deseo_txt

El deseo contemporáneo de una salvación tecnificada

Autor: Jorge Martín Montoya, José Manuel Giménez Amaya
Publicado en: Razón y fe 2023; 287(1):69-94.
Fecha de publicación: 2023.

Resumen:
Una de las características principales del mundo en que vivimos es lo que denominamos la presencia de un vitalismo metabólico. En este artículo queremos profundizar en el uso antropológico-cultural de este concepto al relacionarlo con los deseos humanos de felicidad y salvación y las implicaciones de la tecnología para, finalmente, llevar a cabo una conclusión a través de un posible escenario distópico. Sostenemos que la supremacía cultural de este tipo de vitalismo ha llevado al oscurecimiento de una visión natural y unitaria de la experiencia de la caducidad del cuerpo humano y, por tanto, también de la necesidad natural del hombre de ser salvado. Desde un punto de vista antropológico, analizamos que en la base de todo este proceso se encuentra el recorte de los fines naturales de lo que definimos como intencionalidad corpórea, la cual es difícil de entender si no se produce una integración adecuada, teleológicamente, de los aspectos biológicos y espirituales del ser humano.

Índice

1. Introducción y presupuestos: sobre el vitalismo en sentido antropológico y cultural
2.Finalidad (teleología), intencionalidad del cuerpo y la necesidad natural del ser humano de ser salvado
3. Salud corporal y el intento actual de felicidad del vitalismo metabólico
4. Aspectos conclusivos: el deseo contemporáneo de una salvación tecnificada
5. Referencias
6. Notas

1. Introducción y presupuestos: sobre el vitalismo en sentido antropológico y cultural

Una de las características principales de la cultura contemporánea en la que nos encontramos es lo que denominamos la presencia de un vitalismo metabólico. Como pasaremos a ver en este trabajo, nuestra aproximación a la realidad, a través de estos términos, se encuadra dentro del análisis de la cultura que la Modernidad ha impreso en nuestro mundo, y en la proyección moral que tiene esa idea para el ser humano en particular, y para la sociedad en general. En este sentido, hacemos un uso del término vitalismo en un contexto cultural que incluye también el modo con el que las ciencias empíricas, y las reflexiones sobre sus propios fundamentos, identifican a los seres vivos. Sin embargo, no se restringe a tales aportaciones.

En efecto, la terminología vitalismo metabólico, tal como la empleamos, adquiere las características epistemológicas de los estudios de los productos culturales insertados en una teleología que les es propia. Así, como indica Choza (1990, pp. 13-24), en la cultura se considera todo lo que no es producto espontáneo de la naturaleza, y que implica la libertad del hombre. A eso es a lo que llamamos productos culturales, y por eso puede decirse que el hombre se realiza en la cultura: remite a unos deseos y unos hábitos. Implica una teleología para el sujeto singular y la sociedad humana que implica su fin religioso (que trasciende la historia); su fin moral (que ofrece modos de actuación sociohistórico); y su fin político y cultural (que se ejerce en el ámbito social con miras históricas). El hecho de que en la cultura se den de modo inmediato, pero relativo, los valores absolutos y permanentes, hace que de suyo sea relativa (pues carece de sentido hablar de una época histórica absoluta). Por este motivo relativiza todo lo que acoge, también los valores que se pueden considerar como absolutos. La misma vigencia de una cultura puede hacer que ésta se desgaste, y que ya no sirva como mediadora o representante de tales valores considerados como válidos para toda época.

Por tanto, el sentido en el que empleamos el vitalismo metabólico se localiza en el ámbito donde se han establecido creencias profundamente arraigadas sobre el valor de la corporalidad en la cultura contemporánea, y en su engranaje con la idea de salvación, en un mundo donde prima la tecnología. Una consecuencia de esta forma de abordar el vitalismo es su amplitud para un análisis integrador de la teleología natural dentro de los fines de la vida humana en su conjunto. Por esto, se hace necesaria la búsqueda de tipos de concepciones teleológicas que reflejen de modo integral y unitario el actuar humano, en el que el sujeto se da a sí mismo sus propios fines para vivir, por más que estos puedan presentarse como dados a él, de alguna manera, en aspectos de su naturaleza, como es el caso del propio cuerpo. Así, la inclusión de la filosofía de Aristóteles, dentro de una narrativa, como ya ha hecho también Alasdair MacIntyre para este tipo de tareas (MacIntyre, 2001), nos presta los elementos adecuados para este análisis antropológico, puesto que sus obras más inclinadas a la observación de la naturaleza animal tienen su proyección hacia la ética, y la evaluación de los fines e intenciones de la acción (Fernández, 2014).

A continuación, pasaremos a considerar las valoraciones actuales de la corporalidad y cómo inciden en la vida humana articulando las experiencias límite de la misma, como es el caso del envejecimiento, la enfermedad y la muerte. A través de ellas, ahondaremos en cómo lo que llamamos intencionalidad del cuerpo incide de modo relevante en la concepción humana de salvación. Posteriormente, analizaremos cómo la idea contemporánea de salud corporal ha conducido a una búsqueda de la felicidad regida por el vitalismo metabólico. Finalmente, resaltaremos algunos aspectos conclusivos a través de un escenario distópico ilustrado por la obra de Aldous Huxley (2012), Un mundo feliz.

2. Finalidad (teleología), intencionalidad del cuerpo y la necesidad natural del ser humano de ser salvado.

El deseo de pervivencia del ser humano se encuentra desde que este posee memoria de su presencia en el mundo. Lo comprobamos a través de los numerosos restos paleontológicos, y rastros de elementos rituales con relación al paso a la otra vida (Ariès, 2005). Todo esto muestra la existencia de un deseo humano universal y unitario de trascender la caducidad del cuerpo. Se trata, en definitiva, de un anhelo que surge por el pasar del tiempo ante la experiencia de una corporalidad corruptible, ya que la materia de por sí no es unitaria, sino que tiene partes separadas unas de otras (Tomás de Aquino, 1952, lib. 1, 1.5, n. 3) 1. Es la experiencia de algo que ocurre de modo inevitable, de una fragmentación de lo corpóreo que se encuentra en un frágil equilibrio orgánico, que es paradójicamente armónico, y que no puede ser detenido por las meras fuerzas de la vida ordinaria. Por esto es posible afirmar:

La corrupción no se da únicamente como un cambio determinado, aunque sea radical, sino como una “condición permanente” del sustrato material. Esto es, el individuo compuesto de materia es esencialmente corruptible. Esta condición del ser viviente se manifiesta en distintos grados a lo largo del tiempo. Por una parte, hay un desgaste (consumición) y un deterioro (paso a peor estado) propio del estado material, que va perdiendo progresivamente las condiciones óptimas para su uso y funciones. Estos dinamismos vitales no son en su conjunto enteramente paralelos, pero sí armónicos en cuanto se encuentran organizados de manera unitaria (Lombo y Giménez Amaya, 2016, p. 147).

Podemos entender, con esto, algo que parece obvio, pero que es un importante punto de partida: la reflexión antropológica sobre la experiencia, unificada en la conciencia del sujeto, de los límites biológicos de la vida humana, y el deseo de trascenderlos. En otras palabras, pensar sobre esta situación de desgaste y deterioro material que se percibe de una manera unitaria, dentro de la comprensión del fin orgánico del cuerpo, y del entendimiento de la finalidad de la propia existencia a medida que se acerca su final temporal, es decir, de la vida en su conjunto, que implica especialmente la libertad humana.

