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Lección 2015: ¿Se puede hablar de Dios en el contexto de la ciencia contemporánea?

Lección conmemorativa Mariano Artigas 2015

 

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Una sencilla mirada a la sección de libros de divulgación científica en una librería de nuestras ciudades nos mostraría hoy que no pocos libros llevan en su cubierta la palabra «Dios». En las obras en inglés, en el índice sistemático por conceptos, el término God ha conquistado ya un espacio propio entre otros términos como General Relativity y Grand Unified Theory. A pesar de que parte de este fenómeno, como ya admiten algunos autores, se deba a que las Big Questions atraen todavía hoy al público –la preguntas acerca de si el universo tiene un Creador y si la vida tiene su origen en Dios son, precisamente, ejemplos de estas grandes preguntas–, resulta significativo que la noción de Dios llegue a ser objeto de debate en un terreno, la ciencia, donde no lo esperaríamos. No obstante, ya Albert Einstein hace algunos años nos había puesto sobre aviso al afirmar que él no estaba interesado en un fenómeno particular o en el significado de una línea concreta de un espectro de luz; lo que le atraía era llegar a saber cómo Dios había creado el mundo. Algunos pensadores han observado que la «cuestión de Dios», ignorada por la filosofía del siglo xx porque la consideraba una pregunta demasiado comprometida en un clima de pensamiento débil y relativista como el que estamos viviendo, vuelve a surgir inesperadamente en la ciencia. El fenómeno, sin embargo, se ha de valorar rectamente, superando su ambigüedad: algunos científicos (o los que divulgan sus descubrimientos) están en efecto convencidos, como Paul Davies, de que la ciencia nos ofrece hoy caminos hacia Dios más fiables que los ofrecidos por las religiones; otros en cambio, como Stephen Hawking, están convencidos de que la ciencia contemporánea puede mostrar con facilidad que el universo no necesita de ningún Creador. ¿Cómo compaginar estas concepciones tan diferentes? Puede también valer la pena recordar cuáles son los terrenos de la investigación científica, o cuáles son las reflexiones desarrolladas a partir de ella, que hacen referencia hoy a la noción de Dios, o a nociones equivalentes (Creador, Absoluto, Entendimiento, Ordenador, etc.), para afirmarla o para negarla. Esta noción parece surgir en tres áreas principales: a) el problema del origen de la realidad física, sobre todo en cosmología; b) la pregunta relativa a la inteligibilidad de la naturaleza y al origen de las leyes naturales, y por tanto su relación con la matemática y las ciencias naturales; c) el debate sobre la posibilidad para las ciencias de afirmar o negar la existencia de una finalidad en la naturaleza, como sucede en biología a propósito del debate sobre los «motores» de la evolución o sobre el Intelligent Design, o también en cosmología, cuando se exponen las tesis del Principio Antrópico. En esta Lección procuraremos examinar más de cerca los motivos filosóficos del por qué el tema de Dios vuelve a estar en el centro del debate en el contexto científico, porque nos preguntaremos si, en este contexto, la noción de Dios Creador tiene un significado o, por el contrario, si no lo tiene en absoluto. Un autor como Mariano Artigas fue particularmente sensible, en sus escritos, al tema que ahora nos interesa y deseamos tratar de empezar como hubiera hecho él, es decir, aclarando en primer lugar cuáles son nuestros criterios epistemológicos.

