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La mucha ciencia devuelve a Dios
Autor: Ignacio Sols, Catedrático de Matemáticas, Universidad Complutense, Madrid
Publicado en: Temes d’Avui, núm. 57, vol 1, 2018, pp. 23-29.
Fecha de publicación: 2018
“La poca ciencia aleja de Dios, mientras que la mucha ciencia devuelve a Él”. Esto decía Louis Pasteur. El propósito de este escrito es explicar en qué sentido estas palabras se han cumplido, y en qué se sentido se están cumpliendo hoy, al pie de la letra. Al explicarlo, espero contestar también a la pregunta, tantas veces oída en los medios de comunicación: “El avance de la ciencia, ¿ha hecho innecesario a Dios?” Me referiré esencialmente a la física, pues es la ciencia que tengo más a mano, y donde se ha hecho el tipo de divulgación que ha llevado a esta pregunta.
En sus estadios menos avanzados, la física clásica presentaba una imagen eterna del mundo y un comportamiento determinista de la materia que podrían parecer incompatibles con la idea filosófica de Dios -causa del mundo- y con la idea filosófica de libertad humana. En realidad, no era así, pues la filosofía teísta presenta a Dios como causa “ontológicamente”, no “cronológicamente”, primera, es decir no como causa del mundo en su inicio sino en todo momento (y no hay en religión dogma alguno que diga que el universo tuvo un origen temporal, aunque ciertamente esto parece sugerido por el relato bíblico de la Creación). Y como sería largo entrar en el multisecular debate filosófico de determinismo y libertad, me limito a señalar que se llegó a comprender, ya en los albores del siglo XX, que ni siquiera la física clásica asignaba en la práctica un comportamiento determinista a la materia. Aunque los espíritus más cultivados podían entender esta distinción, los más ignorantes eran turbados por esa imagen científica de eternidad y determinismo que algún ilustrado (Simon de Laplace) presentaba como opuesta a la religión.
Pero ya en el siglo XX, en ambas escalas “macroscópica” (astrofísica) y “microscópica” (subatómica), la imagen del mundo que nos proporcionaba la mecánica clásica ha venido sustituida por la que nos proporcionan la mecánica relativista de Albert Einstein (relatividad general) y la mecánica cuántica, tal como se formula definitivamente en 1925-1927, culminando un período de gestación que se inicia con la audaz hipótesis del cuanto, propuesta por Max Planck (1900). En esta nueva imagen, la materia actual aparece como procedente de una primitiva explosión (Big-Bang, hace unos 13’76 miles de millones de años, con error inferior a 0’11 miles de millones de años); y en muchos contextos presenta un comportamiento indeterminista por el cual el resultado de una observación es aleatorio siguiendo una determinada distribución de probabilidad que puede ser calculada previamente.
Fue George Lemaître quien primero propuso el modelo de un universo en expansión: en 1927 señaló que las ecuaciones de Einstein para la dinámica del universo admiten la solución de un universo en expansión donde las galaxias se alejan unas de otras a una velocidad relativa proporcional a su distancia, lo cual es consistente con la observación de Hubble de 1929 de que las galaxias emiten luz con una desviación hacia el rojo proporcional a su distancia. La predicción y observación de la expansión sugería que el universo tuvo un inicio al que George Lemaître llamó “átomo primitivo” y es llamado ahora “Big-Bang”. En el ámbito de lo pequeño, fue Louis de Broglie quien, en su tesis doctoral de 1925, asoció una onda al electrón, siendo el perímetro que recorre en el átomo un múltiplo entero de su longitud de onda; se desarrolla entonces en paralelo la mecánica ondulatoria de Schrödinger y la mecánica de matrices de Heisenberg, unificadas en 1927 en una mecánica cuántica en que todas las partículas materiales y de radiación llevan asociada una onda de probabilidad que contiene información sobre la aleatoriedad de los resultados de las observaciones que sobre ella podamos llevar a cabo.
En los años cincuenta y principios de los sesenta, ambas disciplinas confluyen en la investigación sobre los primeros instantes del universo: el ritmo de expansión del universo determina su tamaño en cada momento de su historia y resulta tan pequeño en sus inicios que el nivel macroscópico (cosmológico) y el microscópico (partículas elementales) se confunden. Del estudio de las partículas elementales en el universo primitivo, y de sus interacciones, surge entonces la predicción de una radiación de fondo con la distribución de frecuencias del cuerpo negro, correspondiente a una temperatura de 2,7 grados Kelvin. Tal radiación es encontrada en 1965 como brillante confirmación de la teoría.
