La purificación de las representaciones en el diálogo entre ciencia y fe
Autor: Javier Sánchez-Cañizares
Publicado en: Estudios Filosóficos LXXII (2023) 49-65.
Fecha de publicación: 2023.
Resumen
El diálogo entre ciencia y fe se da en diferentes ámbitos del conocimiento, que van desde charlas informales entre personas cultas hasta el diálogo profundo entre expertos científicos, creyentes y no creyentes. Esta multivariada forma de intercambios, que suele requerir de muchas aclaraciones iniciales, encuentra un punto de acuerdo en la necesidad de precisar la concepción de los tipos de causalidad presentes en el mundo, así como su adecuada articulación. En esta colaboración, inspirado por un comentario de Benedicto XVI en el libro Últimas conversaciones, defiendo que el progreso en la articulación de los diferentes tipos de causalidad debería conducir a una purificación, tanto en el caso de creyentes como no creyentes, de las representaciones de la acción de Dios en el mundo. En particular, me centraré en las cuestiones que, en mi opinión, requieren de manera más urgente una mejora de dichas representaciones. Concretamente, la relación entre la teoría del big bang y la doctrina de la creación, la aparición del ser humano a través de la evolución y la creación del alma directa e inmediatamente por Dios, así como su subsistencia tras la muerte y su “viaje” al cielo.
1. La relevancia del diálogo entre ciencia y religión para la evangelización
2. Diferentes ámbitos de diálogo
3. La articulación de la causalidad
4. El problema de las representaciones
5. Representaciones de la acción divina en el mundo
5.1 La teoría del big bang y la doctrina de la creación
5.2 Origen del ser humano y creación del alma
5.3 La subsistencia del alma humana después de la muerte y su “viaje” al cielo
6. El problema de la representación de la creación
7. Conclusiones
8. Notas
1. La relevancia del diálogo entre ciencia y religión para la evangelización
Las relaciones entre ciencia y religión se resisten a ser encuadradas dentro de un modelo concreto a lo largo de la historia. A pesar de los diversos intentos llevados a cabo hasta la fecha1, quizás la mejor caracterización de estas relaciones sea la llevada a cabo por el ya clásico libro de John Hedley Brooke, Ciencia y Religión: Perspectivas históricas2. Sobre todo, resulta cada vez más evidente que el recurso a las importantes diferencias metodológicas entre ambas disciplinas no puede resultar una excusa para evitar el diálogo. Ciertamente, nos hallamos ante una profunda heterogeneidad formal entre ciencia y religión, o entre ciencia y fe3, pero el diálogo viene avalado por dos características a mi modo de ver irrenunciables. De una parte, aunque no puedan reducirse solo a él, tanto la religión como la fe pretenden un cierto tipo de conocimiento. De otra, tanto la ciencia como la fe o la religión pretenden un conocimiento del mundo que tiene que ver con su totalidad. Si bien con matices diversos, cada uno de estas disciplinas está interesada por todo lo que existe, realmente, y pretende obtener un conocimiento verdadero de dicha realidad. Si, además, tenemos en cuenta la reciente importancia concedida al impacto social de las disciplinas, parece evidente que ciencia y fe están llamadas a dialogar en una proporción cada vez mayor; también en un mundo globalizado donde cada vez tiene menos sentido el aislamiento académico.
No obstante, puede que el principal motivo que hace del diálogo entre ciencia y fe una tarea extremadamente urgente en nuestros días tenga que ver con el proceso evangelizador de la Iglesia en el momento actual. Aun a riesgo de simplificar, considero que, hasta hace relativamente poco, la perspectiva del cristiano que habla a otra persona acerca de Dios y Jesucristo daba menos importancia a los tradicionales preambula fidei que a la acción del Espíritu Santo en el corazón del que escucha. Ahora bien, sin poner en entredicho dicho reparto de importancia, creo que nos encontramos cada vez más en la situación a la que se hacía referencia en la encíclica Fides et ratio al recordar la primitiva acción evangelizadora de los cristianos entre los no judíos: “Los primeros cristianos para hacerse comprender por los paganos no podían referirse sólo a ‘Moisés y los profetas’; debían también apoyarse en el conocimiento natural de Dios y en la voz de la conciencia moral de cada hombre”4. No se trata de quitar importancia o protagonismo a la iniciativa de Dios en la conversión de los corazones. Se trata de entender que, como reza el viejo adagio teológico que afirma que la gracia presupone la naturaleza, la eventual acción eficaz del Espíritu Santo en las almas necesita que estas comprendan lo que se les está proponiendo. Es una condición indispensable sin la cual la evangelización resulta imposible, al menos según los cauces ordinarios del Espíritu.
Estamos, por tanto, ante un problema serio que atañe al tipo de lenguaje compartido para establecer la comunicación. A mi modo de ver, esta dificultad no ha calado del todo en la mentalidad de buena parte de los agentes evangelizadores que vendrían a pensar que el kerigma siempre es eficaz y, por ello, no habría que preocuparse. Ciertamente sería deseable encuadrar el anuncio evangélico en un marco racional más general, compartido o compartible para la mayoría. Pero eso sería, en último término, una sutileza que a la mayoría de la gente no le importa y, sobre todo, no afectaría a la gracia de Dios actuando el alma de cada persona. A pesar de la gran parte de verdad (y es mucha) que hay en este tipo de argumentación, creo que se da en ella una falta de perspectiva muy peligrosa. Por decirlo de la manera más directa: hay muchas personas (casi todos los no creyentes) para los que el anuncio de la fe ha de ser, a priori, necesariamente falso porque no encaja con la perspectiva del mundo que ofrece la ciencia. Simplificando mucho, pero quedándonos con la sustancia, se trata de una perspectiva protagonizada por procesos naturales que solo conllevan una causalidad impersonal5. Para una mayoría de no creyentes, no es posible entender el lenguaje de la fe porque, sencillamente, si tuviera algún tipo de coherencia interna, el lenguaje de la ciencia sería falso en último término. Y, lógicamente, las apuestas del no creyente van con esta última y no con la primera.
