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Autor: Daniel Capó, Crítico literario y columnista de Prensa Ibérica (Diario de Mallorca)
Publicado en: Ambos mundos (parte 1 y parte 2)
A caballo entre la filosofía, la antropología y los avances de la neurociencia, el profesor José Ignacio Murillo coordina un proyecto de investigación interdisciplinar en el Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra que se llama "Mente-Cerebro. Biología y subjetividad en la filosofía y en la neurociencia contemporánea".
José Ignacio, tú te has formado como un filósofo clásico, con una especial atención tanto a los autores clásicos como a los contemporáneo. Has trabajado en este sentido la obra de Leonardo Polo y traducido textos de Santo Tomás de Aquino, por poner dos ejemplos. En un momento dado, tu atención gira hacia las neurociencias y su relación con el marco intelectual de hoy. La primera pregunta que quería plantearte resulta evidente: ¿de qué modo se relaciona la neurociencia con la filosofía? ¿Cuáles son sus límites? Y, por otro lado, ¿de qué manera ayuda a ilustrar la condición humana?
Mi interés por la neurociencia se ha ido desarrollando de un modo natural desde mi ocupación, que siempre ha sido preferente dentro de mi dedicación a la filosofía, por la antropología. La antropología filosófica contemporánea nace a principios del siglo XX cuando se siente la necesidad de integrar y comprender de manera coherente todo el caudal de conocimiento que las ciencias humanas y las ciencias naturales han ido añadiendo a nuestra imagen del hombre. El poderoso intento que se llevó a cabo en esa época, con autores como Max Scheler, Helmuth Plessner y otros, tuvo continuadores, pero ha quedado por bastante tiempo un poco relegado a los márgenes de las grandes discusiones de la filosofía, que ha estado dominada sobre todo por planteamientos existenciales, cientificistas, sociales o, sencillamente, ideológicos, como fue el caso del marxismo.
Uno de los aspectos que más ha sufrido a lo largo de los últimos decenios es la unidad del saber. La progresiva especialización de la investigación en ciencias naturales, se ha unido a un exagerado mimetismo por parte de los otros saberes, que se suelen llamar humanísticos, y esto ha llevado a que se acentúe demasiado la metodología, a despecho de los temas, y a que se creen "tribus" incomunicadas en el mundo académico y científico. Esto provoca que individuos, que en principio son serios y están muy bien formados en su especialidad, puedan ignorar sin sentirse culpables logros relevantes que han surgido en otras ramas del saber o que pertenecen al patrimonio cultural de la humanidad. Así, se da la paradoja de que en una sociedad del conocimiento y de la información, nos podemos ver obligados a "descubrir la pólvora" cada poco tiempo, sencillamente por falta de comunicación y diálogo entre los especialistas, y por la ausencia de un horizonte unitario del saber.
La antropología intenta ser desde siempre una disciplina integradora. Actualmente sabemos mucho sobre el ser humano, pero tenemos problemas para encontrar la unidad de todos esos conocimientos y para juzgar sobre la relevancia de cada uno. Por eso, siguiendo esa tradición, siempre he pensado que la antropología debía tener presentes los logros de las ciencias. La experiencia humana unida a la reflexión racional nos permite ampliar y afinar nuestro conocimiento acerca del hombre, pero lo que se consigue de este modo debe contar con lo que se alcanza aplicando los métodos de la ciencia empírica. Al menos, lo que sabemos de uno y otro modo debe ser compatible. Esto vale también para ciencia. Las hipótesis y los grandes planteamientos que guían la investigación científica no pueden forjarse gratuitamente en contradicción con la experiencia humana y con otros logros de la inteligencia.
En su último ensayo, El animal social, el columnista americano David Brooks incide en la importancia de acomodar las políticas públicas a los avances de la neurociencia. Uno de esos campos obvios es la educación. En tu opinión, ¿qué papel pueden jugar las neurociencias en el campo educativo? ¿Qué hacemos mal en las escuelas y que podríamos hacer mejor?
