LOS ARCOS Y SU DISTRITO: TRES SIGLOS ENTRE DOS REINOS (1463-1753)
14 de septiembre de 2016
Gustar y degustar: las artes al servicio de los sentidos en la parroquia de Los Arcos
D. Ricardo Fernández Gracia. Universidad de Navarra
Los seres humanos somos una mezcla de sentimientos, razonamientos, creencias, circunstancias y experiencias vividas. Estas últimas junto a los sentimientos jugaron un papel de primer orden en la transmisión de la cultura, en tiempos en que las imágenes y los sonidos eran escasísimos.
El interior de la parroquia de Los Arcos constituye a día de hoy uno de los ejemplos más señeros del barroco decorativo, retórico, teatral y sensual en la Navarra de los siglos del Barroco, en el contexto de una cultura que sobrevaloraba a los sentidos por ser mucho más indelebles que el intelecto y por tanto aptos para enervar y cautivar al individuo marcándole conductas. La ubicación de la villa, entonces perteneciente a Castilla, entre localidades y focos artísticos riojanos y navarros, con la cercanía de Viana, Estella o Calahorra, favoreció el flujo de artistas de diversas procedencias. En el mismo sentido hay que destacar su pertenencia al obispado de Pamplona y su cercanía a localidades de la gran mitra calagurritana, lo que también ejerció de acicate para la llegada de influencias artísticas y de intercambio de maestros y talleres.
La parroquia de Santa María de Los Arcos es uno de los ejemplos más significativos del barroco decorativo en Navarra
El sentido de la vista fue ensalzado por Leonardo así: “La pintura es una poesía que se ve sin oírla; y la poesía es una pintura que se oye y no se ve; son, pues, estas dos poesías o, si lo prefieres, dos pinturas, que utilizan dos sentidos diferentes para llegar a nuestra inteligencia. Porque si una y otra son pintura, pasarán al común sentido a través del sentido más noble que es el ojo; y si una y otra son poesía, habrán de pasar por el sentido menos noble, es decir, el oído”. Santo Tomás escribió: pulchra sunt quae visa placent (bellas son las cosas que agradan a la vista) y afirmó que bellas son aquellas cosas cuya percepción en su contemplación misma complace: pulchrum est id cuius ipsa apprehensio placet, lo que está en relación con lo primero, pues la vista, como sentido más perfecto, sustituye al lenguaje del resto de los sentidos.
Orozco Díaz señaló la progresiva teatralización del templo a partir del siglo XVII en su aspecto psicosociológico, desencadenada como consecuencia de la normativa tridentina y analizada como fenómeno concomitante a la teatralización de la vida. La iglesia con sus púlpitos, que suponen un “desbordamiento de la escena”, las tribunas, órganos y retablos se asemejaba a un teatro. El mismo autor resalta que el templo “se concibe con sentido paralelo a la escena por cumplir, a lo divino, la función social que en lo mundano realiza el retablo”, haciendo patente la correspondencia entre los artificios retóricos de la oratoria y las formas grandilocuentes de los retablos que procuraban concentrar la atención del creyente y estimular los sentidos, trasladándolo de lo material a lo espiritual.
El conjunto de unidad entre retablos, púlpitos, yeserías, tallas de madera, pintura, oros y colores del interior de la parroquia de Los Arcos, arropado en el rico ceremonial litúrgico y la polifonía, se convierte en un espectáculo para todos los sentidos, logrando provocar sensorialmente al individuo, conmoviéndole y enervándole, siempre con el fin de mover y convencer a través de los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto.