1. Algunas aclaraciones epistemológicas

En términos generales, parece claro que la noción de Dios, como habitualmente se entiende en ámbito filosófico o teológico, no puede ser objeto de las ciencias naturales, ya que estas examinan lo real en tanto que puede ser verificado experimentalmente, sobre todo en la dimensión cuantitativa. La filosofía plantea el acercamiento a la noción Dios, hasta formular posibles conclusiones acerca de su existencia, ya sea a partir de la existencia del cosmos (teología natural, metafísica), ya sea a partir de la naturaleza, existencia y destino del hombre (cuestiones de tipo existencial: libertad, sentido de la vida, conciencia moral, etc.). La imagen de Dios que la racionalidad filosófica puede alcanzar posee atributos que no agotan, por sí solos, la imagen de Dios tal y como la comprende la reflexión teológica a partir de la revelación bíblica transmitida por la tradición hebreo-cristiana. No obstante, para poder ser significativa para la razón humana, la imagen de Dios de la revelación bíblica ha de dar razón también –hasta eventualmente superar, pero no contradecir– de los atributos que requiere la imagen de Dios captada por la razón filosófica. Preguntarse cómo se pueda llegar a la noción de Dios por medio de la racionalidad científico-filosófica no significa esforzarse para dar alguna demostración de la existencia de Dios en el contexto de la racionalidad de las ciencias, porque esto sería contradictorio, a causa del objeto propio de un análisis científico que no puede tener a Dios como objeto adecuado. Equivale, en cambio, a preguntarse si la noción de Dios es una noción significativa para un sujeto que vive en un contexto intelectual como es el de la racionalidad científica. Contestar a esta pregunta no supone mostrar la conveniencia de la referencia a Dios en las áreas de discusión científica que hemos enumerado antes, o en otras análogas. Se trata por el contrario de señalar si el hombre de ciencia está obligado a tomar en consideración el conocimiento filosófico sobre Dios y a quedar a la escucha de la revelación y de la teología que le hablan de Dios porque reconoce, también en el contexto de la racionalidad científica, que esta noción no es un puro «sin-sentido». En las famosas «cinco vías» formuladas para demostrar la existencia de Dios1 , Tomás de Aquino (1224- 1274) dividía cada prueba en dos partes: a) la presentación de una argumentación filosófica que llega a la existencia de un Primer Motor en acto, de una Primera Causa eficiente, de un Ser necesario por sí, de la Causa infinita de las participaciones y perfecciones finitas, de una Causa final; b) la afirmación «y esto es lo que todos llaman Dios» (intelligunt, nominant, dicunt Deum). Se trata ahora de averiguar si la segunda parte de la argumentación, que remite a una precomprensión (heurística, existencial, intelectual, racional, etc.) del término Dios, puede ser aceptada también por aquellos que abordan la realidad de un modo limitado y modelado por la racionalidad de las ciencias. Para que una noción de Dios de carácter filosófico o teológico no sea juzgada como «carente de sentido» –esto es, pueda ser juzgada sensata– por una racionalidad de carácter científico, es necesario que exista un «área semántica» disponible para formular un discurso (Logos) sobre el Absoluto, un área que la racionalidad científica pueda reconocer, o bien indicar, como significativa. Señalamos como «candidatas» a recibir tal reconocimiento las siguientes cuatro áreas semánticas:

  1. Área a la que apunta el carácter incompleto del lenguaje formal (apertura a una trascendencia más allá del lenguaje).

  2. Área a la que apunta el carácter ontológicamente incompleto de la realidad física contingente (apertura hacia un fundamento metafísico-necesario, más allá del plano empírico).

  3. Área de sentido que dé razón de la racionalidad, orden e inteligibilidad del cosmos (más allá de la naturaleza del cosmos mismo: percepción de un Logos ut ratio).

  4. Área de sentido que dé razón de la dimensión personalista-existencial de la actividad científica (apertura hacia el sentido último de la búsqueda de la verdad: percepción de un Logos ut verbum)

En particular, estas cuatro áreas están, en cierto modo, vinculadas a los «fundamentos filosóficos» del conocimiento científico. Se trata, respectivamente, de fundamentos: a) lógico-epistemológicos; b) ontológicos; c) lógico-racionales; d) antropológicos. Se trata de «aperturas» del lenguaje y del método científico hacia otras formas de conocimiento y otras ciencias. Podríamos hablar de cuatro «ventanas» que están presentes en la casa de la ciencia. Las ventanas pertenecen a la casa, esto es, el método científico puede tematizarlas, señalarlas, pero a través de ellas se ve «más allá del método científico» en sentido estricto. A través de ellas podemos alcanzar a ver el mundo externo, vemos los paisajes que rodean la casa de la ciencia. En esta aproximación seguiremos y desarrollaremos una intuición que Mariano Artigas dejó clara en su obra The Mind of the Universe (2000), donde afirmó que la ciencia «se trasciende a sí misma». En esta obra, el autor examina los «presupuestos» de la ciencia, cuyo análisis completo es, sin embargo, tarea de la filosofía y de la teología: presupuestos ontológicos, presupuestos epistemológicos y presupuestos éticos. Existen tres tipos de presupuestos, afirmaba: «El primero (ontológico) se refiere a la inteligibilidad y a la racionalidad de la naturaleza y está ligado al orden natural. El segundo (epistemológico) se refiere a la capacidad humana de conocer el orden natural e incluye las diferentes formas del razonamiento científico. El tercero (ético) se refiere a los valores que la actividad de la ciencia implica: incluye la búsqueda de la verdad, el rigor, la objetividad, la humildad intelectual, la cooperación»2.

