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Mucho más lo que nos une que lo que nos separa

Javier Sánchez Cañizares
Investigador del Instituto Cultura y Sociedad. Grupo “Mente-cerebro”
Grupo “Ciencia, Razón y Fe” (CRYF), Universidad de Navarra
Disertación en el acto homenaje a Juan Arana1
Texto inédito, 13 de marzo de 2025.

Resumen: Con motivo de la jubilación del profesor Juan Arana, este texto repasa las ideas más relevantes sobre las relaciones entre ciencia y religión al hilo de su más reciente obra de título homónimo. El autor enfatiza sus acuerdos con la perspectiva del profesor Arana, glosando el común interés de ciencia y religión por el conocimiento de la realidad a pesar de la diversidad metodológica, la importancia del enfoque interdisciplinar y las zonas de intersección entre ambos saberes. Al mismo tiempo, se introducen algunos desacuerdos menores respecto de la percepción de la religiosidad de los científicos, el modo de entender la acción de Dios en el mundo y las relaciones entre su visión del quehacer teológico y la epistemología del riesgo. La conclusión, en cualquier caso, es que una sana retroalimentación entre ciencia, filosofía y teología es más necesaria que nunca para el creyente que quiere dar razón de su esperanza.

Abstract: On the occasion of the retirement of Professor Juan Arana, this text reviews the most relevant ideas on the relationship between science and religion in line with his most recent work with the same title. The author emphasizes his agreements with Professor Arana’s perspective, glossing the common interest of science and religion for the knowledge of reality despite their methodological diversity, the importance of the interdisciplinary approach, and the intersection areas between both kinds of knowledge. At the same time, some minor disagreements are introduced regarding the perception of the religiosity of scientists, the way of understanding the divine action in the world, and the relationships between Arana’s vision of theological work and his epistemology of risk. The conclusion, in any case, is that healthy feedback between science, philosophy, and theology is more necessary than ever for the believer who wants to provide reasons for his hope.

Índice

1. Introducción
2. Lo que (nos) une
3. Lo que (nos) distingue
4. Conclusiones
5. Notas

Introducción

¿Cómo empezar un acto homenaje de quien consideras un maestro? Cualquier opción parece mala y pretenciosa por la tendencia de nuestro lenguaje a la objetivación, así que empezaré por la que considero menos mala: recordar mi primer encuentro con Juan en una conferencia de filosofía en Sevilla al final de la década de los 80, cuando la palabra de moda en vez de “coronavirus” era “noventa y dos”. Yo empezaba a estudiar Ciencias Físicas y los del colegio Mayor Guadaira me llevaban, de vez en cuando, a escuchar a filósofos. Seguramente porque no se fiaban mucho de las ideas que iban cristalizando en mí, entre gradientes, divergencias y rotacionales. No recuerdo de qué habló Juan pero sí que Juan mismo no se me olvidó. Oí que hablaban de él como el filósofo de la naturaleza más importante en terreno patrio.

Me impresionó mucho escuchar a un filósofo. Es decir, a alguien que acepta el reto de razonar desde un lenguaje más o menos común y compartido por todos. Un filósofo que razona poniendo a la ciencia por testigo y, a veces, desde la ciencia, aunque eso es ya más difícil. Quizás por la alergia o desprecio oculto que muchos filósofos y humanistas siguen mostrando respecto de la visión del mundo que nos ofrecen las ciencias naturales. Imagino que Juan se ha sentido muchas veces con vocación de profeta, alguien que dice cosas que no se entienden y a quien se tiene un cierto temor. No podía ser menos quien es del Norte, enseña en el Sur y vive en el Centro, dedicándose a las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Estaría fuera de lugar pretender realizar aquí un somero resumen de su obra. Pero he llegado a la conclusión de que para Juan es mucho más lo que une a estas disciplinas que lo que las separa. Por eso, me centraré humildemente en dar unas pinceladas de sus ideas en el terreno de ciencia y religión. Lo hago además lleno de orgullo y satisfacción, pues le tuvimos en 2017 como ponente invitado de la IV Lección conmemorativa Mariano Artigas del grupo CRYF2, en el que tantas veces hemos sentido su cercanía, simpatía y comprensión.