Parroquia de Los Arcos
Retablo mayor
El interior del conjunto se fue barroquizando desde mediados del siglo XVII in crescendo, en un no parar desde la construcción del retablo mayor, a la realización del órgano en la segunda mitad de la siguiente centuria. Los mejores artistas fueron buscados por los responsables de la fábrica parroquial, tanto para su reconstrucción entre 1699-1705, como para todo tipo encargos. Su patronato se expuso a diversos pleitos ante la autoridad eclesiástica por el derecho a contratar obras artísticas, sin pasar por instancias superiores. El mejor retablista del taller estellés, Juan Ángel Nagusia, dejó lo mejor de su saber y entender en los retablos de San Gregorio (1710), colaterales de la Inmaculada y San Juan Bautista (1718), gran sagrario-expositor (1736) y de San Francisco Javier (1741) en una cronología que abarca gran parte de su vida artística. Escultores, doradores de acá y de allá dejaron el templo en las décadas centrales del siglo como un conjunto singular y retórico, pero aún quedaba algo más. En plena época del desarrollo del decorativismo barroco, la parroquia recibió el programa más espectacular por su riqueza, convirtiendo el templo en un verdadero caelum in terris, tan apto para la retórica barroca. El encargado fue José Bravo, pintor de Burgos y maestro “mayor del arzobispado de la dicha ciudad y del obispado de Calahorra y La Calzada”. El proyecto se llevó a cabo entre 1742 y 1745 y fue caro, ya que ascendió a la cantidad de 7.868 ducados de plata vieja. Los artistas que intervinieron juzgaban que con todo aquel programa decorativo con oro, plata y colores se conseguía “dar mucho sainete y sentido de la talla y arquitectura”. En todo aquel proyecto jugó un papel fundamental don Francisco Magallón y Beaumont, que cita en diligencias a conjuntos como San Fermín de Pamplona y Santa Ana de Tudela, la iglesia del colegio de los jesuitas -probablemente se refiera a la de Tudela- y la capilla que se estaba fabricando en aquellos momentos en la colegiata de Tudela, que hemos de identificar con la del Espíritu Santo. Entre las palabras que se repiten una y otra vez, encontramos el concepto “hermosear” el templo con el rico programa iconográfico, queriendo significar con ello que se quería hacer algo que recrease y resultase agradable para la vista y placentero para los sentidos, a la vez que fuese proporcionado y estuviese dotado de donaire. También se argumenta e insiste en el mismo documento de alegación sobre sendos conceptos muy del Siglo de las Luces: la “perdurabilidad” en alusión a lo que dura mucho y es para siempre, y “utilidad” haciendo referencia a todo lo que podía servir de aprovechamiento, en este caso, para el culto divino y la delectación de la vista, como principal de los sentidos. Entre las capítulas para la decoración y barroquización del templo de 1742, destacamos por su importancia y excepcionalidad la que trata de la decoración de las paredes del crucero y presbiterio, en donde leemos: “Iten que en todos los blancos de la cornisa en bajo que hay en la capilla mayor y crucero hasta los púlpitos, se han de fingir unas colgaduras que parezcan ser de oro, en esta forma: se han de hacer con sus líneas las divisiones que le corresponde al ancho de la seda, y en su centro que hay de una faja a otra, se ha de hacer una tela y ornato correspondiente, a la mayor imitación y mejor gusto del arte. Y se advierte que dicha colgadura se ha de hacer sobre tablas, como también el que ha de ser plata bruñida menos los campos de dichas labores, las que irán hechas de zapa para su mayor lucimiento y hermosura. Iten que dicha plata de la colgadura y toda la demás que hubiese, según como va referido, se ha de corlear con verniz de charol, hecho con tal propiedad que desmienta al mismo oro, sin que se pueda distinguir si es oro o plata, por ser dicho verniz más permanente que el oro fino”.
El interior de la iglesia se fue barroquizando desde mediados del siglo XVII.
A Juan Ángel Nagusia se le encargaron los retablos colaterales en 1718
El programa decorativo contratado en 1742 incluía pintar
en la capilla mayor y en el crucero colgaduras fingidas
En el programa decorativo realizado entre 1742 y 1745
jugó un papel fundamental don Francisco Magallón y Beaumont
Prototipo de un templo barroco
Tras tratar de los aspectos generales y conceptuales, hay que hacer dimensionar y contextualizar el recinto del templo parroquial de Los Arcos desde cinco puntos de vista: 1. La piel de la arquitectura; 2. El poder de la palabra; 3. Per visibilia ad invisibilia: las imágenes; 4. Aparente infinito y 5. Música.
Respecto al primer aspecto, la profesora Blasco Esquivias recuerda en su Introducción al Barroco, que la Iglesia justificó el boato ornamental de los templos y el esplendor de sus ceremonias en la necesidad de honrar la presencia real de Cristo y fomentar la devoción de los fieles suspendiendo sus facultades racionales y estimulando sus sentidos, predispuestos ya por el ambiente colectivo y la formalidad de la liturgia, la riqueza de los ornamentos, la iluminación calculada del espacio, los vapores del incienso, la oratoria de los sermones y la música, que inducían a la enajenación o excitación espiritual. Yeserías, pinturas murales, retablos y cortinajes ficticios hacen de su interior el mejor y consumado ejemplo de los templos navarros del momento.
