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Razón abierta. Una propuesta personal
Autor: Javier Sánchez Cañizares
Publicado en: María Lacalle Noriega, ed. Diálogo entre las ciencias, la filosofía y la teología. MFV, Madrid 2019, 329 p.
Fecha de publicación: 2019
Ponencia ganadora del Premio Razón Abierta 2018.
Es de bien nacidos ser agradecidos. La primera palabra que debe salir de mi boca en esta magna reunión es de agradecimiento a los organizadores de los premios Razón Abierta, al jurado y a todos los participantes. El agradecimiento es debido porque gracia y justicia se complementan, no se oponen, y porque todos los que formamos parte de este diálogo entre las diversas disciplinas del conocimiento humano servimos de inspiración a los demás en esta apasionante aventura. David Deutsch, un autor no especialmente religioso, en su libro The Beginning of Infinity, ilustra de manera magistral cómo con la aparición del conocimiento intelectual el «infinito» ha llegado al universo1 y ha llegado para quedarse. Quizás el concepto infinito provoca ciertas reticencias en alguno, pero no es esa mi intención. Hay muchas clases de infinitos, como ya intuyó Georg Cantor con su teoría de los números transfinitos en el s. xix, quizás el del pensamiento humano es uno de los más débiles, pero, sin embargo, mantiene toda su potencialidad activa porque siempre es posible pensar más.2 ¿Qué mejor recordatorio para un congreso sobre la razón abierta?
El objetivo de estas ponencias es poner de relieve cómo se puede avanzar en este diálogo interdisciplinar entre las diversas dimensiones y aspectos del conocimiento. Si no queremos caer en una postura whig,3 anacrónica, y defendemos una cierta historicidad del conocimiento, una perspectiva autobiográfica puede resultar de gran ayuda. Desde pequeño tuve la suerte de ir a un colegio de los Hermanos Maristas donde la ciencia se explicaba con rigor y seriedad. Y quizás también fue una suerte (o providencia) que en mis años de adolescente (premilenial, habría que decir) pudiera ver todos los capítulos de la serie Cosmos, protagonizada por el fallecido Carl Sagan. Recuerdo estos hechos porque los considero causas principales de mi interés por estudiar física. Me gustaban mucho las matemáticas, por su rigor y exactitud y era (y sigo siendo) muy torpe para realizar cualquier tipo de experimento. ¿Por qué no estudiar entonces física fundamental o teórica? Con el tiempo, esa pregunta mía se ha ido transformando en otra: ¿cómo puede haber gente que no estudie física o, más aún, ni siquiera esté interesada en ella?
La cuestión es que para mí, de modo natural, aprender ciencia, y más en concreto física, era desde el principio un modo de conocer a Dios, su creación y darle gloria. Recuerdo que mi padre sostenía que me había oído decir que quería estudiar física para llegar a Dios. Comprendía muy bien, existencialmente, el espíritu que animaba a aquellos primeros héroes de la revolución científica, para los que conocer la naturaleza iba de la mano de su fe en un Dios inteligente, que nos ha creado para compartirlo todo con nosotros, también su conocimiento. Jamás he podido comprender las actitudes que reniegan de la curiosidad intelectual como algo peligroso o que ven en la búsqueda del conocimiento una actitud soberbia y carente de humildad.
La física, por tanto, fue mi primera compañera de viaje, y creo que lo sigue siendo. Aún recuerdo la satisfacción intelectual al ver derivar en segundo de carrera, a partir de las leyes de Newton, las formas cónicas para las órbitas de los planetas, o la profunda belleza que se escondía detrás de los requerimientos de invariancia y simetría para desarrollar la teoría de la relatividad. Digamos que, de manera natural, surgía en mí un asombro parecido al que sacudía a Albert Einstein.4 ¿Por qué podemos entender en gran medida el universo? Conforme ha ido pasando el tiempo, he comprendido que este es, quizás, el misterio de los misterios para el científico. En el fondo, ningún científico es un positivista o un instrumentalista puro. Todos quieren conocer la realidad y saben que la están conociendo con los descubrimientos científicos. La actividad científica no es simplemente una tarea de clasificación y ordenamiento de los fenómenos, como se clasifican alfabéticamente las palabras en un diccionario de cualquier idioma. No. Todos sabemos cuán limitada es la utilidad de un diccionario para aprender una lengua. El conocimiento científico revela cada vez más profundamente la estructura íntima de la naturaleza; el científico participa de los secretos del universo de modo análogo a como el experto en un idioma entiende cada vez mejor la estructura íntima que conecta la sintaxis y el significado de los términos que utiliza. El científico comienza a penetrar el lenguaje natural. ¿Pero existe ese lenguaje natural con independencia de la peculiar estructura del conocimiento humano? Volveré sobre ello al final de esta contribución.
