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Galieo después de la Comisión Pontificia
Autor: Mariano Artigas
Publicado en: Scripta Theologica, 32 (2000), pp. 877-896 (Actualizado e ilustrado: enero de 2006)
Fecha de publicación: 2000
"Sólo hubo un proceso a Galileo y, sin embargo, parece que hubo un millar: la represión de la ciencia por parte de la religión, la defensa del individualismo contra la autoridad, el choque entre lo revolucionario y lo establecido, el desafío de los descubrimientos radicalmente nuevos frente a las antiguas creencias, la batalla de la libertad de conciencia y de expresión contra la intolerancia. Ningún otro proceso en los anales de la justicia ordinaria o canónica ha resonado a lo largo de la historia con más significados, más consecuencias, más conjeturas y más lamentos".1
Dava Sobel, La hija de Galileo (Madrid: Debate, 1999), p. 223.
A casi 400 años de distancia, el proceso a Galileo sigue siendo tema de debate, lo cual muestra que se trata de un asunto muy complejo2. No es difícil comprender por qué. Cuando se celebró el proceso en 1633, Galileo todavía no había publicado la obra que le convirtió en el padre de la ciencia moderna (los Discursos sobre dos nuevas ciencias, publicada en 1638). Casi nadie, por supuesto tampoco los jueces de Galileo, sabía que estaba naciendo una nueva ciencia. El proceso se basó en hechos sucedidos en 1616 de los que, excepto Galileo, no quedaban testigos. Siguen existiendo dudas sobre puntos importantes, tales como el documento de 1616 que se utilizó como base del proceso de 1633, sobre la larga y compleja negociación de Galileo para conseguir el permiso para publicar su Diálogo, sobre su verdadera intención al poner el argumento favorito del Papa en boca de un personaje ridículo, y sobre cómo se valoraban en el siglo XVII las posibles consecuencias que el copernicanismo podía tener para la doctrina católica. La lista de problemas podría aumentarse. Estas circunstancias convierten el proceso de Galileo en un auténtico culebrón, imposible de resumir en cuatro palabras.
El caso Galileo ha sido utilizado abundantemente para argumentar que la Iglesia es enemiga del progreso científico, y que ciencia y religión son realidades opuestas e incluso irreconciliables. Se comprende que Juan Pablo II, poco después de ser elegido Papa, se propusiera poner punto final a esa desagradable situación. En 1979 manifestó su deseo de que el caso fuera investigado a fondo para disipar cualquier malentendido, en 1981 creó una Comisión para realizar ese deseo, y en 1992 dio por concluidos los trabajos de esa Comisión.
¿Consiguió la Comisión el objetivo previsto? Si se considera el impacto en la opinión pública, la respuesta sería más bien positiva. Parece que la Iglesia ha reconocido los errores cometidos con Galileo y que de algún modo le ha rehabilitado (aunque "rehabilitación", como veremos, no sería el término adecuado, porque no era eso lo que se pretendía). Sin embargo, en los últimos años algunos especialistas han criticado el trabajo de la Comisión. Me propongo analizar la trayectoria de la Comisión a la luz de las críticas que se han vertido contra ella, y la situación en que nos encontramos en la actualidad. No me detendré en las publicaciones promovidas por la Comisión, que se encuentran reseñadas en otros lugares y no son el objeto principal de esas críticas3. Expondré en primer lugar las críticas, para profundizar mejor, a continuación, en el análisis del trabajo de la Comisión. Al hablar del trabajo de la Comisión incluyo también los antecedentes previos a su creación en 1981, así como su solemne conclusión el 31 de octubre de 1992. Mi interés principal es aportar elementos que permitan valorar en qué situación se encuentra el estudio del caso Galileo en la actualidad, especialmente en los aspectos que afectan a la Iglesia.
Las críticas a la Comisión y a los discursos finales
Las críticas que se han formulado se refieren en algunos casos a aspectos particulares del trabajo de la Comisión, a veces se centran en los discursos pronunciados en el acto de clausura de 1992, y en otros casos son una auténtica enmienda a la totalidad. Algunas provienen de autores hostiles a la Iglesia, y otras de católicos que no se encuentran satisfechos con el desarrollo de los trabajos de la Comisión, con su conclusión, o con ambas cosas. Mi análisis se centra en la discusión de los argumentos. En ningún momento pretendo criticar a los autores que menciono, que, por lo general, han dedicado serios esfuerzos a profundizar en el caso Galileo.
En la introducción a su importante monografía sobre los acontecimientos de 1616, Massimo Bucciantini ha afirmado que los trabajos de documentación sobre las fuentes, promovidos por la Comisión, tienen gran importancia para el desarrollo de los estudios galileanos en la actualidad, pero añade que las interpretaciones generales son a menudo débiles y, en algunos casos, carecen de la serenidad y objetividad que se deseaba, porque se limitan a reconocer los errores cometidos, cosa sobradamente conocida desde tiempo atrás, o bien proponen de nuevo antiguas tesis apologéticas de escaso o nulo valor. Admite que la rehabilitación de Galileo realizada por Juan Pablo II el 31 de octubre de 1992, al concluir los diez años de trabajo de la Comisión, fue "un acto políticamente importante", y opina que "sería grotesco, como mínimo, exigir hoy día actos reparatorios públicos y solemnes como respuesta a una abjuración conminada hace más de 350 años", pero advierte que el reconocimiento de los errores cometidos con Galileo es un dato adquirido desde hace tiempo y aceptado en el interior de la cultura católica4.
Por su parte, Annibale Fantoli, autor de una monografía sobre el caso Galileo que tiene un notable rigor histórico y documental, ha criticado especialmente los dos discursos pronunciados por el cardenal Poupard y el Papa Juan Pablo II en el acto de conclusión de los trabajos de la Comisión, el 31 de octubre de 1992. Según Fantoli, "sin duda, estos dos discursos y especialmente el del papa, han querido ofrecer el juicio final sobre la cuestión galileana por parte de la Iglesia católica", pero contienen inexactitudes históricas y deforman la posición de los protagonistas del caso, especialmente por la crítica de Galileo y la defensa de Belarmino. Fantoli critica especialmente que, en la conclusión de los trabajos de la Comisión, no se haya incluido un reconocimiento de las responsabilidades "en el vértice", que competían, en el caso Galileo, a las Congregaciones del Santo Oficio y del Índice, y a los Papas Pablo V y Urbano VIII. Y concluye que la causa del mito creado en torno a Galileo, que Juan Pablo II se proponía deshacer, se encuentra en la indebida intervención de las autoridades de la Iglesia, y que ese "mito" persistirá mientras no se reconozca su causa5.A pesar de todo, reconoce que el discurso del Papa comporta un reconocimiento oficial, por parte de la Iglesia católica, de los errores cometidos en 1616 y 1633, y que eso es una novedad importante6.
La referencia al cardenal Roberto Belarmino merece especial atención. Para defender a Belarmino se dice, en ocasiones, que su posición era no solamente más razonable, sino más científica que la del propio Galileo. Belarmino aconsejaba a Galileo que presentara el copernicanismo como una hipótesis porque no poseía pruebas demostrativas de su verdad. Así lo había hecho Osiander en su famoso prólogo a la obra de Copérnico, y lo mismo pedía el Papa Urbano VIII. A principios del siglo XX el físico francés Pierre Duhem afirmó que la reflexión moderna sobre el método científico muestra que Osiander, Belarmino y Urbano VIII tenían razón frente a Galileo. Así concluía una de sus obras: "A pesar de Kepler y Galileo, nosotros creemos hoy día, con Osiander y Belarmino, que las hipótesis de la Física sólo son artificios matemáticos destinados a salvar los fenómenos ; pero, gracias a Kepler y Galileo, les exigimos que salven a la vez todos los fenómenos del Universoinanimado"7. Walter Brandmüller, muy relacionado con la Comisión galileana, ha aceptado la tesis de Duhem y ha propuesto lo que podría llamarse la "tesis del error mutuo", que expresa del siguiente modo: "Todo esto conduce al paradójico resultado de que Galileo se equivocó en el campo de la ciencia y los eclesiásticos en la teología, mientras que éstos acertaron en los terrenos científicos y el astrónomo en la exégesis"8.
Fantoli cree advertir una influencia de esas ideas en los discursos del 31 de octubre de 1992, y hace notar que la tesis del error mutuo es muy frágil, porque no tiene en cuenta que "ni Osiander, ni Belarmino, ni Urbano VIII tenían la menor idea de lo que era el método experimental. Esto hace todavía más sorprendente que el juicio de Duhem pueda haber influido —así lo parece— en las afirmaciones de los discursos del cardenal Poupard y del Papa". No se trataba de ignorancia por parte de Belarmino ni de Urbano VIII, porque "la mayor parte de los teólogos de la época no tenían ninguna conciencia de que existiera una ‘nueva ciencia'. Y menos aún conocían ‘sus métodos' ni se sentían obligados a reconocerle la ‘libertad de investigación' que menciona el discurso papal"9.