Entendemos que la unidad de esta experiencia debe partir de la reflexión sobre los fines, y no desde un punto de vista mecanicista. Al respecto, es interesante considerar que la obra de Kant apuntaba ya, en su parte sobre la crítica del juicio teleológico, al dilema entre mecanicismo y teleología. Para el filósofo de Königsberg, por un lado, la comprensión humana exige que todo conocimiento estrictamente científico sobre la naturaleza sea mecánico (apelar a causas eficientes) y, por otro lado, lo característico de los organismos vivos es que tengan propósitos o fines, algo que sólo puede explicarse teleológicamente (Gherab Martín, 2020, p. 460; Kant, 2011, § 78). Sin embargo, debido a los límites de nuestro conocimiento, Kant estima que no es posible aunar ambas perspectivas en la explicación de una misma producción natural, y se inclina por establecer un tipo de juicio específico para los fines dentro de la naturaleza.

En la propuesta de Kant, que se aprecia sintéticamente en la Crítica del juicio [KU, AA V, 192-198], este juicio teleológico sobre el mundo natural no proviene de la determinación de una de las facultades del conocer como es el entendimiento (regida por los conceptos de la naturaleza a priori), tampoco surge de la facultad de ánimo que es el desear (que gobernada por otra facultad de conocimiento que es la razón se vuelve la facultad superior de la libertad), y menos aún de la facultad ánimo del sentimiento de placer o displacer. Se trata de un juicio propio del conocimiento que es reflexionante. Tal reflexión tiene como base no una ley natural o contenido de la misma, sino el modo como el sujeto puede entender dicha naturaleza. Si tal juicio procediera de un contenido de la ley natural no sería teleológico, sino determinante, es decir, procedente del entendimiento, y por tanto sujeto a interpretaciones mecanicistas. De este modo, para Kant, el ajuste del juicio teleológico con la realidad es en base a una ley que el sujeto se da a sí mismo. Se trata, por tanto, de una reflexión de la naturaleza que tiene por objeto la manera como el sujeto entiende la naturaleza misma: es “como si” se entendiera el mundo natural. Pero además, este juicio teleológico natural –en la perspectiva kantiana– no puede unirse con las vivencias humanas de la libertad y la acción moral, puesto que éstas comportan relaciones con facultades del conocimiento que son distintas e irreductibles, rompiéndose de esta manera la posible unidad vital de las experiencias propias de la caducidad humana (Kant, 2011, pp. 105-111)2

Para mantener la unidad de tales experiencias, lo más efectivo parece ser analizar este proceso de deterioro orgánico desde la perspectiva de una narrativa aristotélica de la vida humana (MacIntyre, 2001, pp. 81-195), tarea que empezaremos con la consideración del envejecimiento. Lo que entendemos por envejecer en sí mismo considerado, sin contemplar –de momento– el surgir de enfermedades derivadas de este mismo proceso.

En el envejecimiento experimentamos el desgaste biológico que se produce en nuestro cuerpo por el simple paso del tiempo. Comporta una serie de cambios morfofuncionales que no son consecuencia de alteraciones patológicas (que consideraremos más adelante), o de accidentes sobrevenidos de forma más o menos repentina al individuo. Envejecer es el curso natural que siguen todos los seres vivos y, también, por lo tanto, el ser humano. En este proceso, las estructuras biológicas van sufriendo el efecto del deterioro –de uso, principalmente– y un cierto estado de degradación natural (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 158-175).

El mundo contemporáneo, sin embargo, parece haber olvidado que el envejecimiento es un lugar de encuentro para entender al hombre. Y esto es así, porque ha dejado de lado la comprensión de la integración que existe, por una parte, entre aprendizaje y estabilización del conocimiento (atención, memoria y hábitos) y, por otra, el desgaste y la vulnerabilidad (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 161-162; Lombo y Giménez Amaya, 2022).

Este olvido se da, sobre todo, en el abandono de explicaciones fundadas en lo que clásicamente se ha denominado las causas finales, es decir, el concepto de teleología. Éste último trata de responder, esencialmente, a la pregunta de cuál es el fin de nuestro vivir. Es indudable que la categoría teleológica está muy oculta en la actualidad, en cuanto al fin al que se dirige la existencia humana en su unidad de cuerpo y espíritu (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 212-218). En efecto, es comprobable la falta de entendimiento de la unidad entre la materialidad y la espiritualidad humanas, que se percibe en la actualidad, y a la que dedicaremos más adelante algún comentario para entender la unidad vital de la experiencia de envejecer.

Una manera teleológica, y en cierta forma fenomenológica a la vez, de entender esta integración de los elementos espirituales y materiales del ser humano, se da a través de la comprensión del carácter sistémico del cuerpo, y la imbricación de esa sistematicidad con los fines de las acciones del hombre. De esta manera, el cuerpo se presenta como una unidad dinámica con una finalidad que no se agota en la mera organicidad biológica, necesaria para su subsistencia, sino que la trasciende.

Tal trascendencia finalista puede ser comprendida como una especie de intencionalidad corpórea (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 21-22)3. Es decir, hablamos de una dimensión de la subjetividad que se abre al mundo, y se relaciona con otras realidades físicas con unos fines que repercuten en el bien del propio cuerpo, del sujeto mismo. Estos fines a los que tiende la mencionada intencionalidad corpórea no tienen que pertenecer meramente al orden de lo útil o de lo funcional, sino que se enmarcan en las acciones que están abiertas a lo noble y a lo bello, y que ofrecen una unidad vital al comportamiento humano. Y esto, porque dirige al ser humano en su totalidad hacia realidades que son queridas en sí mismas, y no por ser medios para lograr otro fin.4

Para observar esto último debemos partir del comentario que lleva a cabo Aristóteles sobre la bondad de los bienes del orden natural en la Ética Eudemia:

Es bueno un hombre para quien los bienes naturales son buenos, dado que los bienes por los que luchan los hombres y que creen que son los mayores, honor, riqueza, virtudes del cuerpo, buena suerte y poder, son buenos por naturaleza, pero pueden resultar nocivos para algunos a causa de su modo de ser. Pues ni el insensato, ni el injusto, ni el intemperante obtienen ningún provecho de su uso, como tampoco el enfermo del régimen del sano, o el hombre débil y lisiado de los aderezos del sano y en posesión de todos los miembros (Aristóteles, 1998, VIII, 3, 1248b 16-35).

Por tanto, para el Estagirita existen bienes que son buenos por naturaleza (honor, riqueza, virtudes del cuerpo, etc.), y que solo pueden ser bellos u honestos para el sujeto que pueda darles un uso correcto, es decir, de acuerdo con los fines que le corresponden a él por su propia naturaleza. De este modo, lo que es bueno en el orden de lo natural y en lo bello u honesto en la acción, aun cuando están muy relacionados, no se identifican plenamente entre sí. La vida humana no se hace buena por el mero uso de bienes que de modo natural son buenos, sino que hay que contemplar el fin que se les puede dar. Así lo dice Aristóteles, nuevamente, en la Ética Eudemia:

Hay personas que piensan que se debe tener la virtud, pero sólo a causa de los bienes naturales. Tales hombres son buenos (ya que los bienes naturales son buenos para ellos), pero no tienen nobleza; pues las cosas bellas en sí no les pertenecen, y no se proponen acciones nobles. Y no sólo esto, sino que las cosas que por naturaleza no son bellas, sino buenas (agathon), son para ellos bellas (kalon). Porque los bienes naturales son bellos cuando es bello aquello por lo que los hombres los hacen y escogen. Por esto, para el hombre noble los bienes por naturaleza sí son bellos (…) de suerte que, para el hombre noble, lo útil es también bello (Aristóteles, 1998, VIII,3, 1249a 1-10).

Por tanto, los bienes del orden natural (que Aristóteles denomina las virtudes del cuerpo) y que parece que sirven simplemente para la obtención de alguna otra cosa, pueden alcanzar un nivel superior de bondad que trasciende lo meramente útil o funcional. Para ello deben incorporarse dentro de unos fines honestos.

