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¿Qué es la salud?

Antonio Pardo.
Departamento de Humanidades Biomédicas, Universidad de Navarra.
Artículo publicado en Revista de Medicina de la Universidad de Navarra, 1997;41(2):4-9.

Aunque se ha discutido mucho en las publicaciones médicas sobre qué sea la salud, no se ha llegado a un acuerdo sobre el asunto. Sin embargo, la cuestión no es banal: si la atención médica persigue la salud, es fundamental tener claro en qué consiste la salud. Sólo una versión correcta de su naturaleza puede dar como fruto una buena práctica médica. Este trabajo, necesariamente breve, pretende mostrar las coordenadas básicas que se deben tener presentes a la hora de concebir qué es la salud, y dejará de lado, por razones de extensión, muchas otras cuestiones, interesantes, como son los antecedentes y la evolución histórica del concepto de salud, su relación con la mentalidad de cada época, etc.

Definición de salud

Los clásicos no tenían especiales dificultades en alcanzar una idea clara de lo que es la salud. Hablaban latín, y la sola palabra salus ya les daba idea de su significado. Nosotros debemos retroceder a la etimología para alcanzar lo que era evidente para ellos. Salus y salvatio, muy iguales en latín (considérese que la U y la V, cuyos sonidos y grafía ahora distinguimos, eran una sola letra para los clásicos), significan “estar en condiciones de poder superar un obstáculo”. De estas palabras latinas se derivan sus equivalentes castellanas: salud y salvación1. El término castellano “salvarse” incluye el significado original de “superar una dificultad”, y se aplica tanto a dificultades naturales (salvarse de un incendio, por ej.), como a las sobrenaturales (la salvación de los peligros que la vida presente supone para la vida del alma). Sin embargo, el término salud no se entiende actualmente como ligado a dicho significado de “superar una dificultad”. De ahí la gran variedad de definiciones, a veces profundamente discordantes, otras veces más o menos de acuerdo en algunos puntos, y casi siempre eclécticas, que se limitan a agrupar las opiniones más en boga sobre la cuestión.

Si recuperamos para el término “salud” el significado, original y genuino, de “superar una dificultad”, obtenemos una definición en toda regla: salud es el hábito o estado corporal que nos permite seguir viviendo2, es decir, que nos permite superar los obstáculos que el vivir encuentra a su paso. Porque, efectivamente, vivir no es simplemente “estar”, como está una piedra. Vivir implica una actividad interna del ser vivo que consigue mantener una cierta independencia y diferenciación de su ámbito exterior: el mantenimiento de la homeostasis, característico de los vivientes, es un proceso activo que se realiza contra dificultades que opone el medio3. Sólo un organismo sano está en condiciones de superar dichas dificultades; el organismo enfermo encuentra en el ambiente problemas de difícil superación, que le pueden llevar a fracaso en el mantenimiento de la propia individualidad, es decir, a la muerte, tras la cual, el organismo se confunde progresivamente con el ambiente: se igualan sus temperaturas, se descomponen sus proteínas, se disuelven y homogeneizan sus diversos compartimentos orgánicos y el contenido de éstos con el medio externo, etc.

Pero mantener la identidad individual no es el único objetivo del vivir: de alguna manera, la identidad también se mantiene cuando el animal se reproduce. Al reproducirse, consigue mantener vivo, en otro individuo de la misma especie, lo que en sí mismo no va conseguir: vivir siempre con la vida propia de su especie. Por esta razón, en el “seguir viviendo” de la definición se debe considerar incluida la posibilidad de la reproducción. Un animal que puede vivir pero que no se puede reproducir no está sano.

Por último, hay que considerar que existen alteraciones del funcionamiento normal del organismo animal que, sin impedir completamente que pueda vivir o reproducirse, suponen molestias o dificultades para el desarrollo normal de su actividad. Enfermedades o lesiones leves, que no ponen en peligro la vida, pueden considerarse enfermedad, porque el malestar que producen dificulta la actividad normal de la vida animal. Dicho de otro modo: la salud incluye un cierto grado de bienestar físico, y de agrado en la actividad que es necesaria para vivir (bienestar psicológico); sin embargo, la salud no es bienestar. Más bien, el bienestar es, en cierta medida, una parte de la salud, es decir, es uno de los medios necesarios para poder seguir viviendo.