¿Para qué nos interesa conocer el cerebro? Quizá la razón fundamental es curar enfermedades y resolver los problemas que derivan de su mal funcionamiento. Esto es también útil para la educación. Una parte de los problemas educativos proviene de enfermedades y trastornos que todavía no son bien conocidos y que pueden tener cura. También parece claro que, si conocemos mejor cómo funcionan los procesos cognitivos, nos resultará más fácil optimizar los métodos educativos o desechar los que no son eficaces.
Pero cuando hablamos de educación vamos más allá de lo que comúnmente se entiende por salud. Una de las características del cerebro humano, más aún, uno de sus rasgos distintivos, es su plasticidad y su capacidad de ofrecer respuestas no predeterminadas a los problemas. La educación es un proceso por el que se transmite la información y los procedimientos necesarios para resolver los retos que se le van a presentar a los nuevos seres humanos. Ahora bien, esos contenidos no los descubrimos mirando al cerebro, sino al entorno social y a la situación de cada persona. Además la educación también debe ayudar a que cada uno descubra quién es y cuáles son los fines que merece la pena conseguir. Es frecuente juzgar la educación solo desde el punto de vista de la adecuación al entorno o de la empleabilidad, pero si nos quedamos en eso, corremos el riesgo de considerar a las personas como meras herramientas de la maquinaria social.
Hay otro debate clásico con notables implicaciones éticas y es el papel de la genética y/o el ambiente en la estratificación social y cognitiva. ¿Se puede afirmar que se trata de un debate separado? ¿Hasta dónde llega la genética y dónde empieza la influencia del entorno?
Los nuevos descubrimientos en biología están cambiando nuestra visión acerca de esa dicotomía. Hoy se sabe cada vez mejor que la expresión del genoma depende de factores que no están en el código genético. Después, el mismo desarrollo orgánico está condicionado por otros factores como la alimentación, el clima y, de un modo particular, el tipo de actividades que se desarrollan. En el caso del cerebro, la medida en que rasgos como las capacidades cognitivas o la riqueza y el control emocional dependen de la educación y de las propias decisiones es enorme. No se puede negar que haya predisposiciones, capacidades o defectos innatos o heredados. Pero no es fácil determinar hasta qué punto van a condicionar o limitar a sus portadores. Si se da un crecimiento armónico y crece la conciencia de la propia responsabilidad, es posible compensar defectos y aun sacarles partido, y desarrollar hábitos que permiten responder de forma más adecuada en las diversas situaciones. Por eso, junto con otras razones, sería un error apoyarse en la genética o en otros condicionamientos para llevar a cabo un control programado, como decidir quién va a la Universidad o se dedica a determinadas profesiones, quién puede o no tener hijos, etc. Una buena organización social se caracteriza por sacar el máximo partido a las cualidades de quienes la componen. Pero no hay que olvidar que una de esas cualidades es la libertad.
En este sentido, uno de los temas clásicos de la filosofía y la teología es el libre albedrío. Algunos científicos han puesto en duda la libertad del hombre y ofrecen respuestas deterministas. Pero en realidad, ¿somos realmente libres? ¿Qué nos dice sobre la libertad la neurociencia?
Las dificultades para aceptar la compatibilidad entre la libertad y el funcionamiento del cerebro no provienen tanto de la ciencia como de una concepción un poco estrecha de esta, que identifica la inteligibilidad con el determinismo. Según esto solo podríamos conocer aquello que está determinado por leyes ajenas, es decir, heterodeterminado.
Se trata de una idea que, de entrada, no parece compatible con la física actual. En biología o neurociencia esa tesis asume la forma del mecanicismo, es decir, de pensar los seres vivos como máquinas que no tienen diseñador pero solo podemos actuar como si estuvieran diseñadas. Así se ignora la iniciativa del ser vivo, que es una de sus características más distintivas. Los seres vivos intentan imponer sus fines al medio en que se encuentran. En el caso del hombre, esto adopta también el modo de la acción libre, en la que el agente se siente responsable de su intervención sobre el medio y del curso que otorga a su vida. El debate sobre la libertad tiene que ver con la posibilidad de que quepa ese tipo de autodeterminación apoyada y dirigida por el conocimiento.