Lo que (nos) une

Es bien sabido que no tenemos un modelo definido acerca de las relaciones entre ciencia y religión. John Hedley Brooke intenta resumir estas relaciones a lo largo de la historia con el término “complejidad”3. Lógicamente, la complejidad engloba casi todo: armonía, diálogo y enfrentamiento. Ahora bien, para Juan, «si se han producido enfrentamientos, será porque los dos gremios algo tienen que ver entre sí, y entonces resulta conveniente escuchar a las dos partes antes de tomar partido»4. Como buen filósofo —y yo añadiría que como buen moderno—, se queja de que la razón haya sido convertida en el chivo expiatorio de los males de nuestra cultura, cuando ella misma es el mejor antídoto contra cualquier forma de particularismo. ¿Quién sino la razón —y la filosofía— puede ejercer de mediador en este diálogo atávico?

No obstante, es bueno darse cuenta de que, en toda mediación y en toda circularidad de idas y venidas, hay un punto de entrada, a partir del cual se puede ir ampliando el círculo de nuestro conocimiento. A Juan no le duelen prendas en reconocer el aporte y un cierta prioridad de la ciencia en el conocimiento puesto que «la vocación de cualquier tipo de “física” (y la ciencia moderna, a pesar de todas sus peculiaridades, desde luego lo es) consiste en acercarse cada vez más a la metafísica y en último término enlazar con ella»5. Por eso se duele de la escasez de intentos modernos por reconstruir la física aristotélica desde abajo, asumiendo las conquistas valiosas de la nueva ciencia y haciendo los cambios en la metafísica que fueran menester. Juan es muy crítico con la creciente separación entre metafísica y experiencia del aristotelismo moderno y oficial, que acabó por traicionar, por ejemplo, el sentido mismo de la teleología del Estagirita. En ese caldo de cultivo no es difícil entender que la revolución darwiniana consistiera en mostrar que las explicaciones finalistas no siempre implican la existencia de una previsión inteligente.

Llegados a este punto, la tentación de muchos académicos sería la de refugiarse en la excusa del método. Ya se sabe, cada disciplina tiene su propio método y no hay que cometer el error categorial de confundir los planos. O sea, la versión universitaria y educada de “dos no pelean si uno no quiere”. Juan, por el contrario, se atreve a pedir el rescate de «la índole genuinamente filosófica de la ciencia, que sale a relucir en cuanto se eliminan las restricciones de objeto y método, únicos factores que la particularizan»6. Ya se sabe que las victorias que descansen en algún tipo de particularización resultan pírricas y tienen fecha de caducidad. Sin embargo, tanto la ciencia como la filosofía —y yo añadiría la teología— poseen una misma cuna epistémica, como la vieja física de Aristóteles insinúa.

En un pasaje antológico de sus obras, Juan recuerda que «la ciencia es por vocación un intento de averiguar todas las verdades que estén a nuestro alcance, o sea, exactamente lo mismo que pretende la filosofía. Por consiguiente, hay que reconocer que toda ciencia es filosofía, aunque no toda filosofía sea ciencia»7. Sí. Se nos ha vendido durante demasiado tiempo la ilusión de que la ciencia solo se interesa por lo sensible y lo cuantificable, cuando a la ciencia le interesa también la forma y la cualidad, y toda la realidad, sensible y suprasensible. ¿Por qué, si no, hacen los científicos con frecuencia incursiones en terrenos que se consideran solo filosóficos? ¿Por qué si no estamos hoy discutiendo acerca de la especificidad humana, la inteligencia artificial y el transhumanismo? «Decir que los conflictos entre ciencia y religión se habrían evitado si se hubiesen respetado los límites de cada una de ellas no resuelve el contencioso, porque los límites de la ciencia son movedizos, y varían precisamente en función de conflictos en los que los científicos han arrebatado el derecho de tratar cuestiones que antes se habían considerado de la incumbencia exclusiva de los metafísicos y a veces de los teólogos»8.

