crónicas y degenerativas. El costo de los cuidados médicos es sumamente alto, sobre todo el empleado en el año último de la vida. Muchos temen una muerte hipermedicalizada y un proceso de morir alargado, hecho posible por los nuevos avances tecnológicos tales como respiradores, desfibriladores, dializadores, y sistemas de alimentación artificial.
El suicidio está despenalizado hace mucho, y hemos reconocido la importancia de la autonomía del paciente en el proceso de decisión médica, especialmente al final de vida. Hemos establecido derechos legales claros a rechazar y a detener las intervenciones médicas, aunque la muerte sea un resultado probable. Los testamentos vitales y las órdenes anticipadas de tratamiento que protegen nuestros deseos si nos volvemos incapaces tienen fuerza legal en casi todos los estados. Pero, aunque el movimiento de los hospice y los adelantos en el control del dolor ya hacen posible una muerte físicamente confortable para la mayoría de personas, algunos quieren todavía el derecho a obtener ayuda médica para cometer suicidio y también a que los médicos les maten directamente. Las encuestas de opinión pública, aunque deben tomarse con precaución, parecen indicar una reclamación de tal derecho. Además, muchos médicos aparentemente desean no sólo acceder a las peticiones de medicamentos mortales, sino también administrarlos a pacientes incapaces de tomárselos por sí mismos. Algunos médicos, dicen, lo están haciendo ya así en secreto.
Para abreviar, si el argumento es válido, el antiguo tabú contra la ayuda médica al suicidio y la eutanasia es ahora un obstáculo para una muerte humana. ¿Qué perderíamos si los tabúes caen en desuso?
La respuesta es que se perderían grandes ventajas. Una sencilla reflexión, respaldada por la evidencia empírica, hace evidentes algunas consecuencias obvias, probables, y serias para el bienestar de los pacientes y para la misma práctica médica.
Una vez que se hace posible pensar en la muerte como una "opción terapéutica" en el arsenal del médico, casi con absoluta certeza veremos un gran aumento de los suicidios y de las muertes ayudadas por el médico, mucho más allá de los pocos y limitados tipos de casos ahora invocados para justificar un cambio en la ley. Se verán alterados los motivos de actuación, no sólo para los pacientes, dada su nueva libertad para elegir la muerte, sino también para los médicos, familias, hospitales, servicios de salud, y compañías de seguros.
Es especialmente importante fijarnos en esos nuevos motivos, que operan casi invisiblemente y son por eso fáciles de olvidar, sobre todo cuando nos preocupamos de los casos extremos —los que siempre se invocan para ganar simpatías para eliminar la prohibición contra la ayuda al suicidio—. Pero estos pocos pacientes atrapados en situaciones médicas genuinamente angustiosas llegarán a ser difíciles de separar, tanto desde el punto de vista lógico como práctico, de innumerables "candidatos" potenciales para la ayuda a la muerte, cuyo tratamiento se verá ciertamente afectado por el cambio de motivaciones. Quizá no haya ningún área de la jurisprudencia en la que sea más ominosamente verdadero que los casos angustiosos provocan malas leyes.
Muchas familias y médicos pensarán que la opción de la muerte a petición es una oportunidad para liberarse de las cargas emocionales que comporta el cuidado de los pacientes difíciles o incurables. Otros podrán evitar grandes costos económicos o conseguir mejoras financieras si el fallecimiento tiene lugar antes, sobre todo cuando una herencia se verá en serio riesgo por el gasto de los cuidados en una enfermedad de larga duración. Incluso cuando los parientes y los médicos no sean plenamente conscientes de que sucumben a tales tentaciones, se verán, sutil pero ciertamente, empujados en esa dirección.
Como el arreglo del suicidio es fácil y barato, en muchos casos reemplazará el empleo de los hospice y de otras formas humanamente comprometidas de cuidados paliativos, pues habrá muchos menos incentivos económicos para continuar elaborando y financiando sistemas sociales o institucionales para proporcionar cuidados humanos al moribundo. La carencia de seguro médico ya impide a muchas personas gozar de cuidados terminales adecuados. De hecho, las presiones para reducir costos ya ejercidas sobre los médicos por aseguradoras y hospitales producen ahora cuidados subóptimos incluso para muchos asegurados. En nuestro nuevo clima médico-económico, con servicios de salud y hospitales con ánimo de lucro, quitar la prohibición de la ayuda médica al suicidio se hace incluso más peligroso: una muerte rápida será a menudo la "opción terapéutica" más efectiva para su costo y, por tanto, se empleará cada vez más frecuentemente, especialmente si nuestra sociedad se mueve, como parece probable, hacia alguna forma de racionamiento explícito de los cuidados médicos terminales.
Quienes proponen la ayuda al suicidio se opondrán a estas preocupaciones recordándonos que es sólo el paciente quien se encontrará legalmente capacitado para realizar la petición de medicación letal. Señalarán que la preocupación por el bienestar económico de los herederos no es un motivo desdeñable para elegir una muerte anticipada, y que no es irracional tratar de ahorrar dinero para la educación de un nieto en vez de malgastarlo en seis meses más de vida en estado miserable. Pero tales argumentos, aunque sólidos en teoría, idealizan ingenuamente la situación usual de los pacientes gravemente enfermos.