Hay quien, apoyándose en resultados como los de los experimentos de Benjamin Libet, piensan que el cerebro inicia las acciones inconscientemente antes de que adquiramos el sentido de autoría. Pero —aparte de que el mismo Libet no considera que esos resultados sirvan para negar la libertad— en ese experimento y en otros semejantes suele faltar un concepto adecuado de libertad. Las acciones que se estudian son movimientos simples, y la libertad se identifica con las ganas o el impulso de realizar el movimiento. Al margen de otras críticas que se puedan dirigir a estos experimentos, identificar esa propiedad con la libertad es una grave confusión. No soy libre, en sentido fuerte, porque haga lo que me apetece, sino porque soy capaz de dirigir mis acciones según proyectos de largo alcance y sobre el horizonte de mi vida completa: me identifico con lo que hago y sé que respondo de ello. Esta forma de entender la acción —que no es otra que la que ofrece, por ejemplo, Aristóteles— es más difícil de someter a un estudio experimental, aunque no creo que esto sea imposible, y pienso que nos dará otra visión sobre las bases neurales de la acción humana, la libertad y la autoría.
¿Hasta qué punto no corremos el riesgo de caer en una especie de dogmática de la ciencia? ¿Cabe hacer una lectura meramente científica del hombre y de la humanidad?
Aunque resulte paradójico, el riesgo de dogmatismo científico es evidente. En Occidente hace tiempo que la religión no proporciona y, mucho menos, asegura el conocimiento socialmente compartido. La ciencia ha intentado tomar parcialmente su relevo, pero una de las características de la ciencia, que le proporciona claras ventajas, es su autolimitación. Cada ciencia delimita un ámbito de fenómenos y lo somete a un método determinado. La aceptación de estos presupuestos permite configurar una comunidad científica, que decide qué es y qué no es aceptable. Pero para organizar la vida humana hace falta una concepción global y, además, aceptarla solo puede ser personal. La ciencia, por tanto, aunque proporciona muchos y buenos conocimientos sobre la realidad, no basta por sí sola para satisfacer nuestras necesidades intelectuales.
Quienes atacan la religión como si fuera un adversario de la ciencia o como si la ciencia pudiera sustituirla defienden una tesis filosófica o religiosa que no tiene mucho fundamento y no están en condiciones de ofrecer una alternativa a los problemas que la otra resuelve. Además, es injusto presentar como irreconciliables la ciencia y la religión en general.
No deja de ser curioso que muchos de estos furibundos atacantes de la religión o de la filosofía, a pesar de su rechazo a los pensadores posmodernos y deconstruccionistas, apoyado en una supuesta defensa de la razón, tienen, sin embargo, mucho en común con ellos. Unos y otros usan la razón en alguna de sus formas para destruir las pretensiones de la razón, y para justificar de este modo que las preguntas más decisivas de la vida, las preguntas sobre el bien, el mal, la felicidad, el sentido último de las cosas, etc., no se pueden plantear y resolver racionalmente. Así que, para los unos y para los otros, el saber, la moral y la religión quedan reducidos y sin un verdadero fundamento.
Aristóteles afirmó que el hombre es el único animal racional. De todos modos, queda por definir qué entendemos por razón. En tu opinión, los hallazgos neurocientíficos ¿han ensanchado o más bien estrechan el campo de la razón? ¿Podemos hablar de una razón consciente y de otra inconsciente?
Cuando Aristóteles define al hombre como animal racional no creo que excluya por principio que pueda haber otros. Pero, si entendemos la racionalidad en el mismo sentido que él, también estaremos de acuerdo en que ninguno de los que hasta ahora conocemos lo es. Podemos hablar de inteligencia en un sentido amplio, definiéndola como la capacidad cognitiva de resolver problemas, y esto es común a nosotros y otros animales. También es evidente que los animales sienten y algunos de ellos tienen emociones muy complejas y desarrolladas. Por eso disfrutamos del trato con los perros y otros animales. Pero el hombre, como también señala Aristóteles, se preocupa por discernir lo verdadero de lo falso y habla acerca de lo justo y de lo injusto. Cuando encontremos un animal que también lo haga, me atrevo a decir que, por distinto que sea su aspecto del nuestro, nos entenderemos mejor con él que con nuestro perro. Esa es la muestra de la racionalidad de que habla Aristóteles.