El caso del hombre

La vida humana no se reduce a los aspectos meramente biológicos que hemos estado refiriendo. La vida biológica, junto con sus aspectos psicológicos, se encuentra en el hombre impregnada de inteligencia y decisiones libres: de espiritualidad, en una palabra. El vivir humano no es exclusivamente biológico, sino una realidad compleja: biológica, psicológica y espiritual. Por tanto, seguir viviendo, en el caso del hombre, no es sólo poder mantener la vida biológica, poder reproducirse, y un cierto grado de bienestar suficiente para estos fines. Es, y de modo igual o más importante, poder actuar con su inteligencia y voluntad, llevando a cabo actividades que no pueden realizar los animales: trabajar, estudiar, etc.

De este modo, la definición de salud dada anteriormente, válida para el caso del animal, debe ser reinterpretada para el caso del hombre. Básicamente, se puede afirmar que una persona está sana cuando puede realizar sus actividades humanas normales: ir al trabajo, cuidar del hogar o de los hijos, leer, etc.

Sin embargo, en el hombre, estar sano no es una mera yuxtaposición de la consideración de la salud propia del animal y de la más típicamente humana. Las actividades propiamente humanas no pueden ser llevadas a cabo sin un adecuado funcionamiento físico y psicológico. Por esta razón, la salud que podríamos llamar meramente animal está al servicio de actividades más altas: es un bien instrumental para la actividad espiritual. Así, se puede dar la situación paradójica de que, examinada la vida humana desde el punto de vista meramente animal, no exista salud y, sin embargo, considerada desde el punto de vista humano, sí que pueda decirse que la hay.

Es frecuente encontrar diálogos que reflejan esta aparente paradoja. A la pregunta de cortesía sobre el estado de salud, una persona suele responder: “Estoy bien; bueno, con los achaques propios de la edad, pero estoy bien”. Se reconoce de este modo que, aunque existen pequeñas molestias o malestares, no alcanzan éstos a impedir el desarrollo de las actividades normales. Así, una persona que carezca de capacidad para reproducirse, o que tenga algunas alteraciones físicas o psicológicas leves (como puede ser una ligera inestabilidad de la articulación del tobillo o una leve ansiedad pasajera) puede, en muchas ocasiones, desarrollar su vida normalmente. Dependiendo de la actividad que desempeñe, estas alteraciones, que serían enfermedad en el animal, pueden constituir o no enfermedad en esa persona.

La constatación de esta realidad ha llevado a numerosos autores a concluir que la salud es algo subjetivo, que depende solamente de la apreciación del sujeto. Como comentaremos más adelante, esta conclusión es errónea: el estado de salud no depende de cómo se sienta el sujeto, sino del modo de vida que lleve. Y este modo de vida puede y debe ser conocido por el médico que, de esta manera, está en condiciones de hacer una apreciación objetiva del estado de salud del paciente. Sin embargo, esta apreciación objetiva no equivale a no encontrar lesiones en el examen físico del paciente o a no hallar alteraciones en las pruebas de diagnóstico psicológico. La apreciación objetiva del estado de salud depende de la captación de los problemas que puede suponer la lesión, o las lesiones, sobre su vida cotidiana. Dicho de otro modo: el juicio acerca del estado de salud de una persona depende de la captación de su modo de vivir personal.

Algunas consecuencias para el ejercicio de la Medicina

Estas ideas básicas que acabamos de exponer tienen consecuencias muy directas sobre el modo práctico de ejercer la Medicina: al determinar el fin que se debe perseguir, los medios técnicos que se deben de emplear (la realización de intervenciones médicas) deberán ser acordes con el fin perseguido. Hoy día, se observan con frecuencia modos de ejercer la profesión que desvelan un concepto errado de salud. Nos referiremos solamente a tres deformaciones especialmente frecuentes: la obsesión por el bienestar, el autonomismo a ultranza y el igualitarismo.