El ideal de la autonomía racional, tan querido por los teóricos legales, raramente existe en la práctica real de la medicina. La enfermedad casi invariablemente significa dependencia, y dependencia significa confiar en el consejo del médico y de la familia. Esto es especialmente verdadero con los enfermos graves o terminales, que también padecen con frecuencia depresión o disminución de la capacidad mental que nublan el propio juicio o debilitan las resoluciones personales. Con pacientes así limitados —desvalidos en su capacidad de acción y sin saber qué pensar acerca de su vida— alguien que se beneficiará de su muerte no necesita proceder mediante una coacción abierta. Más bien, las solicitudes de ayuda al suicidio se podrán forjar, y lo serán de hecho, de un modo más sutil. Para alterar e influir en las elecciones, los médicos y las familias no necesitan conducirse movidos enteramente por bajos motivos ni incluso ser conscientemente manipuladores. Sugerencias discretas y de claro significado, o incluso cambios inconscientes de la expresión, los gestos, y el tono de voz, pueden mover a un paciente dependiente y sugestionable a elegir la muerte. Simplemente haciendo la ayuda al suicidio una opción disponible para personas gravemente enfermas, tal como Yale Kamisar escribió hace tiempo, nosotros no eliminamos, en el proceso, a quienes no estén verdaderamente cansados de la vida, pero piensan que otros están cansados de ellos; algunos que realmente no quieren morir, pero que se dan cuenta de que no deberían vivir, ¿por qué deberían seguir viviendo si hacerlo así cuando existe la alternativa legal de eutanasia es un acto egoísta o cobarde?
Cualquiera que sepa algo de la vida real de los ancianos y de los incurables sabe que muchos de ellos experimentarán —y se les ayudará a experimentar— su derecho a escoger la muerte ayudada por el médico como un deber.
En la mayor parte de las situaciones médicas, la suposición ideal de igualdad entre médico y paciente y la de autonomía del paciente es de hecho falsa. Esto es así incluso suponiendo que el paciente goza de relativamente buena salud y que hay una relación íntima médico-paciente de larga duración. Pero con el enfermo grave, el hospitalizado y, más aún, con la mayoría de los pacientes que son tratados por médicos que los conocen poco o nada, muchas opciones por la muerte tomadas por pacientes presuntamente autónomos no serán ni verdaderamente libres ni totalmente informadas.
Los médicos detentan el monopolio de la información necesaria: pronóstico, alternativas de tratamiento, y sus costes y molestias. Como muchos técnicos expertos, son geniales a la hora de idear opciones que garanticen un resultado particular. Esto lo hacen ya cuando presentan opciones terapéuticas al "paciente autónomo" para que tome su decisión, y no hay ninguna razón para pensar que esto cambiará cuando una de las opciones sea "ayudar a morir". Cuando el médico se presenta ante un paciente deprimido o asustado con un pronóstico horrible e incluye entre las opciones la oferta de un "descanso rápido y agradable", ¿qué es probable que escoja el paciente, especialmente si debe hacer frente a una minuta del hospital que crece exponencialmente o tiene hijos a su cargo? La legalización de la ayuda médica al suicidio, aparentemente una medida destinada a acrecentar la libertad de los pacientes moribundos, se convertirá así en muchos casos en una licencia mortal para que los médicos recomienden y prescriban la muerte, libres de todo examen ajeno e inmunes a toda posible persecución.
En parte por esta razón, la práctica de la ayuda médica al suicidio es probable que pronto corroa la confianza que los pacientes entregan a sus médicos. Es cierto que algunos pueden sentirse aliviados al saber que su viejo médico de familia podrá proporcionar ahora ayuda para el suicidio cuando se le pida. Pero muchos —sobre todo quienes no son socialmente fuertes o quienes carezcan de una relación estrecha con un médico personal en quien confían— se encontrarán inseguros con toda la razón del mundo. Pues, ¿cómo se puede confiar en que un médico desconocido se va a dedicar íntegramente a servir sus mejores intereses una vez que tiene una licencia para matar? Imagine la escena: usted está viejo, es pobre, con una salud debilitada, y se encuentra solo en el mundo; es llevado al hospital de la ciudad después de una caída, con las costillas rotas y pulmonía. La enfermera o el interno entra tarde por la noche con una jeringa llena de un líquido amarillo que añade a su gotero intravenoso. No importa que, por ahora, la muerte sólo pueda prescribirse legalmente bajo petición. ¿Qué tal dormiría usted?
La confianza sufrirá profundamente también de modos más sutiles. Si la ayuda médica al suicidio llega a ser una opción legal, entrará inevitablemente —a veces explícitamente, a veces tácitamente— en muchas relaciones médico-paciente. Aunque podría haber intentos para impedir que los médicos hablaran del asunto, una vez que la opción existe como un derecho legal, habrá presiones cada vez más fuertes para asegurar que los pacientes saben que lo tienen1. Inevitablemente, los pacientes se verán ahora forzados a preguntar a su médico sobre la cuestión, independientemente de cómo opinen sobre ella: ¿introdujo el asunto porque secreta o inconscientemente quiere abandonarme, o, peor, porque desea que esté muerto? ¿Evita el asunto por la misma razón, temiendo que sospeche la verdad, o a la inversa, porque quiere que yo sufra?
Pocos expresarán abiertamente tales miedos y dudas. Como los pacientes deben contar con su doctor, no quieren arriesgarse a distanciarse de él por parecer que desconfían de sus motivos y buena voluntad. Cualquiera que comprenda, aunque sea sólo un poco, la sutil psicodinámica de la relación médico-paciente puede ver inmediatamente los efectos corrosivos que la duda y la sospecha pueden causar al hablar explícitamente (o al evitar hablar) sobre la muerte ayudada por el médico.