Mi historia personal pasa de la física a la filosofía y, especialmente, a la teología sin solución de continuidad. Tras acabar mis estudios de doctorado, acepté la posibilidad de hacer los estudios institucionales de teología en Roma, a principios de este siglo. En ello vi una oportunidad única en continuidad con mi recorrido intelectual. Nunca pensé en los estudios de filosofía y teología como un requisito para ordenarme. Tras una década dedicado a la física, bien sabía yo de sus limitaciones, preguntas sin responder y procedimientos heurísticos poco claros (en todas partes cuecen habas), pero la llama prendida sobre las grandes cuestiones del universo seguía encendida. ¿Cómo no ver los estudios de teología en continuidad con estos intereses?
Los problemas de la «ciencia sobre Dios»
Durante mis estudios sobre física, había tenido la suerte de contar con la guía de Fernando Sols, actualmente catedrático en la Universidad Complutense. Conocí a Fernando gracias a su hermano Ignacio, matemático y filósofo, con quien ya me unía una gran amistad. Ignacio era para mí el mejor ejemplo de sabio cristiano. Un hombre de fe que, al mismo tiempo, es un maestro en su peculiar disciplina, la geometría algebraica, y que conoce lo suficientemente bien la historia de las ideas para señalar las semejanzas que surgen en las grandes cuestiones del pensamiento humano. Con Fernando aprendí a ser más específico en mi investigación. Había, y hay, preguntas mal hechas y preguntas pertinentes. Era necesario saber deshacerse de las primeras y centrarse en las segundas. Parte del proceso de aprendizaje intelectual es saber definir problemas que dan esperanza de solución, sin que eso signifique reducir toda la vida intelectual a ellos. Quizás es esto último parte del problema que aqueja a un buen número de científicos profesionales en la actualidad: cerrar su campo intelectual a la consideración única de problemas para los que existe un método de resolución bien definido, a la par que, desgraciadamente, olvidan que el método es un camino vivo, cambiante, que evoluciona a lo largo de la historia.
Mis avances en teología fueron deudores de muchos profesores romanos, pero, sobre todo, de Giuseppe Tanzella-Nitti, quien me ofreció su guía para adentrarme en el mundo de la teología fundamental, la teología de la revelación y los Padres de la Iglesia. El rigor en la argumentación y la precisión no decayó con mi nuevo guía (aún recuerdo su delicado modo de rechazar capítulos o conclusiones sesgadas o desequilibradas en mi tesis). Pero sí recuerdo que me pidió paciencia si quería hacer una transición intelectual seria de la física a la teología. Me habló, según su experiencia personal, de la necesidad de esperar varios años para llegar a acostumbrarme al modo de argumentación teológico, viniendo de donde venía. Llegados a este punto, no estoy muy convencido de haberlo conseguido.
Déjenme esbozar, aunque sea a grandes rasgos, el problema de la «ciencia sobre Dios» tal y como yo lo veo. El Concilio Vaticano II nos recuerda que la Sagrada Escritura debe ser como el «alma» de la Teología.5 Ciertamente así lo procuran vivir muchos teólogos y muchos predicadores cuando proclaman la palabra de Dios en esa labor tan esencial para la vida de la Iglesia como es la reflexión sobre la fe. Ahora bien, cabría preguntarse entonces cuál es el cuerpo. El cristianismo no es una religión del libro y la fe pura no existe. No es un meteorito caído del cielo sino que resulta impregnada desde sus inicios por la palabra humana. Incluso es probable que esta manera de decir resulte demasiado pobre para describir el misterio de un Dios que, en su inefable condescendencia (synkatabasis), se comunica mediante palabras humanas. La interpretación es inherente a la Sagrada Escritura. Pero, ¿de dónde tomar los criterios para la interpretación? El último Concilio alentó a prestar atención al contenido y unidad de la Escritura, teniendo en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe.6 ¿Y dónde queda la analogía del ser? San Juan Pablo II tuvo que recordar que la filosofía es necesaria para la teología, una teología que pretende ofrecer conocimiento y no solo consideraciones piadosas.7 La pregunta es entonces: ¿entra también aquí la cosmovisión que ofrece la ciencia actual?
A veces es corriente encontrarse con teólogos que no toman demasiado en serio a la ciencia. Puede que aquí convenga hacer un poco de autocrítica. Se da en ocasiones una cierta idea de fondo de que la ciencia, aunque deba ser respetada, no debe ser tomada muy en serio a la hora de abordar las grandes cuestiones sobre Dios, el hombre y el mundo debido a su provisionalidad. El recurso a Karl Popper y su criterio de falsabilidad para las teorías científicas parece hacer germinar en muchos filósofos y teólogos la idea de que lo que hoy es, mañana no lo será en el mundo científico. ¿Para qué entonces gastar fuerzas y energías en dialogar con la ciencia o intentar tender puentes de contacto con islas de conocimiento que serán tragadas por el próximo tsunami científico?