Sin embargo, lo indicado hasta aquí no arroja aún luz suficiente para iluminar la cuestión de la imbricación del espíritu con los fines del cuerpo. Es más, podría parecer que esta propuesta instrumentaliza la corporalidad si ésta es identificada con aquello que es bueno y útil por naturaleza, como si los fines nobles fueran algo yuxtapuesto a la intencionalidad corpórea. Para evitarlo, se debe prestar atención a que, en este tipo de intencionalidad del cuerpo, éste se encuentra abierto a los objetos físicos y biológicos, pero no simplemente para dejar que determinen su funcionalidad. El ser humano es capaz de organizar los elementos materiales, incluso su propia constitución biológica, de tal manera que queden elevados y constituidos como subjetividad (Lombo y Giménez Amaya 2016, p. 21).

Un ejemplo ilustrativo de esto que venimos diciendo se da en la relación que experimenta el ser humano entre las manos – y con ello, la capacidad de manipulación– y su racionalidad. De esta manera:

entre la inteligencia y las manos hay una continuidad práctica, en virtud de la cual el ser humano está abierto a la relación con otros seres en el ámbito corpóreo. Dicha relación se da en dos direcciones vinculadas. De una parte, el campo de la técnica que tiene que ver con lo útil; de otra, la expresión simbólica y la comunicación, que superan la esfera de la utilidad (Lombo y Giménez Amaya, 2016, p. 21).

Por tanto, en este ejemplo que estamos tratando, la misma plasticidad funcional de las manos en el ser humano va más allá de su simple categorización como herramientas. Las manos trascienden toda funcionalidad sectorial, de tal modo que son una forma de manifestar el propio mundo racional de la persona, que alcanza su punto más logrado con la aparición del rostro y del lenguaje.

Lo que venimos indicando solo puede ocurrir si los fines propios de la intencionalidad del cuerpo, que son buenos por naturaleza, se corresponden con la razón ordenadora del sujeto, en una unidad que posee niveles de interrelación implicados mutuamente. Así, desde este punto de vista, no puede existir una dicotomía entre cuerpo y espíritu, ya que la misma experiencia de la funcionalidad del cuerpo hace que todo objeto que caiga en el ámbito de su operatividad sea, de algún modo, parte de su subjetividad, y pasan a ser elementos integrados en ella por los fines de su acción.

En efecto, el movimiento físico voluntario, es decir, aquel que es imperado por las facultades locomotoras, recibe su organización desde el imperio del sujeto, es decir, desde la elección (de la voluntad), y la dirección de una razón que ordena. De esta manera, las operaciones orientadas por la razón y la voluntad, que no están de suyo ligadas a un órgano corpóreo, interactúan directamente con operaciones psicosomáticas en el movimiento corporal. Es claro que tales operaciones racionales no se ligan causalmente de forma directa para organizar el movimiento del sistema nervioso; del mismo modo que se impera el acto de comer o no comer, pero no el de los procesos digestivos directamente (Enríquez Gómez y Montoya Camacho, 2021, p. 349).

Además, el funcionamiento de toda actividad orgánica en el ser humano puede verse alterada por actos del sujeto que impliquen la falta de nobleza de sus acciones, como por ejemplo cuando se abusa del deleite del apetito, provocando inclinaciones en el comportamiento del individuo, que tienen un claro correlato en la actividad cerebral (Lombo y Giménez Amaya, 2013).

En esta comprensión unitaria del ser humano entre su acción corpórea y espiritual, la subjetividad no queda circunscrita simplemente en la mente del sujeto, sino que hablamos de una base corporal de toda su experiencia. Tampoco cabría afirmar una especie de espíritu que instrumentaliza el cuerpo, y que fragmentaría esta experiencia. Más bien, la subjetividad implica la corporalidad, y la trasciende sin aislar los aspectos materiales de su vida a una supuesta objetivación que impide encajar el sentido total de su existencia.

Por tanto, con este fundamento antropológico se puede entender que todo aspecto corporal está abierto tanto a la objetividad y a la subjetividad de las realidades materiales y espirituales del hombre. En efecto, desde la consideración fenomenológica y teleológica de la que venimos hablando, no cabe hacer una disección tajante entre cuerpo y espíritu, entre objetividad corporal y subjetividad mental. Por el contrario, la subjetividad humana es comprensible en su dimensión comunicadora de los estados interiores si implica la idea de objetividad corporal, necesaria para poder hablar de lo que es bueno o malo, justo o injusto, bello o innoble (González, 2016, pp. 3-23). Si ponemos en un primer plano la búsqueda de la finalidad del hombre en su unidad corpórea y espiritual, el sentido de la vida humana adquiere un sentido de totalidad que integra todos los fines de sus acciones (Giménez Amaya y Lombo, 2022, pp. 105-114).

Con todo lo explicado, y en un contexto cronobiológico y unitario de la vida humana, envejecer se convierte en una ocasión para la acumulación de experiencias que inciden en toda la persona, y en una oportunidad para la enmienda de errores o faltas que acontecen en ella a lo largo del tiempo. El hecho de que recorramos temporalmente la vida con un mismo cuerpo que pierde progresivamente sus funcionalidades, sumado a la necesidad de ir corrigiendo fallos e intentando acertar con la propia vida en todos sus aspectos, permite incorporar a nuestra identidad la idea de que no es posible alcanzar una vida lograda solo con nuestras propias fuerzas biológicas y morales. Y esto, dicho simplemente, porque no podemos controlar todos los elementos que acontecen en nuestro existir, y afectan a nuestra vulnerabilidad biológica y a nuestro actuar moral (Llano, 2006).

Además, la idea de dependencia o vulnerabilidad nos lleva a entender que el envejecimiento requiere ser analizado también desde una perspectiva social, sobre todo, en un plano de relación interpersonal. En efecto, Aristóteles indica que no es posible establecer una comunidad únicamente sobre la base de normas y preceptos, o con simples acuerdos de intercambio que preserven el interés individual (González, 2016, pp. 9-11).

Esto último lo afirma, en el libro de la Política, diciendo que los individuos no se han asociado solamente para vivir, sino para vivir bien; o que tampoco se han asociado para formar una alianza bélica con el fin de no ser víctimas de ninguna injusticia; ni solo para el intercambio o la ayuda mutua (Aristóteles, 1970, III, 9, 1280a6-8). Como indica también en la Ética Nicomáquea, esto se fundamenta en dos elementos de la vida práctica: la justicia y la amistad, los cuales desempeñan un papel imprescindible en la configuración de la comunidad (Aristóteles, 1998, VIII, 9, 1159b24-1160a8). Por tanto, es necesario un ordenamiento racional de la vida social a través de las virtudes específicas que tienen relación con la convivencia y con la atención y el cuidado de la vulnerabilidad (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 164-173; MacIntyre, 2001, pp. 141-171).

A este respecto, el filósofo Alejandro Llano ha señalado acertadamente:

El cuidado es una tesitura de extraordinaria riqueza antropológica, como Heidegger vislumbró. Cuidado es atención, respeto, ayuda. El que adopta esta actitud de epimeleia no pretende irrumpir agresivamente en la realidad, sino “dejarla ser”, cultivarla para que crezca. Ciertamente también se pueden cuidar las cosas, pero quizá solo las vivas, con las que cabe una cierta comunicación empática (Llano, 1988, p. 181).

De esta manera, el envejecimiento se constituye a lo largo del tiempo en un entramado de necesidades e intercambio de bienes, con unos fines que tienen en cuenta la totalidad de la persona. Esta interrelación es histórica y social, y en esto el ser humano es receptor antes que donante. Se puede hablar así de que una persona tiene una deuda constitutiva con aquellos que le han precedido, y esta deuda se va restituyendo a lo largo de la sucesión generacional.

En definitiva, esta

realidad es la que funda el sentimiento y la virtud de la pietas, que está presente en casi todas las culturas antiguas. Especialmente en la antigua Roma, era considerada la virtud del héroe Eneas, llamado frecuentemente el “piadoso”, en cuanto fiel cumplidor de sus deberes hacia su país y hacia sus padres. Esta virtud será profundamente elaborada por el cristianismo, ya que Aquel que precede a todos en su acción y en sus dones es Dios mismo. En este sentido, la perfecta encarnación de la piedad es Jesucristo [vid. Guardini, R., El servicio al prójimo en peligro, Guadarrama, Madrid 1960] (Lombo y Giménez Amaya, 2016, p. 171).