Estas dos teorías físicas, que tienen en su origen una importante contribución de un sacerdote, George Lemaître y de un intelectual católico, Louis de Broglie, terminarán rompiendo, a escala cósmica, la imagen macroscópica de un mundo eterno, y a escala subatómica, la imagen de una materia con comportamiento determinista. Pero no han sido presentadas como confirmación de la religión por esta nueva imagen física del mundo, pues los científicos creyentes han sabido distinguir la ciencia experimental de la religión y de la filosofía. Lemaître se negó a llamar “Creación” a su teoría física, pues parecería hacer referencia a la idea religiosa de un Creador (o la correspondiente idea filosófica de Causa Primera). Entendía bien que la idea de Dios (así como la idea de libertad) no es necesaria para la física actual, ni para la anterior, puesto que son ideas filosóficas, y la física solo requiere de medida experimental y deducción matemática.
Pero el hecho de que Dios no esté presente en la ciencia -como tampoco lo está la idea de justicia- no significa que no esté presente en el pensamiento de los científicos, como atestiguan los mismos creadores de estas teorías, ya mencionados:
“Nunca puede darse una verdadera oposición entre ciencia y religión. Cualquier persona seria y reflexiva se da cuenta, creo yo, de la necesidad de reconocer y cultivar el aspecto religioso presente en su propia naturaleza, si quiere que todas las fuerzas del alma humana actúen conjuntamente en perfecto equilibrio y armonía. Y realmente no es accidental que los mayores pensadores de todas las épocas fueran almas profundamente religiosas, incluso si no mostraban en público sus sentimientos en este sentido”. Max Planck.
“¿Puedo formular tu pregunta [sobre la existencia de Dios] de otra manera? -le pregunté-. Yo preferiría formularla así: ¿Podemos, o puede alguien, alcanzar la razón central de las cosas o de los sucesos, de cuya inexistencia no parece haber duda, de un modo tan directo como podemos alcanzar el alma de otro ser humano? Empleo el término “alma” deliberadamente, para que se entienda lo que quiero decir. Así planteada la pregunta, mi repuesta sería «sí». Y puesto que mi propia experiencia no importa demasiado, me gustaría recordarte el famoso texto de Pascal, aquel que llevaba cosido por dentro en su chaqueta: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, y no el de los filósofos y lo sabios»”. Werner Heisenberg.
“Permítaseme mencionar de pasada el notorio ateísmo confesado de la ciencia, que pertenece por supuesto al tema que estamos tratando. Una y otra vez se le hace este reproche a la ciencia, si bien injustamente. En un modelo de mundo que se hace accesible solamente al coste de eliminar de él todo lo personal, no puede caber un dios personal. Cuando tenemos experiencia de Dios, sabemos que es algo tan real como una percepción sensible inmediata, o como la propia personalidad. No hay sitio para él, como tampoco para ellas, en una imagen espacio-temporal. Todo científico honesto nos dirá: no encuentro a Dios en parte alguna en el espacio y en el tiempo. Pero, al decirlo, se hace acreedor al reproche de aquellos en cuyo catecismo está escrito: Dios es espíritu”. Erwin Schrödinger.
“Pero la ciencia solo puede ser creada por quienes están profundamente imbuidos del anhelo de verdad y comprensión. La fuente de estos sentimientos proviene, sin embargo, de la esfera religiosa. A ella pertenece también la fe en la posibilidad de que las normas que rigen al mundo de lo existente sean racionales, esto es, asequibles por medio de la razón. No puedo concebir a un auténtico científico que carezca de esa profunda fe. Todo esto puede expresarse con una imagen: la ciencia sin la religión está coja, y la religión, sin la ciencia, ciega”. Albert Einstein.
“Dios quiso que las reconociéramos al crearnos según su propia imagen, de manera que pudiéramos participar en sus mismos pensamientos”. A la luz de esta cita, y otras parecidas de la época se comprende la conocida afirmación de A. N. Whitehead: “La fe en la posibilidad de la ciencia deriva del pensamiento teológico medieval”.
Eso no significa que la creencia en Dios haya sido necesaria para el nacimiento de la física, sino sólo que ha sido inspiración para ella en sus inicios. Y ciencia y religión -Big-Bang y creación, por ejemplo- se han mantenido cuidadosamente distinguidas incluso cuando la imagen del mundo ofrecida por la ciencia actual parece una confirmación de la imagen ofrecida con anterioridad por la religión.
¿De dónde pues que ahora -precisamente ahora- la religión tenga que estar como pidiendo perdón por existir y como en retirada? ¿De dónde la idea, divulgada en periódicos y medios no científicos, de que Dios, con el avance de la ciencia, es ya innecesario?