Al redactar estas palabras, me venían a la memoria, por su paralelismo con el tema que nos ocupa, las preguntas que Richard Dawkins dirigió al entonces arzobispo de Canterbury Rowan Williams en el ya famoso debate que mantuvieron los dos en 2012, en el Sheldonian Theater de la Universidad de Oxford:
Cuando pensamos en quien escribió el Génesis, no hay ninguna razón para pensar que poseyera una sabiduría o un conocimiento especiales. ¿Por qué quiere usted perder su tiempo reinterpretando un Génesis que no tiene sentido en el siglo XXI? ¿Por qué no conectar simplemente con lo que la ciencia sabe en el siglo XXI? ... ¿Por qué no habla usted de problemas morales o espirituales como usted entienda que debe hablar? ¿Cómo puede ayudar apoyarse en un texto que alguien escribió 800 años antes de Cristo?8
Evidentemente, se trata de un paralelismo inverso. En las dos situaciones que contrapongo se da una posición de partida en cierto modo cerrada (como si la Biblia o la ciencia dijeran todo lo necesario para el hombre) y, todo lo más, se concede que la otra disciplina, la ciencia o la Biblia, pueda decir algo si se somete a los estándares preestablecidos por la disciplina superior. Pero, en sí misma, para el fundamentalista religioso o científico, la ciencia «subalterna» poco puede añadir.
Dejando a un lado el cientificismo, que no creo sea el problema que nos ocupa en esta sede, me parece que se da un malentendido en la comprensión del valor de las teorías y modelos científicos por parte de muchos filósofos y teólogos aún renombrados. La ciencia no es provisional en su totalidad. Hay avances científicos que se han producido de modo irreversible. Digamos que han llegado y han llegado para quedarse. Eso no significa que dichos avances ofrezcan una verdad completa o total. Pero sí que dan un marco de comprensión a partir del cual el progreso en el conocimiento científico del universo irá determinándose y alcanzando nuevas verdades, aunque estas sigan siendo parciales e incompletas. Por poner un ejemplo, la teoría de la evolución, si bien puede tener problemas específicos por resolver, ofrece un marco irrenunciable para nuestra comprensión del mundo: el de un universo en evolución, en donde el cambio y la adaptación son conceptos centrales. Pretender que esa visión es provisional es simplemente desconocer la historia y la epistemología científica.
Por ello debemos preguntarnos si la reflexión creyente sobre la fe y la misma filosofía cristiana están siendo serias a la hora de dialogar sinceramente con la visión científica del mundo. No sé si el problema es de miedo o de una malentendida prudencia. Para que no se me acuse de ir demasiado lejos en mi autocrítica, déjenme citarles unas palabras de Benedicto XVI en sus últimas conversaciones con Peter Seewald, ante la pregunta sobre dónde está Dios en el mundo:
Es realmente importante que renovemos en muchos aspectos muestro pensamiento, que eliminemos por completo estas nociones espaciales y entendamos las cosas de un modo nuevo .... Es ante todo la teología la que debe ponerse a trabajar más a fondo en estas cuestiones para volver a proporcionar a las personas posibilidades representativas. En este punto, la traducción de la teología y la fe al lenguaje actual presenta todavía enormes deficiencias; es necesario crear esquemas de representación que ayuden a los hombres a entender en la actualidad que no deben buscar a Dios en un lugar concreto. Aquí hay mucho que hacer.9
Me parece que no deben dolernos prendas en reconocer este problema. Tengamos la humildad de reconocerlo, si no queremos que el pensamiento creyente quede reducido a un gueto cultural, en forma de museos para turistas o bibliotecas de libros para historiadores de las religiones.
La interdisciplinariedad en la Universidad de Navarra
Tras unos años enseñando Teología Moral, la Providencia se apiadó de mí y tuve la oportunidad de recalar en el grupo «Ciencia, Razón y Fe» (CRYF) de la Universidad de Navarra, gracias sobre todo al buen hacer del profesor Santiago Collado. Ya había conocido a su fundador, el fallecido profesor Mariano Artigas, cuando estudiaba Física en Madrid. Ahora, sin embargo, se me ofrecía la posibilidad de dialogar en un ambiente verdaderamente interdisciplinar, con profesores en posesión de un doble background, humanístico y científico. Comprendí enseguida que a esto iba a dedicar el resto de mi vida académica.
Puede parecer evidente, pero la interdisciplinariedad y los esfuerzos por ampliar nuestra racionalidad pasan necesariamente por un estadio previo de diálogo. Quizás es eso lo más valioso que he encontrado en el CRYF: la oportunidad de dialogar regularmente en los seminarios que se organizan, abiertos a todos, en un entorno amigable, pero sin la presión de tener que realizar una labor apologética, de contentar a un público enfervorizado o de asegurar a toda costa el rigor y la precisión propios de un artículo científico. El diálogo comienza con el interés personal por lo que tiene que decir el otro, porque se tiene la esperanza e incluso el deseo de que lo que se diga va a servir para abrir horizontes, si no en la propia disciplina, sí en la cosmovisión del mundo a la que cada uno llega por su particular camino.