Para Juan, la ruptura de esa continuidad entre física y metafísica es lo que más ha degradado la mediación filosófica en el diálogo entre ciencia y fe. La gran tentación a la que han sucumbido los espíritus religiosos de la modernidad es que ciencia y religión apenas tienen que nada que ver entre sí. Pero «la ciencia, aunque se mueve dentro de órdenes parciales y restringidos, posee una tendencia natural a totalizarlos, lo que implica y exige una correcta coordinación con otros ámbitos de la existencia humana y muy particularmente con el religioso»9. Esto se puede comprender fácilmente si pensamos en la interdisciplinariedad como un requerimiento de la unidad de vida intelectual de las personas y, en particular, de los creyentes científicos. Todos los humanos que ponen en acto su capacidad intelectual mantienen un particular e íntimo diálogo vital entre la instancia científica y la religiosa. La cuestión es que el movimiento de la razón es imparable aún dentro de la necesaria transición entre sus diferentes registros humanos. Un parón forzado conduce a una negación de la razón contra sí misma10. Por ello, el «principio de no aplicar el método científico más allá de lo razonable, ni pretender resolver cuestiones que no estamos en condiciones de solucionar, corre el riesgo de convertirse en el insano criterio de que lo que está más allá de mi método o de mi competencia no es en el fondo tan importante»11, como vemos desgraciadamente en un renacido positivismo.

Quizás alguien puede pensar que estamos exagerando. Pero no sé hasta qué punto han intentado recientemente, los que así juzguen, un diálogo con científicos profesionales contemporáneos. Hace unos meses coincidí con varios de ellos en un congreso sobre Física y Ontología. Uno de ellos se interesó por la fe cristiana y me pidió que le explicara, con términos que él pudiera entender, lo esencial de dicha fe. Era una persona con cierta religiosidad natural, un poco a la Einstein, podríamos decir. Obviamente hice referencia a la Encarnación y a como en Jesucristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente12. La siguiente pregunta de mi interlocutor no tiene desperdicio: “¿Me estás diciendo que crees que en Jesús de Nazaret se ha roto la simetría gauge global del universo?”.

Los preambula fidei siguen siendo el terreno preferente, las zonas de intersección, donde ciencia y religión se encuentran y donde es más acuciante encontrar un lenguaje compartido por todos. Juan recuerda que «los preámbulos de la fe consisten en afirmaciones sustantivas (positivas o negativas) acerca del mundo y el hombre, en cuanto dependen y están relacionados con Dios. En este campo la ciencia tiene muchos datos que aportar, datos que la filosofía ha de interpretar y valorar para extraer las consecuencias teológicas (o antiteológicas) oportunas»13. Esas zonas de intersección, de soberanía compartida, se llaman para Juan “universo” y “hombre”. Y si para el primero de estos conceptos estamos en una especie de pax romana —aunque estén al acecho en las fronteras del Rin y del Danubio los ataques de los filósofos de los multiversos en cuanto aparezca nueva física—, es en el segundo y su especificidad donde se entablan la mayor parte de las batallas actuales, muchas veces también en conexión con el primero.

Digámoslo claramente. Lo que está en juego es la espiritualidad del hombre y su específica potencialidad causal en la naturaleza: la existencia de una libertad propiamente humana. Juan advierte que «el naturalismo se ha hecho fuerte en este último reducto con la pretensión de que carecemos de cualquier rasgo distintivo que nos permita sacar la cabeza del universo para merecer y esperar un destino que supere lo cósmico. Se cuestiona la presencia de genuina libertad en el hombre, se niega su dignidad y aptitud para tener un verdadero comportamiento ético»14. Para el creyente en un Dios personal, las personas libres son lo más parecido a sí que Dios puede crear. Pero eso no significa negar el carácter radicalmente natural del hombre y, por tanto, sus condicionamientos evolutivos. De hecho, «la conjunción de lo libre y lo no libre en el hombre forma parte de la esencia de lo humano, y también es la raíz del carácter social del hombre»15. Sin embargo, a mi modo de ver, Juan pone el dedo en la llaga de todos los materialismos (también el fisicalista) cuando desenmascara la trampa de convertir «la materia en una fuente de infinita variedad formal, como puede comprobar cualquiera que se asome por ejemplo a versiones especulativas de las teorías cosmológicas inflacionarias». En la raíz de la diferencia está la diferencia16 y no le vendría mal a la física contemporánea reflexionar sobre el contenido filosófico escondido detrás de conceptos como el de ruptura de simetría.