En definitiva, da la impresión de que muchos creyentes se han olvidado de que hay que entender el mensaje para poder creer. No se puede creer lo que no se entiende —ciertamente a un nivel más básico, pero irrenunciable. Y hay que reconocer que muchos no creyentes hacen bien en, inicialmente, alejarse de ese peligro cuando perciben las contradicciones que amenazan la supuesta armonía entre ciencia y fe que defienden los creyentes. El esquema que acabo de esbozar aquí está más extendido de lo que se piensa y me da la impresión de que los creyentes aún no hemos desarrollado la suficiente sensibilidad para comprenderlo y abordarlo. No es este el lugar para profundizar en por qué esto es así, pues requeriría entrar en el contenido psicológico mayoritariamente compartido por los creyentes, con su dosis de miedos, supersticiones, pereza intelectual y énfasis en los tangibles y no en los intangibles. La cuestión que intento abordar en estas páginas es que el diálogo ente ciencia y religión no es un optional, un artículo de lujo al alcance solo de los estudiosos o una herramienta de la versión pro del kit de la fe en el siglo XXI. A pesar de que algunos creyentes sigan pensando ingenuamente que no existe un problema de comunicación y que el único problema es el de la conversión de los no creyentes, el diálogo entre ciencia y fe es un must en la actualidad, ya que si no lo es ahora simplemente no lo será en el futuro, por incomparecencia de uno de los términos de la relación.
2. Diferentes ámbitos de diálogo
Un modo sencillo de clasificar los ámbitos de diálogo entre ciencia y religión es seguir la división que el grupo CRYF hace de sus actividades en investigación, docencia y divulgación. Desde luego nos encontramos ante ámbitos diversos, pero más conectados de lo que podría parecer a primera vista. Esta clasificación se puede aplicar a casi cualquier disciplina académica y, por ello, el diálogo entre ciencia y religión también se puede beneficiar de la misma. No olvidemos que la divulgación puede asimilarse al impacto social de una disciplina; y es algo que afecta hoy a todo proyecto de investigación, al que se pide un cierto retorno social, dado que seguramente va a contar con recursos que provienen de la sociedad en la que se va a llevar cabo. Y, dicho sea de paso, tal retorno social permite recordar que la actividad científica es una actividad humana que se realiza siempre en conexión con otras actividades, tanto a nivel cognoscitivo como práctico.
Pero el diálogo entre ciencia y religión también necesita ser planteado a nivel docente, como una manea de favorecer una visión de la realidad, unificada y complementaria, entre aquellos que reciben diversas enseñanzas que van cristalizando en este campo relativamente reciente. Merece la pena destacar la gran variedad de introducciones acerca de ciencia y religión que comenzamos a disfrutar, tanto en ámbito anglosajón como latino6, y que dan a conocer a los interesados diversos modos de interacción o de enfoque en el diálogo, además de las contribuciones de las figuras más relevantes a lo largo de la historia y en la actualidad. Quizás es el ámbito de la docencia el que mayor desarrollo está teniendo en las últimas décadas, ante la demanda social de muchos de los creyentes, tanto en el ámbito de la enseñanza secundaria como en el universitario.7
Sin embargo, no es ningún secreto que el avance en cualquier disciplina proviene del campo de la investigación. Y, posiblemente, es aquí donde la experiencia en el ámbito de ciencia y religión es más escasa. Quizás en buena parte debido a la relativa novedad del campo y, sobre todo, a la inherente dificultad metodológica que conlleva. Si la interdisciplinariedad tiene sus propios problemas entre materias afines, dichos problemas se multiplican exponencialmente entre disciplinas naturales y humanísticas y se hacen casi insolubles en el caso más extremo, en mi opinión, del arco de materias universitarias: ciencia y religión. ¿Pero qué significa investigar en ciencia y religión? Y, sobre todo ¿cómo ha de hacerse? La respuesta no es sencilla. El grupo CRYF, al que pertenezco, ha apostado por la mediación filosófica como característica definitoria de su aportación metodológica al problema. Con ella, también se desea rendir homenaje al fundador del grupo, el profesor Mariano Artigas, quien fue un pionero en el diálogo ciencia y religión en España>8. La mediación filosófica puede servir —y en cierta medida es irrenunciable— para abordar el problema de la causalidad en este diálogo y purificar las inevitables representaciones que los seres humanos hacemos de ella al conocerla. El tratamiento de las secciones 3 y 4 intenta afrontar esa cuestión, para desembocar en una crítica de las representaciones más habituales de la acción de Dios y el alma en la sección 5, y señalar la raíz común del problema en la sección 6.
3. La articulación de la causalidad
¿Cómo articular la causalidad a la que se refiere la religión y la causalidad a la que se refieren las ciencias? Los diferentes ámbitos epistémicos no deben hacernos olvidar que la realidad es una. Una visión unitaria es requerida y para ello necesitamos mejores articulaciones de la causalidad. Tradicionalmente, la filosofía cristiana ha recurrido a la distinción fundamental entre la causalidad primera, exclusiva de Dios, y las causalidades segundas, todas aquellas que se dan en la creación de acuerdo con las capacidades y potencialidades naturales de las diferentes criaturas, según los diversos procesos y niveles de participación del ser de Dios. La articulación entre causalidad primera y causalidades segundas resulta un lugar común de la reflexión sobre el misterio de la acción de Dios en el mundo, que puede alcanzar cotas sublimes en el caso de la sinergia entre la gracia y la libertad en los seres racionales.