Con todo ello, la intencionalidad corpórea, como apertura biológico-subjetiva, se inserta en la finalidad humana honesta, querida en sí misma, pero que, por la finitud de esta vida, se proyecta a un fin que la trasciende. El ser humano es, además, advertido de la necesidad de ser salvado por medio de su dependencia de otros; esto es, por la experiencia unitaria de su caducidad que no es ajena en ningún momento a su condición social, sino que incluso la reclama (MacIntyre, 2001).

Si el ser humano fuera un ser meramente material, la intencionalidad corpórea se reduciría a unos fines inmediatos, funcionales o útiles, incluso en el momento máximo de su fragilidad, previo a la muerte. Sin embargo, como se ha indicado anteriormente, es claro que este no es el caso, sino que la conciencia de su vulnerabilidad le permite evocar aquello que es espiritual y que comparte en comunidad. Los fines propios del cuerpo se integran, de esta manera, con los que corresponden a la totalidad de la persona, tanto en el orden de moral como espiritual.

Esto último, desde una perspectiva religiosa cristiana, no solo tiene unas importantes connotaciones antropológicas sino también, sobre todo, teológicas. Y esto, porque arrojan luz sobre la verdadera naturaleza del hombre, ya que la necesidad de dependencia remite, por medio de la Revelación cristiana, a un acto que excede las posibilidades de las fuerzas humanas, y que proviene de un Ser trascendente que ofrece esa salvación.

Así se explica que san Ambrosio pueda afirmar en el Exameron Libri Sex:

Doy gracias al Señor, nuestro Dios, que ha hecho una obra tan grande que puede descansar en ella. Ha creado el cielo, pero no leo que Dios haya descansado entonces. Ha creado la tierra, pero no leo que Dios haya descansado en ella. Ha hecho el Sol, la Luna y las estrellas y tampoco leo que descanse. Pero leo que ha creado al hombre y entonces Dios descansa. Tenía ya a alguien a quien perdonar los pecados (Ambrosio de Milán, PL 14, 288C).

Podemos concluir esta primera parte de nuestra investigación indicando que, antropológicamente, la unidad de la experiencia de la vulnerabilidad humana solo es posible cuando se considera al hombre en su unidad de fines tanto del cuerpo como del espíritu. Este tipo de unidad se da en diferentes niveles que se implican mutuamente, que se van desvelando al considerar los fines de la persona, en la que la corporalidad posee una intencionalidad propia que se ajusta al fin último de su existencia. De este modo, las repercusiones en la experiencia del ser humano de la necesidad que tiene de salvación son importantes: la vulnerabilidad y la dependencia se convierten en pilares naturales para el ejercicio de virtudes morales que tienen en el centro la noción de cuidado (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 164-173). Pero, además, esa conciencia unitaria de su caducidad se convierte en un principio natural que lleva a la definitiva aceptación de la trascendencia material de su vida, la cual no puede alcanzar por sí mismo.

3. Salud corporal y el intento actual de felicidad del vitalismo metabólico

El estudio del proceso natural de desgaste y deterioro orgánico que se realiza de manera unitaria en el envejecimiento es una cuestión que está sujeta a la investigación biológica. No obstante, saber por qué ocurre este proceso corruptible es una cuestión bastante complicada, ya que requiere el esclarecimiento de cuestiones relacionadas con otras experiencias fraccionarias, y que se conectan también con la caducidad humana. De una parte, se trata de entender cómo en el ser humano los cambios biológicos (materiales) no interrumpen su unidad sustancial. El cuerpo sigue el rumbo de la vida humana: no se corrompe por partes, sino que lo hace de manera unitaria. Sin embargo, de otra parte, la experiencia de la enfermedad puede contribuir de modo significativo a la comprensión de la fragilidad y caducidad del hombre de modo global, aun cuando tal experiencia se percibe solamente en ciertos elementos corporales.

La enfermedad es definida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una “alteración o desviación del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo, por causas en general conocidas, manifestada por síntomas y signos característicos, y cuya evolución es más o menos previsible” (OMS, 1946, p. 1). Por tanto, ésta puede entenderse como una suerte de disfunción que se comprueba en trastornos de órganos específicos o sistemas corporales. A esto se llega por causas conocidas externas o internas a la propia persona, o, también, por la alteración del cuerpo acontecida de forma traumática o por accidente.

Esta última consideración de la enfermedad, como lesión que causa repentinamente una disfunción, la dejaremos ahora de lado en nuestra consideración antropológica. Nos queremos ceñir en este artículo a la enfermedad en un sentido más amplio, es decir, como desviación respecto a la estructura normal o al funcionamiento ordinario del organismo viviente (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 151-154). Bajo este aspecto, la enfermedad representa un fenómeno que introduce una percepción específica de la caducidad de la vida humana, un recordatorio para el sujeto de su contingencia material. Esto se hace patente por efecto de una alteración, que apresura el desgaste y deterioro orgánico y que se realiza de manera unitaria en el envejecimiento (cuando están integradas las dimensiones corporal y espiritual en el sujeto). En definitiva, enfermar, en este contexto, trae a la memoria el límite último al que se dirige ese proceso, pero, además en muchos casos es causa del aceleramiento del mismo; y puede llegar a ser experiencia del límite de la vida.

Además, la comprensión de la enfermedad como experiencia del límite vital requiere de la referencia a una estructura y a una actividad que correspondan de manera “óptima” al individuo de la especie humana. Siguiendo este criterio, la OMS ha definido como salud “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” (OMS, 1946).

La definición actual de salud, por tanto, presenta elementos que nos llevan a entenderla como el nivel de eficacia funcional que abarca la totalidad de la vida, siempre amenazada por cualquier aspecto que la pueda alterar. Como comenta Diego Gracia “la enfermedad es siempre una amenaza para el organismo que la sufre. La amenaza anuncia un daño, lo que en el caso de la enfermedad significa alteración del equilibrio biológico que el ser vivo necesita para poder subsistir” (Gracia, 2009, p. 517). Sin embargo, esta idea de enfermedad contrasta fuertemente con la definición de salud antes mencionada. En esta última se nos habla de la vulnerabilidad y dependencia de la vida humana, producida por la contingencia de nuestra condición corporal (material), y que es proyectada en todo su desarrollo histórico.

Con ello, la vulnerabilidad puede ser mal interpretada, ya que podría restringir cada finalidad de las acciones humanas, simplemente, a su funcionalidad, y generar un deseo de control, del mismo modo que se daría para el funcionamiento biológico del cuerpo.

En efecto, el ser humano está inevitablemente sujeto a la enfermedad, por lo que su condición es –en distintos grados– la de un “enfermo" habitual. Ahora bien, en cuanto seres inteligentes, somos capaces de compensar nuestra propia debilidad a través de la técnica y de la cultura; el problema es cuando estas capacidades pueden inducir a pensar que el ser humano tiene un control omnímodo sobre su propia salud. En esta óptica, la debilidad o vulnerabilidad aparecerán, por fuerza, como aspectos infrahumanos que deben eliminarse o, en su defecto, ignorarse (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 153-154).

Todo lo que acabamos de señalar, nos lleva a la consideración antropológica que se tiene en la actualidad sobre el concepto de enfermedad como experiencia del límite de la vida. Pensamos que es ambigua, ya que determina un cierto encubrimiento de los fines naturales del ser humano y de la capacidad humana de tener una experiencia unitaria de su propia caducidad (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 84-93; Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp.145-164). En efecto, propicia un mal entendimiento del papel que lleva a cabo la enfermedad en el modo en que se percibe la unidad de la vida humana.

