La sabiduría de la repugnancia moral
Leon R. Kass.
Reproducido en The Human Life Review 1997; 23 (3): 63-88.
Presentación y traducción española: Gonzalo Herranz.
Leon R. Kass, bioquímico y médico, se ha dedicado desde hace muchos años a la Bioética, de la que es una figura muy destacada. Sus artículos nunca defraudan: no sólo dicen cosas interesantes, sino que confortan por el vigor de su pensamiento y educan por la sensatez de su argumentar.
En La sabiduría de la repugnancia moral, Kass analiza con agudeza los muchos y variados aspectos de la clonación humana, encuadrándolos en una perspectiva amplia e iluminadora. El estudio se convierte así en una crítica intensa de la frivolidad dominante en extensos sectores de la Bioética actual, ciegos para lo trascendente del hombre y sensibles sólo a los halagos del utilitarismo.
El artículo fue publicado el pasado mes de junio en la revista The New Republic. La traducción que sigue no es completa: para abreviar la notable extensión del texto, se han acortado algunos párrafos y suprimido la mayor parte de las alusiones a determinados aspectos de la política interna de los Estados Unidos.
I. Tomarse la clonación en serio, entonces y ahora
III. La sabiduría de la repugnancia
IV. La profundidad de la sexualidad
V. Las perversidades de la clonación
VI. Respuesta a algunas objeciones
Nuestra costumbre de divertirnos con las noticias de los grandes avances científicos y tecnológicos acaba de sufrir un rudo golpe con el anuncio del nacimiento de una oveja llamada Dolly. Aunque Dolly comparte con todas las ovejas que la han precedido "su lanoso, suave y brillante vestido", la pregunta de William Blake "Ovejita, ¿quién te ha hecho?" tiene para ella una respuesta radicalmente diferente: Dolly ha sido hecha, en sentido absolutamente literal. Ella no es obra de la naturaleza o del Dios de la naturaleza, sino manufactura de un hombre, de un británico, Ian Wilmut, y de sus colegas científicos. Y lo que es todavía más: Dolly ha entrado en este mundo, no sólo asexuadamente, sino como una copia genéticamente idéntica de una oveja adulta, de la que ella es un clon. Este éxito —que, aunque largamente esperado, nos ha llegado por sorpresa— de clonar un mamífero adulto despertó de inmediato la posibilidad —y el fantasma— de clonar al ser humano.
I. Tomarse la clonación en serio, entonces y ahora
La clonación llamó la atención del público por primera vez hace ahora treinta años, a raíz de la producción asexuada, en Inglaterra, de un lote de renacuajos mediante la técnica del trasplante nuclear. La persona que en mayor medida fue responsable de llamar la atención del público sobre las posibilidades y promesas de la clonación humana fue Joshua Lederberg, un genetista galardonado con el Premio Nobel y hombre de visión de largo alcance. En 1966, Lederberg escribió un artículo muy notable en The American Naturalist en el que detallaba las ventajas eugénicas de la clonación humana y de otras formas de ingeniería genética. Al año siguiente, dedicó una columna en The Washington Post, donde escribía con frecuencia y en serio sobre ciencia y sociedad, a tratar de las ventajas del clonado humano. Sugería que la clonación podría ayudar a superar la variedad impredecible que domina la reproducción humana y que nos daría la ventaja de poder perpetuar las dotaciones genéticas superiores. Esos escritos desencadenaron un breve debate público en el que pude participar. Era yo entonces un joven investigador en biología molecular de los Institutos Nacionales de Salud (NIH). Escribí una respuesta en el Post, en la que argüía contra el modo amoral como Lederberg había tratado el asunto y en la que insistía en la urgencia de plantar cara a una serie de problemas y objeciones; terminaba sugiriendo que "de hecho, la reproducción programada del hombre terminaría por deshumanizarlo".
Mucho ha sucedido desde entonces. Entre otras cosas, se ha hecho, no más fácil, sino mucho más difícil discernir el verdadero significado de la clonación humana. En cierto sentido, nos hemos vuelto blandos ante la idea de la clonación humana, que nos ha sido presentada en películas, chistes, y en comentarios reiterados, unos en serio, otros en broma, de los medios de comunicación. Nos hemos habituado ya a las nuevas prácticas de reproducción humana: no sólo a la fecundación in vitro, sino también a la manipulación embrionaria, a la donación de embriones y a la maternidad de alquiler. La biotecnología animal nos ha proporcionado animales transgénicos. Parece, además, que pronto y fácilmente podrá aplicarse al hombre la ciencia en ebullición de la ingeniería genética.
Y lo que es todavía más importante: los cambios en el ambiente cultural general hacen ahora mucho más difícil expresar una comprensión, común y respetuosa, de la sexualidad, la procreación, la vida naciente, la familia, o de lo que significan la maternidad, la paternidad o los vínculos entre las generaciones.
Hace 25 años, el aborto, en gran medida ilegal, era tenido por algo inmoral; la revolución sexual (hecha posible por el uso extramatrimonial de la píldora) estaba todavía en su infancia; se habían oído todavía muy pocas cosas acerca de los derechos reproductivos de las mujeres solteras, de los homosexuales o de las lesbianas. (¡A nadie se le había pasado por la cabeza escribir desvergonzadas memorias acerca del propio incesto!). En aquel entonces uno podía argumentar, sin el menor apuro, que las nuevas tecnologías de reproducción humana (tener hijos sin acto sexual) y su efecto caótico sobre las relaciones de parentesco (¿quién es la madre: la que dona el óvulo, la surrogada que gesta al niño y lo da a luz, o la que lo cría y educa?) podrían "socavar la justificación y el apoyo que la paternidad y la maternidad biológicas dan al matrimonio monógamo".
Hoy, los defensores del matrimonio monógamo y estable corren el riesgo de ofender gravemente a los adultos que viven en "nuevas formas de familia" o a aquellos niños que, incluso sin la ayuda de la reproducción asistida, han adquirido tres o cuatro progenitores o incluso ninguno. Hoy, uno incluso ha de pedir disculpas por expresar opiniones que, hace 25 años, eran casi universalmente tenidas como el núcleo de la sabiduría de nuestra cultura sobre la materia. En un mundo, cuyos límites naturales de antaño se han esfumado a consecuencia de los cambios tecnológicos y cuyos límites morales se han convertido, al parecer, en meros escombros, es mucho más difícil dar fuerza convincente a la opinión general en contra de la clonación de seres humanos. Como dijo Raskolnikov, "el hombre —¡ese villano!— se acostumbra a todo".
Quizás, el rasgo más deprimente de las discusiones que se produjeron a raíz de la noticia de Dolly fue su tono irónico, su cinismo ingenioso, la fatiga moral que los dominaba. De la escena intelectual han desaparecido las voces sabias y valientes de Theodosius Dobzhansky (Genética), Hans Jonas (Filosofía) y Paul Ramsey (Teología), quienes, sólo 25 años atrás, habían ofrecido fuertes argumentos morales contra la idea de clonar un ser humano. Ahora, somos demasiado sofisticados para argumentos de ese tipo; no se nos puede sorprender en público defendiendo una postura moral fuerte, mucho menos una que huela a absolutismo. Ahora, lo que se lleva es ser post-modernos.
La clonación se ha convertido en la perfecta encarnación de la ideología dominante en este tiempo nuestro. Gracias a la revolución sexual, somos capaces de negar en la práctica, y cada vez más en el pensamiento, que exista una teleología procreativa inherente a la sexualidad misma. Pero, si el sexo ya no tiene conexión intrínseca alguna con la generación de los hijos, los hijos no tienen que estar necesariamente ligados al acto sexual. Se nos impulsa constantemente, gracias a los movimientos de los derechos de feministas y homosexuales, a considerar la diferencia natural de los sexos como mera convención, como "constructo cultural". Pero, si lo masculino y lo femenino no son normativamente complementarios ni generativamente significativos, los niños no tienen por qué proceder de la complementariedad de hombre y mujer. Gracias a la masiva frecuencia y aceptación social del divorcio y de los niños nacidos fuera del matrimonio, el matrimonio monógamo ya no es la norma cultural aceptada como el único lugar digno para tener niños. En esta nueva situación, el clon es el emblema ideal: es la forma última de "hijo de progenitor sin vínculos".