Sin embargo, la confianza no es sólo una exquisitez moral, humanamente deseable pero médicamente dispensable. Al contrario, la confianza del paciente en el médico es un ingrediente necesario en la relación terapéutica y, por lo menos indirectamente, en el mismo proceso de curación. La desconfianza produce ansiedad, hostilidad, y resistencia a tratamiento. En el progresivamente impersonal mundo de la medicina moderna, los pacientes deben, sin evidencia directa, suponer que sus cuidadores son dignos de confianza incluso antes de que hayan demostrado que la merecen. Especialmente en estas circunstancias, la confianza dada a cada médico proviene en gran medida de la honorabilidad de la profesión tomada en su conjunto. Una vez deshecho el tabú contra la ayuda médica al suicidio, miedos legítimos de abuso mortal de la nueva licencia ligarán incluso a los médicos más honorables, cuya habilidad para curar y consolar se verá comprometida por esta razón.
Pero la confianza entre médico y paciente apenas es uno de los bienes que se verán dañados. Una vez que la ayuda médica al suicidio llegue a ser aceptable, la práctica se extenderá casi con toda certeza más allá del estrecho campo al que ahora se extiende. Los médicos llegarán inevitablemente a "ayudar" a los enfermos no terminales y a los parcialmente incapaces, y practicarán la eutanasia activa, tanto voluntaria como involuntaria. Ninguno de los límites entre estas prácticas estrechamente relacionadas es claramente definible o defendible en la práctica contra la expansión y la erosión.
La enfermedad terminal es notoriamente difícil de definir con precisión, casi tan difícil como pronosticar con certeza. Por ejemplo, la expresión frecuentemente empleada que estima "menos de seis meses de vida" deja sin contestar si significa seis meses con o seis meses sin formas específicas de tratamiento. Además, el recién descubierto derecho constitucional a determinar el tiempo y el modo de la propia muerte, si se limitara a los enfermos terminales, parece que establecería diferencias injustas con los destinados a sufrir su enfermedad por períodos más largos de tiempo. Pacientes con enfermedad de Alzheimer incipiente o con la enfermedad de Lou Gehrig (esclerosis lateral amiotrófica) no se consideran enfermos terminales, aunque son mencionados frecuentemente como los primeros candidatos para la ayuda a morir. Pocos "pacientes" de Jack Kevorkian han sido enfermos terminales, se tome la definición que se tome.
La autonomía, la elección personal, y los "intereses de la libertad" no son respetuosos con las limitaciones arbitrarias de su ejercicio. Si el suicidio y su ayuda se justifica legalmente por el principio de autonomía y libre elección, entonces todo el asunto es demasiado personal, íntimo, y subjetivo como para ser gobernado por ningún criterio objetivo o demostrable, del mismo modo que una enfermedad terminal verificable o un dolor verdaderamente intratable. ¿Quién puede decir qué es lo que hace el sufrimiento o la vida "insufrible" o la muerte "preferible" para otra persona? El argumento de la autonomía, favorecido por tantos teóricos legales, tarde o temprano minará todos los criterios propuestos para evaluar las opciones de los pacientes. Además, si los tribunales se niegan a ver una distinción significativa entre detener o retirar el tratamiento y dar medicamentos mortales, será legalmente imposible negar a los pacientes no terminales el derecho a estos últimos cuando ya tienen claramente establecido el derecho a lo primero.
Por razones similares será imposible confinar el nuevo derecho a quienes sean capaces de autoadministrarse el medicamento mortal que el médico les ha prescrito. ¿Qué pasa si la enfermedad del paciente le impide meterse las píldoras en la boca o tragarlas? ¿Y si las vomita o si, por alguna otra razón, la dosis usualmente letal no provoca la muerte en ese caso? El médico no se detendrá precisamente por eso; preocupado por la muerte de su paciente, seguramente le echará una mano. Y si no se encuentra inclinado a hacerlo así, los tribunales, citando argumentos de igual protección de las leyes como los apuntados por la Sala Segunda, le forzarán a hacerlo: ¿por qué debe negarse igual acceso a la ayuda al suicidio a alguien sólo porque es tetrapléjico y no puede administrarse por sí mismo el medicamento escogido? Por este camino obvio, la ayuda médica al suicidio llevará rápida e inevitablemente a la eutanasia voluntaria ejecutada por los médicos.
Los tribunales son también ingenuos si creen que uno puede trazar y mantener una línea entre, por una parte, la ayuda médica al suicidio o la eutanasia voluntaria activa (practicada por médicos a pacientes que la desean) y, por otra, la eutanasia involuntaria (donde los médicos ejecutan la muerte compasiva sin petición del paciente). Las teorías legales que confían en la supremacía de la opción autónoma ofrecen una seguridad puramente teórica, no fundamentada en lo que pasa en la práctica. Casi ningún médico accederá a una petición de medicamentos mortales a menos que crea que hay buenas razones para justificar la opción del paciente por la muerte (demasiado dolor, pérdida de la dignidad, falta de autocontrol, poca calidad de vida); por otra parte, tratará de persuadir el paciente para que acepte algún otro tipo de tratamiento o atención paliativa, incluyendo la psicoterapia para sus deseos suicidas. En la práctica, la ayuda médica al suicidio se ejecutará no por razones de simple deferencia a la opción del paciente sino por razones de compasión: esta es una vida "inútil" o "degradante" o "inhumana" que está pidiendo que se acabe con ella activa y compasivamente, y por eso merece mi ayuda médica.