La búsqueda del bienestar

La OMS, en su definición de salud, establecía que ésta es el estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social, y no sólo la ausencia de lesión o enfermedad. En esta definición aparecen dos de los elementos reseñados anteriormente: la integridad física y el bienestar (aunque con algunas modificaciones que impiden su perfecta equiparación con el significado de estos factores en la definición clásica). Sin embargo, lo más llamativo es que está completamente ausente toda referencia al modo de vida de la persona. Considera sólo la ausencia de lesiones y el bienestar, que el paciente se sienta bien.

Como consecuencia, el problema más importante de esta definición es su restricción a los aspectos meramente animales o hedónicos de la vida humana. La atención sanitaria, si se sigue esta idea de la OMS, tendría un objeto parecido a la veterinaria: arreglar las lesiones físicas (de modo muy mecanicista, como se realizan en el taller los arreglos de los coches), y conseguir que el paciente se sienta a gusto. En este último objetivo, los médicos con un poco de sentido común incluyen, como en un cajón de sastre, todos los demás aspectos de la vida humana (algo parecido a lo que ocurre con la expresión “calidad de vida”); el empleo del término bienestar se vuelve así peligrosamente equívoco; de esta falta de precisión terminológica, pienso, se sigue buena parte de la confusión imperante en los artículos científicos a la hora teorizar sobre la salud.

Sin embargo, la definición de la OMS, tomada estrictamente, no da pie para dicha interpretación sensata. Es obvio que es una definición incorrecta, sesgada, y potencialmente generadora de una atención clínica mala: si el médico ejerce para que el paciente se sienta bien a toda costa, el resultado sería la atención médica que se describe en “Un mundo feliz”, y la solución total a los problemas humanos, una droga como el “soma”, que hace sentirse bien y no causa resaca. Y no puede extrañar que, dentro de este modo de entender las cosas, la Medicina debería procurar la muerte del que sufre, si no se puede conseguir el pleno bienestar, solución que lleva rutinariamente a cabo la veterinaria, pues ésta sólo tiene que perseguir la integridad física y el bienestar. Está claro que quienes defiendan la definición de salud de la OMS deberán, como mínimo, hacer una interpretación de ella contraria a su sentido literal explícito, que caerá necesariamente en la ambigüedad del término “bienestar”.

“Subjetividad” de la salud y autonomismo

Como complemento casi obligado de la definición de salud de la OMS, aparece en el campo médico la subjetividad de la salud. ¿Quién puede decir si se encuentra bien, a gusto? El propio paciente. Por tanto, el ejercicio de la Medicina sólo se puede llevar a cabo preguntando al paciente cómo está y qué es lo que desea, o, dicho de otro modo, qué malestar le ha hecho acudir al médico. Sin embargo, esta pregunta, que está al comienzo de cualquier relación clínica, adopta, dentro de la definición de salud de la OMS, un matiz diferente al que le da el sentido común de los clínicos: Hay que preguntar al paciente sobre su bienestar porque ésta es la única vía para poder averiguar lo que no tiene una respuesta objetiva, pues lo que causa agrado a unas personas, no lo causa a otras. La salud, por tanto, es una cuestión puramente subjetiva, por lo menos en lo que al bienestar se refiere.

Si, como defiende la OMS, la salud es básicamente bienestar, entonces las peticiones del paciente tendrán una gran preponderancia en la atención médica. Es el autonomismo que se observa actualmente en actitudes agresivas y exigentes de algunos enfermos: ellos son quienes deciden; se hace lo que ellos dicen. Este modo de comportarse suele ir unido a una comercialización de la Medicina: se la concibe como otros bienes de consumo, algo que se compra con dinero y que debe cumplir las expectativas de satisfacción (o bienestar) del cliente. En Estados Unidos esta exigencia de corte comercial se ha vestido de un ropaje ético que hace sentirse a los médicos menos manipulados por el dinero que cobran: se prefiere hablar de respeto a la autonomía del paciente donde muchas veces, en ciertas especialidades o intervenciones, no hay casi ningún residuo de preocupación por el enfermo, sino un mero do ut des comercial.