Gracias a la idea de que todos los niños han de ser niños deseados (así dice el principio de mayor rango intelectual que usan los promotores de la contracepción y el aborto), más pronto o más tarde sólo serán aceptables los hijos que cumplen plenamente nuestros deseos. Por medio de la clonación, podremos hacer realidad nuestros deseos y proyectos acerca de la identidad de nuestros hijos y ejercer sobre ellos un control sin precedentes. Gracias a las formas modernas de individualismo y a la velocidad de los cambios culturales, ya no nos vemos a nosotros mismos como vinculados a nuestros ancestros y definidos por las tradiciones, sino como proyectos para nuestra propia autocreación. Nos vemos no sólo como hombres que se han hecho a sí mismos (self-made men), sino como sí-mismos hechos por hombres (man-made selves). La auto-clonación es simplemente una extensión de esa auto-re-creación desarraigada y narcisista.
Sin ganas de reconocer nuestra deuda con el pasado o de aceptar las incertidumbres y limitaciones del futuro, establecemos relaciones falsificadas con uno y otro: la clonación personifica nuestro deseo de controlar totalmente el futuro, al tiempo que nos libera a nosotros mismos de todo control. Subyugados y esclavizados por el atractivo de la tecnología, hemos perdido nuestro asombro y veneración ante los profundos misterios de la naturaleza y de la vida.
Parte de la culpa de nuestra complacencia radica, tristemente, en la Bioética misma y en su pretensión de ser experta en materias morales. La Bioética fue fundada por gentes que entendían que la nueva biología tocaba, y amenazaba, las capas más profundas de nuestra humanidad: la integridad corporal, la identidad y la individualidad, la descendencia y el parentesco, la libertad y el autocontrol, el amor humano y las aspiraciones, las relaciones y pugnas entre cuerpo y alma. Al ser arrebatada por los filósofos analíticos, sin embargo, y sufrir la consiguiente rutinización y profesionalización, el campo de la bioética se ha ido contentado cada vez más con el mero análisis de los argumentos morales, con el mero reaccionar ante los desarrollos tecnológicos nuevos, con el mero describir las posturas posibles que podrían adoptarse ante los problemas nuevos y la nueva normativa pública: todo ello hecho con la fe ingenua de que todos los males que nos atemorizan pueden ser evitados por medio de la compasión, la regulación y el respeto por la autonomía. La Bioética nos ha aportado algunas contribuciones importantes en la protección de los sujetos humanos de la investigación biomédica y en otras áreas en que la libertad personal estaba amenazada; pero, en general, sus cultivadores, con pocas excepciones, se han empeñado en hacer puré las grandes cuestiones acerca del hombre.
Una razón de esto radica en el modo fragmentario en que se han ido promulgando las normativas públicas, modo que tiende a triturar las grandes cuestiones de la moral, reduciéndolas a pequeñas cuestiones de procedimiento. Muchos bioéticos de primera línea de este país (USA) han formado parte de las comisiones nacionales, de los grupos de trabajo estatales o de los consejos asesores, en los que, comprensiblemente, se han encontrado con que sólo el utilitarismo es el único vocabulario aceptable para todos los que participan en la discusión de los problemas legales y administrativos. Como, además, muchas de esas comisiones o bien han estado bajo el patrocinio de los Institutos Nacionales de Salud o del Ministerio de Salud y Servicios Humanos, o bien han estado dominadas por voces poderosas en favor del progreso científico, los éticos que formaron parte de ellas han tenido que contentarse —la mayoría de las veces y después de haber intentado "clarificar valores" y de musitar algún disgusto— con dar sus bendiciones a lo inevitable. Pero, curiosamente, ahora son los bioéticos, y no los científicos, los más ardientes defensores de la clonación humana. En concreto, los dos expertos que testificaron a favor de la clonación humana ante la Comisión Nacional Asesora de Bioética eran bioéticos, deseosos de rechazar lo que ellos consideraban preocupaciones irracionales de los que nos oponíamos a la clonación. Uno se pregunta si esta comisión, constituida como las anteriores, podrá liberarse suficientemente del patrón acomodaticio de dar el nihil obstat a toda innovación técnica, en la errónea creencia de que todos los otros bienes deben doblegarse ante los ídolos de la salud mejor y del avance científico.
Si ha de hacerlo así, la comisión deberá primero convencerse a sí misma, lo mismo que cada uno de nosotros ha de persuadirse a sí mismo, de no ser complaciente con lo que aquí se discute. La clonación humana, aunque está en continuidad en algunos aspectos con las tecnologías reproductivas al uso, representa también algo radicalmente nuevo, en sí misma y en sus consecuencias fácilmente previsibles. La apuesta es muy fuerte. Sé que exagero, pero en la dirección de la verdad, cuando insisto en que estamos en la tesitura de decidir nada menos sobre si la procreación humana va a seguir siendo humana, sobre si los niños han de ser más bien hechos que engendrados, sobre si es una cosa buena, humanamente hablando, decir sí en principio al camino que lleva (en el mejor de los casos) a la racionalidad deshumanizada descrita en Un mundo feliz.
Este no es un asunto ordinario que se pueda rumiar unos momentos, pero que va a recibir nuestro sello de aprobación. Hemos de ponernos a la altura de la ocasión y hacer nuestros juicios como si el destino de la humanidad estuviera en juego. Porque de hecho sí que lo está.
Si bien no podemos infravalorar la significación de la clonación humana, tampoco podemos exagerar su inminencia ni malentender lo que exactamente implica. El procedimiento de la clonación es sencillo. Se extrae el núcleo de un oocito maduro, pero no fecundado, y se lo sustituye por otro núcleo obtenido de una célula especializada de un organismo adulto (o fetal). (En el caso de Dolly, el núcleo donado provenía del epitelio de la glándula mamaria). Ya que la inmensa mayoría del material genético de una célula está contenido en su núcleo, el oocito "renucleado" y el individuo que se desarrolla a partir de él son genéticamente idénticos al organismo del que procede el núcleo transferido. Mediante transferencia nuclear, podría producirse un número ilimitado de individuos genéticamente idénticos, de clones. En principio, cualquier persona, hombre o mujer, recién nacido o adulto, podría ser clonado y en el número deseado. Mediante el cultivo y el almacenamiento de tejidos en el laboratorio más allá de la vida de los proveedores, se podría conseguir la clonación de los muertos.
El escollo técnico más difícil, superado por Wilmut y sus colegas, era encontrar un medio de reprogramar el estado del ADN en las células donantes de núcleos, para revertir su expresión diferenciada y restaurar su totipotencialidad completa, de modo que pudiera dirigir de nuevo el proceso entero de producir un organismo maduro. Ahora que este problema ha sido resuelto, podemos esperar que se produzca una estampida entre los científicos para desarrollar la clonación de otros animales, especialmente en ganadería, a fin de reproducir a perpetuidad los ejemplares campeones de producción de carne o leche. Aunque es pura adivinación indicar cuando alguien será capaz de clonar al hombre, la técnica de Wilmut, aplicable casi con certeza al ser humano, hace que el intento de ese logro sea una posibilidad inminente.
Sin embargo, conviene expresar algunas cautelas a fin de corregir algunos posibles errores. Para empezar, clonar no es como hacer xerocopias. Como se ha afirmado de modo tranquilizador, el clon de Mel Gibson, aunque sea su doble genético, entrará en el mundo sin dientes y haciéndose pipí en los pañales, como cualquier otro niño. Además, la tasa de éxitos, al menos al principio, no será muy alta: los británicos transfirieron 277 núcleos adultos a oocitos de oveja enucleados, e implantaron 29 embriones clonados, pero sólo alcanzaron a que naciera una sola oveja clonada. Por esta razón, entre otras, es improbable que, al menos por ahora, la práctica se haga muy popular y, desde luego no hay que preocuparse de inmediato por que se haga una producción en gran escala de copias múltiples. La necesidad de intervenciones repetidas para obtener oocitos de mujer y, de modo más crucial, disponer de úteros prestados para la implantación de los embriones clonados limitarán el uso de la técnica, aun sin contar con el costo económico. Además, la cosa no atraerá a muchos: es de suponer que quien pueda hacerlo, preferirá sin duda el modo natural de concebir niños.