Michael Segre también ha concentrado su atención en los discursos del 31 de octubre de 1992. Su crítica principal es que lo que estaba en juego era el derecho de libre pensamiento, investigación y expresión: el Papa debería pronunciarse sobre la conculcación de ese derecho en el proceso a Galileo y, dado que el Papa repite en la actualidad que Galileo se equivocó, parece seguir pensando que la Iglesia tiene derecho a decir a los científicos lo que es verdadero y lo que es falso. Además, critica que el discurso del Papa diluyera las responsabilidades porque no las concretó, pone en duda que el heliocentrismo realmente no causara daño a la Iglesia, y se pregunta por las causas de que la Comisión no lograra cumplir los deseos manifestados por Juan Pablo II en197910.
Las críticas de Antonio Beltrán constituyen una enmienda a la totalidad11. Por ejemplo, cuando Juan Pablo II afirma que "las clarificaciones aportadas por los recientes estudios históricos nos permiten afirmar que este doloroso malentendido pertenece al pasado", Beltrán comenta: "La desfachatez intelectual que encierra esta comedia es de tal envergadura que casi consigue disimular su bajeza moral. Pero está claro que no iba dirigida a los estudiosos de Galileo"12. En esta línea, la crítica de Beltrán se extiende a toda la historia de las intervenciones eclesiásticas en torno al caso Galileo desde el siglo XVII hasta la actualidad.
En el contexto de una biografía de Galileo, James Reston también ha criticado el trabajo de la Comisión en su conjunto, afirmando que la Iglesia no puede solucionar el problema provocado por el caso Galileo13. Su posición se puede sintetizar con sus propias palabras: "En el verano de 1991 se quería simplemente zanjar el asunto. La Iglesia lo había estudiado serenamente y quería echar tierra sobre el asunto, que estaba a punto de ser enterrado vivo por otros cuatrocientos años. La Iglesia había topado con una cuestión que, pese a toda su sabiduría, no podía solucionar: ¿Cómo debe confesar sus errores una institución divina?"
En 1964, con ocasión del cuarto centenario del nacimiento de Galileo, Ernan McMullin organizó en la Universidad de Notre Dame (Indiana, USA) un congreso, centrado en Galileo como científico, que dio lugar a una importante publicación14. En abril de 2002, Ernan McMullin organizó otro gran congreso, centrado esta vez en el caso Galileo. Tuvieron parte destacada en la organización Annibale Fantoli y el padre jesuita George Coyne, que había sido miembro de la Comisión Pontificia. En la obra colectiva que recoge trabajos presentados al congreso y otros añadidos, el último es un artículo en el que Coyne critica los discursos del cardenal Poupard y de Juan Pablo II en la sesión de clausura de la Comisión en 1992, atribuyendo sus insuficiencias a la historia de los trabajos de la Comisión. Desde el principio Coyne subraya que su análisis se dirige hacia el futuro, preguntándose si el mito de Galileo no será "un caso auténtico de un contraste continuo y real entre una estructura eclesial de autoridad y la libertad de buscar la verdad en cualquier empresa humana, en este caso en las ciencias naturales"15.
Coyne centra sus críticas a los discursos en cuatro valoraciones que juzga inadecuadas: que Galileo no entendió que el copernicanismo era sólo una hipótesis y traicionó el método de la ciencia que él mismo fundó; que los teólogos no supieron entender correctamente las Escrituras; que el Cardenal Belarmino comprendió lo que realmente estaba en juego; y que, cuando se produjeron pruebas a favor del copernicanismo, la Iglesia se apresuró a aceptarlo y a admitir que se había equivocado. Después, basado en su conocimiento de los archivos y su participación en la Comisión, critica severamente diversos aspectos de su funcionamiento.
En definitiva, las críticas principales se refieren a los puntos siguientes:
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La raíz de los errores es el "autoritarismo"; no se reconoce, y sigue siendo actual;
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Los dos discursos del 31 de octubre de 1992 contienen inexactitudes;
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Mal funcionamiento de la Comisión;
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El error consistió en juzgar una cuestión científica; no se reconoce, y se puede repetir;
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La Iglesia no puede admitir errores;
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El diálogo ciencia-religión es imposible.
No voy a valorar ahora estas críticas. Voy a analizar a continuación el trabajo de la Comisión, y expondré después mis conclusiones. Parece oportuno, de todos modos, introducir algunas clarificaciones previas.
Una primera cuestión que no debería perderse de vista es que no todo han sido críticas, ni mucho menos. Ha habido muchas reacciones positivas y, como acabamos de ver, incluso quienes formulan críticas valoran otros aspectos del trabajo de la Comisión y de los discursos finales.
¿Qué pretendía el Papa Juan Pablo II al estimular un nuevo estudio del caso Galileo? Parece claro que pretendía superar prejuicios que podrían impedir o limitar el diálogo y la cooperación entre ciencia y religión. Algunos quizás esperaban algo más; por ejemplo, una petición pública de perdón, de modo solemne, tal como sucedió unos años más tarde. El 12 de marzo de 2000, en un acto solemne, Juan Pablo II, junto con un grupo de cardenales, celebró en la Basílica de San Pedro una "Jornada del perdón". En la homilía de la Santa Misa, el Papa se refirió a un documento aprobado poco antes por la Comisión Teológica Internacional y por el Cardenal Ratzinger, titulado "Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado". Decía el Papa:
"Reconocer los errores del pasado sirve para despertar nuestras conciencias frente a los compromisos del presente, abriendo a cada uno el camino de la conversión... Pedimos perdón por las divisiones que se han producido entre cristianos, por el uso de la violencia en el servicio de la verdad que algunos han realizado, y por las actitudes de desconfianza y de hostilidad adoptadas en ocasiones en relación con los seguidores de otras religiones. Confesamos, con mayor motivo, nuestras responsabilidades de cristianos por los males de hoy. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, al relativismo ético, a las violaciones del derecho a la vida, al desinterés por la pobreza de muchos países, tenemos que preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades"16
El documento de la Comisión Teológica Internacional mencionado por el Papa es una larga reflexión que, en su sección 4ª, examina cómo se puede juzgar teológicamente la historia, y en la sección 5ª examina varios motivos para pedir perdón, entre los que se encuentra"El uso de la violencia al servicio de la verdad". Ahí se habla de "las formas de violencia ejercidas en la represión y corrección de los errores"17.
Ciertamente, ahí no se mencionó a Galileo. Pero se hizo algo más: se reconoció y se pidió perdón por haber ejercido en diversas ocasiones (no sólo en el caso Galileo) la violencia en casos de ese tipo, y se subrayó que al pedir perdón por los errores pasados hay que interrogarse, con mayor motivo, por las responsabilidades en los males presentes. La Iglesia manifestaba claramente su desaprobación por el uso de la violencia en el pasado y su deseo de evitar el uso de la violencia en la actualidad y en el futuro, y parece claro que esas manifestaciones son sinceras.
A pesar de todo, algunos estiman que esto es insuficiente y desearían que se concretaran responsabilidades en organismos y personas concretos. Esto no se hizo el 31 de octubre de 1992, al concluir el trabajo de la Comisión galileana, ni el 12 de marzo de 2000 en la Jornada del perdón. Me parece que este modo de actuar es el correcto. Emprender juicios contra personas difuntas no parece aconsejable (incluso se reprocha a la Inquisición haberlo hecho en algunas ocasiones), y es innecesario para extraer enseñanzas para el presente y el futuro. En esa línea, como veremos, desde el primer momento se excluyó que la Comisión galileana emprendiera una revisión del proceso o una rehabilitación de Galileo. No debería considerarse un fracaso, por tanto, que no se hayan detallado las responsabilidades "en el vértice". Por lo demás, es sobradamente conocido qué personas tomaron las diferentes decisiones.
10 de noviembre de 1979: La manifestación de un deseo
El sábado 10 de noviembre de 1979, Juan Pablo II sorprendió a la comunidad científica y a la opinión pública con un discurso en el que sacaba a relucir, por iniciativa propia, el caso Galileo. La ocasión fue una reunión de la Academia Pontificia de Ciencias, que celebraba el centenario del nacimiento de Albert Einstein. El marco era especialmente solemne: la Sala Regia del Vaticano, en presencia de los miembros de la Academia, de unos 50 Cardenales, numerosos obispos, y el Cuerpo Diplomático acreditado anta la Santa Sede. El Papa escuchó los discursos del Presidente de la Academia, Carlos Chagas, y de dos ilustres miembros de la misma: Paul Dirac, premio Nobel de 1933 y uno de los físicos más importantes del siglo XX, y Victor Weisskopf, otro ilustre físico. Después, el Papa pronunció su discurso, cuya intención quedaba muy clara: eliminar los obstáculos que se oponen a la colaboración fructífera entre ciencia y religión. Se refirió a la ciencia como búsqueda de la verdad y a su legítima autonomía, y citó las siguientes palabras del Concilio Vaticano II:
"Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe"18
El Papa hizo notar que ese texto, en nota a pie de página, cita la vida de Galileo escrita por monseñor Pio Paschini y editada por la Academia Pontificia de Ciencias, y a continuación dio un paso adelante:
"Para ir más allá de esta toma de posición del Concilio, deseo que teólogos, científicos e historiadores, animados por un espíritu de sincera colaboración, profundicen en el examen del caso Galileo y, reconociendo lealmente las equivocaciones, vengan de donde vengan, hagan desaparecer la desconfianza que ese caso todavía suscita en muchos espíritus para conseguir una fructífera concordia entre ciencia y fe, Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esa tarea, que podrá honrar a la verdad de la fe y de la ciencia, y abrir la puerta a futuras colaboraciones"19
Juan Pablo II señaló que Galileo tuvo que sufrir mucho por parte de hombres y organismos de la Iglesia, que el conflicto fue áspero y doloroso, y que se ha prolongado a lo largo de los siglos siguientes. Pero comentó tres puntos que le parecían importantes para situar en su verdadera luz el caso Galileo, en el cual, decía,las concordancias entre religión y ciencia son más numerosas e importantes que las incomprensiones. En primer lugar, Galileo afirmó explícitamente que las verdades de la fe y de la ciencia proceden ambas de Dios y no pueden contradecirse. Galileo también reconoció la iluminación divina que actúa sobre el científico que busca la verdad. Por fin, Galileo formuló importantes normas epistemológicas para poner de acuerdo la Escritura Santa y la ciencia. Juan Pablo II mostró el paralelismo entre esas afirmaciones de Galileo y las enseñanzas de la Iglesia en nuestra época, y concluyó que esas concordancias contribuyen a crear un punto de partida favorable para la solución honorable, honesta y leal del caso Galileo y de las viejas oposiciones que ese caso implica20.