Volviendo a la filosofía, ¿qué tradiciones filosóficas confluyen mejor con el estado de conocimientos actual de la ciencia? ¿Las tradiciones clásicas son todavía útiles para concebir el mundo?
De toda la historia de la filosofía podemos aprender, pero resultan especialmente interesantes las tradiciones que han sabido mantenerse en el tiempo y han ido creciendo y resolviendo sus limitaciones en el diálogo con otras. En el campo de la neurociencia, la filosofía analítica, aunque nació bastante lastrada por el positivismo y el logicismo, ha sabido replantearse los problemas y es una de las que con más fuerza han interactuado con la neurociencia y ha contribuido a formular el planteamiento estándar del problema mente-cerebro. En nuestros días, la fenomenología está planteando también interesantes propuestas e incluso mostrando su utilidad en la experimentación.
Por mi parte, pienso que también la tradición aristotélica, con su atención a lo distintivo de los seres vivos, y su consideración de estos desde el punto de vista de los distintos tipos de causas y de las actividades vitales, puede ayudar a resolver muchos problemas. No olvidemos que Aristóteles es considerado como el padre de la biología. Es cierto que la biología moderna se ha intentado constituir a menudo de una forma que podemos denominar "edípica", teniendo como punto de referencia a este filósofo, pero para romper definitivamente con él. Sin embargo, la realidad es terca, y los problemas que se desprecian como irrelevantes acaban reapareciendo y ponen en tela de juicio las posturas simplificadoras o reduccionistas, que evitan plantearse todas las dificultades con radicalidad. Estudiar los seres vivos es una llamada constante al realismo, porque nos invita a poner en tela de juicio una y otra vez nuestras abstracciones y simplificaciones.
Se ha dicho que la experiencia religiosa se encuentra localizada en el cerebro y que incluso se podrían inducir estados místicos. Por otro lado, algunos estudios señalan que la liturgia se encuentra relacionada con la estructura cerebral o que el hombre religioso cuenta con ventajas evolutivas que explica su pervivencia en el mundo moderno. ¿No se trata, en todo caso, de un reduccionismo notable?
Nuestras emociones y nuestros patrones perceptivos no solo están relacionados con la estructura del cerebro, sino con todo el cuerpo. De hecho el cerebro no se puede entender al margen de las funciones del ser vivo de que forma parte y de su relación con el medio. Como afirma Thomas Fuchs —en el título de uno de sus libros— el cerebro es un órgano relacional. No es un sujeto que controla un cuerpo como si este fuera una máquina suya, sino una parte especial del viviente encargada de un modo particular y muy sofisticado del intercambio con el medio.
Pero el medio en el que vive un animal racional es mucho más amplio que el de otros animales. Como decían los antropólogos a que antes me refería, mientras que el animal tiene medio o entorno el hombre tiene mundo; se enfrenta a la realidad desde un punto de vista unitario y omniabarcante, y busca encontrar su lugar en ella. Conviene situar en este contexto la pregunta por la religión, y no, como se suele hacer en algunos estudios, en el de las meras respuestas emocionales. Las emociones relacionadas con la religión o con el trato con Dios son de ordinario muy semejantes a las que se establecen en el trato con nuestros semejantes: amor, arrepentimiento, alegría, etc. La búsqueda de lo divino no es necesariamente —como sugieren algunos— una búsqueda de seguridad, porque, cuando es sana, comporta una apertura a la realidad tal como es y una disposición a cambiar nuestros deseos para ponerlos de acuerdo con la verdad de las cosas y, en consecuencia, también con lo que es verdadera y objetivamente bueno.