El problema de esta articulación es que, por así decir, necesita navegar entre dos extremos —Escila y Caribdis— cuyos escollos no son fáciles de evitar, amenazando con llevar al traste toda la articulación. De una parte, restringir la causalidad primera al ámbito exclusivo del ser como acto último de todo lo que existe y, por tanto, obra exclusiva de Dios, corre el riesgo de deshacer la tradicional articulación metafísica de esencia y acto de ser —niña de los ojos de la metafísica tomista— y, como consecuencia, asimilar a Dios al dios relojero, causa eficiente del deísmo, que ya no necesita en absoluto “mezclarse” con su creación. De otra parte, hacer descender a Dios al nivel de las causalidades segundas, si bien podría favorecer la descripción de la continua presencia de Dios en la creación, corre el riesgo de situarlo al nivel de la causalidad creada, llevando sin solución de continuidad a la perspectiva del “dios de los agujeros” tan criticado por los filósofos, creyentes y no creyentes. La cuestión es: ¿hay otras alternativas?
En mi opinión, la salida no es fácil porque la articulación esencia/acto de ser está lejos de ser entendida por la teología y la filosofía cristiana a partir de la cosmovisión científica del mundo actual y, como resultado, muy lejos de resultar comprensible y relevante para la actividad de los científicos9 —no digamos ya de los no expertos. A mi modo de ver, el problema tiene un trasfondo teológico relacionado con una comprensión defectuosa del misterio de la creación, que no ha logrado superar la dificultad de articular la eternidad de Dios con su actividad manifestada en el tiempo. Volveré a ello en la última sección antes de abordar las conclusiones. Lo que quiero resaltar aquí, sin embargo, es que no estamos ante una mera cuestión técnica, pues el problema de la articulación de la causalidad afecta a nuestras representaciones de una acción divina en el mundo no solamente compatible con el relato y las representaciones científicas de la actividad natural10, sino fundante, como presupuesto, de las mismas.
4. El problema de las representaciones
Para concretar un poco más lo que quiero decir11, permítaseme aprovechar unas palabras de Benedicto XVI con motivo de una pregunta verdaderamente radical del entrevistador, Peter Seewald, en su libro Últimas Conversaciones:
—Seewald: “Hay una pregunta que nos ocupa sin cesar: ¿dónde está en realidad este Dios del que hablamos, del que esperamos ayuda? ¿Cómo y dónde se le puede ubicar? (…) Por ninguna parte existe algo que uno pueda imaginarse como el cielo en el que supuestamente tiene Dios su trono”.
—Benedicto XVI: “En efecto, porque algo así no existe: un lugar donde él tenga su trono. Dios mismo es el lugar por encima de todos los lugares. Si Ud. contempla el mundo, no ve el cielo, pero por doquier percibe huellas de Dios. En la estructura de la materia, en toda la racionalidad de la realidad. Y también cuando mira a los hombres, encuentra asimismo huellas divinas (…). Hay que desprenderse enteramente de esas antiguas nociones espaciales, que no sirven ya, aunque solo sea por el hecho de que el universo, si bien no infinito en sentido estricto, sí que es tan grande que nosotros los hombres podemos calificarlo de infinito. Y Dios no puede estar en algún lugar, dentro o fuera, sino que su presencia es de índole distinta. Es realmente importante que renovemos en muchos aspectos muestro pensamiento, que eliminemos por completo estas nociones espaciales y entendamos las cosas de un modo nuevo (…). Es ante todo la teología la que debe ponerse a trabajar más a fondo en estas cuestiones para volver a proporcionar a las personas posibilidades representativas. En este punto, la traducción de la teología y la fe al lenguaje actual presenta todavía enormes deficiencias; es necesario crear esquemas de representación que ayuden a los hombres a entender en la actualidad que no deben buscar a Dios en un lugar concreto. Aquí hay mucho que hacer”12.
Como puede adivinarse, estas palabras del papa emérito recuerdan la falta de adecuación de nuestro lenguaje, acostumbrado a las representaciones espacio-temporales y antropomórficas, para describir el misterio de la presencia y la acción de Dios en su creación. El problema es que, si no se presta atención a esta inadecuación y no se intentan buscar mejores representaciones, resulta muy difícil a la larga alcanzar una perspectiva de compatibilidad, de armonía y sinergia, entre la cosmovisión religiosa y la cosmovisión científica. Siempre se puede protestar ante las visiones un tanto caricaturescas de Dios que se hacen algunos adultos que abandonan la fe o algunos científicos que emplean de modo torticero la ciencia para atacar las representaciones que se formaron en su adolescencia y juventud. Pero si no se hace nada por abordar el problema, las representaciones que se transmiten en las clases de religión o en la catequesis religiosa seguirán creando problemas.
5. Representaciones de la acción divina en el mundo
Como muestra de lo que sostengo al final del apartado anterior, deseo en este apartado centrarme en varios ejemplos que muestran los malentendidos e incomprensiones que se han venido produciendo en algunas de las cuestiones centrales acerca de las relaciones entre el mundo, el hombre y Dios.