2. El significado de una referencia al Absoluto más allá del lenguaje formal

Como sabemos, el programa del neopositivismo lógico (R. Carnap, B. Russell, O. Neurath), deseaba llegar, en el aspecto lógico, a lenguajes axiomáticos no ambiguos y formalmente completos. Una vez reconocido a la lógica el valor de teoría «fundante», esta propiedad era automáticamente reconocida también a la matemática, de modo que se proporcionaba una base completa a todas las ciencias matematizables, esto es, al conocimiento empírico típico de las ciencias naturales. En consecuencia, las afirmaciones de carácter metafísico (o metaempírico) se reconocerían sin tapujos como carentes de cualquier significado, porque no tienen correspondencia alguna con el mundo de los hechos. Pero este programa se reveló irrealizable, porque chocaba con la imposibilidad de definir, de forma axiomática, un sistema lógico-matemático formalmente completo, es decir, que proporcionara desde su interior todos los elementos necesarios para formular toda decisión y llevar a cabo cualquier cálculo. Ese proyecto, además, se encontraba también con la necesidad de incorporar todo sistema y todo lenguaje, para hacerlos comprensibles, en el seno de un meta-lenguaje o de un meta-sistema de valor más general, externo al de partida: el lenguaje objeto (un lenguaje «del cual» se habla) debe necesariamente distinguirse del meta-lenguaje (lenguaje «en el cual» se habla). Si no se hace la oportuna generalización para conseguir llegar a niveles de lenguaje cada vez más abiertos y más ricos, se llega necesariamente a caer en antinomias, que expresan, a su vez, que la «semántica» no puede ser reducida a una «sintaxis». Lo que significa que: a) no existe un sistema sintáctico completo (reglas que se han de seguir) que pueda prescindir de una semántica (significado que se debe dar a los objetos que siguen las reglas); b) si el sistema se puede considerar completo desde el punto de vista de la sintaxis, la semántica se ha de buscar en áreas externas al mismo sistema. Una de las principales objeciones puestas por el neopositivismo lógico a la metafísica y al lenguaje religioso es que cualquier discurso sobre lo que transciende el nivel empírico (como precisamente un discurso sobre Dios) no posee los caracteres de un lenguaje universal, no ambiguo y comunicable, porque puede contener aseveraciones cuya verdad o falsedad no puede ser comprobada, por estar desvinculadas del «mundo de los hechos». Para dar una contestación a esta crítica, resulta muy útil recordar el itinerario filosófico de Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Empeñado en fundar un lenguaje que pudiera eliminar del discurso filosófico cualquier ambigüedad y contrasentido, precisamente mediante una rígida conexión con el mundo de los hechos, Wittgenstein acabó mostrando implícitamente que este programa era impracticable, alejándose así del Círculo de Viena y de la perspectiva neopositivista. A diferencia de lo que afirmaban los neopositivistas, en la reflexión de Wittgenstein la trascendencia y la existencia de un Absoluto no se negaban. Eran recibidas en el interior de la filosofía como apertura, como una remisión a lo indecible, a un sentido y a un fundamento externo al lenguaje filosófico, ya que sin ellas el lenguaje hubiera sido de hecho imposible (el «primer» Wittgenstein del Tractatus); y también eran acogidas dentro de la vida real, como búsqueda de las razones para vivir y como criterio de verdad del significado de los mismos términos del lenguaje (el «segundo» Wittgenstein). Para Wittgenstein no es posible negar el problema del sentido, pero el hecho que sea inexpresable «en el interior del mundo de los hechos» lo convierte, en términos científicos, en un pseudoproblema; solo si fuera posible mirar con perspectiva el mundo lógico de los hechos de las ciencias nos daríamos cuenta de ello, y el mismo darnos cuenta lo podemos indicar como «algo místico». Así en el Tractatus Logico-philosophicus (1921):

«El sentido del mundo debe estar fuera de él» (6.41). «Sentimos que, aunque todos los posibles interrogantes de las ciencias recibieran una respuesta, ni siquiera llegarían con ello a rozarse nuestros problemas vitales» (5.52). «Existe de verdad lo inexpresable. Ello mismo se manifiesta, es ‘lo místico’» (6.522). «Los místico no es como es el mundo, sino que el mundo es [existe]» (6.44).