Las imágenes fueron extraordinariamente eficaces en momentos de escasez de las mismas, en que el tiempo para su contemplación era abundante, por lo que quien las miraba podía extraer distintas sensaciones y valoraciones. En definitiva y como ha escrito magistralmente David Freedberg, comparando tiempos pasados con los presentes, ya no tenemos el “ocio suficiente para contemplar las imágenes que están ante nuestra vista, pero otrora la gente sí las miraba; y hacían de la contemplación algo útil, terapéutico, que elevaba su espíritu, les brindaba consuelo y les inspiraba miedo. Todo con el fin de alcanzar un estado de empatía”.
Respecto al poder de la palabra y a la luz de los tornavoces de los púlpitos que dominan la nave, recordamos la relación y unidad de palabra e imagen, del lápiz y el pincel o la gubia. Los recursos retóricos y teatrales en los sermones estuvieron en sintonía con las imágenes. Estos últimos eran actos muy frecuentados y los predicadores cuidaron mucho de cuanto decían en el púlpito, preparando panegíricos ad hoc, según el auditorio, con el correspondiente ornatus repleto de la retórica imperante y siempre con el triple contenido de enseñar, deleitar y mover conductas. Al predicador se le exigía oración y estudio, así como excitar al fervor, haciendo gala de ciencia, elocuencia e ingenio. Todo ello en aras a conseguir los tres citados fines de la oratoria sagrada que no eran otros que el movere, o marcar conductas, no sólo deleitando y enseñando, sino moviendo los afectos en los corazones.
Los afectos eran diana fija en las palabras y los argumentos de los predicadores del momento. Recordemos lo que escribe el Padre Granada, tan leído por los panegiristas: “Pues entre los afectos de devoción, unos corazones hay inclinados a compasión, otros a amor, otros a temor, otros a esperanza, otros a dolor de los pecados, otros a admiración de las obras divinas, otros a menosprecio del mundo, otros al aborrecimiento del pecado, y otros a otras maneras de afectos semejantes. Pues ¿para cuál de éstos no e hallarán motivos y despertadores en la vida y muerte del Salvador? ¿A quién faltarán lágrimas de devoción en los misterios de su niñez, y de compasión en los de su muerte, y de amor en los beneficios de su vida santísima? ¿Quién no se maravillará del abismo de tan profunda humildad y caridad como resplandece en todas las obras…”.
Todas las imágenes que pueblan los retablos, verdaderas escenografías áureas constituyen un verdadero ejemplo de lo que podemos denominar per visibilia ad invisibilia. El profesor Rodríguez G. de Ceballos afirma que los retablos de las iglesias servían maravillosamente para la función de aprender, contemplando sus iconografías, mientras se escuchaba el sermón, puesto que el predicador casi podía ir señalando con el dedo desde el púlpito las escenas de pintura o relieve para apoyar sus palabras, “a la manera del coplero ciego señalaba con una varita en la calle los dibujos desplegados ante los espectadores que escuchaban embobados su relato”. Con las imágenes se aprende, se descubre, se comprende, se entiende, se conoce y se reconoce y a través de ellas se puede generar un estado de empatía. Al respecto, recordaba Alberti en su tratado De Pictura (1487): “Una “historia” conmoverá los ánimos de los espectadores cuando los hombres pintados allí expresen sus emociones con claridad. Y, como la naturaleza hace que no pueda haber nada más deseoso que las cosas semejantes a sí, lloramos con los que lloran, reímos con los que ríen y nos dolemos con los que se duelen”.
Por lo que se refiere a la presencia de alegorías y otros símbolos de difícil interpretación, hay que recordar la diversificación de niveles culturales (85% analfabetos) y que algunas parcelas de significación artística y literaria se reservaron para minorías cultas, en un fenómeno que se ha denominado como de “discriminación semántica”. Existen, por tanto, distintos niveles de lectura, para contentar a masas y minorías: en el teatro existen citas y referencias eruditas inaccesibles a la comprensión de los no letrados, que junto a una primera trama argumental inmediata, narrativa y “lineal”, convivan sub-tramas y elementos simbólicos que actúan como complemento retórico de ésta y sólo pueden ser entendidos por personas doctas. Algo parecido ocurre en muchas composiciones artísticas. Además, existían distintos gustos: por una parte el público mayoritario que gusta de todo aquello que impresiona vivamente a sus sentidos y una minoría cultivada que, tras las apariencias busca proporción, correspondencia o decoro (adecuación entre significante y significado) y desconfía de cuanto aprueba la mayoría. Además de lo decorativo puramente, hay que señalar el interior de Los Arcos como uno de los escasos que ofrece un conjunto de alegorías riquísimo: las tres virtudes teologales y otras como la liberalidad -esparciendo objetos de valor-, la soberbia -con las plumas del pavo real-, y la envidia -comiéndose su propio corazón-. Por último, no falta el testimonio de quien era el alma de toda aquella barroquización con las pinturas ilusionistas: don Francisco de Magallón y Beaumont, V marqués de San Adrián, alcalde de Los Arcos en 1742, hombre ilustrado convencido y con amplia cultura. Interesado en el negocio del vino por las repercusiones económicas tan fuertes para la economía de la villa, defendió con sólidos argumentos ante las Cortes de Navarra que no había ninguna necesidad de descepar el término comunal de Los Arcos para arreglar los problemas surgidos con la exportación de vino, como si fuera un impedimento para la reintegración de la villa a Navarra. Cuatro pinturas alegóricas ligadas a la abundancia –joven con cesto de uvas sobre la cabeza-, el progreso de las artes –Apolo asociado con Horus-, la fama y la memoria se sitúan en los lunetos del crucero y vienen a ser una condensación de su pensamiento acerca del papel del viñedo en la economía de la localidad paralelo desarrollo de la cultura y las artes, como verdaderos de un hombre del siglo de las Luces.