5.1. La teoría del big bang y la doctrina de la creación
Conviene recordar que la perspectiva acerca del universo ha ido cambiando a lo largo de la historia de la humanidad y, especialmente, que la visión del mismo con la llegada de la ciencia moderna, especialmente con la concepción absoluta del espacio y del tiempo apadrinada por Newton y sus seguidores, y teorizada por Kant, se ha correspondido con la de un entorno infinito e inmutable, escenario de las dinámicas de una realidad material que, en cierto modo, sería ajena al teatro donde tiene lugar. Evidentemente, la teoría de la relatividad, especialmente la general, comenzará a cambiar esta concepción y permitirá el estudio científico del universo como un todo —algo impensable en los siglos de la Modernidad. Sin duda, la teoría del big bang del sacerdote belga Georges Lemaître, que sigue siendo la base del modelo cosmológico estándar (ΛCDM) hasta la fecha, supuso un punto de inflexión en la representación científica del universo, que pasaba de ser un todo estático en su dimensión espacio-temporal a un todo dinámico, solidario con la materia-energía que lo compone.
Así, no es de extrañar que, después de algunos siglos en los que la doctrina religiosa sobre la creación y la comprensión científica del universo estaban enfrentadas, la llegada de la teoría del big bang se percibiera como un apoyo externo a la visión cristiana de un universo finito y creado, con un principio del tiempo: “En efecto, parece que la ciencia de hoy, retrocediendo de un salto millones de siglos, ha logrado ser testigo de ese Fiat Lux primordial, cuando, de la nada, brotó junto a la materia un mar de luz y radiación, mientras que las partículas de los elementos químicos se escindían y se reunían en millones de galaxias”13. Como es bien sabido, estas palabras de Pío XII, pronunciadas apenas veinte años después de la formulación de la teoría del big bang, no despertaron el entusiasmo de Lemaître. El científico y sacerdote era muy consciente del riesgo de identificar la acción de Dios con un determinado modelo científico.
Sin embargo, la tentación para los creyentes de beneficiarse por una vez de la ciencia era demasiado fuerte. Treinta años más tarde, en un contexto bastante similar, otro papa afirmaba que: “Toda hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo del que procedería el conjunto del universo físico, deja abierto el problema referente al comienzo del universo. La ciencia no puede por sí misma resolver dicha cuestión: hace falta ese saber del hombre que se eleva por encima de la física y de la astrofísica y que recibe el nombre de metafísica; hace falta, sobre todo, el saber que viene de la revelación de Dios”14. Hasta ahí todo bien, incluso si algunas aclaraciones sobre el significado del término “comienzo” en este discurso serían más que bienvenidas. Pero dicho discurso se prolongó citando el de Pío XII en 1951, refiriéndose a “la obra de la Omnipotencia creadora, cuya virtud, suscitada por el poderoso ‘fíat’ pronunciado hace miles de millones de años por el Espíritu creador, se desplegó dentro del universo, llamando a la existencia, en un gesto de amor generoso, a la materia desbordante de energía”15.
Que tal redacción podría molestar incluso a las mentes más brillantes resultó patente cuando uno de los científicos más renombrados en ese momento, el hoy ya difunto Stephen Hawking —presente en el discurso de san Juan Pablo II—, replicó con una interpretación de las palabras del papa en las que veía un ataque frontal a su investigación del momento:
“Al final de la conferencia, a los participantes se nos concedió una audiencia con el Papa. Nos dijo que estaba bien estudiar la evolución del universo después del big bang, pero que no debíamos indagar en el big bang mismo, porque se trataba del momento de la creación y por lo tanto de la obra de Dios. Me alegré entonces de que no conociese el tema de la charla que yo acababa de dar en la conferencia: la posibilidad que el espacio-tiempo fuese finito, pero no tuviese ninguna frontera, lo que significaría que no hubo ningún principio, ningún momento de creación. ¡Yo no tenía ningún deseo de compartir el destino de Galileo, con quien me siento fuertemente identificado en parte por la coincidencia de haber nacido exactamente 300 años después de su muerte!”16.
Hawking se estaba refiriendo a su teoría cosmológica de entonces, desarrollada en colaboración con James Hartle, denominada no boundary condition, donde el empleo de un tiempo imaginario supuestamente suaviza la singularidad del big bang hasta eliminarla por completo. Esta teoría tenía sus propios problemas técnicos, debidos al recurso a un tiempo imaginario mediante lo que se conoce como una rotación de Wick, pero como teoría científica podía y debía seguir su curso. El problema de fondo es que el big bang es solo una teoría que no nos dice nada sobre la singularidad de la que, supuestamente, surge el universo. Se necesita saber más física, en concreto poseer una teoría de la gravedad cuántica, para ir más allá del big bang. Pero la tentación de identificar el acto creativo de Dios con la singularidad del big bang es extremadamente grande, exponiendo lo primero a la confrontación con las nuevas teorías cosmológicas que buscan eludir dicha singularidad: por ejemplo, las diversas teorías sobre el multiverso o la cosmología cíclica conforme de Roger Penrose. El problema parece residir en que la representación cristiana de la creación todavía depende en gran medida de un Dios que “pone en marcha” al universo. Tal imagen dominante olvida que “creación” significa principalmente una relación fundamental de las criaturas con Dios que se extiende a lo largo de toda la historia del universo17. Por lo tanto, y esta es una idea fundamental aún no bien explicada en la instrucción religiosa, la creación no ocurre en el tiempo.
Ciertamente, parte de la teología aún puede objetar que, incluso si el universo hubiera existido desde un tiempo infinito, no sería equivalente a la eternidad de Dios, pues existir desde un tiempo infinito supondría simplemente la sucesión infinita de eventos de un tiempo creado. No obstante, sería una opinión común de los teólogos que el principio absoluto del tiempo se halla implícito en los pasajes de las Escrituras sobre la creación, una vez que se los comprende a la luz de todo el contenido bíblico, como se enseñó desde los primeros siglos de la era cristiana y se enfatizó luego por el magisterio de la Iglesia18. Sin embargo, hay que notar ante esto que, si bien sigue citando la Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I —que se refiere a Dios que ‘desde el principio de los tiempos, hizo de la nada los dos órdenes de criaturas, la espiritual y la corporal’, remontándose al Concilio IV de Letrán (1215)—, el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 293, se abstiene de apoyar la opinión teológica que abraza un origen absoluto del tiempo. En resumidas cuentas, no deja de estar latente en toda esta discusión la controversia medieval sobre la creación ab aeterno19. Prestar atención a dicha controversia debería conducir a mejorar nuestras representaciones de la creación, empleando, por ejemplo, la relación de los diferentes elementos y protagonistas de la historia que se desarrolla en un libro con su autor.