Sin embargo, para las decenas de miles de personas que acuden a las más de 200 clínicas de reproducción asistida de los Estados Unidos, y que se valen ya de la fecundación in vitro, de la inyección intracitoplasmática de espermios y de otras técnicas de reproducción asistida, la clonación podría ser una opción más, a la que no se le ven demasiadas complicaciones añadidas (en especial, si la tasa de éxitos mejorara). Si aparecieran entonces entidades comerciales que ofrecieran bancos de núcleos, lo mismo que hoy hay bancos de semen; si algunos atletas famosos u otras celebridades pusieran en el mercado su ADN, lo mismo que hoy comercializan su nombre, su autógrafo o cosas por el estilo; si llegaran, tal como se ha profetizado, a aplicarse las técnicas de selección y manipulación de embriones y gametos aumentando así el papel del laboratorio en la "mejora de la calidad" de los embriones; si todo esto sucediera, entonces la clonación, si fuera permitida, se convertiría simplemente en una técnica más por la simple razón de que aumenta la libertad reproductiva, incluso sin que se hubiera dado apoyo social a la mejora del pool génico o a la replicación de individuos superiores. Además, si la investigación de laboratorio sobre clonación humana sigue adelante, aun sin intención de producir seres humanos clonados, la misma existencia en el laboratorio de embriones humanos clonados, creados con la finalidad exclusiva de investigar, preparará con toda seguridad el camino para ulteriores implantaciones con finalidad reproductiva.
Los defensores y promotores de la clonación humana se han apresurado a anunciar posibles usos de ella para cuando la técnica esté perfeccionada, usos que van de lo sentimental y compasivo a lo grandioso. Entre ellos incluyen el proporcionar un niño a una pareja estéril; "sustituir" al muy amado esposo o hijo que se está muriendo o que ya ha muerto; evitar el riesgo de una enfermedad genética; permitir la reproducción de individuos homosexuales o de lesbianas que no quieren saber nada del sexo opuesto; asegurar una fuente genéticamente idéntica de órganos o tejidos perfectamente adecuados para el trasplante; producir niños de genotipo elegido, sin excluir el propio de uno mismo; hacer copias de individuos de extraordinario genio, talento o belleza; tener un niño que realmente "sea como Fulano"; y crear grandes series de seres humanos genéticamente idénticos apropiados para investigar, por ejemplo, sobre el problema naturaleza/educación, o para misiones especiales en tiempos de guerra o de paz (sin excluir el espionaje), en las que el uso de seres humanos idénticos puede suponer una ventaja. La mayoría de los partidarios de la clonación no desea, por supuesto, ninguna de estas posibilidades. Que no sepan declarar el porqué no es sorprendente. Lo sorprendente y bienvenido es que, en tiempos tan cínicos como los nuestros, se atrevan a dar una opinión.
III. La sabiduría de la repugnancia
"Ofensivo, grotesco, nauseabundo, repugnante, repulsivo": estas son las palabras oídas con más frecuencia ante la perspectiva de clonar seres humanos. La reacción se da tanto entre hombres y mujeres de la calle como entre intelectuales, en creyentes lo mismo que en ateos, en humanistas al igual que en científicos. Incluso, el creador de Dolly dijo que él "encontraría ofensivo" clonar un ser humano.
La gente siente repugnancia frente a muchos aspectos de la clonación humana. Se echan atrás ante la perspectiva de producir en masa seres humanos, con grandes conjuntos de tipos iguales, dañados en su identidad; la idea de gemelos padre-hijo o madre-hija; la extraña posibilidad de que una mujer dé a luz y críe a quien es una copia genética de ella misma, de su esposo o incluso de su padre o madre difuntos; lo caprichoso y grotesco de concebir un niño como sustituto exacto de otro ya muerto; la creación utilitaria de copias genéticas embrionarias de uno mismo, para ser congeladas y desarrolladas en caso de necesitar tejidos homólogos u órganos para trasplante; el narcisismo de los que se clonarían a sí mismos, o la arrogancia de otros que sostienen que ellos saben tanto quien merece ser clonados, como qué genotipo le gustaría recibir a un niño que ha de ser creado; la exaltación frankensteiniana de crear vida humana y controlar de modo creciente su destino; es decir, el hombre jugando a Dios.
Casi nadie considera aceptable ninguna de las razones sugeridas para clonar seres humanos. Casi todo el mundo es capaz de prever sus posibles abusos o sus malos usos. Además, mucha gente se siente oprimida por la sensación de que es casi seguro que no se pueda hacer nada para impedir que alguien lleve a cabo la clonación humana. Esto hace aún más repugnantes las perspectivas futuras.
La repugnancia no es un argumento definitivo. Algunas repugnancias de ayer son hoy aceptadas tranquilamente —aunque hay que añadir que no siempre para mejor. En asuntos cruciales, sin embargo, la repugnancia es la expresión emocional de una sabiduría honda, que está más allá de la capacidad de la razón para articularla. ¿Puede alguien dar un argumento plenamente adecuado sobre la atrocidad que es el incesto (aun el consentido) entre padre e hija, o sobre la práctica del sexo con animales, o sobre mutilar un cadáver, o sobre comer carne humana, o sobre simplemente violar o matar a otro ser humano? ¿Podría la incapacidad de alguien de dar una justificación plenamente racional de tales prácticas convertir la repugnancia ética en algo sospechoso? No, en absoluto. Al contrario, sospecharíamos de los que piensan que son capaces de racionalizar nuestro horror y tuvieran por suficiente explicar la enormidad del incesto con argumentos que se refirieran exclusivamente a los riesgos genéticos de la consanguinidad.
La repugnancia contra la clonación humana pertenece a esta categoría. Nos repele la mera posibilidad de clonar seres humanos no porque el asunto sea muy extraño y nuevo, sino porque intuimos y sentimos, inmediatamente y sin necesidad de argumentarlo, que viola cosas que nosotros tenemos en mucha estima. La repugnancia, aquí como en otras cosas, nos subleva contra los excesos de la arbitrariedad humana, nos advierte que no podemos lesionar algo que es inexpresablemente profundo. Cierto que en este tiempo en que todo se considera permisible con tal de que sea hecho libremente, en el que ya no se exige respeto a la naturaleza que se nos ha dado, en el que nuestros cuerpos son considerados como meros instrumentos de nuestras voluntades autónomas, la repugnancia puede resultar la única voz que habla en defensa del núcleo central de nuestra humanidad. Se han aplanado las almas de quienes ya no son capaces de sentir escalofríos morales.
Los bienes protegidos por la repugnancia suelen, en general, ser dejados de lado cuando nos planteamos el valor de las nuevas tecnologías biomédicas. Y, sin embargo, el modo de evaluar éticamente la clonación quedará configurado por el modo como la caractericemos descriptivamente, por el contexto en que la coloquemos, y por la perspectiva desde la que la consideremos.
La primera tarea de la ética es la de hacer una exacta descripción del problema que tratamos. Y ahí es donde empezamos a fallar. De modo típico, la clonación se suele discutir en uno de tres contextos familiares, que podrían denominarse el tecnológico, el liberal y el meliorista.
Según el primero, la clonación ha de considerarse como una extensión de las técnicas, ya existentes, que ayudan a la reproducción o que determinan la dotación genética de los hijos. La clonación ha de considerarse una técnica neutra, carente de significado o de bondad intrínsecos, pero susceptible de muchas aplicaciones, unas buenas y otras malas. Por ello, la moralidad de la clonación depende de modo absoluto de la bondad o maldad de los motivos e intenciones de los clonadores. Tal como lo ha dicho un bioético partidario de la clonación, "la ética debe ser juzgada (sólo) por el modo en que los padres crían y educan al hijo resultante; es decir, si a un niño que ha sido traído al mundo a través de una técnica de reproducción asistida le dan, o no, el mismo amor y afecto que a otro que hubiera nacido del modo habitual".