El recorrido filosófico de Wittgenstein supera tanto la posición kantiana como la neo-positivista. La pregunta sobre el sentido y la apertura a lo indecible nacen en el interior del análisis del conocimiento científico, y no fuera de ello, como había sostenido Kant. Aunque no pueda expresarse adecuadamente, el meta-lenguaje nace como exigencia de los límites del lenguaje reconocidos en el interior del lenguaje mismo. El empleo del análisis del lenguaje para elaborar un discurso crítico sobre la noción de Dios encuentra simultáneamente tanto los límites, como la trascendencia de nuestro conocimiento: el hombre es más que su lenguaje y el análisis del lenguaje, al tocar los límites de la racionalidad humana, revela también su inefabilidad. Wittgenstein concluye la pará- bola del empirismo y del neopositivismo lógico y, superándolos, pone el fundamento de una filosofía capaz de recuperar el significado del problema de Dios. Un Dios, sin embargo –no se ha de olvidar–, del cual el lenguaje no puede hablar, sino que solo la vivencia puede mostrar. Resultados análogos a los de Wittgenstein se obtendrán, en disciplinas adyacentes, con la demostración de los teoremas de incompletitud de los sistemas axiomáticos (Gödel, 1931), de la necesidad de metalenguajes y de la imposibilidad de una definición de todos los enunciados verdaderos de un sistema (Tarski, 1935); de los límites de cualquier operación lógica automatizada y de la incapacidad de «juzgar desde fuera» el proceso (Turing, 1937); de la existencia de nociones de infinito que no pertenecen a la matemática (Cantor, 1884). Todos estos autores coinciden en afirmar que la semántica del lenguaje científico no queda agotada por el formalismo de las ciencias empíricas: existe un espacio «significativo» para nociones que pertenecen a un meta-lenguaje, o bien trascienden el análisis empírico.

3. El carácter ontológicamente incompleto de la realidad física contingente y su apertura hacia un fundamento metafísico-necesario

La impracticabilidad en el plano lógico de una ciencia autorreferencial posee un correlato también en el plano ontológico. Puesto que el análisis de las ciencias no puede definir de modo completo, cerrado a las dimensiones meta-empíricas, el lenguaje científico y los criterios de verdad que este lenguaje necesita, así este análisis necesita también unos pre-supuestos de carácter ontológico. Esto equivale a decir que, previamente al análisis de las ciencias, hace falta que los entes materiales «existan» y «existan según una naturaleza específica». La necesidad de un fundamento ontológico implí- cito para la actividad de las ciencias, puede ponerse en evidencia desarrollando las siguientes perspectivas:

  1. En la base de cada ciencia natural se encuentra una filosofía de la naturaleza, y en la base de cada filosofía de la naturaleza existe una ontología: pero cada ontología debe afrontar el problema de la contingencia del ser.

  2. Para que la ciencia pueda estudiar sus objetos, es necesario que estos existan (como entes): la ciencia no puede dar razón de su existencia, ni del por qué último del ser en cuanto tal, ocupándose solo de las transformaciones de un ente en otro.

  3. El análisis de las ciencias naturales se apoya sobre la especificidad formal (esencia, naturaleza) de las cosas, además de su existencia.

El análisis empírico requiere por lo tanto dos condiciones: que los entes materiales existan, y que existan según una naturaleza específica. Las nociones de «ente» y de «esencia/naturaleza», propias de la filosofía de la naturaleza, son presupuestos no deducibles dentro del método de las ciencias naturales que, sin embargo, hacen que la ciencia sea posible. Reconocer la existencia de tales presupuestos ontológicos equivale a reconocer que existe un área semántica de inteligibilidad que trasciende lo real físico-empírico. La negación de la existencia de un área semántica que «trascienda» el análisis empírico de las ciencias es propia de la tentativa de fundar una ciencia autorreferencial, que esquive el problema del ser, ignorándolo (materialismo) o queriéndole dar una justificación desde el interior del formalismo empírico. Este hecho genera algunas contradicciones inevitables, especialmente en el terreno de la cosmología física, cuando esta niega la existencia de un fundamento ontológico que posibilita su análisis de la realidad física. Por ejemplo, si la cosmología acaba atribuyendo a la materia las propiedades de un Absoluto filosófico (eternidad, necesidad, primera causa no causada, etc.), a pesar de la experiencia de su contingencia; o bien si atribuye a un formalismo matemático coherente, de carácter descriptivo, el valor de razón suficiente para explicar la existencia del cosmos que dicho formalismo describe o representa; o también cuando busca dar razón de la existencia y de la naturaleza del tiempo desde el interior del tiempo mismo; o, finalmente, si intenta dar razón «del todo», buscando una ley o una formulación omnicomprensiva, que resulte ser el fundamento para todo lo real («teoría del todo» – Theory of Everything), encontrando la misma incompletitud y las mismas antinomias que se dan en el terreno lógico. En sustancia, la investigación científica percibe la necesidad de tener que admitir un fundamento externo a su método cuando reconoce que el análisis de lo real físico parte siempre de alguna magnitud medible, implícitamente asumida (masa, topología, espacio-tiempo, vacío físico, energía virtual, etc.), a partir de la cual es posible construir las sucesivas probabilidades de existencia de entes que proceden de ella.