Por una parte, es claro que se habla sobre la esencia del ser humano, y desde esa perspectiva es un camino abierto a la ética del cuidado y a la trascendencia: no todo se acaba con una enfermedad no superada. De otra parte, hay una confianza inusitada en las fuerzas del ser humano para vencer la enfermedad en el futuro, y dominar el cuerpo de un modo instrumental para evitar su disfuncionalidad. Así, de modo utópico, se podría decir que “el advenimiento de la biotecnología contemporánea está propiciando la creencia falaz en una naturaleza líquida o invertida según la cual, mediante la aplicación de ciertas nuevas tecnologías (…), sería posible redefinir la identidad del ser humano tanto a nivel individual como al nivel de especie” (Postigo, 2019, pp. 8-9).

Al mismo tiempo, nos encontramos con un rechazo de la enfermedad que puede llevar a una falta de esperanza (o la búsqueda de una suerte de liberación) y provocar la destrucción de uno mismo, o de los demás. La ambigüedad de todo ello se pone de manifiesto cuando, por ejemplo, la compasión y la ayuda a la desaparición de esa vida humana sufriente se hace en base a la idea de “dignidad humana”. Pero es precisamente ese mismo argumento el que se emplea para no hacerlo, y acabar deliberadamente con la vida del sufriente por medio de la eutanasia (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 175-202).

La cultura actual resalta mucho la prevención de la enfermedad, también como un anhelo de soluciones que la eviten, o como búsqueda de la superación de los límites de la contingencia humana (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 165-169). Desde esta perspectiva, la historia de la Medicina nos ha enseñado que, en poco menos de dos siglos, la mortalidad por las enfermedades se ha reducido mucho con respecto a épocas anteriores; esto se da sobre todo en las enfermedades infecciosas, en aquellas que tienen una reparación quirúrgica, y, más recientemente, en los procesos tumorales. Sin embargo, cada vez es más claro que estamos en una época en que existe toda una cultura del cultivo del cuerpo, que en principio es correcta, pero cuando no se gestiona de modo prudente lleva a pensar que la medicina puede evitar todo tipo de males y sufrimientos, incluso la vejez y la muerte […]. La búsqueda obsesiva del bienestar acaba generando lo contrario; es decir, malestar. La salud, como todo, hay que aprender a gestionarla prudentemente (Gracia, 2011, p. 17).

Es claro, por tanto, que la enfermedad la vivimos como parte de una experiencia de nuestra limitación vital. Provoca la conciencia de “una dimensión profunda de la naturaleza humana, pues no se trata simplemente de algo que puede sucedernos accidentalmente, sino de nuestra propia condición esencial” (Lombo y Giménez Amaya, 2016, p. 154). Esta dimensión del enfermar del ser humano se oculta muchas veces en la modernidad y, consecuentemente, deja de lado toda consideración de una necesidad de salvación.

Ocurre todo lo contrario cuando se considera la enfermedad dentro de la experiencia de la caducidad humana, que suscita en el hombre la posibilidad final de la muerte, pero le devuelve una comprensión unitaria de los fines de la totalidad de su vida (Lombo y Giménez Amaya, 2016, pp. 155-164; Vicente, 1990; Arregui, 1992; Murillo, 1999). Todo ello nos adentra en el problema del morir.

En efecto, la vivencia de la muerte afecta a todos los seres humanos. Se trata de algo que no puede ser silenciado […]. Ante ella el hombre experimenta la contradicción más profunda que le acompaña en todos los momentos de su existencia: su limitación y su deseo de plenitud. Los esfuerzos del ser humano por luchar contra la muerte propia y ajena, el uso de los recursos psicológicos y terapéuticos que ayudan a superar el sufrimiento, y los avances de la ciencia y de la técnica, que ciertamente han conseguido prolongar las expectativas de la vida humana “no pueden calmar esta ansiedad del hombre”, ni “satisfacer ese deseo de vida ulterior que ineluctablemente está arraigado en su corazón” [Concilio Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual “Gaudium et Spes”, 18]. El hombre, abandonado a sus solas fuerzas, se siente impotente, porque sabe que se encuentra ante un enemigo que es más fuerte que él, del que no puede escapar y que por sí mismo no puede vencer (Conferencia Episcopal Española, 2020, núm. 4).

Desde la perspectiva antropológica y ética de la modernidad es notorio que el tema de la muerte ha sufrido, especialmente en los últimos tiempos, una profunda transformación en cómo se vive y en la forma de afrontarla (Conferencia Episcopal Española, 2020, núm. 7). A todo esto ha contribuido el desarrollo de una cultura ambigua, en la que el ideal de un progreso indefinido parece hacer incompatible la realidad de la muerte con una reflexión racional y profunda sobre el fin de la vida humana (O’ Callaghan, 2004, pp. 17-38; Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 169-175).

En definitiva, se busca una especie de “salvación” de la contingencia corporal, teniendo como fin u objetivo el paradigma contemporáneo de salud, que solo pone atención en la funcionalidad. De este modo, se compromete la adecuada comprensión de los fines, en los que estaría implicada la intencionalidad corporal como apertura del sujeto.

Desde esta perspectiva, se ve con claridad lo que ponemos de manifiesto en este estudio. Por medio de una estricta identificación de aquello que Aristóteles definía en las acciones humanas como bueno en un sentido natural (honor, riqueza, virtudes del cuerpo, etc.), con aquello que es bello o noble, sumado a la noción de salud que se utiliza actualmente, se ha reducido la intencionalidad corpórea a su simple valor funcional. Esto es problemático. En nuestro mundo contemporáneo, ser bello –en un sentido que puede abarcar todos los fines de la vida, produciendo satisfacción o placer– es poseer un cuerpo saludable. Es la búsqueda de un estado vital de felicidad, fundado en lo físico, que tendría que llevar, como consecuencia, a alcanzar bienes como el honor, e incluso la riqueza. Así, la apertura subjetiva del sujeto pierde de vista los otros fines espirituales de su vida y, por supuesto, queda rota la unidad de la experiencia de la caducidad vital, puesto que el sujeto pone todos los esfuerzos para que ésta no trasluzca a los demás: el sujeto se muestra, pero se aísla.

Esta dinámica antropológica, vital y social, es lo que denominamos vitalismo metabólico. La sociedad occidental ha privilegiado en los últimos decenios este tipo de cuidado de la salud a través de un “culto” a la expresión corporal, máximamente realizada desde el punto de vista biológico-fisiológico. Se trata de una sublimación del valor estético y funcional de la salud física, y, consecuentemente, el afán de mostrar dicha salud como un estándar social al que todo otro valor vital está supeditado.

Nos parece claro que esta especie de narcisismo del cuerpo es una forma oculta de egoísmo, que es “bendecido” por una sociedad materialista como ya adelantó, de manera pionera, el historiador y sociólogo estadounidense Cristopher Lasch (1979). Este apogeo tan actual del culto al cuerpo es algo que en Occidente no se había visto con esta proporción en el pasado, salvo en algunas minorías sibaritas: hay que remontarse muchos siglos atrás en la historia para ver este tipo de conducta social tan desarrollada (Gómez Pérez, 2007, pp. 81-82). Lo llamativo de este actual rebrote es su aceptación social tan generalizada. Da la impresión de haberse convertido en una nueva “religión”, en un nuevo compromiso de los individuos que desean ser mejores corporalmente. Y con una fidelización y un sacrificio muy alto.

Como dice, con fuerza y expresividad, el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky:

Inversión narcisista directamente a través de mil prácticas cotidianas: angustia de la edad y de las arrugas; obsesión por la salud, por las líneas, por la higiene; rituales de control (chequeo) y de mantenimiento (masajes, sauna, deportes regímenes); cultos solares y terapéuticos (superconsumo de los cuidados médicos y de los productos farmacéuticos). […] la representación social del cuerpo ha sufrido una mutación cuya profundidad puede compararse con el desmoronamiento democrático de la representación del prójimo (Lipovetsky, 2000, pp. 60-61).