5.2. Origen del ser humano y creación del alma
Tanto en la filogenia como en la ontogenia, la cuestión del origen del ser humano suscita apasionados debates. En el contexto de la historia natural, muchos cristianos parecen haber hecho las paces con la ciencia a través de un juicio salomónico: admitir la evolución “en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente —pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios”20. Sin embargo, tal partición satisface a pocos o, peor aún, conduce a un dualismo flagrante, que pronto fue subrayado por muchos teólogos, incluido Joseph Ratzinger21:
“Se ha intentado esquivar este problema afirmando que el cuerpo del ser humano puede ser un producto de la evolución, pero no así, bajo ningún concepto, el espíritu; a este, se dice, lo ha creado directamente Dios, pues no es posible que el espíritu surja de la materia. Pero esta respuesta, que parece tener a su favor el hecho de que el espíritu no puede ser abordado con el mismo método científico-natural con que se estudia la historia de los organismos, satisface como mucho a primera vista. Enseguida nos vemos obligados a preguntarnos: ¿puede ser dividido de verdad el hombre entre teólogos y científicos de esa guisa: el alma para unos, el cuerpo para otros? ¿No será esa solución intolerable tanto para unos como para otros? El científico cree ver el desarrollo progresivo de todo el ente que llamamos hombre; encuentra incluso una zona de transición psíquica en la que la conducta humana va surgiendo paso a paso de la animal, sin que sea posible trazar un límite bien definido (…). A la inversa, también para el teólogo que está convencido de que el espíritu es lo que configura incluso el cuerpo —al que imprime de parte a parte carácter de cuerpo humano, de suerte que el hombre solo es espíritu en cuanto cuerpo y solo es cuerpo en cuanto espíritu y en espíritu-, esta partición carece por completo de sentido”22.
De nuevo nos topamos con la cuestión de cómo entender la creación, pero esta vez en un tema tan concreto y delicado como el origen del ser humano. Ahora bien, dado que tampoco es fácil separar la creación de los seres humanos individuales y la evolución, la representación según la cual Dios insufla el alma en el momento de la concepción de cada ser humano se vuelve igualmente problemática23. El sabor dualista de tal representación —¿por qué el Creador no insuflaría un alma humana en otra configuración material?— se agrava aún más al introducir implícitamente la imagen de un Dios ocupado en crear directamente las almas humanas a lo largo de la historia e interviniendo en la naturaleza siempre que lo requiera la reproducción humana. La autonomía de la creación preconizada por el Concilio Vaticano II24 parece aquí menos fiable. Una vez más, el problema parece tener que que ver con una concepción defectuosa de la creación (directa) que acaba por dañar las representaciones de los creyentes.
Ciertamente, el Catecismo de la Iglesia Católica, citando precisamente la encíclica Humani generis, recuerda en su n. 366 que “cada alma espiritual es directamente creada por Dios”. Ahora bien, ¿qué debe entenderse por creación “directa”? El Catecismo, en el mismo número, parece señalar aquello que es incompatible con la creación directa, a saber, que el alma fuera “producida” por los padres o que fuese mortal, sin posibilidad de unirse al cuerpo en la resurrección final. Sin embargo, si procuramos evitar la representación de la creación como un evento que acontece en el tiempo y empleamos, por ejemplo, el marco enriquecido de la relacionalidad fundamental de todas las criaturas respecto de Dios, la doctrina sobre la creación directa e inmediata de las almas espirituales subrayará, principalmente, la relación directa e inmediata de sus portadores, es decir, los ángeles y los seres humanos, con Dios. En ese escenario, se podrían abrir nuevos caminos teológicos y catequéticos que contemplen a la evolución como marco de referencia privilegiado, ofreciendo al mismo tiempo la posibilidad de una creencia en el alma y su Creador compatible con nuestra comprensión contemporánea del universo25.
Por supuesto, dar un marco de referencia no significa dar una explicación completa y, por el momento, nadie parece ser capaz de entrar en todos los detalles que, eventualmente, conducirían a la explicación causal de la aparición del hombre y la espiritualidad en la Tierra. Así, por ejemplo, el recurso a las variaciones genéticas es necesario, pero no suficiente, como explanans del explanandum lenguaje simbólico, actividad esta última exclusivamente humana. Evidentemente, la ciencia aún no ha descifrado todos los enigmas y desconocemos qué pueda ofrecernos en el futuro: quizás pueda requerirse un marco epistémico más amplio que el que atribuimos a la sola ciencia, o quizás necesitemos antropologías más coherentes para entender la continuidad y discontinuidad de la persona humana respecto de los procesos naturales, de acuerdo con la perspectiva evolutiva26.
5.3. La subsistencia del alma humana después de la muerte y su “viaje” al cielo
Las representaciones controvertidas de la creación y la insuflación del alma extienden sus problemáticas a la vida en el más allá y, más concretamente, a cómo explicar la subsistencia del alma cuando no informa al cuerpo humano. Con mucha frecuencia, las composiciones artísticas, los escritos teológicos o, simplemente, la predicación y la catequesis representan al alma humana viajando “hacia arriba”, en dirección al cielo, al acabar la existencia humana. Según la filosofía tradicional, la muerte implica la separación de alma y cuerpo, con la lenta pero inexorable descomposición de este último. No obstante, aunque ya no sea la forma sustancial de un cuerpo, el alma todavía posee su propio acto de ser, y continúa existiendo en sí misma. Sin embargo, nadie puede explicar entonces por qué el alma, que natural y sustancialmente informa a un cuerpo humano, comunicándole su propio acto de ser, no puede seguir informando dicho cuerpo en el momento de la muerte.