«Si la teoría de la súper-gravedad consigue el objetivo que se propone, nos dirá no solo por qué existen las partículas que existen, y no otras, sino también por qué tienen la masa, la carga y las otras propiedades que las caracterizan. Todo eso podría proceder de una teoría matemática que abarcara toda la física (en sentido reduccionista) en una única súper-ley. Se plantea, no obstante, un nuevo interrogante: ¿Por qué aquella súper-ley, y no otra? Es este el interrogante último, terminal: la física podrá, a lo mejor, explicar el contenido, el origen y la organización del universo físico, pero no las leyes (o la súper-ley) de la física misma. Tradicionalmente, se atribuye a Dios el establecimiento de las leyes de la naturaleza y la creación de las cosas (el espacio-tiempo, los átomos, los hombres y todo lo demás) sobre las cuales dichas leyes se aplican. En el escenario de la ‘comida gratis’ bastan únicamente las leyes; el universo puede proveer al resto por sí mismo, incluida la misma creación. Pero, ¿y las leyes? Es necesario que ya existieran, de modo que el universo pudiera existir. Es necesario en cierto sentido que la física cuántica exista para que una transición cuántica pueda generar el cosmos»3.

La existencia de un fundamento ontológico que dé razón del ser y de la específica esencia de los entes materiales, que sea también la causa/razón última de la presencia de una forma/información que trasciende la materia misma, remite a un área semántica de inteligibilidad que la ciencia «no considera un contrasentido», y cuya existencia «acoge como razonable». Llamamos, pues, con el nombre genérico de «discurso sobre el Logos» a un discurso que se pueda desarrollar dentro de esta área semántica de inteligibilidad, a la que hemos aludido en los dos pasajes anteriores, que corresponden también a dos «ventanas» del método científico hacia el exterior, es decir, como necesidad de trascender el lenguaje formal y como necesidad de un fundamento ontológico que dé razón de toda representación empírica. En la actividad de investigación de un científico, o bien en las reflexiones filosóficas que formula a partir de su actividad, parece que puede aparecer cierta remisión a un Logos cuando: a) él ve en la naturaleza una alteridad «objetivo-racional»; y cuando: b) el estudio de lo real lo pone en contacto con una alteridad «subjetivo-dialógica». Veremos en las próximas dos secciones ambos aspectos.

4. La percepción de un Logos ut ratio en el análisis de las ciencias naturales

Uno de los caminos por los que el científico accede a la noción de Logos es la reflexión sobre el motivo de la racionalidad del universo, sobre las razones de la inteligibilidad y de la estabilidad de las leyes de la naturaleza. La realidad física, en efecto, puede ser entendida en términos matemáticos; se presenta a través de leyes estables en el tiempo y en el espacio; en ella, las mismas partículas elementales son todas rigurosamente idénticas y las propiedades físico-químicas de los varios elementos siguen precisas estructuras de coordinación. El universo físico manifiesta una especie de «fundamento de racionalidad» con el cual el investigador entra inevitablemente en contacto. Señalado por primera vez por Maxwell, el «enigma» de la inteligibilidad ha sido discutido por Planck, De Broglie, Einstein; y, en tiempos más recientes, ha sido mencionado entre otros por Paul Davies, John Barrow y Roger Penrose. Lo atestiguan, entre muchas posibles citas, las afirmaciones siguientes:

«No acabamos de asombrarnos suficientemente por el hecho de que una ciencia sea posible, esto es, que nuestra razón nos proporcione los medios para comprender al menos algunos aspectos de lo que acontece alrededor de nosotros en la naturaleza»4 . «Se podría decir que el eterno misterio del mundo es su comprensibilidad. El hecho que sea comprensible es verdaderamente un milagro»5 . «Usted encuentra extraño que yo considere la comprensibilidad de la naturaleza (en la medida en que podemos hablar de comprensibilidad), como un milagro o un eterno misterio. Sin embargo, lo que cabría esperar, a priori, es precisamente un mundo caótico, del todo inaccesible para el pensamiento. Cabría esperar (aún más, deberíamos esperar) que el mundo fuera gobernado por leyes solo en la medida en que intervenimos con nuestra inteligencia ordenadora: sería un orden similar al orden alfabético, del diccionario, cuando, en cambio, el tipo de orden, que crea por ejemplo la teoría de la gravitación de Newton tiene un carácter muy distinto. Aun cuando los axiomas de la teoría son establecidos por el hombre, el éxito de tal construcción supone que hay un alto grado de orden en el mundo objetivo, es decir, hay algo que, a priori, no se está en absoluto autorizado a esperar»6.