Este mejoramiento corporal para vivir mejor refleja el auge de un cientifismo que solo acepta como real lo que es estrictamente material en el ser humano (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2021, pp. 97-100). Las cualidades “espirituales” de este último son vistas como epifenómenos de una biología omnipresente en nuestro ser y actuar. Parece que vivimos en un mundo –sobre todo en la cultura occidental, que se va extendiendo a otros lugares del mundo globalizado– donde los valores corporales son lo primero en importancia. Todo ello explica la fuerte pasión por mantener la salud y el cuidado del cuerpo a través del deporte, de los hábitos saludables, etc. En definitiva, el confort se ve únicamente en términos de excelencia fisiológica (o si se quiere, de estética corporal), haciendo que se identifiquen prácticamente la salud con la felicidad.

La consecuencia de esta visión exclusivamente biológico-corporal que venimos indicando es el ocultamiento de otros valores humanos de mayor trascendencia. La atención que se pone a la vida corpórea del ser humano tiende a ocupar el espacio de otras consideraciones antropológicas, que ahora son vistas como ajenas a lo verdaderamente importante y que cuentan para nuestra felicidad.

Además, en esta preminencia del vitalismo metabólico es también importante tener en cuenta varios factores que han influido en su expresión social. Si bien es cierto que la primacía del conocimiento empírico y el encubrimiento de la naturaleza humana y de sus fines está en la base de todo su desarrollo, hay otros fenómenos que se suman a ello. En efecto, el impresionante desarrollo de los conocimientos biomédicos de los últimos años, y el anhelo por mantener el estado de bienestar biológico el mayor tiempo posible, serían dos ejemplos de estos factores.

Como antes hemos señalado, la visión de una vida feliz, que debe ser biológicamente plena, se va extendiendo por medio de una sociedad de la información cada vez más sofisticada. Esto se hace, sobre todo, de dos maneras. En primer lugar, se difunden las ideas y las prácticas de la cultura corpóreo-vitalista, a través de una tecnología antes inimaginable. En segundo término, se aplica la propia tecnología a la mejora de la vida biológica en sí misma: es sorprendente el crecimiento exponencial de la economía vinculada a este tipo de actividades, tales como gimnasios, escuelas, comercio especializado, aplicaciones informáticas, etc. Y también, del propio enfoque médico (por ejemplo, el gran desarrollo de la cirugía estética).

Es indudable que resulta paradójico, desde el punto de vista antropológico, la cantidad de energías vitales que dedica una ingente multitud de seres humanos a cuidar su cuerpo y su salud más allá de consideraciones médico-patológicas. En muchos casos es, como ya lo hemos mencionado antes, una especie de “ascetismo” moderno, lleno de disciplina y de renuncias, de esfuerzo y de metas, pero que se centra exclusivamente en lo corporal, y rara vez se corresponde con una mejora en los aspectos más duraderos del ser humano, o en la obtención de logros estables de la humanidad en su conjunto.

Por tanto, el vitalismo metabólico, con su dinámica estético-cultural, ha hecho que se pierda de vista la intencionalidad del cuerpo como una realidad que va más allá de la mera funcionalidad biológica. Con este recorte de los fines de la corporalidad, la experiencia de la caducidad humana —ya sea por el dolor, o por el sufrimiento— queda cercenada, puesto que los fines espirituales no son tenidos en cuenta. De este modo, la otra experiencia a la que nos venimos refiriendo —la de la necesidad humana de ser salvado— no puede salir a la luz en la vida individual, ni colectiva. Así, de modo paradójico, nos volvemos menos humanos, porque olvidamos la importancia del dolor como fenómeno que nos condiciona en los aspectos biológicos, psicológicos y sociológicos para la supervivencia de nuestra especie, y su posible conexión con la idea de la necesidad de un Dios que es capaz de superar todos esos condicionamientos (Horvat, 2023).

Pasamos a continuación al tercer apartado, conclusivo, de nuestro estudio. El anhelo en el mundo actual de una salvación al alcance de la mano (que, en todo caso, se entiende como tecnológica).

4. Aspectos conclusivos: el deseo contemporáneo de una salvación tecnificada

La aspiración natural del ser humano a la salvación se identifica con su deseo de felicidad, en lo que ésta última tiene de plenitud. Este es el pensamiento de Tomás de Aquino cuando habla de la felicidad perfecta de los bienaventurados, en contraste con la imperfecta, que se da en esta vida, y que es la que encontramos en Aristóteles. El teólogo medieval vincula la idea filosófica que se encuentra en la Ética Nicomáquea sobre el tipo de vida más alta, o vida contemplativa (Aristóteles, 1998, X, 7, 1177a22-1177b24), con la idea cristiana de la visión beatífica de los redimidos en el cielo. De esta manera, Tomás de Aquino conecta felicidad y salvación, haciendo hincapié de que sólo tras la muerte es posible alcanzar la plenitud del propio ser a través de la visión de Dios. Siguiendo sus palabras:

La felicidad voluptuosa –que consiste en la acumulación de riquezas y en la satisfacción de las pasiones–, por ser falsa y contraria a la razón, es impedimento de la bienaventuranza futura. En cambio, la felicidad de la vida activa –que radica en la práctica de las virtudes morales- dispone para la bienaventuranza futura. Y la felicidad contemplativa, si es perfecta, constituye esencialmente la misma bienaventuranza futura; y, si es imperfecta, es cierta incoación –o inicio– de la misma (Tomás de Aquino, 1972, I-IIa, q. 69, a. 3).

Sin embargo, en la actualidad, la felicidad parece definirse como “un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse mediante la voluntad; como el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro auténtico yo; como el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser vivida; como el baremo con el que debemos medir el valor de nuestra biografía, nuestros éxitos y fracasos, la magnitud de nuestro desarrollo psíquico y emocional” (Cabanas e Illouz, 2019, p. 13).

La idea es alcanzar la felicidad por medio de una voluntad técnicamente fortalecida, y sometida constantemente a la búsqueda eficaz de un estándar de vida que alivie todo dolor o sufrimiento que nos pueda sacar de ese estado deseado. La finalidad de la vida se reduciría, por tanto, a buscar la satisfacción de las propias apetencias del sujeto. Sin embargo, la contrapartida a todo esto sería vivir constantemente contrariados porque, al crecer nuestros deseos de estar satisfechos se incrementarían, también, aquellos que llevan a buscar más elementos tecnológicos que permitan el control de los diversos aspectos vitales; pero que, paradójicamente, terminan por convertirse en instrumentos para un control de los individuos a un nivel sociocultural (Carrasco Díaz-Masa, 2021). El trasfondo hedonista e individualista se hace patente cuando el intento de dominar esos deseos, y expectativas vitales, tiene como finalidad alcanzar el estado que ofrece el vitalismo metabólico. Además, el modo en que éste último puede convertirse en una herramienta de dominio, o de manipulación, se ilumina a través de los posibles escenarios utópicos que la tecnología parece plantear al ser humano y que solo pueden sostenerse ideológicamente (Llano, 1985, pp. 89-112; Postigo, 2019, pp. 5-6).