Las representaciones espacio-temporales del cielo, en mi opinión, han contribuido durante mucho tiempo a desnaturalizar este estado de las almas separadas. Parece como si la descripción del cielo finalmente adoptada en el Catecismo y el magisterio reciente aún no ha llegado a producir los efectos necesarios, destinados a corregir las representaciones habituales que mencionábamos en el párrafo anterior: “Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y amor con la Trinidad, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados —se llama ‘cielo’. El cielo es el fin último y la realización de los más profundos anhelos humanos, el estado de felicidad suprema y definitiva27”. “El cielo es la comunidad bendita de todos los que están perfectamente incorporados a Cristo”28. Más que un lugar, entonces, el cielo es un “estado del alma donde nuestras expectativas más profundas se realizarán de modo superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, llegará a la plena maduración”29. Todas estas descripciones están de acuerdo en evitar la referencia espacio-temporal que suscitaría la imagen de la migración del alma al cielo para estar con Dios. En vez de hablar de un lugar, se hace referencia a un tipo diferente de presencia, una inhabitación perfectamente transparente y mutua entre Dios y las almas. ¿Cuál sería entonces la mejor representación para este misterio?
Si el cielo es un estado y no un lugar, ¿cómo debemos entender la resurrección corporal, en general, y la situación de los cuerpos gloriosos de Cristo resucitado y de la santísima Virgen María, en particular? La escatología cristiana reconoce la transformación de la creación en “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21, 1), para que “Dios sea todo para todos” (1 Cor 15, 28). Sin embargo, el tiempo concreto y las formas en que se transformarán todas las cosas siguen siendo desconocidos para nosotros. No obstante, valdría la pena recordar desde un punto de vista meramente científico que las leyes de la naturaleza pueden evolucionar en su determinación concreta30: nuevas leyes emergentes podrían aparecer a lo largo de la evolución futura del cosmos. Específicamente, podría haber nuevas leyes de interacciones físicas no necesariamente limitadas por las restricciones de localidad que, normalmente, se experimentan en el estado actual del universo. Un cielo nuevo y una tierra nueva, consistentes con un espacio-tiempo diferente que emerge de niveles de realidad más fundamentales, para los cuales nuestros cuerpos actuales aún no tienen ninguna experiencia, podrían estar ya en funcionamiento. Desde luego, toda reflexión se vuelve altamente especulativa en este punto, pero hacer referencia a ello ayuda a vislumbrar cómo las creencias religiosas y el conocimiento científico pueden hacerse compatibles dentro de un relato más respetuoso de ambos, al mismo tiempo que exigen la continua depuración de nuestras representaciones científicas y religiosas.
6. El problema de la representación de la creación
Después de este breve periplo con la intención de mostrar las dificultades inherentes a las representaciones habituales de la acción de Dios en el mundo, del alma y del cielo me gustaría detenerme en este último apartado en el problema radical que, a mí modo de ver, acomuna a todas estas imágenes defectuosas. Desde un punto de vista más filosófico, podríamos decir que todas las representaciones acaban por introducir una dimensión antropomórfica, que implica introducir la eternidad de Dios (también del cielo, o la eviternidad31 del alma y del espíritu), de modo ingenuo, en las coordenadas espacio-temporales humanas. Sin embargo, digámoslo con toda claridad, no poseemos (y no podemos poseer) un modelo de la acción de Dios en el mundo. Si bien podemos hablar de efectos de la acción de Dios, e incluso de una mayor o menor “cercanía” de la presencia de Dios en dichos efectos, según la intensidad de la relación que cada uno de ellos tiene con Dios, la acción de Dios nos resulta vedada por la sencilla razón de que, en sí misma, no se distingue de la creación en su sentido activo. Estamos, en resumidas cuentas, ante una acción eterna con efectos temporales.
Desde una perspectiva más teológica, podríamos decir que el problema procede, fundamentalmente, de una defectuosa articulación del misterio de la creación, en su sentido activo, y la historia como modalidad temporal en que esta se desarrolla, en su sentido pasivo. ¿Cómo articular entonces la relación entre eternidad y tiempo con una imagen adecuada?32 Ciertamente, la articulación entre el sentido activo y el pasivo de la creación necesita del sentido relacional. Estamos hablando, en definitiva, del modo de relación creatural con Dios, que parece abarcar innumerables posibilidades, determinando la articulación entre causalidad primera y causalidades segundas. En mi opinión, está aún por desarrollar una teología de la presencia de Dios en la creación que se apoye más en la inmanencia que en la trascendencia divina. Entiéndaseme bien. Dios es trascendente e inmanente a su creación, pero parece que nuestras interpretaciones de la acción divina siguen aún ancladas en la trascendencia y prestan poca atención a la inmanencia divina. Algo parecido le sucedía al filósofo Celso cuando, en el siglo II, echaba en cara a los cristianos que un hijo de Dios ni había existido ni existiría jamás, pues en el momento en que Dios interviniera en la creación, dejaría de tener automáticamente la gloria que le corresponde33.