La caja del órgano fue realizada por Diego de Camporredondo
El colofón de toda aquel espacio festivo para los sentidos fue la construcción del órgano, cuya caja se adjudicó a Diego de Camporredondo, gracias a la mediación de su paisano el obispo de Pamplona don Gaspar de Miranda y Argaiz, en 1759. El dorado de la caja fue realizado por Santiago Zuazo y el instrumento musical fue ejecutado por el lerinés Lucas de Tarazona. En la recomendación del obispo a favor del escultor leemos: “Alabo mucho la idea de promover el mayor honor y lucimiento de su iglesia con el órgano y cajones de la sacristía que se hayan de hacer por la buena mano de Camporredondo, que no hay otro de mas habilidad, seguridad y satisfacción”. Al igual que en otros ejemplos dieciochescos, nos encontramos con ante un mueble barroco, con una verdadera escenografía que ocupa el fondo del muro al que se adosa, realizada con complejidad formal en planta y alzados con dinamismo, ostentación y suntuosidad, con fusión de las artes (arquitectura, escultura y pintura) que se presta a la espectacularidad. Además, el hecho de estar revestida de oro y color le otorgan una gran riqueza, mientras que su decoración se basa en símbolos de abundancia, triunfo y gloria, albergando personajes celestes que tañen instrumentos de percusión y cuerda. Todo ello persigue junto a la retórica del predicador y de los oficios litúrgicos generar un auténtico caelum in terris, un espacio milagro y alucinante, propio del Barroco, un arte que quiere cautivar a través de los sentidos, mucho más vulnerables que el intelecto. Como es sabido, los sonidos del órgano, de modo especial en el periodo Barroco, pasaron a formar parte de los elementos de poder dentro del templo, a la vez que también se escuchaban, cual metáfora de las jerarquías angélicas. En plena cultura del Barroco, tan íntimamente aliada con los sentidos, las voces y sones del órgano constituían uno de los más sensuales medios para la fascinación de quienes asistían a las ceremonias dentro del templo. En 1636 Marin Mersenne había dejado escrito: “[La Iglesia] se sirve en especial del órgano para arrebatar el corazón de los fieles y transportarlo al coro de los ángeles”.
PROGRAMA
Miércoles, 14 de septiembre
Entre Navarra y Castilla (1463-1753)
D. Roman Felones Morrás. Profesor de Historia del Arte del Aula de la Experiencia. Universidad Pública de Navarra
Gustar y degustar: las artes al servicio de los sentidos en la parroquia de Los Arcos
D. Ricardo Fernández Gracia. Universidad de Navarra
Jueves, 15 de septiembre
Otra joya del Renacimiento en Navarra: el retablo de San Andres de El Busto
D. Pedro Luis Echeverría Goñi. Universidad del País Vasco
Piedra y cantería al servicio de la Iglesia y la nobleza en Sansol
Dña. Pilar Andueza Unanua. Universidad de La Rioja
Viernes, 16 de septiembre
Armañanzas: tras las huellas de su iglesia, retablos y casas blasonadas
D. José Javier Azanza López. Universidad de Navarra
El Patrimonio artístico de Torres del Río: mucho más que el Santo Sepulcro
Dña. María Josefa Tarifa Castilla. Universidad de Zaragoza
Sábado, 17 de septiembrte
Visita guiada a Torres del Río, Armañanzas, Sansol, El Busto y Los Arcos