La perspectiva liberal (o liberacionista) coloca la clonación en el contexto de los derechos, libertades y poderes individuales. La clonación es simplemente una oportunidad más de ejercer el derecho del individuo de reproducirse o de tener el tipo de hijo que desea. De modo alternativo, la clonación refuerza nuestra liberación (especialmente la liberación de la mujer) de los límites impuestos por la naturaleza, de las incertidumbres de la casualidad, o de la necesidad de la cópula sexual. Ciertamente, la clonación liberaría a las mujeres de depender de los hombres, pues el proceso requiere sólo oocitos, núcleos y (al menos por ahora) úteros —más, por supuesto, una saludable dosis de esa ciencia manipulativa (marcadamente "masculina"), una ciencia a la que le gusta enmendarle la plana a la madre naturaleza y a las madres naturales. Para quienes sostienen este punto de vista, los únicos frenos morales a la clonación son la obtención del correspondiente consentimiento informado válido y el evitar cualquier daño corporal. Cuando nadie es clonado sin su consentimiento y cuando el clonante no sufre ningún daño físico, entonces se cumplen las condiciones liberales para la conducta lícita y, por tanto, moral. Las preocupaciones morales que van más allá de la violación de la voluntad o de la lesión del cuerpo son despreciadas como meramente "simbólicas", que es decir tanto como irreales.
La perspectiva meliorista incluye a los nostálgicos del mundo perfecto y a los eugenistas. Estos últimos hicieron, en el pasado, mucho ruido, pero ahora se sienten, en general, felices si ven avanzar sus propósitos bajo las banderas, mucho menos amenazadoras, de la libertad y del avance científico. Estas gentes ven en la clonación una nueva vía para mejorar al ser humano (por lo bajo, asegurando la perpetuación de individuos saludables, al tiempo que se eluden los riesgos de la enfermedad genética inherentes a la lotería de las relaciones sexuales; y, por lo alto, produciendo "niños óptimos", preservando el material genético de máxima categoría; y, con la ayuda de técnicas que no tardarán en llegar para la ingeniería genética de alta precisión, mejorando en muchos aspectos las capacidades humanas congénitas). Aquí, la moralidad de la clonación, en cuanto medio, se justifica por la excelencia del fin, esto es, por los rasgos excepcionales de los individuos clonados, ya sea la belleza, la fuerza o el cerebro.
Estos tres planteamientos, todos norteamericanos hasta la médula y todos perfectamente atractivos en su terreno, son, en cuanto planteamientos para la procreación humana, tristemente deficitarios. Es, como mínimo, groseramente deformante ver los maravillosos misterios del nacer, de la renovación de las generaciones o de la individualidad, a través del prisma de nuestra ciencia reductiva y de sus potentes tecnologías. De modo semejante, considerar primariamente la reproducción (y las relaciones más íntimas de la vida familiar) desde la perspectiva, político-legal, litigiosa e individualista, de los derechos, sólo conduce a socavar el carácter privado, pero básicamente social, cooperativo y cargado de deberes, tanto de la procreación y crianza de los hijos, como del vínculo creado por las promesas del matrimonio. Tratar de escapar del todo a la naturaleza (a fin de satisfacer el deseo natural del derecho natural a tener hijos) es una teoría contradictoria en sí misma y una práctica autoalienante. Porque los humanos somos seres que pueden enamorarse, es decir, eróticos, y no simples intelectos y voluntades apresados en nuestros cuerpos. Y, aunque gozar de buena salud y estar en forma son claramente grandes bienes, hay que tener como algo profundamente inquietante el considerar a los hijos como productos del artificio, perfectibles mediante la ingeniería genética, adaptables de modo creciente a nuestros designios arbitrarios, como cosas, en fin, que se encargan de acuerdo con ciertas especificaciones y márgenes de error tolerable.
IV. La profundidad de la sexualidad
Los planteamientos técnico, liberal y meliorista ignoran por igual los significados más profundos, antropológico, social y también ontológico, que tiene el traer al mundo nuevas vidas humanas. Con respecto a este punto de vista más profundo y adecuado, la clonación se presenta a sí misma como una degeneración, o, mejor dicho, como una violación decisiva de nuestra naturaleza de seres engendrados y engendrantes y también de nuestras relaciones sociales construidas sobre ese cimiento natural.
Reconocida esta perspectiva natural, el juicio ético sobre la clonación ya no puede ser reducido a un asunto de motivos e intenciones, de derechos y libertades, de beneficios y daños, o incluso de medios y fines. Debe considerársele primariamente como un asunto de significado: ¿Es la clonación un modo de realizar plenamente la procreación humana, de establecer relaciones humanas? O, más bien, la clonación ¿es, como yo pretendo, su misma polución y perversión? Ante lo que mancha y pervierte, la reacción idónea sólo puede ser el horror y el rechazo; y, a la inversa, el horror y el rechazo general son demostración prima facie de que algo es sucio y violento. La carga de la prueba moral recae, pues, totalmente en quienes deseen demostrar que las extendidas repugnancias de la humanidad son mera manifestación de timidez y superstición.
Por otra parte, la repugnancia no necesita presentarse ante el tribunal de la razón y ser juzgada por ella. La sabiduría de nuestro horror ante la clonación del ser humano es en parte demostrable, incluso cuando estamos ante una de esas situaciones especiales en las que, en último término, el corazón tiene razones que la razón no puede comprender del todo.
Para ver la clonación en su contexto propio, debemos partir no, como hice antes, de las técnicas de laboratorio, sino de la antropología —natural y social— de la reproducción sexual.
La reproducción sexual —por la que entiendo la generación de una vida nueva a partir de (exactamente) dos elementos complementarios, uno femenino y otro masculino, (ordinariamente) a través del acto conyugal— viene dictada (si ese es el término correcto) no por decisión, cultura o tradición humanas. Es el modo natural de reproducción de los mamíferos. Por naturaleza, cada hijo tiene dos progenitores biológicos. Cada niño procede de exactamente dos linajes, y los enlaza. En la generación natural, además, la exacta constitución genética de la descendencia resultante viene determinada, no por designio humano, sino por una combinación de naturaleza y casualidad: cada niño participa del genotipo común natural de la especie humana, cada niño está genéticamente (e igualmente) emparentado con cada uno de sus dos progenitores, y, sin embargo, cada niño es diferente de ellos y único.
Estas verdades biológicas acerca de nuestros orígenes significan, a su vez, verdades profundas tanto acerca de nuestra identidad, como acerca de la condición humana. Cada uno de nosotros es, por de pronto, igualmente humano, igualmente embebido en un particular nexo de origen familiar, e igualmente individuado en su trayectoria del nacer al morir —y, si todo va bien, igualmente capaz de participar (a pesar de su mortalidad) con un otro complementario, en la mismísima renovación de la familia humana a través de la procreación. Aunque menos importante que nuestra común humanidad, nuestra individualidad genética no es humanamente trivial. Se manifiesta a sí misma en nuestra apariencia diferente a través de la cual somos reconocidos en todas partes; se revela en las marcas de "firma" de nuestras huellas dactilares y de nuestro sistema inmune de auto-reconocimiento; simboliza y preanuncia exactamente el carácter único, nunca repetido, de cada vida humana.
Las sociedades humanas, en todas partes prácticamente, han estructurado la responsabilidad de criar a los hijos y han instaurado sus sistemas de identidad y relación sobre la base del hecho natural y profundo del engendrar. El misterioso y, sin embargo, universal "amor de uno mismo" es explotado culturalmente en todas partes tanto para asegurar que los hijos no sean simplemente producidos, sino bien cuidados, como para crear para cada ser humano lazos patentes de significado, pertenencia y obligación. Es, por eso, erróneo tratar tales prácticas sociales de raíz natural como si fueron simples constructos culturales (como puedan serlo conducir por la derecha o por la izquierda, o enterrar o incinerar a los muertos), constructos que pueden ser cambiados con poco costo de humanidad. ¿Qué sería del parentesco sin su fundamento natural? Debemos plantar cara a quienes han empezado a referirse de la reproducción sexual como al "método tradicional de reproducción", esto es, a quienes quieren que consideremos como algo tradicional y, por implicación, arbitrario, lo que es de verdad no sólo natural, sino y con toda certeza muy profundo.