Que la articulación entre la creación y Dios está en el fondo del problema de las representaciones y su purificación lo manifiesta también, a mi modo de ver, el creciente desuso teológico de las distinciones entre providencia general y providencia especial o, incluso, del binomio natural/sobrenatural. Por el contrario, una teología de la creación en Cristo parece mucho más prometedora a la hora de ofrecer esas nuevas posibilidades representativas de las que hablaba Benedicto XVI. El reto está en superar los límites del conocimiento y la percepción humana espontánea, que fluctúa entre el todo viene de Dios (en la espiritualidad y predicación) y el nada viene de Dios (en la actividad científica y en la vida cotidiana). Ambos extremos han de ser purificados para admitir una amplia gama de articulaciones que combinan una verdadera acción de Dios en el mundo y una verdadera causalidad creatural.
Como observaciones conclusivas, querría simplemente señalar que, si buscamos un auténtico avance en el diálogo entre ciencia y religión (y no simplemente una aproximación histórica o epistemológica), es necesario entrar a fondo en la articulación de la causalidad. Dicho programa, lejos de ser una curiosidad restringida al ámbito de los eruditos, se halla en la base de las representaciones equívocas que dañan el diálogo y conducen a profundas incomprensiones entre los no creyentes, como la del dios relojero, el dios de los agujeros o el dios caprichoso que actúa solo cuando le viene en gana, realizando milagros como respuesta a extraños merecimientos de aquellos que rezan fervorosamente un sinfín de oraciones. Si queremos purificar las representaciones, necesitamos mejorar la articulación de las causalidades. Como recomendaciones al final de este artículo me gustaría proponer:
1. Una mayor atención científica por parte de la teología. También esta última debe acudir a imágenes y representaciones para penetrar en la medida de lo posible en el misterio. No obstante, dicho recurso no debería hacerse al margen de las representaciones del mundo que hoy día nos ofrece la ciencia. El argumento de que la ciencia es provisional, y lo que hoy es, mañana puede cambiar, simplemente no es serio y supone un profundo desconocimiento de qué significa el progreso científico. Por otra parte, argumentar que se trata de proteger la fe de los sencillos cuando se decide mantener a toda costa las imágenes equívocas, supone hacer un flaco favor a todos los creyentes, que están interesados en la fe en la medida en que es verdadera, y no al revés. El fides quarens intellectum ha de ser un camino accesible para todos los creyentes, sencillos, científicos, intelectuales y teólogos.
2. Una de las grandes periferias en la evangelización, en la que los avances son lentos y a veces penosos, es la de las ciencias naturales. No se trata ya simplemente de ofrecer a aquellos creyentes que se dedican a este ámbito unas representaciones adecuadas a su sensibilidad. Se trata de que se reconozca el genuino interés de la ciencia por conocer todo cuanto existe, en la medida en que se puede interaccionar con ello a escala humana. Si esto es así, existen grandes cuestiones que, desde la ciencia, pueden abrir la puerta a la trascendencia. Ciertamente, cada persona es libre de abrir esa puerta o no, pero cualquiera puede tener la suficiente honestidad intelectual para no negar su existencia. Se trata, en definitiva, de salvar a la actividad científica de su sesgo instrumental y tecnocrático y devolverla al ámbito del sapere aude motivado por el asombro ante el misterio. La purificación de las representaciones resulta entonces un proceso continuo, que ha de ser llevado a cabo en todos los ámbitos del conocimiento por aquellos que defienden la unidad de la vida intelectual.
(1) Ian G. Barbour, Issues in Science and Religion, London, SCM Press, 1966; Philip Clayton (ed.), The Oxford Handbook of Religion and Science, Oxford, Oxford University Press, 2008; Peter Harrison (ed.), The Cambridge companion to science and religión, New York, Cambridge University Press, 2010; John Haught, Science and Faith. A New Introduction, New York, Paulist Press, 2012; Claudia Vanney e Ignacio Silva, “Ciencia y religión”, en Claudia E. Vanney, Ignacio Silva y Juan F. Franck (eds.), Diccionario Interdisciplinar Austral, 2019. URL=http://dia.austral.edu.ar/Ciencia_y_religión.
(2) John H. Brooke, Science and Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge, Cambridge University Press, 2014.
(3) Emplearé aquí indistintamente ambos términos con la misma significación, al centrarme en los aspectos más cognoscitivos y objetivos de la religión o de la fe, especialmente cristiana.
(4) Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, 14-IX-1998, n. 36. El contexto inmediato de esta referencia es el discurso en el Areópago, en el que parece adivinarse una cierta imposibilidad de acudir a la Ley y a los profetas a la hora de evangelizar a los gentiles. Véase: Javier Sánchez Cañizares, La revelación de Dios en la creación: las referencias patrísticas a Hch 17, 16-34, Roma, Edizioni Università della Santa Croce, 2006, p. 279.
(5) “[Evolution] is tough; stuff happens”, espeta Richard Dawkins a la madre que le pide unas palabras de consuelo ante el fallecimiento de un hijo con cáncer en el famoso debate de Oxford con Rowan Williams, en 2012. https://youtu.be/zruhc7XqSxo.
(6) Véase, a modo de ejemplo, la primera nota al pie de este escrito.
(7) Aun a riesgo de ser capcioso, permítaseme aquí mencionar el proyecto Science and Religion in Spanish Schools, llevado a cabo en el trienio 2018-2021 por el grupo CRYF con financiación de la fundación John Templeton (https://www.templeton.org/es/grant/science-and-religion-in-spanish-schools) y que continúa ahora de la mano de la Sección Española de la Society of Catholic Scientists. El proyecto se planteaba obtener un mapa de las cuestiones pedagógicas más acuciantes a la hora de impartir instrucción en materias donde ciencia y religión se entrelazan. También merece la pena señalar, a título de ejemplo, la asignatura “Diálogos de Ciencia y Fe” que, bajo nombres diversos, se lleva impartiendo desde hace más de una década en la Universidad de Navarra. Otros ejemplos en ámbito nacional serían el curso online Science and Faith in Dialogue (https://www.scienceandfaithonline.com/), dirigido por Emili Marlés, y las diversas actividades de la Cátedra Hana y Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión, en la Universidad Pontificia Comillas (https://www.comillas.edu/catedra-hana-francisco-jose-ayala-ctr).