Lo que (nos) distingue

Después de leer a Juan durante unos cuantos años, un pesimista como yo no puede sino envidiar su optimismo de fondo. No solo está convencido de la continuidad entre ciencia, filosofía (¿y teología?) sino que piensa que, «hasta bien entrado el siglo XX el colectivo de los hombres de ciencia era por término medio más religioso que la media de la sociedad que les cobijaba»17. Los científicos, en particular los ilustrados, habrían sido de media más religiosos que los filósofos, literatos e intelectuales de su generación18. Lo que tenemos a finales del pasado siglo y comienzos del actual no sería sino una fluctuación, pues habría una mutua retroalimentación entre el trabajo científico y el credo religioso. Seguramente, Juan será feliz al conocer la existencia de títulos actuales como “La curiosidad penúltima”19, que sostiene el mutuo refuerzo entre ciencia y religión a lo largo de la historia de la humanidad.

No sé si estoy de acuerdo con ello, pero creo que hay datos para el pesimismo. En un reciente trabajo sobre la religiosidad de los científicos profesionales. La socióloga Elaine Ecklund y sus colaboradores muestran una tendencia preocupante en los países occidentales. Los científicos son en promedio la mitad de religiosos —en la teoría y en la práctica— que la sociedad en la que trabajan20. Pero aún más revelador es que esos científicos no piensan en general que haya un conflicto entre ciencia y religión. Simplemente la religión no tiene nada que ofrecer a su cosmovisión del mundo. Pueden entender que haya personas con una especial sensibilidad religiosa, al igual que hay personas con sensibilidad artística, deportiva o gastronómica. A ellos, a los científicos, simplemente la religión no les dice nada.

Evidentemente, esto choca con la posición de Juan y algo debemos estar haciendo mal, como él mismo parece reconocer cuando afirma que «mientras el cristianismo no sea verdaderamente universal, mientras no se consiga que hasta el último habitante del planeta se haga cristiano cabal, algo importante está fallando en los que sí lo son, y reconocerlo es la condición de posibilidad para que puedan o podamos salir del atolladero»21. A mí me parece una denuncia un tanto excesiva, pues ni Jesucristo ni santo alguno logró la conversión de todos sus contemporáneos; ni siquiera de todos los que pasaron por sus vidas terrenas. Pero hay que reconocer que casa mal con la universalidad del cristianismo su progresiva conversión en gueto cultural y científico.

Indudablemente, hay otras cuestiones gnoseológicas donde la posición de Juan es más susceptible de comentarios. Por ejemplo, no sé si llegaremos a estar de acuerdo algún día en su visión de la mecánica cuántica como una teoría en la que la indeterminación es epistémica y no sólo ontológica. Para Juan, como buen filósofo, «la entronización del azar en la ciencia no supone otra cosa que el reconocimiento de los limites intrínsecos de la actividad investigadora»22. Mucho habría que hablar sobre el concepto de azar y no es este el lugar, pero permítaseme señalar que detrás del recurso al azar en la ciencia —como ausencia de correlaciones entre variables en un determinado contexto— puede estar latiendo el don de una determinación que se nos escapa, sencillamente porque la naturaleza y lo dado aparecen como don y regalo.

Y es que la epistemología apunta a la ontología, como bien saben los realistas de buen corazón, como sin duda lo es Juan, para quien «la diversificación del saber es meramente temática. Se establece por los contenidos y no por las formas epistémicas: idéntica sensibilidad, idéntica inteligencia, idéntica razón son ejercidas cuando hacemos ciencia, filosofía o teología»23. Quizás por eso suele ser muy prudente, cuando no hay esperanza de encontrar “hechos” para dirimir entre las opciones teóricas en pugna, preferir abstenerse. No parece por tanto que llegue a ser un fan de esquemas científicos tan aventurados como los que nos brindan las teorías de supercuerdas o los modelos que invocan la mecánica cuántica para intentar entender el problema mente-cerebro. Ahora bien, su epistemología del riesgo no parece congeniar del todo con dicha prudencia o con su posición de fondo respecto de los misterios de la religión que, para él, son «enigmáticos, y lo mejor que podemos hacer con ellos es abstenernos de intentar apuntalarlos (con ánimo de hacerlos menos impenetrables) mediante el procedimiento de iniciar un proceso de racionalización y luego detenerlo de un modo arbitrario. O los explicas del todo (y por tanto niegas que sean genuinos misterios), o mejor los dejas por completo sin explicar»24. La pregunta es simplemente qué significa entonces la reflexión racional de la fe que llamamos teología. Parece entonces como si la epistemología del riesgo hiciese acepción de disciplinas.