Sin embargo, por el momento todo quedó en la manifestación de un deseo que no fue unido a ninguna otra acción concreta. Las palabras del Papa no se referían a ninguna ulterior acción oficial por parte de la Iglesia. Se trataba de relaciones entre ciencia y religión, y eso más bien se podía interpretar como una tarea en la que podrían colaborar eclesiásticos junto con científicos. No hay base para pensar que, en aquel momento, el Papa pensara en otra cosa. En cambio, el fin que proponía estaba muy claro: disipar malentendidos que falsamente oponen ciencia y religión, en vistas a conseguir una colaboración fructífera en el futuro. El Papa proporcionaba, además, pistas para enfocar el problema de modo satisfactorio: descartaba la falsa idea de que Galileo combatía la religión, y subrayaba que Galileo era un católico convencido de la armonía entre ciencia y fe, y que, además, formuló principios básicos para conseguir esa armonía.
Mayo-julio de 1981: Creación de la Comisión
El discurso del Papa fue acogido con enorme interés por la comunidad científica mundial, porque era la primera vez que se producía una intervención de este tipo por parte de la suprema autoridad eclesiástica, y porque la actitud positiva que manifestaba hacia la ciencia representaba para muchos una novedad inesperada. Ese interés se manifestó en artículos publicados en todo el mundo, así como mediante cartas enviadas a la Santa Sede. Para responder a las expectativas que el discurso había suscitado, en febrero de 1981 el Papa encargó al padre Enrico di Rovasenda, Canciller de la Academia Pontificia de Ciencias, que presentara una propuesta para el estudio de la cuestión galileana. El 11 de marzo, Rovasenda entregó su propuesta. El 1 de mayo, el cardenal Agostino Casaroli, Secretario de Estado, comunicó al cardenal Gabriel-Marie Garrone la aprobación de ese proyecto, que preveía la creación de cuatro secciones o grupos de estudio, y le encargó su coordinación. El 9 de octubre tuvo lugar la primera reunión de la Comisión21.
Los cuatro grupos de trabajo abarcaban las principales facetas del problema. De la sección exegética se encargaba mons. Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán y ex-Rector del Pontificio Instituto Bíblico. De la sección cultural, mons. Paul Poupard, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura. De la sección de cuestiones científicas y epistemológicas, el prof. Carlos Chagas, Presidente de la Academia Pontificia de Ciencias, y el padre George Coyne, Director del Observatorio Vaticano. Y de la sección de cuestiones históricas y jurídicas, mons. Michele Maccarrone, Presidente de la Comisión Pontificia de Ciencias Históricas, y el padre Edmond Lamalle (sustituido, por motivos de salud, por el prof. Mario d'Addio, catedrático de Historia en la Universidad La Sapienza de Roma). Rovasenda ayudaba al cardenal Garrone para coordinar los trabajos.
Todos los datos indican que la ayuda prometida por el Papa se limitaba a un apoyo moral. La Comisión no contaba con ningún medio propio, sino solamente con los que ya existían. Sus miembros no quedaban liberados de otros trabajos, ni se les proporcionaban medios especiales para realizar su tarea, ni se contaba con ayudantes dedicados a ese fin. Los miembros de la Comisión se veían, ciertamente,alentados por el interés del Sumo Pontífice, y contaban con esa fuerza moral para solicitar la ayuda de otras personas. Pero nunca existieron grupos de trabajo con una dedicación exclusiva a los objetivos marcados. Como es lógico, este factor condicionaba en buena medida el desarrollo del trabajo. El caso Galileo es enormemente complejo, y examinarlo a fondo exige una dedicación seria, tiempo, y medios (la bibliografía es inmensa). Seguramente se pensó, con razón, que los miembros de la Comisión, teniendo en cuenta los cargos que ocupaban, disponían de medios para realizar su trabajo. Pero tenían que hacer compatible la nueva tarea con sus ocupaciones habituales, y esto, en la práctica, podía fácilmente ser un impedimento para realizar un trabajo exigente a fondo.
A riesgo de equivocarme me atrevería a decir que una vez más, los asuntos relacionados con Galileo, a pesar de las mejores intenciones, iban a ocupar un lugar secundario. Esto ya le sucedió al propio Galileo, y probablemente fue uno de los motivos de su desgracia (y de la desgracia de la Iglesia). En 1624 Galileo fue a Roma con ánimo de explorar las posibilidades de publicar sus ideas copernicanas, una vez que su gran amigo y admirador Maffeo Barberini había sido elegido Papa. A pesar de que el Papa le recibió seis veces, no encontró demasiadas facilidades (en contra de lo que suele afirmarse) para que su problema se estudiara en serio. Para saber qué opinaba el Papa sobre el copernicanismo tuvo que recurrir al cardenal Zollern. El 15 de mayo de 1624 escribía a su gran amigo Federico Cesi, y le contaba que había hablado dos veces ampliamente con el cardenal Zollern, el cual le aseguró (como así lo hizo) que sondearía el pensamiento del Papa Urbano VIII cuando fuera a verle al cabo de pocos días. Galileo comentó en una carta a su gran amigo el príncipe Federico Cesi:
"Pero en definitiva, la cantidad de asuntos que se juzgan infinitamente más importantes que éstos, absorben y aniquilan el prestar atención a semejantes materias"22.
En mi opinión, la tarea que se encomendaba a la Comisión Galileana era extraordinariamente difícil. Exigía la colaboración de auténticos expertos en diferentes áreas, y no suele ser fácil poner de acuerdo a los expertos cuando se encuentran en juego temas tan complejos como los que se dan cita en este caso. Incluso entre los expertos en Galileo existen serias discrepancias que afectan, a veces, a problemas importantes. Llegar a conclusiones generalmente aceptadas requeriría la colaboración en un trabajo serio y difícil. Además, se encuentran implicadas diversas perspectivas (histórica, científica, bíblica, cultural, epistemológica), como lo pone de manifiesto la creación de las cuatro secciones de la Comisión; por tanto, sería necesaria la colaboración de especialistas en Galileo, en física, en filosofía de la ciencia, en historia de la ciencia, en teología, etc.
Sin duda, los miembros de la Comisión eran personas muy cualificadas, y pidieron la colaboración de expertos. En mi opinión, sin embargo, las limitaciones de algunos de los resultados manifiestan que, para lograr los objetivos propuestos, hubiera sido deseable, e incluso imprescindible, una mayor dedicación de personas y medios.
A este problema se unía otro no menos grave, que se refería a los objetivos propuestos. En la carta del cardenal Casaroli al cardenal Garrone del 1 de mayo de 1981 definía los objetivos y, según me parece, es fácil advertir las dificultades que la consecución de tales objetivos implicaba. El objetivo de los grupos de trabajo era:
"volver a reflexionar sobre toda la cuestión galileana, con fidelidad plena a los hechos documentados históricamente y en conformidad con las doctrinas y la cultura de aquella época, reconociendo lealmente, en el clima del Concilio Ecuménico Vaticano II y del citado discurso de Juan Pablo II, las equivocaciones y las razones, vengan de donde vengan. No se trata de revisión de un proceso ni de rehabilitación, sino de una reflexión serena, fundamentada objetivamente, realizada en la época histórico-cultural actual"23.