Pero una vez que el suicidio y la ayuda al suicidio son considerados correctos por razones de "compasión", entonces la liberación de la persona deshumanizada también será correcta, sea escogida o no. Una vez legalizada, la ayuda médica al suicidio no quedará confinada a quienes libre y conscientemente lo eligen —ni siquiera los más enérgicos partidarios de la eutanasia (incluidos algunos miembros de la profesión médica) desean verdaderamente verla restringida de esta manera—. Ven la pendiente deslizante y ávidamente aceptan el principio que justificará la caída completa. ¿Por qué? Porque la gran mayoría de los candidatos que "merecen" una muerte anticipada no pueden pedirla por sí mismos. Personas en estado vegetativo persistente; quienes padecen una depresión severa, senilidad, enfermedad mental, o la enfermedad de Alzheimer; niños con malformaciones; y niños subnormales o moribundos —todos son incapaces de pedir la muerte, pero merecen igualmente la nueva "ayuda a morir" humanitaria—.
Los abogados y los médicos, sutilmente alentados por los economistas esforzados en contener los costos, pronto rectificarán esta desigualdad. Al invocar la retórica de la igual protección, preguntarán por qué al comatoso o al demente se le debe negar un derecho sólo porque no pueden exigirlo ellos mismos. Por medio de apoderados determinados por los tribunales, borraremos rápidamente la distinción entre el derecho escoger la propia muerte y el derecho a pedir la de otra persona —tal como ya hemos hecho en los casos de retirada de tratamiento—.
Los médicos y los parientes no necesitarán ni siquiera esperar a que tales cambios estén vigentes por ley. ¿Quién estará supervisando y dando cuenta de cuándo el anciano, el pobre, el lisiado, el débil, el inválido, el deprimido, el indefenso, el inculto, el demente, o el incauto son librados compasivamente de sus vidas si sus médicos, enfermeras, y allegados juzgan que ya no les merece la pena vivir?
Este fantasma de la eutanasia no autorizada no es mera palabrería de agoreros y lo confirman los informes de Holanda. Aunque la ayuda al suicidio y la eutanasia voluntaria ejecutada por los médicos es allí ilegal técnicamente, se ha tolerado su práctica, o incluso se ha alentado, durante casi veinte años, por medio de directrices establecidas por la profesión médica. Y aunque las directrices insisten en que la elección de la muerte debe ser informada y voluntaria, un estudio de 1989 sobre 300 médicos descubrió que más del 40 por ciento había ejecutado eutanasias involuntarias y más del 10 por ciento las había ejecutado cinco o más veces. Otro estudio, ordenado por el gobierno holandés, proporciona datos iguales o más alarmantes: en 1990, además de los 2.300 casos de eutanasia voluntaria y 400 casos de ayudas médicas al suicidio por año, hubo más de 1.000 casos de eutanasia involuntaria activa ejecutados sin conocimiento ni consentimiento del paciente, incluyendo aproximadamente 140 casos (14 por ciento) en que los pacientes eran totalmente capaces en sus facultades mentales. (Cifras comparables de eutanasia involuntaria en los Estados Unidos supondrían aproximadamente 20.000 casos por año). Además, hubo 8.100 casos de sobredosis de morfina con el intento acabar con la vida, de las que el 68 por ciento (5.508 casos) fueron administradas sin conocimiento ni consentimiento del paciente.
¿Y por qué los médicos holandeses ejecutan la eutanasia involuntaria? "Baja calidad de vida", "incapacidad de los parientes para hacer frente a la situación", y "ninguna perspectiva de mejora" fueron las razones que dieron los médicos para matar a los pacientes sin que lo pidieran; el dolor o el sufrimiento se mencionaban sólo en el 30 por ciento de los casos. ¿Hay alguna razón para creer que los médicos holandeses están menos preocupados que sus colegas estadounidenses por la igual dignidad de cada vida dejada a su cuidado?
Incluso quienes proponen la ayuda médica al suicidio conceden que hay peligro de abusos. Pero creen, como hacían las Salas Segunda y Novena, que los médicos y los gobiernos estatales pueden establecer directrices y regulaciones que impedirán tales abusos y recortarán las extensiones indeseables de esta práctica. Esta confianza en la regulación, sin embargo, no es más que una piadosa esperanza, que se esfuma tanto ante la evidencia existente como ante el sentido común.
Las directrices que se han propuesto son, de hecho, defectuosas e ineficaces, y la evidencia de Holanda ya demuestra que no se siguen. Allí, las regulaciones detalladas existentes, que incluyen los requisitos de voluntariedad, consideración reflexiva y peticiones repetidas, sufrimiento inaceptable, consulta a un segundo médico, e informe detallado de la causa de la muerte, son sistemáticamente pasadas por alto. Hay demasiados casos de eutanasia involuntaria conocidos, y muchos más que suceden sin que se tenga noticia de ellos. En la mayoría de tales casos, los médicos holandeses certifican ilegalmente que esa muerte se ha debido a causas naturales. Además, los tribunales holandeses se han estado inclinando por dejar de lado los criterios y regulaciones establecidos en nombre de la compasión y del pretendido deber del médico de aliviar los sufrimientos, que pretenden que predomina sobre el deber de no matar.
