Discurso del rector
ALFONSO SÁNCHEZ-TABERNERO, rector
Excelentísima Presidenta del Gobierno de Navarra
Excelentísimo Presidente del Parlamento de Navarra
Excelentísimo Alcalde de Pamplona
Excelentísimo Rector de la UPNA
Excelentísimo Arzobispo de Pamplona-Tudela
Autoridades, colegas del claustro académico, alumnos, señoras y señores,
Gaur goizean, Nafarroako Unibertsitatearen kurtso irekieran, gurekin batera zaudeten, gure lagun maiteok.
Comenzamos hoy oficialmente el curso académico 21-22 en este tiempo de incertidumbre y de sufrimientos compartidos… pero también de ilusión y de esperanza. La pandemia nos ha puesto a prueba a todos: familias, empresas, universidades, hospitales, gobiernos… Algunas respuestas han sido ágiles y coherentes; en otros casos -en cambio- hemos podido detectar un comportamiento quizás más errático o ineficaz.
Los últimos meses he repetido con frecuencia que de la crisis sanitaria nos están sacando la ciencia y la solidaridad. La ciencia ha permitido avances extraordinarios en las terapias que se administran a los enfermos con covid y ha puesto a disposición de los ciudadanos vacunas eficaces. La solidaridad en las familias, en los barrios, en los hospitales… y en tantos otros lugares ha hecho que, en muchas ocasiones, las personas más vulnerables encuentren cerca una mano amiga dispuesta a ayudarles sin esperar recompensa.
Ahora nos toca mejorar el modo de afrontar lo que quede de la pandemia: sabemos más, hemos aprendido de nuestros aciertos y errores, y en definitiva, estamos mejor entrenados. “Espera lo mejor, prepárate para lo peor”. Este proverbio me parece particularmente adecuado para vivir el momento presente. La esperanza proviene de constatar que la situación más dramática seguramente ya ha pasado; y la precaución –prepararnos para lo peor- es consecuencia lógica de comprobar la capacidad de adaptación y de supervivencia del coronavirus, que recuerda al apocalíptico dragón de siete cabezas.
He repasado estos días algunos de los últimos discursos de inauguración de curso. En todos ellos, el hilo conductor está configurado por los proyectos de la Universidad: nuevos grados y posgrados, planes de internacionalización, innovaciones docentes, el Museo de Arte, los nuevos centros de investigación en Big Data y Bioma, el campus de Madrid -con la nueva Clínica y la sede de posgrado-, el futuro Museo de Ciencias…
En esta ocasión, no sé si por la coyuntura sanitaria o porque se trata de mi décimo discurso de apertura de curso, he decidido referirme a asuntos menos concretos que, quizás en un primer momento, puedan parecer menos interesantes. Además, las líneas prioritarias de la Universidad están incluidas en la Estrategia 2025 y son ya bien conocidas. Mi intención hoy es compartir con quienes me escucháis algunas ideas que han iluminado las decisiones estratégicas de la Universidad estos últimos años.
La Universidad de Navarra ha avanzado esta década, pero no por la ausencia de errores y equivocaciones. Bien sé que cometemos muchos cada día. Tampoco podemos señalar como motivo de progreso la abundancia de profesores, investigadores y alumnos superdotados. Ciertamente, algunas de las personas que trabajan y estudian en la Universidad poseen un talento excepcional, pero me parece que la proporción es similar a la que existe en otras universidades (además, si me dan a elegir, prefiero la ecuanimidad de las personas normales a la extravagancia de los genios).
Tampoco se puede decir que nos haya ido bien porque tengamos suerte. No me parece razonable esperar en el ámbito laboral la ayuda permanente de la diosa fortuna. Más bien me convence el aforismo del Presidente Jefferson, que aseguraba: “cuanto más duro trabajo, más suerte tengo”.
En realidad, en la Universidad hemos podido progresar, hemos sorteado obstáculos variados, sobre todo por tres motivos.
En primer término, siempre hemos tenido claras las prioridades. En este aspecto, nos ayuda de manera inestimable que nuestro proyecto educativo, investigador y sanitario se base en los grandes principios del mensaje cristiano. Valores como libertad, respeto, veracidad, honradez, esperanza o solidaridad constituyen, a mi juicio, una base sólida sobre la que seguir construyendo una institución universitaria capaz de servir a nuestra sociedad.
Con esa brújula de las ideas fundamentales que acabo de mencionar, la universidad no se convierte en una institución obsesionada por el éxito o por el prestigio; tampoco degenera en un grupo de “frikis” de la investigación, a los que no les importa el impacto social de los descubrimientos científicos, o en una comunidad de profesores que se perciben a sí mismos como “entertainers” de los estudiantes.