Algunos investigadores de la religión, cuando, como sugieren algunos estudios, constatan que la religión hace más felices o más sanas a las personas, extraen la conclusión de que la disposición a la religión se explica por medio de la selección natural. Pero esto es solo un modo de negar validez a la actitud religiosa, porque intenta explicarla al margen de su objeto. Todo lo que podemos decir desde ese punto de vista es que el proceso evolutivo parece haber dado lugar a un cerebro abierto a la realidad. La misma apertura que hace posible la ciencia es la que conduce a la religión.
Por otra parte, es claro que, como tú sugerías, el modo en que se expresa esa relación con lo divino depende de nuestra naturaleza y de las características de nuestro organismo. Un caso particular es el de las experiencias místicas o extáticas, que a menudo se encuentran vinculadas a la religión. En mi opinión, estas experiencias, desde un punto de vista cerebral, también tienen mucho en común con otras que no son producidas en ese contexto. Por eso no es extraño que se puedan inducir estados semejantes mediante drogas u otras intervenciones sobre el sistema nervioso. También resulta interesante que el correlato neural de actividades tan distintas como algunas formas de meditación budista y la oración cristiana compartan algunos rasgos comunes. De todos modos, esa semejanza de patrones debe ser juzgada a la luz del objeto de la actividad que se realiza, y no al revés. Podemos quizá encontrar activaciones semejantes en un sueño vívido de una experiencia traumática y en la experiencia real, pero esto no elude la diferencia. Se me ocurre como ejemplo que las mismas letras pueden ser combinadas para expresar mensajes distintos.
Por otra parte, resulta interesante también que en los estudios sobre la activación cerebral durante la oración cristiana, que se comprende como una relación con un ser personal, se ha podido comprobar que los patrones cerebrales son muy complejos y reclutan muchas áreas distintas del cerebro, lo que pone serias dificultades a quienes avanzan explicaciones demasiado simples.
Finalmente, ¿qué papel crees que puede jugar la neurociencia en el futuro de la sociedad? Entiendo que hay riesgos asociados —y me gustaría que señalaras las implicaciones más peligrosas que se pueden derivar— pero también oportunidades. ¿Cuál es tu visión del futuro en este campo?
Todo parece indicar que el influjo de la neurociencia va a seguir aumentando en el futuro. Como decía antes, creo que las dos razones más nobles para proseguir este estudio son curar y mejorar de modo razonable la vida de las personas, por un lado, y conocernos mejor a nosotros mismos. Pero la neurociencia ofrece también posibilidades más siniestras, que es preciso conjurar. La neurociencia puede ser empleada, por ejemplo, para incrementar el control sobre las personas. Se ha hablado mucho de las aplicaciones bélicas de esta ciencia, y en países como Estados Unidos se está empezando a desarrollar la sensibilidad respecto de este tema. Se ha barajado también el uso de técnicas de imagen cerebral para determinar si se posee el perfil de un terrorista o un delincuente, algo que puede conducir a claros abusos. No menos inquietante es el interés que despierta la neurociencia por las grandes empresas, deseosas de amoldar sus técnicas publicitarias a los nuevos conocimientos, con el previsible peligro de manipulación. Otro terreno que conviene manejar con cuidado es la aplicación de la neurociencia a la mejora de las condiciones de vida. Este tema, que en inglés se suele denominar enhancement, y en español se comienza a traducir como mejora o mejoramiento, puede provocar importantes desigualdades sociales y poner en peligro el equilibrio de la naturaleza humana de cada persona, en aras de un mejor rendimiento cognitivo o emocional.
Todas estas posibilidades y los peligros que entrañan son un motivo más para que una reflexión global y serena, que son características destacadas de la buena filosofía, acompañe a la investigación científica y aun la preceda. Es preciso establecer las prioridades basados en la consideración de qué es bueno para el hombre y para la humanidad en general, conscientes también de nuestra responsabilidad hacia las generaciones futuras.
En cuanto a la misma investigación, la necesidad de revisar algunas iniciativas en las que se había depositado grandes esperanzas es también una llamada para contar con todos los recursos intelectuales de que disponemos para abordar los problemas.