El problema no es específico de las regulaciones holandesas o de los prejuicios sociales y situación legal de los holandeses. Como Daniel Callahan y Margot White han mostrado convincentemente en detalle, cualesquiera directrices y regulaciones que hayan sido propuestas o pudieran serlo probablemente estarían destinadas a ser igual de defectuosas e ineficaces. De hecho, la práctica de la ayuda al suicidio, como tendrá lugar en la intimidad de la relación médico-paciente, es por principio irregulable. En palabras de Callahan y White, "mantener la intimidad de la relación médico-paciente y la confidencialidad de estas deliberaciones es radicalmente incompatible con una vigilancia significativa y con la adhesión a cualquier regulación estatutaria". La legalización de la ayuda médica al suicidio llevará así, no a la regulación de su práctica, sino al descontrol de los médicos, que ahora tendrán más poder que nunca sobre la vida y la muerte de sus pacientes.
Los ciudadanos de Oregón, por un estrecho margen, han expresado recientemente su deseo de experimentar con la ayuda al suicidio, usando lo que creen —a nuestro parecer insensatamente— que son garantías seguras. Muchos otros estados han rechazado recientemente propuestas de experimentos semejantes. Si los ciudadanos de Oregón llegan a darse cuenta de que cometen una equivocación, pueden invertir el curso de los acontecimientos. Pero si el Tribunal Supremo comete una equivocación similar, su corrección será un proceso lento, incierto, e incompleto casi con seguridad. Ésta es otra razón para ser muy cauto a la hora de establecer un derecho constitucional a una práctica peligrosa apoyándose en la confianza ilógica de que las adecuadas garantías pueden reducir los peligros, sobre todo cuando hay razones poderosas para creer que tales garantías serán difíciles, si no imposibles, de proporcionar.
La ética profesional y la ley
Volvamos ahora a otro asunto posiblemente incluso más delicado. Precisamente a causa de la ineficacia y de la imposibilidad de imponer cualesquiera directrices que regulen la ayuda médica al suicidio, la prevención del mal empleo, abuso, y extensión no autorizados de esta práctica descansarán casi completamente en la virtud precaria de la profesión médica y en la de cada uno de quienes la ejerzan. Sin embargo, la legalización minará ciertamente la misma integridad ética de la profesión médica, de la que supuestamente depende la práctica adecuada de la ayuda a morir. Lo que se considera demasiado poco en casi todas estas discusiones es la fragilidad de la profesionalidad médica, y por tanto la necesidad de un apoyo legal a las normas profesionales.
La medicina es una profesión, y no solamente un negocio. Esto significa que su práctica es una actividad ética, y sumamente exigente. Los médicos están éticamente obligados a anteponer siempre los intereses del paciente a los suyos. Están éticamente obligados a asegurarse de que sus enormes poderes sobre la vida y la muerte, poderes ligados a un conocimiento progresivamente más esotérico y a tecnologías cada día más poderosas, no son objeto de corrupción o abuso. Están éticamente obligados a reconocer los límites de su destreza, dado que todos sus pacientes necesariamente empeorarán y morirán tarde o temprano, independientemente de que se les trate o no. Están éticamente obligados a cuidar siempre a sus pacientes, a no abandonarlos nunca, y esto es igualmente cierto cuando la curación es imposible, e incluso —de hecho, especialmente— cuando la muerte está cercana.
La disposición moral para cumplir estas obligaciones no puede ser sólo fruto de las leyes de mercado o de las prohibiciones legales habituales contra la violencia y el fraude. Más bien, la formación moral de un médico es el fruto de un conjunto de actitudes, sentimientos, disposiciones, principios, y creencias, en parte explícitos y en parte tácitos, descubiertos a lo largo de los siglos y comprobados por la experiencia, e inculcados tanto formal y como informalmente durante el largo proceso de introducción de un nuevo médico en la profesión.
Entre sus objetivos principales, la ética médica busca proteger a los médicos tanto contra su fuerza como contra su debilidad. Para proteger contra el peligro de arrogancia profesional, se enseña a los médicos la necesidad de la humildad acerca de los límites de sus propias capacidades especializadas y sobre su habilidad para ofrecer pronósticos precisos o efectuar curaciones permanentes. Se les precave contra la confianza orgullosa y contra la creencia de que siempre saben mejor que nadie cuál es el mejor interés del paciente. Se les enseña a buscar el consejo de los colegas, a ser modestos en las predicciones y promesas, a asegurarse del consentimiento informado para todas las acciones que inicien, y a respetar las prerrogativas de los pacientes a rechazar tratamiento u hospitalización. Gradualmente, y sin duda imperfectamente, aprenden lo limitada que es su capacidad de proteger la salud, prolongar la vida, y evitar la muerte.
Quizá son incluso más importantes los aspectos de la ética médica que protegen al médico de sus debilidades humanas ordinarias: su tendencia a permitir que sus intereses personales (preocupaciones de tiempo, dinero, o éxito) minen su dedicación a las necesidades del paciente; sus propios desagrados, aversiones, y frustraciones con los pacientes difíciles o incurables, que pueden llevarle a recortar sus cuidados, a hacerse indiferente a sus necesidades y quejas, o incluso a descuidarlos y abandonarlos completamente; su propio miedo ante la muerte, que puede impedirle dejar que sus pacientes mueran sin indignidades sobreañadidas. Todas estas lecciones son muy difíciles de aprender y de practicar fielmente, pues cuidar de los enfermos y, sobre todo, de los moribundos, le sitúa ante demandas extraordinarias y constantes que precisan enorme paciencia personal, ecuanimidad, y solidez de virtudes.