Evidentemente, la justa autonomía del paciente es una realidad que debe ser respetada; es otra manera de decir lo que mencionamos en la definición clásica: estar sano depende del modo de vida que lleva la persona, y el médico debe contar con ese modo de vivir a la hora de enfocar un tratamiento. Pero eso es radicalmente distinto a aceptar que el paciente siempre tiene razón, como si fuera el cliente de unos grandes almacenes, donde se compra lo que más agrada, sin más motivo que el gusto. El médico también tiene algo que decir en la relación médico/paciente, y no es un mero asalariado bajo las órdenes del enfermo, ni su único objetivo es causar el bienestar. Por tanto, del mismo modo que se espera que el médico respete al paciente, debe esperarse el respeto en sentido opuesto. Lo que no sería obligado encontrar en un comerciante es lo que se debe esperar del médico: negativa a aplicar tratamientos que sabe que son ineficaces o dañinos, negativa a actuar contra sus principios morales, etc. Estas negativas, más que imposiciones al paciente, son precisamente su defensa: si el médico accediera a todas las peticiones, el verdadero bien del enfermo quedaría sin abogado.

Aquí nos encontramos nuevamente con una equivocidad, en este caso en el empleo del término autonomía: para unos significa que una persona puede organizar su vida a su aire, sin ningún baremo que les constriña, poniendo a la Medicina al servicio de su gusto; mientras que para otros significa que cada persona tiene un modo de vivir distinto, que debe ser considerado por el médico a la hora de su actuación clínica. Mientras el primer sentido es inaceptable, el segundo es imprescindible en la buena práctica médica.

Desigualdad de los pacientes

La influencia de la actividad habitual de una persona en la consideración de su estado de salud o enfermedad lleva a una consecuencia poco aceptada actualmente por los médicos: no toda lesión orgánica debe ser tratada con la misma intensidad, y el grado de esfuerzo por eliminar lesiones depende del tipo de vida que lleve el paciente. La expresión “tipo de vida” debe entenderse aquí en su sentido más lato, es decir, englobando no sólo aspectos de actividad individual (fundamentalmente profesionales), sino otras consideraciones económicas, familiares, culturales, religiosas y sociales.

Por contra, actualmente, malinterpretando la letra de las normas deontológicas que obligan a no discriminar entre pacientes4, se asume que todos los pacientes son iguales, y se emplean con ellos los medios disponibles para producir la curación orgánica, con el criterio, en caso de escasez de medios, de “primero llegado, primero servido”. Esta actitud demuestra una concepción reduccionista del hombre y de la salud humana.

Para que todos fuéramos realmente iguales de cara al enfermar, sería necesario que no nos distinguiéramos unos de otros, quedando igualados con un patrón de actividad común, que se podría equiparar a la actividad instintiva de los animales. Para ellos, enfermar es siempre lo mismo, y el veterinario los puede tratar por igual: curando sus lesiones para que puedan llevar a cabo los objetivos instintivos de su especie, o matándoles si no pueden ser curados o suponen un peligro para sus cuidadores o para otros animales.

La relación médico-paciente, por contra, no es la aplicación ciega de unos patrones fisiológicos ideales que hay que restaurar, como quien repara una máquina. Es, en primer lugar, diálogo con el paciente y conocimiento de éste como persona, con un modo de vida peculiar, aficiones, ambiente, cultura, religión, etc. En este diálogo, el médico asimila esa originalidad vital y así aprende de sus pacientes y madura como persona durante su ejercicio profesional. A continuación, el médico propone benévolamente una ayuda técnica para el problema humano que ha provocado el trastorno orgánico o psíquico. Y, como el problema humano es distinto en cada caso, la propuesta de ayuda técnica será muy variable, dependiendo de la persona.

Esto no es discriminación, pues se propone la ayuda con la mejor voluntad hacia el paciente. Precisamente, porque el médico intenta “cuidar con la misma conciencia y solicitud”5 a todos sus pacientes, no les propone soluciones iguales, sino adaptadas al caso particular. La buena voluntad es la que hace que la ayuda propuesta sea diferente.