La observación del orden y de la racionalidad del cosmos se pone a veces en directa relación con la noción de Dios, como en estas dos citas de Albert Einstein y Paul Davies:

«Es cierto que como fundamento de todo trabajo científico un poco importante está la convicción, análoga al sentimiento religioso, de que el mundo se haya fundado sobre la razón y puede ser comprendido. Este convencimiento, ligado al sentimiento profundo de la existencia de una mente superior que se manifiesta en el mundo de la experiencia, constituye para mí la idea de Dios»7. «A lo largo de mi trabajo científico he llegado a creer, cada vez con más fuerza, que el universo físico está construido con un ingenio tan sorprendente que no logro considerarlo meramente como un hecho puro y simple. Me parece que debe existir un nivel más profundo de explicación. Si se desea llamar Dios a tal nivel, se trata de una cuestión de gusto y de definición»8.

El método científico no puede demostrar que la racionalidad, la inteligibilidad o el orden responden a un «diseño preliminar». De hecho, las ciencias empíricas no pueden demostrar la existencia de una causalidad final de tipo intencional, porque solo pueden sacar a la luz los niveles inferiores de este finalismo, definiéndolos como «coherencia» y «racionalidad», o también como «teleonomía» (especialmente en ámbito biológico). En consecuencia, el Logos que la ciencia conoce no remite con frecuencia más allá de las leyes mismas. Esto explica el frecuente recurso a expresiones como «código cósmico», «cosmos inteligente», «mente cósmica» o «teoría del todo» (entendida como ley universal inmanente). Desde nuestro punto de vista, las cosas no cambian mucho porque, en ambos casos, se está accediendo a un área semántica que se reconoce como significativa, que remite más allá del método científico en sentido estricto. Para algunos autores, como por ejemplo Freeman Dyson, el descubrimiento de la racionalidad no remite a una noción de Dios, sino sencillamente a un Entendimiento:

«De la existencia de estas coincidencias físicas y astronómicas saco la conclusión de que el universo es un lugar extraordinariamente hospedable como posible hábitat de criaturas vivientes. Y puesto que soy un científico acostumbrado al modo de pensar y al lenguaje del siglo xx, y no a aquellos del siglo xviii, no afirmo que la arquitectura del universo demuestra la existencia de Dios. Afirmo solamente que la arquitectura del universo es coherente con la hipótesis de que la mente tenga un papel esencial en su funcionamiento»9.

La postura implícita más frecuente es, en estos casos, la panteísta, para la cual el universo y el Entendimiento que lo gobierna son la misma cosa, coinciden. El científico puede superar la postura panteísta solo con una sucesiva abstracción, poniendo en evidencia, por ejemplo, el problema de la contingencia: si el cosmos tiene una mente que no lo trasciende, tal mente será contingente como el cosmos mismo; sería más sensato suponer que existe un Absoluto que da razón tanto de la racionalidad de la realidad física, como de la existencia de un fundamento necesario en sí; que se presenta, por tanto, no como «uno con el mundo», sino como el «Otro del mundo». En apoyo de la superación del panteísmo se presenta también el sentido ilativo, que pone la percepción de la racionalidad del cosmos en relación con otras formas de conocimiento que sugieren, o en algunos casos hasta filosóficamente garantizan, el acceso a un Absoluto trascendente. Resulta sin embargo muy importante que la pregunta sobre el motivo de la racionalidad y el orden nazca en el interior de las ciencias «en cuanto pregunta». Interrogantes como: ¿Por qué el universo es racional?, ¿por qué sus leyes son inteligibles?, ¿por qué existe una sintonía entre la estructura del cosmos y las leyes que hacen posible la vida?, etc., son preguntas que se dirigen hacia una área de sentido, hacia un Logos que las ciencias reconocen como significativo.

5. El descubrimiento de un Logos ut verbum en la actividad de investigación del científico

El científico es protagonista de otro descubrimiento importante: capta en la realidad física una especie de «alteridad dialógica», se sorprende de su capacidad de «dialogar» con la naturaleza y se pregunta cuánto esto sea significativo. La actividad científica puede ser semejante, en algunos casos, a un diálogo entre el hombre y el Absoluto.

«[El científico] toma conciencia de la existencia de un orden central [del mundo] con la misma intensidad con la cual se entra en contacto con el alma de otra persona»10.

«Los físicos manejan con dificultad las técnicas matemáticas porque la experiencia les ha enseñado que ellas constituyen el camino mejor, aún más el único, para entender el mundo físico. Escogemos aquel lenguaje porque es el único con el cual el cosmos nos habla»11.