Siempre he tenido la sospecha —puede que totalmente desenfocada— de que los que no desean intervenir en este diálogo escudándose en las diferentes metodologías caen en lo que podría llamarse la «dictadura del método», olvidándose, en el mejor de los casos, de que la metodología es un producto maduro de un conocimiento humano que ha tenido que arriesgar muchísimas veces para realizar hipótesis, modelos y teorías que le han permitido avanzar y renovarse. He de decir que aquí soy también deudor de la epistemología del riesgo, término acuñado felizmente por el profesor Arana. La cuestión es sencillamente que, si queremos avanzar, es necesario arriesgar. Hay que aportar novedad y no tener miedo a la selección. Son necesarias la creatividad personal y el sometimiento humilde al parecer de sabios y entendidos, quizás especialmente en el propio campo, donde hay más riesgo de confiarse y salirse fuera de la carretera. ¿Se puede ser más evolucionista en epistemología?
Ahora bien, la epistemología del riesgo sería ingenua si no reconociese que no todo cambio es posible o deseable: que deben existir unas bases firmes en cada disciplina que resultan pacíficamente aceptadas (aunque a veces puede ser muy difícil explicitarlas) y que solo respetando dichas bases tiene sentido introducir cambios y puntos de vista nuevos en la construcción cognoscitiva. ¿Pero no es así como también funciona la naturaleza? ¿No asistimos a un creciente proceso de complejidad en los sistemas que aparecen? Mi antecesor en la dirección del CRYF, el profesor José Manuel Giménez Amaya, a quien debo tanto en cuanto al aprendizaje de tareas de dirección, me advirtió del creciente proceso de formalización que se da en la naturaleza, aparentemente sin explicación científica previa. Esta es una de las claves de bóveda para la reflexión en la contemporánea filosofía de la evolución. La complejidad creciente en la evolución del universo no es un epifenómeno producido a causa de nuestra manera específica de contemplar la realidad. El universo tiene un carácter manifiestamente no ergódico, direccional, como apuntan la segunda ley de la termodinámica y la bajísima entropía inicial del Big Bang. Existen datos científicos suficientes para rechazar que la aparición de la vida en un planeta como la tierra es una mera fluctuación termodinámica. En vez de explorar todo el conjunto de posibles estados físicos que le resultaría accesible, el universo mismo parece concentrarse en posibilitar la emergencia de sistemas que mantienen su individualidad y unidad. Si bien la disolución de la muerte o la erosión acaben triunfando, ello trae anejo la aparición de nuevos sistemas, cada vez más robustos e integrados frente a la amenaza de la segunda ley. Por supuesto, uno es libre de mantener que todo ello no deja de ser una fluctuación en un universo que es mucho más grande de lo que imaginamos10 (un multiverso), pero la carga de la prueba científica recae en quien así lo defienda y, sobre todo, la tarea de explicar científicamente, la ruptura de la simetría que implica la existencia de una flecha termodinámica del tiempo.
Por tanto, la complejidad relativa a la evolución de la vida y a la evolución del universo están más profundamente ligadas de lo que uno podría ingenuamente pensar.11 Desgraciadamente, algunos biólogos parecen desconocer que existe por el momento una ciencia más fundamental que la biología y que la materia inerte tiene sus propias dinámicas que sorprenderían a muchos. Desde luego, este es uno de los mensajes fuertes de «Universo singular», que también es deudor de la obra Naturaleza creativa, recientemente publicada junto con los profesores Javier Novo y Rubén Pereda.12
Pero quizás me estoy acelerando un poco, como sucede en las películas actuales que empiezan por el final, y necesito hacer flashbacks. Una de las características definitorias del grupo CRYF es la relevancia de la mediación filosófica para que el diálogo entre ciencia y fe pueda ser fructífero. Esa fue una de las señas de identidad que el profesor Artigas quiso imprimir en el grupo y puedo asegurar que estamos convencidos de querer respetar.
Personalmente, siempre llamó mi atención la insistencia de Artigas13 y otros expertos14 en hablar de los presupuestos de la actividad científica. Existen diversas maneras de clasificar dichos presupuestos, pero todos apuntan a una idea central. La ciencia no es una actividad humana aislada ni única. Todo conocimiento científico parte de unos presupuestos, que podríamos llamar pre-científicos, anteriores a la misma actividad científica, que permiten su feliz desarrollo. Aunque podamos estar en desacuerdo en otras cuestiones, este es uno de los grandes recordatorios de la corriente del empiricismo constructivista en la filosofía de la ciencia defendida actualmente por Bas van Fraassen15 y, también a su modo, por Mariano Artigas. La ciencia construye su objeto y, en ocasiones, a través de duras pruebas históricas. No hay que avergonzarse por ello, más bien todo lo contrario. La ciencia no es un sustituto del conocimiento humano, es conocimiento humano. ¿Cómo no reconocer su deuda con las conceptualizaciones, juicios y raciocinios llevados a cabo en cada época de la historia? Al mismo tiempo, la actividad científica madura, establecida y desarrollada de modo peculiar para cada disciplina, es una especie de alta velocidad del conocimiento humano. Una vez cartografiado el terreno, gracias a la labor de los exploradores, es posible experimentar de modo cada vez más universal y sencillo nuevas regiones de la realidad.