La reproducción asexual, la que produce descendencia "monoparental", es una desviación radical del modo humano natural, que introduce la confusión en el modo de entender las nociones de padre, madre, hermano, abuelo, etc., y en el modo de ser de las relaciones morales ligadas a ellas. Se haría todavía más radical la desviación si la descendencia fuera resultado de un clon, derivado de un adulto maduro de quien el clon sería un gemelo idéntico; o cuando un resultado parecido se produjera, no por un accidente natural (como sucede en la gemelación natural), sino por designio deliberado y manipulativo del hombre; o cuando la constitución genética del niño (o de los niños) es preseleccionada por el progenitor (o por el científico). Según esto, como veremos, la clonación es vulnerable a tres clases de preocupaciones u objeciones, relacionadas con estos tres puntos: la clonación amenaza con confundir los conceptos de identidad e individualidad, aun en el caso de la clonación a pequeña escala; la clonación constituye un paso de gigante (aunque no el primero) hacia la conversión de la procreación en manufactura, esto es, hacia la creciente despersonalización del proceso generativo y hacia la "producción" de niños artificiales, productos de la voluntad y del diseño del hombre (lo que algunos han llamado el problema de la producción a granel de nuevas vidas); y la clonación —lo mismo que otras formas de ingeniería eugenésica de la siguiente generación— representa una forma de despotismo de los clonadores sobre los clonados, por lo que representa (aun en los casos benevolentes) una descarada violación del significado interior de las relaciones padres-hijos, de lo que significa tener hijos, y de lo que significa decir "sí" a nuestra propia desaparición y "reemplazamiento".
Antes de tratar de estas objeciones éticas específicas, voy a permitirme someter a prueba mi tesis de la profundidad del modo natural de procrear aceptando un desafío que me hizo recientemente un amigo mío. ¿Qué pasaría si el modo natural dado de reproducción fuera el asexual, y nos encontráramos ahora ante la innovación tecnológica de la reproducción sexuada? Esto es, ¿qué pasaría si el dimorfismo sexual hubiera sido provocado artificialmente y se hubiera logrado producir vida fusionando gametos complementarios, y los inventores de la nueva reproducción sexual arguyeran que ésta prometía todo tipo de ventajas, incluido el vigor de los híbridos y la creación de individualidad a una escala hasta entonces desconocida? ¿Habría entonces que defender obligatoriamente la asexualidad natural por el hecho de ser natural? ¿Podría entonces uno decir que la reproducción asexuada llevaba consigo un profundo significado humano?
La respuesta a este desafío nos obliga a explorar el significado ontológico de la reproducción sexual. Porque no sería posible, supongo, que pudiera haber vida humana —o incluso formas superiores de vida animal— si no hubiera sexualidad y reproducción sexual. Encontramos formas de reproducción asexuada sólo en las formas más inferiores de vida: en bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados. La sexualidad trae consigo una nueva y rica relación con el mundo. Sólo los animales sexuados pueden encontrar otros seres complementarios con los cuales perseguir fines que trascienden su propia existencia. Para un ser sexuado, el mundo ya no es una alteridad indiferente y masivamente homogénea, en parte comestible y en parte peligrosa. El mundo contiene también algunos seres muy especiales, relacionados y complementarios, de la misma especie pero del otro sexo, hacia los cuales uno tiende con especial interés e intensidad. En las aves superiores y en los mamíferos, la mirada hacia afuera no es sólo para descubrir alimento y detectar depredadores, sino también para buscar posibles parejas; la mirada al mundo lleno de esplendor está empapada del deseo de unión, el antecedente animal del amor humano y germen de la socialidad. No por casualidad, el animal humano es, de todos los animales, a la vez el más sexual —cuyas hembras no entran en periodos de celo, sino que son receptivas a lo largo de todo su ciclo estral y cuyos machos deben, por ello, tener mayor apetito y energía sexual a fin de reproducirse con éxito— y el más ambicioso, el más social, el más abierto y el más inteligente.
El poder elevador del alma que tiene la sexualidad está enraizado, en el fondo, en su extraña conexión con la mortalidad, que el hombre acepta al tiempo que trata de superarla. Puede considerarse la reproducción asexuada como una mera continuación de las actividades de autopreservación. Cuando un organismo se divide, por escisión o gemación, para convertirse en dos, el ser original se preserva (duplicado), y nada muere. La sexualidad, que, por contraste, significa ser perecedero, está al servicio de la renovación; los dos que se unen para generar a otro, morirán pronto. El deseo sexual, en el ser humano lo mismo que en los animales, sirve así una finalidad que en parte está oculta al individuo que se buscara a sí mismo y, finalmente, en conflicto con él. Sabiéndolo o no, cuando somos sexualmente activos estamos votando con nuestros órganos genitales en favor de nuestra propia muerte. El salmón que nada contra corriente para vaciar su semen y morir está contando una historia universal: el sexo está enlazado con la muerte, a la cual ofrece en la procreación una respuesta parcial.
El salmón y otros animales manifiestan ciegamente esta verdad. Sólo el ser humano puede comprender su significado. Como nos lo enseña con tanta fuerza la historia del Jardín del Edén, nuestra humanización coincide con la autoconciencia de la sexualidad, con el reconocimiento de nuestra desnudez sexual y de todo lo que ella implica: vergüenza de nuestro menesteroso ser incompletos, inquieta autodivisión y finitud; temor ante lo eterno; esperanza de autotrascenderse en los hijos y en la relación con Dios. En el animal sexualmente autoconsciente, la mera pulsión sexual puede convertirse en enamoramiento, el placer puede convertirse en amor. El deseo sexual humanamente considerado es así sublimado en la aspiración de plenitud e inmortalidad, propia del enamorado, que impulsa conscientemente al acto conyugal y a su fruto generativo —lo mismo que a todas las otras posibilidades humanas más elevadas de la acción, el lenguaje y el canto.
Por medio de los hijos, un bien a la vez común al marido y a la esposa, varón y mujer alcanzan una unificación genuina (más allá de la mera "unión" sexual, que no consiguiera hacerlo así). Los dos se hacen uno cuando comparten generosamente, y no roñosamente, su amor en este tercer ser. Carne de su carne, el hijo es el mismo ser de los padres, entremezclado y externalizado, al cual se ha dado una existencia separada y persistente. La unificación es reforzada también por su trabajo compartido de criar al hijo. Creando una apertura al futuro más allá de la tumba, que lleva no sólo nuestra semilla, sino también nuestros nombres y nuestras esperanzas de que nos superarán en bondad y felicidad, los hijos son un testimonio de nuestra fe en la trascendencia. La dualidad de género y el deseo sexual, que empujan primariamente nuestro amor hacia arriba y hacia fuera de nosotros, nos proporcionan una superación parcial del confinamiento y limitación de nuestra perecedera corporalidad.
La procreación humana, en suma, no es simplemente una actividad de nuestra voluntad racional. Es una actividad más completa precisamente porque nos implica corporal, erótica y espiritualmente, lo mismo que racionalmente. Hay una profunda sabiduría en el misterio de la naturaleza al unir el placer del sexo, la aspiración inarticulada de unión, la comunicación del abrazo de amor y el deseo de hijos; un misterio profundamente asentado, pero solo parcialmente expresado en una misma actividad gracias a la cual damos continuidad a la cadena de la existencia humana y participamos en la renovación de las posibilidades humanas. Seamos o no conscientes de ello, cerrar el acto sexual a la procreación, lo mismo que crear vida fuera del contexto de amor e intimidad del acto sexual, son algo inherentemente deshumanizante, independientemente de lo bueno que parezca el producto.
Estamos ahora en condiciones de considerar las objeciones más específicas a la clonación.
V. Las perversidades de la clonación
Para empezar, una objeción importante, aunque formal: cualquier tentativa de clonar un ser humano constituiría un experimento contrario a la ética que ofende al posible niño resultante. Como lo indican los experimentos sobre animales (anfibios y ovejas), hay riesgos importantes de fracasos y malformaciones. Además, en razón de lo que la clonación significa, uno no puede dar por supuesto el consentimiento del futuro niño para ser clonado, aun cuando fuera a nacer sano. Así pues, hablando éticamente, no podremos nunca llegar a saber si la clonación humana es permisible.
Entiendo, por supuesto, la dificultad filosófica de tratar de comparar una vida con defectos con una no-existencia. Varios bioéticos, orgullosos de su agudeza filosófica, usan este enigma para poner dificultades a quienes dicen que uno puede dañar a un niño en su concepción, porque es justamente gracias a la concepción inculpada que el niño vive para denunciarla. Pero el sentido común nos dice que no hay razones para temer tales filosofismos. Porque sabemos con seguridad que la gente puede dañar e incluso mutilar a los niños en el mismo acto de concebirlos, como ocurre, por ejemplo, en la transmisión vertical del virus del SIDA, de la transmisión materna de dependencia a la heroína, o incluso por concebirlos como bastardos o cuando no se tiene capacidad o deseo de cuidar de ellos adecuadamente. Y creemos que hacer esas cosas deliberadamente, o negligentemente, es inexcusable y claramente contrario a la ética.