A pesar del ideal médico y a pesar de todas las exhortaciones en sentido contrario, los médicos se cansan de hecho de tratar a los pacientes difíciles de curar, a quienes resisten sus mejores esfuerzos, a quienes están empeoran progresivamente —sobre todo cuando no han tenido con ellos una relación estrecha durante muchos años—. "Pesadez", "desastre", y "vegetal" son sólo algunos de los nombres poco afectuosos que tales pacientes reciben de internos y residentes. Una vez que el venerable tabú contra la ayuda al suicidio y la muerte médica desaparece, muchos médicos serán mucho menos capaces de cuidar incondicionalmente de estos pacientes.
Al convertirse la muerte en una "opción terapéutica" legítima, el médico residente exhausto estará tentado de averiguar si es el mejor tratamiento para aquella anciana "descargada" de nuevo en el servicio de urgencias por la residencia de ancianos contigua. ¿Debe administrarle la penicilina necesaria y ponerle el respirador una vez más, o, quizás, esta vez sólo una dosis excesiva de morfina? Incluso si no se administra la morfina, la posibilidad de pensar en hacerlo así, y la probable imposibilidad de ser descubierto y perseguido, alterará grandemente la actitud del médico hacia sus pacientes. Hoy, los pacientes hospitalarios cuya historia contiene órdenes de "no reanimación" se ven tratados muy a menudo de modo distinto al resto de los enfermos. Esto sucede, no a causa de una política oficial, sino a pesar de ella. Circula silenciosamente el sutil mensaje de que tales pacientes son menos dignos de continuar con vida. Si los medicamentos letales llegan a ser una opción legal, esos cambios psicológicos en los médicos serán todavía más difíciles de resistir. Y las consecuencias serán a menudo mortales.
Incluso el médico más humano y concienzudo necesita protección psicológica contra sí mismo y su debilidad si debe cuidar plenamente de quienes confían en él. Un médico que ha trabajado durante muchos años en un hospice cuidando pacientes moribundos expone este asunto del modo más convincente: "Sólo porque supe que no podía matar y no mataría a mis pacientes, fui capaz de dedicarme total y profundamente a cuidarlos conforme se van muriendo".
El tabú contra la ayuda médica al suicidio es quizá incluso más crucial como protección contra la arrogancia de los médicos —su facilidad para juzgar, basados en sus propios prejuicios y actitudes privados, si ésta o aquella vida es indigna de continuar existiendo—. Este punto tan importante se pasa generalmente por alto en las discusiones sobre la ayuda al suicidio porque se dedica excesiva atención a la petición voluntaria de la muerte por parte del paciente. Pero para acceder a dicha petición, el médico debe, lo quiera o no, hacer de juez, y sus juicios serán claramente no médicos y no profesionales, basados en sus propias ideas personales. Uno escogerá ayudar a morir para evitar una senectud moderada o próxima, otro para evitar una paraplejía, un tercero para eliminar un dolor severo o la ceguera o una depresión prolongada. Sólo las demandas que sintonicen con los criterios de vida "intolerable" o "indigna" personales del médico serán aceptadas.
El problema no es principalmente que los médicos crean que algunas vidas son más dignas o mejores de vivir que otras; casi todo el mundo sostiene opiniones parecidas y realiza juicios similares. El peligro viene cuando actúan según estos juicios, y sobre todo cuando lo hacen así so capa de prestigio profesional y compasión. La ética médica, atenta a que la medicina maneja poderes formidables sobre la vida y la muerte, ha impedido durante siglos que los médicos actúen profesionalmente apoyándose en tales juicios personales. Los estudiantes de Medicina, los internos, y los residentes son entrenados para tener —y adquieren— una profunda repugnancia a la muerte ejecutada por el médico, como la mejor defensa contra la posibilidad de cometer, o incluso de considerar, la peor acción a que su arrogancia y/o su debilidad puede llevarles.
Al mismo tiempo, es cierto, también se les enseña a no oponerse siempre a la muerte. Debido a que están de parte de la vida, los médicos no deben odiar muerte tanto como aborrecen matar. Se les enseña —y es una lección que no se aprende fácilmente— cuando deben dejar de intervenir, y cesar de interferir con el proceso del morir, para proporcionar sólo cuidados, consuelo, y compañía al paciente moribundo. Pero, para poder conservar este equilibrio, los médicos han insistido en la distinción absoluta entre dejar morir y matar deliberadamente. Los ciudadanos de a pie no médicos (incluidos los abogados y jueces) no parecen impresionados con esta distinción, pero para el médico en ejercicio es crucial moralmente.
Además, la muerte no se sigue necesariamente de la interrupción del tratamiento. Karen Ann Quinlan vivió más de diez años después de que los tribunales permitieron retirar el respirador que la "mantenía con vida"; no fue su médico sino su enfermedad subyacente la que fue la verdadera causa de su muerte. El resultado del caso Quinlan muestra que el derecho a acabar con el tratamiento no puede ser parte de algún derecho mayor, en palabras de la Sala Novena, a "determinar el tiempo y manera de la propia muerte". Verdaderamente, es tanto ingenuo como insensato creer que podemos ejercer ese "derecho" a matarnos a nosotros mismos o a concertar ser muertos en un momento determinado. La noción entera del llamado derecho a morir muestra la poca profundidad de nuestra exagerada creencia en el dominio de la naturaleza y del destino natural, creencia que informa la opinión de la Sala Novena y también todo nuestro enfoque tecnológico de la muerte.