El reconocimiento de la imposibilidad de un isomorfismo entre realidad y teoría científica, la existencia de una inconmensurabilidad radical entre realidad y conocimiento científico, resultó extraordinariamente fecunda en mi caso para desenmascarar las contradicciones internas de los que defienden, por ejemplo, una teoría identitaria entre la mente y el cerebro. Para ello, era necesaria otra vuelta de tuerca: recurrir a las sutilezas de la teoría más fundamental sobre la materia de que disponemos actualmente, es decir, la mecánica cuántica. Ciertamente no es este el lugar para discutir las peculiaridades epistemológicas de dicha teoría.16 Baste mencionar aquí su carácter intrínsecamente indeterminista (no sabemos cómo se produce la determinación última de la naturaleza)17 y la necesidad de añadir prescripciones cognoscitivas para conectar el formalismo con la realidad y hacerlo predictivo.
Volveré sobre esto último en un momento, porque quizás es el elemento crucial para entender la pertinencia de las dimensiones antropológicas y éticas en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero, volviendo al llamado problema mente-cerebro, trabajando junto a investigadores de este grupo del Instituto Cultura y Sociedad de mi universidad, pude descubrir cómo la mayoría de los neurocientíficos que mantienen el surgimiento de la mente, la conciencia y la libertad humanas como un producto de la actividad cerebral, aún mantenían una visión de la física del siglo xix o, en el mejor de los casos, confiaban ciegamente en los procesos de decoherencia para descartar la relevancia de la mecánica cuántica en la comprensión del problema mente-cerebro. Curiosamente, nadie más allá de los filósofos de la física dedicados a las interpretaciones de la mecánica cuántica, parecía comprender que el programa de la decoherencia no sirve para resolver el problema de la determinación en la naturaleza y, al mismo tiempo, descansa en una partición sistema-entorno que es pre-física y responde a los intereses de los investigadores. Dicho en otras palabras, los defensores de una mente como producto del cerebro han de confiar implícitamente en la decoherencia cuántica para que su futura teoría funcione, pero para que la decoherencia funcione, es necesario invocar una mente que realice la partición sistema (neuronas)-entorno (resto del cerebro o de la realidad).18
He de reconocer que el campo de la mecánica cuántica y sus interpretaciones ha sido desde siempre mi favorito. Retornar a él, me dio también la oportunidad de discutir la insuficiencia de cualquier posición compatibilista en la discusión sobre la existencia de la libertad19 pero, sobre todo, me brindó la posibilidad de volver a las reflexiones filosóficas de los padres fundadores de la mecánica cuántica y entender con mayor profundidad la sabia complementariedad presente en la interpretación estándar, de Copenhague, apadrinada por Bohr y Heisenberg, frente a los que sueñan con una mecánica cuántica unitaria, que no necesite recurrir al postulado de la reducción de la función de onda después de llevar a cabo una medición.
Merece la pena discutir con algo de detalle el problema porque, en cierto modo, refleja la constante que he ido comprendiendo con mayor profundidad cada vez en mi recorrido intelectual personal: un caso paradigmático de ruptura de simetría. La física contemporánea conoce demasiado bien este recurso para explicar la realización concreta de una solución de entre todas las posibles, dentro de la simetría de los modelos en cuestión con que se trate cada problema. Ahora bien, en mecánica cuántica este es el problema de la medida: ¿por qué, de entre todas las posibilidades que brinda la función de onda, solo se actualiza una de ellas cuando realizamos una medición? El programa de la decoherencia cuántica es muy prometedor para dar una explicación de porqué algunas magnitudes son más robustas que otras en el marco de interacciones físicas muy concretas. Digamos que el programa de la decoherencia, que no se aparta del formalismo cuántico, justifica la preferencia de la naturaleza de unos observables frente a otros. Sí, solo que es incapaz de predecir con su puro formalismo cuáles deben ser esos observables. Para ello es necesario conectar el formalismo con nuestras observaciones, que siguen estando en la base (casi podríamos decir que como un trascendental) de la misma posibilidad de desarrollar una teoría científica, como la mecánica cuántica, que tenga que ver con la realidad que experimentamos.
Así, en uno de mis últimos trabajos, recogido y ampliado en «Universo singular», me dedico a poner de relieve los presupuestos y peticiones de principio en los que incurre la interpretación existencialista de la mecánica cuántica llevada a cabo por Zurek.20 La interpretación existencialista hace a la teoría de la evolución responsable de la selección de observables físicos concretos (como la posición de los objetos o las longitudes de onda de la radiación) a través de los que los seres humanos conocemos el mundo. La ventaja adaptativa de dichos observables, continúa la interpretación existencialista, es la predictibilidad: ellos nos ofrecen la posibilidad de anticipar lo que va a ocurrir, lo cual resulta evidentemente una imponente ventaja adaptativa. So far so good, si no fuera porque en ningún lugar del formalismo cuántico aparece nada que tenga que ver con la predictibilidad. Esta última, evidentemente, tiene que ver con la relativa estabilidad de los objetos del conocimiento humano: esa capacidad de poseer formas naturales de modo inmaterial (intencional, dirían los más clásicos), sin necesidad de convertirse en el compuesto material conocido.