La objeción acerca de la imposibilidad de presumir el consentimiento puede incluso ir más allá del punto, obvio y suficiente, de que un clonado, en caso de que se le preguntara ulteriormente, podría con razón lamentar haber sido originado de ese modo. Están entonces en juego no sólo daños y beneficios, sino también dudas acerca de la independencia que se necesita para dar un consentimiento adecuado (e incluso retroactivo), esto es, no sólo la capacidad de escoger, sino también la disposición y capacidad de escoger libremente y bien. No está del todo claro en qué medida un clon podrá ser un agente moral. Porque, como veremos más adelante, en el mismo hecho de clonarlo y de criarlo como un clon, sus artífices subvierten la independencia del niño clonado, empezando por ese aspecto que viene de saber que uno es una sorpresa y un regalo para el mundo, en vez de ser el resultado calculado del proyecto ingenioso de otro.
La clonación crea serios problemas de identidad y de individualidad. La persona clonada puede experimentar preocupaciones acerca de su individualidad distintiva, no sólo porque será idéntica en genotipo y apariencia a otro ser humano, sino porque, en su caso, ella también puede ser gemela de la persona que, si podemos llamarla así, es su "padre" o su "madre". ¿Cuáles son las cargas psíquicas de ser el "hijo" o el "padre" del propio gemelo? El individuo clonado, además, estará cargado con un genotipo que ya ha sido vivido. Ya no podrá ser una sorpresa completa para sí ni para el mundo. La gente tenderá a comparar sus logros en la vida con los de su alter ego. Cierto que su educación y las circunstancias de su vida serán diferentes; y es cierto que el genotipo no es exactamente el destino. Y, sin embargo, uno puede esperar que el progenitor u otros se esfuercen por conformar la vida del clon a la del original —o, por lo menos, que se vea siempre al clon con la imagen original en mente. ¿Por qué razón, si no, clonan en primer lugar a la estrella del baloncesto, al matemático o a la reina del concurso de belleza, o incluso al viejo padre muerto?
Desde el nacimiento de Dolly, ha habido mucha ambigüedad al hablar de identidad genética. Los expertos se han apresurado a tranquilizar al público diciendo que el clon no sería de ninguna manera la misma persona o que se pudieran provocar conflictos de identidad: como antes se señaló, les gustaba decir que el clon de Mel Gibson no sería Mel Gibson. De acuerdo. Pero uno está empequeñeciendo la verdad al hacer hincapié en la importancia adicional del ambiente intrauterino, de las circunstancias de educación o del ambiente social: de todas maneras, el genotipo tiene mucha importancia. El genotipo es, después de todo, la única razón para clonar, ya se trate de seres humanos o de ovejas. Las probabilidades de que los clones de Ronaldo jueguen al fútbol son, así parece, infinitamente mayores que las que tendrían los clones de Julián Marías.
Curiosamente, esta conclusión queda reforzada, inadvertidamente, por un punto ético en el que insisten los amigos de la clonación: nada de clonación sin el consentimiento del donante. Aunque se trata de una objeción procedente del liberalismo más ortodoxo, es intrigante el hecho de que venga de gente (como Ruth Macklin) que también insiste mucho en que genotipo no significa identidad o individualidad y que niega que un niño pudiera con razón quejarse de haber sido hecho como una copia genética de alguien. Si el clon de Mel Gibson no fuera como Mel Gibson, ¿cómo podría Mel Gibson tener razones para objetar que alguien hubiera sido hecho como su clon? Hoy día se permite a los científicos usar muestras de sangre y de tejidos en proyectos de investigación que no aportan ningún beneficio a los que las han aportado: mi pelo caído, mi expectoración, incluso mis tejidos biopsiados, ya no son yo, y tampoco son míos. Los tribunales han sentenciado que las ganancias obtenidas de los usos y aplicaciones que los científicos puedan hacer a partir de mis tejidos extirpados, no me pertenecen legalmente. ¿Por qué, entonces, nada de clonación sin consentimiento —incluido, supongo, nada de clonación a partir de células de alguien que ya ha muerto? ¿Qué daño podrá hacerse al donante, si el genotipo no es "él mismo"? Para decir la verdad, la única justificación con fuerza para objetar es que el genotipo realmente tiene algo que ver con la identidad, y todo el mundo lo sabe. Si no fuera sí, ¿sobre qué base podría objetar Michael Jordan que alguien le clonara "a él", a partir, por ejemplo, de células tomadas de un pequeño fragmento de su piel? La insistencia con que se insiste en el consentimiento del donante revela de modo patente que toda clonación tiene que ver con la identidad.
El ser cada uno genéticamente diferente no sólo simboliza la unicidad de cada vida humana y la independencia respecto a sus padres que cada hijo alcanza por derecho. Es también un apoyo importante para vivir una vida digna y dignificada. Este argumento se aplica con mucha fuerza a cualquier intento de producción en gran escala de seres humanos idénticos. Pero es suficiente, a mi modo de ver, para rechazar incluso los primeros intentos de clonar un ser humano. Nunca se puede olvidar que es sobre los seres humanos clonados sobre quienes se proyectan nuestras fantasías eugénicas o de mero ejercicio de poder.
El trastorno psíquico de la identidad (sentirse copia), basado en la obvia identidad genética (ser igual) tenderá a agravarse a causa del caos que la clonación crea en la identidad social y en los lazos de familia. Porque, como ya se ha dicho, la clonación provoca una tremenda confusión en el parentesco y en las relaciones sociales. El bioético James Nelson ha hecho notar que una niña clonada de su "madre" puede desarrollar el deseo de conocer y de relacionarse con su "padre", por lo que, comprensiblemente, podría tratar de identificar al padre de su "madre", la cual, después de todo, es su gemela biológica. ¿Se sentiría complacido el "abuelito", que pensaba que sus obligaciones paternas estaban ya cumplidas, al descubrir que la niña clonada lo buscaba para recibir de él la atención y el apoyo que se esperan de un padre?
La identidad social y los lazos sociales de relación y responsabilidad están en gran medida conectados con el parentesco biológico y se apoyan en él. Los tabúes sociales universales contra el incesto (y el adulterio) sirven para dejar claro quién está emparentado con quién (y en especial qué hijos pertenecen a qué padres), lo mismo que para evitar la identidad social de padres-e-hijos (o de hermanos-y-hermanas) con la identidad social de novios, esposos o progenitores. Es cierto que la identidad social se cambia por la adopción (pero como cuestión que busca el mejor interés de unos niños que ya viven: no se producen deliberadamente niños para darlos en adopción). Es cierto también que la inseminación artificial y la fecundación in vitro con esperma de donantes, o con donación de embriones, son de algún modo formas de "adopción prenatal" —pero son también prácticas muy cargadas de graves problemas morales. Pero hay en estos casos (como en todos los demás de reproducción sexual) unos proveedores de gametos que son conocidos —hay un padre genético y una madre genética— que podrán ser encontrados si se buscan (tal como lo hacen con frecuencia los hijos adoptados): se puede saber quién está genéticamente con quién.
En el caso de la clonación, sin embargo, no hay sino un solo "progenitor". Aquí, la situación, ordinariamente tan triste, del "hijo con un solo progenitor" es planeada deliberadamente, y con una venganza. En el caso de la auto-clonación, la descendencia es, además, gemelo de sí mismo; y el tan temido resultado del incesto —ser padre de quien es hijo de la propia madre— es aquí provocado con deliberación, aunque sin que haya mediado una relación sexual incestuosa. Además, todas las otras relaciones de parentesco quedan perturbadas. ¿Qué significa entonces ser padre, abuelo, tío, primo, hermana? ¿Quién podrá llevar esos títulos y las cargas que le son anejas? ¿Qué tipo de identidad social tendrá alguien que ha excluido toda una rama familiar —la del "padre" o la de la "madre"? No vale decir que nuestra sociedad, con su alta incidencia de divorcios, de vueltas a casarse, de adopciones, de hijos extramatrimoniales y de cosas por el estilo, ha creado tanta confusión en las relaciones de parentesco y en las relaciones sociales, que se ha diluido la responsabilidad hacia los hijos (y para los demás). No vale decir eso, a menos que uno desee argüir que ese estado de cosas es bueno para los hijos.