En este apartado final es importante que indiquemos que una parte de la cultura contemporánea se ha rebelado ante este planteamiento antropológico, como ha ocurrido a través de la literatura distópica, y su interpretación desde la filosofía. La amenaza de la instauración de una vida humana, que quiere salvarse a sí misma por medio de una plenitud quimérica, que termina por deshumanizarla, viene desde muy atrás en el tiempo (Sanmartín Esplugues, 2021). Este peligro de desear una especie de perfección material (biológico-corporal) es asociado no solo con el progreso de la tecnología sino, sobre todo, a su creciente uso, casi intensivo, en la historia (Montoya Camacho y Giménez Amaya, 2022). Ya el escritor británico Aldous Huxley, en su conocida novela Un mundo feliz, inicia su narración con una frase del pensador ruso Nicolás Berdiaeff que dice: “Las utopías aparecen como más realizables que lo que se creía en otro tiempo. Y nosotros nos encontramos actualmente frente a una pregunta bastante angustiante: ¿Cómo evitar su realización definitiva? Las utopías son realizables. […] Quizá comienza un siglo nuevo, un siglo donde los intelectuales y la clase cultivada soñarán los medios para evitar las utopías, y retornar a una sociedad no utópica, menos perfecta y más libre” (Huxley, 2012, p. 7).

En la obra de Huxley se describe una sociedad dominada por la tecnología en la que las personas ya no nacen, sino que se producen en un laboratorio (Huxley, 2012, pp. 19-44). Nunca enferman, ni envejecen, sino hasta cumplir una cierta edad muy avanzada. Sus características fisiológicas, psicológicas, intelectuales e incluso sus tendencias sexuales, son controladas por la manipulación genética, por el adoctrinamiento irracional, y por el consumo de sustancias psicotrópicas. Se trata de un mundo que, sobre todo, se rige por los principios de lo que hemos denominado vitalismo metabólico, el cual es usado como un instrumento de dominio que impide el desarrollo individual de los seres humanos.

Un ejemplo de ello, en esta historia de Huxley, es lo que ocurre con la sexualidad, la cual ha sido banalizada y convertida en un mero producto de consumo. Este tipo de gozo, en la novela que venimos comentando, permite un alivio frente a las angustias que surgen cuando los sujetos intuyen algo del sinsentido de una vida hecha, exclusivamente, para cumplir una función en la sociedad. Los seres humanos son adoctrinados desde su primera infancia para buscar ese tipo de placeres corporales, los cuales son considerados como un bien necesario, no solo para el individuo, sino que, además, poseen un alto valor para el conjunto de la vida social. Son considerados un pilar para la paz y la vida en comunidad (Huxley, 2012, pp. 45-71). Como hemos indicado, todo esto se da en un contexto tecnológico impuesto por el sistema que los gobierna, y que impide desarrollar una conciencia que sea capaz de trascender este escenario. Sin embargo, tal imposición no es percibida, ya que toda búsqueda de satisfacción personal posee unas ciertas características “religiosas”: son como partes de un “culto social” a la materialidad corporal que, a la vez, se vuelve trivial por reducirse a la exaltación de los niveles de los deseos más básicos (Huxley, 2012, pp. 87-98). Se impide, de este modo, que los sujetos piensen más allá de la intensidad del placer que buscan obtener, pero, a la vez, hace que consideren esa satisfacción como su contribución personal al orden civilizado (Huxley, 2012, pp. 99-116).

Lo que venimos indicando nos lleva a entender que, en todo el escenario expuesto, existe una suerte de imposición desde un orden humano superior al individuo, que emplea la tecnología como una especie naturaleza supletoria de su voluntad, y que reduce la intencionalidad de su cuerpo a una única funcionalidad, individual y social a la vez: gozar del placer corporal. Su finalidad es motivar determinadas decisiones del sujeto que, al ser consideradas como estabilizadoras de la sociedad, pasan a formar parte de una especie de “orden moral”. Y, por esto mismo, el placer corpóreo toma las características de un elemento de “salvación” frente a la posibilidad de destruir el “orden” que se presenta en esta distopía. Así, el placer que domina este tipo de sociedad desvía la atención del sujeto de sus verdaderos problemas, y de las cuestiones de su vida que van más allá de la muerte.

En estas propuestas, como las descritas en Un mundo feliz, la tecnología ofrece su poder para intentar dominar la vida. La obra mencionada no se plantea la superación de la caducidad humana, sino que simplemente la retrasa, acentuando el recorte de los fines de la intencionalidad corporal a una simple utilidad. Esto se pone de manifiesto cuando se narra que los cuerpos de los seres que pierden su vigor biológico son reutilizados en los procesos productivos subsiguientes. Es, a todas luces, un intento de controlar, lo más posible, la contingencia humana (Huxley, 2012, pp. 87-88).

La obra de Huxley es concluyente, por tanto, en la denuncia de los intentos contemporáneos para instaurar una idea de felicidad que, utilizando la tecnología, convierta la plenitud del gozo del placer corpóreo en el principio rector del orden social. Sería una forma de “salvar” a la humanidad de una vida distinta a la del simple disfrute. Y esto, en realidad, nos lleva a una verdadera distopía: por lo deshumanizante de esta vida así concebida, y porque ella tampoco cumple con el sentido de plenitud que tiene la verdadera salvación, y que es poder vivir para siempre.

Referencias

Ambrosio de Milán. (1882). Patrologia Latina: Vol. 14. Exameron Libri Sex. J.-P. Migne (ed.). Bibliotecae Cleri Universae.

Ariès, P. (2005). Historia de la muerte en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días. Acantilado.

Aristóteles. (1970). Política. Centro de Estudios Constitucionales.

  • (1998). Ética Nicomáquea – Ética Eudemia. Gredos.

Arregui, J. V. (1992). El horror de morir: el valor de la muerte en la vida humana. Tibidabo.

Bohr, N. (1933). Light and Life. Nature, (131), pp. 421-423 y 457-459. https://doi.org/10.1038/131457a0

Cabanas, E., Illouz, E. (2019). Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Paidós.

Carrasco Díaz-Masa, S. (2021). El uso de las tecnologías para el control social por los grupos de poder. Scio: revista de filosofía, (20), pp. 63-91. https://doi.org/10.46583/scio_2021.20.816

Choza, J. (1990). La realización del hombre en la cultura. Rialp.

  • (2016). Manual de antropología filosófica. 2ª edición. Thématha.

Conferencia Episcopal Española. (2020). Un Dios de vivos: instrucción pastoral sobre la fe en la resurrección, la esperanza cristiana ante la muerte y la celebración de las exequias. https://www.conferenciaepiscopal.es/un-dios-de-vivos/

Enríquez Gómez, M. T., Montoya Camacho J. M. (2021). Imperio y causalidad en Tomás de Aquino. Scientia et Fides, (9), pp. 329-355. https://doi.org/10.12775/SetF.2021.013

Fernández, P. (2014). Reasoning and the Unity of Aristotle’s Account of Animal Motion. En B. Inwood (ed.), Oxford Studies in Ancient Philosophy, Volume 47 (pp. 151-204). Oxford University Press.

Gherab Martín, K. (2020). Biología y filosofía de la complementariedad en Niels Bohr. Bajo Palabra. II Época, (24), pp. 450-473. https://doi.org/10.15366/bp.2020.24.023

Giménez Amaya, J. M. y Lombo, J. A., (2022). Dependencia y vulnerabilidad en la ética de Alasdair MacIntyre. En F. J. de la Torre, M. Loria y L. M. Nontol (eds.), Cuarenta años de After Virtue de Alasdair MacIntyre: relecturas iberoamericanas (pp. 105-114). Dykinson.

Gómez Pérez, R. (2007). Decadencia y esperanza: claves para entender este tiempo. Rialp.

González, A. M. (2016). La articulación ética de la vida social. Comares.

Gracia, D. (2009). El enigma de la enfermedad humana. Revista de Administración Sanitaria Siglo XXI, (7), pp. 517-520.

  • (2011). Bioética: La salud se ha convertido en un bien de consumo. Juanciudad: Revista de los Hermanos de San Juan de Dios, 553, pp. 16-18.

Horvat, S. (2023). Pain, Life and God: Theodicy Informed by Biology and Evolutionary Medicine. Religions, (14): https://doi.org/10.3390/rel14030319

Huxley, A. (2012) Un mundo feliz. Penguin Random House.

Kant, I. (2011). Crítica del juicio. Tecnos.