Dicho de otra manera —y dejando al margen la cuestión de la determinación última—, para que todo pueda encajar y tener sentido, incluso el formalismo de la mecánica cuántica necesita el presupuesto de nuestras observaciones más básicas. Pretender derivar todo el conocimiento científico —la misma teoría cuántica— de su puro formalismo acaba en una petición de principio, un razonamiento circular que olvida los presupuestos desde los que tiene sentido la misma actividad científica: una actividad del conocimiento humano con unos fines, intereses y límites determinados.21 Pretender aislar el conocimiento científico de la naturaleza de las dimensiones más directamente humanas, antropológicas y éticas, del conocimiento significa caer en un bucle sin retorno, que acaba por desposeer de significado a la misma ciencia. No andaba desacertado Quine cuando criticaba la propuesta neopositivista y falsacionista, haciendo notar que, strictu sensu, una afirmación científica es infalsificable, porque siempre se pueden cambiar el resto de los presupuestos en los que descansa la comprobación experimental, haciéndolos responsables del resultado negativo de un test. Leído en positivo, esto significa que las afirmaciones científicas son solidarias del resto de proposiciones que configuran, en general, el conocimiento humano. Soy bien consciente de que esta última afirmación es demasiado difusa, pero no puede ser de otro modo, según lo veo yo, cuando estamos hablando de las capacidades cognitivas humanas: conocemos la realidad a nuestro modo —un conocimiento inmaterial basado en un conocimiento sensorial que depende de la escala física en la que nos movemos—. Por eso, entre otras cosas, nuestro conocimiento no es (toda) la realidad.
¿Qué significa una razón abierta?
Estas últimas consideraciones me conducen a la parte final de mi contribución. ¿Qué sentido debemos dar a una razón abierta? Lo que la física actual nos enseña, a mi modo de ver, es la circularidad abierta que se da entre la naturaleza y nuestro conocimiento de ella. Al hablar de universo singular, aparte de traer a nuestra consideración las preguntas sin resolver (y muy posiblemente sin respuesta futura) en la física actual, he querido manifestar cómo esas singularidades nos retrotraen a los presupuestos en los que se basa la ciencia misma. Más que límites, dichos presupuestos son condiciones de posibilidad que, lógicamente, quedan al margen de la ciencia, pero al mismo tiempo la posibilitan. En el último caso, estamos hablando de la profunda complementariedad que se da entre teorías y observaciones. Quizás sea este también el sentido último del principio de complementariedad de Bohr, profundamente incomprendido y controvertido hasta la fecha: nuestras observaciones determinan la forma de las teorías científicas de una manera radical, mucho más profunda de lo que se piensa.
Lo verdaderamente asombroso es que pueda darse esa conexión entre observaciones y teorías, entre conocimiento sensible e intelectual: algo, por cierto, que resulta ser exclusivamente humano, si prestamos atención a esa peculiar síntesis de mundo material y mundo espiritual que se da en él. ¡Atención! Esto no supone en lo más mínimo una negación del paradigma evolutivo, antes al contrario, parece que nos hallamos en un universo singular, porque, como manifiestan sus singularidades, resulta ser un universo con una historia que permite el surgimiento de sistemas individuales en los que, en uno de ellos, resulta posible el conocimiento inmaterial: un universo capaz de albergar individualidad, vida y conocimiento, un universo que puede llegar a conocerse a sí mismo en el ser humano, como su fruto más preciado. La inmaterialidad, presente desde el principio en el despliegue de las diversas formas naturales, alcanza su ápice en el conocimiento intelectual del que es capaz el ser humano: podemos testear el universo sin necesidad de jugarnos la vida mediante el peligroso juego de ensayo y error al que conduce la mera variabilidad genética. Quizás la ciencia misma es uno de los mejores frutos de dicho conocimiento inmaterial, siendo en sí misma, como recordaba Husserl, una actividad profundamente espiritual.22
Resulta entonces verdaderamente paradójico que se pueda utilizar la ciencia como arma arrojadiza contra la religión o como defensa de un burdo materialismo. Los físicos estamos muy acostumbrados a tratar con la materia, pero la materia sola es algo muy difícil de comprender; más aún, es ininteligible —como dirían los buenos aristotélicos— sin algún tipo de formalización. Es llamativo que nuestro modelo estándar de la materia cuente hoy con seis quarks, seis leptones y un número similar de bosones intermedios que median las interacciones entre las partículas fundamentales. Casi todos los físicos esperamos que haya alguna simetría más fundamental detrás de ello, pero hablar de pura materia… Eso son palabras mayores y mayormente desacertadas. Quizás hoy día ya no existan materialismos tout-court, pero algunos sucedáneos se esconden bajo el paraguas del naturalismo metafísico, la creencia de que solo existen causas físicas en el universo. Entiéndaseme bien; por supuesto, poco tengo que objetar al naturalismo metodológico de la actividad científica, que todos deberíamos subscribir. Incluso puedo entender la postura del científico que no desea salir de su zona de demarcación (o sea, de su comarca). Pero mantener a partir de ahí un naturalismo metafísico supone no haber entendido ni qué es la naturaleza, ni qué es el conocimiento humano ni, por supuesto, qué es la ciencia.