La clonación humana podría representar también un paso de gigante en la transformación del engendrar en producir, de cambiar la procreación en manufactura (literalmente, "hacer a mano"), un proceso que ya ha comenzado con la fecundación in vitro y el diagnóstico genético de los embriones. Con la clonación, no sólo se tiene en la mano todo el proceso, sino que todo el plano genético del individuo clonado queda seleccionado y determinado por "artesanos" humanos. Por supuesto, el desarrollo ulterior se realizará conforme al modo natural y los niños resultantes serán reconocidos como seres humanos. Pero estamos dando ahí un paso adelante decisivo para hacer del hombre mismo una más de las cosas que hace el hombre. La naturaleza humana se convierte así en el último reducto de la naturaleza que sucumbe al proyecto tecnológico, proyecto que convierte a todas las cosas en materia prima a la disposición del hombre, para ser homogeneizada y reconstituida por nuestra técnica racional, según los prejuicios subjetivos de moda.
¿En que difiere el engendrar del hacer? En la procreación natural, dos seres humanos se encuentran, complementariamente hombre y mujer, para dar existencia a otro ser, que es formado, exactamente igual a como somos y por lo que somos: vivientes y, por ello, perecederos, y, por ello, seres humanos inspiradamente amorosos. En la reproducción clónica, por contraste, y en las formas más avanzadas de manufactura a que ella conduce, damos existencia a un ser no en virtud de lo que somos, sino en virtud de lo que pretendemos y diseñamos. Como ocurre con cualquier otro producto de nuestras manos, independientemente de lo excelente que sea, el artífice está por encima de lo hecho: nunca es un igual a la cosa hecha, sino un superior que la trasciende gracias a su voluntad de poder y a su habilidad creativa. Los científicos que clonan animales dejan perfectamente claro que ellos se dedican a una producción instrumental; los animales son, desde el principio, diseñados como medios para servir los propósitos racionales que les impone el hombre. En la clonación humana, los científicos y los padres "prospectivos" adoptan la misma mentalidad tecnocrática hacia los niños: resultan ser niños los artefactos que producen.
Tal situación es profundamente deshumanizante, independientemente de lo bueno que sea el producto. La clonación en gran escala de un mismo individuo muestra este punto de modo muy vívido, pero la violación de la igualdad, la libertad y la dignidad humanas se da también en el caso de una sola clonación humana planeada. Y la procreación deshumanizada en manufactura se degrada todavía más al convertirse el producto en mercancía, una evolución prácticamente inevitable en caso de permitir que la producción de niños siga adelante bajo la bandera del comercio. Las compañías de biotecnología genética y reproductiva son ya industrias en expansión, pero entrarán en la órbita del comercio cuando el Proyecto Genoma Humano esté ya completado. La oferta creará una demanda enorme. Aun antes de que se pueda practicar la clonación humana, las compañías existentes habrán hecho grandes inversiones para desarrollar el cosechado de oocitos a partir de ovarios obtenidos en autopsias o por cirugía ovárica, habrán practicado la modificación genética de embriones, y habrán empezado a almacenar tejidos para futuros trasplantes. Por medio de servicios de alquiler de úteros y de la compra y venta de tejidos y de embriones, cuyo precio será proporcionado a los méritos de los donantes, no se podrá impedir la comercialización de la vida humana naciente.
Finalmente, y quizás esto sea lo más importante, la práctica de la clonación humana por medio de la transferencia nuclear —lo mismo que otras formas ya imaginadas de la próxima generación de ingeniería genética— consagrará y agravará una incomprensión profunda y perversa de lo que significa tener hijos y de lo que es la relación entre padres e hijos. Ahora, cuando una pareja decide procrear, hombre y mujer están diciendo sí a la emergencia de nueva vida en su propia novedad, están diciendo sí no sólo a tener un hijo, sino también y tácitamente a tener el hijo que venga, sea del modo que resulte ser. Al aceptar nuestra finitud y abrirnos así a nuestra sustitución generacional, estamos confesando tácitamente los límites de nuestro poder. En este universal modo de proceder de la naturaleza, abrazar el futuro mediante la procreación significa precisamente que renunciamos a fijar rígidamente nuestra contribución a lo que esperamos va a ser la inmortalidad de la vida y de la especie humana. Esto significa que nuestros hijos no son nuestros, es decir, no son nuestra propiedad ni nuestra posesión. Se supone que van a vivir, no nuestra vida o la de cualquier otro, sino la suya propia. Cierto que trataremos de guiarlos en su camino, dándoles no sólo la vida sino también educación, amor y un modo de vivir; cierto que en ellos se centra nuestra esperanza de que vivirán vidas hermosas y plenas, y que nos permitirán trascender en alguna medida nuestras propias limitaciones. Más aún, su distintividad genética y su independencia son el preanuncio natural de la profunda verdad de que ellos tienen una vida propia nunca antes vivida por otro. Vienen de un pasado conocido, pero nadie ha hecho el mapa del camino que seguirán en su futuro.
Hacen ya mucho daño los padres que intentan vivir vicariamente en sus hijos. Los hijos son coaccionados a veces a realizar los sueños fallidos de sus infelices progenitores; se echa sobre las espaldas de Fulano de Tal jr. o de Mengano de Cual III la carga de tener que vivir a la altura de su predecesor. Si la mayoría de los padres abrigan esperanzas sobre sus hijos, los padres clonantes tienen proyectos mucho más definidos sobre sus clones. Al clonar, esos padres dominadores dan, ya al principio, un paso decisivo que contradice el entero significado de las relaciones padres-hijos, siempre libres y abiertas al futuro. El hijo clonado recibe un genotipo que ya ha sido vivido: su vida es construida conforme al plano arquitectónico de una vida anterior que controla la vida que está por venir. La clonación es, por ello, inherentemente despótica, porque trata de hacer al propio hijo (o al hijo de otro) a la propia imagen (o a la imagen del clonante que se haya elegido), y de hacer su futuro de acuerdo con la propia voluntad. En algunos casos, ese despotismo puede ser suave y benevolente. En otros casos, resultará maligno y abiertamente tiránico. Pero inevitablemente será despotismo, es decir, control de otro de acuerdo con la voluntad de uno.
VI. Respuesta a algunas objeciones
Los defensores de la clonación, por supuesto, no son promotores conscientes de la tiranía. Se ven a sí mismos como amigos de la libertad: de la libertad de los individuos a reproducirse, de la libertad de los científicos e inventores a descubrir y a favorecer el "progreso" en la ciencia y la técnica de la Genética. Solo aceptan la clonación a gran escala para los animales, pero desean que se pueda acceder a la clonación como una opción humana más en el ejercicio de nuestro "derecho a reproducirnos" —nuestro derecho a tener hijos con "genes deseables". Como dice el profesor John Robertson, bajo la bandera de nuestro "derecho a reproducirnos" practicamos ya formas iniciales de reproducción no-natural, artificial o extramarital, y practicamos también formas elementales de selección eugénica. Por todos estos antecedentes, la clonación humana no será problemática.
Tenemos ahí un ejemplo perfecto de la lógica de pendiente resbaladiza y de la manera resbaladiza con que tal lógica está operando ya en el campo de la reproducción artificial. Hace sólo unos años, el argumento de la pendiente resbaladiza se usó para oponerse a la inseminación artificial y a la fecundación in vitro con semen heterólogo. Se decía entonces que los principios con los que se trataba de justificar esas prácticas se usarían para justificar más adelante prácticas más artificiales y más eugenistas, incluida la clonación. No, en absoluto, dijeron entonces los partidarios de la reproducción artificial, pues siempre podremos hacer las distinciones legales necesarias. Y ahora, sin ni siquiera amagar la más mínima distinción, ellos mismos consideran justificada en sí misma la continuidad de unas prácticas con otras.