Lo que es moralmente más importante es que el médico que detiene un tratamiento no pretende matar al paciente. Aun cuando la muerte se siga como una consecuencia de su acción u omisión, su intención es evitar añadidos médicos inútiles y degradantes al ya triste fin de una vida. Por contraste, en la ayuda al suicidio y en todas las demás formas de muerte directa, el médico debe necesariamente y forzosamente tener ante todo la intención de que el paciente muera. Y debe, a sabiendas y forzosamente, lanzarse a representar el papel de agente de la muerte. Esto sigue siendo verdad aun cuando esté solamente ayudando al suicidio. Moralmente, un médico que proporciona las píldoras o que deja que el paciente se inyecte el contenido de la jeringa después de salir él del cuarto no ofrece ninguna diferencia con quien lo hace por sí mismo. Tal como lo expresa el Juramento hipocrático, "a nadie le daré una droga mortal, aunque me lo pida, ni haré sugerencias en ese sentido".
La misma prohibición de la muerte ejecutada por el médico continúa actuando en otras áreas de cuidados paliativos donde algunos han intentado negar su importancia. Por ejemplo, los médicos a menudo y muy adecuadamente prescriben dosis altas de narcóticos a pacientes con cáncer diseminado en un esfuerzo por aliviar el dolor severo, incluso aunque tal medicación produzca un riesgo mayor de muerte. Pero es incorrecto afirmar que ese uso de la morfina intravenosa en pacientes con cáncer avanzado ya constituye una práctica de muerte ejecutada por el médico. El médico aquí sólo tiene la intención de aliviar el sufrimiento, lo que presupone que el paciente continuará viviendo para ser aliviado. La muerte, si debe ocurrir, no se pretende y es lamentada.
La sólida regla de la ética médica que gobierna esta práctica es conocida como el principio de doble efecto, un principio no comprendido por la Sala Novena. Es moralmente lícito emprender un curso de acción que pretende y sirve para una meta digna (como aliviar el sufrimiento), empleando medios que pueden tener, como efecto no intencionado y consecuencia no deseada, algún daño o mal para el paciente. Tales casos se distinguen de los esfuerzos moralmente ilícitos, como los de Jack Kevorkian, que "alivia el sufrimiento" indirectamente, administrando deliberadamente una dosis letal de un medicamento y elimina así al que sufre.
Ciertamente, no siempre resulta fácil distinguir los dos casos desde fuera. Cuando la muerte ocurre por depresión respiratoria que sigue a la administración de morfina, el resultado —un paciente muerto— es el mismo, y la causa próxima —la morfina— sería también la misma. La sola evidencia física, obtenida después de los hechos, a menudo no bastará para decirnos si el médico actuó intentando aliviar dolor o intentando matar. Pero precisamente por esta razón el principio de doble efecto es tan importante. Sólo una ética que se oponga al intento matar, que se vea apoyada por las leyes vigentes, protege al médico de tales actos mortales deliberados.
Tanto si se considera un asunto legal como un asunto de ética médica, el derecho a negarse a una intervención médica no deseada se considera adecuadamente no como parte de un derecho a ser muerto sino (como el resto de la doctrina del consentimiento informado) como parte de un derecho que protege nuestras decisiones sobre cómo vivir, incluso mientras nos estamos muriendo. Lo que se considera tratamiento indeseado es al principio lo que se juzga así mediante un juicio prudente, que sopesa los beneficios y los inconvenientes y, en caso de duda, usualmente yerra hacia el lado de vida y confía en la recuperación. Pero si después de un intento adecuadamente llevado, la recuperación parece más allá de toda posibilidad razonable, y la condición del paciente se deteriora, uno es médica y moralmente libre de abandonar los esfuerzos terapéuticos, aun cuando el resultado sea la muerte. Sin embargo, esta interrupción —sea por medio de un acto físico de omisión o de comisión— no pretende que el paciente muera2.
Es por tanto falso decir (como hace la Sala Segunda) que los médicos que apagan un respirador ya están practicando la ayuda al suicidio, o (como dice la Sala Novena) que los médicos que hoy hacen correr riesgos de muerte aumentados a sus pacientes para proporcionar medicación adecuada contra el dolor están matándolos consciente e intencionalmente. Sin duda ninguna, algunos médicos, ya muy abajo por la pendiente deslizante hacia la eutanasia involuntaria, abusan del principio de doble efecto, pero tal abuso de ninguna manera justifica desdibujar la única línea clara que se puede dibujar en esta difícil área.
La ley no puede sustituir a la ética médica. No puede enseñar o inculcar las actitudes correctas y las normas que los profesionales requieren si deben preservar la frágil integridad moral de la que depende la práctica adecuada de la medicina. Pero la ley puede apoyar a la ética promulgando y manteniendo una normativa clara que coincida con la prohibición necesaria de que los médicos no sean agentes de la muerte. Sobre todo, cuando caben serias dudas de que puedan encontrarse sustitutos adecuados para dicha normativa, o de que pueda haber directrices ejecutables en la práctica y garantías para la práctica médica en su ausencia, el estado tiene poderosas razones para impedir que la profesión dedicada a la curación sea también la profesión ejecutora de la muerte.
Que muchos médicos se encuentren actualmente tentados de ayudar al suicidio, y de ejecutar la eutanasia, no es razón para cambiar la norma tradicional. Al contrario, puede muy bien ser una advertencia de lo débil que ha llegado a ser la frágil ética médica, y de lo importante que es ayudarla a levantarse. Donde nuestros gobiernos estatales han decidido mantener esta prohibición ética de la ayuda al suicidio, y donde las voces autorizadas de la profesión médica instan a continuar haciéndolo así, los tribunales federales no deberían embarcarse a minar sus esfuerzos.