La contestación es clara: ¿Innecesario para qué? ¿Para la ciencia? Claro que para la ciencia es innecesario, y no solo ahora, siempre lo ha sido (aunque cierto teísmo haya podido ser conveniente para su inicio). La ciencia propone y verifica hipótesis y para ello no precisa la fe. Sin embargo, la vida es mucho más que ciencia. No necesito a Dios para hacer ciencia, pero eso no significa que no necesite a Dios para la salvación de mi alma. “La Sagrada Escritura nos enseña cómo ir al cielo, no cómo van los cielos” decía Galileo Galilei, oído del cardenal Baronio. Pero esta distinción por la que tanto luchó, ha vuelto a difuminarse en cierta divulgación reciente de la ciencia, desde que Hawking popularizó su mal puesta pregunta: “¿Qué papel ya, para el Creador?” En su “Breve historia del tiempo”, Stephen Hawking recuerda lo bien ajustada que está la velocidad inicial de expansión del universo: con una cienmilmillonésima más, no se formarían las galaxias, con una cienmilmillonésima menos volvería inmediatamente a implosionar. Dice que éste y otros hechos igualmente sorprendentes hacen pensar (¿a quién?) que el universo es obra de un Creador que tan bien ha ajustado esos parámetros. Propone entonces un universo en tiempo imaginario que no tendría singularidad inicial o Big-Bang, lo que haría desparecer el problema. Y se pregunta “qué papel tendrá ya entonces el Creador”. Es decir, nos hace creyentes en Dios por una razón por la que nunca hemos creído (aunque la ciencia nos haya “puesto fácil” el aducirla); hace una propuesta de teoría que el lector sin cultura científica confunde fácilmente con una teoría científica ya establecida, y en base a tal ciencia prometida, pero sin recordar que es prometida, dice que la física no necesitará ya del Creador -el cual nunca ha necesitado- pero lo dice de tal modo, que parece que la ciencia lo haya hecho ahora innecesario.
Es una utilización impropia de la ciencia precisamente por quien dice que la Iglesia la ha utilizado “apropiándose como cosa suya de la teoría del Big-Bang”, lo que ciertamente podría haber hecho, pero no ha sido así. En este libro sobre el Big-Bang que hace anécdota de cada descubrimiento, ni una vez se cita el nombre de George Lemaître, siendo él quien propuso la teoría y además quien primero predijo la expansión del universo (el soviético Friedmann hizo una predicción similar que fue ignorada en occidente en parte por su temprano fallecimiento). Esto era conocido por la comunidad científica, pero ha sido recordado recientemente en un artículo de Mario Livio en la revista Nature (10 Nov. 2012) que se hace eco de las últimas investigaciones históricas sobre este tema.
En la divulgación posterior no hace mención Hawking de esa propuesta científica que no ha podido cumplir, pero cualquier teoría seriamente propuesta (como la conjetural teoría de cuerdas), o simple “ciencia prometida”, como los multiversos (o multitud de universos de Hugh Everett), es presentada como ciencia que hará definitivamente a Dios innecesario.
No agrada a los científicos este tipo de divulgación en que no se distingue claramente entre ciencia establecida y ciencia conjetural o meramente prometida, y en que se presenta poco menos que como conclusión científica lo que no es sino la propia filosofía materialista, que muchos otros no comparten.
Pero este malestar por la divulgación de Hawking que existe entre los científicos no se corresponde con su celebración en los medios que no lo son. El tipo de divulgación que él ha fomentado no supone obstáculo para la fe para quienes tienen un conocimiento de primera mano de la ciencia, pero sí para quienes solo saben de ella a través de los medios. No son los de mucha ciencia, sino los de poca, quienes están perdiendo, por esa poca ciencia, la fe.
El efecto es especialmente devastador entre la gente de poca cultura. Yo acostumbraba a hacer una visita anual a un santuario mariano con un hombre que no tuvo siquiera una escuela donde aprender a leer, pero terminó enseñándole la vida y sus ganas de saber, ganas que a sus ochenta años aún no ha perdido. Pero ahora ya solo vamos de excursión, porque “Hawking ha dicho que…”. Cuántos casos como éste podría contar: un maestro de escuela me decía que la ciencia ha demostrado que este universo es el resultado de la implosión de otro anterior, así que Dios ya no es necesario: otra de las afirmaciones que había leído en un Hawking que no aclara que todo lo ocurrido antes de 10 elevado a menos 43 segundos es inabordable para la física actual hasta que no alcance su unificación, y aun cuando lo aborde, nada quitará o añadirá a la cuestión estrictamente filosófica de la existencia de Dios. Y me acuerdo de aquella profesora de inglés, que al acabar de oír una conferencia sobre vete a saber qué habría entendido de los “multiversos” de Everett, decía que al fin sabía ¡por qué existía! Y aquel otro, y otro, y otro. No son los científicos. Son los más débiles, “la poca ciencia”, quienes están siendo seriamente dañados. Mientras tanto, ¿dónde están nuestros intelectuales? ¿Es que nadie va a hacer nada? Dejo al lector con el dolor y desasosiego de esta pregunta.