He dejado para el final la referencia al núcleo de las cuestiones que interesan a Juan, a mi modo de ver, que no es otro que el problema de la relación entre el mundo y Dios: «tan crucial y espinoso que ha sido explorada y agotada toda la combinatoria de posibles soluciones»25. Se diría que Juan es tan profundamente religioso que acentúa la trascendencia divina hasta límites insospechados. Hasta el punto, diría yo, de casi rechazar la inmanencia de Dios en el cosmos por considerarla demasiado próxima al panteísmo. Juan critica a los que «acentúan la inmanencia de Dios hasta hacerlo descender a los sótanos del cosmos, por debajo del nivel fenoménico en que las máculas son demasiado notorias»26, pero uno podría preguntarse cómo es posible mantener la creencia en la acción de Dios en el mundo y, por tanto, la causalidad divina en toda determinación del universo, sin mantener su trascendente inmanencia para no caer en la caricatura de un Dios intervencionista y chapucero.

Sin duda, Juan sortea esas cuestiones recordando el carácter personal de Dios, que llama a la comunión con Él a las personas creadas. «Podría decirse que en el gesto creador el Infinito se contrapone a sí mismo, es decir, toma conciencia de su infinitud y de la posibilidad de abandonar su soledad autosuficiente a través de un acto amoroso. Pero para eso es indispensable que pueda tomar conciencia de sí, es decir, que sea persona»27. Que sea persona y que llame a personas, podríamos añadir; seres capaces de autodeterminarse libremente, en continuidad con una naturaleza que se autodetermina según su propia legalidad en diversos niveles. Por eso, me atrevo a decir, la distinción entre lo natural y lo sobrenatural o entre lo natural y lo milagroso no es para Juan algo tan relevante, pues «toda la historia del universo se resume en portentos únicos y portentos reiterados»28. Un cosmos maravilloso en el que «hay suficiente orden como para colegir que existen principios que lo unifican, y suficiente desorden para convencerse de que no se trata de una realidad monótona, mecánica, anónima»29. Por eso, continúa Juan, «no creo que sea necesaria otra cosa para hacer viable y fructífero el diálogo entre ciencia y fe en lo que se refiere a la existencia y naturaleza de Dios»30.

Conclusiones

Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Esta idea parafrasea el acento de san Juan XXIII en la búsqueda de diálogo con el mundo moderno. Pienso que también sirve para resumir la visión de Juan Arana acerca de las relaciones entre ciencia y religión cuando se permite a la filosofía ejercer su papel de mediación, permaneciendo fiel al paradigma de la unidad del saber. Si, como subraya, «la separación tajante de la ciencia con respecto a la metafísica, la moral, y en definitiva, a todo lo que pudiera tener implicaciones de tipo religioso, fue en un primer momento parte de una estrategia de autodefensa por parte de los científicos»31, ahora da la impresión de que es más bien a la inversa, ya que «los creyentes de la religión revelada no supieron mantener una comunicación abierta con la ciencia y poco a poco acabaron refugiándose en un modo escindido de vivir las exigencias de la fe por una parte y las de la razón por otra»32. El resultado está a la vista de todos en forma de diversas patologías, «que resultan cuando el hombre de fe se desentiende del sentido filosófico de la ciencia y descuida el trabajo de entrar en diálogo con ella»33.