Quizá se puedan calificar estos objetivos como concretos o muy precisos, pero también sería un objetivo muy preciso colocar una nave espacial fuera de nuestra galaxia. Baste señalar unas cuantas dificultades que salen a relucir una vez y otra cuando se habla de las implicaciones del caso Galileo, y cuya solución no es nada sencilla, tampoco en la actualidad:
- En sentido instrumentalista, una "hipótesis" es sólo un recurso útil para calcular o para predecir fenómenos, sin ninguna pretensión de que sea verdadera. En sentido realista, se trata de una teoría que, por el momento, no podemos demostrar, pero pretendemos que refleje la realidad y esperamos que más adelante se pueda confirmar. Cuando los eclesiásticos decían a Galileo que se limitase a tratar el copernicanismo como una hipótesis, utilizaban el término en un sentido instrumentalista (Urbano VIII), o al menos en un sentido ambiguo, mezcla de los dos (Belarmino). Galileo atribuía al copernicanismo un sentido realista. Es muy difícil valorar en el contexto actual la actitud de Belarmino y de Urbano VIII, y qué es lo que les movía a no admitir en absoluto (Urbano VIII), o sólo muy difícilmente (Belarmino), que el copernicanismo pudiera tener un sentido realista;
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Es difícil valorar el papel, sin duda importante, que desempeñaron los caracteres de algunos de los protagonistas, especialmente de Pablo V, Urbano VIII, y el propio Galileo, así como episodios como el del argumento favorito del Papa Urbano VIII puesto en boca del ridículo Simplicio, y el aparente doble juego tanto de Galileo como de Niccolò Riccardi, el Maestro del Sagrado Palacio encargado de autorizar la publicación del Diálogo. El proceso se desencadenó, en buena parte, debido a la ira de Urbano VIII que se sintió ridiculizado (al ver su argumento favorito puesto en boca de Simplicio), y engañado por Galileo y por monseñor Giovanni Ciampoli, gran amigo de Galileo y estrecho colaborador del Papa;
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Es muy difícil precisar con seguridad el valor del documento del Santo Oficio de 1616 sobre el mandato a Galileo de no defender el copernicanismo, y ese documento fue utilizado como prueba casi única en el proceso de 1633;
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La asociación del geocentrismo con la doctrina católica desempeñó, sin duda, un papel importante en la condenación del copernicanismo en 1616 y de Galileo en 1633. Sin embargo, es muy difícil valorar esta dimensión del problema, porque existen pocas referencias explícitas a estos temas. Esto constituye una dificultad enorme para comprender el verdadero significado del caso Galileo y, en general, de la polémica copernicana;
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No es fácil comprender por qué no se atendió a la propuesta de Galileo, avalada por citas de las autoridades tradicionales, de interpretar en sentido menos literal los pasajes de la Escritura que parecían referirse a cuestiones naturales.
Sería interesante saber qué veredicto merecerían estos problemas si se reunieran expertos en Galileo, de diversas tendencias, para discutirlos seriamente, utilizando todos los medios y el tiempo deseable. Algo así es lo que podría suponerse que realizaría la Comisión, pero la verdad es que no disponía de los medios para hacerlo: el planteamiento, como se ha visto, era diferente. Una clara desproporción entre el objetivo deseado y los medios disponibles parece encontrarse, pues, como un factor que condicionó desde el principio los trabajos de la Comisión. Aunque el resultado de los trabajos de la Comisión fue muy valioso, estuvo condicionado desde el principio por serias limitaciones. Probablemente, la singularidad del tema dificultó que se tomara conciencia de esos condicionamientos y de los riesgos que implicaban. En el curso de su trabajo, los miembros de la Comisión tuvieron que plantearse los problemas mencionados, aunque no es fácil saber hasta qué punto advirtieron su complejidad. Gracias a su trabajo, ahora nos encontramos en mejores condiciones. Ellos debían afrontar una problemática extraordinariamente difícil.
En cualquier caso, una cosa estaba muy clara desde el principio, cuando el cardenal Secretario de Estado indicaba en la carta del 1 de mayo de 1981: "no se trata de revisión de un proceso ni de rehabilitación, sino de una reflexión serena, fundamentada objetivamente, realizada en la época histórico-cultural actual". Una "revisión" del proceso significaría someterlo de nuevo a examen para corregirlo: esto quedaba excluido, y se trataba, en cambio, de repensar toda la cuestión y de reconocer errores, vinieran de donde vinieran. Una "rehabilitación" de Galileo significaría reintegrarle el honor o los derechos de que fue privado; esto era en parte imposible, y en parte ya estaba hecho desde mucho tiempo atrás, también por parte de los Papas.
Sin un presupuesto de tiempo, de dinero ni de dedicación, alentada moralmente pero, en la práctica, abandonada a las circunstancias, no puede sorprender que el trabajo de la Comisión fuese muy irregular. En los primeros tres años (1981-1983), la Comisión se reunió 7 veces, y la reunión del 22 de noviembre de 1983 fue la última: ya no se celebraron más reuniones. Esto no significa que se dejara de trabajar. Refleja el carácter poco orgánico de los trabajos:
"Según el testimonio personal del Cardenal Poupard, en la primera reunión quedó claro que la Comisión daría a cada uno de los cuatro grupos de trabajo total libertad. De hecho, no todos sostuvieron igual ritmo de trabajo, ni todos tenían tareas igualmente definidas. Las reuniones plenarias de la Comisión servían únicamente para coordinar los trabajos e informar de los progresos que cada una de las subcomisiones realizaba con gran autonomía. Dentro de cada subcomisión, además, la mayor parte del trabajo la realizó individualmente cada uno de sus componentes, y sólo ocasionalmente en grupo"24.
Que la Comisión estaba abandonada a las circunstancias es más que una frase. Fue una realidad que condicionó seriamente el desarrollo de su trabajo. Al cabo de pocos años, tres de sus miembros abandonaron el trabajo por motivos de edad (el padre Rovasenda, jubilado en 1986, y el profesor Chagas, jubilado en 1988: eran Canciller y Presidente, respectivamente, de la Academia Pontificia de Ciencias), o por enfermedad (el cardenal Garrone, coordinador general). Monseñor Martini estaba muy ocupado con su trabajo como arzobispo de Milán y, desde 1983, como cardenal, lo cual le impidió incluso participar en varias de las reuniones que se celebraron. Con estos datos se comprende que a partir de 1985, aunque se siguieron realizando diversos trabajos, faltaba un empuje unitario, y se creó una situación de estancamiento.
Tampoco era fácil desarrollar un trabajo amplio en todos los sectores. Por ejemplo, en la Sección exegética, en un principio podría parecer que se podía realizar un amplio trabajo, pero al cabo de varios años solamente se había publicado una obra bastante breve sobre la situación de la hermeneutica bíblica en la época de Galileo, y seguramente no se veía qué más se podía hacer.
En los primeros meses de 1989 se produjo un giro que cambiaría el curso de los acontecimientos hasta conducir a la recta final:
"En 1989, tras el relevo en la Presidencia y la Cancillería de la Academia de las Ciencias, se reanudaron los contactos entre algunos miembros de la Comisión con el objeto de desbloquear la situación. Estos contactos condujeron al nombramiento del Cardenal Poupard como coordinador de la Comisión, en sustitución del Cardenal Garrone, impedido por enfermedad, con vistas a la conclusión de los trabajos de la misma"25.
En esas circunstancias, correspondía al cardenal Poupard hacer un balance del trabajo realizado por la Comisión, y encaminarla hacia su conclusión. Se puso en contacto con los miembros de la Comisión, y les pidió una evaluación del trabajo realizado y sugerencias acerca de lo que quedaba por hacer. El 13 de julio de 1990, en la carta que el cardenal Poupard escribió al cardenal Secretario de Estado, decía que la Comisión había alcanzado el objetivo para el que había sido creada, y añadía una reflexión muy importante en la que distinguía dos problemas diferentes. Uno, el objetivo de la Comisión, que daba por cumplido, y otro más difícil que, teniendo en cuenta los factores culturales e ideológicos, se encontraba más allá de las posibilidades de la Comisión:
"En realidad, se trataría de conseguir separar eficazmente y de modo persuasivo el problema histórico como tal del otro, que se podría llamar eterno, filosófico-científico-teológico, y frecuentemente ideológico. Tal proceso exige maduración y tiempo, más allá de las posibilidades efectivas de una Comisión, cualquiera que sea. Los hechos culturales, radicados en la historia, no se cambian por decreto o con una Comisión. Sólo se puede ayudar a su evolución histórica, con iniciativas oportunas, como sin duda se ha hecho mediante los trabajos desarrollados por iniciativa de la Comisión instituida por el Santo Padre durante este fructuoso decenio"26.
Esta reflexión del cardenal Poupard es muy objetiva y realista. Muestra claramente que no se hacía ilusiones sobre un cambio radical en el mundo cultural como consecuencia de los trabajos de la Comisión. En el trasfondo se advierte la enorme dificultad de los objetivos propuestos inicialmente a la Comisión, si se piensa en disipar definitivamente los recelos que en algunos todavía suscita el caso Galileo. Poupard encamina a la Comisión hacia el final de sus trabajos con la clara conciencia de que los resultados logrados, aun siendo importantes, son limitados, y no bastan para el objetivo ideal de "pasar página" definitivamente en el caso Galileo.
El cardenal Poupard sugería una conclusión formal de los trabajos, y proponía que se realizara en el curso de una audiencia del Papa a la Pontificia Academia de Ciencias y al Consejo Pontificio para la Cultura. Finalmente se estableció como fecha para celebrar la sesión de clausura el 31 de octubre de 199227.
¿Existían documentos secretos?
Al programar una sesión pública de clausura de los trabajos, se quería evitar la impresión de que las autoridades bloqueaban los trabajos de la Comisión, cosa que era totalmente falsa. De hecho, las solicitudes de la Comisión para que se permitiera el acceso a todos los archivos necesarios fueron atendidas sin ninguna dificultad.