Así, por poner un ejemplo, en el caso de una enfermedad grave, propondrá medidas drásticas que podrán conseguir la curación a costa de un gasto grande y sin muchas probabilidades de éxito al paciente joven, con serias responsabilidades familiares o profesionales en las que no podrá ser sustituido. Sin embargo, si el paciente es mayor, sin vínculos familiares, y le expresa su idea de que la vida ya no tiene mucho sentido para él, es razonable que se abstenga de proponer tratamientos curativos de alto precio, agresivos, molestos y de efectividad sólo marginal. Por estas razones, el buen médico se abstendrá de recomendar tratamientos muy penosos, o que vayan contra la conciencia o la sensibilidad cultural de su paciente.

Para poder llegar a este consejo adaptado al paciente es fundamental el diálogo, tan descuidado en la práctica contemporánea. El descubrimiento del paciente como persona, sus peculiaridades familiares o culturales, sus aficiones, no son cuestiones periféricas o irrelevantes en la anamnesis, pues pueden hacer variar decisivamente la orientación terapéutica. Un efecto secundario de un medicamento o de una intervención quirúrgica, que al médico le puede parecer trivial, puede revestir mucha importancia para el paciente, y esa importancia debe ser conocida mediante el diálogo.

Perspectiva

La terminología empleada actualmente para referirnos a los diversos aspectos de la salud y de nuestra relación con el paciente es ambigua. Ya hemos mencionado esta equivocidad con respecto a las expresiones “bienestar”, “calidad de vida”, “baremos objetivos”, “autonomía”. Cabe incluir otras, como “consentimiento informado”: al emplear dicha expresión, estamos dando a entender que el paciente recibe una información de su estado y una propuesta de tratamiento a la que presta su aquiescencia o que rechaza, de modo incondicionado y autónomo; así, se consigue difuminar en la sombra todo el diálogo con el paciente que permite que el médico asimile sus peculiaridades y que hace de la actividad terapéutica una acción común de médico y paciente. Seguir hablando de consentimiento informado deja como poso una concepción de la salud y de la atención sanitaria completamente inadecuadas.

Los sesgos en la concepción de su actividad que adquieren muchos médicos a base de repetir ciertos términos pueden evitarse empleando algunos de ellos sólo en su sentido específico (como pueden ser “objetivo” o “bienestar”), y sustituyendo otros por sus equivalentes no ambiguos que expresen adecuadamente la realidad de la salud y de la relación médico/enfermo; entre ellos, podríamos mencionar “respeto al paciente” en vez de “respeto a la autonomía del paciente”, “estado de salud” en vez de “calidad de vida” (en la que se llegan a incluir cuestiones tan ajenas a la salud como la ausencia de remordimientos, proyectos vitales cumplidos, etc.). Los términos que acabo de mencionar son solamente una propuesta preliminar. Indudablemente, existen soluciones más acertadas, a las que se puede llegar con un empleo adecuado del castellano; pero esto sólo será posible si no perdemos nuestro sentido crítico y no nos dejamos arrastrar por la terminología imperante, proveniente en su mayoría del ámbito estadounidense, donde la relación médico-enfermo ha sufrido una evolución extraña y que no es paradigmática de lo que debe ser nuestra actividad profesional.

Notas

(1) Cfr. Alarcón E. Teoría de la vida orgánica (Apuntes de Psicología). Pamplona: pro manuscripto, 1988. Otro tanto sucede en inglés, donde tenemos los términos health, salud, holy, santo, y en las lenguas germánicas, donde tenemos los términos Heilen, curar y Heilig, santo.

(2) Tomás de Aquino. Summa Theologiæ, I-IIae, q. 50, a. 1, c.

(3) Cfr. Alarcón E. Op. cit. Cfr. Choza J. Manual de antropología filosófica. Madrid: Rialp, 1988.

(4) Organización Médica Colegial. Código de Ética y Deontología Médica, Artículo 4.2: “El médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos los pacientes, sin distinción por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

(5) Ibídem.

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