(8) Acerca de su importancia, puede consultarse el volumen dirigido por Santiago Collado (dir.), “10th anniversary of Mariano Artigas’ death”, en Scientia et Fides 4/2 (2016).
(9) Merece la pena resaltar aquí algunos de los esfuerzos realizados por Giuseppe Tanzella-Nitti, “Si può parlare di Dio nel contesto della scienza contemporanea?”, en Scientia et Fides 4/1 (2016) 9-26.
(10) Acerca de la importancia de esta cuestión en el diálogo contemporáneo entre ciencia y religión, puede consultarse Ignacio Silva, “Providence, Contingency, and the Perfection of the Universe”, en Philosophy, Theology and the Sciences 2/2 (2015) 137-157.
(11) En lo que sigue, emplearé buena parte del material que también se encuentra en Javier Sánchez Cañizares, “Accepting Benedict XVI’s challenge: Looking for new representations in religious teaching”, en Dirk Evers, Michael Fuller and Anne Runehov (eds.), Studies in Science and Theology, Volume 18 (2021-2022): Creative Pluralism? Images and models in science and theology, Halle (Saale), Martin-Luther-University Halle-Wittenberg, 2022, pp. 115-124.
(12) Benedicto XVI, Últimas Conversaciones, Bilbao, Mensajero, D.L., 2016, pp. 288-290.
(13) Pío XII, Discurso ante la Pontificia Academia de las Ciencias, 22-XI-1951 (traducción propia). https://www.vatican.va/content/pius-xii/it/speeches/1951/documents/hf_p-xii_spe_19511122_di-serena.html.
(14) San Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 3-X-1981. https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1981/october/documents/hf_jp-ii_spe_19811003_accademia-scienze.html.
(15) Ibid.
(16) Stephen W. Hawking, Historia del Tiempo; del Big Bang a los agujeros negros, Barcelona, RBA Editores, 1993, p. 156.
(17) Cf. Giuseppe Tanzella-Nitti, “Creation”, en Giuseppe Tanzella-Nitti, Ivan Colagé y Alberto Strumia (eds.), INTERS – Interdisciplinary Encyclopedia of Religion and Science. https://inters.org/creation.
(18) Cf. Ibid.
(19) Cf. Josep-Ignasi Saranyana, “La creación ‘ab aeterno’. Controversia de santo Tomás y Raimundo Martí con san Buenaventura”, en Scripta Theologica 5/1 (1973) 127-174. https://hdl.handle.net/10171/12455.
(20) Pío XII, Carta Encíclica Humani generis, 12-VIII-1950, n. 29.
(21) Cf. Javier Novo, “The Theory of Evolution in the Writings of Joseph Ratzinger”, en Scientia et Fides 8/2 (2020) 323-349. Doi: 10.12775/SetF.2020.024.
(22) Joseph Ratzinger, “Creación: la fe en la creación y la teoría de la evolución”, en Holger Zaborowski y Alwin Letzkus (eds.), El Credo, hoy, Santander, Sal Terrae, 2012, p. 62.
(23) Vaya por delante que no niego en absoluto la dignidad de persona humana debida al embrión. Abrazo plenamente la defensa y el respeto de toda vida humana desde su inicio hasta su fina natural. Sin embargo, estoy presentando aquí las dificultades para determinar el momento en el que se puede hablar de una nueva vida humana a través de la representación de Dios insuflando el alma humana cuando un espermatozoide fertiliza el óvulo: la imagen más habitual en la concepción cristiana.
(24) Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 7-XII-1965, n. 36.
(25) Cf. Javier Novo, Evolución para creyentes y otros escépticos, Madrid, Rialp, 2019.
(26) Cf. Terrence P. Ehrman, “Anthropogenesis and the Soul”, en Scientia et Fides, 8/2 (2020) 173-192. Doi: 10.12775/SetF.2020.018.
(27) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1024.
(28) Ibid., n. 1026.
(29) Francisco, Audiencia general, 26-XI-2014. https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2014/documents/papa-francesco_20141126_udienza-generale.html.
(30) Cf. Roberto Mangabeira Unger y Lee Smolin, The Singular Universe and the Reality of Time: A Proposal in Natural Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2014; Javier Novo, Rubén Pereda y Javier Sánchez Cañizares, Naturaleza creativa, Madrid, Rialp, 2018; Javier Sánchez Cañizares, Universo singular: apuntes desde la física para una filosofía de la naturaleza, Madrid, Editorial UFV, 2019.
(31) Con este término me refiero a la temporalidad propia de las formas separadas de la materia, que la escolástica definía como evo o eviternidad.
(32) “We have to think of the present of creaturely events for God as also bridging time. On the level of its own creaturely reality, that which is present to God belongs to different times. But before God it is present. In this regard God’s eternity needs no recollection or expectation, for it is itself simultaneous with all events in the strict sense. God does not need light to know things. Being omnipresent, he is with every creature as its own place”: Wolfhart Pannenberg, Systematic Theology, vol. 2, London, New York, T&T Clark International, 2004, p. 92.
(33) Javier Sánchez Cañizares, “Filosofía griega y revelación cristiana. La recepción patrística del discurso del Areópago”, en Scripta Theologica 39/1 (2007), 185-201. La respuesta de Orígenes tiene que ver con la correcta articulación de trascendencia e inmanencia divina en la creación.