Hasta el siglo XIX no se conocían los documentos del proceso de Galileo. Una primera publicación, que luego resultó ser parcial en todos los sentidos, tuvo lugar hacia mitad de siglo. En las décadas siguientes se publicaron ediciones más completas, y en la edición nacional de las obras de Galileo (1890-1909), Antonio Favaro pudo incluir el dossier completo del proceso, habiendo recibido el permiso necesario del Vaticano. Desde finales del siglo XIX hasta comienzos del siglo XXI se han sucedido diferentes interpretaciones basadas en los mismos datos. El trabajo de la Comisión tuvo un primer efecto extraordinariamente importante: poner de manifiesto que en el Vaticano no había constancia de documentos desconocidos. Hasta entonces, algunos todavía manejaban la hipótesis de posibles fraudes, documentos secretos, etc. Ahora este asunto parecía definitivamente despejado, y aunque sólo se hubiera producido este resultado hubiera valido la pena la creación de la Comisión. Además, en varias reuniones de la Comisión se decidió solicitar que los archivos de las Congregaciones del Santo Oficio y del Índice de libros prohibidos se abrieran para los investigadores; la Comisión insistió en varias ocasiones, y finalmente los archivos se abrieron en 1998. Era otro logro que también hubiera justificado, por sí sólo, la existencia de la Comisión.
En realidad, no es rigurosamente cierto que la Comisión comprobase que no existían más documentos. Yo mismo descubrí en 1999, en el archivo del Santo Oficio, un nuevo documento del siglo XVII que podría tener cierta importancia en relación con el caso Galileo. Está relacionado con otro documento descubierto en ese mismo archivo por el historiador italiano Pietro Redondi, quien publicó en 1983 un libro titulado Galileo hereje28, en el que proponía una nueva interpretación del caso Galileo. Redondi llamó a su documento G3, porque en la parte superior del documento, no sabemos por qué, está escrito G3. Yo llamé a mi documento EE 291, porque se encuentra en el folio 291 del volumen EE (existen otras numeraciones, pero por motivos que no son del caso aquí, prefiero 291).
La nueva interpretación del caso Galileo que propuso Redondi no ha convencido a muchos, pero contiene aspectos interesantes y ha cobrado nuevo interés con el descubrimiento más reciente de EE 291,que fue descubierto de modo independiente por tres personas en torno a las mismas fechas: por el historiador italiano Ugo Baldini y colaboradores, durante su trabajo sistemático, hecho por encargo oficial, en el archivo del Santo Oficio de Roma29; por Thomas Cerbu, de la Universidad de Georgia (Athens, USA)30; y por Mariano Artigas, de la Universidad de Navarra (Pamplona, España), quien ha trabajado sobre este documento en colaboración con William Shea, de la Universidad Louis Pasteur (Strasbourg, Francia) y Rafael Martínez, de la Pontificia Università della Santa Croce (Roma)31. La coincidencia no es extraña, teniendo en cuenta que el Archivo del Santo Oficio de Roma se abrió para los investigadores el 1998. El triple descubrimiento muestra que la libertad de investigación produce frutos inmediatos.
G3 fue descubierto porque Redondi andaba tras un informe al que aludía una carta a Galileo escrita desde Roma en 1625, a propósito de una denuncia contra Galileo ante el Vaticano. Los archivos del Santo Oficio y del Índice de libros prohibidos siempre habían estado inaccesibles. Redondi preguntó allí si existía algún documento relacionado con su tema, y le dijeron que existía uno. Pidió permiso para consultarlo, y se lo concedieron, pero sólo pudo consultar, en el grueso volumen donde se encuentra encuadernado, las tres páginas del documento G3. Era una denuncia contra el atomismo de Galileo, o mejor, en relación con el atomismo y una de sus consecuencias: Galileo negaba que las cualidades sensibles (olor, color, sabor, etc.) fueran reales y las reducía a simples sensaciones que sólo existen en el sujeto que las experimenta. Se le acusó de que esa doctrina dejaba sin sentido la doctrina católica sobre la Eucaristía, según la cual después de la consagración ya no hay pan y vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo, permaneciendo, sin embargo, las apariencias (las "especies, en la terminología del Magisterio; los "accidentes", según los escolásticos) del pan y del vino. Este problema provocó bastantes discusiones en el siglo XVII, ya que Galileo, y otros científicos y filósofos, negaban la realidad de las cualidades sensibles. Según Redondi, éste era el problema de fondo contra Galileo, pero su amigo el Papa Urbano VIII consiguió que "sólo" se le procesara por afirmar el movimiento de la Tierra.
G3 permaneció ignorado en los archivos durante varios siglos, y ni siquiera los especialistas en Galileo conocían su existencia. Poco después de que en 1998 se abriera para los investigadores el archivo, y trabajando sobre G 3, en 1999, Artigas descubrió EE 291, que es un informe a propósito de la denuncia contenida en G3. Ambos documentos son anónimos y no tienen fecha, pero Rafael Martínez ha conseguido demostrar más allá de toda duda que EE 291 fue escrito por el jesuita Melchior Inchofer, que trabajó para la Congregación del Índice. Es prácticamente seguro que fue redactado en torno al proceso de Galileo. Resulta tentador pensar que formó parte, junto con G3, de las acusaciones que seguramente se presentaron al Papa Urbano VIII contra Galileo cuando éste publicó su Diálogo en 1632, acusaciones que le llevaron al proceso y a la condena. Éste es otro punto importante sobre el que se sabe muy poco, aunque es prácticamente seguro que esas acusaciones existieron, e influyeron notablemente en el desarrollo de los acontecimientos. Finalmente, la acusación de G3 no prosperó, sin duda porque era poco sólida.
Ugo Baldini ha descubierto varios documentos más relacionados con Galileo, aunque ninguno tiene la importancia de EE 29132. Todo esto muestra que la sospecha de que podían existir documentos desconocidos en los archivos del Vaticano no carecía completamente de fundamento, aunque ello no se debiera a un intento de ocultar ningún documento en particular. Actualmente parece que estamos en condiciones de afirmar que no existen otros documentos sobre Galileo en los archivos del Santo Oficio y del Índice. No estará de más añadir que no puede excluirse que existan otros documentos sobre Galileo en otros lugares. Sin embargo, y esto es lo más importante, los aspectos fundamentales del caso Galileo no cambiarían aunque pudiéramos conocer datos que ahora nos son inaccesibles, incluso sobre las intenciones de los protagonistas. Se conoce demasiado, y demasiado bien, para que pueda cambiar lo esencial.
Hacia la conclusión de los trabajos
La Comisión había realizado un trabajo que, en cierto modo, era sólo preliminar, pero no parecía que pudiera hacer mucho más. En el caso Galileo, todo seguía siendo tan sobradamente conocido, y al mismo tiempo tan completamente misterioso y complicado, como antes. Ya se ha señalado que ello se debe a que existen puntos importantes que no se pueden decidir. Era posible proponer conjeturas razonables, pero ¿era ése el objetivo de la Comisión? Ya existían muchas conjeturas, ¿qué se ganaba añadiendo otras? Además, la Comisión llevaba varios años estancada, y podía dar la impresión de que se la dejaba morir por falta de interés, o incluso porque se deseaba ocultar algo. Parecía conveniente sacar a la Comisión del punto muerto.
Sin embargo, quedaba un aspecto que, en cierto modo, constituía el objetivo principal de Juan Pablo II en su discurso de 1979 y después: el futuro.
Nos podemos preguntar: después del planteamiento del cardenal Poupard para encaminar los trabajos de la Comisión hacia su final, ¿qué quedaba de los objetivos iniciales marcados a la Comisión? La distinción de los dos problemas implicados en el caso Galileo, ¿no significa que, en realidad, se renunciaba a abordar con mayor profundidad los problemas de fondo, al calificarlo como "eterno" y "a menudo ideológico"?
Lo más sencillo es admitir que las posibilidades de esa Comisión, y de cualquier otra Comisión que se pudiera crear, eran bastante limitadas. Se podían hacer más accesibles los documentos, comprobar que no existían sorpresas, estudiar la época y el contexto, analizar los hechos: se podía avanzar, pero en una línea que, básicamente, ya está fijada. No cabía esperar grandes sorpresas, a finales del siglo XX, en el caso Galileo. Se podían esperar durante el siglo XIX, hasta que se publicaron los documentos del proceso, pero después ya no. Los datos esenciales ya estaban establecidos. Pueden aparecer documentos que tengan cierto interés, e incluso eventualmente pueden arrojar nuevas luces sobre algún aspecto importante del caso: de hecho, hemos visto que eso ha sucedido. Pero las líneas esenciales de los hechos históricos están fijadas y no se pueden cambiar. Las extensas informaciones del embajador de Toscana se encuentran en el Archivo de Estado de Florencia, muchas cartas de Galileo o dirigidas a él están en la Biblioteca Nacional de Florencia o en otras colecciones, el volumen del proceso está en el Archivo Secreto Vaticano y, a estas alturas, ya hace tiempo que ha sido examinado utilizando incluso procedimientos químicos. En ese volumen se encuentran las decisiones principales de lasCongregaciones romanas y de los Papas, todas las declaraciones de Galileo en el proceso, los informes de los censores de su libro. Toda esta amplísima documentación puede contener algunas inexactitudes o elementos dudosos, pero en lo esencial es tan fiable como puede serlo cualquier documento histórico bien comprobado. En estas condiciones, ¿qué podría hacer una Comisión, sin adentrarse en opiniones e interpretaciones que serían siempre discutibles?