Conclusión
Puede parecer paradójico que hayamos estado defendiendo una ley basándonos en que ayuda a las personas cuya conducta restringe para que practiquen una autorregulación. Pero es exactamente aquí donde a menudo la ley es más importante y útil. Bajo las crecientes presiones de tipo económico, legal, y tecnológico que turban la moderna medicina estadounidense, resulta cada vez más difícil para la profesión médica mantener sus propias normas éticas y para los médicos individuales mantener su equilibrio moral. Con respecto a ninguna materia es más importante mantener la ética profesional que en la delicada y peligrosa área del cuidado al moribundo. Con gran diferencia, ahí se encuentra el mayor peligro para los pacientes, los médicos, y todo el entramado de sus relaciones.
Los gobiernos estatales, al reconocer la importancia de las normas morales de la medicina en general y del antiguo tabú contra muerte ejecutada por el médico en particular, han elegido razonable y correctamente apoyar la profesión con leyes que prohíben toda ayuda médica al suicidio. Lejos de ser paradójico, ése es el comportamiento más sabio.
No obstante, la cuestión no es, en último término, un asunto para los tribunales. Es una cuestión para toda nuestra sociedad. Incluso si el Tribunal Supremo decide, como pienso que debería, mantener las leyes de Nueva York y Washington, la batalla sobre la ayuda al suicidio y la eutanasia continuará. El campo de batalla volverá entonces a los estados, con los grupos partidarios del "derecho a morir" y sus aliados intentando cambiar las leyes estatales existentes para que se legalice la ayuda al suicidio y la eutanasia a petición. Caben serias dudas acerca de si nuestra sociedad será capaz de mantenerlos a raya.
Mucho dependerá de si la profesión médica puede aliviar los miedos de la gente demostrando, después de décadas de atención inadecuada, que ahora está deseosa y es capaz de proporcionar el confort adecuado y los cuidados pertinentes a los moribundos. Mucho dependerá de si nosotros, como sociedad, somos capaces de aunar la voluntad y los recursos necesarios para proporcionar un tratamiento paliativo digno para quienes lo necesiten. Mucho dependerá de si podemos ver por encima de nuestra preocupación por afirmar nuevos derechos individuales como para darnos cuenta del profundo peligro al que se somete el orden social si se permite el asesinato médico. Pero, a fin de cuentas, todo puede depender de si el pueblo estadounidense puede aprender a aceptar los límites del poder médico y adquiere una actitud apropiada hacia mortalidad.
Como hemos adoptado un enfoque principalmente técnico para la medicina, y hemos medicalizado tanto el fin de la vida, nos encontramos ahora confinados a contemplar sólo una solución técnica final para el hecho de finitud humana y para las degradaciones que son consecuencias indeseadas de nuestro éxito técnico. Ésta es una idiotez peligrosa. Los amigos de la autonomía y de la dignidad humana deberían más bien de tratar de luchar contra la deshumanización de las últimas fases de vida, en lugar de darle a la deshumanización el triunfo final por aceptar el desesperado adiós-a-todo contenido en una petición final de veneno.
La presente crisis que lleva a la petición de un "derecho a morir" es así una oportunidad de recobrar el aprecio por vivir con y contra la mortalidad, y de afirmar la humanidad residual que puede encontrarse y ser cuidada incluso en la enfermedad incurable y terminal. Si abandonamos, si escogemos convertirnos en dispensadores técnicos de la muerte, no sólo abandonaremos a nuestros seres queridos y nuestro deber de cuidarlos; exacerbaremos también las tendencias peores de la vida moderna, atándonos a la tecnificación y a la deshumanización precisamente cuando la humanidad y los estímulos humanos son tan necesarios y están tan penosamente ausentes.
Sólo resistiendo tenazmente, rechazando "la ética de la libre elección" y sus mortales opciones, aprendiendo que la finitud no es ninguna desgracia y que nuestra humanidad puede ser cuidada hasta el final, puede que todavía seamos capaces de impedir la creciente subida de marea que amenaza con sumergir permanentemente nuestras mejores esperanzas para la dignidad humana.
Notas
(1) Presiones análogas actúan ahora en materia de aborto. Incluso los ginecólogos que se oponen al aborto se ven forzados a menudo a discutirlo, aunque sólo sea por evitar pleitos más tarde si el niño nace con deformidades.
(2) Esta distinción casa perfectamente bien con el denostado caso de los tubos de alimentación artificial, a menudo citado por algunos para desdibujarla. Argumentan, equivocadamente, que la retirada de estos tubos constituye un acto de ayuda al suicidio o eutanasia porque implica la muerte por inanición. Pero, en primer lugar, la decisión de insertar un tubo de alimentación a menudo no es obligatoria, y las decisiones subsiguientes acerca de quitarlo son, de modo similar, materia de juicio tanto médico como moral. Es razonable insertar un tubo de alimentación cuando hay alguna esperanza de que el paciente mejore. Pero si la mejora no ocurre después de un intento bien llevado, la alimentación artificial puede llegar a ser no sólo una actividad inútil sino también una interferencia pesada y mal acogida en el proceso de morir. Quitar el tubo en ese momento no comporta una decisión de "hacer ayunar al paciente hasta la muerte". Sólo quienes equivocadamente asumen que el objetivo de la medicina es la prolongación indefinida de la vida pueden quedarse sin ver que siempre llega un momento en que el curso correcto de la acción es evitar causar más molestias o indignidad. Rendirse ante lo inevitable no es lo mismo que apoyarlo o escogerlo.