Permítaseme una anécdota. Hace unos meses, tuve la oportunidad de participar en un debate organizado por una asociación de alumnos de mi universidad. He de reconocer que fui a dicho evento un poco engañado. Al principio pensaba que se trataba solo de evaluar un debate de alumnos sobre el manido tema de ciencia frente a religión. Cuando acabó el debate de los alumnos, me llevé la sorpresa de tener que participar en una posterior mesa redonda con profesores de otras universidades sobre la misma cuestión, atendiendo además a las preguntas y requerimientos del público. Uno de los asistentes se dirigió a mí para recriminar las afirmaciones contradictorias que aparecen en la Biblia citando, en concreto, un pasaje del libro del Levítico que ahora mismo no recuerdo. Cuando pude hablar, hice referencia al problema de los géneros literarios en la Sagrada Escritura y al complicado problema de las interpretaciones. Para mi sorpresa, uno de los profesores participantes tomó entonces la palabra para decir: «¿Veis? Eso es lo bueno de la ciencia; en la ciencia no hay interpretaciones». Entonces, de manera un tanto tímida, intenté matizar un poco y respondí: «Hombre, sí que hay interpretaciones, por ejemplo, de la mecánica cuántica». La subsiguiente respuesta de mi interlocutor fue un tanto desconcertante para mí: «Sí, bueno, pero eso son interpretaciones en un sentido distinto». En fin, ahí lo dejamos.
Me parece, por tanto, que una razón ampliada es una razón sin miedo, que busca siempre entender más (ese pensar que no acaba nunca) acerca del mundo, aunque sea consciente de sus limitaciones. Es una razón con diferentes registros, porque hay una racionalidad inherente a cada parcela del conocimiento humano pero, al mismo tiempo, una razón que es capaz de dialogar, porque existe un logos más profundo en el que se puede apoyar y no quedar enredada en diferentes juegos del lenguaje. Y, por supuesto, una razón que se atreve a pasar del fenómeno al fundamento.23 También esto es posible desde las ciencias más básicas y, por eso, sugiero que la mediación filosófica se realice no en abstracto, sino en concreto, tomando ocasión del lenguaje universalmente aceptado por cada disciplina científica para hacer explícitos sus implícitos y presupuestos. Una filosofía que no es solo filosofía de la ciencia en general sino filosofía de la matemática, de la física, de la biología o de la neurociencia, en particular. Una filosofía que permite a cada persona recorrer el camino ascendente de las ciencias hacia Dios y también el camino descendente de la revelación divina al lenguaje de los hombres, que son uno y el mismo camino. Solo así podremos atisbar esas posibilidades representativas de las que nos hablaba Benedicto XVI. Y solo así podremos renovar el compromiso de la fe con la razón, a través de una circularidad que no se cierra en sí misma, sino que, al admitir más dimensiones, se transforma en una hélice que se yergue hasta alcanzar a Dios. Por eso, si de razón abierta hablamos, déjenme acabar con mi cita favorita del Papa emérito:
No se comienza a ser cristiano —y, por tanto, el creyente no da testimonio— por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con la Persona de Jesucristo, «que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, n.º 1). La fecundidad de este encuentro se manifiesta también, de modo peculiar y creativo, en el actual contexto humano y cultural, ante todo en relación con la razón que ha dado origen a las ciencias modernas y a las relativas tecnologías. En efecto, una característica fundamental de estas últimas es el empleo sistemático de los instrumentos de la matemática para poder actuar con la naturaleza y poner a nuestro servicio sus inmensas energías.
La matemática como tal es una creación de nuestra inteligencia: la correspondencia entre sus estructuras y las estructuras reales del universo —que es el presupuesto de todos los modernos desarrollos científicos y tecnológicos, ya expresamente formulado por Galileo Galilei con la célebre afirmación de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático— suscita nuestra admiración y plantea un gran interrogante.
En efecto, implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. Cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad.
Sobre estas bases resulta de nuevo posible ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. Se trata de una tarea que tenemos por delante, una aventura fascinante en la que vale la pena embarcarse, para dar nuevo impulso a la cultura de nuestro tiempo y para hacer que en ella la fe cristiana tenga de nuevo plena ciudadanía.24
1 Deutsch, D., The Beginning of Infinity. Explanations that Transform the World. Londres: Penguin Books, 2011.
2 Cf. Polo, L., Curso de Teoría del Conocimiento II. Pamplona: Eunsa 1989, pp. 130-131; ídem, Curso de Teoría del Conocimiento III. Pamplona: Eunsa 1988, p. 33.
3 Meléndez Sánchez, J., De Tales a Newton. Ciencia para personas inteligentes. Pontevedra: Ellago Ediciones 2014, pp. 15-17.