En la descripción de la fenomenología del trabajo científico se registra con no escasa frecuencia el uso del término «revelación». Cuando la actividad científica examina la realidad captando en ella la existencia de una alteridad dialógica, la naturaleza se reconoce entonces como merecedora de estudio, capaz de justificar el esfuerzo intelectual correspondiente, porque permite llegar a una verdad y a una belleza independientes del sujeto cognoscente. La investigación científica no es concebida como puro compromiso con uno mismo o con la comunidad científica, sino como compromiso con la verdad, a la cual nos dedicamos con pasión intelectual. Como ya señalaron algunos autores, tanto la búsqueda de la verdad, propia de cualquier investigación científica auténtica, como la «experiencia de los fundamentos», percibida ante las insuficiencias de orden lógico y ontológico, pueden confluir en un acceso al Absoluto y, como consecuencia, en una experiencia de naturaleza religiosa.

«En los más grande científicos la experiencia científica de la verdad es en algún sentido theoria, es decir, visión de Dios»12.

«Ningún poeta o profeta ha contemplado prodigios tan profundos como los que se revelan al científico. Pocos serán tan obtusos de no reaccionar ante  el conocimiento material de esto mundo nuestro con un sentido de temor reverencial que merece ser definido religioso»13.

Mariano Artigas señalaba también la disponibilidad de la experiencia científica a proporcionar linfa vital para una verdadera experiencia de lo «religioso» en una página de su ya citada obra The Mind of the Universe: «Una actitud religiosa, básicamente, implica la apertura hacia Dios y una nueva perspectiva que surge de la contemplación de las dimensiones divinas del mundo y de cada una de sus partes, especialmente de los demás seres humanos. En la medida en que el progreso científico favorece este punto de vista, se puede considerar una fuente de inspiración religiosa»14. En la consideración de la experiencia científica como percepción de lo sagrado, es verdad, se pueden dar también algunas ambigüedades. La imagen del Absoluto que percibe la racionalidad científica se expresa a través de un lenguaje filosóficamente impreciso, mezclado a menudo con ambigüedades y no pocas veces teñido por el panteísmo o el deísmo. No se oculta la dificultad, ya bien conocida en el terreno de la filosofía general, de poder conocer el carácter personal del Absoluto. Sería de todos modos un error, en nuestra opinión, no valorar este acercamiento, aunque sea impreciso y desenfocado. El filósofo y el teólogo, más que negarlo o poner de relieve su debilidad, debería purificarlo y fortalecerlo, mostrando su verdadera imagen: la de un Absoluto que trasciende el universo porque es distinto de este último. En realidad, cuanto más «personalistas» son los cánones con los que el científico se coloca frente al mundo real, menos profunda resulta la aludida discrepancia. Si un acercamiento impersonal parece de hecho más en sintonía con el panteísmo (All is One), quien no pierde nunca de vista la perspectiva de su propia personalidad frente al mundo y comparte con los demás un conocimiento realista de las cosas, estará más fácilmente dispuesto a escuchar a la naturaleza, a asombrarse frente a ella, a reconocerla como distinta de sí y a reconocer a su Creador como Otro de la naturaleza y distinto de él mismo. En esta misma línea, la idea de poder conocer al Logos en cuanto Verbum permite que se pueda también hablar –como de hecho sucede en los testimonios de algunos científicos– de una «revelación», en la cual la naturaleza va al encuentro del investigador. Donde esta se manifiesta, ya no es susceptible de ser definida como una simple «intuición», una comprensión inmediata de algo que antes era oscuro y ahora es visible con claridad, una visión de mayor coherencia que, en definitiva, podría tener únicamente un origen psicológico. Las afirmaciones de muchos científicos parecen querer decir algo más: se trata más bien de una palabra (logos), externa al sujeto, que le interpela, de un mensaje que despierta en él una sorpresa y le mueve implícitamente al respeto, al agradecimiento y a veces también a la alabanza, como forma implícita de diálogo. Este Logos está vinculado a una experiencia estética, está marcado por los caracteres de un misterio que encierra el sentido escondido del mundo, y tiene como punto de referencia gnoseológico una metafísica implícita, abierta a lo real y dispuesta a aprender lo que enseñan la naturaleza y sus leyes. En esta situación, resulta más fácil admitir que no es la naturaleza, de por sí, la que revela algo, sino que es un Alguien quien se revela a través de ella.