Quienes trabajan en la Universidad, antes que cualquier otro propósito, buscan la verdad referida a la ciencia que cultivan y tratan de descubrir la propia misión en el mundo. En muchas áreas de conocimiento esa búsqueda constituye una tarea comprometedora porque cuando nos planteamos preguntas sobre la pobreza y la desigualdad, sobre el inicio y el final de la vida humana, el cuidado del planeta, el comportamiento ético de los medios de comunicación, la legislación fiscal y laboral, u otros desafíos intelectuales análogos, sólo encontramos respuestas certeras y equilibradas si vivimos honradamente.
Expresado de otro modo, se puede obtener una medalla olímpica o adquirir una determinada destreza técnica siendo un malvado. En cambio, en la Universidad sólo trabaja bien quien, además de ser competente en su ámbito profesional, actúa habitualmente con generosidad y espíritu de servicio.
A su vez, la verdad exige un entorno libre, sin presiones externas ni autocensuras, de modo que sean habituales los debates sobre cuestiones relevantes, en los que el respeto a la opinión contraria es innegociable. De ese modo se evita que la conversación universitaria se limite a repetir lo que está de moda, o a asumir los dogmas contemporáneos o pasados sin someterlos a crítica.
En la Universidad todos deben sentirse libres, respetados y apreciados. Las diferencias de criterio y perspectiva no separan a unos de otros: al revés, enriquecen la vida en el campus.
Hace pocos meses, uno de los periodistas más conocidos de nuestro país me preguntó por qué en su diario los antiguos alumnos de la Universidad se referían a ella con orgullo: “llevan puesta la camiseta -me decía- pese a que no siempre compartan plenamente vuestro proyecto educativo”. Le respondí lo que todos suponéis. Quienes estudian o trabajan en la Universidad –le expliqué- valoran positivamente esa experiencia porque se sienten queridos, con independencia de sus ideas.
Este hecho tan sencillo, suele ser percibido pronto por todos; en la comunidad universitaria cada uno encuentra su propio camino: se plantea qué persona quiere ser, qué impacto positivo desea generar. La Universidad propone unos ideales, unos principios que pueden alentar, guiar y dar sentido a cada trayectoria. Y, a la vez, respeta delicadamente las decisiones individuales, porque valora a las personas, defiende su dignidad, su libertad.
Las prioridades, por tanto, se resumen en la idea de servir a los empleados, a los estudiantes, a los antiguos alumnos, a los pacientes de la Clínica y a toda la sociedad, haciendo lo mejor posible el trabajo cotidiano, con ilusión y esperanza, tratando a las personas como desean y merecen.
Tras las prioridades, un segundo elemento básico para avanzar es el compromiso admirable de quienes trabajan en la Universidad de Navarra. Llevamos un año y medio muy duro: nosotros y todas las personas, familias e instituciones en cualquier lugar del mundo. En la Universidad somos ya 6.300 empleados. Pues bien, todavía me sorprendo cada día al comprobar que, pese al esfuerzo extraordinario de estos meses, no he escuchado una queja ni un lamento, no he visto una cara larga, no recuerdo que alguien se excusara para recortar su tarea.
Al contrario. Ha resultado particularmente conmovedora la actitud de los profesionales de la Clínica que –como sus colegas de los demás hospitales- han demostrado el carácter vocacional de su trabajo al servicio de los pacientes. Durante la pandemia han saltado por los aires los horarios y las misiones asignadas: cualquier procedimiento o pauta previa ha quedado supeditada a dar la mejor respuesta posible a la emergencia sanitaria.
Gran motivación ha mostrado también el personal de administración y servicios, comprometido en seguir realizando su tarea en cualquier circunstancia, en beneficio de todos. Y me siento desde luego muy orgulloso de nuestros profesores e investigadores: los primeros han ideado sistemas innovadores para formar de modo excelente a la generación que va a dejar las aulas universitarias durante la covid-19; y a los segundos les ha correspondido realizar hallazgos científicos que eviten –o, al menos, mitiguen- las consecuencias sanitarias, sociales y económicas de la pandemia.
Me parece que la aportación de valor de los profesionales a las instituciones en las que trabajan proviene de multiplicar sus conocimientos, experiencias o habilidades por su grado de compromiso: sólo si están preparados intelectualmente para realizar la tarea y, a la vez, si desean dar lo mejor de sí mismos –de sí mismas- el resultado de la multiplicación es extraordinario.
A lo largo de la historia, se han buscado alternativas a la ausencia de motivación de las personas. En este sentido, uno de los proyectos más singulares fue ideado a finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham. Este filósofo utilitarista inglés ideó el panóptico: se trataba de un tipo de arquitectura carcelaria, con celdas individuales situadas alrededor de una torre central en la que se ubicaba el guardián. El propósito del panóptico era que los reclusos nunca estuvieran seguros de si eran vigilados o no: esa incertidumbre –según Bentham- garantizaría el funcionamiento automático del poder, aunque el vigilante no ejerciera su tarea de manera efectiva.