El principio de la libertad reproductiva tal como se enuncia por los proponentes de la clonación abarca, lógicamente, la aceptabilidad ética de dejarse ir hasta el fondo por la pendiente resbaladiza —desarrollar ectogénicamente niños desde la fecundación al término (si ello fuera posible), producir niños cuya dotación genética fuera resultado de un completo y perfecto planeamiento eugénico. Si la libertad reproductiva significa tener el hijo que uno elija y por cualquier medio, entonces esa libertad ni conoce límites ni los acepta.
Pero, lejos de darlas por legitimadas en virtud de un "derecho a reproducirse", la aparición de técnicas de reproducción asistida y de ingeniería genética debería empujarnos a reconsiderar el significado y los límites de ese pretendido derecho. En verdad, el de "derecho a reproducirse" ha sido siempre un concepto peculiar y problemático. Los derechos, por lo general, pertenecen a los individuos, pero éste es un derecho que (antes de la clonación) no podía ser ejercido por una persona sola. Acaso, entonces, el derecho ¿corresponde sólo a las parejas? O, ¿sólo a las parejas casadas? ¿Es derecho (de la mujer) a concebir y gestar, o derecho (de uno o más padres) a criar y a educar? ¿Hay un derecho a tener un hijo biológico propio? ¿Hay un derecho a simplemente intentar la reproducción, o hay también un derecho a conseguir el éxito reproductivo? ¿Hay un derecho a adquirir el bebé que uno elija?
Afirmar que hay un "derecho a la reproducción" negativo es algo que ciertamente tiene sentido si se trata de reclamar protección contra la injerencia del Estado en la libertad procreativa, como sucedería, por ejemplo, con un programa de esterilización obligatoria. Pero, con toda seguridad, ese tal derecho no puede sustentar una demanda por daños contra la naturaleza si resulta imposible tener hijos, ni derecho a corregir la deficiencia reproductiva mediante la tecnología, en caso de que fracasaran los esfuerzos de tener hijos de modo natural. Algunos insisten en que el derecho a la reproducción incluye también el derecho contra las interferencias del Estado en el libre uso de todos los medios tecnológicos de obtener hijos. Pero tal posición es insostenible: por razones que tienen que ver con los medios empleados, cualquier comunidad puede prohibir legalmente la maternidad de alquiler, la poligamia o la venta de niños a parejas estériles, sin que por ello se viole el derecho humano básico a reproducirse. Cuando el ejercicio de una libertad previamente inocua implica prácticas perturbadoras que nunca pretendió incluir la libertad original, es necesario reconsiderar si está justificada incluir en esa libertad esas prácticas conflictivas.
Ciertamente, se practica ya por algunos la selección genética negativa por medio del cribado genético y del diagnóstico prenatal. Sin embargo, esas prácticas deben estar gobernadas por una norma de salud. Se trata de prevenir, mediante el consejo genético preconcepcional, el nacimiento de niños que sufren enfermedades genéticas graves conocidas. Si y cuando la terapia génica se hiciera posible, tales enfermedades pudiesen ser tratadas, in útero e incluso antes de la implantación, no tengo, en principio, ninguna objeción moral ante esa posibilidad (aunque no me faltan algunas preocupaciones prácticas), precisamente porque estaría al servicio de la finalidad médica de curar a los individuos existentes. Pero la terapia, para ser terapia, no implica sólo un individuo existente. Implica también una norma de salud. En este sentido, incluso la terapia génica de la línea germinal, aun cuando se practicara no sólo en un individuo humano, sino en un espermio o un oocito, sería menos radical que la clonación, pues la clonación en ningún sentido es terapéutica. Pero una vez que se difumina la distinción entre promoción de salud y mejoramiento genético, entre las eugenesias llamadas negativa y positiva, se abre entonces la puerta a todos los proyectos eugenistas del futuro.
"Conseguir que un niño sea sano y tenga buenas oportunidades en la vida": este es el principio de Robertson que, en razón de su última cláusula, se convierte en un principio elástico y sin límites. Medir más de dos metros veinte podrá proporcionar muy buenas oportunidades en la vida, y también las proporcionará tener la apariencia de Marilyn Monroe o la inteligencia de un genio.
Los proponentes de la clonación creen que hay usos legítimos de ella y que éstos pueden distinguirse de los usos ilegítimos. Pero, de acuerdo con sus propios principios, no hay manera de establecer esos límites. Ni tampoco hay modo de imponer tales hipotéticos límites en la práctica. La libertad reproductiva, tal como ellos la entienden, está gobernada exclusivamente por los deseos subjetivos de los futuros padres (con tal de que se evite el daño corporal al hijo). El caso, tan conmovedor sentimentalmente, de la pareja casada y estéril, es, por esa misma razón, indistinguible del caso de un individuo (casado o no) al que le entra el deseo de clonar a alguien famoso o talentudo, vivo o muerto. Además, el principio arriba citado no sólo justifica la clonación, sino, ciertamente, todas las futuras tentativas de crear artificialmente (de manufacturar) niños "perfectos".
Un ejemplo concreto mostrará cómo, en la práctica y no sólo en teoría, el llamado caso inocente se continúa sin remedio con los casos más preocupantes. En la práctica, la pareja que desea ansiosamente ese hijo suyo tendrán que someterse necesariamente a la tiranía de los expertos. Consideremos una pareja estéril, ella sin ovarios y él azoospérmico, que desean un niño (genéticamente) propio y que proponen clonar ya sea al marido, ya a la mujer. El médico (que es además no sólo un científico, sino también co-propietario de una empresa dedicada a la clonación) señala algunas posibles dificultades que implica la clonación de uno de los miembros de la pareja —el niño clonado no será necesariamente el hijo genético de ellos dos, sino sólo criatura de uno de ellos; que esa unilateralidad genética puede crear tensiones en la pareja; que el hijo podría sufrir problemas de identidad; que en él se puede perpetuar la esterilidad; y otras dificultades más— y les señala cuanto más ventajoso será escoger un donante de núcleos. Mucho mejor que tener un hijo, propio sólo de uno de ellos dos, sería tener un hijo elegido por los dos. Haciendo gala de su carácter de experto en la selección de donantes sanos y valiosos, el doctor muestra a la pareja su último catálogo de donantes, en el que se ven las fotografías, los informes de salud, y las realizaciones de su "establo" de posibles clonantes, de los cuales se conservan muestras tisulares congeladas en su laboratorio. ¿Por qué no aprovechar la ocasión de tener un niño más perfecto?
El "niño perfecto", por supuesto, es un proyecto, no tanto de los médicos que tratan la infertilidad, cuanto de los científicos de la eugenesia y de sus partidarios. Para ellos, el derecho prioritario no es el llamado derecho a reproducirse, sino el que el biólogo Bentley Glass describió, hace un cuarto de siglo, como "el derecho de cada niño a nacer con una constitución física y mental robusta, basada en un genotipo robusto ..., el inalienable derecho a una robusta herencia". Pero, para asegurar ese derecho y para satisfacer los requisitos de control de calidad sobre la vida humana, la concepción y la gestación de seres humanos necesita ser trasladada a la brillante atmósfera del laboratorio, dentro de la cual la vida humana puede ser fecundada, nutrida, podada, depurada, inspeccionada, estimulada, halagada, inyectada, examinada, clasificada, graduada en calidad, aprobada, garantizada, tasada, sellada, empaquetada y despachada. No hay otra manera de producir niños perfectos.
Y, sin embargo, los proponentes de la clonación nos empujan a que nos olvidemos de los escenarios de la manufactura de vidas en el laboratorio y de la clonación a gran escala, para que nos fijemos sólo en los casos hogareños de las parejas estériles que ejercen sus derechos reproductivos. Pero, si los casos aislados son tan inocentes, ¿por qué, cuando su número se multiplica, resultan tan repugnantes? (De modo semejante, ¿por qué otros objetan que la gente pueda ganar dinero explotando esta práctica, si la práctica en sí misma les parece perfectamente aceptable?) Si siguiéramos el sólido principio ético de universalizar nuestras decisiones —¿no sería correcto que todos quisieran clonar (con su consentimiento, por supuesto) a Raúl?, ¿no habría que tener por correcto que todo el mundo optara por practicar la reproducción asexuada?— descubriríamos cuan errados son éticamente esos casos aparentemente inocentes. Los casos "de ciencia-ficción" revelan con viveza el verdadero significado de lo que se nos presenta, engañosamente, como benigno y aceptable.