6. Observaciones conclusivas

Al terminar este recorrido, podemos contestar a la pregunta que nos dirigíamos al comienzo: si hay un discurso inteligible sobre Dios también para la racionalidad científica de nuestro tiempo. Hemos visto que existe un área semántica disponible para un discurso sobre el Absoluto, un área que la racionalidad científica puede reconocer o indicar como algo significativo también para quien, como el científico, estudia la naturaleza con los métodos y los instrumentos propios del trabajo experimental y del formalismo lógico-matemático. En concreto, se puede acceder a esta área a través de cuatro «ventanas», que corresponden a otras tantas «formas de trascender», pero también a unos verdaderos y propios «fundamentos» de la ciencia. Son estos los fundamentos ontológicos y lógicos del análisis empírico, puestos en evidencia por su incompletitud y por tanto por sus aperturas ontológicas (hacia el ser) y epistemológicas (hacia las nociones de naturaleza, forma, verdad, etc.). Lo son también las aperturas hacia la percepción de un Logos, captado como razón inteligible, pero también como fuente de sentido y de motivación que mueve al investigador a considerar que la naturaleza merece ser estudiada y la verdad merece ser buscada. En resumen, podemos proponer las siguientes observaciones como conclusión:

  1. La realidad física se nos «muestra» con un «ser dado» (givenness) que la ciencia no crea, sino recibe; lo que se impone a la experiencia científica como algo que es dado, puede dar lugar a una experiencia religiosa que «reconoce lo dado como don» y sabe acoger el paso de la percepción de un logos ut ratio a la de un logos ut verbum.

  2. Al describir su experiencia de estudio e investigación, muchos hombres de ciencia hablan de lo real físico como de una «alteridad objetiva y coherente, caracterizada por una especificidad formal». La conexión entre esta percepción y la noción de Absoluto puede establecerse operando un paso del «problema» de los fundamentos al de una «experiencia» de los fundamentos, que convierte la investigación científica en algo parecido a una «experiencia de lo sagrado».

  3. El estudio científico de la naturaleza sigue manifestando una apertura al «misterio» y resulta siempre razonable preguntarse si el mundo tiene una explicación; la investigación de esta explicación remite a una noción o a un área semántica que no es considerada un contrasentido; donde adquiere significado la posibilidad de un logos sobre Dios.

Esta área de estudio, por tanto, parece existir, y existe sencillamente porque el método y los instrumentos del trabajo científico pueden ser trascendidos sin ser contradichos. Aquí se encuentra la posibilidad de una noción de «Dios» llena de significado también para el hombre de ciencia; una noción que no puede juzgar como un sinsentido, sino que sigue interpelando su actividad científica y su propia vida.

Notas

(1Cfr. Summa theologiae, I, q. 2, a. 3.

(2M. Artigas, The Mind of the Universe, Templeton Foundation Press, Radnor 2000, p. xix.

(3P. Davies, Dio e la nuova física, Mondadori, Milano 2002, p. 298. (La traducción es nuestra).

(4L. De Broglie, Fisica e Metafisica, Einaudi, Torino 1950, p. 216. (La traducción es nuestra).

(5)  A. Einstein, «Fisica e realtà» (1936), in Opere scelte, Bollati-Boringhieri, Torino 1988, p. 530. (La traducción es nuestra).

(6A. Einstein, «Lettera a M. Solvine», 30.3.1952, in idem, p. 740. (La traducción es nuestra).

(7)  A. Einstein, Come io vedo il mondo, Newton Compton, Roma 1988, p. 32. (La traducción es nuestra).

(8P. Davies, La mente de Dios, Mondadori, Milano 1993, p. 7. (La traducción es nuestra).

(9F. Dyson, Turbare l’universo, Boringhieri,Torino 1979, pp. 290-291. (La traducción es nuestra).

(10W. Heisenberg, Fisica e oltre, Boringhieri, Torino 1984, p. 225. (La traducción es nuestra).

(11) J. Polkinghorne, Scienza e Fede, Mondadori, Milano 1987, p. 72. (La traducción es nuestra).

(12M. von Laue, History of Physics, Academic Press, New York 1950, p. 4. (La traducción es nuestra).

(13G. Simpson, Evoluzione. Una visione del mondo, Firenze 1972, p. 213. (La traducción es nuestra).

(14M. Artigas, The Mind of the Universe, p. 331: «A religious attitude basically implies openness toward God and a new outlook that stems from the contemplation of the divine dimensions of the world and every one of its parts, especially other human beings. Insofar as scientific progress favors this outlook, it can be considered a source of religious inspiration».

Aplicaciones anidadas

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Prof. Giuseppe Tanzella-Nitti

Profesor Ordinario de Teología Fundamental, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma.
Ha sido investigador en radioastronomía en el CNR en Bolonia y astrónomo en el observatorio de Turín.
Editor del Diccionario Interdisciplinar de Ciencia y Fe (DISF).
Más información.

 

Fecha y hora: Martes, 20 de octubre de 2015, a las 12 h.

Lugar Aula Magna. Edificio Central. Universidad de Navarra. Pamplona

Financiación: Actividad realizada con la financiación de la Fundación Templeton.

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