En mi opinión, hay en la obra de Juan una profunda enseñanza para los docentes e investigadores de la teología. Ciertamente, «la incapacidad de la filosofía para potenciar el diálogo entre ciencia y religión manifiesta la decadencia de la propia filosofía. Pero además repercute negativamente en la teología, tentándola para que se ciña a ser hermenéutica de los textos sagrados, glosa del mundo interior del creyente o fenomenología de la experiencia religiosa»34. Mi particular traducción pedagógico-pastoral es que, si la teología natural y la revelada no van más de la mano, los alumnos se burlarán de la primera y rechazarán la segunda. Pero entonces, ¿cómo se puede acusar gravemente a Juan de optimista? Porque se encarga de recordarnos que «lo propio de la fe cristiana no es aminorar estas incómodas pretensiones y enseñar a domeñar las ambiciones humanas, circunscribiéndolas al estrecho marco de lo que está a nuestro alcance. Tampoco se propone apagar en los creyentes todos los deseos, mostrándoles el camino hacia la indiferencia y la resignación. Por el contrario, enseña a potenciar sus apetitos hasta lo inverosímil, anima a desbordar las barreras que limitan el deseo, empuja a la búsqueda de un objetivo cuya consecución no deje margen alguno a la frustración y el hastío. Dios es el nombre que da el mensaje cristiano al objeto de esta ambición desmesurada, y lo que pide a los hombres es que no se conformen con menos»35.

Sí, Juan. No podemos conformarnos. Por eso tu obra nos ayuda y nos seguirá ayudando a aprender y a recordar (¿como buen platónico?) que: (i) la ciencia moderna tiene unas raíces inequívocamente cristianas, (ii) lleva bastante tiempo perdiéndolas, (iii) sin embargo, todos los intentos de enraizarla en otros suelos se han saldado con sendos fracasos. Y es que la raíz influye en la planta más de lo que a veces pensamos, pues no es solo instrumento de estabilidad sino canal de búsqueda y alimentación. Todo ser vivo es un magnífico ejemplo de circularidad y retroalimentación y la obra de Juan Arana nos ayuda a contemplar la mutua realimentación de ciencia y religión que llamamos filosofía.

Notas

(1 El siguiente texto se empleó en el homenaje, con motivo de su jubilación, del catedrático Juan Arana Cañedo-Argüelles.

(2 Cf. Juan Arana (2017). La filosofía en el diálogo ciencia-religión. Una propuesta a partir de la obra de Mariano Artigas. Pamplona: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra. https://www.unav.edu/web/ciencia-razon-y-fe/leccion-mariano-artigas/leccion-2017

(3 John H. Brooke (2014). Science and Religion. Some Historical Perspectives (2nd ed.). Cambridge: Cambridge University Press.

(4 Juan Arana (2020). Ciencia y religión: ¿enemigas o aliadas? Sevilla. Senderos.

(5 Ibídem

(6 Ibídem

(7 Ibídem

(8 Ibídem

(9 Ibídem

(10 Cf. Étienne Gilson (1966). La unidad de la experiencia filosófica. Madrid: Rialp.

(11 Juan Arana (2020). Ciencia y religión, op. cit.

(12 Cf. Col 2,9.

(13 Juan Arana (2020). Ciencia y religión, op. cit.

(14 Ibídem

(15 Ibídem

(16 Apuesto decididamente por un pluralismo ontológico en Javier Sánchez Cañizares (2019). Universo singular. Apuntes desde la física para una filosofía de la naturaleza. Madrid: Editorial UFV.

(17 Juan Arana (2020). Ciencia y religión, op. cit.

(18 Véase, por ejemplo, Juan Arana (ed.) (2022). La cosmovisión de los grandes científicos de la Ilustración. Convicciones éticas, políticas, filosóficas o religiosas de los protagonistas de la ciencia en el siglo XVIII. Madrid: Tecnos.

(19 Roger Wagner and Andrew Briggs (2016). The Penultimate Curiosity: How Science Swims in the Slipstream of Ultimate Questions. Oxord: Oxford University Press.

(20 Elaine H. Ecklund, David R. Johnson, Christopher P. Scheitle, Kirstin R.W. Matthews, and Steven W. Lewis (2016). “Religion among Scientists in International Context: A New Study of Scientists in Eight Regions”. Socius: Sociological Research for a Dynamic World 2:1-9.

(21 Juan Arana (2020). Ciencia y religión, op. cit.

(22 Ibídem.

(23 Ibídem.

(24 Ibídem.

(25 Ibídem.

(26 Ibídem.

(27 Ibídem.

(28 Ibídem.

(29 Ibídem.

(30 Ibídem.

(31 Ibídem.

(32 Ibídem.

(33 Ibídem.

(34 Ibídem.

(35 Ibídem.