Lasch, C. (1979). The Culture of Narcissism: American Life in an Age of Diminishing Expectations. W. W. Norton & Company.

Lipovetsky, G. (2000). La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama, 2000.

Llano, A. (1981). La nueva sensibilidad. Espasa Calpe.

Lombo, J. A., Giménez Amaya J. M. (2013). La unidad de la persona: aproximación interdisciplinar desde la filosofía y la neurociencia. EUNSA.

  • (2016). Biología y racionalidad: el carácter distintivo del cuerpo humano. EUNSA.

  • Atención. (2022). En Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, 10.17421/2035_8326_2022_JMGA_2-1

MacIntyre, A. (2001). Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. Paidós.

Merleau-Ponty, M. (1953). La Structure du comportement. P.U.F.

  • (1975). Fenomenología de la percepción. Península.

Montoya Camacho J. M., Giménez Amaya, J. M. (2021). Encubrimiento y verdad: algunos rasgos diagnósticos de la sociedad actual. EUNSA.

  • (2022). Tecnología y poder: el encubrimiento moderno de los fines naturales de la tekné. Cuadernos de pensamiento, (35), pp. 71-104. https://doi.org/10.51743/cpe.323

Murillo, J. I. (1999). El valor revelador de la muerte: estudio desde Santo Tomás de Aquino. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra.

O’Callaghan, P. (2004). La muerte y la esperanza. Palabra.

Organización Mundial de la Salud. (1946). Constitución de la Organización Mundial de la Salud. https://apps.who.int/gb/bd/PDF/bd48/basic-documents-48th-edition-sp.pdf?ua=1#page=7.

Polo, L. (1986). La muerte de los imbéciles. Istmo, (165), pp. 18-19.

  • (2016). Quién es el hombre: un espíritu en el tiempo. En A. González Basterreche (ed.), Quién es el hombre: un espíritu en el tiempo. Presente y futuro del hombre (pp. 21-211). EUNSA.

Postigo, E. (2019). Bioética y transhumanismo desde la perspectiva de la naturaleza humana. Arbor. Ciencia, pensamiento y cultura, (195): https://doi.org/10.3989/arbor.2019.792n2008

Sanmartín Esplugues, J. (2021). ¿Existe una filosofía de la técnica? Sobre ciencia, técnica, utopía y distopía. Humanidades: revista de la Universidad de Montevideo, (10), pp. 255-273. https://doi.org/10.25185/10.11

Schopenhauer, A. (2010). El mundo como voluntad y representación, vol. 1. Alianza Editorial.

Tomás de Aquino. (1952). In Aristotelis libros: De caelo et mundo, De generatione et corruptione, Meteorologicorum expositio, cum textu ex recensione leonina. Marietti.

  • (1972). Summa Theologiae. Marietti.

Vicente, J. (1990). Sobre la muerte y el morir. Scripta Theologica, (22), pp. 113-143. https://doi.org/10.15581/006.22.16299

Notas

(1Esta concepción metafísica parece perfectamente compatible con las teorías científicas que buscan explicar la materia desde la física, y la definen desde los átomos; o desde los protones, neutrones y electrones; o desde los cuarks y los leptones; o desde los fermiones elementales; o incluso desde la relatividad general y la cosmológica. Todas estas teorías se dirigen a la indagación de la esencia de la materia, la cual parece que no puede ser reducida ni a sus partes, ni a las relaciones entre ellas.

(2 Esto nos puede indicar los límites de la utilización de una teleología que desestime la libertad humana dentro de las experiencias de los fines de lo natural, como es el caso de la necesaria consideración de la corporalidad humana. Planteamientos como el de Kant terminan decantando en teorías pesimistas y semideterministas como las de Arthur Schopenhauer, para quien el mundo de los fenómenos se rige estrictamente bajo el principio de razón suficiente, donde el ser humano es capaz de elaborar leyes generales de conducta; mientras que el mundo nouménico, de la voluntad de vivir, se presenta de un modo ciego y arbitrario. La fricción entre estas dos realidades produce dolor y sufrimiento. Por esto, según Schopenhauer, el individuo, para ser feliz, debe encontrar modos morales de controlar su voluntad de vivir siguiendo los pasos del estoicismo hacia una negación de este deseo de vivir (Schopenhauer, 2010, pp. 491-700). Otros intentos de establecer una coherencia entre estas experiencias se ha dado desde el ámbito de la física. En esta última, el paso desde las teorías newtonianas hasta la física cuántica ha dado lugar a interpretaciones sobre los paralelismos entre la vida y la impredecibilidad de los eventos del mundo físico. Así, desde la perspectiva de Niels Bohr, si la física cuántica nos dice que los átomos no tienen trayectoria y continuidades en el espacio y el tiempo, la observación de los seres vivos nos enseña que el paso de la vida a la muerte se produce también en un salto, sin continuidad, sin retorno (Bohr, 1933 y 1952; Gherab Martín, 2020, pp. 461-462). De este modo, el intento de reducir el ser vivo a sus componentes químicos y físicos podría llevar a manipularlo de modo poco adecuado hasta conducirlo a su muerte. Desde este punto de vista, es claro que se aborda la problemática dentro de una epistemología científica que encuentra sus límites explicativos cuando se habla del comportamiento moral. Sin embargo, el paso hacia las valoraciones dentro de una cultura pasa a través de estimaciones éticas como el caso de considerar si es adecuada la manipulación del ser vivo como un simple objeto químico y físico.

(3 Esta terminología la tomamos en cierta consonancia con la llamada intencionalidad del cuerpo descrita por el profesor Jacinto Choza en su Manual de antropología filosófica. Así, explica que “cada célula de cualquier organismo lleva a cabo una actividad formalizadora del medio y de ella misma en relación con este, tanto si el medio es lo exterior como si es el propio organismo. A su vez, cada conjunto de células, cada tejido, cada órgano, etc. desarrolla una actividad formalizadora en que se siguen una u otra alternativa entre varias posibles. El conjunto de todas las actividades formalizadoras del organismo, aunque tengan cada una cierto grado de autonomía, se despliegan a beneficio de la unidad del organismo y del desarrollo máximo que a este le compete. Eso es lo que cabe denominar intencionalidad del cuerpo. Desde esta perspectiva puede decirse que cualquier organismo biológico tiene más ‘libertad’ que una máquina, pues los tipos de actividades formalizadoras que desarrolla e integra son más, y, por otra parte, el desarrollarlas es realizar la ‘acción de poner’ su propia estabilidad o firmeza, o sea, realizar la propia identidad” (Choza, 2016, pp. 167-168). Un riguroso análisis de esta terminología se puede encontrar en (Choza, 2016, pp. 222-228), y además puede consultarse (Merleau-Ponty, 1953; 1975). Al respecto, cabe indicar que nos centramos en los aspectos más intencionales del cuerpo, y que son los que generan las disposiciones para que el sujeto pueda realizar su propia identidad con la acción humana (capacidades cognitivas, volitivas, afectivas, desiderativas, etc.).

(4 Nuestro texto de referencia a este respecto es aquel en el que Tomás de Aquino afirma: “Se denominan bienes deleitables a los que no tienen otra razón para ser apetecidos que el hecho de producir cierto deleite, aun cuando en ocasiones sean dañinos o éticamente reprobables. Por su parte, se llaman útiles a los bienes que en sí mismos no encierran ningún motivo para ser deseados, sino que lo son tan solo en cuanto conducen a una realidad distinta de sí mismos, como la ingesta de una medicina amarga. Por fin, se conocen como bienes honestos aquellos que son deseables por sí mismos” (Tomás de Aquino, 1972, I, q.5, a.6 ad2). Aristóteles ya hablaba de esta clasificación, aunque no de modo explícito, cuando indicaba en la Ética Nicomáquea que lo perfecto es lo que se elige por sí mismo, y no por otra cosa (Aristóteles, 1998, I, 7, 1097a30-1097b5).