4 «You find it strange that I consider the comprehensibility of the world (to the extent that we are authorized to speak of such a comprehensibility) as a miracle or as an eternal mystery. Well, a priori one should expect a chaotic world which cannot be grasped by the mind in any way. One could (yes one should) expect the world to be subjected to law only to the extent that we order it through our intelligence. Ordering of this kind would be like the alphabetical ordering of the words of a language. By contrast, the kind of order created by Newton’s theory of gravitation, for instance, is wholly different. Even if the axioms of the theory are proposed by man, the success of such a project presupposes a high degree of ordering of the objective world, and this could not be expected a priori. That is the «miracle» which is being constantly reinforced as our knowledge expands»: Albert Einstein, Letters to Solovine, translated by Wade Baskin, with an introduction by Maurice Solovine (Nueva York: Philosophical Library, 1952-1987), pp. 132-133; citado en Giuseppe Tanzella-Nitti, «Si può parlare di Dion nel contesto della scienza contemporanea?», Scientia et Fides, 4/1 (2016), pp. 9-26.
5 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, 18/XI/1965, n.º 24; http://www. vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651118_dei-verbum_ sp.html; ídem, Decreto Optatam totius, 28/X/1965, n.º 16. http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_optatam-totius_sp.html.
6 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, 18/XI/1965, n.º 12.
7 «La teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica. Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente. Además, la teología necesita de la filosofía como interlocutora para verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones»: san Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, 14/IX/1998, n.º 77. http://w2.vatican.va/content/john/paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html.
8 Dawkins, R., Debate con el Arzobispo Rowan Williams. Oxford, 23/II/2012. La traducción es mía. https://www.youtube.com/watch?v=nBYvYAa4xfU&t=222s.
9 Benedicto XVI, Últimas conversaciones con Peter Seewald. Bilbao: Mensajero 2016, pp. 289-290.
10 Un ejemplo muy reciente de esta posición puede verse en Carlo Rovelli, The Order of Time. Nueva York: Riverhead Books 2018.
11 Cf. Penrose, R., The Road to Reality. A Complete Guide to the Laws of the Universe. Londres: Jonathan Cape 2004, pp. 762-765; Paul Davies, «The nature of the laws of physics and their mysterious biofriendliness», Euresis 5 (2013), pp. 15-36; Lee Smolin, Time Reborn. From the Crisis in Physics to the Future of the Universe. Boston – Nueva York: Houghton Mifflin 2013; Stuart A. Kauffman, Humanity in a Creative Universe. Oxford: Oxford University Press, 2016.
12 Novo, J., Pereda, R., y Sánchez Cañizares, J., Naturaleza creativa. Madrid: Rialp 2018.
13 Cf., por ejemplo, Artigas, M., La Mente del Universo. Pamplona: Eunsa 1999, p. 53.
14 Tanzella-Nitti, G. «Si può parlare di Dion nel contesto della scienza contemporanea?», Scientia et Fides, 4/1 (2016), 9-26, pp. 13-14.
15 Véase, por ejemplo, Van Fraassen, B. Scientific Representation: Paradoxes of Perspective. Oxford: Clarendon Press 2008.
16 Para el lector interesado, recomiendo la entrada de Jenann Ismael, «Quantum Mechanics», The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2015 Edition), Edward N. Zalta (ed.), https:// plato.stanford.edu/archives/spr2015/entries/qm/.
17 Arana, J., Los sótanos del universo. La determinación natural y sus mecanismos ocultos. Madrid: Biblioteca Nueva 2012.
18 Sánchez Cañizares, J., «The mind-brain problem and the measurement paradox of quantum mechanics: Should we disentangle them?», NeuroQuantology 12/1 (2014), pp. 76-95.
19 Sánchez Cañizares, J., «¿Es compatible el compatibilismo con la existencia de correlaciones cuánticas del tipo EPR?», Pensamiento 73/276 (2017), pp. 599-602.
20 Zurek, W. H., «Decoherence, einselection, and the existential interpretation (The Rough Guide)», en Philosophical Transactions of the Royal Society of London A 356 (1998), pp. 1793-1821. La crítica puede encontrarse en Javier Sánchez Cañizares, «Classicality First: Why Zurek’s Existential Interpretation of Quantum Mechanics Implies Copenhagen», Foundations of Science (en prensa).
21 Artigas, M. Filosofía de la ciencia experimental: la objetividad y la verdad en las ciencias. Pamplona: Eunsa 1989; Luciano Floridi, The Philosophy of Information. Oxford: Oxford University Press 2011.
22 «Natural science is a spiritual activity of natural scientists working in cooperation with each other». En Edmund Husserl, Phenomenology and the Crisis of Philosophy, traducido por Quentin Lauer (Nueva York: Harper and Row Publishers, 1965), p. 154.
23 San Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, 14/IX/1998, n.º 83.
24 Benedicto XVI, Discurso en la IV Asamblea Nacional Italiana, 19/X/2006. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/october/documents/hf_ben-xvi_spe_20061019_ convegno-verona.html