El panóptico no terminó de imponerse en el sistema carcelario británico y, desde luego, es un procedimiento –como cualquier otro de carácter coercitivo-, incapaz de conseguir que funcione una organización. De hecho, siempre he pensado que quienes tienen una misión directiva y no saben gobernar –alentar y guiar- se dedican a controlar.
Junto a las prioridades y al compromiso de los profesionales, los amigos constituyen el tercer factor que garantiza la capacidad de respuesta en los momentos de la verdad. En una coyuntura tan decisiva –como la que estamos viviendo desde marzo de 2020-, se detecta la solidez de nuestras convicciones, el coraje con el que afrontamos la adversidad y la tenacidad con la que resolvemos problemas de gran envergadura.
Pese a que tratemos de encarar los retos más difíciles con nuestra mejor voluntad, la experiencia nos dice que no somos superhéroes: carecemos de superpoderes para resolver situaciones que sobrepasan nuestro vigor y nuestro talento. Es en esos momentos cuando apreciamos realmente el valor de los amigos, que –en las circunstancias más comprometidos- aportan la energía y el ingenio que a nosotros nos falta.
“Si quieres ir rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado”. Este conocido proverbio africano resume de modo certero el peligro que acecha a las personas e instituciones que sólo se preocupan de sus cosas, que no buscan la compañía y el apoyo de otros porque no perciben su propia fragilidad.
Cultivar la amistad, compartir los sueños, interesarse por los proyectos ajenos, sumar fuerzas, buscar puntos de encuentro, detectar aspiraciones comunes… ese es el modo de llegar lejos, aunque para todos de vez en cuando resulte tentador “ir a nuestro rollo”, con perdón por el uso de la jerga estudiantil.
La amistad exige el acercamiento mutuo y, en esa relación en dos direcciones, existe el riesgo de que una parte se refugie en su mundo interior o en sus prioridades, no esté a la altura de las expectativas o traicione la confianza otorgada.
Pero esa vulnerabilidad –esa posibilidad de que las personas o las instituciones no reaccionen como esperábamos- nos hace también más humanos: nos espolea a ser más comprensivos, nos ayuda a reconocer nuestras limitaciones, nos anima a apoyarnos en la fortaleza de los demás.
Durante la pandemia muchos amigos han ayudado a nuestra Universidad. Algunos han ofrecido becas para mitigar el impacto económico de la crisis sanitaria en las familias; los antiguos alumnos han favorecido que los recién graduados se incorporen al mercado laboral; y varias empresas han financiado proyectos de investigación referidos a la covid-19. Enumero sólo unos cuantos ejemplos, pero son muchas y muy diversas las iniciativas solidarias de los amigos de la Universidad de Navarra -empezando por la propia Asociación de Amigos, cuyo apoyo nunca agradeceremos bastante- que nos animan a contemplar el horizonte con esperanza.
La amistad favorece también que en Navarra se vaya asentando la idea de que debemos trabajar unidos. Sumamos fuerzas, colaboramos desde el ámbito público y privado en materias educativas y sanitarias, porque sabemos que así prestamos un mejor servicio a los ciudadanos. Me parece que este es un legado, ya sin vuelta atrás, del que todos debemos sentirnos orgullosos.
Prioridades claras. Profesionales comprometidos. Amigos excelentes. Con esos tres pilares se puede construir un edificio sólido, que aguante la fuerza del viento, el embate de las lluvias y el paso del tiempo.
Siempre en la Universidad lo mejor está por llegar. Desde hace setenta años los sueños de san Josemaría Escrivá, nuestro primer Gran Canciller, se hacen realidad: cada día nos asombran hechos maravillosos e inesperados, y metas alcanzadas que casi ayer parecían inasequibles.
Una de esas realidades sorprendentes ha sido el comportamiento de los estudiantes durante la crisis sanitaria: en un contexto tan arduo han mostrado su madurez y su sentido de responsabilidad; han afrontado la adversidad con determinación y buen humor; y han convertido las dificultades en oportunidades de crecer y aprender. Estoy convencido de que este curso nos volverán a conmover con esa actitud tan positiva y esperanzada.
Acabo ya. Me gusta imaginar cómo será la Universidad de Navarra dentro de otros diez años. Cómo nos habrá transformado nuestro plan estratégico centrado en la sostenibilidad; cómo habrá mejorado la oferta docente presencial y online; qué nuevos centros de investigación habremos impulsado; qué terapias innovadoras ofrecerá la Clínica; qué actividades culturales tendrán lugar en el Museo de Arte; qué empresas y empleos habrán surgido con el apoyo de la oficina de emprendimiento; que tarea de servicio estarán realizando nuestros antiguos alumnos.
Seremos, si Dios quiere, testigos de esos hechos admirables, aunque a otros les corresponda impulsarlos y gobernarlos. En este sentido, es preciso aprender de las olas del mar, que se retiran sabiamente para ceder el protagonismo a las que vienen detrás.
Muchas gracias.