La ya mencionada carta del cardenal Poupard muestra explícitamente que admitía que la conclusión de los trabajos de la Comisión no equivalía a dar por resueltas todas las discusiones en torno al caso Galileo. ¿Significa esto que el objetivo inicial de la Comisión era demasiado alto, y quizás inalcanzable? No tendría nada de extraño, porque es lo que suele suceder a lo largo de cualquier trabajo de investigación. El ámbito del trabajo suele reducirse a medida que la investigación avanza, y los resultados suelen ser más modestos de lo que inicialmente se pensaba. Pero, a la vez, son más realistas y, probablemente, más interesantes.
De hecho, el impacto de la Comisión no se limitó a las obras publicadas hasta 1990. Después de esa fecha, y en parte gracias al impulso dado por el Papa y la Comisión, se han publicado importantes obras de documentación y de síntesis. Después de 1990 se han publicado los documentos referentes al caso Settele, que de algún modo significaron dar luz verde al copernicanismo por parte de la Iglesia de modo oficial y definitivo33, y los referentes a las vicisitudes de los libros copernicanos en relación con la Congregación del Índice de libros prohibidos34, y lo mismo sucede con el excelente libro de Annibale Fantoli sobre el caso Galileo en su conjunto, probablemente el mejor que se ha escrito hasta el momento35.
El libro de Fantoli responde a la intención inicial de Juan Pablo II. El título mismo lo muestra: "Galileo por el copernicanismo y por la Iglesia". Es un título muy significativo. Galileo era, a la vez, copernicano y católico, luchó para que la Iglesia no condenara el copernicanismo, y su derrota fue sólo momentánea. Oponer Galileo a la Iglesia no tiene sentido, porque Galileo era Iglesia, aunque sufriera por parte de algunos organismos oficiales de la Iglesia. Galileo fue condenado por un tribunal de la Iglesia, y en su condena en 1633 desempeñó un papel importante el Papa Urbano VIII, así como el Papa Pablo V había desempeñado, junto con el cardenal Belarmino, un papel importante en la condena del copernicanismo en 1616. El libro de Fantoli deja todo esto muy claro, ateniéndose con escrupuloso rigor a los hechos históricos, y a la vez, con el mismo rigor, presenta la figura del Galileo católico que desea evitar que las autoridades de la Iglesia tomen una decisión que más adelante deba lamentarse. Un buen ejemplo de lo que deseaba Juan Pablo II. El libro de Fantoli se publicó en la colección de los Estudios Galileanos, destinada a las publicaciones promovidas por la Comisión, y puede ser considerado como uno de los frutos más maduros del impulso promovido por la Comisión.
Como ya se ha advertido, existía un motivo adicional para concluir los trabajos de la Comisión. Ésta llevaba casi 10 años de funcionamiento, y en los últimos años había entrado en una fase de estancamiento. Se podía pensar que las autoridades de la Iglesia impedían el progreso de los trabajos porque existían datos que no deseaban manifestar al público, o que se preparaba una retractación solemne que, sin duda, caía fuera de los planes del Papa y de la Comisión. Parecía conveniente que los trabajos de la Comisión fueran clausurados de modo oficial y público.
Una vez aceptado este planteamiento, el único problema que quedaba era cómo concluir los trabajos de la Comisión.
A lo largo de varios años, la Comisión había realizado un trabajo muy valioso y había conseguido resultados apreciables. Luego vino una época de estancamiento. Ahora llegaba el momento más difícil. La principal dificultad se debía a la decisión de clausurar el trabajo de la Comisión con un discurso pontificio. A primera vista podía parecer sencillo, bastaría con decir algo sobre cada uno de los tres temas mencionados. La realidad resultó más compleja. A la hora de la verdad, en el discurso pontificio se trataron temas difíciles.
Es posible que la decisión de clausurar el trabajo de la Comisión con un discurso pontificio fuera motivada por el deseo de celebrar un acto que tuviera resonancia pública. Eso se consiguió con creces, y la opinión pública, a nivel mundial, reaccionó de modo bastante favorable. Lo que contaba, más que el contenido de los discursos, era el gesto. A nadie le quedó la menor duda de que la Comisión y el Papa reconocían los errores del caso Galileo y proponían una colaboración positiva con la ciencia.
Sin embargo, hubiera sido más sencillo concluir de otro modo. Por ejemplo, que el Papa escribiera una carta agradeciendo los trabajos de la Comisión. Así se podría evitar la dificultad que lleva consigo el abordar temas delicados de un modo breve.Pero, una vez elegido el acto público y solemne, parecía inevitable que el discurso debiera trazar, rápidamente, un panorama de los problemas abordados y de los resultados conseguidos. Lo cual era una tarea enormemente difícil porque el caso Galileo es muy largo y complejo, y siguen existiendo puntos importantes abiertos a discusión. Esbozar en pocas palabras un juicio sobre el caso Galileo era una tarea muy arriesgada.
31 de octubre de 1992: La conclusión del trabajo de la Comisión
Por fin, el sábado 31 de octubre de 1992 tuvo lugar el acto solemne que concluía oficialmente el trabajo de la Comisión. El Vaticano se vistió de sus mejores galas para el acontecimiento. Tendría lugar en la Sala Regia (lo mismo que el discurso del 10 de noviembre de 1979), que v iene a ser como un atrio gigantesco de entrada a la Capilla Sixtina. Se accede a ella a través de la Escala Regia, obra de Bernini. Se llama Regia porque era la Sala destinada a acoger a los reyes o a sus embajadores. También se celebraban en ella acontecimientos especialmente solemnes, tales como canonizaciones, o cónclaves para la elección de un nuevo papa. Fue construida por deseo del papa Paulo III (1534-1549), que pertenecía a la nobleza romana (familia de los Farnese). De ahí los lirios que se encuentran en la decoración del artesonado del techo y en el friso. Paulo III confió a Antonio da Sangallo la remodelación de la zona de los Palacios Vaticanos en que se halla la Sala Regia. El resultado, en palabras de Vasari (autor de algunos de los frescos de la sala), fue "la Sala más hermosa y rica que entonces existía en el mundo".
La decoración refleja acontecimientos importantes de las relaciones del papado con el poder temporal. En la construcción y decoración de la Sala Regia se emplearon casi treinta años, hasta que el papa Gregorio XIII pudo inaugurarla finalmente el 21 de mayo de 1573. Galileo tenía entonces 9 años. Muchas de las maravillas que admiramos hoy en Roma fueron hechas en vida de Galileo, y se relacionan de algún modo con su fortuna. Se puede descubrir la huella de Galileo en muchos lugares de Roma. Ahora, también en la Sala Regia, porque el acontecimiento del 31 de octubre de 1992 señaló una fecha importante en la historia del caso Galileo.
La Sala Regia, la más rica y solemne Sala de Audiencias del Palacio Apostólico, fue escogida como marco para la solemne sesión de clausura de la Comisión precisamente por su significado como lugar de encuentro entre la Iglesia y los pueblos de la Tierra. Alguien podría pensar que se trataba de un sutil intento desesperado de reafirmar la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal, pero no era esa la intención de Juan Pablo II.Si los frescos que servían de telón de fondo a los discursos sobre Galileo representan la victoria del papado ante el poder secular, los discursos, al reconocer ante los representantes de las naciones los errores cometidos por los jueces de Galileo, constituyen un elocuente ejemplo de la situación exactamente inversa.
Estuvieron presentes los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, que celebraban ese día su sesión plenaria. Se encontraban allí, además, los jefes del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, así como numerosas personalidades eclesiásticas, incluyendo al Secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano. En suma, una cualificada representación de los mundos eclesiástico, científico y político.
La prensa de todo el mundo se hizo eco del acontecimiento, no sólo con crónicas, sino también con artículos de opinión dedicados a comentar su significado. El día siguiente, domingo 1 de noviembre de 1992, la primera página del diario del Vaticano, L'Osservatore Romano, destacaba con un gran titular la noticia principal del día: "Pertenece al pasado el doloroso malentendido sobre la presunta oposición constitutiva entre ciencia y fe"36. El mensaje era inequívoco. Para eso se había constituido once años antes la Comisión especial que se ocupó del caso Galileo. Lo que el Papa Juan Pablo II esperaba de esa Comisión era poder proclamar a los cuatro vientos, de modo definitivo, lo que ese día decía el diario vaticano. De todos modos, en el subtítulo del diario se leía: "La trágica incomprensión sobre el «caso Galileo» enseña que los teólogos deben mantenerse informados sobre las adquisiciones de la ciencia"37. Era una llamada de atención a los hombres de Iglesia para que no se volviera a repetir el caso Galileo.
La información de L'Osservatore Romano era muy amplia. El artículo de la primera página, que incluía una fotografía del acto, continuaba en las páginas 6, 7, 8 y 9, donde se encontraban más fotografías, el texto íntegro del discurso del Papa en francés y su traducción italiana, y los discursos del padre George Coyne y del cardenal Paul Poupard.
La reacción de la prensa fue bastante positiva, aunque no faltaron comentarios irónicos. Un periódico francés decía que afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol ya no es un sacrilegio. Otro decía que era escandaloso que una Comisión hubiera empleado trece años para concluir que Galileo tenía razón38.
Después de un discurso del padre Coyne en nombre de la Academia de Ciencias, el cardenal Poupard pronunció un discurso en el que presentó al Juan Pablo II los trabajos de la Comisión. El Papa respondió con otro discurso.
En cuanto al trabajo de la Comisión, no parece que se pueda hacer ningún reproche de negligencia o desinterés, y puede excluirse que existiera ningún tipo de intereses misteriosos que hubieran impedido su funcionamiento. Se podría pensar, en todo caso, que los objetivos propuestos a la Comisión eran más difíciles de lo que se pensaba inicialmente. Los buenos deseos condujeron a unas expectativas que, a la hora de la verdad, se mostraron demasiado optimistas. Aunque siempre se alentó y facilitó su trabajo, no se dotó a la Comisión de unos medios que seguramente hubiera necesitado, quizás porque no se llegó a tomar conciencia plena de la dificultad de la tarea que se le encomendaba, o de su importancia, o de ambas cosas.
A pesar de las limitaciones de medios, la Comisión realizó un trabajo muy apreciable en su conjunto. Realizó comprobaciones y otros trabajos importantes en los archivos, y contribuyó a la posterior apertura del archivo del Santo Oficio y del Índice, haciendo posible que se hayan encontrado otros documentos relacionados con Galileo y que se hayan disipado las dudas sobre la existencia de otros documentos. Impulsó varias publicaciones de notable valor histórico y documental, y gracias a ese impulso se han producido más tarde otras publicaciones de gran valor.
La carta del cardenal Poupard del 13 de julio de 1990, que ha sido citada anteriormente, muestra sin lugar a dudas que el trabajo de la Comisión no venía considerado como un punto final absoluto. Lo más lógico sería considerarlo como una etapa de investigación documental e histórica que ha permitido asentar nuevas bases para la continuación de los estudios del complejo caso Galileo en sus dimensiones científica, filosófica y teológica, y todo parece indicar que esa idea estuvo presente en quienes dirigían esos trabajos. Una valoración negativa del trabajo de la Comisión en su conjunto, o de las intenciones que se encontraban detrás de la promoción de su trabajo, sería una injusticia histórica.
Las circunstancias personales de los miembros de la Comisión, así como la dificultad de la tarea que se les había confiado y la ausencia de medios proporcionados para realizarla, fueron la causa de que su trabajo,después de unos años iniciales de gran actividad, después languideciera. La conciencia de las dificultades para seguir adelante, y la convicción de que ya había cumplido la misión para la que fue creada, así como el temor a las suspicacias y falsas expectativas que podía provocar la situación de estancamiento, fueron los motivos que llevaron a proyectar la conclusión de su trabajo.
Se optó por una conclusión formal de ese trabajo y, dentro de esa línea, se optó por un acto solemne con un discurso del Papa. Hubiera sido posible una conclusión menos solemne, pero se prefirió la solemnidad, seguramente buscando un eco amplio en la opinión pública. Ese eco se consiguió con creces y, en general, ha sido positivo. Se ha considerado, con razón, que las autoridades de la Iglesia han reconocido los errores cometidos y han mostrado su deseo de colaborar positivamente con el mundo científico.
En los discursos finales se encuentran aspectos discutibles. Esto resultó casi inevitable desde el momento en que se decidió una clausura solemne con dos discursos, uno para presentar las conclusiones de la Comisión, y otro, el del Papa, para agradecerlas y comentarlas. La Comisión realizó un amplio trabajo pero no llegó a conclusiones propiamente dichas, porque nunca se realizó una labor de síntesis que, por otra parte, hubiera sido muy difícil. Da la impresión de que, en los discursos finales, se intentó suplir esa carencia. Quizás no se advirtió que esa opción comportaba importantes riesgos, dada la enorme complejidad y dificultad de los problemas implicados, algunos de ellos no resueltos. Más en concreto:
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Se podía haber subrayado más la distinción de los dos niveles de problemas en el caso Galileo: uno, el de documentación archivística e histórica, en el que se centró la Comisión, y otro de valoración, que seguía y seguirá abierto. Quizás el deseo de manifestar que se habían cumplido las expectativas iniciales llevaron a dar a los discursos finales un tono que podía llevar a atribuir al trabajo de la Comisión un alcance mayor del que realmente tenía;
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Desde el primer momento se había indicado a la Comisión que no se trataba de revisar el proceso ni de rehabilitar a Galileo, quizás porque ambas pretensiones podrían parecer ridículas después de tanto tiempo, y porque se excluía juzgar a personas que no pueden defenderse y que, por regla general, actuaron con buena fe, de acuerdo con las circunstancias de la época. Quizás hubiera sido oportuna una alusión en los discursos finales, para mostrar que en ningún momento se había dado marcha atrás con respecto al proyecto inicial;
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El modo de presentar y valorar el trabajo de la Comisión en los discursos finales podía dar pie a pensar que se trataba de unas tomas de posición oficial cuidadosamente planificadas. Esta impresión no sería del todo exacta, porque en ningún momento se trabajó con conclusiones de la Comisión, que nunca existieron. Se podían haber incluido fácilmente comentarios aclaratorios, y los aspectos más polémicos también se podían haber evitado;
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Se ha prestado demasiado poca atención al párrafo final del discurso del cardenal Poupard. Está colocado al final de su discurso, escrito en cursiva en las versiones impresas, evidentemente de modo intencionado, de tal modo que provoca la sensación, que corresponde a la realidad, de que es como un breve resumen del mensaje que se quiere transmitir. Ese párrafo es una síntesis muy objetiva y acertada de la valoración que puede merecer el caso Galileo en la actualidad, y muestra, además, que la Iglesia es capaz de reconocer abiertamente errores. En concreto dice así:
"En esa coyuntura histórico-cultural, muy alejada de nuestro tiempo, los jueces de Galileo, incapaces de disociar la fe y una cosmología milenaria, creyeron, muy equivocadamente, que la adopción de la revolución copernicana, que por lo demás no estaba probada definitivamente, era de una naturaleza tal que quebrantaría la tradición católica, y que era su deber prohibir su enseñanza. Este error subjetivo de juicio, tan claro para nosotros en la actualidad, les condujo a una medida disciplinar por la cual Galileo «debió sufrir mucho». Hay que reconocer lealmente estas equivocaciones, tal como Vos, Santidad, lo habéis pedido"39.
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Tanto en sus discursos como en otras ocasiones, las autoridades de la Iglesia han reconocido claramente que se cometieron errores con Galileo. Las declaraciones oficiales no descienden a responsabilidades concretas, seguramente porque no lo consideran necesario (es evidente quiénes eran las personas y organismos implicados), ni tampoco conveniente (supondría juicios innecesarios y extemporáneos sobre personas e intenciones);
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Algunos juicios históricos contenidos en los discursos finales se basan en datos que podían precisarse mejor. Posteriormente, bajo el impulso del cardenal Poupard, responsable de la Sección cultural, se han realizado ulteriores trabajos, poniendo a disposición de los investigadores datos bastante complejos que anteriormente no estaban disponibles40.
¿Puede decirse que el error principal en el caso Galileo fue una actuación demasiado autoritaria por parte de las autoridades de la Iglesia? Quienes formulan esta crítica parecen pensar que, si no se señalan con el dedo personas concretas y se "denuncia" su actuación autoritaria, no se llega al meollo del problema, y no se evitan posibles errores del mismo tipo en el presente o en el futuro. Sin embargo, el cardenal Poupard probablemente acierta cuando, en su discurso, sostiene que los actores del caso Galileo tienen derecho al beneficio de la buena fe, si no hay pruebas en contrario: y, de hecho, hay pocos indicios que permitan sospechar la existencia de intenciones menos torcidas. Seguramente el modo de ser de los dos Papas que intervinieron, así como la envidia de algunos expertos que pudieron aconsejar en 1632, pudieron desempeñar un papel en el caso; pero no parece aceptable atribuirles un papel decisivo. También el carácter de Galileo, de Riccardi, de Ciampoli, desempeñaron un papel en el caso. Aun a riesgo de repetir la idea, me parece importante subrayar una vez más que el caso Galileo es enormemente largo y complejo. Intentar reducirlo a algún factor concreto en exclusiva, u otorgar demasiada importancia al autoritarismo, a los personajes o a cualquier otra circunstancia, probablemente llevaría a simplificaciones poco acordes con la realidad histórica.
Algo semejante puede decirse cuando se presenta el caso como el choque entre la estructura autoritaria de la Iglesia y la libertad de investigación, o la libertad en general. La existencia de autoridad en la Iglesia es algo que acompaña a su naturaleza, y el choque con Galileo se pudo haber evitado: no fue algo que sucediera necesariamente, sino que está lleno, por el contrario, de factores contingentes. Tampoco es cierto que, debido a que no se reconocen las causas del error, sigamos expuestos a otros errores semejantes; parece bastante claro, por ejemplo, que la experiencia del caso Galileo ha sido uno de los factores que ha contribuido a evitar la condena del evolucionismo (que sería el caso más semejante al de Galileo, por tratarse de una teoría de la ciencia natural). Nunca ha existido una condena oficial del evolucionismo por parte de las autoridades romanas, a pesar de que las circunstancias a veces presionaran en esa dirección, y de que existieran inicios de actuaciones en esa línea; y no parece arriesgado aventurar que la experiencia del caso Galileo ha ayudado a evitarla.
Desde hace tiempo, se conocen bastante bien los aspectos esenciales del caso Galileo, aunque siga habiendo lagunas. Al crear la Comisión pontificia, Juan Pablo II pretendió clarificar la mitificación de ese caso, que sigue estando presente en la actualidad, a veces de manera llamativamente anti-histórica41, y facilitar la colaboración entre ciencia y religión, tan necesaria en nuestra época. Las reflexiones anteriormente expuestas, junto con los datos de archivo que han sido publicados hasta ahora, permiten concluir, según me parece, que las limitaciones de esa empresa se ven sobradamente compensadas por sus logros, que han supuesto una contribución positiva para los estudios galileanos (también en beneficio de quienes han criticado el trabajo de la Comisión), y para el mejor entendimiento entre ciencia y religión. Sin duda, la Comisión no significa un final absoluto, pero es que nadie pretendió que lo fuese. Ha sido una etapa importante en la desmitificación del caso, que en la actualidad se suele considerar cada vez con más objetividad.
(1) Dava Sobel, La hija de Galileo (Madrid: Debate, 1999), p. 223.
(2) Se encuentra una primera aproximación que contiene los datos más indispensables en: M. Artigas, "Lo que deberíamos saber sobre Galileo", Scripta Theologica, 32 (2000), pp. 877-896. Y una narración detallada, que utiliza las fuentes originales, en: W. R. Shea - M. Artigas, Galileo en Roma. Crónica de 500 días (Madrid: Encuentro, 2003).
(3) Pueden verse, por ejemplo, en: Melchor Sánchez de Toca, "Un doble aniversario: XX aniversario de la creación de la Comisión de Estudio del Caso Galileo y X de su clausura", Ecclesia, 16 (2002), pp. 141-168. En este trabajo se encuentra una exposición sobre la creación y trabajo de la Comisión, basada en los documentos del archivo del Consejo Pontificio para la Cultura (PCC). He tomado de ese artículo los datos de archivo que cito. En las citas, APCC, QG, I, significa que el documento citado se encuentra en la caja primera de la sección dedicada a la Cuestión Galileana (QG) en el Archivo del Pontificio Consejo para la Cultura (APCC).
(4) Massimo Bucciantini, Contro Galileo. Alle origini dell'affaire (Firenze: Olschki, 1995), pp. 13-18.
(5) Annibale Fantoli, "Galileo e la Chiesa cattolica. Considerazione critiche sulla ‘chiusura' della questione galileiana", en: José Montesinos y Carlos Solís, editores, Largo campo di filosofare (La Orotava, Tenerife: Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia, 2001), pp. 733-750; publicado en inglés como número 4.1 de la serie Studi Galileiani: Galileo and the Catholic Church: A Critique of the "Closure" of the Galileo Commission's Work (Vatican City: Vatican Observatory Publications, 2002). Fantoli también aborda la "cuestión galileana", incluyendo referencias a la Comisión, en la última parte de su importante libro: Galileo per il Copernicanesimo e per la Chiesa, 2ª ed. (Città del Vaticano: Specola Vaticana, 1997), pp. 458-475, y, con mayor detalle, en la edición francesa de ese mismo libro: Galilée. Pour Copernic et pour l'Eglise (Città del Vaticano: Vatican Observatory Foundation, 2001), pp. 337-357. También en el libro posterior: Il caso Galileo. Dalla condanna alla "riabilitazione". Una questione chiusa? (Milano: Rizzoli, 2003), donde dedica a la crítica de la Comisión gran parte del último capítulo (pp. 236-254).
(6) Fantoli, Galilée. Pour Copernic et pour l'Eglise, cit., pp. 356-357.
(7) Pierre Duhem, Sozein ta fainomena. Essai sur la notion de théorie physique de Platon à Galilée (Paris: Vrin, 1990), p. 140 (el original es de 1908).
(8) Walter Brandmüller, Galileo y la Iglesia (Madrid: Rialp, 1987), pp. 177-178 (el original es de 1982).
(9) Fantoli, "Galileo e la Chiesa cattolica", cit., pp. 746-747.
(10) Michael Segre, "Light on the Galileo Case?", Isis, 88 (1997), pp. 484-504.
(11) Antonio Beltrán, Galileo, ciencia y religión (Barcelona: Paidós, 2001), pp. 203-248.
(12) Antonio Beltrán, "Introducción" a: Galileo Galilei, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (Madrid: Alianza, 1995), p. LXXII.
(13) James Reston, Galileo. El genio y el hombre (Barcelona: Ediciones B, 1996), pp. 193-198 y 383-387.
(14) Ernan McMullin (editor), Galileo: Man of Science (New York: Basic Books, 1967)
(15) George Coyne, "The Church's Most Recent Attempt to Dispel the Galileo Myth", en: Ernan McMullin (editor), The Church and Galileo (Notre Dame, In.: University of Notre Dame Press, 2005), pp. 340-341.
(16) Juan Pablo II, Homilía, Jornada del perdón, 12 de marzo de 2000, nn. 3 y 4: en Jornada del perdón (Madrid: Palabra, 2000), p. 16.
(17) Comisión Teológica Internacional, Memoria y reconciliación: La Iglesia y las culpas del pasado, 7 marzo 2000, sección 5.3: enJornada del perdón, cit., p. 117.
(18) Concilio Vaticano II, constitución Gaudium et Spes, nº 36.
(19) Acta Apostolicae Saedis, 71 (1979), pp. 1464-1465.
(20) Ibid., pp. 1465-1466.
(21) Cfr. Doble aniversario, pp. 147-148. El 13 de mayo de 1981 tuvo lugar el atentado contra el Papa que, como se advierte por las fechas, apenas retrasó la creación de la Comisión.
(22) Carta de Galileo a Federico Cesi, 15 de mayo de 1624, en: Galileo Galilei, Opere, ed. Nazionale a cura di A. Favaro (Barbèra: Firenze, 1890-1909), vol. XIII, nº 1633.
(23) Carta del cardenal Casaroli al cardenal Garrone, 1 de mayo de 1981: archivo APCC, QG, I. Citado por: Sánchez de Toca, o.c., p. 146.
(24) Sánchez de Toca, o.c.., pp. 147-148.
(25) Ibid., p. 157.
(26) Carta del cardenal Poupard al cardenal Secretario de Estado, 13 de julio de 1990: APCC, QC, 1. Citada por Sánchez de Toca, o.c., p. 158.
(27) Cfr. Sánchez de Toca, o.c., pp. 158-159.
(28) Pietro Redondi, Galileo Eretico (Torino: Einaudi, 1983).
(29) Ugo Baldini y Leen Spruit, "Nuovi documenti galileiani degli Archivi del Sant'Ufficio e dell'Indice", Rivista di storia della filosofia, 56 (2001), pp. 661-699.
(30) Thomas Cerbu, "Melchior Inchofer, ‘un homme fin & rusé'", en: José Montesinos y Carlos Solís, editores, Largo campo di filosofare, cit., pp. 587-611.
(31) Mariano Artigas, "Un nuovo documento sul caso Galileo: EE 291", Acta Philosophica, 10 (2001), pp. 199-214; Rafael Martínez, "Il Manoscrito ACDF, Index, Protocolli, vol. EE, f. 291 r -v ", ibid., pp. 215-242; Lucas F. Mateo-Seco, "Galileo e l'Eucaristia. La questione teologica dell'ACDF, Index, Protocolli, EE, f. 291 r -v ", ibid., pp. 243-256; William R. Shea, "Galileo e l'atomismo", ibid., pp. 257-272; Mariano Artigas, Rafael Martínez y William R. Shea, "Nueva luz en el caso Galileo", Anuario de Historia de la Iglesia , 12 (2003), pp. 159-179. Después de la publicación de esos artículos, Shea ha sido llamado a ocupar la Cátedra Galileo de la Universidad de Padua.
(32) Se encuentran en el artículo ya citado de Baldini y Spruit "Nuovi documenti galileiani degli Archivi del Sant'Ufficio e dell'Indice".
(33) Walter Brandmüller y Johannes Grepl, Copernico, Galilei e la Chiesa: fine della controversia (1820), gli atti del Sant'Uffizio (Firenze: Olschki, 1992).
(34) Pierre-Noël Mayaud, La condamnation des livres coperniciens et sa révocation à la lumière des documents inédits des Congregations de l'Index et de l'Inquisition (Roma: Pontificia Università Gregoriana, 1997).
(35) Annibale Fantoli, Galileo per il Copernicanesimo e per la Chiesa, cit.
(36) L'Osservatore Romano, 1 de noviembre de 1992, página 1.
(37) Ibid .
(38) Se encuentra un resumen comentado de las reacciones de la prensa en: Michael Paul Gallagher, "Note in margine al caso Galileo",La Civiltà Cattolica, 144 (1993), pp. 424-436.
(39) P. Poupard, "Compte rendu des travaux de la commission pontificale d'études de la controverse ptoléméo-copernicienne aux XVIe -XVIIe siècles", Discurso del 31 de octubre de 1992, en: P. Poupard (editor), Après Galilée. Science et foi: nouveau dialogue (Paris: Desclée de Brower, 1994), p. 96.
(40) Véase la obra ya citada: Pierre-Noël Mayaud, La condamnation des livres coperniciens et sa révocation à la lumière des documents inédits des Congregations de l'Index et de l'Inquisition.
(41) Por ejemplo, la Vida de Galileo de Bertolt Brecht se continúa representando con éxito. Dejando aparte sus méritos artísticos y emotivos, desde el punto de vista histórico contiene deformaciones muy serias; es un claro exponente de la vitalidad de que goza el mito galileano y contribuye a mantenerla.